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OLENTZERO

Las hayas habían guardado sus verdes ropajes veraniegos y los


habían sustituido por amarillos y tostados. El sol, sin la fuerza de los días
anteriores, resultaba agradable. Olentzero había dejado la carbonera
dispuesta a realizar, por sí sola, la lenta y casi mágica transformación.
Entonces se había refugiado en su chabola dispuesto a retornar a su tarea
preferida.

A lo largo del año, en todos los ratos que su trabajo en el carbón


se lo permitía, se dedicaba a la fabricación de juguetes para los niños del
pueblo que estaba colgado en la falda del monte. Allá por los días cortos y
fríos, apañaba en su carro de bueyes toda su obra y descendía al pueblo para
convertirse en la ilusión de todos los pequeños.

Aquella tarde Olentzero iba a dar los últimos toques a una muñeca
en cuya elaboración había puesto especial cariño. Del envoltorio natural de las
mazorcas de maíz había ido deshilachando los pelitos que ahora iba a colocar en
su muñeca en forma de tupida melena. Realizó su trabajo con paciencia y
habilidad increíbles. Una vez acabada, quedó mirándola satisfecho de su
trabajo. Se preguntaba por qué manos habría de pasar y cuál sería su destino.
¿Encontraría quien le quisiera o, por el contrario, sería arrinconada e iría poco
a poco rompiéndose de tristeza?

Crujieron los goznes de la puerta de la chabola. El carbonero


dirigió una afable sonrisa hacia la puerta, pues sabía, de antemano, quién era el
visitante. No se equivocó. Se trataba de Alatz, una lamia amiga suya. Esta
entró en la chabola envuelta en un dulce susurro.

Sin decir nada, se sentó junto a Olentzero y observó la muñeca.


La contempló en un dilatado silencio que acabó por romper:

-Eres un artista. Es muy bonita.

-Cierto -asintió Olentzero-. Ahora mismo estaba pensando en qué


manos la acariciarán a lo largo de su existencia.
Quedó un rato pensativo y luego dijo a su amiga:

-El caso es que tú podrías... -dejó en el aire su frase. Por un


momento había pasado por su imaginación solicitar de ella algo..., algo
maravilloso.... Pero no, también podría sufrir.

Alatz, dándose cuenta perfecta de los pensamientos que


merodeaban por la cabeza de Olentzero, le confió:

-Sé qué estás pensando. Es cierto que si esta muñequita tuviese


vida podría llegar a sufrir, pero también a amar y ser amada.

-Tienes razón -corroboró su amigo. Y, pensativo:- Sería tan


bonito....

Alatz, utilizando sus artes, hincó su mágico peine de oro en la


cabellera de la muñeca y lo hizo resbalar con suavidad, mientras sus labios
musitaron unas imperceptibles palabras. Repitió el gesto tres veces.
Seguidamente acarició siete veces con su dedo corazón la nariz de la muñeca y
dijo:

-Siempre que cuentes con un amor tendrás vida. Cuando no, serás
como un simple juguete.

Tras estas palabras, la muñequita, como movida por un resorte, se


puso en pie dirigiendo alternativamente sus ojitos a Olentzero y Alatz.
Luego, refiriéndose al primero, dijo:

-Gracias por haberme ideado y construido. -Y mirando a Alatz-:


Estoy muy contenta de poder ser amada y amar.

Alatz, acariciando la recién estrenada melena de la muñeca,


aseguró a ésta:

-Jugarán mucho contigo y serás muy querida. También te tocará


ser sólo juguete.

Alatz se levantó y salió posando con suavidad sus planas patas de


lamia para no distraer a Olentzero que permanecía ensimismado en los ojitos
de su muñeca.
Así se inició la vida de la muñeca. Aquel otoño Olentzero tuvo que
trabajar duro para poner a punto los juguetes. Era preciso lijar y barnizar,
lavar y coser, encolar y atornillar. La muñeca pasaba el día correteando entre
sus pies, haciendo alguna pequeña trastada o pretendiendo encender la cerilla
para la pipa de su amigo. Esto último era lo que más le gustaba. Nunca se lo
dejaba pasar.

Durante ese tiempo las hayas tostaron los amarillos de sus


vestidos más y más hasta perderlos en su desnudez invernal. Llegaron las
primeras nieves que cubrieron los despojos de las hayas. Y, por fin, llegó
también la cita anual con los niños del pueblo.

Aquel día Olentzero estaba particularmente guapo. Su ilusión


interior se manifestaba en su rostro que lanzaba chispas de alegría a su
alrededor.

Al oscurecer preparó el farol que, colgado en una vara de castaño,


sujetó al carro. Amarró a éste los bueyes que lucían un yugo adornado con una
blanca piel de cordero. El se envolvió en el espaldero que extrajo del baúl, se
caló con parsimonia la txapela y sacó su pipa dispuesto a hacer un poco de
tiempo. La muñeca rauda prendió la cerilla. Era la última ocasión.... Olentzero
fijó su mirada en las brasas y quedó amodorrado.

Tras un largo camino blanco llegaron a divisar el pueblo. Pero no


llegaban las notas de txistu. El carbonero frunció su poblado entrecejo. Pronto
estuvieron junto al lavadero. Tampoco estaban allí los niños esperando como
todos los años. Olentzero estaba muy extrañado. Observó la luna y comprobó,
por su forma y posición, que no se había equivocado de fecha. Tomó el camino
de la plaza.

Cuando llegó a ésta quedó estupefacto. Allí, en el centro, había un


camión convertido en escaparate. Desde unos altavoces se gritaba a los niños
las delicias de los juguetes que llenaban el escaparate. Los niños con sus papás
contemplaban embobados el espectáculo. Los juguetes enseñaban un letrerito
con el precio que, aun siendo altísimo, estaba colocado bajo otro mayor
tachado.

Allí estaban todos, pero no unos cualesquiera, los auténticos, los


de marca. Estaban Nancy, Barbie, Brigitte y Sindy; todas y en todas sus
manifestaciones. Con ellas Nenuco con maletín mochila, Pipo Gestitos y el Bebé
de Faber. Dinosaurios de toda especie, Aladino y el genio emergiendo de la
lámpara, el Rey León con cara tierna, las Tortugas Ninja en numeroso ejército,
el Superlibro Mágico, el Telesketch, el Masternova, el Trivial y el
Scatergories. La moto de combate, la mesa Activity, el barco pirata de
Playmobil y la mochila granja de Famosa y el Jet Turbo Python, el helicóptero
de rescate y el Turbo Fire, así como el AFX Vértigo.

Olentzero se puso triste. No por él, ni por la pérdida de sentido


del trabajo que había realizado a lo largo de todo el año.

Se puso triste por aquellos niños que siempre habían jugado


felices con sus muñecas capaces de hacer y decir lo que uno deseara, sus
expresivas marionetas, sus pelotas de cuero con doble cosido, sus enormes
camiones, goitiberas o carretillas, sus pulidos pucheritos de boj, sus diábolos
de castaño, sus ágiles acróbatas entre dos palitos de avellano.

Se puso triste también porque pronto iban a darse cuenta de que


la muñeca solo podía decir una frase y repetirla sin cesar, de que las pelotas no
valían para el frontón, de que los juguetes eran frágiles y se rompían, de que
las pilas se gastaban y no podían reponerse constantemente,...

Fue entonces cuando el alguacil se acercó a Olentzero para


decirle que tenía orden de detenerlo y requisar su mercancía, orden del señor
alcalde. Pero que él... no lo iba a detener.

Olentzero por un momento pensó en agarrar del cuello al alcalde


que conversaba animadamente con los vendedores del camión, pero vio a los
niños tan entusiasmados con aquellas bagatelas de colores que soltó su par de
bueyes y abandonando su trabajo junto al frontón partió.

Paró junto a un roble y abrazó su tronco para dejar en él, con sus
lágrimas, su rabia y su tristeza. Cuando se calmó un tanto, encendió su pipa. A
la primera bocanada, aun con la cerilla entre los dedos, recordó a la muñeca.
Sus ojos se empañaron. Entre las volutas de humo y las lágrimas tomó cuerpo
Alatz.
Olentzero le refirió lo sucedido y le comunicó su tristeza. No
entendía cómo el alcalde le prohibía regalar sus juguetes para que a cambio los
del pueblo tuviesen que comprar aquellas baratijas y a tan elevado precio.

Alatz anunció a su amigo que para cuando se fuese la nieve de los


altos y las yemas de las hayas brotaran, los niños del pueblo subirían a su
chabola a rogarle que, por favor, no dejara de fabricar juguetes para el
siguiente invierno.

Olentzero, reconfortado por la amistad, retornó a su chabola


dando vueltas a qué sería de aquella muñeca que un día de otoño...

Los juguetes de Olentzero no llegaron a recibir el sirimiri del


amanecer. Los vendedores de juguetes obtuvieron el beneplácito del alcalde
para robar los juguetes que fueron introducidos en el enorme escaparate, ya
vacío, y conducidos a la ciudad. Al día siguiente la muñeca se encontraba en la
cuarta estantería de una húmeda bajera.

Pero su suerte cambió con rapidez. Esa misma tarde apareció por
la bajera un escaparatista en busca de trastos viejos. El encargado le dijo
permiso para tomar lo que le viniese en gana. Tras un vistazo por las
estanterías sus ojos se clavaron en la muñeca.

A los tres días, desde el escaparate de un lujoso comercio de la


ciudad, la muñeca sobre una camita infantil miraba hacia los transeúntes. Los
paseantes se detenían a observar las camas de la exposición. Los adultos
discutían acerca de la coquetería o coste de los muebles. Los niños mientras,
pegaban su nariz al cristal soñando con la posibilidad de jugar con una muñeca
tan encantadora. Al alejarse quedaba en la luna del escaparate un punto nítido
rodeado de vaho.

Pasados los días de fiestas, llegaron las rebajas de Enero y hubo


que cambiar la decoración.

La dueña de la tienda tomó la muñeca y la llevó a su casa. La


habitación de los niños dejó atónita a la muñeca. Allí estaban Barbie dulces
sueños y Sindy princesa con su carroza real, la bolsa casita Nenuco, la Nena
mía, el armario planchador de la Barbie, el tocador de Lady Style, el
Diseñamoda, Mis Peinados Favoritos, una maquina de cine, disfraces de Ninja,
Aladino y rey León, el Pictionary, la Cueva del Terror de los Masters del
Universo, y la Linterna Multihoby. Había también un Ete gigantesco, un
escalextrix, un Ferrari rojo, el Space Turbo, el Game-boy y un ordenador para
jugar. Pero aunque todos eran muy caros y bonitos, y las muñecas guapísimas,
les faltaba la chispita que Alatz había puesto en ella.

Cuando la niña llegó del inglés, su mamá le anunció que le había


traído un regalo, una muñeca muy cara. La niña fue a su cuarto tomó la muñeca
en sus brazos y la contempló. La muñeca le miró solicitando su cariño, pero ella
no se fijó en sus ojos. Se limitó a buscar el resorte mediante el cual hiciese
pipí, llorase o soltara la frase divertida. Al comprobar que no hacía nada
especial la abandonó sobre la cama para acabar más tarde en el cesto de los
trastos.

Para la muñeca fue muy duro ser rechazada así. Hubiese


preferido permanecer para siempre en el polvo de la bajera. Pero tampoco
habitó mucho tiempo en el cesto de los trastos. Tres días más tarde la señora
de la casa salió a cenar con su marido y una joven vino a cuidar de los niños.
Antes de irse, viendo tantos juguetes, pidió a la señora alguno para su niña.
Aunque estuviese roto, ella podría apañárselo. Así fue como la muñeca llegó a
los brazos de Maitane.

Maitane desde hacía años soñaba con una muñeca, pero nunca
había podido tener una. Se puso contenta al tenerla junto a sí. Pero, cuando
descubrió que unos ojos chispeantes le observaban y lanzaban guiños, se volvió
loca de alegría.

Desde aquel día, Maitane y su muñeca fueron amigas inseparables.


Pronto aprendieron a comunicarse con la mirada. Este fue para Maitane un
secretó que nunca contó. Total, ¿quién le podía creer?

Fueron sucediéndose años de felicidad para ambas. Comían juntas,


iban juntas a los columpios, a por chucherías o a pasear. Pero era sobre todo a
la noche cuando Maitane comunicaba a su amiga todas sus penas y alegrías.

Con el paso del tiempo, Maitane fue haciéndose mayor, se hizo una
mujer. También empezó a salir con un chico. Cada vez se comunicaba más con él
y menos con su muñeca. Un día ésta se lo planteó decididamente. Ella era una
muñeca y necesitaba un niño o una niña. Maitane calló.
Maitane pasó unos días malos pero finalmente comprendió que su
amor por la muñeca le obligaba a separarse de ella. Justamente en aquellos días
se recogían juguetes para enviarlos a un lejano país. Un gran abrazó separó a
ambas.

Por un tiempo la muñeca sería un juguete. El viaje fue largo y


penoso. Con otros compañeros fue introducida en una gigantesca caja metálica.
Luego en un sucio puerto fue elevada la caja por una terrorífica grúa y
depositada en la bodega de un barco de gran tonelaje. La travesía fue pésima.
Viajó aprisionada entre un teatro de guiñol y una batería cuyos platillos le
aplastaban la nariz. Pero, como todo, un día acabó.

A la llegada, voló también por el aire metida en la caja metálica y


golpeándose con los demás juguetes. Una vez fuera, pasó con algunos de sus
compañeros de viaje a ocupar un hueco entre sacos de alimentos sobre un
pequeño camión en cuya portezuela se leía Sarajevo y que no tardó en
emprender la marcha.

Se detuvo junto a unas casas derruidas o cuajadas de boquetes y


agujeros. Nada más cesar el ruido del motor, una nube de niños rodearon el
camión. En segundo plano se erguían unos adultos con el terror y la tristeza
impresos en sus rostros.

En un primer momento pretendían, con un golpe de vista, abarcar


todos los juguetes. En un segundo, un sinfín de manitas se lanzaron sobre los
juguetes. En un principio la muñeca las miró asustada, pero cuando notó sus
caricias, recobró la confianza. Eso sí las manos no eran limpias y regordetas
sino un tanto sucias y delgadas.

Se sintió volteada en el aire y vino a caer en los brazos de unos


ojos enormemente grandes e intensamente negros que plenos de ilusión le
observaban tras sus largas pestañas. La muñeca le envió un cariño y aquellos
ojos palpitaron de emoción. La nueva compañera la puso en su regazo y salió
dando saltos a derecha e izquierda, sin dejar de mirarla.

En aquel instante, partió en dos el grisáceo firmamento una chispa


luminosa que se prolongó en una seca explosión.
Olentzero despertó sobresaltado. Tardó unos segundos en
percatarse de que volvía de un largo sueño. Pero... ¿y la explosión? Salió al
exterior. La nieve había hecho resbalar una teja que había dado sobre un vacío
bidón de barniz. El golpe había constituido el trueno que acababa de arrancarle
de su sueño.

Miró el carro. Todos los juguetes estaban preparados. Sobre


ellos, la muñeca con cara de llevar esperando largo rato.

Olentzero se puso la txapela y dejó a la muñeca encender su pipa.


Entonces le miró y dijo:

-Hoy nos separaremos.... Te voy a echar mucho de menos.... -


quiso añadir algo más, pero un nudo agarrotó su garganta y a grandes zancadas
se dirigió al exterior con la excusa de calcular la hora.

Tapó los juguetes con una manta para protegerlos de los copos
que descendían plácidamente. Prendió el farol, lo sujetó a la vara e inició el
descenso.

Mientras sus grandes botas hacían crujir la nieve, Olentxero


temió por un momento la posibilidad de que su sueño pudiera convertirse en
realidad. Pero enseguida pudo escuchar el son del txistu que desde el lavadero
subía hasta sus oídos. Sus vagos temores desaparecieron y su rostro se
impregnó de alegría.

Muy pronto, los niños del pueblo rodearon el carro cantando:

-¡Horra! ¡Horra! Gure Olentzero...

Las lágrimas, retenidas con anterioridad en la despedida de la


muñeca, esta vez brotaron con fuerza resbalando por el peludo rostro de
Olentzero. Los niños las vieron brillar a la luz del farol. Tal vez por eso se
sentían más cercanos a él, puesto que era el único hombre del pueblo que no
escondía sus lágrimas.

Llegados a la plaza, Olentzero destapó su carro. Los niños se


agolparon en su derredor. El carbonero inició el reparto. Conocía a los niños y
sus familias. Sabía que para muchos era el único juguete que recibirían en todo
un año. Para ellos había de reservar los más duraderos y mejor fabricados.
Pero ninguno quedaba con las manos vacías.

Todos los niños jugaban satisfechos con el regalo de Olentzero.


Pero él había fabricado tantos juguetes como niños había en el pueblo y en el
carro permanecían dos ojos vivos esperando su compañero de juegos.

El carbonero miró a su alrededor. Buscaba a alguien con su mirada.


Descubrió, detrás de la fuente, unos ojos grandes y negros que le observaban a
escondidas. Levantó su grandísima mano y le hizo señas para que se acercara.
Maitane, que así se llamaba la niña, se acercó con timidez. Cuando estaba a su
lado, el carbonero le preguntó:

-¿Por qué no has venido con los demás?

-Me da vergüenza -contestó Maitane ruborizándose.

Olentzero acarició su cabeza y ofreciéndole la muñeca le dijo:

-Toma esta muñeca. La guardaba para ti. Es la muñeca más


maravillosa que he hecho en mi vida.

Los ojos de Maitane se cruzaron con la mirada de la muñeca y


ambas se sintieron felices. Entonces, Maitane con una voz apenas perceptible,
preguntó:

-¿Por qué para mí?

-Porque sé que eres una buena chica y la cuidarás bien. Además,


desde la muerte de tu madre, sé que te sientes sola. Si la quieres, será una
gran amiga para ti -contestó Olentzero.

Maitane dio gracias a Olentzero, puso a la muñeca en su regazo y


salió dando saltos a derecha e izquierda sin dejar de mirarla.

Olentzero, sentado en su carro, quedó solo en medio de la plaza.


Hacía frío y había dejado de nevar. La débil luz del farol iluminaba tímidamente
el blanco manto que cubría el suelo. Un rayo de luz blanquecina se sumó a la
amarillenta del farol. Olentzero levantó su vista y descubrió a la luna rasgando
las nubes para mirarle. El carbonero le lanzó un guiño. Las nubes volvieron a
cubrirla. El, satisfecho, encendió, por sí mismo, el fósforo para su pipa a la que
dio fuego con toda parsimonia. Un golpecito con la vara en el yugo y los bueyes,
con idéntica parsimonia, emprendieron el regreso.

Durante un año los niños esperarían de nuevo que Olentzero


fabricara ilusión para todos ellos que vivían en aquel pueblo colgado de la
montaña.

Iruña 24 de Diciembre de 199...

JAVIER MINA, Iruña, diciembre de 1983

Publicado en “Antojos de Luna” 12-1995

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