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La parábola de la oveja perdida

Poema del Hombre – Dios (fragmento)

«Vuestro padres es como un pastor solícito.

¿Qué hace un pastor bueno? Busca pastos buenos para sus ovejas, en que no haya ni cicuta ni otras
plantas venenosas, sino delicados tréboles, poleo aromático, achicorias amargas pero saludables.
Busca lugares donde, además del alimento, haya también un riachuelo fresco y puro, y sombra de
árboles, y no reinen las áspides por entre la hierba de las glebas. No pone especial preferencia en los
pastos más pingues, porque sabe que en ellos es fácil encontrar peligrosas culebras y hierbas nocivas;
elige, más bien, los pastos montanos, donde el rocío limpia y da frescura a la tierna hierba y el sol la
limpia de reptiles, donde el aire se mueve y es bueno, no cargado y malsano como el de llanura. El
buen pastor observa a cada una de sus ovejas. Si están enfermas, las cuida: si heridas, las cura. Llama
a la que es demasiado glotona y corre peligro de enfermarse; a la que enfermaría por estar demasiado
expuesta a la humedad, o demasiado al sol, le dice que vaya a otro lado; y, si una está desganada y no
come, busca para ella los tallitos acídulos y aromáticos capaces de despertarle el apetito y se los
ofrece con su propia mano, hablándole como a persona amiga.

Así hace el Padre bueno que está en los Cielos con sus hijos que viven errantes en la Tierra. Su amor
es el cayado que los reúne; su voz, la guía; sus pastos, su Ley; su redil, el Cielo.
La parábola de la oveja perdida
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Pero, he aquí que una oveja le abandona. ¡Cuánto la amaba! Era joven, pura, cándida, como nube en
el Cielo abrileño. El pastor la miraba con mucho amor, pensando en el mucho bien que podía hacerle
y en el mucho amor que de ella podía recibir. Y ella le abandona…

Es que ha pasado, a lo largo del camino que bordea los pastos, un tentador. No lleva pellico austero,
sino un indumento de mil colores. No lleva cinturón de piel de donde penden hacha y cuchillo, sino
cinturón de oro del que penden cascabeles argentinos, melodiosos cual canto de ruiseñor, y ampollas
de esencias embriagadoras… No lleva tampoco bordón, como el pastor bueno, con que reunir y
defender a las ovejas (y, si no es suficiente el bordón, las defenderá solícito con el hacha y el cuchillo,
y hasta con la vida). No, este tentador que pasa lleva en sus manos un turíbulo brillante de gemas que
emana un humo que es el hedor y perfume al mismo tiempo, pero que enajena; de la misma forma que
los tornasoles de las joyas – ¡qué falsas! – deslumbran. Pasa cantando mientras deja caer puñados de
sal, de una sal que brilla en el camino oscuro…

Noventa y nueve ovejas miras, pero permanecen donde están; la oveja número cien, la más joven y
estimada, da un salto y desaparece en pos del tentador. El pastor la llama, pero no vuelve. Va más
veloz que el viento para tratar de alcanzar al que ha pasado. Para mantenerse durante la carrera,
gusta de aquella sal. La sal le entra dentro, le produce un extraño delirio que la abrasa. Por ello,
desea las aguas profundas y verdes de una espesura tenebrosa, donde, siguiendo al tentador, se hunde
y penetra, sube y baja y cae… una, dos, tres veces; y una, dos, tres veces siente alrededor de su cuello
el legamoso abrazo de los reptiles. Queriendo beber, bebe aguas contaminadas; queriendo nutrirse,
come hierbas brillantes por las repugnantes babas que las cubren.
La parábola de la oveja perdida
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

¿Qué hace entre tanto el pastor bueno? Deja cerradas en lugar seguro a las noventa y nueva fieles y se
pone en camino. No se detiene hasta que no encuentra huellas de la oveja perdida. Dado que ella no
vuelve a él, a pesar de que confía al viento sus voces de reclamo, él va a ella. La ve desde lejos, ebria,
atrapada entre las roscas de los reptiles, tan ebria que no siente siquiera la nostalgia del rostro que la
ama; antes bien, lo injuria. De nuevo la ve, culpable de haber entrado como ladrona en morada ajena,
tan culpable que no se atreve ya a mirarle… Y, a pesar de todo, el pastor no se cansa… y continúa… la
busca, la busca, la sigue, la acosa. Llorando ante las señales que va dejando la oveja perdida
(mechones de lana, pedazos de alma; huellas de sangre, delitos diversos; porquerías, pruebas de su
lujuria), sigue y la alcanza.

¿Ah, te he encontrado, amada! ¡Te he alcanzado! ¡Cuánto camino he recorrido por ti, para conducirte
de nuevo al redil! No agaches la frente humillada. Tu pecado está sepultado en mi corazón. Ninguno lo
conocerá, excepto Yo, que te amo. Te defenderé de las críticas de los demás, te cubriré con el escudo
de mi propia persona contra las piedras de tus acusadores. Ven ¿estás ebria? ¡Enséñame tus heridas!
Las conozco, pero quiero que me las muestres con la confidencia que tenías conmigo cuando eras pura
y me mirabas a mí, pastor y Dios tuyo, con mirada inocente… Aquí están. Todas tienen un nombre.
¡Qué profundas son! ¿Quién te ha hecho estas heridas tan profundas en el fondo del corazón? Lo sé: el
Tentador. No lleva ni bordón ni hacha, pero con su mordisco envenenado hiere más a fondo, y después
de él hieren también las falsas gemas de su turíbulo, las que te han seducido con sus resplandores y
que en realidad eran piedras de azufre infernales, sacadas a la luz para abrasarte el corazón. ¡Mira
cuántas heridas, cuántas vedijas arrancadas, cuánta sangre! ¡Cuántas zarzas!

¡Oh pobre pequeña alma ilusa! Dime: ¿Si te perdono, me amarás todavía? Dime: ¿Si tiendo a ti mis
brazos, vendrías? Dime: ¿Tienes sed del amor bueno?... Pues entonces ven y renace. Vuelve a los
pastos santos. Llora. Tu llanto con el mío lavarán las huellas de tu pecado. Yo, para nutrirte – porque
estás consumida por el mal que te ha abrasado – me abro el pecho, me abro las venas, y te digo:
“¡Nútrete! ¡Y vive!”. Ven, te tomaré en mis brazos. Iremos más veloces a los pastos santos y seguros.
Olvidarás todo lo sucedido en esta hora desesperada. Tus noventa y nueve hermanas, las buenas, se
regocijarán al verte regresar. Sí, porque te digo – oveja mía perdida que he venido a buscar desde muy
lejos y he encontrado y rescatado – que hacen más fiesta los buenos por uno que, habiéndose
extraviado, regresa, que no por noventa y nueve justos que jamás se han alejado del redil».
La parábola de la oveja perdida
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

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