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NOSOTROS LOS SUICIDAS

CAPITULO I
Por Marcio Veloz Maggiolo

Una biblioteca no tiene casi nada de particular, nada de excepcional, nada que
pueda conmovernos demasiado. Es simplemente un cuarto, (o dos o tres), donde se han
levantado grandes o pequeños estantes en los cuales se han ido depositando libros. En la
biblioteca —si es añosa— encontramos volúmenes polvorientos; libros repletos de
cansancio, agujereados por la tenacidad que ponen las polillas en destruir el pequeño
resumen de cultura que el universo ha podido recopilar al través de las páginas
guardadas en los anaqueles. Si la biblioteca es nueva, reciente, nos acercaremos a ella
en un intento de apreciar los últimos acontecimientos literarios, históricos, sociológicos,
filosóficos. Esta es casi siempre la función de la corriente biblioteca que se levanta en
los hogares y en las aldeas cansadas del mundo.
Esas líneas iniciales con las cuales quiere tomar forma el relato están completamente
equivocadas. Alguien recuerda que una vez las bibliotecas han servido además de para
leer, para juzgar, para hacer de sala judicial de algún caso que no ha visto la luz del día
quizás por su extrañeza y falta de propaganda.
Ese caso, al que voy referirme de inmediato, tuvo lugar una noche lluviosa de
septiembre de 1959, en una lejana ciudad de Bélgica llamada Pegium.
El lector no debe preguntar. Debe solamente seguir el curso del diálogo y de la
narración. Cuando el lector pregunta, ya el relato no tiene sentido. Todo comenzó así.
—Joseph, estoy desesperado, esos estúpidos no vienen y hay que resolver la
situación cuanto antes.
El mayordomo se llamaba Joseph, Joseph Leplús. Cuando murió tendría unos setenta
años, los mismos que representaba en el momento- en que Sir Roland Mc. Intus le hacia
la afirmación señalada hace unos instantes.
—Sir Mc. Intus—respondió el mayordomo— recuerde que los invitados vienen
desde muy lejos. Son de distintas épocas y el camino desde su muerte hacia el presente
es largo para muchos.
—Bien, bien—rabió sir Mc....—pero no es la primera vez que hacemos una
reunión de estas.
—La hora, sir, la hora. Han sido citados para tarde.
—Leplús, cualquiera diría que no te has muerto nunca.
—Graciosa afirmación, sir, pero si no hubiese muerto no podría estar aquí, con
ustedes, en esta vieja biblioteca abandonada.
—No, abandonada no; su dueño duerme en la habitación contigua.
Sir Mac había señalado hacia una puerta entreabierta desde donde salían
ronquidos enormes. Luego depositó la carga de su mirada de siglos sobre los anaqueles
de la biblioteca. El mayordomo Joseph Leplús tomó su escobillón e hizo como si
levantase el polvo de los estantes. Quiso estornudar, pero no pudo; el estornudo es algo
reservado a los vivos. Leplús intentó darle cuerda al viejo reloj de pared, pero también
recibió un gran chasco cuando sintió que sus dedos no eran capaces de hacer girar la
diminuta manivela que hacía mover el péndulo. Durante años Leplús fue mayordomo de
aquella residencia. Entró a trabajar en ella hacia 1816, y a la hora de su muerte, el 15 de
octubre de 1886, aún seguía en las mismas funciones. A principios de siglo —
exactamente en 1914— El Dr. Rudolph Haem, nieto del dueño de la casa, tuvo que
venderla para calmar los acreedores de la familia. De ese modo la familia Mac. Farland
pudo conseguir el trozo’ de casa que tenía en sus adentros a la vieja biblioteca, casi
intocada. Era pues el nieto de Mac. Farland quien roncaba en la habitación contigua.
—Señor, ¿ por qué hemos escogido esta casa para el j uicio ?—interrogó el
mayordomo Leplús al Comendador Mac. Intus.
—Porque es simplemente una de las casas mejor habilitadas para un juicio de esta
clase.
—Hemos celebrado juicios en otros lugares.
—¿Sabes que éste sentará un precedente en nuestros anales?
—¿ Un precedente? ¿ que es un precedente?
El Comendador sir Mac. Intus tartamudeó un poco antes de afirmar que un
precedente es aquello con lo que se deja fijada una nueva posición en cuestión de
organizaciones. Leplús oyó la respuesta y a pesar de no haberla entendido sobremanera,
calló para no hacer el l)apel de ignorante.
—.¿ Me he explicado bien?
—Perfectamente, perfectamente sir Mc
Los ronquidos de Mac. Farland habían subido de tono y el Comendador, con un gesto
de inconformidad, se dejó caer en una poltrona cubierta de terciopelo rojo.
—El descendiente de los Mac. Farland ronca demasiado.
—Está en su casa. ¿ No irá usted a prohibirle que ronque?
—No, no puedo prohibirle que ronque, pero puedo incomodarme cuando me venga
en ganas y no es usted quien debe darme la pautas de lo que debo hacer.
El Mayordomo Leplús tomó el plumero e hizo como si la conversación no hubiese
sido dirigida a él. Era un hombrecilo bastante delgado, calvo, de nariz aguileña y ojos
saltones. En vida debió ser hombre benévolo, porque todavía conservaba esa sonrisa
tristona que tienen los que poseen en el alma un ínfimo grano de buena fe.
El Comendador era un hombre bastante alto. También calvo, pero con la frente siempre
arrugada; daba la impresión de que se pasaba las horas muertas pensando y pensando.
Vestía elegante traje del siglo XIX, de mediados del siglo XIX. Levita brillante bombín,
bastón con empuñadura ojal oro, botines blanquinegros y camisa de cuello bordado. Del
ojal de su chaleco pendía una flor negra. En vida debió ser un hombre de gran Sentido
político, a juzgar por los gestos que hacia con el recio bigote rubio cuando algún
compañero hablaba de cuestiones de Estado. A pesar de haber muerto el 11 de enero de
1851, sir Mc. Intus se matenia al tanto de todos los acontecimientos históricos; por eso
había sido elegido por unanimidad Presidente Incondicional de la Federación Mundial
de Suicidas. De más está decir que todos los miembros de aquella organización per-
tenecían para bien o para mal a los abatidos por propia mano.
El mayordomo Leplús murió cuando, acosado por los celos, se lanzó desde la parte
más alta del edificio, rompiéndose la base del cráneo. La causa de aquel desenlace
terrible fue el ama de llaves, Doria Pampanescu, rumana, de 23 años de edad, quien le
hacía el amor al anciano y luego lo abandonó para entregarse en brazos del señorito
Baldwin, primo del hijo de la casa. El mayordomo Leplús sufría tremendamente el
recuerdo de su suicidio. Decía el mayordomo Leplús que el infierno eran los tantos
pensamientos que se hacían en la tierra contra los pobres muertos, pensamientos que
herían como flechas de fuego.
Recordaba Leplús que cuando le pusieron en la caja,— la rústica caja de cedro—,
las vecinas más queridas comentaron su muerte no sin un dejo de sarcasmo:
—El viej ito se las traía. Dicen que hasta se enamoraba de los familiares del señor.
Aseguran que tuvo cierto enredito con la hija de la hija del señor. Perseguía a las niñas
en el patio de la residencia y les levantaba las falditas con tal de verlas por debajo. Era
un verdadero ninfómano el viejito.
Al mayordomo Leplús todavía le resonaban en el oído frases como aquella. Si bien
era cierto que sentía pasión por la juventud, jamás había sido capaz de levantar las
faldas de nadie y nunca había sentido la necesidad de enamorar a las hijas de los
familiares del señor. En realidad, lo que sucedió fue que Doria, la joven ama de llaves,
llegó a la casa buscando trabajo y Leplús la puso a trabajar como mucama. Luego
Doria, muy inteligente y guapa, comenzó a hacerle señales indecorosas al viejo, y éste,
cuando creía que ya toda su virilidad se había esfumado, sintió nacer de nuevo el brío
del macho que persigue a la hembra en el más breve acto sexual. Doria se entregó
cuatro veces y aquello le trajo como beneficio inmediato el que Leplús le consiguiera el
nombramiento de ama de llaves. Una vez
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alcanzado este objetivo, la bella Doria quiso ampliar su aventura llegando hasta el
señorito Baldwin, primo del hijo de la casa, y fue entonces cuando Leplús decidió, para
castigarla, quitarse la vida.
Si las palabras dichas en contra de un muerto le molestan en gran manera, las
dichas a su favor endulzan su estadía en el sector donde se encuentre. A sí, cuando
Leplús escuchaba conversaciones en las cuales se elogiaban sus pasadas condiciones
sentía una alegría enorme, capaz de borrar todo el dolor que le habían producido las
frases cargadas de veneno de sus detracto.. tores. Por eso pensaba Leplús que la Gloria
era el bien que los demás podían hacer con sus opiniones, y que el infierno no era otra
cosa que el dolor que causaban los conceptos errados de los que desconocían a fondo las
vidas que criticaban.
En alguna ocasión Leplús oyó decir lo siguiente:
—Esa arpía de Doria hizo que el viejito se rompiese los sesos. Es una vergúenza
que el señorito Baldwín haya escogido un ama de llaves para casarse. ¿ No tiene sentido
el señorito, después de lo ocurrido con el viejo?
La verdad es que al mayordomo Leplús le pareció incomprensible que el señorito
Baldwin tomara como mujer al ama de llaves Doria Pampanescu. Cierto es que luego
ella se comportó como toda una dama. No le puso cuernos a su joven marido y tuvo
catorce hijos para bien de la comunidad de Pegium.
Los lectores se preguntarán cómo llegó Leplús a ser mayordomo de la Federación
Mundial de Suicidas. Los lectores no ignorarán que es muy difícil que un mayordomo
se suicide. Por eso, cuando se presentó la oportunidad, sólo cuatro asistieron al concurso
mediante el cual la Federación escogería a su nuevo hombre de con fianza.
De aquel concurso sólo dos llenaban los requisitos : Ser suicida y haber sido
mayordomo durante por lo menos cincuenta años, Leplús ganó porque, además de haber
servido en un Cargo de ese tipo por más de cincuenta años, dominaba cinco idiomas tres
dialectos y se había suicidado por una causa justa como era la causa del amor frustrado.

Su Oponente, un señor gordo y rozagante de muerte, perdió por pocos puntos, puesto
que se había suicidado en situaciones muy similares, con la pequeña diferencia de que
en vez de una ama de llaves fue un portero la causa de su verdadero suicidio. Como el
aviso del concurso no hablaba de qué tipo de suicida se trataba, muchos consideraron
que el suicidio por causas homosexuales no debería ser válido, mas la mayoría argu-
menté que se trataba de suicidas y nada más, y que no era dable u al juzgado averiguar
sobre costumbres que en un estado “post mortem” no representaban ya peligro para la
sociedad.

Con todo y esto salió electo mayordomo Leplús; no obstante, su opositor tuvo que
ser aceptado como miembro de la Federación, ya que la misma no apuntaba en sus bases
motivos especiales para el suicidio, y se consideraba justo que cada quien se suicidase
por el motivo que más le placiera.

Leplús miró hacia el viejo reloj y comenzó a impacientar-se. Mientras tanto Mac.
Intus se arrellanaba más y más en la poltrona de terciopelo. Ahora los ronquidos de
Mac. Farland habían disminuido. Eran brevísimos. Lentos. Como el respirar de una
locomotora que comienza a detenerse después de haber cruzado miles y miles de aldeas.
—También comienzo yo a impacientarme, Comendador.
—Quisiera tener sueño; la verdad es que el sueño es maravilloso; lo añoro cada día
más.
—No tenemos necesidad de dormir, no nos cansamos, estamos cansados de no
cansarnos.
—Indudablemente que todo en la muerte cansa.
—Como todo cansa en la vida.
—¿No cree usted que pueden haberse equivocado de casa
—Imposible, los datos son precisos: Pegium, calle P destadt No. 8, jardín y verja
grande. Iniciales góticas a la trada. Biblioteca con ventanas a la calle. Luz encendida.
—Los datos son precisos. Un vivo puede perderse, pero un suicida jamás.
—Un suicida jamás, es cierto, jamás.
—Jamás.
El Comendador se levantó del asiento y corrió hacia la
¡
ventana de la derecha, obstruida en parte por el ramaje oscuro de un árbol parecido al
álamo.
• -Me parece haber oído pasos en las calles.
-¿Dijeron que harían ruidos para identi ficarse?
—Dijeron que simularían pisadas para identificarse.
—Entonces pueden ser ellos.
—Ahora me cercioro.
Abrió la persiana de madera reseca y sacó casi medio cuer1~haciaeljardín.
—¿Es alguno?
—Sí, creo que es Tirreno; viene también el abogado.
r Minutos después dos nuevas personas se hacían presentes en la vieja
biblioteca.
Tirreno, nacido en Atenas y muerto en Atenas cuando no pudo resistir las
torturas de los alemanes, recuerda que cuando
1comenzaron a apretarle los testículos para que denunciara a sus companeros de las
guerrillas montañeras se desmayó de dolor. Al volver en sí se dió cuenta de que estaba
decidido a hablar y de que si hablaba perdería por lo menos a doscientos francotiradores
griegos. En un momento de descuido del guardia que lo vigilaba, Tirreno emprendió
una corta carrera estrellándose contra la pared de piedra de la cámara de torturas. Cayó
de bruces: una hemorragia cerebral le hizo perder la vida en dieciocho horas.

Tenía la tez morena y los ojos muy negros. Era un hombre de unos cuarenta y dos
años, pero aparentaba menos. El sol mediterráneo y las aguas del Egeo tiñeron de
juventud su gran corazón guerrero Se llamaba Tirreno únicamente. Nadie le conoció
jamás otro nombre Murió en 1943 y solicité su ingreso a la Federación en 1952, el
mismo año de su fundación.

El ahogado que acompañaba a Tirreno tendría unos cincuenta y seis años. Se había
suicidado por un motivo ridículo:
un hijo suyo le había atado de un árbol y azotado para demostrarle lo que dolían los
tantos y tantos golpes que le había propiciado en la infancia. El abogado, de nombre
Giulio Cartanarí era italiano nació en Pavía, estudió en Pavía murió en Pavía. No fue un
brillante jurista ni un eminente hombre de leyes.

Sin embargo era de los pocos abogados conque contaba la organización porque como es
bien sabido, al igual que los mayordomos, es muy difícil que los abogados se suiciden,
aunque ellos sean la causa de múltiples casos de suicidio.
Cartanari fungiría de fiscal en el juicio. Era una funcion bonita. Acusar en nombre
de la sociedad. Devolver al reo en hiel y veneno lo que el abogado contrario presentaría
como dulcedumbre y paz. El fiscal es cl satanás de los culpables y el satanás de los
inocentes, así como la sociedad encarna la parte más terrble del infierno.
Ahí estaba Cartaneri, el pelo canoso, el viejo abrigo de doce botones y seis
bolsillos, el antiguo paraguas de piel lustrada, y los sucios zapatos con los que pateé
durante veinte años a los pobres reos del tribunal y a sus propios hijos. Eran los mismos
zapatos que llevaba puestos cuando Giovanni, su hijo mayor —23 años— le dijo:
—Papá, ahora yo te voy a demostrar lo que duelen los golpes que nos diste durante
anos.
Cuando Giovanni Cartaneri tomó la cuerda para atar a su padre, éste creyó que se
trataba de una broma. Pero hubo un momento en que el joven empujó al padre
haciéndolo rodar y luego lo arrastró junto a un viejo tronco situado en la parte trasera de
la casa. Allí lo amarré. Le quitó el nudo de la corbata. Le desgarró la camisa y con la
misma correa con que el abogado Cartanari lo vapuleé durante veinte años, el hijo del
abogado comenzó a vapulear al padre. Luego de dejarlo sin sentido, Giovanni Cartanari
huyó para siempre de la casa, lo que determinó que el padre se decidiera un mal día por
el suicidio.
Tirreno y Cartanari entraron en la habitación —tal y comos les he relatado antes—
y enseguida se dirigieron al Comendador.
—Cierto cierto. No podemos pensar en realizar un juicio en contumacia; nunca lo
hemos celebrado así.
—Ni es aconsejable,—dijo Cartanarí.
—Se os ha llamado aquí para que esta noche vayáis en busca del señor Alejandro
Rodrigues, porturgués, quien alega
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haberse suicidado cuando todos sabemos que fue asesinado por el régimen dictatorial
de su país.
—¿Dice que se ha suicidado? -
—Eso afirma.
—Algunas pruebas contundentes tendrá cuando quiere demostrar que se ha
suicidado y la opinión general es de que ha sido asesinado.
—Sus pruebas tendrá —aseguré el Comendador.
-—¿Salimos de inmediato a buscarlo o esperamos al que falta?
Esperémosle.
—Viene de lejos—afirmó Tirreno-murió ahogado en un puerto del mar Caribe
llamado Santo Domingo.
—¿Centro América?
—No, las Antillas—contestó el mayordomo, que ahora acomodaba una cuantas
sillas y las colocaba en hilera frente a una
• mesa redonda.
—-¡Viene de lejos !—comentó Cartanari.
—Si que viene—repuso el Comendador—, figúrense, su muerte ocurrió allá por el
año de 1844. Dicen que un contigente de haitianos le pidió su propia cabeza —porque
los haitianos gobernaban entonces su país-—y que éste, —su nombre es Gabriel
Chávez— antes que entregarse prefirió lanzarse -a las aguas del río Ozama.
Gabriel Chavez llegó a la habitación casi concluida la conversación acerca de su
procedencia. Al igual que todos los suicidas utilizan como medio de eliminación las
aguas, Gabriel Chávez venía empapado de pies a cabeza.
—Con este hombre tan mojado nada puede salir bien.— dijo Tirreno, refiriéndose
a Gabriel Chávez.
—Ustedes me seleccionaron para un trabajo. Nadie puede ahora reprobar mi
vestimenta. Es un uso entre los suicidas de las aguas.
—Son usos, costumbres de ciertos sectores que debemos respetar-comenté el
Comendador moviendo el rubio bigote como} si esta vez estuviese hablando de política.
—Ahora que estamos reunidos....—dijo Tirreno.
—Ahora que estamos reunidos— interrumpió el Comendador—, os daré las
instrucciones de lo que vais a realizar. La misión no es fácil. Sabéis que existe una
organización parecida a la nuestra que se llama Federación Mundial de Asesinados. Esta
gente se ha hecho cargo de Alejandro Rodrigues. En la puerta de su nicho, en el
Cementerio Rural de Seixas, habrá un guardián que tratará de evitar que Rodrigues
salga de allí. Como ustedes saben, la Federación Mundial de Asesinados no hace otra
cosa que boicoteamos y desacreditamos. Ni siquiera tienen estatutos, ni exigen que sus
miembros soliciten inscrip— ción en ella. Cae uno asesinado e ipso facto pasa a ser
parte de la Federación de Asesinados. En una especie de Arca de Noé donde hasta hay
algunos suicidas, porque según la doctrina verbal de la Federación, los suicidas son
también parte de ella, ya que un suicidio no es más que un tipo diferente de asesinato.
Como veis, en esta organizacién está la chusma de la clase. Nosotros representamos la
élite, somos una burguesía, una pequeña burguesía, como diría Lenin. Se ha presentado
el momento de enfrentar las dos Federaciones. Un hombre que ha caído asesinado en
Portugal, Alejandro Rodrigues, alega que en realidad es un suicida y trata de escapar de
aquel mundo de los asesinados. Nosotros debemos ayudarlo. Es más, en caso de que en
realidad no fuera un suicida hasta me atrevería a abogar por él para que se quedase con
nosotros. A veces se utilizan todos los recursos para lograr la estabilidad de las ideas.
Yo creo que debemos planear bien esto.
—Bello discurso, Sir Mc. Intus—excíamó emocionado el mayordomo Leplús.
Los demás también se sintieron emocionados. Indudablemente que Sir Mc. Intus
era un hombre al corriente de todas las controversias del espíritu. No había que olvidar
que en la Federación de Suicidas había nombres tan sobresalientes como Lucio A.
Séneca, Sócrates, Ganivet y Mariano Larra. Pero no era menos cierto que ellos preferían
ser socios pasivos antes que ponerse a redactar leyes para la Federación o hacer nuevas
reformas de los estatutos. Una federación con nombres tan relevantes no podía ser
olvidada, y mucho menos podría con-
tinuar en una guerra fría constante con otra, que como la de los asesinados, “no tenía ni
siquiera una ideología, ni siquiera sentido revolucionario”.
El momento de demostrar la amplitud de criterio con que la Federación de Suicidas
juzgaba hechos y cosas, había llegado. El camino hacia formas revolucionarias quedaría
posiblemente abierto el día del conocimiento de causa a favor de Alejandro Rodrigues.
La situacién era, pues, de gran envergadura.
Aquella misma noche salieron hacia el cementerio rural de Seixas, Tirreno,
Cartanari y Gabriel Chavez. Llevaba un en cargo de Seixas, Tirreno, Cartanari y Gabriel
Chávez. Llevaban un importante: traer ante la mesa de justicia del tribunal
de la Federación Mundial de Suicidas a Alejandro Rodrigues, un portugués que
habiendo sido asesinado por esbirros a sueldo de la dictadura de su país, alegaba ser un
suicida y solicitaba su ingreso en la Federacién de Suicidas, despreciando la Federacién
de Asesinados, de la que pasó a formar parte ipso jacto, según las reglas de la misma.
La noche comenzó a convertirse en madrugada y los ronquidos de Mac Farland
habían desaparecido por completo.
Sir Mc. Intus y el mayordomo Joseph Leplús vieron la comitiva desaparecer calle abajo,
con gran rapidez. Desde la ventana pudieron observar el momento en que Tirreno,
Cartanari y Gabriel Chávez se convirtieron en lejanos plintos, en manchas casi
indescriptibles. El último de los tres dejaba a su paso un rastro de humedad sobre las
calles empedradas y brillantes de Pegium.

CAPITULO II

Las casas de Seixas son pequeñas. Cubiertas con tejas rosadas y ventanales
amarillos. Ventanales donde el sol de la mañana rebota como una bola de caucho. Las
palomas del pueblo dibujan sombras semovientes en las plazuelas cargadas de silencio.
Este es pueblo pobre, lleno de pesadumbres. Por las noches un pequeño río moja con su
rumor de siglos el corazón reseco de sus habitantes. Cada cinco o seis cuadras levántase
un puesto de gendarmería. Los soldados llevan fusiles anticuados y gorra azul;
obedecen ciegamente a sus amos. Seixas es un pueblo infeliz. Hay ventorrillos y
comadres que llevan a sus ahijados al colegio para cumplir con la tradición del lugar.
Las calles de Seixas son empedradas. Medievales como las calles de los pueblos
vecinos. No tienen aceras y sienten más que los pasos de los escasísimós transeúntes,
las pisadas del frío viento que baja rezongando desde el pico de los montes vecinos.
Ahora quiero que caminemos un poco por las callejuelas más tristes. Esa casucha
que veis, la pintada de blanco, fue un establo en el siglo XI; hoy está convertida en
habitáculo de pobrachos. Esta otra, blanca también, fué la residencia de un zapatero que
pasando a España se convirtió en protegido de
Felipe II. Como veis, este pueblo tiene historias. No está vacío, aunque sí solitario.
La familia de Alejandro Rodrigues vive precisamente aquí, en medio de estos dos
portales amarillos. Detrás están las habitaciones, pequeñas, sucias, llenas de mugre y
dolor. Su madre y sus tres hermanas conversan; han conversado mucho desde que
Alejandro fue asesinado por los gendarmes.

Las hermanas se llaman Dolores, Julia y Amalia. Son jóvenes y tienen el rostro tan
claro y nítido como un trozo de hielo. La madre no tiene nombre. Es simplemente la
madre.
—Nosotras no debimos dejar que siguiera en una lucha tan terrible.
—Nada de eso, Dolores, él no quería suicidarse, decía que esas no eran actitudes de
hombre.
—Entonces prefirió precipitar su muerte.
La madre era una mujer fuerte. Tendría a lo sumo cincuenta años. Cosía y recosía
las viejas ropas con una enorme aguja de bronce. Eran ropas de invierno, duras,
tostadas, resquebrajadas por la fuerza testaruda de los años.
—Prefirió abandonarnos—protestó la anciana.
—“No debemos culparlo, no debemos culparlo”—refunfuño Amelia,—eso es lo
que dicen ustdes, pero nos ha dejado solas, nos ha abandonado sin siquiera pensar en
nuestro dolor.
Era el mediodía. La lluvia comenzaba a caer en pequeñas gotas que saltaban de
júbilo, rompiéndose en mil pedazos al quebrarse entre las piedras. Los olivares, llenos
de polvo, comenzaban a soltar su carga en forma de tinta color barro. Cuando la lluvia
caía sobre sus hojas espolvoreadas, en las mismas se abrían pequeños ríos de suciedad.
Las zanjas de las calles comenzaban a hincharse a medida que las aguas descendían
desde la parte norte del pueblo. Hacían un ruido estúpido, como si intentasen croar.
Costumbres de rana alegre tendrían estas aguas, costumbres de sapos en negrecidos por
la humedad y el miedo.
Niños desnudos, con los ombligos llenos de viento, salían desde todos los portales
de las casas. La lluvia se hacía maternal al tocar sus cuerpos y candorosa al humedecer
sus sexos inocentes. La guardia y la gendarmería cubríanse con sus capopotes
hediondos, mientras las carabinas antiguas eran retiradas hacia los aleros para ser
sustraídas del fantasma del moho.
Está lloviendo—musitó Dolores; un día de lluvia apareció muerto y nadie supo
decir nada.
—Todas sabíamos que debería morir— contestó la madre sin abandonar sus
quehaceres.
Al fin tuvimos que resignarnos a lo que él perseguía— manifestó Julia.
—Aún no me resiguo- afirmó Amelia, que era la más pequeña y tenía a flor de
labios el primer beso de la pubertad.
—Nunca nos dijo por qué quería morir.
—Fué siempre muy recatado.
—Era bueno.
—Era gentil;
—Era animoso. .y valiente.
—Sabe Dios en que mundos estará su alma.
—Los mundos del infinito.
—No creo en el infinito.
—Yo sí.
—Yo no. y
La lluvia cesó unos instantes. Desde la ventana Dolores veía el horizonte mortecino
de las cordilleras. Siluetas recortapor un fondo luminoso. La luz del sol no penetraba las
nubes ni los objetos y al chocar con ellos salía disparada por los bordes de cada cosa.
Las montañas eran de cartón piedra. Recortadas por alguna tijera gigantesca. Un vaho
de humedad crepitante interfería el normal desplazamiento de los olores más puros. Los
jazmines se habían encorvado y la yerba de los cementerios y campos se erguía
majestuosa; tenía presencia de guerrro mojado, de soldado empapado por un verdor
victorioso y feliz.
La tierra absorbe con labios temblorosos el cáliz que la convierte en madre. La
lluvia tiene senos de cristal y corazón de abejorro dulce. No escatima su riqueza a
quienes la prefieren.
—Vuelve a llover.
—Es un día triste.
—Sin Alejandro todo es triste. 1—Sin Alejandro.
—Sin él.
—Cuando le dijimos que evitara hablar mal del gobierno lo hicimos a tiempo.
—El siguió hablando.
—Nosotros tratamos de salvarlo.
—Es cierto.
—La moda era estar contra el gobierno.
—Son muchos años de dictadura, pero comemos.
—Ahora comemos menos.
—Alejandro traía jamones y vinos.
—Después vinieron los acreedores.
—Eran muchos.
—Entonces fue cuando él comenzó a quejarse del go-bierno.
—Así es.
—Tenía miedo de que perdiésemos la casa y el pequeño sembrado.
—Siempre tuvo miedo de muchas cosas.
—¿Crees que prefirió su muerte?
—El bodeguero, el tendero, el prestamista y los demás, que le perseguían
constantemente, sabían esto mejor que nosotros. Sé que apareció muerto y que desde
entonces no vivimos.
—Desde entonces comemos lo que nos dan.
—Si no es por los vecinos....
—Los vecinos se compadecen.
—Pero creen que vosotras os entregaréis algún día.
—¿Quién puede dudarlo?. Algo tendremos qué hacer.
—Aquí no hay dónde trabajar.
—No debéis decir eso, no permitiré jamás tal cosa.
—Confianza en Dios.
—Dios nos tira y nos deja.
—Nos abandona a nuestra suerte.
—Siempre ha sido así, pero un día puede que se acuerde de nosotros.
—¿Quiénes somos nosotros para que Dios nos recuerde?
—Sus hijos.
—Sus esclavos, querrás decir.
—Hija, no hables de ese modo.
—Es el único modo que tengo de hablar.
—La lluvia cesa.
—La vida sigue.
—El morir continúa.
—Nosotros estamos aquí y mañana no sabremos donde hemos de estar.
—En la Gloria, si nos comportamos bien y no hacemos caso a las barbaridades del
mundo.
—O en el Infierno.
—¿Dónde estará Alejandro?
—Quién sabe.
—Dios es misericodioso.
—Nosotros también, y no tenemos su poder.
—A él debemos la misericordia que poseemos.
—A él le debemos la vida y la muerte, el dolor y el pesar, la angustia y la necesidad.
—Es la prueba.
—Pruebapara morir al fin y al cabo.
—Pero es la prueba.
—Eso dice el cura mientras va y viene con la guardia y el alcalde. Trabaja para Dios y
para ellos.
—Es su deber.
—No, no es su deber.
—Callémonos, estamos blasfemando.
—No debemos callarnos, tenemos derecho a desahogarnos.
—Tenemos derecho.
La vieja iglesia del pueblo soltó una campanada hueca espantando los pequeños
silencios de la población. El sonido metálico hizo cabriolas en el aire y se multiplicó
con ubicuidad de santo. El jornalero y su esposa lo escucharon. El agricultor y us hijos
suspendieron su tarea de arrastrar los bueyes y se antiguaron. El sastre dejó la aguja en
suspenso. La moza que friega los platos en la tasca de calle abajo quitóse el delantal y
ijo una oración. La campanada tenía un corazón elástico, fino envolvente como un alga
gigante. Cubrió con su brillantez soora el parpadeo suave de los trigales. La campana de
la vieja iglesia, con una voz de bronce religioso, caminaba, convertida en sonido, por
todas los senderos del espacio pueblerino. De pronto se arrimó a la casa de Alejandro
Rodrigues. La madre y las hermanas la escucharon. Suspendieron la conversación y
miraron las manos ensangrentadas de un pequeño Cristo de madera que colgaba de la
pared. Luego mascullaron algunas palabras:
—El nos salvará—dijo la madre.
—Estamos perdidas.
—Nadie puede salvarnos.
El hombre que vende pajaritos de todos los colores venía por la calle con sus
jaulas. Los gorriones y las golondrinas no cantaban, pero el canario y la alondra sí. Don
Manuel Arteiros sí que sabía anjaular los pájaros. Durante horas y horas esperaba su
llegada. Se mantenía con la cuerda en la mano y cuando el paj arillo entraba a picotear
dentro del cesto hecho de raíces, ¡ zas!, halaba la cuerda y el infeliz quedaba prisionero.
Durante años y años don Manuel se ocupó de robarle músicas al campo, de
descompletar la sinfonía amarilla del canario que canta en los trigales maduros. Don
Manuel pasaba con su carreta llena de jaulas, y los niños del convento compraban los
gorriones para liberarlos luego, de modo que don Manuel vendió más de una vez el
mismo gorrion.
La carreta quebraba los charcos de la calle brillosa. Los charcos se enredaban en
las patas de su muía convirtiéndose luego en lodo harto pisado por las campantes
herraduras. Todos estaban acostumbrados al paso de don Manuel y a su voz y a sus
pájaros.... ¡ Un gorrión operático y un jilguero tenor.... Vendo pájaros....!
La tarde se le venía encima como un bisonte enrojecido, y don Manuel la
atravesaba rumbo a los pueblos y monasterios de la región.
—Dicen que don Manuel es un espía—arguyó Dolores.
—Don Manuel es un vago que se pasa la vida recolectando trinos y cagarrutias.
—Todos vemos en los otros al espía.
—Así son las dictaduras. Sin embargo, Alejandro tuvo que repetir durante mucho
tiempo que era enemigo del gobierno para que al fin éste lo tomara en cuenta.
—Dios lo perdonará.
—Nos hizo mal, pero nos hizo bien.
—Nos hizo mal porque nos dejó desamparadas; nos hizo bien porque la gente,
apenada de nuestra situación, nos perdonó las deudas.
—Tal vez era lo que él buscaba.
—Tal vez.
—¡Pájaros, pájaros!, ¿nc queréis pájaros?— retumbó la voz de don Manuel.
—Nunca hemos comprado, don Manuel, y no tenemos di-nero.
—-Entonces nada, me produce dificultad cogerlos.
—Los sabemos.
—¡Pájaros, pájaros, una alondra tenor y un ruiseñor operático
Su voz se perdía por el camino, enredada entre las llantas de su carreta y el
enrejado de las jaulas.
Los niños desnudos, de cabellos rubios y ombligos como bellotas, habían
regresado a sus hogares. Algunos que otro se entretenía aún bajo los caños de agua
que se desplomaban desde los techos más altos. Sentían la violencia fresca del
chorro salpicante y cerraban los ojos con un temor pleno de risa juvenil. Aquellos
chorros eran las últimas palabras de la lluvia, las palabras posadas en los techos, que
aprovechando los declives, descendían hacia las callejuelas dejando al caer un
rumor quebrado de frases ininteligibles.
La tarde fue serena y límpida. Las nubes se escaparon del cielo con rapidez
meteórica. Una brisa, bonachona como la mejor de las abuelas, comenzó a repartirse en
pequeños trozos sobre el poblado. Los papalotes hicieron su mágica aparición y
Suspendiéronse en el aire con serenidad de ángel. Cuando los papalotes descendieron
ascendió la noche con sus estrellas más tímidas.
La madre, Julia, Dolores y Amelia se fueron al lecho. Así, como este que os acabo de
narrar, eran todos sus días. Quise presentaros el cuadro sin motivo alguno. Alejandro
Rodrigues un recuerdo que vive siempre entre ellos.

CAPITULO III

Aquella noche se reunían en Seixas los acreedores de Ale- jandro Rodrigues. Quisiera
que vosotros, como buenos curio sos, escuchárais la conversación sostenida por ellos.
Los acreedores eran: el prestamista don Pepe, señor de

• cuerpo redondo, ojos saltones, pies gordos, bigote amplio, sonrisa desdentada, labios
gruesos y pestañas rubias; el sastre don Miguel, alto y delgado, amarillo y tristísimo;
el tendero don
Joaquin, amigo de los amigos y enemigo de sus enemigos. El dentista.
Aún conversaban por las noches, cuando la luna hacía maromas luminosas
sobre el ensortijado cielo de la región.
La luz platinada de las estrellas venía en procesión rutilante a reflejarse en el
rocio recién estrenado por los yerbajos. Seixas todavía se alumbra con viejos faroles
y después de las ocho de la noche las tabernas cierran y los pueblerinos descansan. A
excepción del prestamista, el sastre, el tendero y el dentista, todos dormían su sueño
de ilusiones.
—No debí perdonarle las deudas ni aún después de muerto—dijo don Pepe—,
me engañó como a un tonto. — Cuando don Pepe hablaba, sus labios gruesos y
brillantes emitían destellos rosados.

—Yo perdono a los muertos.

—Me debía varios trajes: sin embargo logré recuperar al

—A mí dos orificaciones en un mismo diente.


—Usted le prestaba dinero a un por ciento bastante alto.
—Es la costumbre.
—Pero no debió seguirle prestando.
—Tenía fe en su seriedad.
—Primero le prestó mil, luego dos mil, después tres mil....
—Me decía que su madre y sus dos hermanas no tenían qué comer.
—Yo le fiaba jamones y vino ,jamones y vino, jamones y vino.
—Nunca le pagó.
—Nunca nos pagó.
—Hoy he sabido una cosa interesante—dijo el sastre.
—¿Cuál?
—Alejandro Rodrigues estaba tuberculoso. Una tuberculosis incurable.
Un gran asombro cabalgó sobre la luz ínfima que retozaba en los rostros de los
concurrentes. Una luz pesarosa y tenue, rumorosa e interminable como un río que
sonara debido a las aguas crecidas.
—¿Tuberculoso ?—inquirió el tendero.
—Entonces los jamones eran para él.
—Seguramente.
—¿Para qué quería ropas?
—Caprichos de enfermo.
—¿Y quién ha dicho que era un tuberculoso?
—Lo supe hoy, me la ha dicho un médico del interior que lo examinó.
—¡ Increíble!
—También la madre y las hermanas estarán tuberculosas.
vez.
—Pero el lo sabia.
—Lo sabía y guardó silencio.
—Nos higo una jugarreta, sabía que iba a morir y pretendió quebrarnos, pretendió
arruinarnos.
—Más bien creo que estaba medio loco.
—Sí, porque tomar un préstamo de dos mil o tres mil sin tener trabajo cierto, es
una locura.
—Es mayor locura prestárselos.
—Yo se los prestaba porque él prometía pagarme el doble.
—Yo le vendía los jamones porque él prometió pagarme el triple.
—Somos unos explotadores asquerosos; yo le vendía los
traj es porque el prometió pagarme mucho más de lo que valían.
—Explotador era él, que sabiendo lo de su enfermedad nos engaiñó a todos.
—Nosotros le perseguíamos.
—Le decíamos que nos pagara.
—Y él se endeudaba más y más.
Es inexplicable.
Inexplicabilísimo.
—Increíble.
—Irncreibilísimo.
Don Pepe sacó un puro color maíz y lo encendió. La llama del fés foro parpadeé
inteligentemente haciendo que la sombra de los cuatro acreedores se estrellase contra la
pared vecina. Pronto la candela fue disminuyendo con asombrosa timidez, convirtióse
en humo leve, mientras las imágenes de la pared desaparecían casi por completo.
—Tu lo amenazabas con meterlo en la cárcel si no te pagaba—dijo el sastre al
prestamista.
—Todos lo hacíamos.
—Si, pero tú insistías más que los demás.
Desde luego, a mi me debía más que a vosotros.
—No nos acusemos.
—Alguien dijo que deberíamos denunciarlo a las autoridades por hablar contra el
gobierno.
—No fui yo.
Ni yo.
—Ni yo,
—Alguien lo dijo.
—No nos convnía que lo matasen, nos debía.
——Pero ante su imposibilidad de pagar alguien quería hacerle la maldad.
Yo no he sido.
-—Ni yo.
Tampoco yo.
Las mariposas nocturnas, esas que giran en torno a la calidez de las luces más pequeñas,
entraron por una de las ventanas y comenzaron a dar vueitas alrededor del tabaco de don
Pe pe. Formaban el corro diez o doce mariposas grises, y una amarilla, de esas de
mediodía, una mariposa confundida, equivocada en su miopía de ver como un sol
meridiano la candela del puro del prestamista.
—¡Estos insectos !-— dijo el tendero.
—Dicen que son almas.
—Almas de niños pobres.
—Almas de muertos en pena.
Don Pepe restregó la brasa del puro sobre la pared de argamasa y el corro de
mariposas reculó tal y como la haría el más moderno de los vehículos espaciales.
—¡ Malditos bichos!
—Tengo miedo de ellos, me parecen espias.
—No hay que temer, esos bichos son inofensivos.
—Si, son inofensivos.
Don Pepe volvió a encender su tabaco, pero las mariposas no regresaron más. El
sastre bostezó y cuando cerró los labios, un grueso pedazo de noche oscura rechiné
entre sus dientes. Un “ahhhhhhh" enorme desperté el sueño de los demás.
Pronto comenzaron a roncar.
—Prssssssssss.
—Crsss, crsssss, crsssss.
—Pbbbsssssssssssssssssss.
El último ronquido, el de don Pepe, era má largo, más sólido, más profundo. Un
ronquido de bestia acorralada. De animal encerrado en una jaula calurosa.
Don Pepe soñó con algo terrible. Soñó que dos gigantescos monstruos le
masticaban la cabeza. Cuando desperté vió la puerta de la calle entrecerrada y noté que
sus amigos se habían marchado.
Así terminaban aquellas conversaciones desde que murió Alejandro. Don Pepe se
fue al lecho, y la idea de que no debió nunca denunciar a Alejandro Rodrigues le hizo
soñar de nuevo con el monstruo carnívoro de hacía unos momentos. Le dolía
sobremanera haber dado la voz de alarma a los gendarmes, pero aquel dolor tenía su raíz
en los miles que prestó y en los miles que había dejado de ganarse.
CAPITULO IV

Desde lo alto del campanario Seixas parecía un pueblo de enanos. La iglesia


estaba sobre un monte plagado de olivos. Apenas sentíase allí el ruido de los molinos
pintados de blanco. Se escuchaba sin embargo la canción suave y pegajosa de las
campesinas. Sus notas, a veces ensanchadas por el rumor del viento, y en ocasiones
silenciadas por el viento contrario, giraban lentamente, al igual que las golondrinas
azuláceas que emitían pequeños gritos de placer al pentrar las calideces del
aire pueblerino.
Desde lo alto del campanario los dos ladrones miraban y sentían el brevisimo
latir del pueblo. Calles pequeñas, donde los aldeanos parecían hormigas bobas,
agotadas de tanto ir y venir sin obra que realizar.
Los ladrones estaban vestidos hasta la cintura. El pecho desnudo, lleno de cicatrices. El
bigote lacio y las arrugas resecas por el airecillo que se colaba al través de las
barras del ventanal les daban aspecto cansado. Se dirían mellizos: el mismo color
de piel, el mismo tono de cansada respiración, los mismos rasgos fisiológicos.
Como la parte alta de la iglesia había sido abandonada debido al peligro que
representaba su posible desmoronamiento, los ladrones habían hecho en ella su
nido. Diríase que tenían costumbre de cigueña aspiración de golondrina, corazón
de campanil vacío.
Uno de ellos engullía un trozo de pan viejo. El otro, cabizbajo, parecía evocar el rimero
inacabable de sus rcuerdos delincuentes.

Al fondo, allá detrás, donde están esas colinas verdiazules, se vislumbran


caminos perdidos entre las montañas. Más adelante, donde el sol ilumina con mayor
premura, la esmeralda bamboleante del valle se estremece de verdores y prodigalidad.
—Ayer robamos a una pobre monjita.
—Si, ya hemos degenerado bastante.
—Temo el castigo de Dios.
—Dios no nos castigará no te preocupes. El hizo el mundo con toda esta caterva, de
errores. Pudimos nacer condes o marqueses, todo es custién de la casualidad.
—Pero nacimos ladrones.
—¿Recuerdas el dinero de Alejandro Rodrigues?
—Lo recuerdo y me duele.
—Sabíamos que don Pepe le había prestado y decidimos asaltarlo.
—Sabíamos que tenía madre y hermanas.
—¿Crees que eso se perdona?
-¿Quién habrá de perdonarlo? ¿Quién pide que se nos perdone? Eso se hizo y
hecho está. Es nuestro modo de vida. Vamos de pueblo en pueblo í oba que roba y ya
todos nos teinen, por eso tenemos que vivir como pájaros, volando de un sitio a otro y
asentándonos en los campanarios.
—Ya sólo podemos bajar de noche.
—De día es imposible, nos atraparían.
—Lo de Alejandro Rodrigues me na dejado huellas adentro.
—¡Al carajo las huellas! Ha habido otros.
—Si, pero a los pocos días del robo lo maté la guardia.
—De todos modos lo hubieran matado. Era enemigo del gobierno.
—Nosotros también.
—Somos enemigos de todo el mundo.
El moho y la yedra verdinosa que trepaban por las columnas del templo tenían olor
de leche caliente. La yedra, resbaladiza y adhesiva como un suave erizo, iba subiendo su
cuerpo colorante por todos los rincones del viejo patio monasterial.
—¡Esta maldita hiedra!
—Si no existiera. tampoco nosotros pudiéramos estar aquí.
—Su olor me despierta el apetito.
—Espera la noche La hiedra es el símbolo del abandono y ese abandono hace que
podamos habitar en la parte alta de la iglesia.
—Mientras el cura alaba a Dios nosotros maldecimos a la humanidad.
—Cosas de la vida.
—Cuando Alejandro salió de casa de don Pepe le seguimos. Habíamos escuchado
su conversacién, sabíamos que tenía dinero.
—¿Te acuerdas de don Pepe? Le pidió una suma extraordinaria como impuesto
para el préstamo.
—¿Crees que don Pepe estaría seguro de que Alejandro pagaría?
—No lo creo.
—¿Entonces
—La ambición cegó a don Pepe.
—Y a nosotros; luego gastamos el dinero en un dos por
tres.
-—El dinero se ha hecho para gastarlo.
—Era el dinero de un infeliz.
—No importa, era dinero.
—Quise que se lo devolviésemos. Me dijiste que si estaba
loco.
—Porque sólo a un loco se le ocurre devolver lo robado.
—Era el dinero de un infeliz. Yo se lo hubiese devuelto algún día, yo se lo hubiese
devuelto aunque hubiera tenido que robárselo a otro.
—Entonces no debiste robarle.
—Luego me arrepentí, lo sabes. El se desesperé. Desde ese día anduvo como loco,
diciendo por las calles que era enemigo del gobierno.
—¿Crees que se volvió loco?
—Así es, creo eso.
—Siempre crees tonterías.
—Entonces era un héroe.
—Hablar mal del gobierno no es ser héroe.
—Daba la cara, nosotros no.
—Nosotros sí, lo único que de noche.
—De noche no nos la ven.
—Eso crees.
—De noche todo es tenebroso. Estoy cansado de estar colgando de los campanarios
como los buhos y los murciélagos.
—Entonces sal, vete, ponte de cara al día para que te rompan el pecho.
—Eso no.
—-Luego, no debes protestar.
—Tengo que desahogarme.
—Si, pero no me pongas en peligro.
La tarde había tomado el color blanquecino de una perla. Al fondo de los campos,
donde el sol se desploma sangrando como una uva recién pisoteada, se veían abetos y
pinos tan rectos y oscuros como viejas sombrillas endurecidas. El río se cuajaba de
‘brillos numerosos. Espejeando, cansado de chocar y rechocar con las piedras, formaba
remolinos en cuyos círculos la luz giraba hasta con vertirse en un sólido medallón de es
plendores.
—No debimos robarle.
—Está muerto.
—Por eso.
—Deja el repiqueteo, estoy cansado de oirte lo mismo.
—Me oirás siempre. Se volvió loco.
—Se hubiera vuelto de todos modos, si quieres que te lo
diga.
1
—No hubiera muerto.
Los campos cuadriculados tenían ahora colores diferentes. Desde la altura
semejaban un gran tablero de ajedrez con divisiones arbitrarias. Espacios verdes,
amarillos, marrones, verdiazules. A la izquierda, donde el campo se extendía como un
inmenso océano, los olivares y los álamos se recortaban impulsados por el furor
decadente del crepúsculo.
—La noche se acerca.
—Debemos bajar.
—No debimos robarle, lo creo profundamente. Ambos ladrones pusiéronse sus
chamarras, se descolgaron por los barandales del campanario y asieron una gran cuerda
sobre la cual se deslizaron hasta caer en el alféizar de una de las ventanas. Saltaron al
interior del templo y bajaron las escaleras con fruición de feligreses. Besaron la mano
del cura, que a esa hora encendía los cirios, y pronto estuvieron en la orilla del camino
que conduce a todos los pueblos de la región. Bordearon la montaña y se perdieron entre
la maleza y los sembrados más tupidos.
—Me duele haberle robado, me duele.
Pronto la noche se desplomé como una bestia herida y las estrellas comenzaron a
relucir.

CAPITULO V

Tirreno, Cartanari y Gabriel Chávez llegaron a Seixas cuando la noche se había


convertido en madrugada plena. El brillo de la luna nueva iluminaba de fingida vitalidad
sus rostros muertos. Adquirían entonces ribetes platinados, muy especialmente Chávez.,
cuyo chorrear iba dejando pequeños arroyos sobre las piedras de los callejones. Diríase
un aguacero que con forma de muerte repartia humedad clara por las rutas soñolientas
del pobladito portugués.
Cartanari sentía sobre el paralizado sueño de sus párpados el impacto sereno de la
luz y de las sombras, como una ondulacion que penetrara al más muerto de los
presentes.
Una guitarra lejana llenaba de música el ruedo de la madrugada, una guitarra dulce
rasgada en la montaña. La música descendía por los barrancos con la intensidad
creciente de una bola de nieve desplazándose sobre la nieve misma.
—¡Bella música !—comentó Chávez.
—Viene desde las montañas.
—Es musica triste.
Cruzaron con paso acelerado una pequeña plaza en cuyo centro se 1evantaba un
alto laurel de tronco adusto.
Luego caminaron calle arriba, siempre en sentido recto. Aquel camino conducia al
viejo cementerio donde debían en contrar a Alejandro Rodrigues. Cuando el camino se
alejó del poblado para convertirse en pequeña y simple carretera cubierta de piedras de
río, divisaron la verja blanca del camposanto.
—Hemos llegado-afirmó Tirreno.
—Unos cuantos metros y ya.

Atravesaron la pared de tierra apisonada y se encontraron de improviso en medio


de una gran sabana de cruces. Cruces de madera resinosa, medio inclinadas tal vez por
la crudeza del viento o por el peso de los años.
Al través de aquel sembrado vieron una luz lejana, un punto brillante que, según las
reglas, debería señalar el lugar ‘buscado.
Arribaron a él. Junto a la cruz estaba Alejandro Rodrigues y con Alejandro
Rodrigues estaba el guardián con el que habrían de discutir.
—Hemos venido a buscarte; la corte te espera—dijo Tirreno.
El guardián se abalanzó contra los tres blandiendo sus puños crispados.
—No pueden tocarle, soy su guardián.
—El señor Rodrigues ha solicitado a nuestra organización que viniésemos a
buscarle.
—Nosotros no podemos dejarle ir, es un asesinado.
—El arguye que es un suicida—comentó Chávez— y como tal debe acompañarnos
para probarlo; en caso contrario lo devolveremos a este lugar. Las leyes de la
democracia exigen que cada quien escoja el lugar que considere mejor. ¿ O es que acaso
vuestra organización carece de sentido democrático?
El guardián tragó en seco.
—Nosotros también somos democráticos.
Tirreno guiñé el ojo a Cartanari; posiblemente la frase de Chávez había picado el
amor propio del guardián.
—Si son ustedes así como dicen, no tendría reparos en dejamos al señor Rodrigues
por unos momentos; comprobada la improcedencia de su solicitud lo devolveremos.
Los puños del guardián volvieron a la normalidad, pasó una de sus grandes manos
por la frente, y manifestó su aprobación con estas palabras:
—Desde que me hice cargo de este delicado puesto, luego de ser asesinado por los
alemanes en la guerra civil española, lo he desempeñado con honradez. La organización
a la que pertenezco podría juzgarme débil si os entrego a este señor, pero
mi pequeña conciencia conserva aún rasgos humanos; los proletarios somos así,
luchamos por el triunfo de la revolución, pero respetamos el derecho de los otros.
—¿Entonces?
—Para mí es un compromiso difícil.
—Podría decir que Rodrigues se escapé.
—No me lo creerían, seria el primero en hacerlo. Además, si digo que ha escapado
estaría mintiendo, cosa que ni en vida hice.
—Pero está usted convencido de que no hay por qué retenerlo.
—Eso sí. Hasta discutí hace poco con uno de los jefes.
—¿Ellos están enterados de la solicitud?
—Desde luego, amigo, están enterados. Tenemos el servi cío de espionaje más
perfecto de la Muerte.
—Eso es discutible, el de nosotros no es inferior al vuestro.
—¿Qué idea puede ocurrirsenos en un caso así?
—Ninguna, os lo tendría que entregar haciéndome responsable de todo.
Alejandro Rodrigues interrumpió la conversación.
—Yo le prometo regresar luego del juicio cualquiera que sea la decisión.
—¡ Eso es imposible !—-gritó Cartanari. Nos lo llevamos y si la justicia considera
que es un suicida debe quedar entre nosotros.
—No quisiera crearle problemas a este buen señor—arguyó Rodrigues.
—Entonces no debió usted solicitar.
—Mi interés es demostrar que no todos los hombres que caen asesinados lo han
sido en efecto.
—Quiere usted plantear una tesis.
—Si, si es que ello puede llamarse tesis.
—Tendríamos que volver a consultar con el Comendador. No sabemos si él estaría
dispuesto a aceptar estas condiciones
—manifestó Tirreno-; nuestra organización no tiene interés ninguno en el planteo y la
demostración de tesis, simplemente queremos engrosar cada vez más nuestra filas, por
eso estamos aquí.
—Es un caso interesante —comenó Cartanari—, en toda mi vida de muerto no he
visto otro igual, podría sentar un precedente en los anales de la justicia de ultratumba.
—Dudo que nuestra organización se haya movido tanto y al cabo no nos reportaría
beneficio.
con el caso para tener luego que aceptar un juicio que al fin
—¿Qué opina usted?—dijo Chávez al guardián.
—Confiando en la palabra de que podrían devolverme a Rodrigues os lo puedo
entregar. Eso si, mi cargo va en esto.
—Ustedes----dijo dirigiéndose a Tirreno y Cartanari— ¿qué opinión tienen del
asunto?
—Llevémosle.
—Llevémosle.
El guardián hizo un gesto de aprobación. Alejandro Rodrigues respiró hondamente
con inmaterial gesto de atleta y miró hacia la puerta del camposanto.
Llevaba un sucio traje de campesino y estaba descalzo, tal y como había fallecido
luego de los balazos gubernamentales. Tenía el ‘pelo revuelto y aún se notaban en su
pecho los huecos de tres disparos de fusil.
—Andando—-alentó el guardián.
—Vamos. Hay poco tiempo para tantas cosas.
Salieron de Seixas con una rapidez pasmosa, y cuando tocaron las calles
empedradas de Pegium eran cuatro puntos que se ensanchaban a medida que se iban
acercando a la residencia del señor Mc. Farland.

CAPITULO VI
CARTANARI

Llegamos al lugar del juicio. La madrugada plena se había colado entre las ramas
de los árboles mojados de luna. Un rocío pegajoso, hecho de aceite y savia oscura,
brillaba sobre las hojas.
Ahora el mayordomo Leplús parecía estar más muerto que nunca; su cara huesuda
tomaba el color de la cera derretida mientras el sol amenazaba con herir el vientre
oscuro del amanecer.
Las gramas de los jardines se habían humedecido y algunos grillos rompían con su
taladro musical las gruesas pompas de silencio que resbalaba sobre la suave superficie
de la noche.
El señor Mc. Intus había ordenado la habitación donde se se llevaría a efecto la
causa. Todas las sillas habían sido enfiladas de modo que permaneciésemos uno detrás
del otro: lo que los colonizadores llamaban “fila india”. Al frente, con aspedo de mesa
de escuela primaria, se veía el escritorio del Comendador. Tanto Tirreno como Chávez
y yo decidimos no hablarle a Mc. Intus del convenio hecho por Alejandro Rodrigues y
el guardián de Seixas. Pensábamos que aquello era secundario. Lo principal era la
realización del juicio.
Leplús no se cansaba de limpiar con su plumero el polvo invisible de los
estantes; luego, con gesto de vivo, hacía todas
las contracciones faciales que sirven de preliminar al estornudo. La pantomima se
quedaba en el ¡aaat !, y el “chiss” permanecía en el aire como un balón de hidrógeno
que escapa de la fuerza de la gravedad. Leplús iba de un sitio a otro con nerviosismo
palpable.

Alejandro Rodrigues había sido colocado a la izquierda del salón. Parecía estar
muy alejado de todo. Miraba por la ventana con displicencia. Chávez aún chorreaba
agua, —era su modo de evitar que todos olvidásemos su procedencia.
El reloj dió cuatro campanadas. El juicio comenzaría de un momento a otro. Yo
sería el abogado de Rodrigues. Tirreno haría las veces de fiscal. Los cargos de jurado se
los habían dado a Chávez y Leplús.
Antes hube de interrogar al impetrante. Su historia me conmovió las fibras más
sensibles del espíritu.
El juicio comenzó:

TIRRENO

—¡Yo acuso al señor Alejandro Rodrigues de falsario:


mi acusación se basa en su solicitud para ingresar en la Federación Mundial de Suicidas,
de la cual somos miembros los presentes. Esa solicitud es improcedente por las
siguientes razones:
Primera: Rodrigues no se suicidó, sino que fue muerto a manos de soldados en el
pueblo de Seixas por su participación en la oposición al gobierno de su país.
Segunda: Rodrigues no trae ningún certificado de muerte que lo califique como un
suicida. Ese certificado de muerte serían los actos de su vida, algunos de los cuáles
podréis ver, si el señor Rodrigues así lo permite.
Tercera: no existe conocimiento del arma utilizada por el señor Rodrigues para
darse muerte. Basado en estas tres ra zones el ministerio público pide el rechazo de la
petición del señor Alejandro Rodrigues, quien pretende engañar nuestra organización
haciéndose pasar por suicida.

ALEJANDRO RODRIGUES’

—¿Me permite el señor juez la palabra?


El Comendador asiente.
—Quisiera que el señor fiscal mostrara las escenas en las cuales basa su petición.
TIRRENO
—Inmediatamente.
Las luces de la biblioteca se apagan lentamente y sobre la única pared lisa del
cuarto se proyectan imágenes salidas de las propias sombras.
—¿Lo reconocéis? Ese es Alejandro Rodrigues. Estos de la izquierda son sus
amigos. El habla y gesticula. ¿ De qué habla Habla de política. Para los de su gobierno
es un agente comunista, un ideólogo que agita las masas, que exaspera a sus
conciudadanos

“He aquí otra imagen mucho más reveladora. Esas que veis son sus hermanas. El se
permite decirles que trabaja, pero ellas saben que no es cierto, saben que Alejandro
Rodrigues compra a crédito sin tener dinero para pagar. Alejandro Rodrigues no puede
ser un suicida y silo fuera sería un hombre sin entrañas, puesto que matarse y dejar
endeudada una familia pobre es un acto reñido con los más altos principios morales.

CARTANARI
—¡ Un momento, pido la palabra!
El Comendador la concede.
—La acusacion que formula el fiscal en estos momentos es del todo inválida. Si el
señor Tirreno me lo permite voy a mostrar el estado en que quedó su propia familia
cuando él decidió quitarse la vida antes de resistir las torturas de los invasores.
Sobre la pared se proyecta un cuadro desalentador: una madre y tres niños duermen
sobre un piso de tierra apisonada. Las ratas van y vienen. El sueño de la miseria es tan
profundo que los desgraciados parecen felices dentro de aquel mundo fatigoso y
pútrido.
—¿ Reconoce el señor fiscal estas personas?
—¡Son mis hijos!
—También su esposa.
—Si, los renonozco.
—El fiscal puede continuar.

TIRRENO

—El truco es bueno. Mi situación era diferente.


—La de mi cliente es exactamente la misma y puedo demostrarlo. Mi cliente es tan
suicida como nosotros. Además es un bienhechor de los suyos,—manifestó Cartanari.
—Vuelvo a los cuadros. Quiero que el señor Comendador se dé cuenta de la falacia
de nuestro solicitante. Este señor que veis sobre la pared es el prestamista. Rodrigues le
ha tomado prestado en varias ocasiones y no ha pagado nunca. Vive engañando a la
humanidad. Si pudiera traer a esta sala a su acreedor tal vez éste diría que no fue un
guardia quien mató a Rodrigues, sino que él, su acreedor, cansado de las burlas, decidió
eliminarlo (lándole al guardia una fuerte suma.
“No creo que se necesite más para rechazarlo; un suicida que no puede demostrar
su suicidio es un fracaso total”.

COMENDADOR

—¿El señor fiscal ha terminado su exposición?


—A sí es señor. Pido para el solicitante su reenvío al ce menterio de Seixas y la
sanción moral de esta sala por haber pretendido engaliar la buena voluntad de los
presentes y de los ausentes.
—Tiene la palabra la defensa. Sea breve y conciso. La hora así lo exige.
En el aposento contiguo el señor Mc. Farland había dejado de roncar. Al parecer
había cambiado de posición. El tictac del reloj se hacia voluminoso por momentos, daba
la impresión de un testigo de boca redonda y dientes numéricos que pretendiese acelerar
con su péndulo la confusión de la sala. La luz de la mañana naciente clarificaba los
sonidos callejeros, los colmaba de brillo haciéndolos cada vez más audibles.
CARTANARI

—Voy a exponer las razones que tiene la defensa para reclamar el título de
“suicida” a nombre del señor Alejandro Rodrigues. Seguiré haciendo uso de la
retrospección para clarifi car los hechos.
Imagen uno: he aquí al señor Rodrigues en una de las ca llejuelas de Seixas. Son
las ocho de la tarde. El señor Rodrigues se ha detenido de improviso, ahora apoya su
cuerpo contra la pared de una vieja casucha. Está vomitando. Se nota pálido, a punto de
desmayarse. ¿ Veis el vómito? ¿ No os parece que sucede algo raro? ¡ Si,, el vómito de
Alejandro Rodrigues no es un vómito normal! ¡ Vomita sangre!, es sangre lo que
vomita. El mundo da vueltas a su alrededor. Esta escena, ocurrida un alio antes de su
muerte, se repetirá varias veces. El señor Rodrigues decide visitar el médicá.
Imagen dos: el doctor Figuereido no quiere darle la noticia. “Usted no tiene cura,
amigo, está tuberculoso desde hace seis o siete años, le doy nueve o diez meses a lo
sumo”. Al fin se decide. Tartamudea un poco. Por fin el señor Rodrigues recibe el
impacto: la verdad está dicha.
Imagen tres: esta es la compañía de seguros. Rodrigues no quiere que nadie se entere de
su enfermedad. El médico le ha prometido guardar silencio. El señor de la izquierda, ese
del sombrero negro es su amigo Ramio; el señor Ramio es agente de seguros. Rodrigues
y Ramio conversan. Son compañeros de infancia. Ramio es ambicioso y Rodrigues lo
sabe. El plan de Rodrigues es el siguiente: "ya lo sabes todo, moriré dentro de un año,
puedes enriquecerte con mi muerte. Me aseguras por una buena suma e informas a tu
compañía mi perfecto estado de salud. Yo firmaré una carta certificada donándote la
tercera parte de mi fortuna, que vendrá a ser el dinero que la compañía habrá de dar a
mis familiares una vez yo esté muerto. Te aseguro que trataré de morir antes del plazo
médico”. Ahora Ramio se siente acongojado. Sabe que la muerte sobrevendrá de
cualquier manera y acepta la proposición. La familia de Rodrigues no sabe nada del
asunto. Ramio es serio con los amigos, acepta la carta certificada, asegura a Rodrigues e
informa a su compañía que la salud de su cliente es perfecta. Un examen médico
falsificado no es difícil de realizar cuando hay dinero de por medio. El trato queda
cerrado.

Imagen cuatro: este es don Pepe, el prestamista. Alejandro sabe que don .Pepe es
un agente del gobierno. Pide a don Pepe varios préstamos. Alejandro sabe que si no
paga don Pepe es capaz de todo. Planea no pagar. Hace que don Pepe, por intermedio de
sus espías, se entere de que él habla por los codos en contra del gobierno. Don Pepe se
siente un traidor y sabe que no puede guardar el secreto, sabe que tendrá que de-
nunciarlo para evitar que los informadores aleguen que el protege a Alejandro
Rodrigues.

Esos hombres que veis ahora en el campanario son ladrones. Acaban de asaltar a
Alejandro Rodrigues. Le han robado Alejandro se alegra porque en varias ocasiones
estuvo tentado de devolverle su dinero al prestamista. Alejandro ha acrecentado su fama
de timador engañando al sastre, al tendero y a muchos amigos. Es un hombre
despreciado. Sigue hablando contra el gobierno. Visita a don Pepe y le manifiesta que
no podrá pagarle, que está harto de que los dictadores y los don Pepes lo exploten.
Exaltado adrede le dice a don Pepe que es un grosero ladrón al igual que los miembros
del gobierno y que no dará un sólo centavo a nadie. Don Pepe decide denunciarlo.
Imagen cinco: este es el general Iturbe, jefe de la seguridad nacional de Seixas.
Iturbe sabe perfectamente que a los desafectos hay que eliminarlos. Don Pepe acaba de
salir de su despacho.
Imagen seis: he aquí a varios de los acreedores de Rodrigues. Están siendo
interrogados por el general Iturbe. El general no tiene dudas. El general no duda nunca.
Todos han manifestado —no sin cierto recelo— que Alejandro Rodrigues habla y habla
en contra del régimen. Muchos han temido defender al señor Rodrigues. Los interrogan
uno por uno y cualquier falla en las declaraciones puede siguificar complicidad.
El general Iturbe imparte las órdenes precisas: “hay que matarlo a como dé lugar”.
Imagen ocho: He aquí la escena cumbre. Alejandro ha cruzado frente al puesto
militar y ha continuado con paso normal calle abajo. Dentro del puesto la voz ha corrido
y los guardias encargados de cumplir la orden salen con sus carabinas en la manos.
Alejandro sabe que el disparo o los disparos han de sonar de un momento a otro. Un
rumor de voces llena los aires y el primer estampido se escucha. El sonido del segundo
no llega. a los oídos de Alejandro Rodrigues porque la bala siempre arriba primero que
el estruendo. Cae. Los guardias siguen disparando aunque la bala inicial lo ha dejado sin
vida. El general Iturbe hace su informe. Alejandro es llevado al cementerio de Seixas.
I)entro de unos días su amigo Ramio entregará a los familiares de la víctima las dos
terceras partes del seguro. El único modo de que el mismo se hiciera realidad era la
muerte natural o por accidente. En las dictaduras una bala gubernamental es siempre un
accidente. Pagarán.
—Ante la secuencia que acabo de presentaros quiero dejar la interrogante final: ¿no
se llama suicidio al acto de quitarse la vida? ¿Lo que ha hecho Alejandro Rodrigues no
ha de considerarse como uno de los suicidios más inteligentes acaecidos hasta el
momento’ La defensa, basada en los datos expuestos hace unos momentos, solicita del
señor Comendador y del jurado la aceptación del señor Alejandro Rodrigues como
miembro distinguido de la Federación Mundial de Suicidas.
La luz de la biblioteca se enciende, lentamente. Ahora el señor Mc. Farland vuelve
a roncar.
Se oyó la voz del Comendador:
—El jurado puede retirarse a deliberar, el juez se reserva su opinión para la
decisión final.
Pasados algunos segundos Chávez y Leplús regresaron entregando al Comendador
Mc. Intus un pequeño papel.
—Todos de pies—ordenó el Comendador—, el juez va a dictar sentencia:
“A nombre de la Federación Mundial de Suicidas, este honorable juzgado tiene a bien
declarar al señor Alejandro Rodrigues “miembro distinguidísimo” de la organización, a
la vez que le felicita por su magnífica. actividad y, por su inteligente modo de actuar.
Esta aceptacion sienta un precedente jurídico" en nuestra Federación. El juez y los
jurados felicitan tanto a la defensa como al ministerio público por sus elocuentes
exposiciones y por la altura con que han llevados los debates: Quien preside esta sala,
ordena a todos los presentes premiar con un gran abrazo al nuevo miembro y desearle
los mayores augurios. El nuevo miembro tiene la palabra.
Alejandro Rodrigues miró hacia cada uno de los rostros presentes. Se sentía
regocijado.
—Agradezco mucho la benevolencia y comprensión de este juzgado. Como bien
saben los amigos Tirreno, Chávez y Cartanari, tengo la obligación de regresar a Seixas a
cumplir una solemne promesa. Regresaré al seno de esta organización tan pronto me
libere de aquellas amarras morales. Por ahora es todo cuanto puedo expresarles. Hasta
luego.
Ante el asombro del Comendador y la curiosidad de los demás, Alejandro Rodrigues
descendió con rapidez hacia las calles empedradas de Pegium, Sir Mc. Intus, el
mayordomo y los demás vieron su figura desaparecer calle abajo. “Desde la ventana
pudieron observar el momento en que Alejandro Rodríguez se convertía en un punto
lejano”. Sus pies ligeros dejaban un rastro de felicidad sobre las calles relucientes del
poblado.

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