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CAPÍTULO XI
I. INTRODUCCIÓN
No sólo son delitos los hechos dolosos, sino también las acciones u omisiones
cometidas con culpa excepcionalmente penadas por la ley, que el art. 2º CP denomina,
impropiamente, cuasidelitos.
Mientras el delito doloso supone la realización del tipo de injusto respectivo con
conocimiento y voluntad, en el delito culposo el sujeto no quiere cometer el hecho
previsto en el tipo —no quiere afectar el bien jurídico, ni acepta hacerlo—, pero lo
realiza por no observar el cuidado debido.
Más precisamente, los delitos culposos son aquellos en que se verifica un
resultado dañoso, producto de la falta de cuidado en que ha incurrido el sujeto
activo al ejecutar una conducta.
La incriminación de estos delitos se fundamenta en la necesidad de
protección de los bienes jurídicos. La convivencia en sociedad siempre implica
riesgos para los bienes jurídicos, los que se han acrecentado por la industrialización,
el progreso, etc., pasando a ser parte integrante de nuestra forma de vida. Por
ejemplo, pensemos en los riesgos que surgen en nuestra diaria actividad de
desplazamiento de un lugar a otro. El Derecho no puede eliminar todos esos
peligros, pues no puede prohibir todas las acciones que los generan. Pero sí puede
limitarlos y proteger los bienes jurídicos frente a aquellas acciones que sobrepasan
los límites tolerables de riesgo. A través de las normas penales que sancionan la
ejecución culposa de determinadas conductas, se impone a quienes las realizan el
deber de prestar atención a su entorno, anticipar las eventuales consecuencias de
sus acciones y determinar el modo de realizarlas en función del riesgo que de ellas
pueda surgir, adoptando los resguardos necesarios para controlar o reducir el riesgo
de daño para los bienes jurídicos.
El castigo de los delitos culposos tiene por objeto motivar a los individuos
para que en sus actuaciones empleen todo el cuidado que sea necesario para no
lesionar bienes jurídicos. De ahí, en consecuencia, que el núcleo del tipo en esta
clase de delitos consiste en una divergencia entre la acción realizada y la que
debería haber sido ejecutada, en virtud del deber de cuidado que era necesario
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Capítulo estructurado sobre la base de MIR PUIG, Santiago, Derecho penal. Parte General, 7ª
edición, BdeF, Montevideo-Buenos Aires, 2005, pp. 286-302 y RODRÍGUEZ COLLAO, Luis, Apuntes de Derecho
penal, 2005, pp. 146-150.
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común, puesto en el lugar del agente. Es decir, la existencia de una infracción del
deber de cuidado se determina de modo objetivo bajo el criterio de un sujeto
concreto puesto en el lugar del agente, con las características propias de su grupo
de pertenencia al momento de los hechos. Así, por ejemplo, se debe considerar el
cuidado que debe tener un sujeto, como médico, en una operación quirúrgica; o
como capitán de un buque, al conducir la nave a puerto, etc.
Por lo mismo, se afirma que la culpa es un concepto normativo, porque hay
que valorar los hechos conforme a la conducta que un hombre razonable y prudente
habría ejecutado. En apoyo a esta labor de valoración pueden utilizarse los
reglamentos que regulan ciertas actividades como el tránsito o la práctica de
deportes, o la lex artis de la profesión de que se trate.
La configuración típica de los delitos culposos resulta análoga a la de los tipos
dolosos: hacen referencia a un sujeto activo, a una conducta, a un resultado,
eventualmente a ciertas circunstancias de tiempo o espacio, y, por último, a la culpa,
que normalmente aparece mencionada en los tipos a través de alguna de las
modalidades que ella puede revestir (básicamente, imprudencia y negligencia).
Ahora bien, el elemento conducta en los delitos culposos difiere
substancialmente de la conducta dolosa, pues en ellos la voluntad del individuo no se
dirige hacia la lesión del bien jurídico, sino que normalmente se orienta hacia la
obtención de un fin lícito. En realidad, en los delitos culposos la voluntad final del
sujeto es irrelevante, o sólo interesa en forma negativa, en el sentido que es necesario
que el sujeto no haya actuado con voluntad final de producir el resultado o de
configurar el tipo, porque eso determinaría la existencia de un delito doloso. Por lo
mismo, la conducta no aparece descrita, sino que es tipificada sólo por referencia a la
causación de un resultado, pues la infracción del deber de cuidado puede revestir
infinitas formas, las cuales son imposibles de prever por parte del legislador.
El resultado, de acuerdo con lo que ya hemos explicado, es un elemento que
no puede estar ausente en un tipo culposo. El artículo 494 Nº 10 CP contempla una
aparente excepción de este principio cuando sanciona el mero descuido de un
profesional de la salud, aun cuando no cause daño a las personas. Sin embargo, en
razón de la falta de un resultado, ese tipo es prácticamente inaplicable.
Como consecuencia de lo anterior, en los delitos culposos la relación de
causalidad es también un elemento que se entiende incorporado en el tipo y así lo ha
reconocido la jurisprudencia chilena, que normalmente recurre a la teoría de la
equivalencia de las condiciones para establecer si concurre el vínculo causal entre la
conducta que expresa la falta al deber de cuidado (el antecedente) y el resultado (la
consecuencia).
De todos modos, la imputación objetiva de ese resultado supone la
creación de un riesgo típicamente relevante que se realice en el mismo y que esté
dentro de la finalidad de protección de la norma vulnerada.
Lo primero, esto es, la creación del riesgo típico viene ya exigida por la
necesidad de infracción de la norma de cuidado. No se puede imputar un resultado
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que, aunque previsible y evitable, sea consecuencia de una actuación que cumpla
con las normas del deber de cuidado.
En cuanto a los demás requisitos, puede afirmarse que a pesar de la
infracción de la norma de cuidado, el resultado no es objetivamente imputable
cuando:
— El resultado no era objetivamente previsible.
— El resultado, aunque previsible, era objetivamente inevitable para cualquiera
en la posición del agente.
— El resultado no tiene nada que ver con la infracción cometida.
Por otra parte, la doctrina concuerda en que las causales de justificación, las
causales de inimputabilidad y las causales de inexigibilidad que contempla el
Código son aplicables a los delitos culposos.
En relación con los sujetos, la particularidad en los delitos culposos estriba en
que sólo puede ser sujeto activo o autor quien realice directamente la conducta
delictiva. Son inaplicables a su respecto las normas sobre autoría mediata y coautoría.
Tampoco cabe hablar de participación, en cuanto es inconcebible en un cuasidelito el
“concurso de voluntades para producir el hecho punible” (principio de convergencia).
Aunque sí es punible el encubrimiento, que en realidad es un delito autónomo y no
una forma de participación.
En todo caso, nada impide que varias personas incurran en delito culposo a raíz
de un mismo acto ejecutado en conjunto, pero para que cada uno de ellos pueda ser
sancionado es necesario que haya infringido con su propia actuación el cuidado que
debía observar en la situación concreta.
Tampoco son punibles las etapas de desarrollo del delito anteriores a la
consumación (tentativa o delito frustrado), pues en esas modalidades de
ejecución imperfecta es indispensable que concurra la intención criminal o
resolución de consumar el delito, intención que no existe en los delitos culposos.
Por último, en el ámbito de los delitos culposos son aplicables las reglas sobre
concursos. Así, por ejemplo, la comisión por una misma persona de dos o más
hechos culposos, o de uno culposo y otro doloso, da lugar al concurso real o material
de delitos. También tiene cabida el concurso ideal, como sucede en todos aquellos
casos en que se configura un delito preterintencional. Lo que no puede tener cabida
es el concurso medial, porque los cuasidelitos son incompatibles con la exigencia de
que uno de los hechos sea medio necesario para la comisión de otro.
EJERCICIOS:
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