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The Killing Machine.

Huellas de la tecnología en el arte

Pol CAPDEVILA1

polcapdevila@gmail.com
Universidad Autónoma de Barcelona

Recibido: 02/11/2007
Aceptado: 31/03/2008

Resumen

En este artículo reflexionamos sobre el efecto social del arte y sobre la posibi-
lidad de estructurar teóricamente un discurso relativo a tal efecto Mediante un diá-
logo con obras de arte actuales, presentamos el carácter cognitiva e ideológicamen-
te específico del objeto estético y ponemos a prueba la fuerza y los límites de una
teoría socio-estructuralista del arte. La tesis consiste en que esta teoría debe com-
plementarse con elementos de una teoría fenomenológica de la experiencia estética.
El artículo también muestra cómo los conceptos de forma –o medio- y contenido
–narrativo o representado- se entrelazan hasta llegar a intercambiar las funciones
que tradicionalmente se les otorgan. Mientras que la forma es responsable de una
carga semántica e ideológica, el contenido lo es del medio expresivo. Estas refle-
xiones, que desarrollan nuevos matices sobre la imbricación entre experiencia, teo-
ría y contexto cultural, pueden aportar algo nuevo tanto al epistemólogo, desde una
perspectiva alejada a la suya habitual, como al crítico y al teórico del arte.

Palabras clave: arte contemporáneo, teoría del arte, sensorium, experiencia


estética, Cardiff & Miller,

Abstract

This paper reflects on art’s social effects and on the possibility to make up a the-
oretical discourse about them. Through a dialog with current artworks, we take into
1 Este artículo ha sido posible gracias a la beca Beatriu de Pinós concedida del DURSI de la
Generalitat de Catalunya y forma parte del proyecto de investigación “La historicidad de la experien-
cia estética: hacia un cambio de paradigma” HUM2005-05757.

Escritura e imagen 249 ISSN: 1885-5687


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account the cognitive and ideological special status of the aesthetic object. Then we
put to test the competence and the limits of a post-structuralist theory of art. Our
thesis asserts that this theory must be complemented with a phenomenological the-
ory of the aesthetic experience. One of the goals of the paper is to show how the
categories of form –or mean– and content –narrative or represented– intertwine into
the experience of the artwork, so that the first becomes the responsible of the
semantic and ideological charge and the second, of the expressive means. These
reflections, since they improve distinctions on the relations between experience,
theory and cultural context, can bring something new to the epistemologist (from a
heterodox perspective), as much as to the theorist and critic of art.

Keywords: current art, theory of art, sensorium, aesthetic experience, Cardiff &
Miller.

I.
II. La hipótesis del Sensorium
III. Virtudes y vicios de la teoría del sensorium
IV. Autonomía, reflexividad e intersubjetividad
V. Reflexiones encarnadas sobre el arte tecnológico

The Killing Machine es, a fecha de hoy (octubre 2007), la última obra de los
artistas Janet Cardiff y George Bures Miller, que fue presentada en la retrospectiva
que les dedicó el MACBA en la primavera de este mismo año. Se trata de una ins-
talación de dispositivos tecnológicos y audiovisuales: una imponente máquina robot
construida con una especie de butaca de dentista cubierta de una manta de terciope-
lo rosa y cinturones de cuero, dos brazos robot alrededor del asiento y algunos ins-
trumentos musicales controlados por otros dispositivos automáticos. Al entrar, la
sala se encuentra en penumbra. El visitante presiona el botón situado en una mesa
frente a la estructura metálica; entonces, unos focos iluminan la estructura, suenan
unos chirridos y una siniestra banda sonora deja el ánimo en suspenso. No hay víc-
tima alguna tumbada en la silla. Pero los brazos-robot se mueven alrededor del
asiento como si la hubiera, simulando una funesta danza en la que dirigen sus ojos-
linterna y clavan sus aguijones en diferentes partes del cuerpo. En el momento cul-
minante, al compás de la música, otros brazos-baquetas tocan una guitarra eléctrica
y aporrean unos timbales. La música que acompaña la obra crea una atmósfera
envolvente que, junto con el juego de luces, secuestra la atención del espectador
durante la performance. Los atónitos espectadores se sientan al lado o se pasean
alrededor de este montaje, hasta que el frenético espectáculo de luces, ruidos, músi-

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ca y robots acaban su faena con la supuesta víctima. Entonces otro visitante pulsa
de nuevo el botón.
El efecto general de la obra es contundente y perturbador, y más contradictorio
todavía por cuanto se disfruta de una obra técnicamente compleja y tan bien resuel-
ta. Parece que asistimos a una tortura o a una ejecución y, naturalmente, es inevita-
ble relacionarla con una crítica a la pena capital en muchos países, especialmente
en Estados Unidos de América, donde algunos estados utilizan el procedimiento de
la inyección letal. Si el espectador quiere reflexionar sobre esta idea, se sentirá fácil-
mente tentado a concluir que el efecto perturbador de la obra proviene de la clásica
definición de una buena obra de arte, a saber, la armónica combinación entre forma
y contenido. La forma se definiría por sus efectos visuales y sonoros, perfectamen-
te sincronizados con golpes de timbres secos, metálicos, desgarradores; y el conte-
nido, por la puesta en marcha de un dispositivo letal sobre una persona que, imagi-
namos, está atada en la camilla. La obra no representa, sin embargo, la pena de
muerte como un espectáculo atractivo para los sentidos; este efecto se evita median-
te otros elementos irónicos y ridiculizantes –como la manta de terciopelo y la bola
de espejos de discoteca colgada del techo-. Este tipo de elementos permitirían tomar
la distancia suficiente para entender que, en el fondo, se trata de una crítica a la con-
versión especular de un tema moralmente controvertido. La automatización del sis-
tema de la pena capital mediante el robot se vincula a los elementos kitsch para evi-
tar el patetismo al que habitualmente se asocia este espectáculo y mostrar al ser
humano como el producto esperpéntico de la performance.

Figure 3: J. Cardiff & G. B. Miller, “The Killing Machine”, 2007. MACBA, 2007. ©
Photo: Seber Ugarte

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Aunque ideológicamente interesante, una interpretación como ésta nos dejaría


pronto insatisfechos. Para empezar, responde a una concepción de la forma artísti-
ca como simple decoración del contenido, algo que ya ha sido fuertemente discuti-
do. Segundo, porque se puede objetar que nuestra sensibilidad está ya tan saturada
de efectos especiales que los de la obra, bastante simples, no pueden dar razón de
su contundencia. Tercero, porque la superficialidad del mensaje deducido en la
interpretación –aunque trata de un tema serio- no puede añadir nada a los conoci-
mientos previos de los espectadores. Así, definir The Killing Machine como la
transformación en espectáculo de un tema moralmente controvertido significaría
caer en el tópico de la crítica de izquierdas sobre la pérdida de dignidad del hombre
frente a la máquina; tema hoy en día tan conocido como poco sugerente y, por tanto,
estaría poniendo en evidencia la incapacidad de esta obra para aportar nada nuevo.
Por todo lo anterior, esta interpretación no podría explicar el efecto desgarrador que
nos acompaña al salir de la exposición. Esta reflexión nos dice algo sobre el discur-
so del arte, no sólo debe poder aportar ideas sobre el tema de la obra; estas ideas
deben poder corresponder al efecto de la obra sobre los espectadores.
Para intentar explicar mejor la fuerza de esta obra y su efecto perturbador, voy
a tratar de ahondar en el significado de la forma y en la forma del significado. El
primero está protagonizado por el elemento tecnológico; la segunda se refiere a la
producción de las ideas o contenidos estéticos. Si hay una tendencia filosófica que
ha sabido incidir en los efectos de la tecnología en la percepción estética y su posi-
ble producción ideológica ha sido la post-estructuralista –especialmente los autores
en torno a la editorial October-. Me referiré a una de la más recientes, la de C. A.
Jones. Una vez presentada esta teoría, valoraré críticamente sus virtudes y defectos
y su aplicabilidad a otras obras de arte.

II. La hipótesis del Sensorium

Para comprender la influencia del medio tecnológico de las obras de arte sobre
la sociedad, interesa referirse a la tradición que se abrió con la recuperación de la
obra del joven Marx, especialmente Manuscritos económico-filosóficos de 1844, y
en la cual han intervenido pensadores como Benjamin, Deleuze y Foucault. Muy
básicamente, en esta tradición se afirma que la percepción del ser humano sobre el
mundo está directamente determinada por el medio técnico que le rodea. Uno de los
últimos ensayos que insiste en esta línea de pensamiento, “The Mediated
Sensorium” de Caroline A. Jones, se presenta además como una teoría estética y,
por ello, nos vamos a centrar en él.2
2 Caroline A. Jones, Sensorium: embodied experience, technology, and contemporary art, MIT-Press,
Cambridge MA, 2006. Con anterioridad Rosalind E. Krauss había aplicado este concepto al ámbito
del arte en su The Optical Unconscious, 1993, MIT-Press.

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La hipótesis sobre el sensorium define este concepto como el conjunto de los


cinco sentidos humanos en relación con su entorno. El ser humano no tiene acceso
directo a la realidad en sí a través de sus sentidos, sino que los estímulos que éstos
reciben dependen directamente del medio en que se encuentran. A veces, este medio
consiste simplemente en agua, luz y/o aire; normalmente, es más complejo e incor-
pora gafas, teléfonos, web-cams, drogas o medicamentos, implantes nanoquirúrgi-
cos, etc. Así, lo que Jones llama sensorium, más allá de los cinco sentidos fisiológi-
cos en sí mismos, se refiere al conjunto que unifica tanto los órganos sensoriales con
el medio a través del cual le llegan los estímulos. Se trata de un complejo sistema,
una especie de corpo-realidad a través de la cual se accede al mundo, se obtiene
información y se desarrolla conocimiento sobre él. El sensorium delimita tanto la
manera según la cual uno accede a las cosas, como a cuáles puede acceder. Se
define como “the subject’s way of coordinating all of the body’s perceptual and pro-
prioceptive signals as well as the changing sensory envelope of the self”.3
Esta teoría propone que los aparatos tecnológicos que nos rodean no son sólo
una fuente de comodidades o de dolores de cabeza, también conforman nuestra
manera de ser. Por tanto, para comprender en qué consiste esta última, uno de los
elementos más importantes que debemos analizar es el significado social del mundo
técnico que nos rodea.
Una de las características de la modernidad es el fuerte avance tecnológico sur-
gido a partir de un intenso desarrollo del conocimiento de la naturaleza y del orga-
nismo humano. Esto ha dado lugar a un fuerte dominio sobre los mecanismos téc-
nicos que permiten intensificar las sensaciones y, paralelamente, a un confortable
acceso y control de las funciones corporales. Desde el telescopio y el microscopio,
pasando por la televisión, hasta las cabinas de simulación de vuelo, i-pods, guantes
virtuales, pastillas, ADSL y sabores artificiales, los últimos siglos se caracterizan
por un incansable ánimo de creación de prótesis artificiales que nos ofrecen un más
o menos intenso, más o menos real, pero en cualquier caso más controlado acceso
al exterior.
Paralelamente a esta evolución, los efectos de la tecnología han sido cuestiona-
dos desde diferentes ámbitos, entre los cuales, como veremos, el arte ha adquirido
un papel especial debido a la singular relación que se establece entre obra y medio.
Para tener una perspectiva general sobre cómo el medio tecnológico afecta a la
sociedad y en qué medida el arte reflexiona sobre esta cuestión, explicitaré las líne-
as generales del esquema genético desarrollado por Jones en su ensayo “The
Mediated Sensorium”.
El desarrollo de las diferentes disciplinas científicas incorpora la investigación
sobre el aparato sensitivo humano sobre todo a partir de la Ilustración. A partir de
entonces, se clasifican los sentidos, se estudian los tipos de sensaciones que ofrecen
3 Caroline A. Jones, op. cit., pg. 8. A partir de ahora, lo citaré directamente entre paréntesis.

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y se jerarquizan según lo que se considera como más influyente en la percepción


general.4 El sentido del olfato ha sido progresivamente denigrado a partir del siglo
XIX. Una de las razones principales consiste en la dificultad para controlar tanto los
olores que desprende nuestro cuerpo como nuestra respuesta a los olores externos.
El control de los hedores personales y del entorno metropolitano se proponía el
objetivo de evitar la fuerte influencia en la percepción general de los olores y la
saturación de los otros sentidos. Empezaba la segmentación de los sentidos.
El crecimiento de las ciudades, su masificación, la introducción del motor de
explosión y el ruido que todo esto comporta, trajeron consigo la necesidad de orga-
nizar el ágora pública y de amplificar la capacidad de difundir la voz. Esto último
fue posible gracias al altavoz (Jones cita la famosa sentencia: “sin el altavoz, no
habríamos conquistado Alemania”, que Hitler hizo publicar en los periódicos).
Junto a este proceso de amplificación, también eran necesarios la segmentación del
sonido mediante su parcelización y el aislamiento acústico de los espacios cerrados,
proceso en el que todavía nuestras sociedades están invirtiendo grandes esfuerzos.
Uno de los primeros edificios en adoptar medidas de este tipo fue, por cierto, el cen-
tro de bellas artes de Harvard, que introdujo nuevos materiales en la construcción
para aislar las aulas del ruido externo y permitir a los alumnos “ver mejor” a sus
modelos (Jones, op. cit. pg. 26).
Paralelamente, se desarrollaron técnicas cada vez más exactas para grabar y
reproducir el sonido. El sistema Hi-Fi fue de los primeros en acoger una gran masa
de usuarios y crear un movimiento de fieles seguidores. Gracias a este sistema téc-
nico se generalizó una nueva consideración sobre el fenómeno sonoro. El sistema
técnico Hi-Fi es fiel a un ideal de sonido, que implicaba un desinterés por la músi-
ca interpretada en el contexto del concierto, la búsqueda de una interpretación ideal
(repetida innumerables veces y mezclada en el estudio de grabación) y el desarro-
llo de un espacio privado óptimo para su audición. La música en Hi-Fi ya no es
música para ser vista, ni bailada, ni mezclada con otros rituales sociales o religio-
sos; es música exclusivamente para ser escuchada por el nuevo sujeto de la moder-
nidad, abstraída de todo lo que, según un estricto patrón, sea amusical. Obras de la
música atonal y de la electroacústica actual muestran un interés análogo en la exclu-
sión de los elementos supuestamente no musicales y en la producción, como el Hi-
Fi, de un tipo de audición abstracta, desencarnada (“desimbodied”), pero más refi-
nada e intensa, altamente concentrada en algún aspecto concreto de lo que se defi-
ne como musical.
Según Jones, en la modernidad se imponen tres maneras de controlar el sonido:
la amplificación, la reducción y el aislamiento. Estas técnicas de control del sonido
sirven para crear espacios con cualidades y funciones específicas, que conllevan un

4 Uno de los ejemplos paradigmáticos de este tipo de estudios es el del abad Condillac, Tratado de las
sensaciones, 1754.

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cambio de hábitos y una formación de la subjetividad. Por una parte, hay una com-
petencia de estrategias para dominar el espacio público sonoro; por otra parte, está
la nueva experiencia y la concepción del fenómeno musical que simboliza la audi-
ción en Hi-Fi, con la creación de espacios cerrados, privados, que permitan concen-
trarse en uno mismo. Jones argumenta que la tendencia a la producción de espacios
privados, en los cuales el yo trata de escapar de la realidad cotidiana y de buscar su
realización al margen del cuerpo social, acentúa el aislamiento del sujeto y la frag-
mentación de su personalidad (ib. pg. 31).
La vista es el sentido que, siguiendo a Foucault, ha adquirido mayor importan-
cia en la percepción del ser humano en la modernidad occidental desde la explora-
ción, segmentación y control de los sentidos. Sin embargo, es importante tener pre-
sente la inherente textualidad del paradigma de la visualidad moderna, como desta-
ca C. A. Jones en su ensayo. Según ella, “the text has become a primary constituent
of our ocular consciousness” (ib. pg. 32). Esquemas conceptuales, interfaces elec-
trónicas, anuncios, tablas estadísticas son algunas de las evidencias de que no se
trata tanto de la simple visión, sino de su mezcla con la textualidad lo que asegura
la navegación más eficiente a través de la información. Nuestra mirada tan textual
como nuestra lectura está saturada de imaginería. Nuestra percepción de objetos es
como una lectura conceptual de sus propiedades y esto caracteriza nuestra visión
como una capacidad abstractiva, lo contrario de una facultad de ver puramente lo
material o lo exento de concepto.
En consecuencia, lejos de caer en el tópico de la pérdida del descrédito del texto
en nuestra sociedad, Jones defiende la idea de que la creciente importancia de la
escritura nos ha hecho cada vez más ocular-céntricos. En relación a esto, Jones
cuestiona si el famoso “giro pictórico” de la posguerra, basado en los escritos de los
críticos Ruskin y Greenberg en relación al paisajismo y al expresionismo abstracto,
debería ser considerado “más allá de su retórica textual” (ib. pg. 34). En contra de
las propuestas teóricas de Greenberg sobre la “pintura pura” y el “simple mirar”
(“eyesight alone”), habría que considerar mejor este tipo de contemplación estética.
Para Jones, el refinamiento de la sensación visual que Greenberg defendió (y de la
que él, como también Ruskin, se consideraban especialmente dotados), es hija de
esta tendencia al aislamiento de los sentidos en pro de la intensificación de su res-
pectiva sensación. El silencio en los museos, la perfecta iluminación y la exclusión
en la pintura de todo aquello que no fuera meramente pictórico son los grandes hitos
de esta tendencia que busca las mejores condiciones para una mirada óptima sobre
el lienzo. Con las mejores condiciones, y un cierto entrenamiento, el ojo podía
aprender a observar, a interpretar, su propia imagen reflejada en estos cuadros.
No es difícil entender que la concepción greenbergiana de la experiencia pura-
mente visual, lejos de tratarse de una contemplación estética natural, consiste más
bien en una técnica que se debe aprender casi como un lenguaje de signos. Es una

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manera de leer cuadros que implica una fuerte capacidad de abstracción, pues se
debe excluir, entre otras cosas, la tercera dimensión, la textura y el tacto. El ojo debe
tomar distancia de la cosa y del pigmento para poder concebir exclusivamente color
y forma, “en teoría”, lo esencialmente pictórico y visual.5
Contra la tendencia formalista, Jones caracteriza la visión en nuestra sociedad
mediante su inherente elemento textual, lo cual permite fundamentar uno de los
efectos que este tipo de visión tiene sobre el sujeto. El progresivo ocular-centrismo
del que acabamos de hablar, que conlleva una intensificación de la sensación visual
mediante una separación de la capacidad ocular respecto a los otros sentidos define
las condiciones sobre las que se construye el sujeto moderno. Por algo, el desarro-
llo de estrategias para el conocimiento y control de los mecanismos de la visión es
uno de los objetivos principales de nuestras instituciones públicas y privadas. Los
estudios sobre cómo se desarrolla nuestra percepción visual de diferentes tipos de
objetos y en diferentes contextos han alcanzado cotas insospechadas, así como lo ha
hecho también la rentabilidad económica de tales estudios. La industria echa mano
de los conocimientos en psicología y fisiología para mejorar la efectividad de sus
anuncios, para colocar los productos en aquel lugar del supermercado donde mejor
atraigan nuestra mirada. Las películas comerciales y los shows televisivos basan su
estructura más en los parámetros de la atención del espectador que en la supuesta
coherencia de la narración.
En conclusión, como hemos visto, el progresivo conocimiento del comporta-
miento de los sentidos en la percepción permite la instrumentalización de los mis-
mos y una fuerte capacidad de control sobre ellos y de potenciación de algunos
aspectos de su sensibilidad. Esto conlleva una jerarquización de la importancia de
los sentidos en la percepción del mundo y de los tipos de sensaciones que cada uno
de ellos debe percibir. Esta tendencia corresponde a la idea moderna de sujeto basa-
da principalmente en el espacio visual y, secundariamente, auditivo. Deleuze y
Guattari, así como otros estudios de psicología, han profundizado en las tensiones
y los conflictos de esta jerarquización de las capacidades y desestabilización del
sujeto: tensión, aislamiento, ansiedad esquizofrenia, etc, son algunas, aunque no
necesarias, dolencias del sujeto moderno. La ciencia, por su parte, con su capacidad
de localizar el punto exacto de la dolencia, aunque no necesariamente su causa,
aporta sus dosis de analgésicos y otros parches confortables, si bien superficiales,
para cada una de estas disrupciones. No podemos entrar ahora en esta interesante
cuestión. Interesa más bien recordar cómo los dispositivos tecnológicos influyen en
la construcción de la subjetividad.
Frente al diagnóstico de la producción de un modelo de sujeto basada en una
percepción controlada y desequilibrada, no es minoritaria la opinión de que el arte

5 Véase también Rosalind E. Krauss, The Optical Unconscious, 1993, MIT-Press, pg. 308.
Recientmente he leído Arte minimal. Objeto y sentido, de Francisca Pérez.

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puede contrarrestar esos males. Sin pecar de optimismo, Jones defiende la idea de
que ha habido un segmento del arte reticente a la especialización de los sentidos y
a la intensificación de ciertas sensaciones concretas, que fue seguida por el fenóme-
no contracultural de los ‘60 y ’70, (véase Fluxus, arte minimal, body art, etc.). Para
Jones, en las últimas décadas el arte contemporáneo estaría tomando conciencia de
esta problemática y ofreciendo respuestas al respecto:

(…) most artists within hegemonic mid-century modernism felt compelled to reinte-
grate the subject for interpellation in normative capitalism (…) The modernist self could
be idealized as an “integrated personality”; perhaps the contemporary moment calls for
a more creatively dissociated self (…) [In current art], leaving us open, unbounded, or
fragmented is not meant to produce us as psychotic, but to make us available for re-
organ-ization in terms we might be able to negotiate for ourselves (…) The drift seems
to be toward creative dissociation and polymorphous reassembly, with technology
allowing us to initiate, simulate, or cancel our multiplied subjectivities.

El arte tecnológico como un medio para poner en práctica, ensayar, una nueva
concepción de nuestra subjetividad. Ésta ya no consiste en la subjetividad homoge-
neizada o diferente, integrada o marginada de mediados del siglo XX, sino en un
organismo que, consciente de su fragmentación y desarraigo, está en disposición de
negociar en términos de su sí-mismo. Me interesaría detenerme en esta problemáti-
ca, para lo cual empezaré con algunos ejemplos. A pesar de que la mayoría de obras
que incorporan la tecnología tratan simplemente de contemporaneizar con el último
grito tecnológico, todavía se pueden encontrar numerosos ejemplos que utilizan
tales medios de manera interesante y crítica.
En su Going around the Corner Piece (de los 70), Bruce Nauman hacía pasear
al visitante por una instalación hasta que éste, al doblar una esquina, se encontraba
de repente con su propia imagen en un monitor. Al topar con su propia imagen inte-
grada en la obra, el visitante debía reconsiderar la idea de público pasivo y tomaba
conciencia de su importancia en la co-construcción de la obra misma. El rol perso-
nal que el espectador había asumido al inicio era cuestionado.
En un ejemplo menos conocido, en el festival BAC! 2006 de jóvenes artistas en
Barcelona, Txampa presentó una obra con especial incisión en la interacción. Al lle-
gar, el visitante se encontraba con una imagen proyectada sobre la pared de un hom-
bre vestido en una bañera. Al acercarse a ella, los pasos del visitante eran detecta-
dos por un sensor, que activaba la imagen del personaje: cuanto más se acercaba
uno a la imagen proyectada, con mayor irritación reaccionaba el hombre, haciendo
gestos al visitante para que se detuviera. Éste, naturalmente, seguía acercándose
hasta que el hombre sacaba una pistola y se la colocaba en la boca. ¿Qué debía hacer
ahora el visitante? ¿Debía seguir con el juego para ver y comprobar cómo iba a ter-
minar esta brutal y absurda escena? ¿O debía detenerse para evitar que el persona-

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je se reventara los sesos? Cada uno decidía, de manera bastante refleja e intuitiva,
mostrando al mismo tiempo a los espectadores de la escena sus propias creencias
sobre el arte y la relación de éste con la vida.
Tomemos ahora otro ejemplo de Cardiff & Miller, Opera for a Small Room, en
la que han reconstruido la habitación de un melómano, con cajas de discos, luces,
tocadiscos por todas partes. Oímos música y la voz melancólica de un hombre que
parece la comenta y la asocia con una vieja historia de amor. Un complejo sistema
multicanal de audio y luces crea a nuestro alrededor una atmósfera que, a veces,
parece querer involucrarnos en esa historia, como si nos invitara a compartir los
sentimientos del personaje. Sin embargo, en otro momento escuchamos un numero-
so público a nuestro alrededor, como si estuviéramos asistiendo a un concierto. La
voz desgarrada, algunas canciones románticas y el sonido de una locomotora cru-
zando nuestro espacio, sugieren claramente un final trágico de la historia. Pero la
situación se vuelve molesta cuando el público, del que parecemos formar parte,
empieza a contar a coro hasta diez, como adelantando burlonamente el triste final.
La obra invita a identificarse con la historia al mismo tiempo que hace ironía de ella,
de tal modo que el espectador, con la distancia, pueda tomar conciencia, como
comenta Jones, del “complejo cultural y psicológico evocado por el siempre media-
do sonido del Hi-Fi”, poner en cuestión el espacio fragmentado mediante el cual el
sujeto desarrollaba sus valores en esa época y “revelar cómo de artificial era esta
segmentación sonora” (Jones, op. cit, pg. 32).

Figure 1: J. Cardiff & G. B. Miller, “Opera for a small room”, 2005, MACBA, 2007, ©
Photo: Lisbeth Salas

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Esta lectura de la obra, además de ofrecer algunas ideas interesantes, ilustra el


modelo que subyace en la teoría de Jones sobre la comunicación entre el arte, el
medio tecnológico y la sociedad. Muestra que la tecnología puede influir en la cons-
trucción del sujeto, pero el arte, además de poder desarrollar ideas o temas concre-
tos, también focaliza sobre su medio y, así, permite tomar conciencia del mismo y
de los valores sociales en los que influye. La integración del espectador en la obra
no es pasiva, sino que le puede inducir a tomar conciencia del rol que está asumien-
do. Por esta razón, encuentro muy sugerente la perspectiva post-estructuralista, pues
muestra las íntimas relaciones entre la forma de las obras, la reflexión discursiva
sobre ellas y los efectos ideológicos, sociales y culturales de los medios artísticos.
Sin embargo, para poder describir teóricamente estas influencias entre el arte, la
sociedad y el medio tecnológico que engloba a ambas, la teoría post-estructuralista
no sólo debe poder funcionar como teoría social, sino que también debe mostrarse
coherente sobre el otro de sus objetos de estudio, las obras de arte. Me interesa ana-
lizar ahora este aspecto de la teoría de Jones. Para ello, trataré de considerar breve-
mente cuáles son los méritos y deficiencias de la teoría post-estructuralista en la
versión de C. A. Jones en relación a la exégesis artística.

III. Virtudes y vicios de la teoría del sensorium

1. Comunicación entre arte-sociedad

Como hemos visto con el último ejemplo, la noción de sensorium es una herra-
mienta interesante para explicar la comunicación entre el arte y la sociedad. Como
es conocido, esta relación es tan problemática que la mayoría de las teorías la han
simplificado reduciéndola a una de las dos direcciones posibles, o bien el arte
influencia la sociedad o bien ésta contextualiza el significado de la obra. De mane-
ra muy básica, podríamos empezar con el siguiente esquema. En el primer caso, las
teorías que defienden la soberanía del arte acostumbran a caer en una de ambas
alternativas posibles: o bien el significado de la obra es crítico, negativo, es decir,
no tiene significado (teorías formalistas o negativas como la adorniana) o bien no
pueden explicar cómo se generaliza la experiencia estética individual de una obra
al ámbito social (teorías deconstructivistas y buena de la crítica de arte contempo-
ráneo). En el segundo caso, cuando se hace referencia a contextos para entender el
significado de una obra, entonces caen en uno u otro de los siguientes problemas: o
bien sólo pueden reconstruir la aportación de una obra en contextos históricos, es
decir, cuando la novedad ya ha sido asumida socialmente (teoría hermenéutica, his-
toricista), o bien aquello que se toma como el significado de una obra no es real-
mente ninguna aportación por parte de ésta (teoría sociológica).

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Si me interesa la teoría de Jones es porque trata de encontrar una vía interme-


dia. La lectura de Opera for a Small Room, por ejemplo, hace caso, por una parte,
del medio formal de la obra y de su posible efecto estético –el uso de la tecnología
para crear efectos de inmersión y de exclusión en varios niveles-. Por otra parte, uti-
liza contextos para interpretar semánticamente particulares de la obra –como el
mundo evocado por el disco de vinilo y el sonido Hi-Fi, canciones de Pink Floyd,
etc.-. Ambas direcciones exegéticas se sirven a efectos de una sola lectura, que tiene
que ver con la posibilidad de provocar en el espectador una experiencia corporal
sobre la artificialidad que significaba el antiguo ideario de la pureza del sonido y la
intelectualización, desmaterialización, de la música sólo para ser escuchada.

2. El excesivo protagonismo de la teoría

La teoría de Jones ofrece herramientas para desarrollar una lectura interesante


de algunas obras de arte. Sin embargo, la reflexión anterior también muestra uno de
los defectos de los que adolece su teoría. Se trata de la paradoja en la que caen la
mayoría de teorías filosóficas aplicadas a obras de arte, a saber, que presuponen el
conocimiento de la propia teoría para que la experiencia de la obra sea accesible.
Me interesa presentar este problema porque, además de apuntar a un problema epis-
temológico muy importante en el ámbito de la teoría del arte, esto acostumbra a aca-
rrear consecuencias prácticas para la interpretación de obras.
Para valorar el efecto social de una obra, Jones trata de encontrar los orígenes
de la situación actual y así poder dar razón de ella. Jones utiliza el análisis genealó-
gico foucaultiano, el cual, a diferencia del método histórico, no postula cadenas
causales en los acontecimientos ni una concepción del sujeto según la cual éste
actúa de una manera determinada. Más que ofrecer la descripción de unos hechos
que conducen a una situación, busca el origen encubierto de un cambio, tratando de
estudiar qué relaciones sociales y de conocimiento intervienen en él. De este modo,
construye la transformación de la ideología dominante, es decir, de aquel complejo
cultural que influye en la manera de pensar de los sujetos. Jones se sirve de esta
herramienta –y de buena parte de los resultados del mismo Foucault- para aplicar-
lo a una comprensión en profundidad de los efectos del arte moderno y actual sobre
la sociedad. Como hemos visto, gracias a su teoría podemos entender las manifes-
taciones tanto artísticas como sociales que apuestan por un cambio en la ideología
moderna.
A esto cabe hacer una objeción. Si la teoría postestructuralista no sólo es nece-
saria para entender el presente, sino también para poder adquirir aquellos conoci-
mientos que me permiten tener una experiencia adecuada de una obra de arte actual
–como en el ejemplo de Opera for a Small Room-, entonces no puede haber expe-
riencia correcta de esta obra sin el conocimiento de la teoría. De algún modo, es

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como decir que los espectadores que no hayan leído estos ensayos no pueden acce-
der correctamente a tales obras. No se refiere, por ejemplo, a que sea necesario tener
conocimientos mínimos de historia e iconografía para tener una experiencia satis-
factoria de los mosaicos de Santa María de Torcello, o que sea necesario tener
nociones de la teoría del inconsciente para comprender una obra surrealista, o cono-
cer aspectos de la vida de Felix González-Torres para interpretar Untitled (Perfect
Lovers). Es cierto que el arte se disfruta mejor si se tiene acceso a algunos datos
específicos relacionados con ellas.
El problema de la teoría de Jones consiste en esto: los efectos de las obras actua-
les sólo cobran sentido en el espectador si éste es capaz de evocar a través de ellas
las relaciones ideológicas, que, en realidad, sólo un análisis histórico-genético como
el desarrollado por ella –y que Foucault inició- puede descubrir. Todavía más: para
que la obra, por ejemplo, Opera for a Small Room, sea comunicativa, no sólo se
debería conocer los resultados del análisis, sino que, puesto que no los enuncia,
éstos deberían ser verdaderos, deberían poderse presuponer como una experiencia
segura en todos los sujetos. La teoría de Jones incurre, pues, en una paradoja de
carácter epistemológico, según la cual, para poder experimentar correctamente
algunos fenómenos artísticos, es necesario conocer su propia teoría social y que
además ésta sea correcta. Veamos a continuación cómo este problema, de carácter
epistemológico, acarrea además consecuencias pragmáticas.

3. La reflexión estética y su ambivalencia

La segunda virtud de esta teoría consiste en ofrecer una explicación de la comu-


nicación artística sin polarizar el agente-paciente de la comunicación artística. No
cae ni en la ingenuidad de defender unilateralmente los principios emancipadores
de las vanguardias, ni en el escepticismo de las perspectivas sociológicas e institu-
cionales, que a menudo consideran el valor del arte como un mero producto del
mercado cultural. Teniendo en cuenta que la comunicación del arte es una función
que se ejerce preponderantemente a través del propio medio artístico, su influencia
sobre los valores de la percepción puede ser tanto de reflejo y consolidación de
estos valores, como de crítica y construcción de valores nuevos. Esta teoría puede
justificar tanto que una obra sea representativa de la manera dominante de mirar el
mundo, como que otra sea crítica con este tipo de percepción.
Esta ventaja de la teoría, sin embargo, no siempre es aplicada coherentemente
ni con la neutralidad que sería de esperar. El problema se basa en una manifiesta
ambigüedad de la noción de reflexividad. En relación a lo que estábamos explican-
do, la experiencia de una obra es reflexiva cuando reflexiona o permite tomar un
cierto grado de conciencia sobre la manera en que se percibe la obra. Si tenemos en
cuenta el análisis socio-histórico de Jones, esto a veces se valora negativa y otras
veces positivamente.

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Uno de los momentos más importantes del análisis post-estructuralista es el des-


cubrimiento de la segmentación del aparato sensor humano en virtud de la intensi-
ficación de cada uno de los sentidos. Para ejemplificar esto, Jones recupera la
noción de experiencia estética defendida por teóricos como Greenberg y Paul de
Man, que se define como una experiencia visual pura, que refleja la propia capaci-
dad visual sobre el lienzo. Valorado retrospectivamente, para Jones, como hemos
visto, esta experiencia refleja, en efecto, la experiencia propia de una sociedad ocu-
lar-centrista. El arte, ayudado por el complejo mundo de la crítica, estaría colabo-
rando con otros mecanismos sociales a consolidar la concepción del sujeto raciona-
lista, separándolo de su realidad corporal y convirtiendo su espacio vital en un espa-
cio más abstracto, “descorporeizado”. Jones relaciona, pues, el hecho de que el arte
contribuya a una experiencia reflexiva con la tendencia a consolidar una ideología
que destierra la corporalidad de la construcción del sujeto.
En otro momento del ensayo de Jones, el mero acto de tomar conciencia de un
modo de percepción es suficiente para distanciarse de él. Como hemos visto con
Opera for a Small Room, formas del arte actual utilizan medios tecnológicos para
intensificar sensaciones concretas a varios niveles de la percepción, de tal modo que
produzcan una experiencia paradójica, que conduzca a la toma de conciencia del
propio medio artístico en el que la subjetividad está implicada. Para Jones, de este
modo, el arte permite experimentar con algunas nuevas auto-re-organ-izaciones y
es capaz de tomar parte en el desarrollo de su propia subjetividad. Mientras que en
este caso la conciencia del propio medio se valora positivamente, la reflexividad del
expresionismo abstracto se hacía negativamente, pues consolidaba una ideología
que, retrospectivamente, ha utilizado instrumentalmente al sujeto.
Finalmente, el reduccionismo del análisis genético, hace pasar por alto una tra-
dición artística que no queda ubicada en este proceso de segmentación de los senti-
dos en el arte: la tradición, que cuenta con varios siglos de vida, de la ópera y la
obra de arte total, el cine sonoro y otros géneros artísticos que han involucrado dos
o más sentidos en una experiencia envolvente.6

Recapitulación

El primer problema teórico de la teoría post-estructuralista es el del excesivo


papel de la teoría en la comprensión de la obra. Debemos poder complementar el
análisis teórico de Jones con una noción de obra y de reflexión estética que pueda
remitirnos, en la experiencia del arte, a un conjunto de cuestiones trascendentales
–sean éstas de carácter personal, ideológico, cultural, religioso, etc-, sin tener que
presuponer en el receptor conocimientos teóricos explícitos y suplementarios.

6 Agradezco a Gerard Vilar este comentario.

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El segundo problema de la teoría es la heteronomía del juicio estético en rela-


ción a la ideología. En este sentido, si queremos corregir este aspecto de la teoría,
deberíamos recuperar la noción de autonomía del juicio estético. Autonomía, no en
el sentido formalista que Greenberg entre otros equivocadamente le dieron, sino
incluso para el arte comprometido política, moral y socialmente.
Si tenemos que decidir qué tipo de teoría puede ser conveniente para resolver
estos problemas, creo que sería interesante dirigirnos a la de tradición kantiana,
pues trata de explicar precisamente aquello que la teoría post-estructuralista ha dado
por sentado, a saber, cómo, en el ámbito del sujeto (social), se produce la experien-
cia estética.

IV. Autonomía, reflexividad e intersubjetividad

Cuando Kant fundamenta la autonomía estética en el desinterés, no se refiere a


que el arte ya no deba tener ningún otro tipo de interés que el meramente formal.7
Se refiere al hecho de que el objeto estético no va a ser tratado, valorado, como
otros objetos de la vida cotidiana –entiéndase comida, herramientas y otros objetos
que nos rodean-, que sí interfieren un interés en nuestra existencia. Al hacer esto, en
lugar de atribuir a la obra un significado mediante un contexto conocido previamen-
te, la tratamos de manera excepcional: abrimos la percepción a otras posibilidades,
dejando, por decirlo así, que hable por sí misma. Recuperando el ejemplo inicial,
cuando contemplamos estéticamente la instalación The Killing Machine, es eviden-
te que no nos ha importado en absoluto si tenía una utilidad en la vida cotidiana
–que no la tiene-. Pero tampoco hemos limitado nuestra percepción a las sensacio-
nes inmediatas que nos llegaban de la obra, como los chirridos de la máquina y la
banda sonora que acompaña su performance. Si la obra ofrece un efecto impactan-
te, no es por estos efectos, pues nuestros sentidos ya están muy acostumbrados a
ellos.
Es cierto que la autonomía del arte ha sido a menudo radicalizada hasta el extre-
mo de que ni narrativas, ni representaciones, ni reflexiones morales o políticas pare-
cían admitirse en el concepto de lo propiamente artístico, como ocurre en muchas
manifestaciones de la música electroacústica, en el arte minimal, etc. Pero esto se
debe a que son tipos de arte que precisamente están reflexionando sobre su propia
autonomía, están focalizando su temática en el hecho de que algo, para ser arte, no

7 No es este el lugar de fundamentar con profundidad las categorías estéticas (de corte kantiano) que
aquí presento. Remito a mi tesis doctoral, capítulos III-VI, publicada en
http://www.tesisenxarxa.net/TESIS_UAB/AVAILABLE/TDX-0117107-150402. Para una argumenta-
ción resumida, véase mi artículo “Historicidad y universalidad de la experiencia estética”, en Daimon.
Revista de filosofía, primavera de 2008.

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tiene por qué hacer referencia a nada. De este tipo de obras hemos aprendido a lo
largo del siglo XX que la noción de autonomía artística incluye una independencia
–aunque no indiferencia- de lo representado o narrado.
Por muy profunda que sea la impresión que nos cause una obra, la autonomía
propia de la percepción estética la desvincula de una relación unívoca con su entor-
no. No podemos remitir a un contexto social, a un documento del artista o a cual-
quier otra prueba para podernos persuadir de la clave exacta y correcta para inter-
pretar el sentido de una obra. Comparada con un objeto cotidiano, la obra posee una
irreducible ambigüedad. Opera for a Small Room de Cardiff & Miller hace referen-
cia a valores sociales y estéticos como los del auge de la música de estudio, la fide-
lidad al sonido ideal, la tecnología y el sujeto íntegro, completo, que acoge esta
experiencia de manera intelectual. Pero, evidentemente, su significado no se redu-
ce a esto. Hay elementos que desorientan al espectador y rompen esa asociación de
ideas para producir una reflexión en el receptor que va más allá de lo que la misma
obra narra o representa. ¿Cómo se produce, pues, el efecto de la obra sobre el espec-
tador?
Puesto que la percepción estética no permite considerar la obra como el signo
de un significado, el mismo espectador se ve obligado a intervenir y buscar o pro-
ducir por sí mismo un contexto que pueda dotar de significado a esa obra. Esta bús-
queda puede concretarse de manera casi implícita, intuitiva o automática. Por ejem-
plo, cuando nos encontramos frente a Marilyn Monroe de Warhol y evocamos la
voluntad de dar valor estético a imágenes de la cultura popular, la utilización de la
reproducción en serie y el hito de la actriz norteamericana. O también, cuando remi-
timos, mediante la obra de Masaccio, sin pensar apenas en ello, a una teoría cientí-
fica de la perspectiva y a la recuperación de un contexto histórico-cultural concre-
to.
Se puede describir la búsqueda de un contexto para la obra de arte de la mane-
ra siguiente. En la medida en que, al comienzo de la percepción estética, la obra ha
sido separada de cualquier asociación directa con momentos de la vida cotidiana,
tanto sus aspectos formales como su contenido explícito (narrativo, representativo,
etc.) pasan a ser elementos con los que jugamos libremente con la imaginación; este
juego con los atributos sensibles de la obra se asocian, mediante nuestras capacida-
des intelectivas, con ideas de carácter general (el poder, la muerte, la culpa, etc),
contextos históricos y culturales, etc.
Kant llamó a esta actividad reflexión estética. No se refería tanto a un pensa-
miento discursivo explícitamente consciente, como reflexión de un tratado o de una
crítica de arte; sino más bien a la actividad, que es conducida autónomamente por
el sujeto, de búsqueda de ideas (o contextos) generales con los que asociar los dife-
rentes elementos sensibles de la obra. Al establecer un punto general desde el cual
ofrecer un espacio de sentido para la obra, en el proceso de la experiencia estética

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el sujeto está retrotrayendo la mirada hacia una manera de ver las cosas, hacia una
manera de entender el mundo o una parte del mismo. Excepto cuando una obra nos
deja indiferentes, es decir, ni la percibimos como arte, todas las obras nos obligan a
evocar una manera de mirarlas, de entenderlas, una perspectiva cognitiva. Cuanto
más familiar nos resulta una obra, más sencilla nos resulta esta actividad y más
ideas, contextos y conocimientos podemos incluir en la construcción de esta pers-
pectiva cognitiva. Cuanto más extraña nos resulta, más desorientada se encuentra
nuestra percepción, puesto que no sabemos desde qué punto de vista se debe orien-
tar.
Es importante destacar que, mediante la reflexión estética, no se obtiene un sig-
nificado para la obra como el que asociamos a los objetos cotidianos. Es decir, la
reflexión estética no concluye que la obra de arte se refiera a este o a aquel signifi-
cado. Mediante la reflexión estética se adopta, de manera más o menos concreta,
una manera de percibir el mundo y de enfrentarse a él. En este sentido, una obra se
diferencia de los objetos decorativos al remitir a una idea, a un contexto ora intelec-
tual, ora cultural, etc; y se diferencia de los discursos teóricos al implicar a su públi-
co de manera sensible, es decir, corporal. La obra adquiere, con la combinación de
su efecto sensible y de su interés intelectual, un efecto dramático, accionista; es una
toma de posición que es vivida corporalmente por el receptor de la obra. Esto indi-
ca que tanto puede enfrentarse a una serie de ideas o discursos como consolidarlos
o, mejor dicho, se enfrenta a unos mientras defiende a otros. Su efecto depende de
su capacidad de generar una dirección u otra en la reflexión, capacidad que, como
ya hemos explicado, no se basará tanto en la contundencia o amabilidad de sus ele-
mentos materiales como en la implicación que éstos tengan en la construcción de
un posicionamiento frente a las cosas.
El aspecto sensitivo-afectivo y el aspecto intelectual de una obra no correspon-
den recíprocamente a las categorías de forma y contenido (narrativo o representa-
do); a veces, la forma tiene un interés intelectual, mientras que el segundo no ofre-
ce elementos para la reflexión. Según mi opinión, una obra gana su máximo atrac-
tivo, no cuando ambos aspectos están bien conseguidos, sino sobre todo cuando son
(prácticamente) indiscernibles. Es cierto que durante el siglo XX ha habido una
fuerte lucha contra la esclavitud de muchas prácticas formales que dominaban el
arte, señalando hacia la inmaterialidad del arte y construyendo el concepto de arte
conceptual. Sin embargo, algo de genuinamente intuitivo (es decir, sensible) perma-
nece en estas prácticas: precisamente, que son fenómenos que han ocurrido en un
espacio y un tiempo, aunque no hayan podido no dejar rastro alguno después. Esta
indisociable relación con una forma sensible, que a veces tenemos que recrear con
la imaginación, es lo que hace que una obra tenga siempre una relación con el gusto,
es decir, la sensibilidad estética. A menudo, Kant parece explicar el gusto en virtud
de los elementos formales (sensibles) con los que la imaginación juega, pero tam-

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bién en virtud de que estos elementos “vivifican las facultades”, generan ideas esté-
ticas y dan que pensar (Kant §10 B37; §49 B192). Si tratamos de ilustrar esto con,
por ejemplo, Opera for a Small Room, elementos formales como la calidad del soni-
do se convierten en valores sobre los que reflexionamos, mientras que elementos
narrativos, al entrar en contradicción, producen una experiencia paradójica que es
vivida sensiblemente. En The Killing Machine, elementos sensibles como la bola de
discoteca, los compases de música rock y la manta color púrpura son percibidos
como elementos irónicos que motivan una distancia y una reflexión sobre la obra.
De este modo, observamos que los efectos formales construyen el sentido de la
obra, mientras que los elementos narrativos son los que construyen su forma estéti-
ca.
He presentado muy brevemente una perspectiva fenomenológica sobre el arte
con dos objetivos. Llenar la laguna que obviaba la teoría post-estructuralista de
Jones con una reflexión sobre la cognición estética que no intervenga directamente
en la interpretación de las obras. Esta reflexión, sin embargo, pone el acento en la
parte sensible y deja abierto el margen de la intervención de la facultad intelectiva.
Es decir, tanto si contemplamos una puesta de sol, como si escuchamos la Simfonia
núm. 40 de Mozart, como si leemos un poema de Paul Celan, tanto la capacidad
sensitiva como la intelectual pueden actuar a diferentes niveles de profundidad,
retroalimentándose la una a la otra en una experiencia sin término. Sin duda, cuan-
to más sabemos de una obra o de un paisaje, más somos capaces de percibir en ella
y más lejos llega la experiencia estética. Para la aproximación fenomenológica,
pues, el papel que juegan las teorías científicas, filosóficas o del arte en la experien-
cia estética no es ni el de condición de posibilidad ni irrelevante. Estas teorías pue-
den adquirir una doble función: explicar cómo se ha producido el efecto de la obra,
y añadir elementos para ampliar y profundizar su experiencia.
En una dirección, digamos, opuesta, el arte también puede desarrollar estrate-
gias para intensificar la sensación u ofrecer nuevas vivencias sensibles en el recep-
tor. Es lo que he tratado de señalar en este artículo. Con esto, el arte ahonda en la
experiencia sensible, se vuelve más carnal. A Jones le interesa esta idea porque es
índice de una de las tendencias del arte a insistir en su aspecto corporal, lo cual
involucra al sujeto, no desde su supuesta racionalidad universal, sino desde su sin-
gularidad física. De todos modos, la teoría de Jones es matizada por la aproxima-
ción fenomenológica en dos puntos importantes: primero, la experiencia estética de
una obra tecnológica no es estructuralmente diferente a una obra que no incorpore
elementos tecnológicos, a una obra tradicional. Pero, segundo, el uso del medio
puede aportar ciertas diferencias: puede utilizar de una manera específica el efecto
en la sensación para implicar al sujeto de una determinada manera y hacerle posi-
cionarse, como ser humano, frente al mundo o el tema del que trate la obra. La
intensificiación de la sensación, al hacer reaccionar corporalmente al sujeto, puede

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conseguir que la experiencia estética y la renovación de la mirada sobre las cosas


que ésta produce se queden grabadas con más fuerza en nuestra piel. Se ha destaca-
do a menudo la fascinación por el arte tecnológico en virtud de su capacidad de
intensificar las sensaciones, pero lo que subyace en el fondo de esto es la capacidad
de producir reacciones subjetivas a flor de piel que incluyan una manera de enten-
der las cosas (el mundo, el ser humano u otros temas menos importantes).
La reflexión en el arte es una reflexión encarnada sea cual sea su medio. El dis-
curso sobre él no descubre tanto sus verdades ocultas, puede explicitar el complejo
cultural, ideológico que la obra remueve y acentuar también, retroactivamente, de
nuevo la experiencia sensible. Ambos puntos amplían el espectro de experiencia
defendido por Jones. Me gustaría ilustrar estas conclusiones retomando la obra The
Killing Machine.

V. Reflexiones encarnadas en el arte tecnológico

Hemos empezado estas reflexiones haciendo referencia a la última obra de


Cardiff & Miller The Killing Machine. Queríamos considerar la razón por la cual
esta obra, así como otras de este tipo, puede producir un fuerte efecto sobre el
espectador. La primera propuesta definía el efecto de la obra mediante la alegre
combinación entre una forma atractiva –sonido, efectos visuales, coordinación de
ambos, etc-, una idea trascendente –la pena de muerte-, y un contrapunto irónico –
la manta rosa, la bola de discoteca, que permitían la distancia crítica-. La obra no
ejercía su función crítica tanto mediante la crueldad de presenciar una ejecución fic-
ticia, como en el hecho de convertir este proceso en un espectáculo esperpéntico. Si
esta lectura podía ser plausible, sin embargo, se mostraba claramente insatisfacto-
ria: como hemos expuesto, la impresión que provoca The Killing Machine no puede
ser explicada exclusivamente haciendo referencia a la combinación de sus efectos
especiales con la idea que transmite en una primera lectura superficial: esta impre-
sión, más que perturbadora, satisfaría nuestras ideas previas y transmitiría una sen-
sación de aprobación.
Sospecho que los elementos irónicos de la obra ejercen la función de poner en
entredicho la típica y tópica denuncia contra la pena de muerte que hemos señala-
do al principio del artículo. En otras obras, Cardiff & Miller muestran un fino sen-
tido de la ironía jugando con los dispositivos tecnológicos. En Opera for a Small
Room, aunque todavía es más evidente en obras como The Playhouse (1997) o en
The Paradise Institute (2001), utilizan muy hábilmente el sonido y su capacidad
para crear un espacio envolvente, una narración y otras estrategias de identificación.
La tecnología parece estar a la merced de una experiencia estética atractiva, entre-
tenida y adopta una apariencia amable. Parece, por tanto, que a los artistas les guste

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jugar con la idea de la humanización de la tecnología.8 Sin embargo, el efecto no es


tan superficial. En casi todas sus obras, aparecen elementos extraños, ajenos, que
contradicen la línea argumental de la obra. Entonces la identificación con lo narra-
do o representado se interrumpe y el espectador se da de bruces con una experien-
cia paradójica. Si es cierto que a los artistas les interesa el tópico de la tecnología
humanizada, no es para recuperar las ya clásicas ideas del cyborg o las antiutopías
en que los robots toman el control de nuestras vidas.
Si esto último es correcto, no podemos recurrir a las ideas comunes que se aso-
cian a la tecnología para explicar el efecto de The Killing Machine. ¿Es posible,
pues, que la obra tenga entonces algo nuevo que decirnos? ¿Está generando una
reflexión nueva sobre el hombre y su creación técnica? Hemos argumentado epis-
temológicamente que, para la experiencia estética, no es necesario explicitar la
reflexión sobre la que una obra pueda producir; mas ha de serlo si queremos tratar
de conversar sobre ella y explicar el efecto que produce en el espectador.
Trataremos ahora de aportar una reflexión que permita dar cuenta de la experiencia
de la obra, sin que por ello la explicación se muestre como parte de la experiencia.

Figure 3: J. Cardiff & G. B. Miller, “The Killing Machine”, 2007. MACBA, 2007. ©
Photo: Seber Ugarte

8 Véase la entrevista de Michael J. Holm en HOLM, J. M. y MARCUS, M. (eds), Janet Cardiff &
George Bures Miller Louisiana Contemporary, Dinamarca, Louisiana Museum of Modern Art, 2006.

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Como es habitual en las obras de la pareja canadiense, The Killing Machine


hace referencia también a una obra literaria. En este caso se trata del relato de Kafka
Die Straffkolonie (La colonia penitenciaria), en la que el extranjero llega a una
colonia y en ésta el oficial superior le invita a presenciar el proceso mediante el cual
se ejecuta a los delincuentes. La ejecución consiste en que una máquina grabe con
sus cuchillas en el cuerpo del reo el término del delito por el que éste es acusado,
hasta descuartizarlo por completo. Al margen de la crueldad de la escena, es ésta
una imagen muy propia de Kafka, conociendo su interés por relacionar la escritura
con actividades corporales y físicas, como por ejemplo las huellas que deja Gregor
Samsa paseando por la pared o la profesión del señor K en El Castillo (agrimensor).
En La colonia penitenciaria, la última víctima del terrorífico artilugio es el propio
oficial, el cual, al intentar ajustar unos mecanismos, se enreda con él por accidente
y acaba sufriendo la tortura.
Tomando esto como sugerencia, la máquina asesina como grabadora de la culpa
humana, como escribiente automática, sin voluntad ni intención, caprichosa hasta
cierto punto, puede ser lo que produce cierto temor al espectador de The Killing
Machine. Esta falta de motivo y de intencionalidad permite intuir una vivencia sin
precedente, retraerse a algún sentimiento originario. A diferencia del mito de termi-
nator o del cyborg, el hombre ni es arrollado por la máquina ni fusionado con ella.
La persona, mediante la sanguinaria grabación de la culpa con las navajas, desapa-
rece como persona y es convertida en un signo, en la señal de su culpa. Se transfor-
ma en el signo de aquel hecho que, originariamente, introdujo un antes y un después
en su vida, aquel delito, aquel hecho por el que es acusado y que acaba por termi-
nar con su vida. El relato de Kafka, como la obra de Cardiff & Miller, no concretan
delito alguno. Así pues, ¿a qué momento nos remite la danza siniestra de The Killing
Machine?
Derrida ha reflexionado de modo muy sugerente sobre la influencia en el len-
guaje de los actos prelingüísticos a los que acaba haciendo referencia la máquina de
Kafka y de los artistas Cardiff & Miller. El filósofo francés distingue entre dos tipos
de rastros, de huellas. Habitualmente, la huella es signo de algo, de alguien que ha
estado ahí. Este signo debe ser interpretado y dotado de significado. Signo y signi-
ficado unidos configuran el símbolo. Estamos rodeados de signos y señales de
diversas clases, que configuran diferentes sistemas simbólicos. Derrida argumenta,
contra la opinión común y la lingüística tradicional –entiéndase aquí la propuesta
cientificista de Saussure-, que el lenguaje escrito está en el origen del lenguaje oral.
Éste es el que establece una separación entre signo y significado e implica ya una
diferenciación por sí mismo. El acto de relacionar significados –conceptos o cosas-
con signos no puede plantearse en un plano donde el hombre y las cosas no se dife-
rencian entre sí, no puede ejercerse en un mundo en el cual no hay significados en
absoluto, sino que debe desarrollarse en un mundo donde esta división ya existe.

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Por tanto, previa a la actividad simbólica debe haber una rotura primordial, un
gesto, un corte en la continuidad homogénea del allá fuera. Este gesto sería la con-
dición de posibilidad de la división entre signo y cosa de nuestros sistemas simbó-
licos. Como es evidente, no hay acceso a este gesto, no hay posible contacto con
este movimiento en el que todavía no hay comprensión ni por tanto percepción en
el sentido riguroso del término. Pero sí que se encuentra, sin embargo, la huella de
ese corte, de ese movimiento, allí donde la multiplicidad de estímulos externos es
escindida y seleccionada para que se pueda construir de ella una capacidad percep-
tiva simbólica.
Lo característico de este gesto es que no puede ser intencionado, es incluso
“inmotivado” (Derrida), pero no absolutamente caprichoso. Esta huella originaria
“retiene la diferencia” existente en el mundo exterior, aun no ha sido aplastada por
la fuerza homogeneizadora de la abstracción conceptual. De algún modo, en esta
huella, se puede intentar rastrear un cierto tipo de origen, pero sin caer en la para-
doja del origen, es decir, se puede rastrear una huella que no indica nada, que expre-
sa “que no hay origen absoluto del sentido en general” (De la Gramatología). Ahí
tropezamos con la máquina absurda de Cardiff & Miller. Un máquina automática,
sin intención. Y una máquina verdugo sin reo, que no inscribe sobre el culpable nin-
guna culpa concreta, que se contorsiona de un lado a otro para no escribir nada. Esta
máquina es un puro gesto sin sentido, una manera de retrotaerse metafóricamente a
una especie de origen que no remite a un significado, pero que le abre la puerta de
su posibilidad. Si hay algo que la fascinación tecnológica de la obra de Cardiff &
Miller simbolizan en relación a su generación, ya no es el mito de Terminator, por
el cual la supervivencia de la humanidad peligra en manos de la tecnología. Más
bien podría indicarnos algo de signo diferente. En el origen de la culpa humana,
aquella que, según el Génesis surge de su capacidad simbólica, se encuentra ese ras-
tro de la tecnología. En el origen del hombre como ser simbólico está grabado en
láser el rastro del robot. Si hay algo que sugieren algunas formas del arte contem-
poráneo es que la tecnología parece una condición de posibilidad de la actividad
simbolizadora del hombre. Sin tecnología ya no tenemos ni lenguaje ni posibilidad
de expresar lo que es previo a él. Nacimiento y muerte, si han de ser expresados, lo
son también mediante nuestro carácter tecnológico.
No he sacado a colación la referencia a Derrida con el ánimo de descubrir al lec-
tor algo que sólo yo hubiera visto; The Killing Machine se puede gozar estéticamen-
te sin este comentario. Con esta reflexión, he intentado explicar cuál puede ser uno
de los sentidos de la obra, cual puede ser el sentido por el cual una emoción frente
a una obra de arte es humanamente tan significativa. Pero con esta reflexión, al
mismo tiempo, creo que también hemos ganado una comprensión mayor sobre los
mecanismos de la experiencia estética. Y es que, si no podemos hacer teoría del arte
sin hablar de obras concretas, cuando hablamos de algunas experiencias estéticas

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específicas, estamos ineludiblemente teorizando sobre ellas. Si estas reflexiones no


han conseguido simplificar los mecanismos mediante los cuales se desarrolla la
experiencia del arte, espero que al menos hayan podido aportar cierta luz sobre la
imbricación entre la experiencia de un objeto, su descripción aparentemente empí-
rica y la teoría implícita que subyace a ambas.

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