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Enrique G. Encinosa
Eramos diecisiete en la celda. Nueve eran alzados que habían sido capturados el mes
anterior. Nano Pérez y ocho de sus hombres. Todos eran guajiros, hombres de manos
callosas y cuerpos pellejudos. Algunos eran hombres maduros y otros, muchachos
jovencitos con barbas raídas.
Ramón Marín Espinoza abrió la boca y apuntó con un dedo grueso hacia un empaste.
«Mira esto,» me dijo, «un empaste nuevo. Cuando me cogieron en el cerco tenía una
infección y me hicieron un empaste nuevo. Eso es una pérdida de tiempo y dinero. Me
arreglaron para matarme.»
«Sin duda, compay. Me dejaron ver a mi madre y eso me puso contento. Pero me van a
fusilar.»
Los carceleros trajeron la comida. Ocho platos de sopa de fideos. Nueve platos de arroz y
picadillo con yuca. Los alzados recibieron los platos de picadillo. Nadie dijo nada. Todos
sabíamos lo que aquello significaba. La Ultima Cena.
Después de comer vino la espera. Había poca conversación. El sol se perdió en la línea
del horizonte y vino la noche. Entonces vino el escuadrón de fusilamiento, con sus M52
checos. El hombre a cargo del pelotón era un oficial de milicia de apellido Fardales.
Empezaron a llamar nombres. Uno a uno iban saliendo. Dos milicianos le amarraban las
manos a las espaldas a los alzados. Sacando y amarrando. Sacaron a ocho y el único
guerrillero que quedaba en la celda era Ramón Marín Espinoza.
El guajiro se paró frente a las rejas, mirando hacia los hombres armados, hacia los amigos
amarrados. Su voz explotó como una granada, cortando la monotonía del proceso.
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Chapter # 25
El guajiro recogió en sus manos gruesas una javita que contenía una frazada. Con un
gesto brusco le tiró la frazada a uno de los ocho quedábamos en la celda.
«Aquí tienen» dijo, «donde yo voy a ir, eso no me hace falta.»
Y salió de la celda. Le amarraron las manos. Los nueve hombres estaban parados en fila.
Uno era un muchacho muy joven, tendría dieciocho o diecinueve años. Un miliciano lo
hostigó.
Eso fue todo. Todos se fueron y nos quedamos ocho hombres en la celda. Me senté en la
cama y cerré los ojos. Aunque el paredón estaba muy lejos para oir los disparos, apreté
los ojos y traté de olvidarme del eco de las explosiones silentes que retumbaban dentro de
mi cabeza.
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