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Desde el Hades con dolor

“Quien no viaja no
conoce a los hombres”

Ibn Batuta

Desde que el hombre empezó a configurar espacios míticos los


viajes han ocupado un lugar excepcional en su imaginería. Y si, como
afirma Bruce Chatwin, la naturaleza del hombre es todavía nómada por
conformación genética, eso explica que el viajero haya sido prestigiado casi
tanto como el guerrero desde los comienzos de las primeras civilizaciones
agrícolas hasta nuestros días. Era el ser diferente que, abandonando su
pasado y su presente y la seguridad de una sociedad más o menos estable,
seguía el dictado de sus pulsos vitales atávicos y se lanzaba impúdicamente
al polvo del camino o a la espuma de los mares.

A veces primaban los intereses comerciales en el resorte del


movimiento, otras lo hacía el puro afán de aventuras. Pero el impulso
radical subyacente siempre era el mismo: la huida compulsiva del tedio de
la cotidianeidad, el cruce de las fronteras últimas en busca no tanto de los
peligros posibles cuanto de lo asombroso, de lo insólito o lo espeluznante.
El encuentro con otros hombres, lo suficientemente diversos como para
ejercer de catarsis contra las propias convicciones era un premio añadido, un
acicate para la inteligencia. Y en el regreso irremisible hallamos la metáfora
de la propia vida, en tanto que equivalente de la muerte aplazada, porque
supone el fin de recorrido, la rendición de cuentas de lo vivido, la apoteosis
de la nostalgia. Y es la nostalgia la que impelía a muchos de ellos a contar lo
que había visto y a convertirlo en una narración para el embeleso de sus
coetáneos sedentarios. Países remotos, costumbres extrañas, fabulosos
imperios, atroces ceremonias formarían el menú principal, presentados sin
inhibiciones y con voluntad expresa de maravillar.

Así, desde Ulises hasta Norman Lewis, se ha ido tejiendo a


lo largo de los siglos un tapiz de relaciones textuales que hacen que casi se
pueda hablar de un solo libro de viajes continuamente revisitado y
aumentado, no tanto en cuanto al argumento, que, obviamente, repite
siempre el mismo esquema, sino en la actualización de los detalles, la
adaptación del esquema a los gustos dominantes de cada época. Pero la base
siempre fue la exposición de un catálogo de maravillas (las rihlas árabes
medievales, madres del género moderno, siempre se subtitulaban kitáb
al-‘adja’ìb, “libro de las maravillas”). Eran maravillas porque eran
inalcanzables, por su lejanía y por su inaprensibilidad, para la inmensa
mayoría de los lectores. Jamás podrían comprobar la veracidad exacta de lo
narrado, aunque no la pusieran en duda por sistema. Sólo había un ser
privilegiado que hubiera compartido su corporeidad con ellas: el viajero-
narrador. La generalización de la cultura de la imagen, ha traído una
devaluación forzosa de lo maravilloso. La imaginación de la realidad, la
posibilidad de conversión de todas las cosas visibles (e incluso algunas
invisibles) en imágenes de una fidelidad absoluta, incluso la estomagante
sobreabundancia de ellas en la sala de estar, ha hecho que sean las propias
cosas las que den fe por sí mismas de su existencia, sin necesidad de
narradores. Pero ha sido sobre todo la democratización de la capacidad de
movimiento en los países ricos de occidente la que ha llevado a la quiebra al
espíritu del libro de maravillas, que si no ha desaparecido del todo ha sido
porque se ha transubstanciado inversamente en guía de turismo, en
instrucciones de uso para el viaje. Como ya de todas las exmaravillas se
tiene una imagen e información abundantes, lo que se requiere es un manual
de pasos para corporeizarse lo más cómodamente posible en la elegida y
comprobar que efectivamente sigue ahí, que se deja imaginar mansamente y
que encaja como una pieza de puzzle en un hueco de la superficie satinada
del cerebro. ¿Han desaparecido los viajeros que enlazan con la tradición
nomadista de Ibn Batuta, Marco Polo o Burton? Probablemente no. Incluso
seguro que son hoy más abundantes que en otras épocas. Cuestión de
estadísticas y medios: Pero ahora deben andar disfrazados de otra cosa y
probablemente no tengan nada que contar.

Y luego estamos nosotros, los que andamos en una especie de


limbo intermedio, los que nos creemos viajeros y sólo lo somos a tiempo
parcial. De ilusión también se vive; y de desprecio: todo nuestro afán se
vuelca en no confundirnos con los turistas convencionales, que sí saben lo
que son y lo que no son y a los que consideramos adocenados productos de
la sociedad de consumo. Visitamos países exóticos, siempre por supuesto en
el Tercer Mundo, que cuenta con la exclusiva de la denominación de origen,
nos movemos casi con lo puesto, tratamos de camuflarnos entre los
paisanos, aprendemos sus lenguas, comemos en sus lugares, usamos sus
transportes, comprendemos y amamos sus costumbres, algunas incluso lo
suficientemente bárbaras como para hacer tambalear nuestra positiva
predisposición y, sobre todo, nos sentimos solidarios con los males seculares
que los aquejan. “Nuestra patria es lejos” suscribimos con Savater, trasunto
del evangélico “mis hermanos son los que sufren”. El mito del buen salvaje
y la mala conciencia colonial aderezan un masala de gusto excitantemente
ácido, que saboreamos con un nudo en el estómago y a veces regamos con
generosas lágrimas blancas. Sobre todo nos alimentamos de ideas e
imágenes. Previas. (Nos preguntamos: ¿tú creas el viaje o el viaje te crea a
ti?) Y salvo por el hecho de que hoy no nos desplazamos, sino que nos
trasladamos (en jumbos) y que quedan cero lugares vírgenes por descubrir,
queremos pensar que es posible la participación en la materia sublime del
encuentro. ¿Por qué no podemos ejercer de voyeurs inocentes o impunes,
sentirnos protagonistas de esa creación del espíritu que es el viaje total, el
cumplimiento del anhelo de tocar espacios y realidades míticas, alcanzar la
elastificación de nuestros sentidos?

La respuesta, ¡cómo no!, nos la da Homero. El padre del


invento, cuando, por mediación de Circe, hace llegar a Ulises al Hades en
busca de Tiresias. Lo que más nos sorprende no es la descripción de las
condiciones en que se encuentran los difuntos, ni su aspecto, sino el hecho
de que asaeteen al pobre Ulises a preguntas acerca del mundo de los vivos,
que ocupa todo su interés.
Lo que ha cambiado es el plano de la mirada. Porque hemos
perdido la inocencia, porque ahora sabemos las causas del mal y ya no
podemos mirar impunemente las llagas y el dolor. Sólo con mucha anestesia
podemos considerar vivificantes para el espíritu la contemplación extática
de los hormigueros asiáticos, el desarraigo africano o la lacerante causalidad
de la miseria latinoamericana. Ya no se puede ir con ojos de viajero, con la
luz del entendimiento abierta. Ya sólo se puede ir como turista a comprobar
que las cosas están efectivamente ahí, que lo pre-visto va a ser visto y es
idéntico a sí mismo. Y que nuestro interior no va a cambiar, porque entonces
se caería en la desesperación, que es secuela de la ingenuidad, o en la
mística, que sólo es secuela de una sobredosis de anestesia. Porque hoy
sabemos que el exotismo no es más que una de las caras de la miseria, la
creación más cínica del colonialismo. Es precisamente en esos países donde
el género sigue vivo. En el fondo del infierno siempre serás interrogado
acerca del mundo de arriba.

M. Harazem, mayo 99

( Publicado en ARTyCO,
Nº 5, VERANO 99)

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