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Chapter # 26

Escambray: La Guerra Olvidada


Un Libro Historico De Los Combatientes Anticastristas En Cuba (1960-
1966)

Enrique G. Encinosa

TAGUARI

El Serrucho estaba localizado cerca de Tamarindo, en la provincia de Camagüey. Era un


lugar difícil de encontrar, lejos de las carreteras bien transitadas. En los tiempos de
Batista había sido una casa de curar tabaco. Después vino la Revolución, y la finca fue
intervenida.

Camiones y jeeps cargados de tropas vestidas de verde olivo llegaron al Serrucho. Las
edificaciones comenzaron. Se fabricaron oficinas, se pintaron las paredes de verde claro.
Frente al patio de cemento, donde habían varios lavaderos, se construyeron una docena
de celdas.

El Serrucho no era imponente pero tenia mayimbes importantes. En el cuartel estaban las
oficinas del Comandante Víctor Drake, uno de los oficiales principales involucrados en la
cacería de alzados. En el mismo edificio estaban las oficinas de Seguridad del Estado,
Sección Bandas, del Ministerio del Interior, dirigidas por el primer teniente Rubén
Montero y el teniente Arturo Hernández.

Montero y Hernández eran una pareja inseparable. Montero era delgado, de pelo oscuro y
nariz afilada. Hernández era corpulento, más de seis pies de estatura, y doscientas libras
en un cuerpo adornado de ropa bien planchada y un inmenso sombrero.

Ambos hombres trabajaban bien juntos. En los interrogatorios a los alzados, a los
familiares, o a los colaboradores, ambos sabían calibrar bien las debilidades humanas.
Sabían cuando amenazar y cuando ser amistosos. Montero se jactaba de sus habilidades
persuasivas y Hernández juraba que no había preso que él no pudiera intimidar

El 22 de julio de 1963, en la Sabana de Imías, Sierra de Cubitas, doscientos cazadores del


LCB, dirigidos por el teniente Pedro Nodal Loyola, se unieron a un pelotón de policías
para atacar a un grupo de alzados acampados en un molino abandonado. El combate fue
corto y violento. Seis guerrilleros se batieron contra huestes cuarenta veces superiores.
Roberto Rodríguez, el jefe de la guerrilla, fue derribado por el plomo del FAL belga de
Nodal Loyola. El guerrillero muerto era una figura grotesca. Tenía puesto su sombrero
tejano, pero su mandíbula había desaparecido, arrancada de cuajo por un proyectil.

El cerco se cerró sobre el molino. Un policía fue herido de un balazo en la cabeza. Tres
soldados del LCB fueron cortados por la metralla de las armas guerrilleras. Tres
guerrilleros rompieron el nudo. Otro alzado fue muerto y uno capturado.

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Chapter # 26

Lo llevaron al Serrucho para ser interrogado. Lo encerraron en una celda que miraba
hacia el patio de cemento. Montero y Hernández se prepararon para el interrogatorio. En
la oficina verde clara, donde hacía calor de día y frío de noche, ambos hombres ojearon el
archivo del reo recién capturado.

Jorge Labrada Martínez. Veinte y dos años de edad. Conocido por Taguari. Sus dos
hermanos, Humberto y Rafael, también son alzados. Los tres han estado activos en la
región norte de Las Villas y Camagüey por muchos meses.

Montero fue a visitar a Taguari en su celda. El preso estaba vestido sólo con calzoncillos
mugrientos. En la mano izquierda tenía una cicatriz larga, herida vieja de cuchillo o
navaja. El pelo oscuro del pecho estaba mojado por el sudor, pegado al cuerpo. Sus
cabellos estaban sucios y despeinados. Sus ojos eran oscuros, de mirada intensa, ojos más
viejos que el resto del cuerpo. Tenía un olor agrio, a yerba y sudor rancio.

Montero empezó suave. Le ofreció comida, refrescos y cigarrillos a Taguari. Después


vino el monólogo. Ya Montero se lo sabía de memoria, repitiendo las frases con las
inflexiones bien practicadas de un actor.

--Tú eres joven.- decía Montero, -Ya la guerra se te acabó. Te apresamos. Pero puedes
rehacer tu vida. Nos puedes ayudar. La Revolución es benévola. Si nos ayudas, en vez de
fusilarte, irás a la cárcel. Con buen comportamiento estarás en la calle en cinco o seis
años, antes de cumplir los treinta...

Montero continuó hablando, vendiendo la idea. Los ojos oscuros del alzado estaban
clavados sobre el teniente. Montero se calló de súbito, esperando una reacción.

-Mire, teniente,- dijo Taguari, -a mí me puede fusilar cuando le de la gana. Yo no ayudo a


comunistas.

Montero se encogió de hombros y salió de la celda. La reacción era de esperar. Todos


empezaban así, pero en unos días cambiaban de opinión.

El segundo y tercer día se repitió el monólogo. Ambas veces el preso repitió la misma
negativa. Montero trajo a una mujer y a un niño al Serrucho. Los paró frente al preso.

-Ella es viuda, y él es huerfano,- dijo el teniente, -y por culpa de ustedes. Su marido era
un miliciano que murió en un peine. A lo mejor fuiste tú mismo el que lo mató.

Montero esperó una reacción. Había tenido éxito muchas veces antes. Alzados duros se
habían ablandado al ver viudas de luto y muchachitos llorando. Taguari los miró
serenamente. Detrás de los ojos oscuros, el alzado pensó en las viudas de los alzados
muertos y fusilados.

-Eso no funciona conmigo, Montero.- dijo Taguari, -Llévatela pal carajo. Si me escapo de
aquí voy a seguir rompiendo milicianos y haciendo viudas y huérfanos.

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«Este es duro,» pensó Montero. «Ahora le toca a Arturo. Si por las buenas no funciona,
pues entonces, por las malas.»

Arturo Hernández visitó la celda. Trató de intimidar a Taguari, pero el muchacho no se


dejó amenazar. La mano inmensa de Hernández cruzó el rostro del alzado, con una
bofetada. Taguari recibió el golpe, y rebotando de la pared pateó al oficial, el pie descalzo
clavándose en la barriga de Hernández. Aullando de dolor y rabia, Hernández llamó a los
guardias. A Taguari lo golpearon y patearon, dejándolo tirado en el piso frío de la celda.

Hernández se obsecionó con Taguari. Había que quebrar su espíritu, doblegarlo. Taguari
era algo personal para Hernández, no un simple preso que debía ser interrogado. Las
golpizas continuaron. Los labios amoratados del alzado sólo se abrían para escupir una
maldición, para repetir que a él había que fusilarlo.
Un día lo sacaron de la celda. Lo metieron dentro de uno de los lavaderos. Una tapa de
metal cubrió la boca del lavadero. Una mano abrió la pila, y el agua comenzó a llenar la
caja de concreto. El agua le cubrió las piernas, la barriga, el pecho. El agua continuó
subiendo de nivel. Entró por la boca y los huecos de la nariz. Su cuerpo se convulsionó
como una marioneta. Su cabeza golpeaba contra la tapa del lavadero.

Lo sacaron inconsciente. Parecía muerto. Arturo Hernández ordenó que le bombearan el


estómago.

¡Que no se muera, coño!- decía Hernández, -A ése lo quiero vivo. Ese cabrón es asunto
mío.

Taguari vomitó agua. Los párpados se abrieron. Los ojos se abrieron, mirando hacia
Hernández y sus hombres.

-¡Maricones!- dijo Taguari vomitando buches de agua.

-¡Comunistas de mierda!- Varias veces lo metieron en el lavadero. Y vomitando agua


repetía sus maldiciones.

Después de un par de semanas se lo llevaron del Serrucho para la Finca Casablanca, otro
centro de detención, más grande y propicio para interrogatorios. Media docena de
golpizas más le propinaron. Montero le hablaba suave, tratando de convencerlo de que ya
era hora de rendirse, de evitar más torturas. Hernández lo apaleaba. Pero Taguari no se
doblegaba.

La situación se convirtió en una guerra de voluntades. Cada uno estaba obstinado en


vencer. Hernández quería causar el dolor insoportable que doblegara físicamente al preso.
Montero quería que el hombre se rindiera mentalmente ante una realidad inexorable.
Taguari estaba obstinado en no ceder ante sus raptores, en ser destrozado pero no
derrotado.

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Después de un mes se dieron cuenta que los esfuerzos eran inútiles. Montero visitó a
Taguari para informarle que seria fusilado al día siguiente si no aceptaba la última oferta.

-Mire, teniente,- dijo Taguari, -si ustedes son tan machos, vamos al patio. Deme una
pistola y yo me bato a tiros con ustedes, uno por uno, hasta que alguien me mate. Lo
único que yo quiero es llevarme unos cuantos hijos de putas comunistas más antes de que
me llegue mi hora.

Montero no respondió. Al otro día, al anochecer, Jorge Labrada Martínez se encaró a un


pelotón de fusilamiento. Taguari se paró frente a los rifles serenamente, sus ojos intensos
brillando, hasta que las lenguas de fuego los apagaron.

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