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Pol CAPDEVILA1
polcapdevila@gmail.com
Universidad Autónoma de Barcelona
Recibido: 02/11/2007
Aceptado: 31/03/2008
Resumen
En este artículo reflexionamos sobre el efecto social del arte y sobre la posibi-
lidad de estructurar teóricamente un discurso relativo a tal efecto Mediante un diá-
logo con obras de arte actuales, presentamos el carácter cognitiva e ideológicamen-
te específico del objeto estético y ponemos a prueba la fuerza y los límites de una
teoría socio-estructuralista del arte. La tesis consiste en que esta teoría debe com-
plementarse con elementos de una teoría fenomenológica de la experiencia estética.
El artículo también muestra cómo los conceptos de forma –o medio- y contenido
–narrativo o representado- se entrelazan hasta llegar a intercambiar las funciones
que tradicionalmente se les otorgan. Mientras que la forma es responsable de una
carga semántica e ideológica, el contenido lo es del medio expresivo. Estas refle-
xiones, que desarrollan nuevos matices sobre la imbricación entre experiencia, teo-
ría y contexto cultural, pueden aportar algo nuevo tanto al epistemólogo, desde una
perspectiva alejada a la suya habitual, como al crítico y al teórico del arte.
Abstract
This paper reflects on art’s social effects and on the possibility to make up a the-
oretical discourse about them. Through a dialog with current artworks, we take into
1 Este artículo ha sido posible gracias a la beca Beatriu de Pinós concedida del DURSI de la
Generalitat de Catalunya y forma parte del proyecto de investigación “La historicidad de la experien-
cia estética: hacia un cambio de paradigma” HUM2005-05757.
account the cognitive and ideological special status of the aesthetic object. Then we
put to test the competence and the limits of a post-structuralist theory of art. Our
thesis asserts that this theory must be complemented with a phenomenological the-
ory of the aesthetic experience. One of the goals of the paper is to show how the
categories of form –or mean– and content –narrative or represented– intertwine into
the experience of the artwork, so that the first becomes the responsible of the
semantic and ideological charge and the second, of the expressive means. These
reflections, since they improve distinctions on the relations between experience,
theory and cultural context, can bring something new to the epistemologist (from a
heterodox perspective), as much as to the theorist and critic of art.
Keywords: current art, theory of art, sensorium, aesthetic experience, Cardiff &
Miller.
I.
II. La hipótesis del Sensorium
III. Virtudes y vicios de la teoría del sensorium
IV. Autonomía, reflexividad e intersubjetividad
V. Reflexiones encarnadas sobre el arte tecnológico
The Killing Machine es, a fecha de hoy (octubre 2007), la última obra de los
artistas Janet Cardiff y George Bures Miller, que fue presentada en la retrospectiva
que les dedicó el MACBA en la primavera de este mismo año. Se trata de una ins-
talación de dispositivos tecnológicos y audiovisuales: una imponente máquina robot
construida con una especie de butaca de dentista cubierta de una manta de terciope-
lo rosa y cinturones de cuero, dos brazos robot alrededor del asiento y algunos ins-
trumentos musicales controlados por otros dispositivos automáticos. Al entrar, la
sala se encuentra en penumbra. El visitante presiona el botón situado en una mesa
frente a la estructura metálica; entonces, unos focos iluminan la estructura, suenan
unos chirridos y una siniestra banda sonora deja el ánimo en suspenso. No hay víc-
tima alguna tumbada en la silla. Pero los brazos-robot se mueven alrededor del
asiento como si la hubiera, simulando una funesta danza en la que dirigen sus ojos-
linterna y clavan sus aguijones en diferentes partes del cuerpo. En el momento cul-
minante, al compás de la música, otros brazos-baquetas tocan una guitarra eléctrica
y aporrean unos timbales. La música que acompaña la obra crea una atmósfera
envolvente que, junto con el juego de luces, secuestra la atención del espectador
durante la performance. Los atónitos espectadores se sientan al lado o se pasean
alrededor de este montaje, hasta que el frenético espectáculo de luces, ruidos, músi-
ca y robots acaban su faena con la supuesta víctima. Entonces otro visitante pulsa
de nuevo el botón.
El efecto general de la obra es contundente y perturbador, y más contradictorio
todavía por cuanto se disfruta de una obra técnicamente compleja y tan bien resuel-
ta. Parece que asistimos a una tortura o a una ejecución y, naturalmente, es inevita-
ble relacionarla con una crítica a la pena capital en muchos países, especialmente
en Estados Unidos de América, donde algunos estados utilizan el procedimiento de
la inyección letal. Si el espectador quiere reflexionar sobre esta idea, se sentirá fácil-
mente tentado a concluir que el efecto perturbador de la obra proviene de la clásica
definición de una buena obra de arte, a saber, la armónica combinación entre forma
y contenido. La forma se definiría por sus efectos visuales y sonoros, perfectamen-
te sincronizados con golpes de timbres secos, metálicos, desgarradores; y el conte-
nido, por la puesta en marcha de un dispositivo letal sobre una persona que, imagi-
namos, está atada en la camilla. La obra no representa, sin embargo, la pena de
muerte como un espectáculo atractivo para los sentidos; este efecto se evita median-
te otros elementos irónicos y ridiculizantes –como la manta de terciopelo y la bola
de espejos de discoteca colgada del techo-. Este tipo de elementos permitirían tomar
la distancia suficiente para entender que, en el fondo, se trata de una crítica a la con-
versión especular de un tema moralmente controvertido. La automatización del sis-
tema de la pena capital mediante el robot se vincula a los elementos kitsch para evi-
tar el patetismo al que habitualmente se asocia este espectáculo y mostrar al ser
humano como el producto esperpéntico de la performance.
Figure 3: J. Cardiff & G. B. Miller, “The Killing Machine”, 2007. MACBA, 2007. ©
Photo: Seber Ugarte
Para comprender la influencia del medio tecnológico de las obras de arte sobre
la sociedad, interesa referirse a la tradición que se abrió con la recuperación de la
obra del joven Marx, especialmente Manuscritos económico-filosóficos de 1844, y
en la cual han intervenido pensadores como Benjamin, Deleuze y Foucault. Muy
básicamente, en esta tradición se afirma que la percepción del ser humano sobre el
mundo está directamente determinada por el medio técnico que le rodea. Uno de los
últimos ensayos que insiste en esta línea de pensamiento, “The Mediated
Sensorium” de Caroline A. Jones, se presenta además como una teoría estética y,
por ello, nos vamos a centrar en él.2
2 Caroline A. Jones, Sensorium: embodied experience, technology, and contemporary art, MIT-Press,
Cambridge MA, 2006. Con anterioridad Rosalind E. Krauss había aplicado este concepto al ámbito
del arte en su The Optical Unconscious, 1993, MIT-Press.
4 Uno de los ejemplos paradigmáticos de este tipo de estudios es el del abad Condillac, Tratado de las
sensaciones, 1754.
cambio de hábitos y una formación de la subjetividad. Por una parte, hay una com-
petencia de estrategias para dominar el espacio público sonoro; por otra parte, está
la nueva experiencia y la concepción del fenómeno musical que simboliza la audi-
ción en Hi-Fi, con la creación de espacios cerrados, privados, que permitan concen-
trarse en uno mismo. Jones argumenta que la tendencia a la producción de espacios
privados, en los cuales el yo trata de escapar de la realidad cotidiana y de buscar su
realización al margen del cuerpo social, acentúa el aislamiento del sujeto y la frag-
mentación de su personalidad (ib. pg. 31).
La vista es el sentido que, siguiendo a Foucault, ha adquirido mayor importan-
cia en la percepción del ser humano en la modernidad occidental desde la explora-
ción, segmentación y control de los sentidos. Sin embargo, es importante tener pre-
sente la inherente textualidad del paradigma de la visualidad moderna, como desta-
ca C. A. Jones en su ensayo. Según ella, “the text has become a primary constituent
of our ocular consciousness” (ib. pg. 32). Esquemas conceptuales, interfaces elec-
trónicas, anuncios, tablas estadísticas son algunas de las evidencias de que no se
trata tanto de la simple visión, sino de su mezcla con la textualidad lo que asegura
la navegación más eficiente a través de la información. Nuestra mirada tan textual
como nuestra lectura está saturada de imaginería. Nuestra percepción de objetos es
como una lectura conceptual de sus propiedades y esto caracteriza nuestra visión
como una capacidad abstractiva, lo contrario de una facultad de ver puramente lo
material o lo exento de concepto.
En consecuencia, lejos de caer en el tópico de la pérdida del descrédito del texto
en nuestra sociedad, Jones defiende la idea de que la creciente importancia de la
escritura nos ha hecho cada vez más ocular-céntricos. En relación a esto, Jones
cuestiona si el famoso “giro pictórico” de la posguerra, basado en los escritos de los
críticos Ruskin y Greenberg en relación al paisajismo y al expresionismo abstracto,
debería ser considerado “más allá de su retórica textual” (ib. pg. 34). En contra de
las propuestas teóricas de Greenberg sobre la “pintura pura” y el “simple mirar”
(“eyesight alone”), habría que considerar mejor este tipo de contemplación estética.
Para Jones, el refinamiento de la sensación visual que Greenberg defendió (y de la
que él, como también Ruskin, se consideraban especialmente dotados), es hija de
esta tendencia al aislamiento de los sentidos en pro de la intensificación de su res-
pectiva sensación. El silencio en los museos, la perfecta iluminación y la exclusión
en la pintura de todo aquello que no fuera meramente pictórico son los grandes hitos
de esta tendencia que busca las mejores condiciones para una mirada óptima sobre
el lienzo. Con las mejores condiciones, y un cierto entrenamiento, el ojo podía
aprender a observar, a interpretar, su propia imagen reflejada en estos cuadros.
No es difícil entender que la concepción greenbergiana de la experiencia pura-
mente visual, lejos de tratarse de una contemplación estética natural, consiste más
bien en una técnica que se debe aprender casi como un lenguaje de signos. Es una
manera de leer cuadros que implica una fuerte capacidad de abstracción, pues se
debe excluir, entre otras cosas, la tercera dimensión, la textura y el tacto. El ojo debe
tomar distancia de la cosa y del pigmento para poder concebir exclusivamente color
y forma, “en teoría”, lo esencialmente pictórico y visual.5
Contra la tendencia formalista, Jones caracteriza la visión en nuestra sociedad
mediante su inherente elemento textual, lo cual permite fundamentar uno de los
efectos que este tipo de visión tiene sobre el sujeto. El progresivo ocular-centrismo
del que acabamos de hablar, que conlleva una intensificación de la sensación visual
mediante una separación de la capacidad ocular respecto a los otros sentidos define
las condiciones sobre las que se construye el sujeto moderno. Por algo, el desarro-
llo de estrategias para el conocimiento y control de los mecanismos de la visión es
uno de los objetivos principales de nuestras instituciones públicas y privadas. Los
estudios sobre cómo se desarrolla nuestra percepción visual de diferentes tipos de
objetos y en diferentes contextos han alcanzado cotas insospechadas, así como lo ha
hecho también la rentabilidad económica de tales estudios. La industria echa mano
de los conocimientos en psicología y fisiología para mejorar la efectividad de sus
anuncios, para colocar los productos en aquel lugar del supermercado donde mejor
atraigan nuestra mirada. Las películas comerciales y los shows televisivos basan su
estructura más en los parámetros de la atención del espectador que en la supuesta
coherencia de la narración.
En conclusión, como hemos visto, el progresivo conocimiento del comporta-
miento de los sentidos en la percepción permite la instrumentalización de los mis-
mos y una fuerte capacidad de control sobre ellos y de potenciación de algunos
aspectos de su sensibilidad. Esto conlleva una jerarquización de la importancia de
los sentidos en la percepción del mundo y de los tipos de sensaciones que cada uno
de ellos debe percibir. Esta tendencia corresponde a la idea moderna de sujeto basa-
da principalmente en el espacio visual y, secundariamente, auditivo. Deleuze y
Guattari, así como otros estudios de psicología, han profundizado en las tensiones
y los conflictos de esta jerarquización de las capacidades y desestabilización del
sujeto: tensión, aislamiento, ansiedad esquizofrenia, etc, son algunas, aunque no
necesarias, dolencias del sujeto moderno. La ciencia, por su parte, con su capacidad
de localizar el punto exacto de la dolencia, aunque no necesariamente su causa,
aporta sus dosis de analgésicos y otros parches confortables, si bien superficiales,
para cada una de estas disrupciones. No podemos entrar ahora en esta interesante
cuestión. Interesa más bien recordar cómo los dispositivos tecnológicos influyen en
la construcción de la subjetividad.
Frente al diagnóstico de la producción de un modelo de sujeto basada en una
percepción controlada y desequilibrada, no es minoritaria la opinión de que el arte
5 Véase también Rosalind E. Krauss, The Optical Unconscious, 1993, MIT-Press, pg. 308.
Recientmente he leído Arte minimal. Objeto y sentido, de Francisca Pérez.
puede contrarrestar esos males. Sin pecar de optimismo, Jones defiende la idea de
que ha habido un segmento del arte reticente a la especialización de los sentidos y
a la intensificación de ciertas sensaciones concretas, que fue seguida por el fenóme-
no contracultural de los ‘60 y ’70, (véase Fluxus, arte minimal, body art, etc.). Para
Jones, en las últimas décadas el arte contemporáneo estaría tomando conciencia de
esta problemática y ofreciendo respuestas al respecto:
(…) most artists within hegemonic mid-century modernism felt compelled to reinte-
grate the subject for interpellation in normative capitalism (…) The modernist self could
be idealized as an “integrated personality”; perhaps the contemporary moment calls for
a more creatively dissociated self (…) [In current art], leaving us open, unbounded, or
fragmented is not meant to produce us as psychotic, but to make us available for re-
organ-ization in terms we might be able to negotiate for ourselves (…) The drift seems
to be toward creative dissociation and polymorphous reassembly, with technology
allowing us to initiate, simulate, or cancel our multiplied subjectivities.
El arte tecnológico como un medio para poner en práctica, ensayar, una nueva
concepción de nuestra subjetividad. Ésta ya no consiste en la subjetividad homoge-
neizada o diferente, integrada o marginada de mediados del siglo XX, sino en un
organismo que, consciente de su fragmentación y desarraigo, está en disposición de
negociar en términos de su sí-mismo. Me interesaría detenerme en esta problemáti-
ca, para lo cual empezaré con algunos ejemplos. A pesar de que la mayoría de obras
que incorporan la tecnología tratan simplemente de contemporaneizar con el último
grito tecnológico, todavía se pueden encontrar numerosos ejemplos que utilizan
tales medios de manera interesante y crítica.
En su Going around the Corner Piece (de los 70), Bruce Nauman hacía pasear
al visitante por una instalación hasta que éste, al doblar una esquina, se encontraba
de repente con su propia imagen en un monitor. Al topar con su propia imagen inte-
grada en la obra, el visitante debía reconsiderar la idea de público pasivo y tomaba
conciencia de su importancia en la co-construcción de la obra misma. El rol perso-
nal que el espectador había asumido al inicio era cuestionado.
En un ejemplo menos conocido, en el festival BAC! 2006 de jóvenes artistas en
Barcelona, Txampa presentó una obra con especial incisión en la interacción. Al lle-
gar, el visitante se encontraba con una imagen proyectada sobre la pared de un hom-
bre vestido en una bañera. Al acercarse a ella, los pasos del visitante eran detecta-
dos por un sensor, que activaba la imagen del personaje: cuanto más se acercaba
uno a la imagen proyectada, con mayor irritación reaccionaba el hombre, haciendo
gestos al visitante para que se detuviera. Éste, naturalmente, seguía acercándose
hasta que el hombre sacaba una pistola y se la colocaba en la boca. ¿Qué debía hacer
ahora el visitante? ¿Debía seguir con el juego para ver y comprobar cómo iba a ter-
minar esta brutal y absurda escena? ¿O debía detenerse para evitar que el persona-
je se reventara los sesos? Cada uno decidía, de manera bastante refleja e intuitiva,
mostrando al mismo tiempo a los espectadores de la escena sus propias creencias
sobre el arte y la relación de éste con la vida.
Tomemos ahora otro ejemplo de Cardiff & Miller, Opera for a Small Room, en
la que han reconstruido la habitación de un melómano, con cajas de discos, luces,
tocadiscos por todas partes. Oímos música y la voz melancólica de un hombre que
parece la comenta y la asocia con una vieja historia de amor. Un complejo sistema
multicanal de audio y luces crea a nuestro alrededor una atmósfera que, a veces,
parece querer involucrarnos en esa historia, como si nos invitara a compartir los
sentimientos del personaje. Sin embargo, en otro momento escuchamos un numero-
so público a nuestro alrededor, como si estuviéramos asistiendo a un concierto. La
voz desgarrada, algunas canciones románticas y el sonido de una locomotora cru-
zando nuestro espacio, sugieren claramente un final trágico de la historia. Pero la
situación se vuelve molesta cuando el público, del que parecemos formar parte,
empieza a contar a coro hasta diez, como adelantando burlonamente el triste final.
La obra invita a identificarse con la historia al mismo tiempo que hace ironía de ella,
de tal modo que el espectador, con la distancia, pueda tomar conciencia, como
comenta Jones, del “complejo cultural y psicológico evocado por el siempre media-
do sonido del Hi-Fi”, poner en cuestión el espacio fragmentado mediante el cual el
sujeto desarrollaba sus valores en esa época y “revelar cómo de artificial era esta
segmentación sonora” (Jones, op. cit, pg. 32).
Figure 1: J. Cardiff & G. B. Miller, “Opera for a small room”, 2005, MACBA, 2007, ©
Photo: Lisbeth Salas
Como hemos visto con el último ejemplo, la noción de sensorium es una herra-
mienta interesante para explicar la comunicación entre el arte y la sociedad. Como
es conocido, esta relación es tan problemática que la mayoría de las teorías la han
simplificado reduciéndola a una de las dos direcciones posibles, o bien el arte
influencia la sociedad o bien ésta contextualiza el significado de la obra. De mane-
ra muy básica, podríamos empezar con el siguiente esquema. En el primer caso, las
teorías que defienden la soberanía del arte acostumbran a caer en una de ambas
alternativas posibles: o bien el significado de la obra es crítico, negativo, es decir,
no tiene significado (teorías formalistas o negativas como la adorniana) o bien no
pueden explicar cómo se generaliza la experiencia estética individual de una obra
al ámbito social (teorías deconstructivistas y buena de la crítica de arte contempo-
ráneo). En el segundo caso, cuando se hace referencia a contextos para entender el
significado de una obra, entonces caen en uno u otro de los siguientes problemas: o
bien sólo pueden reconstruir la aportación de una obra en contextos históricos, es
decir, cuando la novedad ya ha sido asumida socialmente (teoría hermenéutica, his-
toricista), o bien aquello que se toma como el significado de una obra no es real-
mente ninguna aportación por parte de ésta (teoría sociológica).
como decir que los espectadores que no hayan leído estos ensayos no pueden acce-
der correctamente a tales obras. No se refiere, por ejemplo, a que sea necesario tener
conocimientos mínimos de historia e iconografía para tener una experiencia satis-
factoria de los mosaicos de Santa María de Torcello, o que sea necesario tener
nociones de la teoría del inconsciente para comprender una obra surrealista, o cono-
cer aspectos de la vida de Felix González-Torres para interpretar Untitled (Perfect
Lovers). Es cierto que el arte se disfruta mejor si se tiene acceso a algunos datos
específicos relacionados con ellas.
El problema de la teoría de Jones consiste en esto: los efectos de las obras actua-
les sólo cobran sentido en el espectador si éste es capaz de evocar a través de ellas
las relaciones ideológicas, que, en realidad, sólo un análisis histórico-genético como
el desarrollado por ella –y que Foucault inició- puede descubrir. Todavía más: para
que la obra, por ejemplo, Opera for a Small Room, sea comunicativa, no sólo se
debería conocer los resultados del análisis, sino que, puesto que no los enuncia,
éstos deberían ser verdaderos, deberían poderse presuponer como una experiencia
segura en todos los sujetos. La teoría de Jones incurre, pues, en una paradoja de
carácter epistemológico, según la cual, para poder experimentar correctamente
algunos fenómenos artísticos, es necesario conocer su propia teoría social y que
además ésta sea correcta. Veamos a continuación cómo este problema, de carácter
epistemológico, acarrea además consecuencias pragmáticas.
Recapitulación
7 No es este el lugar de fundamentar con profundidad las categorías estéticas (de corte kantiano) que
aquí presento. Remito a mi tesis doctoral, capítulos III-VI, publicada en
http://www.tesisenxarxa.net/TESIS_UAB/AVAILABLE/TDX-0117107-150402. Para una argumenta-
ción resumida, véase mi artículo “Historicidad y universalidad de la experiencia estética”, en Daimon.
Revista de filosofía, primavera de 2008.
tiene por qué hacer referencia a nada. De este tipo de obras hemos aprendido a lo
largo del siglo XX que la noción de autonomía artística incluye una independencia
–aunque no indiferencia- de lo representado o narrado.
Por muy profunda que sea la impresión que nos cause una obra, la autonomía
propia de la percepción estética la desvincula de una relación unívoca con su entor-
no. No podemos remitir a un contexto social, a un documento del artista o a cual-
quier otra prueba para podernos persuadir de la clave exacta y correcta para inter-
pretar el sentido de una obra. Comparada con un objeto cotidiano, la obra posee una
irreducible ambigüedad. Opera for a Small Room de Cardiff & Miller hace referen-
cia a valores sociales y estéticos como los del auge de la música de estudio, la fide-
lidad al sonido ideal, la tecnología y el sujeto íntegro, completo, que acoge esta
experiencia de manera intelectual. Pero, evidentemente, su significado no se redu-
ce a esto. Hay elementos que desorientan al espectador y rompen esa asociación de
ideas para producir una reflexión en el receptor que va más allá de lo que la misma
obra narra o representa. ¿Cómo se produce, pues, el efecto de la obra sobre el espec-
tador?
Puesto que la percepción estética no permite considerar la obra como el signo
de un significado, el mismo espectador se ve obligado a intervenir y buscar o pro-
ducir por sí mismo un contexto que pueda dotar de significado a esa obra. Esta bús-
queda puede concretarse de manera casi implícita, intuitiva o automática. Por ejem-
plo, cuando nos encontramos frente a Marilyn Monroe de Warhol y evocamos la
voluntad de dar valor estético a imágenes de la cultura popular, la utilización de la
reproducción en serie y el hito de la actriz norteamericana. O también, cuando remi-
timos, mediante la obra de Masaccio, sin pensar apenas en ello, a una teoría cientí-
fica de la perspectiva y a la recuperación de un contexto histórico-cultural concre-
to.
Se puede describir la búsqueda de un contexto para la obra de arte de la mane-
ra siguiente. En la medida en que, al comienzo de la percepción estética, la obra ha
sido separada de cualquier asociación directa con momentos de la vida cotidiana,
tanto sus aspectos formales como su contenido explícito (narrativo, representativo,
etc.) pasan a ser elementos con los que jugamos libremente con la imaginación; este
juego con los atributos sensibles de la obra se asocian, mediante nuestras capacida-
des intelectivas, con ideas de carácter general (el poder, la muerte, la culpa, etc),
contextos históricos y culturales, etc.
Kant llamó a esta actividad reflexión estética. No se refería tanto a un pensa-
miento discursivo explícitamente consciente, como reflexión de un tratado o de una
crítica de arte; sino más bien a la actividad, que es conducida autónomamente por
el sujeto, de búsqueda de ideas (o contextos) generales con los que asociar los dife-
rentes elementos sensibles de la obra. Al establecer un punto general desde el cual
ofrecer un espacio de sentido para la obra, en el proceso de la experiencia estética
el sujeto está retrotrayendo la mirada hacia una manera de ver las cosas, hacia una
manera de entender el mundo o una parte del mismo. Excepto cuando una obra nos
deja indiferentes, es decir, ni la percibimos como arte, todas las obras nos obligan a
evocar una manera de mirarlas, de entenderlas, una perspectiva cognitiva. Cuanto
más familiar nos resulta una obra, más sencilla nos resulta esta actividad y más
ideas, contextos y conocimientos podemos incluir en la construcción de esta pers-
pectiva cognitiva. Cuanto más extraña nos resulta, más desorientada se encuentra
nuestra percepción, puesto que no sabemos desde qué punto de vista se debe orien-
tar.
Es importante destacar que, mediante la reflexión estética, no se obtiene un sig-
nificado para la obra como el que asociamos a los objetos cotidianos. Es decir, la
reflexión estética no concluye que la obra de arte se refiera a este o a aquel signifi-
cado. Mediante la reflexión estética se adopta, de manera más o menos concreta,
una manera de percibir el mundo y de enfrentarse a él. En este sentido, una obra se
diferencia de los objetos decorativos al remitir a una idea, a un contexto ora intelec-
tual, ora cultural, etc; y se diferencia de los discursos teóricos al implicar a su públi-
co de manera sensible, es decir, corporal. La obra adquiere, con la combinación de
su efecto sensible y de su interés intelectual, un efecto dramático, accionista; es una
toma de posición que es vivida corporalmente por el receptor de la obra. Esto indi-
ca que tanto puede enfrentarse a una serie de ideas o discursos como consolidarlos
o, mejor dicho, se enfrenta a unos mientras defiende a otros. Su efecto depende de
su capacidad de generar una dirección u otra en la reflexión, capacidad que, como
ya hemos explicado, no se basará tanto en la contundencia o amabilidad de sus ele-
mentos materiales como en la implicación que éstos tengan en la construcción de
un posicionamiento frente a las cosas.
El aspecto sensitivo-afectivo y el aspecto intelectual de una obra no correspon-
den recíprocamente a las categorías de forma y contenido (narrativo o representa-
do); a veces, la forma tiene un interés intelectual, mientras que el segundo no ofre-
ce elementos para la reflexión. Según mi opinión, una obra gana su máximo atrac-
tivo, no cuando ambos aspectos están bien conseguidos, sino sobre todo cuando son
(prácticamente) indiscernibles. Es cierto que durante el siglo XX ha habido una
fuerte lucha contra la esclavitud de muchas prácticas formales que dominaban el
arte, señalando hacia la inmaterialidad del arte y construyendo el concepto de arte
conceptual. Sin embargo, algo de genuinamente intuitivo (es decir, sensible) perma-
nece en estas prácticas: precisamente, que son fenómenos que han ocurrido en un
espacio y un tiempo, aunque no hayan podido no dejar rastro alguno después. Esta
indisociable relación con una forma sensible, que a veces tenemos que recrear con
la imaginación, es lo que hace que una obra tenga siempre una relación con el gusto,
es decir, la sensibilidad estética. A menudo, Kant parece explicar el gusto en virtud
de los elementos formales (sensibles) con los que la imaginación juega, pero tam-
bién en virtud de que estos elementos “vivifican las facultades”, generan ideas esté-
ticas y dan que pensar (Kant §10 B37; §49 B192). Si tratamos de ilustrar esto con,
por ejemplo, Opera for a Small Room, elementos formales como la calidad del soni-
do se convierten en valores sobre los que reflexionamos, mientras que elementos
narrativos, al entrar en contradicción, producen una experiencia paradójica que es
vivida sensiblemente. En The Killing Machine, elementos sensibles como la bola de
discoteca, los compases de música rock y la manta color púrpura son percibidos
como elementos irónicos que motivan una distancia y una reflexión sobre la obra.
De este modo, observamos que los efectos formales construyen el sentido de la
obra, mientras que los elementos narrativos son los que construyen su forma estéti-
ca.
He presentado muy brevemente una perspectiva fenomenológica sobre el arte
con dos objetivos. Llenar la laguna que obviaba la teoría post-estructuralista de
Jones con una reflexión sobre la cognición estética que no intervenga directamente
en la interpretación de las obras. Esta reflexión, sin embargo, pone el acento en la
parte sensible y deja abierto el margen de la intervención de la facultad intelectiva.
Es decir, tanto si contemplamos una puesta de sol, como si escuchamos la Simfonia
núm. 40 de Mozart, como si leemos un poema de Paul Celan, tanto la capacidad
sensitiva como la intelectual pueden actuar a diferentes niveles de profundidad,
retroalimentándose la una a la otra en una experiencia sin término. Sin duda, cuan-
to más sabemos de una obra o de un paisaje, más somos capaces de percibir en ella
y más lejos llega la experiencia estética. Para la aproximación fenomenológica,
pues, el papel que juegan las teorías científicas, filosóficas o del arte en la experien-
cia estética no es ni el de condición de posibilidad ni irrelevante. Estas teorías pue-
den adquirir una doble función: explicar cómo se ha producido el efecto de la obra,
y añadir elementos para ampliar y profundizar su experiencia.
En una dirección, digamos, opuesta, el arte también puede desarrollar estrate-
gias para intensificar la sensación u ofrecer nuevas vivencias sensibles en el recep-
tor. Es lo que he tratado de señalar en este artículo. Con esto, el arte ahonda en la
experiencia sensible, se vuelve más carnal. A Jones le interesa esta idea porque es
índice de una de las tendencias del arte a insistir en su aspecto corporal, lo cual
involucra al sujeto, no desde su supuesta racionalidad universal, sino desde su sin-
gularidad física. De todos modos, la teoría de Jones es matizada por la aproxima-
ción fenomenológica en dos puntos importantes: primero, la experiencia estética de
una obra tecnológica no es estructuralmente diferente a una obra que no incorpore
elementos tecnológicos, a una obra tradicional. Pero, segundo, el uso del medio
puede aportar ciertas diferencias: puede utilizar de una manera específica el efecto
en la sensación para implicar al sujeto de una determinada manera y hacerle posi-
cionarse, como ser humano, frente al mundo o el tema del que trate la obra. La
intensificiación de la sensación, al hacer reaccionar corporalmente al sujeto, puede
Figure 3: J. Cardiff & G. B. Miller, “The Killing Machine”, 2007. MACBA, 2007. ©
Photo: Seber Ugarte
8 Véase la entrevista de Michael J. Holm en HOLM, J. M. y MARCUS, M. (eds), Janet Cardiff &
George Bures Miller Louisiana Contemporary, Dinamarca, Louisiana Museum of Modern Art, 2006.
Por tanto, previa a la actividad simbólica debe haber una rotura primordial, un
gesto, un corte en la continuidad homogénea del allá fuera. Este gesto sería la con-
dición de posibilidad de la división entre signo y cosa de nuestros sistemas simbó-
licos. Como es evidente, no hay acceso a este gesto, no hay posible contacto con
este movimiento en el que todavía no hay comprensión ni por tanto percepción en
el sentido riguroso del término. Pero sí que se encuentra, sin embargo, la huella de
ese corte, de ese movimiento, allí donde la multiplicidad de estímulos externos es
escindida y seleccionada para que se pueda construir de ella una capacidad percep-
tiva simbólica.
Lo característico de este gesto es que no puede ser intencionado, es incluso
“inmotivado” (Derrida), pero no absolutamente caprichoso. Esta huella originaria
“retiene la diferencia” existente en el mundo exterior, aun no ha sido aplastada por
la fuerza homogeneizadora de la abstracción conceptual. De algún modo, en esta
huella, se puede intentar rastrear un cierto tipo de origen, pero sin caer en la para-
doja del origen, es decir, se puede rastrear una huella que no indica nada, que expre-
sa “que no hay origen absoluto del sentido en general” (De la Gramatología). Ahí
tropezamos con la máquina absurda de Cardiff & Miller. Un máquina automática,
sin intención. Y una máquina verdugo sin reo, que no inscribe sobre el culpable nin-
guna culpa concreta, que se contorsiona de un lado a otro para no escribir nada. Esta
máquina es un puro gesto sin sentido, una manera de retrotaerse metafóricamente a
una especie de origen que no remite a un significado, pero que le abre la puerta de
su posibilidad. Si hay algo que la fascinación tecnológica de la obra de Cardiff &
Miller simbolizan en relación a su generación, ya no es el mito de Terminator, por
el cual la supervivencia de la humanidad peligra en manos de la tecnología. Más
bien podría indicarnos algo de signo diferente. En el origen de la culpa humana,
aquella que, según el Génesis surge de su capacidad simbólica, se encuentra ese ras-
tro de la tecnología. En el origen del hombre como ser simbólico está grabado en
láser el rastro del robot. Si hay algo que sugieren algunas formas del arte contem-
poráneo es que la tecnología parece una condición de posibilidad de la actividad
simbolizadora del hombre. Sin tecnología ya no tenemos ni lenguaje ni posibilidad
de expresar lo que es previo a él. Nacimiento y muerte, si han de ser expresados, lo
son también mediante nuestro carácter tecnológico.
No he sacado a colación la referencia a Derrida con el ánimo de descubrir al lec-
tor algo que sólo yo hubiera visto; The Killing Machine se puede gozar estéticamen-
te sin este comentario. Con esta reflexión, he intentado explicar cuál puede ser uno
de los sentidos de la obra, cual puede ser el sentido por el cual una emoción frente
a una obra de arte es humanamente tan significativa. Pero con esta reflexión, al
mismo tiempo, creo que también hemos ganado una comprensión mayor sobre los
mecanismos de la experiencia estética. Y es que, si no podemos hacer teoría del arte
sin hablar de obras concretas, cuando hablamos de algunas experiencias estéticas