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CAMILO MACCISE
100 FICHAS
Monte Carmelo
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Este libro es parte de una colección titulada Para aprender y enseñar. Su finalidad es
presentar en forma pedagógica los diversos aspectos de la vida religiosa a la que pertenecen
un millón de fieles de la Iglesia católica. Esta dividido en diez grandes temas cada uno con
diez fichas de dos páginas. Se habla en ellas sucesivamente de la historia de la vida
consagrada, de sus fundamentos bíblicos, de la consagración, de los votos, de la vida fraterna
en comunidad, de la misión de la vida consagrada, de la formación de sus miembros, de la
espiritualidad, de los aspectos jurídicos y de los nuevos desafíos que se presentan para este
estilo de vida dentro de la Iglesia. Es un libro muy útil no sólo para la formación de los
candidatos a la vida consagrada sino también para quienes quieran conocerla en forma
sintética, clara y actualizada.
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I
HISTORIA
La vida consagrada no es un fenómeno exclusivamente cristiano o católico, sino antropológico-religioso.
Formas de vida religiosa se encuentran también, aunque numéricamente inferiores, en otras confesiones
cristianas y en otras religiones. Manifiestan que en el fondo de cada persona humana hay una tendencia
irrefrenable hacia lo “santo”, hacia el “misterio”; una búsqueda apasionada de Dios; un anhelo de vivir valores
de la persona humana como la simplicidad y la austeridad, la centralidad de la relación y el encuentro con lo
“santo”, la misericordia y la no-violencia, la moderación y el recogimiento, la armonía con el cosmos y la vida
comunitaria. Esos grupos minoritarios ejercen una función simbólica, crítica y transformadora para el resto de
la sociedad. El fenómeno religioso-antropológico de la vida consagrada surgió con mucha fuerza en el
cristianismo. La vida consagrada en el cristianismo está caracterizada por una manera original de ser y de
caminar en el seguimiento de Jesús. Diversas formas de vida consagrada han aparecido a lo largo de la historia
de la Iglesia para responder a nuevos desafíos socio-culturales y eclesiales.
1. Evolución histórica
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de la cruz se experimenta la gratuidad del amor y, al mismo tiempo, se hace posible la
fecundidad espiritual.
Hasta mitad del s. III, los ascetas y las vírgenes no hacían un compromiso público de su
estado de vida. Basta su decisión personal que indirectamente implicaba un voto o una
promesa de celibato. Seguían viviendo en sus familias. Si bien no vivían en comunidades,
eran conocidas y reconocidas por los cristianos en sus iglesias locales. En ellas se les daba un
puesto especial. Más adelante algunos padres de la Iglesia las exhortan a vivir en comunidad.
Su compromiso, visto como desposorio espiritual con Cristo traía consigo la convicción de
que se trataba de un compromiso de fidelidad para toda la vida. Es en el s. IV cuando se
generaliza un rito litúrgico de consagración de vírgenes. En él se expresa el hecho de que las
vírgenes han sido llamadas a realizar, más allá de la unión conyugal, el vínculo esponsal con
Cristo. En el momento en el que comienza a realizarse de manera oficial y pública el rito de
la consagración de las vírgenes el monacato se extiende y atrae a los monasterios a los ascetas
y a las vírgenes. De este modo desaparece paulatinamente la virginidad consagrada en medio
del mundo hasta que vuelve a restablecerse después del Vaticano II.
La exhortación apostólica posconciliar Vita consecrata hace mención del antiguo Orden
de las vírgenes, “testimoniado en las comunidades cristianas desde los tiempos apostólicos”.
Ellas, “consagradas por el obispo diocesano, asumen un vínculo especial con la Iglesia, a
cuyo servicio se dedican, aun permaneciendo en el mundo. Solas o asociadas, constituyen una
especial imagen escatológica de la esposa celeste y de la vida futura, cuando finalmente la
Iglesia viva en plenitud el amor de Cristo esposo” (VC 7).
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2. La vida eremítica
El desierto como lugar y como categoría espiritual atrajo desde el principio a un buen
número de cristianos deseosos de una vida ascética y de contemplación y con una perspectiva
escatológica que subrayaba el hecho de que el ser humano es peregrino y no tiene una ciudad
permanente sino que espera la futura (Heb 13,14). Algunos habían ido al desierto también en
tiempos de persecución, pero fue sobre todo en el momento en el que el Edicto de
Constantino en 313 y el reconocimiento oficial del cristianismo como religión de estado, en
380, hecho por Teodosio, cuando el eremitismo adquirió proporciones muy amplias. Muchos
cristianos abandonan las ciudades con el deseo de vivir su fe de forma más radical. Quieren
imitar también la experiencia de desierto realizada por Cristo quien se retiraba a lugares
solitarios para orar (Lc 6,12). Es una reacción a un cristianismo masivo que había perdido su
fuerza espiritual de los principios. Influyen también en este movimiento las corrientes
dualistas y gnósticas. Las primeras separan lo material de lo espiritual; el alma del cuerpo al
que consideran su cárcel. El gnosticismo, por su parte, amplía y desarrolla esa división
distinguiendo el mundo espiritual del mundo material. Este último es intrínsecamente malo
por ser fruto de la degradación de un ser divino. Los seres humanos se dividen en tres
categorías: los hílicos o materiales, los psíquicos y los gnósticos o espirituales. Solamente
éstos poseen un elemento divino que busca separarse de la materia para unirse con la
divinidad. Los ermitaños buscan abandonar la ciudad considerada como lugar de perdición.
El primer ermitaño en sentido estricto, según S. Jerónimo, fue san Pablo de Tebas (+ 347).
La experiencia más conocida fue la de San Antonio Abad (250-346). Las palabras de Jesús:
“Si quieres ser prefecto, ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres” (Mt 19,21), lo deciden a
abandonar todo y a entregarse a la vida ascética. Más adelante, de acuerdo con la mentalidad
de la época, va al desierto, considerado como lugar de la presencia demoníaca. Vive esa vida
de rigor y de renuncia durante veinte años. Al final de ese período, con la experiencia
adquirida, se hace capaz de dirigir y orientar a otros. Su ejemplo influye fuertemente en
quienes lo conocieron o conocieron su vida. Muchos hombres y mujeres van a los desiertos
de Tebaida para seguir su ejemplo y para combatir al demonio en la soledad, dedicados a la
oración y a la ascesis meditando la palabra de Dios, ocupados en el trabajo manual y viviendo
la esperanza del encuentro con el Señor. Esta vida se expresó en diversos estilos, en
ocasiones un tanto extraños, como el de los “estilitas” que vivían habitualmente sobre una
columna o los “reclusos” que se encerraban en cuevas o casas y allí vivían de por vida o
durante un cierto tiempo sin salir. Otros se sometían a grandes vigilias para dormir poco y
contar con más tiempo para alabar a Dios.
El hecho de vivir aislados ocasionó algunas veces excesos y actitudes absurdas por la
carencia de un discernimiento hecho con otros para confrontar las aspiraciones ascéticas con
las exigencias evangélicas. A ello hay que añadir el hecho de no tener ocasión de practicar la
caridad fraterna que supone al menos la presencia de otra persona. Igualmente la dificultad
para superar un cierto orgullo espiritual o, por el contrario, el hastío que la vida solitaria trae
para el anacoreta. Por este motivo, los ermitaños comienzan a agruparse para formar una
especie de comunidad. En ocasiones, dos o tres viven juntos. Otro dato importante es que
acuden a ermitaños más antiguos y con una larga experiencia para dejarse guiar por ellos.
Los sábados o domingos se reunían para participar en la eucaristía y escuchar una instrucción
espiritual. Con san Hilarión (291-371) el eremitismo pasó de Egipto a Palestina. Él conoció a
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Antonio Abad y más adelante estableció la vida eremítica en el desierto de Farán, en Judea.
Lo hizo con una modalidad especial: agrupó a los ermitaños en una especie de pequeñas
colonias de celdas que se llamaron lauras. El ideal eremítico oriental pasó a Occidente ya en
el s. IV y se extendió especialmente en Italia y en Francia. Muchas veces los ermitaños se
agrupan alrededor de un ermitaño reconocido como maestro y guía espiritual.
El eremitismo puso de relieve los valores de la espiritualidad del desierto que vive la
convicción profunda de que somos extranjeros y peregrinos en este mundo y que lo
importante es vivir total y conscientemente en la presencia de Dios, fuente de libertad y
serenidad. Esta espiritualidad dejó su huella en otras formas de vida consagrada y también en
la vida cristiana. Las sentencias o apotegmas de los padres y madres del desierto han
alimentado los caminos de la espiritualidad cristiana. En ella se da la tensión entre la
necesidad de estar con otras personas para practicar la comunión y el de la libertad para
dejarse guiar por el Espíritu sin que eso signifique vivir fuera de la Iglesia institución. Santo
Tomás de Aquino pondrá por eso como condición habitual para abrazar la vida eremítica un
ejercicio previo de la práctica de las virtudes con la ayuda del ejemplo y corrección de los
demás, “a no ser que supla la gracia de Dios lo que en otros se alcanza por el ejercicio”
(Suma Teológica, II-II, q. 188, a. 8).
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3. La vida monástica
Casi enseguida surgió la vida cenobítica (del griego koinos bios = vida común). La
atracción que ejercían eremitas famosos fue haciendo que muchos quisieran seguirlos y
buscaran vivir cerca de ellos. Por otro lado, la vida eremítica, junto con sus aspectos positivos
fue manifestando una serie de riesgos que implicaba el vivir aislados de los demás y
aparecieron la ventajas de vivir en común con otros. Fue así como se fueron agrupando
muchos eremitas alrededor de un guía o maestro espiritual. Se tiene como ideal la comunidad
primitiva de Jerusalén descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Allí aparecen los
primeros cristianos teniendo un corazón y un alma sola y poniendo todos sus bienes en
común (Hch 4, 32-35). En los monasterios, además se comparten los carismas y los bienes
espirituales. La obediencia religiosa ayuda a superar el egoísmo; el ejemplo de los monjes es
una ayuda y un estímulo y se cuenta con la orientación espiritual. La organización permite
una vida regular en la que se equilibran la oración, el trabajo y el descanso.
Esta forma de vida consagrada recibió su estructuración con Pacomio (+ 347). Él fundó el
primer monasterio en 1323, en Egipto. Escribió una Regla que permitió conservar la unidad
entre los nueve monasterios fundados por él: siete masculinos y dos femeninos. Todos ellos
contaban con un número elevado de miembros. Más todavía, a fines del s. IV había en Egipto
entre cinco y siete mil monjes. Para Pacomio por encima de la reglamentación de la vida está
el hecho de la comunión. Pone como ejemplo la vida en común de los apóstoles con el Señor.
Con Basilio (379) y su Regla se establece una estructura teológica en el monacato oriental.
El estilo de vida se caracteriza por el equilibrio fruto del amor a Dios y al prójimo. Su
hermano Gregorio de Nisa la profundizará aún más.
Las fraternidades de s. Basilio son una síntesis entre la vida monástica eremítica de Egipto
y la vida en el mundo. Sus monasterios viven en contacto con la realidad eclesial y social.
Junto a ellos se crean escuelas, hospitales y orfelinatos. Basilio se preocupó también de
encontrar un equilibrio entre el trabajo manual y la oración y el estudio. Lentamente el
monacato se extendió. En África, s. Agustín funda un monasterio y escribe una Regla para él.
En ella establece que los cenobitas tienen como ideal formar una nueva familia reunida en el
nombre del Señor: “el fin principal para que estáis reunidos en un solo cuerpo es para que
viváis unánimes en el convento y que tengáis una sola alma y un solo corazón en Dios”
(Regla de S. Agustín, 3).
También se tiene una expansión europea de la vida monástica sobre todo por medio de S.
Benito, padre del monacato occidental. Él estableció una regla caracterizada por el equilibrio
y la discreción. Sabe mezclar el misticismo oriental con el realismo occidental. En la línea de
la espiritualidad el monacato trata de vivir los valores evangélicos desde una perspectiva
escatológica. Por este motivo la vida monástica fue descrita en la teología medieval como una
vida angélica centrada en Dios y en su alabanza; como una vida profética que recuerda a los
cristianos el proyecto de Dios y la transitoriedad de este mundo; una vida evangélica porque
tiene como norma última el seguir a Cristo según el evangelio. De este modo, la vida
monástica se convierte en paradigma de vida cristiana en la que se unen la contemplación y la
acción: “es monje quien sólo mira a Dios, quien sólo se dedica a Dios, y quien, al no querer
servir más que a Dios y estando en paz con Dios, se convierte en causa de paz para los
demás” (s. Teodoro Estudita, Pequeña catequesis, 39).
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2. Evolución histórica de la vida monástica
Los monjes supieron enfrentar los desafíos que presentaban para la sociedad los pueblos
bárbaros que invadieron el imperio romano. Los monasterios se transforman en escuela
donde se aprende a unir los valores de la antigüedad con los nuevos valores y retos que
presenta un mundo nuevo. En las abadías se superó la tentación de destruir todo lo del
pasado como también de permanecer anclados en él con sus formas caducas. Se conservó lo
positivo del pasado y se abrió la puerta al presente para forjar el futuro: una nueva sociedad.
Especialmente las abadías benedictinas estuvieron presentes activamente en el nacimiento de
Europa. “Los monjes medievales no fueron fugitivos del mundo sino que se
responsabilizaron del mundo, ofreciéndole en sus abadías un espejo en el que se pudieran
contemplar: estabilidad frente al nomadismo; la fraternidad frente a la violencia; el trabajo
frente a la ociosidad; la cultura frente a la ignorancia; el culto litúrgico frente a la
superstición” (Jesús Álvarez).
Vita consecrata, hablando de las formas de vida religiosa menciona en primer lugar la vida
monástica de Oriente y de Occidente y pone de relieve que “los monjes hoy también se
esfuerzan en conciliar armónicamente la vida interior y el trabajo en el compromiso
evangélico por la conversión de las costumbres, la obediencia, , la estabilidad y la asidua
dedicación a la meditación de la palabra (lectio divina), la celebración de la liturgia y la
oración. Los monasterios han sido y siguen siendo en el corazón de la Iglesia y del mundo, un
signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del
espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de diálogo y de cultura para la
edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de aquella celestial”
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(VC 6).
En el s. XIII la vida económica se desplazó de las zonas rurales a las ciudades que
comenzaron a desarrollarse con la emigración del campo a la ciudad. El comercio se
intensificó. El mundo feudal con sus características comienza a desmoronarse. La Iglesia
institucional permanece unida al feudalismo y eso trae consigo un fuerte anticlericalismo. No
se sabe cómo evangelizar en ese nuevo marco social.
Estos institutos nacen entre 1200 y 1250. Diversas órdenes se agrupan en esta categoría de
mendicantes: los dominicos, los franciscanos, los agustinos, los carmelitas, los mercedarios,
los servitas, los jerónimos y los mínimos. Ellos se insertan dentro un amplio abanico de
movimientos evangélicos que buscaban, a través de la pobreza y el empeño apostólico, la
renovación espiritual de la Iglesia. Un buen número de esos grupos renovadores cayó en
desviaciones e incluso en herejías. Las órdenes mendicantes responden en su estructuración a
los desafíos del cambio de época que sacude las estructuras culturales anteriores con el
nacimiento de las ciudades y de las universidades. De la cultura rural se pasa a la urbana y
crece el comercio y una economía regulada por la moneda. Se crean nuevas opresiones y el
dominio de los poderosos se hace más fuerte. Los mendicantes se ponen de parte de los
pobres y oprimidos. Esto lo hacen desde una cercanía con la gente y una movilidad para
acompañar a las personas que se desplazaban. La estabilidad monástica no era ya funcional.
Se dedican a la predicación popular y también a la enseñanza académica en las universidades.
La autonomía de las abadías se cambia por un nuevo tipo de organización que responda a las
circunstancias de un nuevo tipo de sociedad. Se estructuran en conventos, provincias y
generalato. Este garantiza la unidad y la comunión, pero sin detrimento de una subsidiaridad
y corresponsabilidad que se expresan en elecciones democráticas, en capítulos conventuales,
provinciales y generales. De la pobreza individual se pasa a la pobreza colectiva expresada en
la carencia de tierras y en la necesidad de vivir de limosnas como los pobres de la época. Los
Papas favorecieron estas órdenes religiosas y les concedieron en muchos aspectos la llamada
exención para poderlos enviar a los diversos campos misioneros del mundo. Esto les causó
graves problemas en las relaciones con los obispos y el clero secular. Se suscitaron grandes
polémicas. Como todo lo nuevo, la aparición de un nuevo estilo de vivir la consagración
religiosa provocó recelos y contradicciones. La huida del mundo había sido sustituida por la
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cercanía al pueblo; la práctica de rígidas observancias comunes se había flexibilizado a favor
de la disponibilidad para el ministerio apostólico. Hubo detractores de la vida mendicante y
también aparecieron defensores de la misma. Se les atacaba porque en cierto modo destruían
la estructura estrictamente diocesana de la organización eclesial. Con su presencia en pueblos
y ciudades ellos quitaban la presencia de muchos fieles a las iglesias y parroquias de las
diócesis porque ejercían todas las funciones pastorales y doctrinales: predicación, enseñanza
teológica, confesiones, vista a los enfermos, funerales. Eso traía consigo frecuentemente la
recepción de donaciones y testamentos con consecuencias económicas no indiferentes para el
clero diocesano. A la base de esta polémica está sin duda un modelo diverso de Iglesia.
Mientras que en el esquema tradicional en ese momento, los obispos y párrocos recibían su
poder directamente de Cristo, en la concepción de Iglesia que tienen los mendicantes, es el
Papa el que otorga esos poderes. Por tanto, al recibir ellos esos poderes que les otorga el
Sumo Pontífice no están obligados a quedar bajo el control de los obispos y de los párrocos.
Muchos jóvenes se sienten atraídos por ese nuevo radicalismo evangélico. Sobre todo el
ejemplo de s. Francisco y de s. Domingo inciden profundamente en la fuerza de atracción de
los mendicantes. El testimonio profético de dejar la seguridad de los monasterios, de sus
rentas y beneficios para ir a la periferia de las ciudades no puede dejar de sacudir la
conciencia de muchos. El hecho de no utilizar el dinero en la naciente sociedad burguesa que
debía su desarrollo y su bienestar precisamente a él, significaba ponerse fuera del sistema de
clases del sistema feudal y, al mismo tiempo, fuera de las nuevas distinciones y clases
sociales basadas en el dinero. La vida de los mendicantes propone una sociedad fraterna en la
que todos sus miembros se encuentran en el mismo plano humano y económico y viven la
solidaridad. La jerarquización de las abadías es sustituida por una fraternidad comunitaria y
por relaciones menos paternalistas. Saben también equilibrar la interpelación a la Iglesia
institucional mediante el testimonio de su vida con un profundo sentido eclesial, por su
obediencia al Papa y por su disponibilidad para anunciar el evangelio en los lugares a los que
la Iglesia los envía.
Como acaeció con la vida monástica, por diversas causas, también las órdenes mendicantes
fueron adquiriendo prestigio y, junto con él, poder en la sociedad. Se introduce un
debilitamiento de los ideales primigenios y se va cediendo a un espíritu burgués. El
crecimiento numérico de los religiosos y el aumento de las actividades apostólicas
emprendidas por ellos los llevará poco a poco a adquirir en propiedad las iglesias y los
conventos en los que viven y a adquirir otros bienes muebles e inmuebles. E incluso a través
de indultos a tener rentas y propiedades fuera de los conventos. El concilio de Trento
permitirá tener bienes inmuebles a todas las órdenes religiosas, incluso a aquellas que no
podían poseer según sus constituciones. No todos los religiosos están de acuerdo con todos
estos cambios y, por eso, surgen periódicamente movimientos de reforma y de renovación
que los preparan para enfrentar desafíos imprevistos en un mundo que vuelve a verse
envuelto en cambios sociales, políticos, económicos y religiosos.
El Vaticano II estableció claramente que la clausura papal debería mantenerse para las
monjas de vida puramente contemplativa, pero adaptada a las circunstancias de tiempos y
lugares, “suprimiendo los usos anticuados, después de oír los deseos de los mismos
monasterios” (PC 16). El Motu proprio Ecclesiae sanctae para la aplicación de los decretos
conciliares subrayó que la clausura de los monasterios era “una institución ascética
singularmente coherente con la vocación propia de las monjas, puesto que ella es signo,
protección y forma peculiar de su separación del mundo” (ES II, 16). En 1969, la Instrucción
Venite seorsum de la Congregación de religiosos, detalló minuciosamente las modificaciones
en la clausura papal antes de haber completado la consulta deseada a las monjas mismas. En
1999, una nueva Instrucción Verbi sponsa sobre la vida contemplativa y la clausura de las
monjas trató de llevar a la práctica la petición hecha en el sínodo sobre la vida consagrada
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(1994) y expresada en la exhortación postconciliar Vita consecrata de revisar la disciplina
concreta de la clausura, “en la línea del camino de renovación ya actuado a partir del concilio
Vaticano II” (VC 59). Aunque se trata de dar una justificación teológica a la clausura de las
monjas y ésta se hace un poco más flexible, continúa presente el miedo de dar mayor
responsabilidad a las mismas en cuanto a las excepciones a la ley y se sigue considerando
que las monjas necesitan un control de parte de la autoridad eclesiástica que no se pide a los
monjes contemplativos. Faltó también consultar a las monjas a nivel universal.
El s. XVI marca el inicio de una nueva era. Entre otras cosas, el descubrimiento de América y
la evolución del pensamiento caracterizado por un humanismo, un sentido nuevo de la
conciencia y de la libertad. Se toma conciencia de los valores del pasado y comienza el
renacimiento. Al mismo tiempo, la imprenta difunde nuevas ideas. En la Iglesia aparece un
deseo de retomar los valores evangélicos para una renovación en profundidad frente a la
tendencia conservadora que busca proteger lo que se tiene con una actitud defensiva frente a
todo lo nuevo. Se vuelve a proclamar la necesidad de “una reforma en la cabeza y en los
miembros” Crece la conciencia crítica en la sociedad y se da la reforma protestante que
divide la cristiandad. Las viejas órdenes conocen en su seno movimientos de reforma que
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anunciarán el evangelio en América.
Nueve son las órdenes de Clérigos regulares, todas nacidas en el s. XVI: Teatinos, Clérigos
regulares del Buen Jesús, Barnabitas, Somascos, Jesuitas, Camilianos, Clérigos regulares de
la Madre de Dios, Clérigos regulares menores, Escolapios. Unas se dedican a la atención a
los enfermos. Junto con los Clérigos regulares, ministros de los enfermos (Camilianos),
fundados por s. Camilo de Lelis, nos encontramos a los Hermanos hospitalarios de S. Juan de
Dios. Los Estados no tenían la capacidad de salir al encuentro de tantos enfermos, fruto de la
miseria y de la marginación. Surge entonces el carisma de la hospitalidad suscitado por el
Espíritu. Otras se dedican también por un carisma especial a la enseñanza de la niñez y de
la juventud para ayudar a superar la ignorancia, causa de errores, de pobreza y de pérdida de
la dignidad humana. Entre las congregaciones de Clérigos regulares descuella la Compañía
de Jesús, fundada por s. Ignacio de Loyola (+ 1556). Los jesuitas crecen en poco tiempo en
número y calidad. Se hacen presentes en las más diversas circunstancias para enfrentar toda
clase de desafíos. Se dedican a misiones rurales, educan en escuelas y universidades, trabajan
en las misiones de América, dialogan con otras culturas y religiones.
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En el s. XVII y XVIII aparecen nuevas congregaciones religiosas apostólicas, que en su
estructura interna prosiguen la inspiración de las órdenes religiosas del s. XVI. Son una
prolongación y desarrollo de éstas con la introducción de nuevos elementos. Se orientan,
sobre todo, a las dos grandes necesidades del momento: la evangelización del campo, la
formación del clero y la educación de la juventud. También surgen congregaciones laicales:
hermanos de las escuelas cristianas, y congregaciones clericales como los pasionistas y
redentoristas que se preocupan especialmente por las misiones populares y rurales. En los
siglos XVII y XVIII se fundaron también más de treinta congregaciones religiosas femeninas
que se consagraron de modo particular a la enseñanza y a diversas formas de beneficencia.
Especialmente rico en nacimientos de congregaciones religiosas masculinas y femeninas fue
el s. XIX.
Protagonistas del trabajo misionero fueron los religiosos. A ellos se debe también la
fundación de la Congregación de Propaganda Fide (1622), organismo de la Curia romana
para la propagación de la fe cristiana entre los que no habían recibido aún el primer anuncio
del evangelio.
Fue la Sociedad para las Misiones Extranjeras de París la que inició una nueva etapa en la
historia moderna de las misiones. Hasta el s. XVII las misiones dependían en gran parte de
los patronatos español y portugués. La Congregación de Propaganda Fide buscó misioneros
seculares para librarse de los obstáculos de esos patronatos y de los numerosos privilegios
que tenían las grandes Ordenes en los territorios misioneros y que hacía prevalecer sobre sus
vicarios apostólicos. Estos misioneros estarían libres del dominio de los patronatos y podrían
dedicarse a la fundación de las iglesias locales y a dotarlas de clero nativo. Fue entonces
cuando Francia ofreció esos primeros misioneros “seculares” dispuestos a llevar adelante l os
proyectos de Propaganda Fide y bajo su directa dependencia por medio de los vicarios
apostólicos. Por otro lado, al verse privados estos misioneros del apoyo económico de los
patronatos español y portugués tuvieron que buscar el apoyo económico y político de Francia.
Otra forma de vida consagrada que se extendió en la primera mitad del s. XX ha sido la de
los Institutos seculares, aprobados en el pontificado de Pío XII, en 1947. Son asociaciones de
fieles (clérigos y laicos) que, a través de la vida consagrada, tienden a la perfección de la vida
cristiana en el mundo y se empeñan a contribuir a la santificación del mundo actuando en
medio de él. Los miembros de estos institutos siguen viviendo en sus condiciones seculares,
profesionales y familiares o viven también en pequeñas comunidades como punto de partida
y de referencia de su presencia en el mundo. Sus características son: la consagración, es decir,
el compromiso de vivir según los consejos evangélicos, la secularidad, como presencia en el
mundo, el apostolado como testimonio misionero en el mundo y el vínculo, estable o
periódico con una comunidad. Sin hábito ni casas comunes ni instituciones propias pretenden
ser levadura y fermento en la masa del mundo.
Este modo de vivir la consagración en medio del mundo se dio en lo primeros siglos de la
Iglesia cuando vírgenes y ascetas consagrados vivían en sus casas. Este tipo de vida
desapareció cuando, a partir del s. IV, se estableció la vida monástica en comunidades o
monasterios. En el s. XVI hay un intento de volver a iniciar este estilo de consagración en el
mundo. Lo trata de organizar s. Ángela de Merecí que funda la Compañía de Santa Úrsula
para jóvenes mujeres que se comprometían mediante un firme propósito a vivir la virginidad
y desempeñaban servicios apostólicos viviendo en su ambiente ordinario y sin ningún
distintivo particular. En las estructuras sociales y eclesiales de la época resultaba difícil llevar
adelante un proyecto como éste. Por eso, a la muerte de s. Ángela, sus seguidoras fueron
obligadas a organizarse en una vida conventual. En los siglos XVIII y XIX no faltaron
algunos movimientos en la línea de los institutos seculares para suplir la vida y el apostolado
de los religiosos perseguidos o suprimidos por los gobiernos anticristianos. Algunos de ellos,
al pedir la aprobación de la autoridad eclesiástica fueron aprobados como congregaciones
religiosas. Fue en s. XX cuando ya pudieron delinearse las características de los Institutos
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seculares y se dio su aprobación definitiva. Fue un proceso lento. Primero se prohibió que las
asociaciones que vivían según las características de los Institutos religiosos pudieran llamarse
congregaciones religiosas. Más adelante, el Código de derecho canónico de 1917, excluye del
llamado “estado de perfección” a las asociaciones que no tienen vida común. No fue sino
hasta 1947 cuando, a la luz de varias experiencias seguidas de cerca por la Santa Sede, Pío
XII promulgó la constitución apostólica Provida mater ecclesia, que es considerada como la
“carta magna” de los institutos seculares. En ese documento y en otros dos inmediatamente
posteriores se reconoce la posibilidad que haya personas que se consagran totalmente a Dios
y, sin embargo, permanecen en el mundo y viven en armonía su consagración y su carácter
secular. Son al mismo tiempo laicos y consagrados a Dios en el mundo.
Además de los institutos seculares laicales existen institutos seculares sacerdotales que,
como es de suponer, tienen características particulares como la de ejercer su servicio
apostólico no con una acción directa e inmediata en el orden temporal sino con su acción
ministerial y mediante su función de educador en la fe. Ellos a pesar de su consagración
siguen conservando su relación con la diócesis en la que están incardinados. En ella tiene la
misión de ayudar a comprender la importancia de la relación con la realidad del mundo para
participar de sus gozos y esperanzas, tristezas y angustias y para trabajar por el reino de Dios
en el corazón del mundo (cf GS 1). El Código de derecho canónico deja claramente asentado
este estilo peculiar de vivir la vida sacerdotal y sus limitaciones jurídicas: “los miembros
clérigos, por el testimonio de la vida consagrada, ayudan sobre todo a sus hermanos en el
presbiterio con peculiar caridad apostólica, y realizan en el pueblo de Dios la santificación
del mundo, a través de su ministerio sagrado ... Los miembros clérigos incardinados en la
diócesis dependen del obispo diocesano, quedando a salvo lo que se refiere a la vida
consagrada en el propio instituto” (can 713,3 y 714,1).
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Vita consecrata presenta, como en una síntesis, la experiencia, la reflexión y la normativa
de los institutos seculares cuando, afirma, entre otras cosas, que quienes pertenecen a ellos
“quieren vivir la consagración a Dios en el mundo mediante la profesión de los consejos
evangélicos en el contexto de las estructuras temporales, para ser así levadura de sabiduría y
testigos de gracia dentro de la vida cultural, económica y política. Mediante la síntesis, propia
de ellos, de secularidad y consagración, tratan de introducir en la sociedad las energías
nuevas del reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las
bienaventuranzas” (VC 10).
Las sociedades de vida apostólica “buscan, con un estilo propio, un específico fin
apostólico o misionero. En muchas de ellas, con vínculos sagrados reconocidos oficialmente
por la Iglesia, se asumen expresamente los consejos evangélicos. Sin embargo, incluso en
este caso la peculiaridad de su consagración las distingue de los Institutos religiosos y de los
Institutos seculares. Se debe salvaguardar y promover la peculiaridad de esta forma de vida,
que en el curso de los últimos siglos ha producido tantos frutos de santidad y apostolado,
especialmente en el campo de la caridad y en la difusión misionera del evangelio” (VC 11).
El canon 731 presenta a las sociedades de vida apostólica como agrupaciones que se
asemejan a los institutos de vida consagrada. Sus miembros, “sin votos religiosos, buscan el
fin apostólico propio de la sociedad y, llevando vida fraterna en común, según el propio
modo de vida, aspiran a la perfección de la caridad por la observancia de las constituciones.
Entre éstas existen sociedades cuyos miembros abrazan los consejos evangélicos mediante un
vínculo determinado por las constituciones”.
Un análisis de la identidad de estas sociedades hace descubrir en ellas tres aspectos básicos:
su dedicación plena al apostolado, su secularidad y su incardinación diocesana. El primer
elemento se encuentra ya expresado en el nombre mismo de sociedades de vida apostólica.
Nacieron precisamente para el apostolado; para salir al encuentro de las necesidades de la
evangelización en el contexto eclesial y social de la época. Todo lo que constituye su vida se
orienta al servicio apostólico: la vida comunitaria, la oración, la organización expresada en su
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legislación. La secularidad significa que sus miembros, en las sociedades masculinas
clericales viven como sacerdotes diocesanos, es decir, sin una consagración pública hecha
mediante los votos. La incardinación diocesana estuvo presente desde los principios de las
sociedades de vida apostólica, si bien, para lo que se refiere a la vida interna y a la disciplina
de la sociedad sus miembros están sujetos a sus propios Moderadores (can. 738, 1).
Desde el punto de vista apostólico estas sociedades salen al encuentro de los retos de los
diversos contextos socio-culturales y eclesiales: educación popular, jóvenes mujeres en
peligro, formación en los seminarios, cuidado de enfermos, formación cristiana. Algunas de
esas sociedades de vida apostólica merecen especial mención. En primer lugar los
Oratorianos, fundados por s. Felipe Neri en Roma. Él reunió a un grupo de sacerdotes
seculares en un oratorio en su casa. En 1552 decidieron llevar una vida comunitaria para
dedicarse a la oración y a un apostolado intenso. Fueron aprobados por el papa en 1575.
Influenciado por el ejemplo de los oratorianos de Italia, el cardenal Pierre de Bérulle fundó
un Oratorio en París en 1611.
En los grupos de vida consagrada como en toda realidad humana es normal el nacer, crecer
y morir y también renacer. Nacen de la percepción de una llamada de Dios y del deseo de
responder a ella. Nacen como respuesta simbólica, crítica y transformadora frente a los retos
que se van presentando en la Iglesia y en la sociedad. La vida consagrada es un fenómeno que
renace a veces de sus propias cenizas. Impresiona su vitalidad interna que se configura de
modo diverso con el pasar del tiempo. La fuerza de la vida ha hecho que se hubiera impuesto
la diversidad de expresiones de vida consagrada y, al mismo tiempo, que ésta no se hubiera
agotado en sus expresiones. También los grupos de vida consagrada mueren. Hay en ellos
una curva vital. En momentos de cambio cultural o eclesial ha habido grupos que fueron
aplastados o que desaparecieron por falta de adaptación y de creatividad. Se calcula que un
70% de los institutos de vida consagrada fundados a lo largo de la historia han desaparecido.
En la actualidad, como ya ha ocurrido en otros momentos de la historia hay institutos que
corren el riesgo de desaparecer (cf VC 63).
Hay que admitir que el Espíritu, dador de los carismas, es quien ha suscitado numerosas
formas de vida consagrada. También los acompaña en sus esfuerzos de renovación en
fidelidad al carisma original para responder a los desafíos de cada momento. “Un signo de
esta intervención divina son las llamadas nuevas fundaciones, con características en cierto
modo originales respecto a las tradicionales” (VC 62). El sínodo sobre la vida consagrada
(1994) mencionó el fenómeno de las nuevas formas de vida consagrada. “En muchos casos se
trata de Institutos semejantes a los ya existentes, pero nacidos de nuevos impulsos espirituales
y apostólicos. Su vitalidad debe ser discernida por la autoridad de la Iglesia, a la que
corresponde realizar los necesarios exámenes tanto para probar la autenticidad de la finalidad
que los ha inspirado, como para evitar la excesiva multiplicación de instituciones análogas
entre sí, con el consiguiente riesgo de una nociva fragmentación en grupos demasiado
pequeños. En otros casos se trata de experiencias originales, que están buscando una
identidad propia en la Iglesia y esperan ser reconocidas oficialmente por la Sede apostólica,
única autoridad a la que compete el juicio último” (VC 12).
Vita consecrata exige como principio fundamental que tales comunidades para ser
catalogadas como de vida consagrada estén fundadas en los elementos esenciales, teológicos
y canónicos que son característicos de esta vida.. Por eso no pueden ser comprendidos en la
categoría específica de vida consagrada aquellas formas de compromiso que algunos
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cónyuges cristianos asumen en asociaciones o movimientos eclesiales “cuando, deseando
llevar a la perfección de la caridad su amor ‘como consagrado’ ya en el sacramento del
matrimonio, confirman con un voto el deber de la castidad propia de la vida conyugal y, sin
descuidar sus deberes para con los hijos, profesan la pobreza y la obediencia” (VC 62).
21
II
A lo largo de la historia las personas consagradas han tratado de iluminar los orígenes de su vocación y su
sentido a la luz de la palabra de Dios, leída a la luz de la exégesis de la época. En la actualidad se sigue
buscando un fundamento bíblico a la vida religiosa, pero de acuerdo con los avances en el campo de la
interpretación de la Biblia. Igualmente, se ha procurado profundizar en el sentido y en las implicaciones de la
vida consagrada desde la perspectiva teológica. Aquí también han sido los diversos modelos de Iglesia y las
diferentes corrientes teológicas las que han condicionado el modo de presentar la vida consagrada.
1. La perspectiva tradicional
Fue así como algunos textos bíblicos se interpretaron en el sentido de bases explícitas y
directas de los votos religiosos. De este modo se llegó a la conclusión de que bíblicamente
hablando existían dos caminos que Jesús proponía a los cristianos: el de los preceptos
(obligatorio para todos) y el de los consejos (libre y ofrecido a unos cuantos privilegiados).
Partiendo de allí se acuñó el concepto de “consejo evangélico": camino facultativo para
tender a la perfección. Hoy, en cambio, con una exégesis que busca el sentido literal y tiene
presente el contexto vital de las afirmaciones bíblicas, se ha llegado a la conclusión de que no
se encuentra en la Escritura la afirmación inmediata y explícita de la doctrina llamada de los
consejos evangélicos y de que los pasajes aducidos tradicionalmente no eran un apoyo sólido
para esa deducción. Esto no significa que la vida religiosa carezca de fundamento bíblico.
Este existe, aunque no en la forma de afirmaciones claras y explícitas como se pensó en un
tiempo. La distinción entre “camino de preceptos” y “camino de consejos” estuvo vigente
durante varios siglos en la Iglesia. Una lectura superficial de algunos textos evangélicos y un
concepto no muy claro de lo que es la perfección originaron y mantuvieron esa forma de
pensar. La llamada a la perfección, a la santidad fue considerada como signo distintivo de la
vocación a la vida religiosa.
2. La exégesis actual
La revisión de nociones y una exégesis más precisa han venido a señalar el cambio de
22
enfoque que se tiene hoy en la teología de la vida religiosa. Por una parte se ha visto qua la
vida cristiana no es otra cosa que una vida "en Cristo" y “en el Espíritu" (expresiones
paulinas), que se acoge por la fe, se expresa en la caridad y se vive en la esperanza. La
perfección evangélica consiste en el pleno desarrollo de esa vida y por tanto, todos los
cristianos están llamados a ella. Por otra parte, la dificultad aparente del texto de Mt. 19,
16-22 donde se habla de ser bueno y ser perfecto, se resuelve si tenemos presente el contexto
de todo el capítulo. En él se tratan las exigencias radicales del Reino que son para todos. La
perfección no aparece como algo extraordinario sino como el desarrollo normal de la vida
cristiana si no olvidamos la equivalencia bíblica de bueno y perfecto Todo cristiano debe
aceptar las exigencias radicales del evangelio cada vez que las circunstancias las manifiesten.
Esa es la ley de la vocación cristiana. En su cumplimiento está la perfección. Hay que estar
preparados en todos los estados de vida a la exigencia de totalidad (cf. Mt. 5, 20-30).
Estas constataciones nos piden tener un nuevo enfoque de la vida religiosa desde el punto
de vista de la perfección. No debemos considerarla como una vida que por privilegio especial
estuviera orientada a la consecución de la perfección evangélica, meta de toda vida cristiana.
La vida religiosa es más bien un modo, una forma particular de tender a lo que es obligación
y compromiso de todo discípulo de Cristo.
La vida religiosa ha surgido en la Iglesia como un carisma del Espíritu para utilidad
común. Cristo continúa presente en la Iglesia y se puede hablar de “vivir con Cristo” o de
“seguir a Cristo”. El carisma de la vida religiosa tiene como punto de partida el acentuar una
forma de “seguir a Jesús” que se dio ya en el grupo de los Doce que dejaron todo (cf. Mt. 19,
27) para formar una comunidad de vida con Jesús cooperando en su misión. En ellos aparece
un testimonio de la grandeza de Cristo y de las exigencias de plenitud del Evangelio.
Estudios exegéticos modernos han venido a cuestionar las interpretaciones de esos textos y
han acabado, por lo menos, con la total certeza y seguridad que brindaban como fundamentos
bíblicos. Creemos muy importante tener presentes las grandes líneas de la interpretación
tradicional y moderna de esos pasajes del Evangelio. Mucho se ha escrito sobre ellos en los
últimos años. Existen opiniones diversas y encontradas. Hay quienes favorecen la exégesis
antigua, aunque con otras razones, otros, en cambio, la juzgan inadmisible. Podemos concluir
que la vida religiosa tiene un fundamento bíblico. El Evangelio contiene una doctrina de
totalidad en la respuesta a las exigencias de Dios y esta doctrina aparece ilustrada por el
ejemplo de Cristo, por la vida de la comunidad apostó1ica y por el ejemplo de la comunidad
cristiana primitiva. Cristo nos da ejemplo de vida casta, pobre y obediente al servicio del
Padre y de sus hermanos y expresa así las exigencias de totalidad del Reino. El grupo de los
Doce es llamado, entre todos los discípulos de Jesús, al seguimiento físico de Él, formando
una comunidad de vida con Cristo y colaborando con Él en su misión. Este llamado exige
disponibilidad total, puesto que es una invitación a testimoniar con la vida la grandeza de
Cristo y las exigencias de plenitud del Evangelio. Vita consecrata coloca precisamente aquí
lo que podemos llamar el fundamento bíblico de la vida consagrada, cuando la presenta como
un reflejo del mismo modo de vivir de Cristo, por lo mismo “misión peculiar de la vida
23
consagrada es mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del
evangelio” (VC 33; cf 32).
El origen del seguimiento de Jesús está siempre en una experiencia que se tiene de su
persona. Todos los seguidores están llamados a hacer de él la norma de su vida, aunque lo
hagan de manera diferente. Seguir a Jesús es participar en su misión salvífica de proclamar
la Buena Noticia y de instaurar el Reino de Dios (Mt.4, 18-19). También cumplir con tres
exigencias fundamentales: relativizar los vínculos familiares (Lc.14, 26) El motivo es el
amor del Reino y de Jesús (Lc.18, 28; Mc.10, 29; Mt.19, 29). Relativizar las riquezas
(Lc.5,14,33) para demostrar que la llegada del Reino no se apoya en medios humanos sino
en la fuerza de Dios y en la disponibilidad del hombre frente a Él. Y, finalmente, llevar la
cruz (Lc. 9, 23; 14,27).
Mientras Cristo vivió hubo diversos grupos de seguidores que iban en pos de Él. En la
Iglesia, bajo la acción del Espíritu que da a la palabra de Jesús actualidad perenne han ido
apareciendo diferentes formas de concretizar el seguimiento de Jesús. La vida religiosa es una
de ellas. A semejanza del grupo de los Doce pero con su interpretación propia, trata de vivir
como Jesús y de testimoniar que en Cristo se halla la plenitud. Por eso el Concilio afirmó que
“la norma última de la vida religiosa es el seguimiento de Cristo tal como se propone en el
Evangelio” (PC 2).
En la relectura de la Biblia que, bajo la acción del Espíritu ha hecho aparecer la vida
religiosa se ha tenido siempre presente como ideal y norma, de una u otra manera a la
comunidad cristiana primitiva. Esta comunidad se describe en forma idealizada en el libro de
los Hechos de los Apóstoles 2, 42- 47; 4, 32-35 y 5, 12- 16. Allí aparece la comunidad de
Jerusalén como una comunidad en “koinonía” (comunión) y al servicio del Evangelio. La
koinonía la fundamentan en la fe común (la enseñanza de los Apóstoles); la alimentan en la
“fracción del pan” (la Eucaristía) y en la oración: la expresan en la puesta en común de los
bienes. Esa misma comunidad está al servicio del Evangelio. Era un testimonio vivo que
atraía a muchos y hacía que se fueran agregando a la Iglesia. Además del testimonio de vida,
los miembros de la Comunidad se empeñaban, principalmente los apóstoles en el anuncio de
la salvación, de la Buena Nueva.
Podemos concluir que La vida religiosa tiene un fundamento bíblico. El evangelio contiene
una doctrina de totalidad en la respuesta a las exigencias de Dios y esta doctrina aparece
ilustrada por el ejemplo de Cristo, por la vida de la comunidad apostólica y por el ejemplo de
la comunidad cristiana primitiva. Cristo nos da ejemplo de vida casta, pobre y obediente al
servicio del Padre y de sus hermanos y expresa así las exigencias de totalidad del Reino. El
grupo de los Doce es llamado, entre todos los discípulos de Jesús, al seguimiento físico de Él,
formando una comunidad de vida con Cristo y colaborando con Él en su misión. Este llamado
exige disponibilidad total, puesto que es una invitación a testimoniar con la vida la grandeza
de Cristo y las exigencias de plenitud del Evangelio.
Por su parte la comunidad cristiana primitiva lleva a la práctica la doctrina de Jesús en una
comunidad al servicio de la Palabra, del culto y de los hermanos en la comunión de la
caridad: “la muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma sola, y
ninguno tenía por propia cosa alguna, antes todo lo tenían en común” (He. 4, 32). Ahora
bien, la acción del Espíritu Santo, que continúa en la Iglesia para ayudarnos a comprender lo
que Cristo enseñó (cf. Jn. 16, 12-13) y para que podamos encarnarlo en las circunstancias
cambiantes de la historia, hizo brotar en muchos cristianos, y todavía lo hace, el deseo de
expresar en una imitación de Cristo, de los Doce y de la comunidad de Jerusalén, la respuesta
25
total a las exigencias del Reino. Podemos, por tanto, decir que la vida consagrada es la
continuación en la Iglesia de la vida de Cristo siguiéndolo de manera plena y total a imitación
del grupo apostólico y de la comunidad cristiana primitiva. Aquí, y no en textos aislados
radican los fundamentos bíblicos de la vida religiosa.
Entre los muchos textos en los cuales Pablo menciona los carismas destaca el capítulo 12 de
la 1a. Carta a los Corintios. El Apóstol describe allí con cuatro términos la realidad de los dones
que el Espíritu concede a los miembros de la Iglesia para el bien de la comunidad, es decir, al
servicio de las dimensiones que surgen de su acción.
La descripción la encontramos en el análisis de las palabras que Pablo usa para designar los
carismas. El primero de esos términos es el de pneumatiká que señala su origen. Se trata de
dones que da el Espíritu; manifestaciones de su presencia y acción (cf. 1 Cor 12,1.7). Otra
palabra usada en las cartas paulinas es la de kharismata (1 Cor 12,4). Ella subraya la gratuidad.
Se trata de dones de la gracia. Llamar a los carismas diakoniai (l Cor 12,5) es decir,
ministerios, ayuda a comprender la finalidad de esos dones: se dan para servicio de la
comunidad. Finalmente, son calificados como energuemata, que significa actividades (1 Cor
12,6) y pone de relieve que Dios actúa con potencia en ellos, ya que suscita "el querer y el obrar"
(Flp 2,13).
Teniendo en cuenta la terminología paulina podríamos describir los carismas como dones
que da el Espíritu gratuitamente y actuando con poder para servicio de la comunidad. Según el
texto que hemos citado, los carismas tienen un origen trinitario: son dones del Espíritu que los
distribuye (1 Cor 12,11); son ministerios que confiere el Señor Jesús (1 Cor 12,5) y es Dios (el
Padre) quien "obra todo en todos" (l Cor 12,6).
26
2. Carismas institucionales y no institucionales
Estos dos tipos de carismas están relacionados entre sí. De hecho Pablo lo experimentó en su
ministerio apostólico y descubrió así el origen común que tienen: el Espíritu. De El se deriva la
conexión que existe entre todos ellos, dados para "provecho común" (1 Cor 12,7. El Espíritu es
el principio unificador de los carismas (1 Cor 12, 12-13). El Apóstol menciona tanto los
carismas que son dados para el ejercicio de un "oficio" o "función" estable como los que se
manifiestan en forma esporádica. Para él lo que cuenta no es que sea un oficio o un don libre lo
que se recibe, sino el hecho de que el Espíritu Santo es el origen de esos carismas y todos son
dados para la edificación del Cuerpo de Cristo. Esto nos hace comprender la importancia que los
dos tipos de dones tienen para la vida de la Iglesia y cómo no se puede atacar lo institucional en
nombre de un falso espiritualismo, como tampoco aplastar los carismas no-institucionales en
nombre de un orden y organización jurídicas.
Cuando Pablo presenta las reglas prácticas para los servicios carismáticos en las asambleas
cristianas afirma que Dios, que comunica los carismas "no es un Dios de confusión, sino de
paz", por tanto, todo se debe realizar "con decoro y orden" (l Cor 14,33.40), para "conservar la
unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4,3).
El amor cristiano, que es el mayor de los carismas (1 Cor 12,31) viene a ser el gran principio
coordinador de todos los dones que comunica el Espíritu. Este amor lleva a reconocer en los
carismas de los demás las dimensiones reales del propio y a no estimarse más de lo que
conviene, teniendo "una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual"
(Rom 12,3). De aquí se deriva el vivir en Cristo "por el consuelo del amor, por la comunión en
el Espíritu" y a considerar a los demás superiores a uno mismo (Flp 2,1-3). Cada don reconoce
los otros dones porque todos han sido comunicados en el amor y se prestan ayuda mutua. El
Espíritu, mediante el carisma del amor, ordena los diversos carismas que ha otorgado a la
Iglesia.
Esta coordinación y unión entre los carismas no excluye el contraste y las tensiones entre
ellos. Cada don es diferente. Lo que uno tiene no lo posee otro. De ahí que el ejercicio de los
carismas lleve consigo la cruz y el sufrimiento. Un don es limitado por otros dones. El mismo
27
Espíritu que suscita los carismas permite la oposición a ellos para la purificación de quienes los
han recibido y para que adquieran la dimensión pascual, signo de autenticidad evangélica. De
aquí surge la necesidad de desdramatizar los conflictos y de asumirlos sin amargura y con una
esperanza activa.
La reflexión teológica está siempre condicionada por las circunstancias históricas. Por eso
no nos debe extrañar el hecho de que se den diferentes teologías de la vida consagrada. Cada
una de ellas tiene como punto de partida la forma en que se vivía en ese momento la
consagración. También el modelo de Iglesia y el contexto socio-cultural. En los primeros
siglos la reflexión no es sistemática. Es más bien fragmentaria y tiene como punto de partida
las enseñanzas bíblicas. Los padres de la Iglesia y los eremitas y monjes buscan justificar su
género de vida y, sobre todo, presentarlo a la luz de su experiencia espiritual iluminada con la
palabra de Dios.
Una primera perspectiva teológica para explicar la vida consagrada fue la del martirio,
suprema manifestación del amor: “Ninguno tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos” (Jn 15,13). Al terminar la era de las persecuciones, se trató de ver en la vida
eremítica y cenobítica un continuado martirio, hecho de renuncia, ascesis, entrega y servicio
cotidiano. Todo lo que implicaba la vida monástica: soledad, silencio, ascesis, obediencia,
vida común implicaba renuncias y sacrificios en los que se iba entregando la vida cada día
por amor a Dios y a los demás. El ideal supremo era Jesús, el que entregó su vida por
nosotros; el que vivió abierto a la voluntad del Padre hasta la muerte de cruz. Toda la
disciplina monástica era un medio para poder adquirir los mismos sentimientos de Cristo (cf
Flp 2,5-11).
28
2. El enfoque comunitario
Contra lo que pudiera parecer consecuencia de ese empeño en una vida de entrega a los
valores del evangelio, los monjes nunca hablaron de su vida consagrada como un estado de
perfección o superior al de los demás cristianos. Más bien, subrayaron la obligación que
todos los creyentes en Jesús tienen de vivir las exigencias de su seguimiento en todos los
estados de vida. Cambian la forma y algunos medios de hacer eso, pero nadie puede ni debe
sentirse dispensado de tomar cada día la cruz y seguir a Jesús. La santidad es un llamado
universal. El bautismo tiene que desplegar todas sus potencialidades en los seguidores de
Jesús, laicos o monjes. La vida monástica ofrece unas condiciones y medios que pueden
ayudar a desarrollarlas más fácilmente. En sus reflexiones teológicas, los monjes nunca
separan la vida consagrada de su fuente que es el bautismo. No faltan, sin embargo algunos
que definen una vida cristiana en el mundo como una vida bajo la ley y la vida monástica
como una vida bajo el evangelio. Por eso, se interpretaron algunos textos del NT como
fundamento de la vida consagrada. En esas palabras del Señor o de s. Pablo se encontraba el
origen de la misma. De ese modo, aunque todos estaban llamados a la perfección, por
voluntad de Cristo habría dos caminos para alcanzarla: el de los mandamientos y el de los
consejos evangélicos. Estos serían un medio que Cristo sugiere pero que no impone. De todos
modos, en la época patrística, fuera de algunos autores que se apartan de la recta doctrina no
se habla de la vida monástica como un segundo bautismo. Sólo existe el primero que es el
que nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Cristo y nos purifica del pecado.
4. El combate escatológico
Finalmente, hay un tema teológico muy desarrollado en los primeros siglos de la vida
consagrada. Es el tema del combate escatológico contra las fuerzas del mal que existe en la
historia humana desde sus orígenes y que durará hasta el final de los tiempos. Los monjes
luchan contra el poder de las tinieblas y prolongan así la lucha de Cristo contra las
tentaciones en el desierto y contra la muerte en la cruz. Cristo acompaña al monje para que
pueda triunfar en esa lucha. Por medio de la comunidad o de los maestros lo ayuda a discernir
el espíritu bueno del malo y a combatir a este último. Una forma de luchar contra él es la de
denunciar con una vida austera y alejada del mundo los engaños del maligno. Se trata de un
testimonio que cuestiona e interpela a toda la Iglesia y la impulsa a vivir los valores
evangélicos. Al mismo tiempo, el monacato se transforma en un signo escatológico porque
29
hace presente la meta de la vida evangélica que consiste en vivir sólo para Dios que
caracterizará el mundo futuro.
Fue s. Tomás de Aquino quien, con su genial capacidad sintética, organizó una teología
escolástica sobre la vida religiosa. Lo hizo en algunas obras suyas polémicas y de
controversia entre clérigos y laicos de una parte y los mendicantes de otra. Pero es en la Suma
Teológica donde presenta un tratado completo sobre la vida religiosa, en la II-II, cuestiones
183-189. Estas cuestiones las desarrolla dentro del Tratado de los distintos géneros de vida y
estados de perfección que comienza con la cuestión 179 y se concluye con la 189.
S. Tomás es el primero que elabora un tratado sobre el estado religioso y lo coloca dentro
del marco de la teología general. En su construcción, el Doctor Angélico utiliza las
enseñanzas tradicionales de los padres de la Iglesia y de los que escribieron sobre la vida
monástica. Sus reflexiones están condicionadas por las estructuras jurídicas de la Iglesia de su
tiempo y por las polémicas intraeclesiales. Con todo, la doctrina tomista sobre la vida
religiosa se impondrá en la Iglesia y se repetirá prácticamente hasta el Vaticano II.
En su reflexión sobre los votos, s. Tomás, recurre a S. Agustín quien afirmaba que el
veneno del amor es la codicia de los bienes materiales, mientras que el progreso de la caridad
consiste en la disminución de esta codicia y la perfección en la aniquilación de la misma.
Existen tres codicias principales que atraen a la persona humana: la de los bienes externos, la
de los placeres corporales y la de la libre disposición de uno mismo. La práctica de los
consejos evangélicos ayuda a vencer esas tres codicias y a centrar la mente y el corazón en
Dios. Al mismo tiempo, facilita el dominio del amor en toda la vida y confiere la
disponibilidad para la contemplación amorosa y continua de Dios.
Para s. Tomás, el estado religioso exige los votos solemnes. Por medio de ellos se asume
la obligación para siempre de practicar los consejos evangélicos y se realiza una consagración
del que los profesa y de toda su actividad a Dios. Para poder decir que una persona abraza el
estado de vida religiosa no basta que practique los consejos evangélicos, se requiere que se
obligue mediante un voto a practicarlos durante toda la vida. Se trata de un estado público y
por ello se contraen obligaciones en el foro externo. Por esto el religioso entra en una familia
religiosa para recibir la ayuda y apoyo que necesita para cumplir las obligaciones asumidas y
las actividades a las que se le destina. Los superiores tienen la misión de guiarlo en el camino
que conduce a la perfección.
31
Todas las formas de vida consagrada necesitan practicar los consejos evangélicos
mediante los votos, pero lo pueden hacer de manera diversa y usando medios diferentes que
ayuden y estimulen a ello. Otra fuente de la que surge la diversidad de las familias religiosas
es el tipo de servicio al que se dedican preferencialmente para ejercitar el amor y el servicio
del prójimo como fruto de su comunión con Dios. Hay institutos que se dedican a la acción
pastoral, otros a la enseñanza, al cuidado de los enfermos y a cualquier otra obra de
misericordia. A partir de las diversas actividades a las que se dedican las familias religiosas,
s. Tomás distingue tres clases: las que se dedican a la enseñanza de las ciencias sagradas y a
la predicación, las que se dedican a la contemplación y las que se entregan a las obras de la
vida activa. Para él la más elevada es la primera porque tiene que partir de la plenitud de la
contemplación.
Muy detalladas son, en cambio, las disposiciones para los monasterios femeninos de
clausura. Esos monasterios quedan bajo la jurisdicción de la Santa Sede y serán dirigidos por
los obispos como sus delegados. Se les pide visitar con frecuencia los monasterios. La
clausura se restablece con todo su rigor confirmando la constitución de Bonifacio VIII
Periculoso. Si fuere necesario para hacerla cumplir se acudirá al brazo secular. Se detallan
todos los aspectos de la clausura: entradas y salidas, personas que pueden entrar, excepciones
y permisos que queda reservados al obispo. Se dan normas sobre al edad mínima para la
toma de hábito, que se fija en los 12 años. De todos modos la profesión religiosa no se podrá
hacer sino a los 18 años y después de dos años de noviciado.
Continúa durante este siglo la distinción entre dos estados de vida dentro de la Iglesia: uno
regido por la observancia de los mandamientos y otro por la práctica de los consejos
evangélicos, con la consecuente distinción entre estado de perfección y estado cristiano
normal. El compromiso de los votos que expresan el deseo de entregar la vida al servicio del
reino sigue siendo la expresión de la consagración a través de la renuncia a la posesión de los
bienes (pobreza), al matrimonio (castidad) y a la voluntad propia (obediencia). Esta triple
renuncia afecta tres realidades que se dan en la persona humana como tendencias legítimas: la
tendencia a poseer, las necesidades afectivas y el ansia de libertad. Esta visión teológica y
espiritual de los votos degeneró en moralismo y juridicismo que condujo a discutir solamente
33
el compromiso moral y canónico que ellos implicaban y a la distinción entre voto y virtud.
De este modo, la preocupación primordial era la de la gravedad o no gravedad de las
transgresiones. Cuando se explicaban los votos no se presentaban con su significado
teológico sino con sus obligaciones morales y canónicas.
En la dimensión comunitaria, más aún a partir del concilio de Trento, se fue imponiendo el
modelo de vida común o de observancia. A través de ella se vivía una espiritualidad más
bien individualista. No se tenían en cuenta los aspectos comunitarios de los votos y la
expresión de entrega total que ellos implican.
No será sino hasta la primera mitad del s. XX y, sobre todo, en vísperas del Vaticano II,
se comience a abrir paso una reflexión teológica nueva sobre la vida religiosa más coherente
con las nuevas corrientes cristológicas y eclesiológicas en la Iglesia.
El concilio Vaticano II dio inicio a una nueva época en la vida de la Iglesia. Al tomar
conciencia de los signos de los tiempos, dio un vuelco en los enfoques eclesiológicos del
pasado. De una iglesia fuera del mundo pasó a considerarla dentro de él. De una iglesia
identificada con el reino de Dios, comenzó a considerarla como sacramento del reino, es
decir, como signo e instrumento de él para toda la humanidad llamada a ser parte de él. La
Iglesia no está fuera del mundo sino dentro de él y debe hacer suyos sus gozos y esperanzas,
sus tristezas y angustias (GS 1). El modelo de Iglesia entendida como sociedad perfecta
cedió el paso al de Iglesia pueblo de Dios, familia de Dios, cuerpo de Cristo. Esta nueva
eclesiología imprimió un enfoque diferente a la teología de la vida consagrada.
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En la constitución sobre la Iglesia comienza presentando la vida religiosa como un don del
Espíritu a la Iglesia y la define no como un estado intermedio “entre el de los clérigos y el de
los laicos, sino que, de uno y otro, algunos cristianos son llamados por Dios para poseer un
don particular en la vida de la iglesia y para que contribuyan a la misión salvífica de ésta,
cada uno según su modo” (LG 43). Pasa enseguida a poner de relieve cómo los votos
religiosos que impulsan a vivir el amor cristiano, unen especialmente a los religiosos con la
Iglesia y su misterio (LG 44) y la transforman en forma especial en signo. Toda la Iglesia es
signo de Cristo. Todos los cristianos están llamados a serlo también. Por tanto, la vida
religiosa es un signo entre otros. Su peculiaridad nace del hecho de que la vida consagrada
“imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de
Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que propuso a los
discípulos que le seguían. Al comprometerse con este género de vida, los consagrados
manifiestan los bienes celestiales ya presentes en este mundo; testimonian la vida nueva y
eterna conquistada por Cristo; prefiguran la futura resurrección; proclaman de modo especial
la primacía del reino de Dios y muestran la fuerza de Cristo que realiza su obra en la Iglesia
hecha de personas humanas.
En cuanto carisma, la vida religiosa es un don del Espíritu, dado gratuitamente para
servicio de la Iglesia. En ella hay dones jerárquicos o institucionales y dones carismáticos. La
vida consagrada pertenece a esta segunda categoría. Entre los dos tipos de carismas se dan
con frecuencia tensiones que deben ser superadas con el diálogo y la complementación. Es
también importante recordar, como lo hace el Vaticano II, que “la norma última de la vida
religiosa es el seguimiento de cristo tal como se propone en el evangelio” y esa es la suprema
regla (PC 2). Perfectae caritatis traza los principios generales de la renovación y sus criterios
prácticos y señala quienes han de llevar a cabo la renovación. En esas orientaciones prácticas
directa e indirectamente menciona aspectos teológicos de la vida consagrada, especialmente
su dimensión carismática y su forma de seguir a Jesús. En los números 5-6 al presentar los
elementos comunes a todas las formas de vida religiosa, el concilio menciona: el carisma, la
consagración, el servicio, el seguimiento, la espiritualidad. De los números 7-11 se ocupa de
las diversas formas de vida consagrada subrayando aspectos característicos de cada una de
ellas.
Seis años después de la conclusión del Vaticano II, Pablo VI publicó su exhortación
apostólica Evangelica Testificatio sobre la renovación de la vida religiosa según las
enseñanzas del concilio. Este documento no se limita a repetir conceptos teológicos de la vida
religiosa sino que parte de las situaciones históricas concretas y de las crisis que el proceso de
renovación estaba generando. A partir de esa realidad coyuntural el documento quiere ayudar
a realizar los necesarios discernimientos para que, al mismo tiempo que se salvaguarda lo
esencial y se aprovecha la experiencia del pasado, se tengan en cuenta la reflexión actual y
los desafíos de una época de transición. La exhortación consta de 4 partes: formas de la vida
religiosa, compromisos esenciales, estilo de vida y renovación y crecimiento espiritual.
36
La pobreza consagrada es colocada en el contexto de la pobreza y marginación en la
sociedad que habían llevado a muchos religiosos a escuchar el grito de los pobres y a
comprometerse con la justicia social. Algunos excesos que se dieron en este campo hacen que
Pablo VI insista en que el compromiso y la solidaridad con los pobres no es “un movimiento
de orden político o temporal, sino una llamada a la conversión de los corazones, a la
liberación de todo impedimento temporal, al amor” (n. 17). El voto de pobreza, y ésta es una
novedad, prohíbe tener compromisos con cualquier tipo de injusticia social y obliga a
despertar las conciencias frente al drama de la miseria y a las exigencias de la justicia social
del evangelio y de la Iglesia. Eso ha llevado a algunos a “unirse a los pobres en su condición
y compartir sus ansias punzantes” (n. 18). También a poner algunas obras propias al servicio
de los pobres y a llevar una vida sencilla y pobre. Eso coloca al religioso en el vértice de la
conciencia cristiana para ayudar a los demás a no dejarse dominar por la seguridad seductora
del poseer, del saber y del poder que genera pobreza y marginación en muchos (n. 19). Un
problema que se presentaba en ese momento era el del trabajo profesional. Mientras, por una
parte, el documento señala la fuerza testimonial que tiene en el campo de la pobreza el vivir
del propio trabajo, por otra advierte el peligro de que el religioso pudiera sentirse tentado a
abandonar sus tareas específicas por sentir que solamente puede ser valorado por la
retribución que recibe de trabajos profanos n. (20). Concluye la reflexión teológico-práctica
sobre la pobreza invitando a compartir los bienes en la fraternidad y a adaptar el estilo de
vida al ambiente en que se vive, pero sin olvidar la austeridad y sencillez a la que los
religiosos se han comprometido.
La tercera parte da orientaciones para poder llevar un estilo de vida que vaya de acuerdo
con la propia vocación de vida consagrada. Exhorta, ante todo, a dar el testimonio de ser
hombres y mujeres “capaces de aceptar las eventualidades de la pobreza, de ser atraídos por
la sencillez y la humildad, amantes de la paz, ajenos a compromisos, entregados a la
abnegación absoluta de sí y de las cosas, al mismo tiempo obedientes y libres, alegres y
tenaces, suaves y fuertes en la firmeza de su fe” (n. 31). Para ello hay que fortalecer el
hombre interior con la oración y con una espiritualidad que toma en cuenta las orientaciones
37
y determinaciones de las propias constituciones. Tanto en las pequeñas comunidades como en
las grandes hay que favorecer la sencillez acogedora de la vida fraterna en comunidad.
Concluye el documento con unos números (nn. 42-56) que tienen como finalidad ofrecer
medios para la renovación y el crecimiento espiritual: la oración como medio para crecer en
la intimidad con el Señor, origen y fin de la vocación religiosa; alimentar las dimensiones
contemplativas que todos tenemos y que penetran también la vida fraterna y exigen silencio
interior; la vida litúrgica, especialmente la eucaristía. De todo esto brota una fecundidad
espiritual en el servicio a los hermanos y en la participación en la misión de la Iglesia.. No
hay que olvidar la necesidad de una auténtica renovación de la vida religiosa adaptando sus
formas accidentales a la luz de los retos del mundo de hoy para poder ofrecer un testimonio
evangélico inteligible y ser testigos vivientes del amor del Señor irradiando el gozo de Cristo
y del Espíritu.
En 1994, tuvo lugar el sínodo de los obispos sobre la vida consagrada. Fruto de él fue el
documento Vita consecrata. Fue publicado con fecha 25 de marzo de 199 La IX Asamblea
General Ordinaria del Sínodo (octubre de 1994), centró su reflexión en la misión en la Iglesia
y en el mundo, que tiene este género de vida. La reunión sinodal fue punto de llegada del
camino de la vida consagrada en los últimos 30 años. En las intervenciones de los sinodales y
en las discusiones de los grupos se fue tejiendo la historia de las tres décadas postconciliares
hecha de búsqueda, crisis, logros y esperanzas, luces y sombras. Bases doctrinales estuvieron
detrás de todo lo que se dijo en el aula sinodal, pero lo más importante fue el tomar el pulso a
este estilo peculiar de seguir a Jesús, suscitado por el Espíritu y presente en la Iglesia casi
desde sus orígenes.
El Sínodo fue también un punto de partida para la vida consagrada en el umbral del Tercer
Milenio. La toma de conciencia de su identidad dentro del Pueblo de Dios le permite
renovarse para mejor responder a los desafíos que el mundo de hoy presenta a su vida y a su
misión. Vita consecrata es la conclusión de un itinerario y la puerta abierta al horizonte del
futuro. La exhortación apostólica ha marcado ciertamente la experiencia y la reflexión de los
consagrados en los últimos años. Ha querido ser una ayuda a los fieles para conocer mejor los
valores fundamentales de la vida consagrada y para estimular la reflexión y la profundización
sobre algunos puntos particularmente relevantes en la triple dimensión de la consagración, de
la comunión y de la misión.
El documento está precedido por una introducción (nn. 1-13). En ella lanza una mirada a
la vida consagrada en la variedad de sus expresiones como un don de Dios a la Iglesia (n. 3).
Las diversas formas de vida consagrada son un signo de la inagotable creatividad del
Espíritu, que no se repite ni contradice. Los nuevos y renovados estilos de consagración - que
deben ser discernidos por la autoridad de la Iglesia - no suplantan los anteriores. Son, más
bien, nuevas ramas que crecen dentro del mismo árbol y lo embellecen (nn. 5.12).
38
Las tres partes centrales del documento papal están determinadas por las tres perspectivas
desde las cuales se contempla la vida consagrada: la consagración, la comunión y la misión.
Los títulos de cada una de ellas son: I. Confessio Trinitatis. En las fuentes cristológico-
trinitarias de la vida consagrada. II. Signum fraternitatis. La vida consagrada signo de
comunión en la Iglesia. III. Servitium caritatis. La vida consagrada epifanía del amor de Dios
en el mundo.
La primera parte (nn. 14-40) considera la vida consagrada a la luz del misterio trinitario.
La segunda (nn. 48-71) se detiene a analizarla como signo de comunión en la Iglesia. La
tercera parte (nn. 72-112), ve la vida consagrada como una epifanía del amor de Dios en el
mundo. Las tres partes tienen una extensión bastante proporcionada dentro del conjunto.
Los consejos evangélicos son un don de la Trinidad y por ello tienen una dimensión
trinitaria: la castidad en el celibato y la virginidad relaciona con la Trinidad, especialmente
con el Padre. Confiesa que Dios es el único absoluto y crea un corazón filial, capaz de amar a
Dios y a los demás. La pobreza confiesa que Dios es la única riqueza del ser humano, una
riqueza que se revela en la pobreza del Hijo. La obediencia confiesa que Dios es la única y
plena realización de la existencia cuando se deja guiar por la fuerza y la consolación del
Espíritu (nn. 20-21).
También la vida fraterna de los consagrados, reunidos en el nombre del Señor, confiesa
que la Trinidad es fuente y modelo de la fraternidad entre los seres humanos (ib.). La segunda
parte del documento pone de relieve que la vida consagrada es un Signum fraternitatis,
(Signo de fraternidad) relacionado con la Trinidad: "La vida fraterna quiere reflejar la
hondura y la riqueza de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la
Trinidad" (n. 41).
La segunda perspectiva clave del documento es el de la fidelidad creativa, que exige una
lectura y una respuesta adecuada a los desafíos del momento presente y a los signos de los
tiempos y que se expresa, de modo particular, en la inculturación. A la fidelidad creativa se
dedica el número 37 del documento. El fundamento para ella es el ejemplo de los fundadores
y fundadoras: se invita a las personas consagradas a reproponer en el hoy el valor, la
inventiva y la santidad concreta y creativa de los fundadores y las fundadoras como respuesta
a los signos de los tiempos (n. 37) con fidelidad dinámica a la propia misión. El punto de
39
partida de esta fidelidad creativa es la transformación interior que ayuda a asumir las
inevitables dificultades de la renovación. Es el Espíritu quien impulsa a la fidelidad creativa
de los Institutos para que puedan continuar prestando un servicio que responda a los desafíos
del momento presente (n. 62). La fidelidad creativa se requiere también para una mayor
colaboración entre los institutos de vida consagrada en el respeto de los propios carismas (n.
53).
Conectados con la fidelidad creativa están los signos de los tiempos y los desafíos que
presentan. En ellos hay un sentido teológico: son llamados de Dios para actuar según su plan,
con una inserción real y fecunda en la sociedad de nuestro tiempo (n. 81). Ya desde la
introducción se pide a los institutos de vida consagrada que promuevan su vitalidad y su
capacidad para afrontar "espiritual y apostólicamente los nuevos desafíos" (n.13). Para lograr
esto hay que conocer nuestra sociedad (n. 38). La vida fraterna renovada y la comunión y
colaboración con los laicos son un camino eficaz para acoger los desafíos de nuestro tiempo y
para responder a ellos (nn. 54-56). Una de las principales tareas de la formación es la de
capacitar a las personas para responder a los desafíos de nuestro tiempo (nn. 65-67). La
respuesta evangélica a los desafíos requiere un discernimiento en comunión y diálogo a nivel
eclesial cuando se trata de compromisos pastorales (n. 81). De manera particular, en el campo
apostólico, hay que enfrentar los nuevos desafíos que presentan los medios de comunicación
social. Al mismo tiempo se necesita estar abiertos para ser evangelizados por una continua
escucha de la Palabra de Dios y de los signos de los tiempos (n. 94). El Papa termina su
Exhortación pidiendo a la Trinidad que otorgue a las personas consagradas el arrojo
evangélico para afrontar los desafíos puestos por nuestro tiempo (n. 111).
Para aceptar los cambios de enfoques teológicos en la actualidad hay que reconocer que la
vida consagrada surge de un acción del Espíritu en la Iglesia, a partir de una consideración de
la persona y de la doctrina de Jesús, pero que como toda realidad humana, tiene
condicionamientos históricos y culturales. A través de ellos se conecta con el fenómeno de la
vida religiosa en las religiones. El fenómeno histórico de la vida consagrada en la Iglesia ha
pertenecido prevalentemente a la cultura occidental y al hemisferio norte. Ha recibido
predominantemente su inspiración y configuración del modelo monástico y se halla en una
encrucijada decisiva: el modelo tradicional atraviesa por una crisis. Su universo simbólico se
encuentra en quiebra ante la nueva cultura adveniente y ante las culturas ajenas en las que se
inserta. Parece que la figura histórica que ha asumido hasta ahora está agotada y ha llegado al
40
ocaso. Se cuestionan sus estructuras, sus símbolos, su teología. Se intuyen muchas cosas,
pero no se acaban de delinear. Es necesario acoger o recrear un nuevo modelo, que aún no
está disponible, aunque se intuye que debe encontrar una síntesis vital entre "mística" y
misión; entre la experiencia fundante y la realidad histórica. Con una fidelidad creativa se
necesita ir adecuándonos al nuevo modelo cultural-simbólico que está surgiendo en el mundo
o que existe en los pueblos donde estamos.
Presentar la tarjeta de identidad de la vida consagrada no es una tarea fácil. Fue fácil
cuando equivalía a una fotografía estática. Ahora se ve en movimiento y, por tanto, en
correlación. La identidad eclesiológica de la vida consagrada está condicionada
necesariamente por el modelo de Iglesia que uno tenga y por la teología de vida consagrada
que de ella se deriva. La identidad tradicional entró en crisis con el Vaticano II. Este
restituyó a los laicos categorías como la de vocación, consagración, carisma, misión. Por otro
lado, habló de la secularidad cristiana de los religiosos quitando así la exclusividad que esa
categoría teológica tenía en los laicos. La identidad de cada una de las formas de vida: laical,
sacerdotal, religiosa, es correlativa porque todas ellas coinciden en una identidad
fundamental: ser christifideles (fieles cristianos). Christifideles es el sustantivo, el adjetivo es
laici, saeculares, ministri ordinati. El sustantivo es común, el adjetivo particulariza el modo
de ser christifideles. Necesitamos profundizar en el sustantivo y en el adjetivo para entender
nuestra identidad. La identidad originaria y final de las personas consagradas es ser
christifideles. Han sido llamados a la fe, a la filiación divina, al seguimiento de Jesús. Han
sido ungidos-consagrados por el Espíritu en el bautismo-confirmación y en los demás
sacramentos. Forman parte del Pueblo de Dios, la comunidad eucarística y misionera en el
mundo. Con todos los hermanos y hermanas participan de la misión real, sacerdotal y
profética de Cristo. Viven esta identidad en camino. Son parte del pueblo de Dios peregrino.
La identidad de vida consagrada se halla entre los christifideles laici o los christifideles
ordinati. Se trata de una identidad estructural-ministerial que recibe todo cristiano. Sin
embargo, en la Iglesia hay un ministerio ordenado que se ejerce, sobre todo, en la misión
introversa de la Iglesia para hacerla capaz de lanzarse a la misión extroversa de la
evangelización del mundo. Ha habido épocas en las que se ha olvidado esta función de los
ministros ordenados y la común condición ministerial de todo el pueblo de Dios. Esto los
separó de él y los situó en un nivel jerárquico superior que llevó a una Iglesia con dos
categorías de cristianos El Vaticano II se opuso a esta mentalidad, exigiendo una mutua
relación, que tenga como telón de fondo la fraternidad cristiana (LG 32). Habló también del
laicado como sujeto de carismas y ministerios en la Iglesia. Los ministros ordenados existen
en favor de los laicos y no sobre los laicos; no han de usurpar ni el puesto de Jesucristo, ni el
del Espíritu, ni tampoco el de la Iglesia. El laicado por vocación y ministerios es el agente de
41
la misión extroversa de la Iglesia. A ellos les corresponde ser la vanguardia de la Iglesia en la
transformación de la sociedad, en el anuncio del Evangelio y en la lucha contra las estructuras
que favorecen la injusticia, el pecado y la opresión. Ellos han de llevar a la Iglesia más allá de
sus fronteras siendo los principales protagonistas de la "missio ad gentes" y de la "nueva
evangelización".
III
LA CONSAGRACIÓN
Teológicamente la consagración supone una relación personal con Dios, no solamente una
relación extrínseca o jurídica derivada de una dedicación al culto del Señor. En la
consagración hay una entrega personal como respuesta a Dios que llama. De aquí surge un
compromiso con sus exigencias. La profesión de los consejos evangélicos se añade a la
consagración del bautismo y, en cierto modo, la completa por ser una consagración peculiar
por medio de la cual el religioso se entrega a Dios para dedicar toda su vida a su servicio. La
Congregación de religiosos, al hablar de los elementos esenciales de la vida religiosa en una
instrucción publicada en 1983, afirmó que “la consagración es la base de la vida religiosa. Al
afirmarlo, la Iglesia quiere poner en primer lugar la iniciativa de Dios y la relación
transformante con Él que implica la vida religiosa. Dios llama a una persona y la separa para
dedicársele a Sí mismo, de modo particular. Al mismo tiempo da la gracia de responder, de
tal manera que la consagración se exprese, por parte del hombre, en una entrega de sí,
profunda y libre. La interrelación resultante es puro don: es una alianza de mutuo amor y
fidelidad” (n. 5).
43
Hay en la consagración dos aspectos inseparables, el de reserva y el de misión. Dios
consagra y se reserva personas para enviarlas en misión al mundo. Por eso, las renuncias que
trae consigo la consagración no significan negar la realidad sino insertarse en ella con la
misión de testimoniar y anunciar el reino de Dios y su presencia en el corazón del mundo.
Los votos manifiestan este doble aspecto de la consagración. Por una parte, son una donación
total y exclusiva a Dios descubierto y experimentado como el único absoluto. Es
indispensable por ello que la persona consagrada nutra con la palabra de Dios y con la
oración la intimidad con el Señor a quien ha dedicado toda su existencia.
44
22. Aspecto trinitario de la consagración
Las reflexiones sobre el sentido y los alcances de la consagración religiosa se han visto
enriquecidos por las enseñanzas del documento postsinodal Vita consecrata. En él
encontramos una perspectiva novedosa en la reflexión sobre la vida consagrada: la
perspectiva trinitaria.
La llamada a la consagración religiosa está, como toda la vida cristiana, en conexión con
la obra del Espíritu Santo. Él es quien suscita los carismas en la Iglesia y, entre ellos, el de la
vida consagrada que nace del deseo de una respuesta plena y total al amor de Dios y de un
seguimiento de Cristo que le permita continuar su estilo de vida al servicio del reino. El
Espíritu que invita a la consagración no separa de la historia de los hombres a las personas
que aceptan ese llamado; las pone más bien al servicio de los demás “con las modalidades
propias de su estado de vida, y las orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo con las
necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los carismas propios de cada Instituto”
(VC 19).
La pobreza confiesa que Dios es la única riqueza del ser humano, una riqueza que se
revela en la pobreza del Hijo y es expresión de la entrega total de sí que las tres personas
divinas se hacen recíprocamente. El consagrado se empeña a vivirla siguiendo el ejemplo de
Cristo que “siendo rico, se hizo pobre” (2 Cor 8,9).
45
La obediencia confiesa que Dios es la única y plena realización de la existencia cuando se
deja guiar por la fuerza y la consolación del Espíritu. “Es reflejo en la historia de la amorosa
correspondencia propia de las tres personas divinas” (VC 21). Manifiesta la fuerza liberadora
que procede de vivir una dependencia filial, hecha de responsabilidad y confianza. La
obediencia relaciona de manera especial con el Espíritu que guía la historia y la vida de cada
uno.
También la vida fraterna de los consagrados, reunidos en el nombre del Señor, confiesa
que la Trinidad es fuente y modelo de la fraternidad entre los seres humanos. “Manifiesta al
Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado,
que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus
palabras y, sobre todo, con su muerte fuente de reconciliación para los hombres divididos y
dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa
de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas.” (VC 21).
Una nueva conciencia de la misión en la vida consagrada y los nuevos enfoques de la tarea
evangelizadora de la Iglesia, a partir del Vaticano II, han ayudado a superar la dicotomía que
se vivió en el pasado entre consagración y misión. Esto ha llevado a dar renovados impulsos
proféticos a las personas consagradas. El redescubrimiento de la existencia de vínculos
profundos entre la evangelización y promoción humana, desarrollo y liberación ha ayudado a
comprender que el reino de Dios, si bien tendrá su plenitud en el futuro, comienza a abrirse
paso en la historia. Estos lazos entre esas realidades son de índole antropológica porque las
personas que hay que evangelizar están inmersas en situaciones sociales y culturales.
También son de orden teológico porque no se puede separar el plan de la creación del plan de
la salvación que llega a situaciones concretas de injusticia que hay que superar y de justicia
que hay que promover. Finalmente se tienen vínculos de orden evangélico porque la caridad
tiene que ser concreta y eficaz y debe promover el crecimiento del ser humano en la justicia y
en la paz (cf EN 31).
En las relaciones con Dios, el hombre sin la luz de Cristo cae fácilmente en una actitud
fatalista que lo lleva a considerar la historia y la vida como algo que se le impone y que debe
47
aceptar pasivamente. Al mismo tiempo, la consideración de un Dios creador y omnipotente
hace surgir en él miedo y temor. Además, la perspectiva de la muerte lo hunde en la angustia
de quien ve en ella el final de todo. Dios quiere que del fatalismo se pase a una actitud de
hijos responsables que asumen su papel y misión en la historia; que se relacionan con Él con
la confianza de quien se sabe amado. La muerte adquiere así un nuevo sentido: el de principio
de plenitud. Aquí se inserta el voto de obediencia que lleva a cumplir con responsabilidad de
hijos de Dios la propia misión discernida con el superior y la comunidad.
En las relaciones con los demás tenemos la conciencia de ser muchas veces una masa de
personas que no se conocen, no se aman, viven divididas, en guerra, animadas por el odio. El
proyecto de Dios, en Cristo, es que pasemos de ser una masa a formar una familia, un pueblo,
que vive en el amor relaciones de comunión, perdón, solidaridad. El voto de castidad y la
vida fraterna en comunidad son signo e instrumento para hacer realidad este objetivo.
En ese mismo proyecto de Dios, las relaciones con los bienes se orientan en una línea
diversa. El hombre debe pasar de un uso de los mismos que lo aliena, lo esclaviza y lo lleva a
oprimir a los demás, a un uso en la libertad que lo hace compartir las cosas con los hermanos
en una sociedad justa y humana para todos. En el plan de Dios los bienes son, en efecto, un
lugar de encuentro con Él y con los demás. El voto de pobreza es un compromiso de poner
todo lo que uno es y lo que uno tiene al servicio de los demás, especialmente de los más
pobres.
El enfoque del reino de Dios como su proyecto, que hay que anunciar en la
evangelización, ha hecho redescubrir la misión de la Iglesia y, dentro de ella, la de una
comunidad de vida consagrada. Dios ha puesto la Iglesia como signo e instrumento para la
realización de su proyecto en el mundo. En cuanto signo, deberá tratar de vivir los valores del
plan salvífico y de irlos haciendo realidad, aunque imperfecta, en su vida. Como instrumento,
tiene la misión de trabajar para que el proyecto de Dios se vaya abriendo paso en la historia.
La vida consagrada, como carisma dentro de la Iglesia, tiene la misión de ser “distintivo
que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin
desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana (LG 44). Estos deberes son los que
surgen de la colaboración en el esfuerzo por ir realizando el proyecto de Dios dentro de la
Iglesia. Para ser signo deberá tratar de manifestar en su vida las líneas maestras del plan de
Dios. En cuanto instrumento, tratará de irlo haciendo presente en la tierra con la Iglesia y con
la dedicación plena al servicio del reino.
Dentro de esta misión general de la vida consagrada existen misiones o más bien,
actividades particulares y específicas de acuerdo con el carisma y la espiritualidad de los
diversos institutos. Es un ministerio dentro del compromiso evangelizador. Ese ministerio
configura la vida y la organización del instituto y ésta, a su vez, influye en el estilo o forma
de la misión. Cuando se trata de una misión específica y que brota de lo esencial del propio
carisma, ese ministerio adquiere necesariamente una dimensión comunitaria, porque es toda
la congregación la que, a través de las comunidades y de los individuos pone al servicio de la
Iglesia el carisma recibido. Este tiene que ser releído en los diversos contextos socio-
culturales y eclesiales de cada época para que pueda responder a los retos que se van
presentando con fidelidad creativa y dinámica. El contacto de las personas consagradas con la
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realidad cambiante de la historia los empuja a buscar siempre caminos nuevos, a ocupar
puestos de vanguardia evangelizadora a pesar de las tensiones que eso pueda implicar.
Dentro de la variedad carismática de los institutos hay unos que ejercen la misión imitando
a Cristo orando en el monte y testimoniando el absoluto de Dios; otros se consagran a la
primera evangelización y catequesis; otros a la educación y obras benéficas; otros a la
promoción social; otros, en fin, a la orientación espiritual. Sin dejar de abrirse a otros
ministerios cada instituto resalta un aspecto de la multiforme gracia del Espíritu que consagra
y envía a proclamar el reinado de Dios y a transformar el mundo en la línea de su proyecto.
1. Historia y escatología
Vita consecrata sintetizando en cierto modo la experiencia secular que ha visto la vida
consagrada como un símbolo de los bienes definitivos del reino, habla de su dimensión
escatológica expresada ya en el Vaticano II cuando afirma que la consagración religiosa
“anuncia ya la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos” (LG 45). Esto lo realiza
mediante los votos y la vida fraterna en comunidad. Hay en los votos una dimensión
escatológica en el sentido de anuncio imperfecto pero real de lo que se vivirá en el mundo
futuro. La castidad consagrada anuncia y anticipa la universalidad del amor; la pobreza, la
solidaridad y el compartir los bienes en la justicia; la obediencia, la plena identificación con
la voluntad de Dios; la comunidad fraterna, la perfecta comunión con Dios y con los demás.
De esta manera recuerda a todos que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos
buscando la del futuro” (Heb 13,14) y que lo único importante es “buscar el reino de Dios y
su justicia” (cf Mt 6,33) y de orar pidiendo que venga el Señor: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap
22,20). Sin embargo, esta espera de los cielos nuevos y la tierra nueva es una espera activa
que exige compromiso y vigilancia. La historia de la vida consagrada ha demostrado cómo
los religiosos han puesto sus carismas al servicio de la humanidad para mejorar las
condiciones de vida, educar, promover. La tensión escatológica la vivieron también como
49
misión para favorecer la dignidad humana, la justicia, los derechos de las personas, la
libertad, la paz.
Para ser signo escatológico inteligible, la vida consagrada necesita encarnarse en las
diversas circunstancias y enfrentar los desafíos de cada época testimoniando y anunciando los
valores del reino, interpelando la sociedad que se opone a ellos y, al mismo tiempo,
apuntando hacia lo definitivo. Debe vivir la tensión entre esto último y lo provisional en
medio de las mediaciones históricas, con la convicción de que en lo provisional, Dios nos da
en Cristo la plenitud que esperamos y hacia la cual tendemos.
50
vida consagrada deberá tender frente a la globalización excluyente hacia una globalización
de la solidaridad.
A la base de los cambios está la crisis de la ética del pasado y la búsqueda de una nueva
ética al margen de las instituciones religiosas. Una ética que relega Dios y la religión al
ámbito privado. Asistimos al desarrollo de la bioética con las grandes posibilidades de la
ingeniería genética (que amenaza crear una humanidad estandarizada. A través de las
manipulaciones sobre el genoma humano los científicos pretenden en ocasiones “jugar a ser
Dios”. Se hace urgente una ética fundada en la dignidad de la persona humana creada por
Dios, el único absoluto. La dimensión escatológica de la vida consagrada tiene aquí un campo
para desplegar todas sus posibilidades.
La consagración religiosa tiene como grandes polos aquellos que caracterizan la vida
cristiana: la fe, la esperanza y el amor. Ellos expresan a los cristianos lo que significa ser
persona humana, relacionada con Dios, con los demás y con el mundo que debe transformar.
Jesús, el primer consagrado vivió esta triple dimensión de la persona humana: la vertical,
relación con Dios; la horizontal, relación con los otros; dinámica, relación con el cosmos y lo
que encierra. Él vivió unido al Padre, abierto a los demás y trabajando para que el reino de
Dios se abriera paso en la historia.
Un estilo o modo de vivir la vida cristiana es el de la vida consagrada. Ella tiene como
punto de partida un carisma comunicado por el Espíritu para seguir a Jesús en una
consagración mediante los votos, vivida en comunión para la misión. La fe, la esperanza y el
amor se expresan y se viven en conexión con esa entrega peculiar al servicio de Dios y de los
hermanos y hermanas. Las relaciones con la sociedad, con la mujer o el varón
respectivamente, y con los bienes de este mundo adquieren una cualificación diferente a
causa de la dedicación total a Dios por medio del compromiso de la obediencia, castidad y
pobreza consagradas.
Esta relación de los votos con las virtudes teologales impulsa también a superar el deseo de
los bienes con la pobreza; el ansia de poder con la obediencia, y a vivir libres para el servicio
del Reino en el celibato. Castidad, pobreza y obediencia se convierten así en indicadores de
un estilo alternativo de vida, que exige vivir la fe, la esperanza y el amor con las nuevas
exigencias que presentan en el mundo de hoy.
La fe pide estar abiertos a escuchar la voz del Espíritu en los signos de los tiempos y de
los lugares y a descubrir su acción en los anhelos de salvación liberadora que surgen por
doquier. Se trata de una fe que se apoya sólo en la palabra del Señor y que atraviesa por
purificaciones y pruebas.
Por último, el compromiso de la esperanza requiere una nueva visión de la misma que
supera la antigua noción que privilegiaba la espera paciente y resignada de la irrupción de lo
definitivo en la historia. Ahora se ha puesto de relieve su dimensión activa enraizada en la
bondad y fidelidad divinas y que trabaja por las liberaciones intrahistóricas para ser artífice
del reino y testigo de su consumación.
La tarea sacerdotal implica también para todo cristiano hacer de la eucaristía su centro
vital en el que se une a Cristo sacerdote y se ofrece con él. En la vida consagrada siempre se
ha tenido en cuenta la importancia de la eucaristía para la edificación de la comunidad. De
ella dimana la fuerza para cumplir la misión sacerdotal que es también una misión de
alabanza y de proclamación de las maravillas que Dios ha hecho y sigue haciendo en la
historia. La vida consagrada se empeña también en esta misión sacerdotal a través del rezo de
la liturgia de las horas, de acuerdo con su propio estilo de vida y de la escucha de la palabra
de Dios en la Escritura y en la vida escrutando los signos de los tiempos y de los lugares.
Según el modelo de Iglesia que prevalezca en la reflexión sobre la vida consagrada será la
idea que se tenga de la misma, de su misión, de su relación con los demás miembros, de sus
exigencias. En el modelo de sociedad perfecta se considera a los religiosos viviendo en un
estado de perfección, separándolos de los laicos. En cambio, en el modelo de Iglesia como
pueblo de Dios, la vida consagrada aparece como un carisma en correlación con otros
carismas y con una misión dentro de la Iglesia como institución. La presencia y la acción
histórica de los cristianos que viven relaciones de comunidad no pueden prescindir de un
55
mínimo de estructuras organizativas en las que se reconoce los roles y tareas diferentes en
una articulación e integración ordenadas. Por otro lado, no hay que olvidar que en la Iglesia
carisma e institución tienen su origen en el mismo Espíritu.
Por otro lado, Jesús, Pastor Supremo, guía la comunidad de los creyentes mediante
aquellos que han sido ordenados para continuar el ministerio de dirección del Pueblo de Dios.
La Iglesia es una sociedad estructurada en la cual la autoridad de enseñar y de conducir
pastoralmente a los fieles está asociada a una función estable. No se reduce a un liderazgo
que emerge de la comunidad bajo una forma puramente carismática sujeta a la autoridad del
grupo. Por el contrario, el juicio sobre la autenticidad y el ejercicio razonable de los carismas
pertenece a los que tienen el carisma de gobierno en la Iglesia
56
No podemos negar que, en ocasiones, los ministerios institucionales hayan frenado
la renovación y el dinamismo que los carismas promueven. Sin embargo, una reforma
auténtica no se puede realizar sino a través de esas mediaciones queridas por el Señor en
una Iglesia encarnada en la realidad humana. Ellas son los cauces por los que debe correr la
savia vital de otros carismas que suscita el mismo Espíritu.
La comunidad eclesial está llamada a armonizar las exigencias del orden vigente con las
de un orden nuevo; a conciliar las formas institucionales con la renovación requerida por el
Espíritu que impulsa a la comunión, defiende la libertad y comunica la "parresia" del
profetismo. En este campo la vida consagrada tiene una misión y un servicio importante
que prestar.
En la Iglesia, Cuerpo de Cristo, hay diversos carismas que en algunos casos llevan a una
forma estable de vivir. Son los llamados “estados de vida”. En todos ellos se puede y se
debe vivir la vocación universal a la santidad. De la interrelación de los diversos estados de
vida surge la identidad de cada uno de ellos y su complementariedad. La vida consagrada
no puede dejar de lado esta relación.
57
La forma originaria y final es ser fieles cristianos. Los consagrados han sido llamados a la
fe, a la filiación divina, al seguimiento de Jesús. Han sido ungidos-consagrados por el
Espíritu en el bautismo-confirmación y en los demás sacramentos. Forman parte del pueblo
de Dios, la comunidad eucarística y misionera en el mundo. Con todos los demás fieles
hermanos y hermanas participan de la misión real, sacerdotal y profética de Cristo. Viven
esta identidad en camino, como peregrinos. La identidad de vida consagrada se halla entre
los fieles cristianos laicos o los fieles cristianos ordenados. Se trata de una identidad
estructural-ministerial que recibe todo cristiano. Sin embargo, en la Iglesia hay un
ministerio ordenado que se ejerce, sobre todo, en la misión introversa de la Iglesia para
hacerla capaz de lanzarse a la misión extroversa de la evangelización del mundo.
Ha habido épocas en las que se ha olvidado esta función de los ministros ordenados y la
común condición ministerial de todo el pueblo de Dios. Esto los separó de él y los situó en
un nivel jerárquico superior que llevó a una Iglesia con dos categorías de cristianos: “una
dedicada al servicio divino y entregada a la contemplación... son los clérigos y consagrados
a Dios, es decir, los conversos... La otra clase de cristianos son los laicos. Laós, en efecto,
significa pueblo. A ellos les está permitido poseer cosas temporales, pero solamente para
uso... tomar esposa, cultivar la tierra, juzgar y promover causas, poner ofrendas sobre el
altar, pagar los diezmos, y así podrán salvarse, si evitaren los vicios haciendo el bien”
(Decretum Gratiani). El Vaticano II se opuso a esta mentalidad, exigiendo una mutua
relación, que tenga como telón de fondo la fraternidad cristiana (LG 32). Habló también del
laicado como sujeto de carismas y ministerios en la Iglesia. Los ministros ordenados
existen en favor de los laicos y no sobre los laicos; no han de usurpar ni el puesto de
Jesucristo, ni el del Espíritu, ni tampoco el de la Iglesia. El laicado por vocación y
ministerios es el agente de la misión extroversa de la Iglesia. A ellos les corresponde ser la
vanguardia de la Iglesia en la transformación de la sociedad, en el anuncio del Evangelio y
en la lucha contra las estructuras que favorecen la injusticia, el pecado y la opresión. Ellos
han de llevar a la Iglesia más allá de sus fronteras siendo los principales protagonistas de la
misión “ad gentes" y de la "nueva evangelización".
58
presbíteros o diáconos. Sin embargo, en la vida consagrada, el ministerio ordenado no está
ligado tan estrictamente a la diócesis y se ejerce con los condicionamientos propios de la
vida en comunidad o congregación, de la espiritualidad y del carisma del instituto. Eso le
da una cierta movilidad carismática y universal.
Como fieles cristianos consagrados, los religiosos viven una secularidad reducida. La
secularidad cristiana se entiende a sí misma autónoma, pero no independiente de Dios. Es
una secularidad determinada por la fe en Jesucristo y la apertura al Espíritu. Los fieles
cristianos laicos viven la secularidad plena, con los únicos reparos que conlleva el no
absolutizar el proceso de secularización y el no entender la modernidad en clave cerrazón a
la trascendencia. Eso les exige tomar decisiones en el ámbito familiar, económico,
profesional.
Mientras que las formas de vida cristiana secular encarnan los modos normales-
creacionales de la vivencia histórica de la fe, las formas de vida consagrada intentan ser
memoria del proyecto originario de Dios (Génesis) y profecía de la plenitud escatológica.
Esto lo realiza renunciando a aquellos bienes que se extralimitaron. Es el sentido de los
votos. Esto coloca a las personas en la vida consagrada en una secularidad reducida. De
este modo ejerce su función profética y simbólica. Los fieles cristianos consagrados están
llamados a realizar la misma misión que los fieles cristianos laicos (porque en la Iglesia hay
unidad de misión), pero no de la misma manera. Los seglares se hacen presentes en la
misión del Reino de Dios y de la Iglesia bajo forma de encarnación en los valores humanos;
los que pertenecen a la vida consagrada, bajo forma de contraste y de anormalidad
profética. Forman en la Iglesia un grupo liminal, es decir, un grupo alternativo, separado
por el estilo de vida y ministerio de las estructuras normales de la sociedad. Forma un
grupo liminal en el estilo de vida en celibato comunitario, opción por los pobres y
permanente discernimiento en búsqueda de la voluntad de Dios. Cuando se vive así, en toda
su radicalidad, se está en la sociedad de forma distinta y un tanto distante. Esa es la profecía
de la vida consagrada. Es la forma de ser símbolo del Reino.
59
1. Vocación universal a la santidad
La meta de la vida cristiana es la santidad. Una de las grandes novedades del Vaticano II
fue precisamente la introducción de un capítulo en la Constitución Lumen Gentium, con el
título Vocación universal a la santidad en la Iglesia. Anteriormente esta realidad había
quedado un poco oscurecida sobre todo porque se vino a identificar santidad con santidad
canonizada y ordinariamente la santidad canonizada todavía hasta la actualidad, se
reconoce sobre todo en personas que han vivido la vida consagrada; la mayor parte de los
santos/as beatificados y canonizados son miembros de institutos religiosos. Si bien, todos
los fieles están llamados a la santidad como unión con Cristo, ésta debe cultivarse según la
vocación propia de cada uno (LG 39-42).
Dios es la fuente de toda santidad. Para llegar a la santidad hay que asumir el don de
Dios, que es Él mismo (Ef 1,3-6.13). Nadie se hace santo sin la colaboración libre (Rom 8,
29-30). La santidad cristiana consiste en la unión con Cristo y se expresa en el ejercicio de
la fe, la esperanza y el amor (Jn 4,7-8.10-11). La santidad no es otra cosa que el desarrollo
y crecimiento, bajo la acción del Espíritu de la fe, la esperanza y el amor que llegan a
vivirse en un cierto grado de madurez y plenitud.
Existe una dimensión eclesial en la santidad: “Dios quiso santificar y salvar a los
hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un
pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (LG 9). En la santidad
oficializada o canonizada se manifiesta esta dimensión eclesial. El creyente se santifica en y
para la Iglesia y necesita el reconocimiento de la autoridad eclesiástica para ser presentado
como “modelo”. Hay modelos diversos de santidad.
2. Concepto de santidad
Hay que tener también presente el paso de la idea de santidad como perfección al de la
santidad como comunión con Dios. Un fuerte concepto de la perfección como ausencia de
defectos, de fallos, de imperfecciones hizo que se pasara de una perfección en la línea
evangélica de crecimiento en el amor, al de una perfección fruto de esfuerzos por superar
las limitaciones humanas. Una persona era santa cuando había superado de tal manera todo
lo que puede significar limitación humana, que incluso lo que llamaban imperfecciones ya
no tuviera lugar en su vida. De allí las prácticas ascéticas y la contabilidad de actos de
virtud; los exámenes de conciencia general y particular, con el consiguiente desaliento por
el persistir de faltas y pecados. El concepto auténtico de santidad es la unión con Dios.
Ésta no se realiza en la ausencia de imperfecciones sino en el crecimiento en la vida
teologal. Una persona puede tener defectos, pero si a partir de los defectos crece en el amor
a Dios y al prójimo, va madurando y va llegando a esa plenitud que llamamos santidad.
Vita consecrata recuerda que todos los cristianos deben sentir una profunda exigencia de
conversión y de santidad y, al mismo tiempo, ha afirmado que esta exigencia se refiere en
primer lugar a la vida consagrada. Los que la abrazan se comprometen a buscar ante todo el
60
reino de Dios y éste exige conversión “en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en
el Señor, para que Dios sea todo en todos... La Iglesia ha siempre visto en la profesión de
los consejos evangélicos un camino privilegiado hacia la santidad” (VC 35). Y esto porque
ayuda a profundizar la vida teologal, camino de santidad. Cada voto, en efecto, dice
relación especial con una de las actitudes teologales: castidad y vida comunitaria: son sobre
todo ejercicio de amor; la pobreza exige un compromiso constante de esperanza; y la
obediencia lleva especialmente a la práctica de la fe.
El voto de pobreza, entre otras cosas, lleva a compartir los bienes en la comunidad
mostrando que una persona vale no por lo que tiene sino por lo que es. Demuestra así,
igualmente, que la función de las cosas materiales es la de ser lugar de encuentro con Dios
y los hermanos. A través de este tipo de pobreza religiosa se aprende la apertura a Dios y a
los demás; se expresa el valor social de los bienes y se percibe la exigencia de trabajar para
crear una sociedad justa y humana para todos. Al mismo tiempo, una comunidad religiosa,
que pone lo que es y lo que tiene al servicio de los más pobres y necesitados trabajando por
su promoción, denuncia evangélicamente el uso de los bienes para prestigio y poder en la
sociedad. Esto va contra el plan de Dios que otorga los bienes para utilidad de todos en un
fraterno compartir.
61
La fraternidad cristiana, don de Dios, se abre paso en la vida de los creyentes en la
iglesia y el mundo. La vida consagrada, vivencia fraternal del evangelio, está llamada en
todas las épocas a hacer visible la prioridad de Dios, la comunión fraterna y la donación al
servicio de los hermanos. En su vivencia profunda se realiza la santidad en la vida
consagrada como un camino de seguimiento de Jesús a partir de un carisma y de una
espiritualidad. En ellos se da una triple orientación: hacia el Padre en el deseo de buscar
filialmente su voluntad mediante un proceso de conversión continua; una orientación hacia
el Hijo para cultivar una comunión de vida con Él en la escuela de su servicio generoso de
Dios y de los hermanos; una orientación hacia el Espíritu Santo, para dejarse conducir y
sostener por él, tanto en el propio camino espiritual como en la vida de comunión y en la
acción apostólica (VC 36).
Pablo VI presenta a María como ejemplo para todo cristianos. La califica como virgen
oyente que sabe escuchar la palabra de Dios con fe y la medita en su corazón; como virgen
orante, que sabe proclamar las grandezas de Dios, interceder por los demás, perseverar en
la oración y como virgen oferente que ofreció a su Hijo en el templo y en la cruz. En estas
tres actitudes fundamentales de María, todo cristiano encuentra inspiración y estímulo para
vivir las exigencias del seguimiento de Jesús. En la vida consagrada la exigencia de la
actitud oyente se halla en el voto de obediencia que busca la voluntad de Dios en los
acontecimientos y la acepta con disponibilidad enraizada en la fe. La actitud orante, hecha
de amor confiado en el Señor aparece sobre todo en la entrega total de la vida a través del
voto de castidad, expresión de amor a Dios que se concretiza después en el amor fraterno
de la vida comunitaria. Finalmente, el gesto oferente se realiza cuando a través del voto de
pobreza con una esperanza activa se ofrece el mundo a Dios juntamente con Cristo.
62
la Iglesia y la presentó encarnada en su historia (cf LG 52.69). En ella se volvió a descubrir
la María del evangelio, mujer sencilla y fuerte, “que conoció la pobreza y el sufrimiento, la
huída y el exilio (cf Mt 2, 13-23), situaciones todas estas que no pueden escapar a la
atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del
hombre y de la sociedad” (MC 37). De entre todos los aspectos de la vida de María, la
experiencia actual de la vida consagrada subraya que ella "fue algo del todo distinto de una
mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien, fue mujer que no dudó
en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba del trono
a los poderosos del mundo"(MC 37). El hecho de que se vuelva a tomar conciencia de que
Maria no es solamente pobre sino que se pone de parte de los pobres, es hondamente
significativo para las personas consagradas comprometidas en una evangelización
liberadora desde la opción preferencial por los pobres, que fue la opción del mismo Jesús y
que se constituyó en un signo mesiánico y en signo de autenticidad evangélica para los
cristianos de todas las épocas.
Esta experiencia evangélica de María como mujer libre y liberadora ha influido sin duda
en algunos documentos recientes de la Santa Sede, en los que se habla con insistencia de la
Virgen del Magnificat. Así, por ejemplo, el segundo documento sobre libertad cristiana y
liberación, Libertatis conscientia (1986), de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
relaciona a la Virgen del Magnificat con los anhelos de salvación liberadora de los pueblos
cuando, comentando esa plegaria de la Virgen afirma que "Maria, al lado de su Hijo, es la
imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y d el cosmos. La
Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido
de su misión" (LC 97). Y el Papa Juan Pablo II, en su encíclica Redemptoris Mater (1987),
señala que la Iglesia se siente confortada con las palabras del Magnificat y desea con ellas
iluminar "las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los los
hombres...(y) renueva cada vez mejor en si la conciencia de que no se puede separar la
verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de
su amor preferencial por los pobres y humildes, que, cantado en el Magnifcat, se encuentra
luego expresado en las palabras y obras de Jesús” (RM 37).
3. María modelo de fe orante
Precisamente por esta actitud orante, la Virgen se convierte para la persona consagrada
en un impulso para acudir a las necesidades humanas para socorrerlas , pero sobre todo para
conducirlas a Dios. En su oración María enseña a unir la escucha de la palabra con el
compromiso de la acción. En su oración se aprende a tener las actitudes que transforman a
la persona en un contemplativo. De María aprende la persona consagrada a vivir en
discernimiento para buscar los caminos de Dios en la historia, preguntando, dialogando,
escuchando y, cuando se descubre lo que el Señor pide, a acogerlo con total disponibilidad
y con una respuesta libre y responsable (Lc 1, 26-38). Muchas veces, en la vida cristiana y
en la vida consagrada no se alcanzan a comprender situaciones ni a penetrar en su sentido
profundo. Es el momento de la oscuridad de la fe. Para esas coyunturas, María, que no
comprende y que, sin embargo sigue adelante como peregrina de la fe y de la esperanza,
enseña a conservar las cosas en el corazón esperando que se haga luz con una mirada
contemplativa que aguarda la hora de Dios (Lc 2, 19.51). En un mundo de tantas
necesidades materiales, injusticias, marginación que las personas consagradas experimentan
en el contacto con la gente, aprenden de la Virgen a integrar esas necesidades en una
63
oración confiada y segura de contar con el auxilio del Señor (Jn 2, 1-5). En los momentos
de crisis y de prueba; en los períodos de transición como el que está viviendo la vida
consagrada al presente, la figura de María orante y oferente al pie de la cruz, invita a la
perseverancia y a la fidelidad con la certeza que da el triunfo final del bien y de la vida
después de la muerte (Jn 19, 25-27). La vida consagrada que es un don que se vive en la
Iglesia y para la Iglesia encuentra en María que acompaña a los discípulos en la oración
(Hch 1,14), un ejemplo de solidaridad eclesial que lleva a compartir la experiencia de Dios.
IV
CONSAGRACIÓN Y VOTOS
La forma concreta de consagración de los religiosos se ha hecho por los votos. Durante varios siglos se hacía
únicamente un voto: el de vida monástica o el de la conversión de la vida (conversio morum). En este voto se
incluían las tres dimensiones relacionales de la persona humana: con Dios, con los demás y con los bienes de
este mundo. Más adelante se explicitó en los tres votos: obediencia, castidad y pobreza. El primero como
expresión de encuentro con Dios y de búsqueda del cumplimiento de su voluntad a partir de la fe; el segundo
como apertura a los demás en el ejercicio de un amor fraternal apoyado en la caridad evangélica y el tercero
como un modo de relacionarse con el mundo material en el compromiso de su transformación y de
compartirlo con los demás en una esperanza activa.
Hoy en día cuando se habla de la vida consagrada se mencionan con toda claridad los
votos de castidad, pobreza y obediencia como elemento fundamental de ese estado de vida.
Incluso el derecho canónico los menciona como constitutivos del mismo, al hablar de las
normas comunes a todos los institutos: “Adoptan con liberad esta forma de vida en
institutos de vida consagrada canónicamente erigidos por la autoridad competente de la
Iglesia, aquellos fieles que, mediante votos u otros vínculos sagrados, según las leyes
propias de los institutos, profesan los consejos evangélicos de castidad, pobreza y
64
obediencia, y por la caridad a la que éstos conducen, se unen de modo especial a la Iglesia y
a su misterio” (can. 573,2). Una visión histórica de la evolución en el modo de
comprometerse en la práctica de los consejos evangélicos ayuda, sin duda, a saber situarlos,
a comprender los condicionamientos socio-culturales que los han definido y a estar abiertos
a los cambios de enfoque que hoy se requieren en la forma de presentarlos y vivirlos.
Está claro que en los tres primeros siglos, cuando aparecieron los movimientos ascéticos
y la virginidad premonástica no se hacía un voto público para expresar el compromiso que
los creyentes que asumían ese género de vida. El propósito de vivir la virginidad durante
toda la vida era fruto de una decisión personal, pero ésta se mantenía en privado. Vírgenes
y ascetas eran conocidos en las comunidades, pero éstas no les brindaban un
reconocimiento oficial ni los obligaban a vivir separados de la familia formando un grupo.
No es sino hasta mediados del siglo IV cuando, en algunos lugares, se va estableciendo la
costumbre de realizar el compromiso delante de la comunidad cristiana mediante una
ceremonia pública.
En la Regla de s. Basilio (s. IV) se habla de un pacto que se hace en presencia de Dios y
relativo a él. Este consiste en la profesión de virginidad. Esta es el fundamento de la
profesión monástica. Se va dando poco a poco una evolución en el monacato occidental
hasta llegar con s. Benito a una profesión monástica en la que se asumen la estabilidad, la
firme decisión de vivir según las normas monásticas y la obediencia. Casiano habla de tres
renuncias: la primera lleva a despreciar las riquezas y los bienes de este mundo; la
segunda, es la renuncia a la vida pasada y a los afectos desordenados; la tercera es la
contemplación que fija la mirada en las cosas definitivas apartándola de las cosas presentes.
65
práctica tardó un poco en imponerse. De hecho los benedictinos expresaban la totalidad de
la consagración que implicaba los compromisos de castidad, pobreza y obediencia, a través
de una fórmula particular: obediencia, conversión de costumbres y estabilidad. El concilio
de Trento, en el s. XVI reafirmó la legitimidad de los votos de obediencia, castidad y
pobreza, contra el juicio negativo de Lutero que los calificaba contrarios a la palabra de
Dios, a la fe, a la libertad evangélica, a los mandamientos y a la razón natural.
Este panorama histórico de la evolución que han tenido los votos hasta llegar a su
formulación actual nos hace comprender que lo que ellos quieren expresar es la plena
donación de la persona que los hace. Por otro lado, hay que tener en cuenta que el modelo
de Iglesia y de sociedad, el tipo de cultura, la teología vigente en cada época, condicionan
la forma de entenderlos y de vivirlos. No tienen el mismo significado ni la misma expresión
teológica y espiritual en una cultura agrícola, precientífica, pre-técnica y sacral al que
tienen en una cultura urbana, técnico-científica y secular. Diversa es la apreciación de los
votos y de sus implicaciones en una sociedad monárquica y patriarcal a la que tienen en una
sociedad democrática e igualitaria; y lo mismo pasa cuando se consideran en un mundo
feudal y fragmentado o cuando, por el contrario se analizan y se llevan a la práctica en un
mundo globalizado en la economía, en la política, en la cultura. También se va abriendo
paso en la reflexión sobre los votos la perspectiva femenina, la ecológica y la comunitaria;
la de cada cultura.
Por eso no nos debe extrañar que así como en la evolución se pasó por diversas
formulaciones hasta llegar a la tripartita, pudiera formularse lo esencial de la consagración
que hoy se expresa con la castidad, la pobreza y la obediencia, de una forma diversa o que,
por lo menos, esos tres votos tuvieran una comprensión diferente más de acuerdo con lo
que implican para la persona consagrada y que se expresaran de una manera diversa: la
castidad consagrada como camino de amor, apertura a la universalidad del amor y como
disponibilidad en la entrega por el reino; la pobreza como pobreza con Espíritu y
compromiso solidario con la justicia; la obediencia como discernimiento y aceptación de
los caminos de Dios en la historia para comprometerse con su proyecto. Lo importante es
que en cualquier caso y con cualquier nombre signifiquen la entrega total de la persona al
servicio de Dios y de su reino y proclamen su elevación sobre todo lo terreno y sus
exigencias (LG 44) testimoniando así el absoluto de Dios.
Un cierto tipo de vida consagrada se da en otras religiones. Esto demuestra que lo más
profunda y auténticamente humano es idéntico en todos los hombres y mujeres; que en el
fondo de todos hay una tendencia irrefrenable hacia lo "santo", hacia el “misterio", una
66
búsqueda apasionada de Dios. La experiencia religiosa de estas personas pone en evidencia,
a veces en contraste, determinados valores de la persona humana, como la simplicidad y la
austeridad, la centralidad de la relación y el encuentro con lo santo, la misericordia y la no
violencia, la moderación y el recogimiento, la armonía con el cosmos y la vida de
comunidad. Este fenómeno de la vida religiosa en las religiones pone de relieve que toda
sociedad crea -la mayoría de las veces inconscientemente- sus propios grupos minoritarios
y marginales para que ejerzan sobre ella una función simbólica, crítica y transformadora.
Las personas que asumen este estilo de vida de manera original se vuelven iniciadores y
modelos para los otros. Por eso muestran una grande libertad con relación a las
instituciones y las relativizan, en ocasiones en una forma de fuerte contraste. Es una forma
humana legítima de realización personal plena y una original manera de estar ante Dios en
la sociedad y en el cosmos. Estos grupos tienden a encarnar de manera radical los valores
más profundamente apreciados, especialmente los valores de la sacralidad, aunque esto les
ocasione una cierta marginación y separación social. En esos grupos la sociedad proyecta
sus esperanzas más escondidas, sus sueños y sus aspiraciones.
67
La vida consagrada aporta a las demás formas de vida religiosa en el mundo no-cristiano,
su ineludible característica cristológica. A partir de la encarnación del Hijo de Dios, la
persona humana puede nacer y morir, sufrir y gozar, trabajar y aprovechar el resultado de
sus fatigas de un modo original a causa de la luz y de la gracia que Jesús trajo con su vida,
su muerte y su resurrección. Cristo se hizo uno de nosotros para que nosotros pudiéramos
llegar a ser personas en plenitud. Él sembró por la acción del Espíritu las semillas del reino
en los pueblos y en las religiones. Cristo introduce en el creyente religioso la exigencia y la
novedad que se derivan de una triple perspectiva: del anuncio y del encuentro; de la
denuncia y de la fuga; de la renuncia y autonomía.
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La vida consagrada se encarna en la historia y está condicionada por la cultura y las
circunstancias sociales de cada época y de cada lugar. No se puede disociar la fe de la
historia, el ser creyente, consagrado y el ser persona humana. Por eso, los compromisos que
asume la vida consagrada mediante los votos u otros vínculos semejantes, están
influenciados por los diferentes contextos socio-culturales. También los contextos
eclesiales dejan su huella en la forma de entender y de vivir esos votos.
Los votos están en conexión con el mundo de relaciones y, por lo mismo, sufren el
influjo de las culturas en la forma de ser entendidos y en sus expresiones y manifestaciones
externas. No es lo mismo la obediencia vivida en una cultura caracterizada por estructura
piramidales en la sociedad que son expresión también de una idea de Dios, a la que se actúa
en sociedades de tendencias democráticas. Otra diferencia surge también del hecho de que
exista o no un sentido crítico en la sociedad y de la posibilidad que haya de diálogo entre
las personas y de una repartición de roles sobre la base de la corresponsabilidad y
subsidiaridad.
69
decidido por el pater-familias o de autosuficiencia laboral e independiente de los miembros
de la familia, deja su huella. Otro tanto hacen la globalización económica y el uso de los
medios de comunicación.
Importante también para el concepto que se tiene de los votos y para las características
peculiares con las que se viven es la situación en que se encuentra la Iglesia y la forma en
que se estructura. Cuando la Iglesia vive en un ambiente de cristiandad y se jerarquiza
demasiado aparecen los votos como un camino de perfección en el que la autoridad
determina todo y la obediencia deber ser absoluta sin posibilidad de diálogo; la pobreza se
hace dependencia total hasta en los más mínimos detalles, y la castidad subraya el aspecto
renuncia y es protegida, como en el caso de las monjas de clausura, con estructuras rígidas
establecidas por la autoridad masculina y clerical. El enfoque de los votos se hace
preferencialmente jurídico.
También el cambio de rostro de la Iglesia en la actualidad, cuando más del 70% de sus
miembros viven en el llamado tercer mundo ha hecho abrir los ojos a la necesidad de un
pluralismo en los matices con los que se viven los votos. No se puede imponer un solo
estilo o forma de entenderlos y vivirlos. Por ello, sea los enfoques teológicos, sea las
perspectivas prácticas de los votos imponen una diversidad dentro de la que se conserva
una unidad en lo esencial de su contenido e implicaciones.
70
La visión histórica del fenómeno de la castidad consagrada en la Iglesia nos permite una comprensión más
clara de la misma y nos hace relativizar, al mismo tiempo, algunos enfoques fruto de una época y de unas
circunstancias y que no afectan a lo esencial de la doctrina bíblica y teológica que hemos expuesto. En la
persona de Jesús aprendemos que la castidad consagrada no tiene en primer lugar una finalidad ascética. Jesús
vivió su celibato con naturalidad para dedicarse al anuncio del proyecto de Dios y para servir a sus
hermanos/as hasta la entrega de su vida.
Con la teología escolástica la virginidad pasa de ser un estado de vida a una virtud moral
que tiene como elemento formal la renuncia al placer sexual. Además, es una virtud porque
se la confirma con un voto. Santo Tomás acepta que la virginidad es un estado más
excelente que el matrimonio porque es un bien divino, orientado al provecho del alma en
una vida de contemplación. Por otro lado, el mismo S. Tomás, coloca por encima de la
virginidad, el martirio y la fe, la esperanza, el amor y la virtud de religión. La virginidad se
asoció al martirio como en la reflexión de los Padres de la Iglesia. También se insiste en la
dimensión escatológica de la virginidad y de la castidad consagradas: ellas anticipan la vida
que se tendrá en el reino de los cielos donde no será necesaria la procreación.
71
cuerpo y materia a espíritu. Esta doctrina del concilio de Trento condicionó hasta mediados
del siglo pasado la reflexión sobre la castidad consagrada. A partir de ese momento y frente
a nuevos retos en el campo antropológico, sociológico, psicológico y teológico, el
magisterio de la Iglesia procuró expresar en un lenguaje más comprensible para el mundo
de hoy esa enseñanza tradicional. Algunos documento papales enfrentan ese desafío. Así,
por ejemplo, la encíclica Sacra Virginitas (1954), se escribe en el contexto de una
exaltación naturalista del matrimonio como indispensable para la integración psico-física
de la persona humana, al grado de considerar inhumana cualquier forma de celibato. Frente
a esta concepción no cristiana de la sexualidad, la encíclica ilumina el valor de la
virginidad y subraya los límites de la vida conyugal. Se pone de relieve que la castidad
consagrada favorece la libertad de la persona para entregarse más completamente a Dios y
al prójimo.
La teología de la vida religiosa anterior al concilio, sin negar el aspecto misión, es decir
la disponibilidad que el voto de castidad otorga para el servicio, subraya el ángulo de la
reserva: la castidad consagrada dedica plenamente al Señor, porque él ha fascinado al
religioso/a. El consagrado/a lo escoge como el centro de su vida, mientras el casado/a
escoge a una criatura. En el voto de castidad se veía sobre todo el aspecto renuncia, no
tanto el de la elección preferencial. La renuncia se centraba en el aspecto genital. Se
hablaba de una renuncia a los bienes corporales o placeres sexuales. Poco se consideraba la
dimensión afectiva de la sexualidad. Por este motivo, la formación insistía casi
exclusivamente en la doble obligación con relación al sexto y noveno mandamientos, que
la castidad consagrada implicaba por el voto hecho. Se advertía casi exclusivamente de los
peligros que acechaban a quien se empeñaba en ese compromiso y de la necesidad de la
mortificación para conservar la fidelidad a él. También y, con razón, se pedía cultivar una
relación personal con Jesús y María a través de la oración.
2. La doctrina conciliar
El Concilio Vaticano II presenta formulaciones nuevas que son fruto de una nueva
sensibilidad y mentalidad con relación a la sexualidad y al matrimonio. Al hablar de la
vocación universal a la santidad coloca en plano de igualdad las diversas vocaciones y
carismas en la Iglesia. No habla más del matrimonio como remedio para la concupiscencia,
como se hacía en el pasado, sino que lo presenta como una comunión integral de amor
divino. La realización de ese amor es una vocación, es decir, un don de la gracia capaz de
construir personalidades profundamente unificadas.
72
admitir un candidato a la vida religiosa y antes de que abrace la profesión de la castidad,
éste tenga la “debida madurez psicológica y afectiva”. No basta, por tanto, avisarles de los
peligros que acechan. Finalmente exhorta a usar “los medios naturales que favorecen la
salud de alma y cuerpo” y a vivir la fraternidad en las comunidades como medio para el
equilibrio afectivo de sus miembros (PC 12).
La reflexión posconciliar sobre el voto de castidad ha sido muy rica porque ha abarcado
todas sus dimensiones para hacer frente a los retos que se le presentan en el mundo de hoy.
Se han profundizado su aspecto histórico, bíblico, teológico, psicológico y espiritual. El
magisterio de la Iglesia ha ido presentando esa doctrina en diversos documentos.
Sin negar que la castidad consagrada es ante todo una reserva para Dios, en el
posconcilio se pone el acento en la capacidad que da para comprometerse con la misión.
Esta dedicación al servicio de los demás la hace más fácilmente creíble en un mundo
dominado por el erotismo y el hedonismo, si bien “sólo el amor de Dios... llama en forma
decisiva a la castidad religiosa. Este amor, por lo demás, exige imperiosamente la caridad
fraterna, que el religioso vivirá más profundamente con sus contemporáneos en el corazón
de Cristo. Con esta condición, el don de sí mismos, hecho a Dios y a los demás, será fuente
de paz profunda. Sin despreciar en ningún modo el amor humano -¿no es él, según la fe,
imagen y participación de la unión de amor que une a Cristo y la Iglesia?-, la castidad
consagrada evoca esta unión de manera más inmediata y realiza aquella sublimación hacia
la cual debe tender todo amor humano... Aún cuando [el mundo] no siempre la reconoce,
ella permanece en todo caso místicamente eficaz en medio de él” (ET 13-14).
73
Teológicamente se ha puesto de relieve su fundamento cristológico. La persona
consagrada ha experimentado la seducción de Jesús: “Bajo su acción [del Espíritu Santo]
reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: ‘Me has seducido, Señor, y me
dejé seducir. (Jer 20, 7). Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena... La
persona que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo (cf. Mc 1,16-20; 2,
14; 10, 21.28)” (VC 19. 18).
Hay que educar para vivir una amor maduro y gratuito en fidelidad a la propia
vocación a partir de una clara identidad vocacional. Sobre todo hay que ofrecer una
formación específica en el campo afectivo: “Es necesaria una formación específica de la
afectividad, que integre la dimensión humana con la dimensión propiamente espiritual.
74
La integración de la afectividad y de la sexualidad se viven en un dinamismo de
fidelidad en cada una de las etapas de la vida humana y de cada persona consagrada. Hay
que atravesar por crisis y pruebas; hay que superar dificultades y noches oscuras antes de
lograr una integración afectivo-sexual madura. Ese proceso es un proceso de toda la vida y
que implica una apertura a Dios que nos educa como un padre a su hijo y nos va llevando
de la mano a adquirir una capacidad de amarlo con entrega total y, al mismo tiempo, de
amar a los demás y manifestarles el amor que él les tiene. La intimidad con Dios y con
María proporcionan la ayuda necesaria para mantener una fidelidad a la propia vocación y
compromiso celibatario.
Jesús se hizo cercano a los pobres y se solidarizó con ellos. El también vino a proclamar
su liberación integral. La Iglesia desde los principios se preocupó por los pobres (cf Gal
2,10). Más todavía, una de las características de la primitiva comunidad de Jerusalén era la
de tener todo en común para que no hubiera indigentes entre sus miembros (Hch 4,32-35).
La perspectiva escatológica por una parte y la caridad solidaria influyeron en una actitud
que condujo a relativizar los bienes. Ya los ermitaños, aunque conservaban la posesión de
lo que necesitaban para la vivir, se limitaban a lo mínimo necesario como camino para
librarse de la esclavitud que la ambición produce. En la vida monástica, desde los
principios, se exige el desposeimiento de los bienes, la distribución a los pobres y el
compartirlos con la comunidad como expresión de fraternidad.
75
pobreza (como de los otros dos) como holocausto, es decir como sacrifico y renuncia de los
bienes. Esto junto con el esquema social agrícola-patriarcal condiciona la forma de
entender y vivir el voto de pobreza en sus tres aspectos: consagración, comunión y misión.
El Concilio inició un cambio de vida y de reflexión para las personas consagradas. Fue
un cambio hecho de tensiones y dificultades; de polarizaciones y extremismos. Ahora, a la
luz del Sínodo sobre la vida consagrada y del documento postsinodal Vita consecrata,
podemos contemplar, en una mirada de conjunto, el camino recorrido en los últimos 30
años y situarnos en el momento actual.
76
era posible. Buscar llevar una vida en esos niveles era contrario a la voluntad de Dios,
porque se trataba de situaciones de inhumana pobreza. Entonces se comenzó a ver que la
pobreza no es sinónimo de carencia de bienes; que ciertamente hay que llevar una vida
sencilla y austera, pero que lo más importante, en el testimonio del voto de pobreza era el
compromiso para usar de los bienes con moderación y libertad, sin dejarse dominar por el
consumismo y, principalmente, el compartirlos al interior de la comunidad y con las demás
personas. El voto de pobreza empeña en poner todo lo que uno es y tiene al servicio de los
más necesitados para ir transformando las estructuras injustas de la sociedad.
Con fecha 29 de junio de 1971, el Papa Pablo VI, publicaba su Exhortación Apostólica
"Evangelica Testificatio", sobre la renovación de la vida religiosa. En ella, hablando de la
pobreza consagrada, asumía ya los principales ejes de la reflexión y búsqueda posconciliar:
la invitación a escuchar el grito de los pobres como una llamada a una conversión de la
mentalidad y de los comportamientos con relación a los bienes; a no tener compromisos
con la injusticia y trabajar por la justicia; a poner obras al servicio de los pobres; a
compartir los bienes dentro y fuera de la comunidad; a testimoniar el sentido humano del
trabajo, "realizado en libertad de espíritu y restituido a su naturaleza de medio de
sustentación y de servicio".
Desde la consagración la pobreza es, en el fondo una opción por la riqueza del Reino,
que Jesús ha proclamado. Es a partir de Jesús que la pobreza adquiere su sentido. "Cristo es
rico: tiene toda la riqueza de su Padre y dentro de este mundo ha disfrutado la alegría de las
cosas, la comida, la belleza de la tierra. Pero al mismo tiempo es rigurosamente pobre: vive
desde el Reino y no conserva nada de este mundo como propio, sino que lo reparte de
manera total entre los hombres ... Este nivel de la pobreza se traduce como
desprendimiento: debo aceptar el don de Dios y desde Dios todas las cosas, los bienes de la
tierra o las fatigas, el honor o la deshonra, la grandeza o la miseria" (X. Pikaza). Esto se
traduce en una vida austera y simple.
77
2. El voto de pobreza desde el ángulo de la comunión.
Entre otras cosas, el voto de pobreza lleva a compartir los bienes en la vida de
comunidad manifestando así uno de los frutos de la presencia de Jesús y de su Espíritu, la
"koinonía", o comunión, a semejanza de la primitiva comunidad cristiana, donde sus
miembros todo lo ponían en común (Hch 2,42-45). El voto de pobreza "implica ... el
compromiso de tener (los bienes) en común, desde, con y para los hermanos. Una
fraternidad sin comunión de bienes no podría ser auténtica ... [así] la pobreza [es]
consecuencia del amor comunitario y anticipo de la nueva comunión del Reino” (X.
Pikaza). Demuestra que las personas valen no por lo que tienen sino por lo que son. El
compartir los bienes hace ver que las cosas materiales tienen la función de medio para el
encuentro con Dios y con los demás. De este modo se denuncia el uso de los bienes para
prestigio y poder en la sociedad, que va contra el plan de Dios que pide compartirlos con
los demás.
78
y acepta las purificaciones de la fe y las exigencias ascéticas de abnegación evangélica
como consecuencia de una nueva solidaridad con el mundo de los pobres. Esta nueva
espiritualidad aparece como condición para responder al clamor de los pobres y como fruto
maduro de esa respuesta, porque "sólo la santidad podrá rubricar y hacer exigente para toda
la Iglesia el testimonio de aquellos que buscan expresar su fe y esperanza en el Señor, en el
amor solidario con el pueblo pobre y oprimido ...su opción por la vida ... Esta experiencia
espiritual es el pozo del que tenemos que beber" (G. Gutiérrez). .
Debe quedar claro, desde un principio, que por medio del voto de obediencia, lo que los
consagrados han querido expresar es su compromiso de buscar y cumplir la voluntad de
Dios con la ayuda del superior y la comunidad. La forma de entender la misión del
superior y, por tanto de ejercerla, depende de la forma de comprender y de vivir las
relaciones entre autoridad y obediencia en la Iglesia y en la vida religiosa. Estas relaciones
están a su vez condicionadas por el modelo de Iglesia y por la idea que se tiene de los votos y
de la comunidad religiosa. Igualmente por los cambios socio-culturales.
Los grandes ascetas del eremitismo buscaban dedicarse a Dios en la soledad. Está claro
que viviendo de ese modo carecían de un superior que les ayudase en el discernimiento de
la voluntad de Dios. Ellos la buscaban más bien en la escucha directa de él a través de la
Escritura, o acudiendo a otros ermitaños más ancianos y con mayor experiencia. Se
comenzó así a establecer una relación maestro-discípulo entre los Padres del desierto. El
maestro era el modelo que enseñaba con el ejemplo de su vida y con sus orientaciones fruto
de una experiencia de vida en la búsqueda y el cumplimiento de la voluntad de Dios. Con
todo, la obediencia que se practicaba no era fruto de un reconocimiento de la mediación de
un superior. Tampoco se obedecía para favorecer el bien común de un grupo al que se
79
pertenecía. No existía aún la comunidad como tal. En la obediencia se buscaba más bien el
renunciar a la propia voluntad incluso acudiendo a otro ermitaño para hacerlo. Se trataba
más bien de una práctica ascética.
Con Pacomio y Basilio, en el siglo IV, en Oriente y con Casiano y más tarde con S.
Benito en Occidente, se subrayaron las ventajas de la vida común para el ejercicio de la
caridad y de la guía del superior para evitar los inconvenientes de la toma de decisiones sin
una confrontación con otros. En Oriente, la obediencia se observa para mantenerse fieles al
compromiso de vivir al servicio de Dios y de los demás. También el superior puede ser
corregido por los hermanos. El debe dejarse guiar por la palabra de Dios. Sólo ella le da
autoridad. En Occidente, en cambio, se impuso la tendencia a acentuar la autoridad de los
superiores. Del mismo modo que Cristo estaba presente en los apóstoles en la comunidad
de Jerusalén, así lo estaba en el abad de los monasterios. Por medio de la obediencia se
favorece el crecimiento espiritual porque se aprende a mortificar la propia voluntad y se
conserva la concordia en la vida fraterna. La obediencia religiosa aparece también en la
vida monástica de Occidente como la sujeción voluntaria que los hijos tienen hacia sus
padres y los fieles cristianos a los pastores de la Iglesia. En la Regla de s. Benito, la
obediencia aparece unida a la humildad y es expresión del amor de Cristo. Obedecer es un
acto de ofrenda al Señor que debe, por tanto, estar acompañado por una actitud interior. La
obediencia es un medio de santificación.
En la época moderna algunos pidieron que se fuera más allá del voto de obediencia para
vivir la virtud de la obediencia que llevaba a adelantarse a la orden del superior y a ejecutar
sus consejos. Se creó toda una teología del mérito de la obediencia que conducía a querer
colocar todo bajo la decisión de la autoridad religiosa. Desde el ángulo de la consagración
la obediencia se enfocó como el sacrificio de la libertad para poder adherir más fácilmente
a la voluntad de Dios. Para vivir la comunión, el voto de obediencia obligaba a tener en
cuenta el bien de la comunidad antes que el propio personal y a estar dispuestos a renunciar
a proyectos personales para reforzar la fraternidad. Por último, en la línea de la misión, se
consideraba el voto de obediencia como una adhesión radical a los planes apostólicos
decididos por los superiores y asumidos con el dinamismo de la unión de fuerzas. Se
insistía en la necesidad de imitar a Cristo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz
80
(Flp 2, 5-11).
4. La doctrina conciliar
Los tres aspectos de la vida consagrada: consagración, comunión y misión orientaron las
enseñanzas del Vaticano II al hablar del voto de obediencia. Desde el ángulo de la
consagración se puso de relieve el hecho de que por la profesión de la obediencia, los
religiosos “ofrecen a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad, y
por ello se unen más constantemente a la voluntad salvífica de Dios” (PC 14). En cuanto a
la comunión, la obediencia facilita la colaboración en los proyectos al servicio de la Iglesia
y del propio instituto. Con relación a la misión se recuerda que por medio ella los religiosos
“son dirigidos al ministerio de todos los hermanos en Cristo, a la manera que Cristo mismo,
por su sumisión al Padre, sirvió a sus hermanos y dio su vida por la redención de muchos
(cf. Mt 20,28; Jn 10,14-18). Así se vinculan más estrechamente al servicio de la Iglesia y
se esfuerzan por llegar a la medida de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13)”(PC 14).
Otro cambio conciliar fue el de presentar al superior como representante de Dios Padre,
que nos ha transformado en hijos suyos. Eso modifica el tipo de relaciones entre Dios y
nosotros. Estas se transforman en relaciones de amor y confianza apoyadas en la fe. A
semejanza de ellas, las relaciones entre la autoridad y la obediencia en la vida consagrada
deben ser sostenidas por la fe que hace que los superiores vean en los miembros de su
comunidad a hijos de Dios y que éstos los contemplen como signos e instrumentos de la
paternidad divina. El amor y la confianza deben caracterizar esas relaciones (PC 14).
1. La crisis posconciliar
81
comunitarismo. Paulo VI, en su exhortación apostólica Evangelica testificatio (1971)
enfrentaba la crisis recordando algunos elementos que no podían olvidarse en el
compromiso de la obediencia consagrada.
82
Una autoridad evangélica tendrá que ser cada vez más un verdadero servicio
realizado en el diálogo y la escucha; que respete los derechos de la persona y que tenga en
cuenta la sicología humana. Será una autoridad en búsqueda de los caminos de Dios con la
actitud humilde de quien tiene la certeza de no poseer toda la verdad y que, por lo mismo,
practica un discernimiento orante con los individuos y con la comunidad para descubrir la
voluntad del Señor. Esto requiere una manera más participativa de dirigir y coordinar,
necesaria para superar la tentación del poder y de su búsqueda y defensa.
Una obediencia evangélica deberá tener presentes diferentes ángulos. Ante todo, el
aspecto cristológico. Como Cristo, la persona consagrada, tratará de vivir abierta a los
caminos de Dios que no son los caminos humanos (Is 55, 8-9) y que se van manifestando a
través de las circunstancias y de las mediaciones, una de las cuales es la de la autoridad en
la Iglesia. La perspectiva pneumatológica da la certeza de que la vocación y los dones
recibidos son un don del Espíritu para el servicio. Los signos de los tiempos y de los
lugares, las necesidades y desafíos de la Iglesia y de la sociedad, el discernimiento
dialogante hecho con los superiores será medio para descubrir lo que el Espíritu pide a cada
uno. Eso requiere una visión de fe que va más allá de las apariencias para descubrir a Dios.
Así se podrá practicar una obediencia a imitación de la de Cristo,”cuyo alimento era hacer
la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34) [y se manifestará] la belleza liberadora de una
dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza
recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres
Personas divinas”(VC 21).
83
El documento postsinodal Vita consecrata presenta con mucho realismo los grandes
retos de la vida consagrada como desafíos de siempre, pero que la sociedad contemporánea
lanza con formas nuevas y más radicales. Estos desafíos atañen directamente a los consejos
evangélicos de castidad, pobreza y obediencia y a su significado antropológico. “No han de
ser considerados como una negación de los valores inherentes a la sexualidad, al legítimo
deseo de disponer de los bienes materiales y de decidir autónomamente de sí mismo” (VC
87), porque estas inclinaciones se fundan en la naturaleza y son buenas en sí mismas. Lo
que hay que evitar es dejarse dominar por ellas en forma desordenada. El testimonio de los
consejos evangélicos vividos con el compromiso de los votos los convierte en un punto de
referencia para no olvidar el verdadero sentido y los límites de esas inclinaciones.
Hay que educar para vivir una amor maduro y gratuito en fidelidad a la propia vocación
a partir de una clara identidad vocacional. Sobre todo hay que ofrecer una formación
específica en el campo afectivo. Es necesaria una formación específica de la afectividad,
que integre la dimensión humana con la dimensión propiamente espiritual. La integración
de la afectividad y de la sexualidad se viven en un dinamismo de fidelidad en cada una de
las etapas de la vida humana y de cada persona consagrada. Hay que atravesar por crisis y
pruebas; hay que superar dificultades y noches oscuras antes de lograr una integración
afectivo-sexual madura. El final de todo este proceso es lograr una sexualidad integrada y
madura; centrada en Dios, abierta a los demás; capaz de amar en profundidad pero sin
egoísmo. Se llega así al amor auténtico que es generoso, de entrega, que busca el bien de
los otros, que ama como Cristo. Se adquiere una mayor autonomía afectiva, una capacidad
mayor de amar, una mayor libertad; se cosecha el fruto del amor integrador que hunde sus
raíces en Dios que es amor (1 Jn 4, 8).
84
2. Los retos de la pobreza consagrada
Muchos factores en la sociedad y en la Iglesia han acentuado más aún los cambios en la
vida consagrada en general y han determinado las nuevas orientaciones en lo referente a las
relaciones entre autoridad y obediencia. Se trata, no de privar a ésta última de sus valores
fundamentales que exigen, sin duda alguna, una actitud de fe profunda y madura. Lo que se
pretende al responder a los nuevos retos es presentarla y vivirla como lo que realmente quiso
ser desde los principios: un seguimiento de Cristo en su disponibilidad total para cumplir la
voluntad del Padre y un medio para mantener más fácilmente la fidelidad a la propia misión.
85
concepción de la persona humana, que insiste en el valor de cada individuo particular y de
su iniciativa.
86
de todo tipo y son llevados gradualmente a tener una actitud evangélica de perdón, de
servicio, de acogida. Los doce apóstoles vivían con Jesús pero eran también enviados a
anunciar el evangelio; no podían quedarse encerrados en sí mismos y en su grupo. Tenían
que abrirse a otros grupos más amplios.
Con el pasar del tiempo la vida común y fraternal se fue transformando en una vida de
observancia organizada. Las reglas y las leyes precisaron hasta sus últimos detalles la vida
y actividades de los monjes y frailes. La comunidad llegó a ser simple colectividad. Se
hablaba, en los tratados sobre la vida religiosa, de los sacrificios que imponía la
convivencia con personas de diverso origen, modo de ser, cultura. Al mismo tiempo se
subrayaban las ventajas y beneficios de la vida común: la ayuda de los hermanos, el buen
87
ejemplo, la disciplina que imponía, los medios que ofrecía. Siempre desde un ángulo más
bien individualista. Cada uno debía preocuparse sobre todo de sus relaciones con Dios.
Mantenerse al margen de la vida de los demás en una convivencia caritativa pero sin
relaciones en profundidad. Era en el fondo una espiritualidad individualista en el seno de un
grupo, por lo general bastante numeroso y estructurado piramidalmente.
De la misma manera que con relación a los votos, el documento postsinodal Vita
consecrata presenta la vida fraterna en comunidad desde una perspectiva trinitaria. Al abrir
el capítulo segundo, habla de la vida comunitaria como imagen de la Trinidad. (VC 41).
Vista desde el horizonte trinitario, la vida consagrada aparece como una iniciativa del
Padre. Él es quien elige y llama para que los elegidos den una respuesta de entrega total y
exclusiva. Jesús, el Hijo de Dios, llama a los que el Padre le ha dado a un seguimiento que
orienta su existencia. Ellos encuentran en él un camino para ponerse totalmente al servicio
de Dios. Así confiesan que Jesús es el único modelo. Asumen así la forma de vivir de Jesús,
“como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y el Espíritu Santo” y de
manera particularmente íntima y fecunda participan de la misión de Cristo (VC 18). Es la
fuerza del Espíritu Santo la que impulsa a los llamados a esa vocación a configurarse con
Cristo casto, pobre y obediente a partir del propio carisma.
Cada uno de los diversos carismas de vida consagrada tiene en su origen una orientación
trinitaria: una orientación hacia el Padre, a la búsqueda de su voluntad, por un proceso de
conversión expresado en la vivencia de los votos; una orientación al Hijo para vivir en
íntima comunión con él y para aprender a servir a Dios y a los hermanos; una orientación
hacia el Espíritu para ser guiados por él y sostenidos por su fuerza. Él se manifiesta en la
parresía para testimoniar el reino de Dios y sus exigencias (cf VC 36).
88
quien fueron creadas todas cosas (Col 1,13-20), y hacia dentro de sí mismo en el misterio
del Espíritu Santo.
Jesús es quien nos revela el rostro del Padre. A partir de esa revelación, en el camino
de la fraternidad cristiana los creyentes experimentan su presencia paternal-maternal en el
misterio de la existencia recibida como don gratuito. Es así como, en la existencia de cada
persona hay como una epifanía del Padre. También en la incomprensibilidad de los caminos
por los cuales conduce la historia de cada uno y de la comunidad humana. Esa experiencia
de ser todos hijos de un Padre común exige la fraternidad que, a su vez, manifiesta la
común filiación.
También la vida fraterna es una confesión de la Trinidad: del Padre que quiere formar
una única familia humana; del Hijo que vino para hacer posible la fraternidad en un mundo
dividido; del Espíritu, que es vínculo de comunión y unidad en la Iglesia y suscita las
familias espirituales y las comunidades fraternas (cf VC 21). El primer fruto de la venida el
Espíritu Santo el día de Pentecostés es la koinonía de los creyentes (Hch 4,32-35). Éstos se
convierten en una comunidad de hermanos, reunidos en el nombre del Señor. Amor
personal en Dios, el Espíritu une a los creyentes entre sí y con el Padre. Es Él quien infunde
en nosotros el amor de Dios (Rm 5,5) y nos capacita para amar, uniéndonos en la
diversidad de dones y servicios. La dimensión de comunión manifiesta la presencia del
Espíritu y la concretiza en cuatro realidades íntimamente unidas entre sí: la enseñanza de
los apóstoles, la koinonía, la fracción del pan y las oraciones (cf Hch 2,42).
89
consagrada contemplaron la unidad de las personas de la Trinidad como su modelo y su
dinamismo unificador. Por este motivo tienen el mérito de haber presentado en la Iglesia la
exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad (VC 41).
La dimensión del Espíritu abre el Dios trinitario al mundo de los seres humanos y en
Cristo unifica lo que estaba dividido. El Espíritu es don que libera y amor que une;
actualiza el pasado recordando lo que Jesús enseñó (Jn 14,26) y une el presente al futuro
empujando hacia la plena comunión de la cual Él es primicia y arras. El Espíritu une los
creyentes como principio profundo de la unidad de la Iglesia. Cuando ésta se dejar guiar
por el Espíritu se transforma en una Iglesia de comunión que se organiza en comunidades.
Una comunión imperfecta, vivida en las tensiones que asumidas crean síntesis que van
abriendo a los caminos imprevisibles del Espíritu.
90
seguridades que provienen del poder y del prestigio y, sobre todo, adquieren una nueva
comprensión del evangelio y de sus exigencias de fraternidad. Esto lleva a los religiosos a
constituirse en comunidades más sencillas, más fraternas e insertas en el pueblo.
La vida religiosa en fraternidad para ser signo e instrumento de comunión debe estar
abierta al medio en el que vive y a las personas que la rodean. Sólo así su presencia sencilla
y fraternal se hará inteligible y cuestionadota en la acogida y el compromiso. Además, una
ubicación en lugares pobres y en zonas marginadas hará más clara y significativa su
fraternidad abierta y universal.
Junto con la sencillez y cercanía con relación al pueblo, la comunidad religiosa necesita
vivir relaciones más profundas entre sus miembros a partir de una caridad realista y
concreta. Esto, más que otra cosa, convertirá a la comunidad en un signo evangelizador:
anuncio del proyecto de Dios de convertirnos en una familia de hermanos. Al renovar
cotidianamente, en medio de las tensiones de toda vida en común, el ideal de comunión y
de amor, la comunidad religiosa dará razón de su esperanza y señalará a los demás la meta
a la que Dios nos llama, en Cristo por la acción del Espíritu.
Ha sucedido con frecuencia que las comunidades de vida consagrada han olvidado que,
antes de ser comunidades religiosas son comunidades cristianas y que antes de ser éstas
últimas son comunidades humanas. Por no tener esto en cuenta puede suceder que sea muy
difícil lograr una integración en profundidad de los miembros que la componen. Existen
unas leyes psico-sociológicas que los grupos humanos deben observar si es que quieren ir
creciendo en integración y crear vínculos profundos de amistad y de conocimiento mutuos.
Entre esas leyes podemos enumerar seis importantes.
La primera exigencia para poder aspirar a crear un grupo humano integrado es que éste
no sea muy numeroso. Está demostrado que más de quince o veinte personas difícilmente
91
podrán conseguir este ideal. La razón es muy sencilla, solamente cuando todos pueden
participar activamente y darse a conocer, discutir juntos, opinar, decidir
corresponsablemente se logra un ambiente que permite el mutuo conocimiento en
profundidad. De otro modo quienes guían al grupo y deciden por él son los más capaces o
los menos tímidos.
Las estructuras de intercambio no deben suprimir los espacios para que la persona se
encuentre a sí misma en el silencio, en la reflexión, en la valoración de las experiencias.
Sólo quien se encuentra consigo mismo es capaz de encontrarse con los demás. Por último,
es también importante contar con un habitat que permita y facilite ambas cosas: la
comunicación y los espacios personales mínimos. Los lugares donde se vive no deben ser
tan amplios que creen una dispersión e impidan el encuentro, ni tan reducidos que no
permitan un mínimo de respiro y privacidad.
Sobre estas bases humanas puede edificarse el edificio de una comunidad cristiana y
religiosa que, a su vez, por exigencias evangélicas van a ayudar a tener en cuenta estas
condiciones de la naturaleza humana sin las cuales no se puede verdaderamente crear un
grupo cohesionado y solidamente unido en la vida, en la actividad y en la búsqueda del
sentido de la existencia humana.
92
La vuelta a las fuentes bíblicas ha permitido intentar una relectura existencial de los
elementos constitutivos de una comunidad cristiana en orden a una auténtica espiritualidad
comunitaria de la vida religiosa. La comunidad cristiana aparece en los Hechos de los
Apóstoles y en las cartas de Pablo con las siguientes características: (cf. He. 2, 42,47; 4,
32-35; 1 Cor. c. 12; Rom. c. 12; Ef. c. 4).
1. La fe. Es el punto de arranque de la comunidad. Por ella se acoge la palabra de Dios que
convoca a los hombres a unirse en fraternidad. Guiados por la fe, los que integran la
comunidad cristiana buscan discernir los signos de los tiempos y valorar la realidad desde
su perspectiva y enfrentar consecuentemente las múltiples situaciones existenciales. Una
comunidad cristiana no es una comunidad de fe por el simple hecho de que las personas que
la integran tengan fe. Se requiere además que juntas, a la luz de la misma fe, vean y
juzguen la realidad para poder actuar en ella. Esta búsqueda comunitaria de Dios y de su
voluntad en los acontecimientos permite encarnar la comunidad en la realidad del mundo
en que vive y le hace tomar conciencia de la presencia de Dios en el corazón de lo
humano.
2. La koinonia: es una comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo y entre los creyentes
(1 Jn. 1, 1-4). En ella se integran la fe y la vida. Esta comunión se manifiesta externamente
en la aceptación de los demás, en el compartir los bienes, en la proyección social de la
caridad; la vida fraterna en el cristianismo tiene su origen en el amor de Dios que “nos
eligió en Cristo" (Ef. 1, 4-5). Las comunidades religiosas como comunidades cristianas se
convierten en “verdaderas familias reunidas en el nombre del Señor” y son expresión de la
fuerza reconciliadora del misterio pascual de Cristo que actúa en la pobreza del hombre
egoísta. La toma de conciencia del carácter relacional del hombre y del sentido comunitario
de la historia de la salvación ha hecho ver que la koinonía no es una estructura externa sino
93
una realidad interior, tanto desde el punto de vista humano como cristiano. La relación es
parte esencial de la estructura de la persona humana. Gabriel Marcel afirmaba: “no me
comunico efectivamente conmigo mismo, sino en la medida en que me comunico con
otro”. Pero no basta la relación con otro. La complejidad de nuestro ser, el trasfondo que
tenemos, las múltiples comunicaciones con personas y cosas hacen imposible que baste la
relación con un ser humano. El otro con el que me comunico me lleva de la mano a otros, a
los demás. Porque ese otro tiene su trasfondo histórico. No es un ser aislado. Tuvo una
familia, pertenece a una raza, posee una cultura y un cúmulo de relaciones que impiden que
se me presente en estado puro. No nos podemos relacionar plenamente con nadie sino es
reconociendo y aceptando las relaciones que lo constituyen. Hay algo más, el encuentro con
los otros nos lleva a lo que Buber llamaba el “Tu eterno”. Para aceptar al otro no basta
admitir todo su pasado personal familiar, social y cultural. De un análisis del ser humano se
concluye que hay otro que lo ha hecho tal que le ha dado un destino, una vocación. El yo-tú
meramente humano termina por convertirse en yo-ello, es decir, pasa de un encuentro entre
persona a una posesión y utilización mutuas si no hay apertura al Tú Eterno, que no puede
ser convertido en “ello”. Sólo él garantiza la existencia de la auténtica comunión. El Tú
Eterno es el fundamento y al término de la relación yo-tú. “Dios aparecerá como aquello en
que los pensamientos se comunican de las individualidades”
94
Eucaristía frecuente o cotidiana. Pero necesariamente la concepción teórica de la liturgia y
sobre todo su vivencia práctica en la vida religiosa, estuvo condicionada por su esplendor o
decadencia en la Iglesia. Durante varios siglos la liturgia fue considerada como una serie de
ritos que había que cumplir o como una representación religiosa solemne. Era una de las
abundantes y variadas prácticas de piedad. Colocada al margen de la vida influía poco en
ella. Contribuía, más bien, a separar al cristiano de la realidad. La renovación litúrgica,
introducida oficialmente por el Concilio Vaticano II, hizo cambiar la manera de celebrar el
culto público de la Iglesia. Lo transformó en una fuente de primer orden de la espiritualidad
cristiana. En las comunidades cristianas que tratan de ser comunidades de vida y de trabajo
apostólico se busca un dinamismo de continuidad entre liturgia y existencia. La presencia
de Cristo y del Espíritu en las celebraciones se percibe viva y exigente en el “después” de la
liturgia. Especialmente la Eucaristía une en la fraternidad y empuja al amor, al servicio, a la
reconciliación renovada y gratuita como el amor de Cristo.
95
La vida comunitaria se estructuró inicialmente dentro de la sociedad medieval de corte
patriarcal donde todo dependía del paterfamilias. El abad hacía sus veces y ejercía un
dominio paternal sobre los monjes. Más adelante se añadió a ese tipo de relación el de la
servidumbre o vasallaje. El monje se convirtió en siervo del abad que era su señor, del
mismo modo que el señor feudal, al mismo tiempo que señor era padre de sus vasallos.
Este tipo de estructuración garantizaba la supervivencia de las personas en esa sociedad. La
autoridad residía en los ancianos, personas de experiencia. La comunidad monástica se
encarnaba en esta realidad social y era fácilmente comprendida dentro de un ambiente de
cristiandad. La estructura feudal fue cuestionada y puesta en crisis cuando comenzó la
época de las ciudades libres. Y esto afectó a la vida comunitaria pues, a pesar de que las
órdenes mendicantes establecen una representatividad democrática, sin embargo,
conservaron mucho de las estructuras monásticas.
96
mínimo de organización, reforzaba el individualismo e impedía la comunión.
97
en la vida consagrada se ha recuperado el valor de cada individuo particular y de sus
iniciativas, se han establecido nuevas estructuras de gobierno más participativas, en el
campo apostólico se han presentado retos urgentes que piden modificar, en ocasiones, la
forma organizativa de la las comunidades de vida consagrada.
Un fuerte desafío que tiene que enfrentar la vida fraterna en comunidad es el de las
tensiones entre la libertad personal y la construcción de la fraternidad. En la vida
comunitaria actual se tiene conciencia de esa dificultad y, al mismo tiempo, se ha crecido
en la convicción de que para edificar la comunidad hay que pagar el precio de la renuncia y
de tener en cuenta el bien de los demás ya que incluso la realización personal pasa a través
de la comunidad. Por otra parte, la experiencia de las limitaciones y fallos en la fraternidad
han hecho que se crezca en la convicción de que el ideal comunitario se edifica en la
debilidad humana y que la comunidad ideal o perfecta no existe en este mundo; que nuestro
tiempo es tiempo de edificación y construcción continuas a través de la la aceptación del
otro, del perdón, de la reconciliación del amor paciente (cf VFC 26).
“En el proceso de renovación de estos años aparece que la comunicación es uno de los
factores humanos que adquieren una creciente relevancia para la vida de la comunidad
religiosa” (VFC 29). Se puede decir que la comunicación ha aumentado a rodos los niveles
en la vida consagrada: general, provincial y local. En este último se ha renovado la práctica
de los encuentros comunitarios que ayudan al intercambio, al discernimiento, al estudio y
formación permanente, a la corrección fraterna. También se comparte en esas reuniones la
propia experiencia espiritual y de ella nace la comunicación de los bienes del Espíritu que
fortalece los vínculos fraternos. Se admite que, sin diálogo se tiene el peligro de vivir vidas
paralelas y no una integración comunitaria fraterna.
Otro de los aspectos a los que se ha dado importancia en la vida comunitaria actual es el
de la formación continua. Se han promovido todo tipo de iniciativas para ayudar a formar
comunidades maduras, evangélicas y fraternas y capaces de responder a los retos de la
nueva sociedad. Además de la formación profesional se ha visto la necesidad de una
formación continua en lo referente a la teología de la vida consagrada y a la profundización
y relectura del propio carisma.
98
diálogo, les permita superar las dificultades inevitables y en cierto modo necesarias de la
vida fraterna en comunidad.
Hay que formar también a las nuevas generaciones en el sentido comunitario y fraterno.
Hay que introducirlas dentro del dinamismo práctico de la edificación de una comunidad
sin que, por ello, se encierren dentro del propio grupo sino que se abran también a un
sentido más amplio de comunión provincial, general, intercongregacional, eclesial. Serán
de ese modo comunidades capaces de “proclamar el poder reconciliador de la gracia, que
destruye las fuerzas disgregadoras que se encuentran en el corazón humano y en las
relaciones sociales” (VC 41).
99
Vita consecrata encomienda a las comunidades de vida consagrada el fomentar una
espiritualidad de la comunión hacia dentro de ellas mismas y también hacia fuera, en la
comunidad eclesial y en la sociedad, “entablando o restableciendo constantemente el
diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está desagarrado por el odio
étnico o las locuras homicidas” (VC 51). De modo particular, el encuentro multicultural,
convierte a las comunidades religiosas en signo e instrumento para superar los
nacionalismos cerrados; para aprender a dar de la propia cultura y recibir de las demás; para
aprender a vivir la convivencia y la colaboración y contribuir así a la consecución de la
justicia y la paz. El camino para transformarse en signo e instrumento es un camino lento y
doloroso. Hay que comenzar por aceptar la diversidad. Esto lleva a la tolerancia y a una
apertura de corazón y de mente que ayuda a superar el estrecho círculo de lo propio,
considerado como lo único valioso y como una tesis que hay que defender a toda costa. El
universo cultural del otro se convierte en una antítesis que nos cuestiona e interpela y
presenta nuevos horizontes que nos pueden convertir para cambiar e ir más allá de nuestros
límites culturales, hacia una síntesis nueva, siempre dinámica y abierta.
Hemos asistido en los últimos años, junto con la nueva y legítima valoración de las
culturas, a un crecimiento de nacionalismos exacerbados en algunos países. Guerras,
divisiones y problemas sociales encuentran allí su fuente. Una manifestación especial del
nacionalismo exagerado es el rechazo de todo aquello que se ve como diverso. La variedad
y multiplicidad de las culturas y etnias implicadas en las migraciones, tan frecuente en el
mundo de hoy, han roto la homogeneidad cultural de la sociedad occidental y han hecho
brotar violencias raciales. La concentración de cada grupo humano sobre sus propias
formas colectivas de autocomprensión y de expresión conduce al capillismo cultural, que
no acepta al que es diferente ni reconoce la posibilidad de enriquecerse con otros aportes.
De allí a los fundamentalismos sociales y religiosos hay sólo un paso.
100
El pluralismo cultural es un hecho que salta a la vista, hoy más que nunca. Los medios
de comunicación han facilitado el mutuo conocimiento de las culturas, con sus modos
diversos de relacionarse con la naturaleza, con las personas y con Dios en la búsqueda
común de llegar a alcanzar un nivel verdadera y plenamente humano. Todas las culturas
tienen sus luces y sus sombras; sus aspectos positivos y negativos.
Por todo esto, el diálogo intercultural es una necesidad. Por medio de él se llega a un
mutuo enriquecimiento; se hace posible el relativizar la propia cultura y el permitir que sea
cuestionada para purificarse. La cultura no es algo estático sino que se va formando y
transformando en base a una continua experiencia histórica y vital de los pueblos. Cada
persona nace en una cultura, la recibe y la modifica creativamente y continúa a transmitirla.
Lugares de encuentro multicultural, los Institutos religiosos están llamados a ser signos e
instrumentos de la transformación de la estructuras sociales injustas y opresoras, sostenidas
por sistemas de valores y visiones culturales. Al contar con miembros de naciones del
primer y del tercer mundo, en diálogo e información mutua, las Congregaciones religiosas
pueden ser signos e instrumentos proféticos de una evangelización integralmente
101
liberadora. La vivencia del Evangelio crea en ellas una cultura alternativa que presenta
nuevas perspectivas para mirar a Dios, a los demás y al mundo. En todos los campos de su
vida y de su apostolado, con un estilo alternativo de vivir, de relacionarse y de usar la
creación, los Institutos religiosos pueden ser un testimonio de una cultura transformada por
el evangelio y un medio para realizar un cambio cultural que favorezca la justicia y la paz
en el mundo.
102
Finalmente, el mismo documento postsinodal invita a los laicos a descubrir su propia
vocación y misión y habla de la necesidad de darles una formación integral para que vivan
en unidad su vocación humana y cristiana. Para ir logrando esa síntesis vital se requiere,
ante todo, una formación espiritual y doctrinal que los capacite para enfrentar los desafíos
de nuestro tiempo y de su ambiente socio-cultural desde la perspectiva de la fe cristiana y
del anuncio del evangelio (ChFL 57-60). .
En el esfuerzo por releer hoy la identidad y la misión del laicado asociado a las
comunidades de vida consagrada se deben recorrer sobre todo tres itinerarios: el de la
espiritualidad, el de la formación y el de la fraternidad.
La espiritualidad es el primer aspecto que hay que tener presente en el proceso de fidelidad
creativa para el laicado asociado. Sólo una experiencia espiritual puede dar autenticidad a la
búsqueda de nuevas formas de vida y de presencia. Se trata de la espiritualidad cristiana en
general y de la de cada instituto en particular. La fidelidad creativa tiene a la espiritualidad
como punto de arranque. Ella es el elemento unificador.
Para vivir en fidelidad dinámica la renovación del laicado asociado, se requiere también
una formación inicial y permanente. La formación inicial exige el diálogo y la colaboración
con las nuevas generaciones a partir de la realidad en que viven y de los retos que tienen
que enfrentar. De ese modo se puede ir actualizando el carisma y la espiritualidad de un
instituto desde una perspectiva laical que descubra los dinamismos que tienen encerrados.
103
La formación permanente tiene como finalidad capacitar para una relectura del carisma y
para hacerlo hablar un lenguaje existencial inteligible a un mundo diverso de los anteriores.
Otro punto importante que hay que subrayar para un laicado asociado a una comunidad es
el de la fraternidad. En efecto, la dimensión comunitaria de la historia de salvación tiene
que ser puesto de relieve por todos los cristianos. Hay que ayudar a crear una mentalidad
comunitaria en los diversos grupos. Estos nuevos caminos de comunión y colaboración
entre comunidades de vida consagrada y laicos que comparte incluso la vida comunitaria
durante un cierto tiempo y la espiritualidad y apostolado del instituto son, sin duda, un
medio para releer y encarnar en el mundo de hoy el carisma y la espiritualidad de los
institutos religiosos. En las relaciones con el laicado asociado no debe sufrir daño alguno la
identidad de la comunidad en su vida interna.
“La comunidad religiosa, por el hecho mismo de ser una “Schola amoris” (escuela de
amor), que ayuda a crecer en el amor a Dios y a los hermanos, se convierte también en
lugar de crecimiento humano... El camino hacia la madurez humana, premisa necesaria para
una vida de irradiación evangélica, es un proceso que no conoce límites, porque comporta
un continuo ‘enriquecimiento’, no sólo en los valores espirituales, sino también en los de
orden psicológico, cultural y social” (VFC 35).
104
“La vida fraterna en común exige, por parte de todos, un buen equilibrio psicológico
sobre cuya base pueda madurar la vida afectiva de cada uno... Por tanto, es necesaria una
formación específica de la afectividad, que integre la dimensión humana con la dimensión
más propiamente espiritual” (VFC 37). Se requiere un equilibrio afectivo, particularmente
sexual para poder integrarse en la comunidad. “La sexualidad abraza todas las dimensiones
de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a
la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud
para establecer vínculos con otros” (NCIC 2332).
La comunidad religiosa puede educar para vivir un amor maduro y gratuito en fidelidad
a la propia vocación a partir de una clara identidad vocacional. Sobre todo hay que ofrecer
una formación específica en el campo afectivo: “Es necesaria una formación específica de
la afectividad, que integre la dimensión humana con la dimensión propiamente espiritual...
Sin embargo, las dificultades en este campo son, con frecuencia, la caja de resonancia de
problemas que proceden de otra parte; por ejemplo, una afectividad-sexualidad vivida en
actitud narcisístico-adolescente o rígidamente reprimida puede ser consecuencia de
experiencias negativas anteriores al ingreso en la comunidad o también consecuencia de
malestares comunitarios o apostólicos. Por eso es tan importante que exista una rica y
cálida vida fraterna, que ‘lleva la carga’ del hermano herido y necesitado de ayuda. Si se
necesita una cierta madurez para vivir en comunidad, se necesita igualmente una cordial
vida fraterna para la madurez del religioso (VFC 37).
El final de todo este proceso es llegar a una sexualidad integrada y madura; centrada en
Dios, abierta a los demás; capaz de amar en profundidad pero sin egoísmo. Se llega así al
amor auténtico que es generoso, de entrega, que busca el bien de los otros, que ama como
Cristo. Se adquiere una mayor autonomía afectiva, una capacidad mayor de amar, una
mayor libertad; se cosecha el fruto del amor integrador que hunde sus raíces en Dios que es
amor (1 Jn 4, 8).
105
“La vida fraterna en común exige, por parte de todos, un buen equilibrio psicológico
sobre cuya base pueda madurar la vida afectiva de cada uno. Componente fundamental de
esta madurez... es la libertad afectiva, gracias a la cual el consagrado ama su vocación y
ama según su vocación. Sólo esta libertad y madurez permiten precisamente vivir bien la
afectividad, tanto dentro como fuera de la comunidad”.
“Amar la propia vocación, sentir la llamada como una razón válida para vivir y acoger la
consagración como una realidad verdadera, bella y buena que comunica verdad, belleza y
bondad a la propia existencia: todo esto hace a la persona fuerte y autónoma, segura de la
propia identidad, no necesitada de diversos apoyos y compensaciones, incluso de tipo
afectivo; y refuerza el vínculo que une al consagrado con aquellos que comparten con él la
misma llamada. Con ellos, ante todo, se siente llamado a vivir relaciones de fraternidad y
de amistad”.
“La profesión religiosa es expresión del don de sí mismo a Dios y a la Iglesia, pero de un
don vivido en la comunidad de una familia religiosa. El religioso no es sólo un “llamado”
con una vocación individual, sino que es uno “convocado”, un llamado junto con otros, con
los cuales “comparte” la existencia cotidiana” (VFC 44). Por este motivo, también el
compromiso personal que asume los consejos evangélicos mediante los votos, tiene una
dimensión comunitaria en cuanto ayuda a vivir la comunión y es sostenido por la
fraternidad. Además de la vida comunitaria, los votos, con las implicaciones que tienen en
la vida de fraternidad, pueden ser un testimonio profético evangelizador de esa vida.
106
libertad que confiere una disponibilidad para servir a todos y de esa manera hacer presente
el amor de Cristo.
Por medio de la castidad consagrada, al mismo tiempo que se expresa una renuncia al
matrimonio y a formarse una familia, se muestra el deseo de entrar a formar parte de una
familia reunida en el nombre del Señor. Existe una disponibilidad de acoger a las personas
que el Señor ha llamado a constituir esa comunidad-familia y a aceptarlas con sus
cualidades y defectos. Del mismo modo que en las familias que son fruto del amor
interpersonal y que desde él se insertan en la sociedad, así también, la comunidad-familia
fruto de la castidad consagrada se abre a la más amplia comunidad eclesial y le ofrece su
testimonio que también se dirige a la sociedad.
El voto de pobreza, entre otras cosas, lleva a compartir los bienes en la comunidad
mostrando que una persona vale no por lo que tiene sino por lo que es. Demuestra así,
igualmente, que la función de las cosas materiales es la de ser lugar de encuentro con Dios
y los hermanos. A través de este tipo de pobreza religiosa se aprende la apertura a Dios y a
los demás; se expresa el valor social de los bienes y se percibe la exigencia de trabajar para
crear una sociedad justa y humana para todos. Al mismo tiempo, una comunidad religiosa,
que pone lo que es y lo que tiene al servicio de los más pobres y necesitados trabajando por
su promoción, denuncia evangélicamente el uso de los bienes para prestigio y poder en la
sociedad. Esto va contra el plan de Dios que otorga los bienes para utilidad de todos en un
fraterno compartir. Pero no se reduce a esto la dimensión comunitaria de la pobreza. Exige
también la comunicación total de lo que uno es y tiene: bienes materiales y espirituales,
cualidades, tiempo, cultura.
107
La obediencia compromete la comunidad como tal a discernir los caminos del Señor.
Desde la fraternidad y para la fraternidad se acepta la mediación del superior. Este, además
de ayudar a la comunidad-familia a escrutar los signos de los tiempos y de los lugares
tiene la función de favorecer la fraternidad creando condiciones para la comunicación, la
aceptación mutua, la desdramatización de los problemas y tensiones interpersonales. Debe
también llevar a todos los miembros de la comunidad a obedecer, aceptar y llevar a la
práctica las decisiones comunitarias y las más amplias de la provincia, el instituto y la
Iglesia. En este tipo de obediencia crece la comunidad porque además de la obediencia a la
legítima autoridad existe la obediencia que podemos llamar fraterna que, desde la apertura a
Dios procura cumplir su voluntad que se resume en el amor a Él y al prójimo.
Vistos desde su dimensión comunitaria, los votos tienen también una perspectiva social
en cuanto recuerdan ciertos valores evangélicos y denuncian lo que se opone a ellos. En
sociedades donde el afán del lucro, del placer y del poder impiden las relaciones fraternas y
explotan y utilizan a los demás como objetos, el modo diverso de relacionarse con los
bienes, el afecto y el poder que hace posible la comunidad fraterna puede ser una
interpelación a la sociedad que divide en lugar de unir; explota a las personas en lugar de
ayudarlas; oprime en lugar de liberar. Los votos en su dimensión comunitaria son un grito
profético que anuncia el único camino para la justicia y la paz: el camino del evangelio.
VI
La Iglesia tiene como misión esencial evangelizar a todos los seres humanos. Esta es su identidad más
profunda. Existe para ello. En el cumplimiento de ese servicio evangelizador la comunidad de creyentes ha
ido comprendiendo, cada vez con mayor claridad, las diversas dimensiones de la evangelización. La misión
forma parte de la esencia misma de la vida consagrada. Sus miembros son reservados para ser enviados. La
vida consagrada es, por su misma naturaleza, apostólica. “Toda comunidad religiosa, incluso la
específicamente contemplativa no se repliega sobre sí misma, sino que se hace anuncio, “diakonía” y
testimonio profético. El Resucitado que vive en ella, comunicándole su Espíritu, la hace testigo de la
resurrección” (VFC 58).
108
como Cristo, en misión en el mundo. La misma consagración tiene dos aspectos: uno de
reserva para Dios y otro de envío al servicio del anuncio evangélico. La misión es, por
tanto, parte fundamental de la identidad de la vida consagrada. En esta perspectiva central
de la misión aparece el testimonio de vida como un elemento fundamental de la misión de
la vida consagrada. El testimonio es ya, en sí mismo, un modo de evangelizar y puede ser
considerado como condición previa para el anuncio de la Buena Noticia.
Vita consecrata presenta la vida consagrada como una epifanía del amor de Dios en el
mundo y recuerda que todos los cristianos llamados a seguir a Jesús y son consagrados y
enviados al mundo para imitar su ejemplo y continuar su misión. Esto que vale para todos
los creyentes en Cristo, es especialmente válido para quienes lo siguen en la forma
característica de la vida consagrada. “En su llamada está incluida por tanto la tarea de
dedicarse totalmente a la misión; más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción del
Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se hace misión, como
ha sido la vida entera de Jesús” (VC 72). Los votos y la misma vida fraterna en comunidad
tienen una dimensión apostólica.
Además de esa característica común a todas las formas de vida consagrada, cada una de
ellas acentúa un aspecto y realiza la misión evangelizadora desde su identidad carismática
que subraya algún aspecto del mensaje de Jesús. Y esto lo realiza no sólo en el trabajo
apostólico sino también en su mismo estilo de vida. “Cada instituto asume y resalta algunas
de las mediaciones misioneras de la Iglesia: unos la mediación del anuncio doxológico,
litúrgico y confesante (institutos monásticos y contemplativos, institutos y comunidades de
presencia), otros la mediación de la praxis que se expresa en el anuncio evangelizador
(institutos para la evangelización, la catequización), o en la acción benéfica (institutos para
la caridad, la promoción social, la educación)” (J.C.R. García Paredes).
La misión exige una espiritualidad. Evangelizar no es sólo transmitir una doctrina sino
testimoniar y proclamar una experiencia. Medios para alimentarla son la lectura y
meditación de la palabra de Dios, la eucaristía, los sacramentos, la oración, piedad popular.
Al hablar de la dimensión espiritual y mística de la vida consagrada, sobre todo desde la
centralidad de la misión, hay que evitar el considerarla en forma dicotómica, como si se
tratara de algo previo a la acción y separado de la misma. Eso convertiría la espiritualidad
en un espiritualismo desencarnado que, vivido de ese modo, no diría nada al hombre y a la
mujer de hoy. En la auténtica espiritualidad apostólica se considera también la acción bajo
el impulso del Espíritu Santo. La espiritualidad no es una parte de la vida, sino toda la vida.
Es una cualidad que el Espíritu imprime en nosotros.
109
El desafío de la espiritualidad apostólica consiste en evitar las dicotomías y los
reduccionismos, tratando de unir lo natural y lo sobrenatural, lo temporal y lo eterno, lo
individual y los social, la inmanencia y la trascendencia. Como dice, Vita consecrata “los
institutos comprometidos en una u otra modalidad de servicio apostólico han de cultivar...
una sólida espiritualidad de la acción, viendo a Dios en todas las cosas y todas las cosas en
Dios” (VC 74).
Hay que formar desde la perspectiva humana, teológica, espiritual y pastoral. Hay que
dar una formación inculturada. Es importante partir siempre de una experiencia de Dios en
la realidad y de una escucha vital y comprometida de su palabra a través del ejercicio del
discernimiento orante comunitario. La formación inicial y permanente debe capacitar para
la misión desde una fidelidad creativa al carisma del instituto. La formación tiene que ser
cuidadosa, real, genuina, completa, asidua, sólida, adecuada, tal que pueda tocar íntima y
realmente a la persona. No se puede dejar de formar al discernimiento de los signos de los
tiempos y de los lugares para vivir abiertos a las interpleaciones del Espíritu en ellos. Ese
discernimiento hay que hacerlo a la luz del evangelio para poder responder a los perennes
interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación
mutua entre ambas” (GS 4).
110
A los principios de la vida monástica en Oriente no fue muy favorable a la
evangelización directa. La realizaba a través del testimonio de vida y sobre todo para
recordar a los cristianos las exigencias del evangelio. Más adelante, no sin polémicas, se
abrieron a ella siguiendo las exhortaciones de obispos que habían salido de las filas
monásticas. De hecho fueron monjes los que evangelizaron vastas regiones paganas. En
cambio, en Occidente, la vida monástica se comprometió en la tarea apostólica de
evangelizar a los paganos. Además, los monjes realizaron al mismo tiempo una labor
civilizadora y difundieron la cultura con la que se formó Europa. Esto lo hicieron sobre
todo catequizando, orientando al cultivo de la tierra y transmitiendo las grandes obras
culturales del pasado. Se puede decir que los monjes fueron hasta el s. XII los únicos
agentes culturales. Toda la cultura de la edad media lleva el sello monástico. Los monjes,
sobre todo los benedictinos, a pesar de haber huido del mundo, mantuvieron relaciones con
las personas y fueron transmitiendo junto con el evangelio los ideales de paz y fraternidad y
la laboriosidad en un diálogo constante con la sociedad de aquel tiempo.
El cambio de época y de sociedad que se dio en el siglo XIII trajo consigo nuevos
desafíos para la evangelización y para la vida cristiana. Cambió la mentalidad de las
personas con el desarrollo de las ciudades libres del vasallaje y señorío feudales. Los
habitantes de las ciudades se enriquecen con el comercio y no quieren estar sometidos a los
que detentan el poder monárquico o feudal. En la Iglesia es el tiempo de movimientos de
todo tipo, muchos de ellos excesivamente polarizados, que propugnan con fuertes acentos
críticos una reforma espiritual y una mayor pobreza en la Iglesia a imitación de Cristo
pobre. Aparecen entonces en el horizonte las llamadas órdenes mendicantes que se insertan
de lleno en ese nuevo contexto socio-cultural y eclesial y son los protagonistas de la
evangelización. Los realizan desplazándose para acompañar a los fieles, ya que la
movilidad de las nuevas circunstancias comerciales no les permitía, como en el esquema
feudal, ir a las iglesias del monasterio o a las parroquias. Los mendicantes evangelizan
sobre todo a través del ejemplo de una vida desasida de los bienes materiales y abierta a la
ciencia, al arte, a la cultura sin por eso abandonar la fe y la adhesión a la Iglesia
institucional con todas sus limitaciones. Su evangelización fue más fácilmente acogida
porque respondía a los retos y preocupaciones de ese momento histórico.
111
evangelizadora aunque limitada por las estructuras eclesiásticas que obligaban a las mujeres
consagradas a vivir en clausura. Aunque algunos grupos de ellas se dedicaron plenamente a
la tarea evangelizadora, sin embargo, al poco tiempo, con excepción de las Hijas de la
caridad, fueron de nuevo recluidas en sus monasterios.
112
Una característica de la vida consagrada en el campo evangelizador ha sido desde
siempre la de abrir caminos y de ser pionera en el anuncio de la Buena Noticia. Se han
hecho presentes en situaciones difíciles y llenas de riesgo, abriendo caminos en el
compromiso misionero y apostólico.
Esta metáfora del desierto, la periferia y la frontera pueden también aplicarse por
separado a cada uno de los votos, en cuanto subrayan un aspecto peculiar de cada uno: el
desierto a la castidad en cuanto implica de soledad y carencia de raíces familiares y
afectivas propias y permanentes; la periferia a la pobreza en sus exigencias de renuncia al
prestigio y poder que dan los bienes materiales y de solidaridad con los pobres y
marginados; la frontera a la obediencia en cuanto compromete a asumir la misión en
situaciones especialmente difíciles y peligrosas.
De este modo los votos se sitúan proféticamente dentro del proyecto de Dios: la
obediencia como testimonio de la necesidad de vivir como hijos de Dios en el
cumplimiento responsable de la propia vocación y misión y como trabajo por los derechos
humanos y por la defensa de la dignidad del hombre; el voto de castidad como
concretización de la nueva fraternidad en Cristo en la vida comunitaria y como empeño en
la lucha por la igualdad en las sociedades discriminatorias; el voto de pobreza como
austeridad, solidaridad y libertad en el uso de los bienes y, al mismo tiempo, compromiso
con la justicia en la sociedad.
113
de Iglesia y de sociedad y a la mentalidad de la época en que vivieron asumieron estos
desafíos y los transmitieron a sus hijos e hijas.
La vida consagrada está llamada a vivir en las fronteras y ha tratado de hacerlo a lo largo
de la historia. Ha estado presente en la frontera de la contemplación con lo que implica de
desierto y de periferia eclesial para desde ella testimoniar que Dios es el único absoluto y
para compartir con los demás la experiencia del encuentro con Dios presente en la historia
y cercano a todos, especialmente a los más pobres y para solidarizarse con aquellos que
carecen del sentido de la vida y no encuentran a Dios o lo rechazan porque no les ha sido
presentado con su auténtico rostro, el revelado por Jesucristo.
Otra frontera en la que la vida consagrada se ha hecho presente en todas las épocas ha
sido la frontera de los marginados de todo tipo, de los que viven en extrema pobreza y
miseria, de los explotados, de los ignorantes y que viven en condiciones inhumanas, de los
enfermos abandonados o rechazados, de los oprimidos por diversos motivos. En ellos han
sabido descubrir los rasgos sufrientes de Cristo que cuestiona e interpela y que pide un
compromiso en la defensa de esas personas y en su promoción y liberación. El panorama de
la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas
pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos,
pero expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la
edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social. Sin una
forma de evangelización “llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza
cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser
incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la
comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las
palabras”(NMI 50).
Puesto de vanguardia evangelizadora es también el del diálogo con todos aquellos que
buscan la verdad para escucharlos sin querer imponerles las propias ideas y los propios
puntos de vista. Igualmente lo es el diálogo ecuménico e interreligioso hecho con respeto y
sinceridad y buscando una colaboración en todo aquello que ayuda a conseguir mayor
justicia y paz en el mundo. Los nuevos areópagos de la misión son igualmente puestos de
frontera: los medios de comunicación, la evangelización de la cultura a través de un diálogo
de ésta con la fe para construir una ética que tenga en cuenta la dignidad de la persona
humana.
114
opción y permaneciendo libres de ideologías políticas, las injusticias cometidas contra
tantos hijos e hijas de Dios, y de comprometerse en la promoción de la justicia en el
ambiente social en el que actúan” (VC 82). El contacto con el pueblo, por otra parte, exige
el esfuerzo de inculturación de la Buena Noticia.
115
aparente del mal. Allí se manifiesta en su incomprensiblidad. Como el Dios totalmente
diverso.
De este modo los votos se sitúan proféticamente dentro del proyecto de Dios que anuncia
la evangelización: la obediencia como testimonio de la necesidad de vivir como hijos de
Dios en el cumplimlento responsable de la propia vocación y misión y como trabajo por los
derechos humanos y por la defensa de la dignidad del hombre; el voto de castidad como
concretización de la nueva fraternidad en Cristo en la vida comunitaria y como empeño en
la lucha por la igualdad en las sociedades discriminatorias; el voto de pobreza como
austeridad, solidaridad y libertad en el uso de los bienes y, al mismo tiempo, compromiso
con la justicia en la sociedad.
116
haga inteligible.
Desde hace algunos años se habla de la necesidad de una nueva evangelización. Eso
quiere decir que se requiere testimoniar y proclamar el evangelio teniendo en cuenta los
cambios que se han dado en la sociedad y en la Iglesia: el paso de una visión estática del
mundo a una visión dinámica del mismo; la desaparición del ambiente de cristiandad; el
cambio de cultura y la apertura multicultural; el paso del monocentrismo al policentrismo
teológico y de la idea de la Iglesia fuera del mundo a una Iglesia en el mundo.
La nueva evangelización busca superar modelos anteriores que tuvieron su sentido y que
aún persisten en algunos sectores de la Iglesia. Existen hoy en la Iglesia tres grandes
modelos, condicionados por una cristología y una eclesiología particular y por experiencias
y compromisos vitales diferentes. La pluralidad de modelos crea obviamente tensiones, que
tenemos que vivir necesariamente, y conflictos, que tenemos que enfrentar. En primer
lugar, un modelo que podemos llamar tradicional, un modelo moderno y un modelo
liberador. Cada modelo insiste en algún aspecto, tiene una peculiar actitud frente a la
sociedad, enfrenta y crea una serie de conflictos sociales. El evangelio y el testimonio que
conlleva es un anuncio del proyecto de Dios y es una interpelación que necesariamente
suscita conflictos con diversos sectores según el modelo de evangelización que se utilice.
117
Por último existe el modelo liberador para el cual el “kerigma”, la proclamación del
evangelio, no es mero anuncio, es un acontecimiento, que toca todas las dimensiones de la
persona y de la sociedad. La evangelización debe ser liberadora, porque la verdad práctica
del mensaje se verifica en las anticipaciones históricas del proyecto de Dios. La liberación
es parte del proceso evangelizador, no es sólo algo previo o algo posterior, es parte. El
evangelizador se presenta pobre y da razón de su esperanza. Más todavía: reconoce que los
pobres evangelizados nos evangelizan. Los pobres son los destinatarios privilegiados, no
exclusivos, de esta evangelización, la forma histórica del diálogo es la solidaridad y el
“kairós”, el tiempo de gracia, se da cuando el anuncio llega a los últimos.
Para evangelizar como Jesús hay que partir siempre, como Él lo hizo, de la realidad del
pueblo. Jesús hablaba de los problemas vitales. Los iluminaba con la Buena Noticia del
reino. Jesús tenía una visión contemplativa de los acontecimientos. Vemos a Jesús que
descubre al Padre en todo. La tiene cuando manifiesta o revela los secretos del reino a los
pobres. Tiene una experiencia del Padre en la agonía de Getsemaní. Tiene una experiencia
del Padre en la cruz. Tiene una visión contemplativa de los acontecimientos. Propone el
proyecto del Padre; dialoga, no impone. Asume la conflictividad y propone y se deja guiar
por el Espíritu a lo nuevo. Analizando los evangelios se ve cómo Jesús tiene esas
tentaciones de que hablan los evangelios no como una cosa puntual, de un momento dado,
sino como un período en que va descubriendo que los caminos del Padre son diversos de
los que una lógica humana pediría.
La nueva evangelización es: una evangelización que se abre para ser evangelizada. El
evangelizador descubre las semillas del Verbo, que están ahí donde él va. Y esa presencia
de Dios interpela al evangelizador mismo. La vida consagrada, que en la vida fraterna en
comunidad busca con la ayuda de los hermanos la voluntad de Dios puede dejarse
interpelar más fácilmente por la realidad de las personas y de los acontecimientos y dejarse
cuestionar en sus respuestas al proyecto de Dios. La búsqueda orante de los caminos del
Señor hecha fraternamente va dando una visión contemplativa de la realidad y va haciendo
que la persona consagrada se dé cuenta de la distancia que la separa de llegar a vivir
coherentemente todas las enseñanzas de Jesús.
118
como exigencia el diálogo. La comunión que hay que favorecer es una comunión realista,
es decir, adulta, que sabe asumir las tensiones; una comunión crítica, que sabe distinguir lo
esencial de lo accidental; una comunión dialogal, que no solamente dice sino sabe escuchar;
y una comunión que busca una síntesis en medio de las tensiones inevitables.
La nueva evangelización requiere una opción preferencial por los pobres que pide a la
vida consagrada desplazarse del centro a la periferia. Es decir, ir al reverso de la Historia
para, desde allí, evangelizar, anunciar, y proclamar la lógica del reino. Hay que evangelizar
desde la religiosidad popular. La religiosidad popular que tiene valores y contravalores, que
tiene límites y tiene cosas positivas. Pero hay que partir de esa religiosidad que es la
encarnación y una incipiente inculturación del mensaje evangélico en el pueblo. Y
finalmente, hay que promover la integración entre fe y vida, para superar la esquizofrenia
de un cierto cristianismo. No se puede ser cristianos únicamente a nivel individual, sin que
la fe tenga repercusiones y consecuencias sociales. “Las personas consagradas, en virtud de
su vocación específica, están llamadas a manifestar la unidad entre autoevangelización y
testimonio, entre renovación interior y apostólica, entre ser y actuar... La nueva
evangelización, como la de siempre, será eficaz si sabe proclamar desde los tejados lo que
ha vivido en la intimidad con el Señor... La nueva evangelización exige de los consagrados
y consagradas una plena conciencia del sentido teológico de los retos de nuestro tiempo”
(VC 81).
En segundo lugar debe ser una educación evangelizadora; tiene que ser humanizante y
personalizante, integrada al proceso social y cultural; una educación para la justicia y el
servicio; hay que formar personas libres, constructores de comunión y participación, con
119
amor especial a los más oprimidos, en permanente actitud de conversión. En el apostolado
tradicional de educación se subrayan muchas deficiencias que se han tenido desde el punto
de vista de evangelización. Mientras desde el punto de vista técnico se ha avanzado
siempre desde el punto de vista de la evangelización hay un gran defecto en la transmisión
del contenido del mensaje cristiano porque se ha transmitido ahistóricamente. Es decir, es
una transmisión del mensaje que no cuestiona ni interpela la sociedad, es una doctrina
descafeinada. No afecta a los nervios, y por eso se toma con tranquilidad. Ha habido una
manipulación ideológica y de poder, consciente o inconsciente, y también, del lenguaje de
la transmisión ha sido un lenguaje impregnado todavía de una cultura rural, sacral, fixista;
no se han creado nuevos símbolos, y no hay un proceso de educación en la fe posterior al
catecismo, a la catequesis.
120
Hay que orientar hacia una medicina alternativa popular. Una pastoral de la salud no se
puede limitar en la nueva evangelización a confortar a los moribundos o a ayudarlos a bien
morir. Eso debe ser completado con un compromiso con la defensa de la vida, luchando
contra las causas de la falta de salud, que algunas veces son causas naturales, otras las
condiciones naturales, por ejemplo la vivienda, el clima, el agua, la calidad de la tierra;
otras, condiciones sociales, la higiene, el vestuario, la alimentación.
Por otra parte, la vida consagrada que ha escrito páginas admirables en el cuidado de
los enfermos contagiosos hasta entregar la propia vida está llamada hoy a seguir ejerciendo
ese ministerio de misericordia de Cristo en la atención a los enfermos más pobres y
abandonados, a los incapacitados, a los marginados, a los ancianos, a los enfermos
terminales y víctimas de la droga y de las nuevas enfermedades contagiosas. Es parte
también de su misión el “evangelizar los ambientes sanitarios en que trabajan, tratando de
iluminar, a través de la comunicación de los valores evangélicos, el modo de vivir, sufrir y
morir de los hombres de nuestro tiempo. Es tarea propia dedicarse a la humanización de la
medicina y a la profundización de la bioética, al servicio del evangelio de la vida” (VC 83).
Los evangelios revelan las actitudes y gestos de Jesús a favor de los que sufren. Cristo
valoró la vida humana en su auténtico sentido y por ello tuvo tanto respeto por la vida y por
la salud. Él luchó contra todo lo que disminuye y oprime a las personas humanas y la
enfermedad es una de las situaciones que realizan eso. Por ese motivo curó a los enfermos y
alivió las dolencias humanas. Él es el modelo de las actitudes que deben tener las personas
consagradas dedicadas al servicio de la salud. Ellas están llamadas también a dar el
verdadero sentido cristiano del sufrimiento y del dolor como camino de vida y de
resurrección, que puede transformarse también en manifestación del amor y del bien en los
que sufren y en los que procuran aliviar sus sufrimientos.
Una cosa es opción preferencial por los pobres, y otra cosa es inserción. Un hecho nos
clarifica ambas cosas, y qué camino debemos seguir. Los seis jesuitas que fueron
asesinados en El Salvador no estaban en inserción, pero habían hecho la opción por los
pobres. Desde la Universidad proclamaban y veían la sociedad desde los pobres;
121
defendieron los derechos de los pobres e insistieron en ello. No estaban en la inserción y,
sin embargo, los mataron por haber hecho una opción por los pobres. Desde cualquier
lugar en donde el religioso esté desempeñando el apostolado, lo que unifica a todos, desde
el que está en una inserción profunda hasta el que trabaja en un ambiente de universidad o
un ambiente elitista, es la opción por los pobres. Si se hace la opción por los pobres el
lenguaje evangelizador tiene que ser idéntico, las opciones tienen que ser las mismas, el
anuncio y la denuncia tienen que coincidir, y entonces hay una comunión de fuerzas desde
una opción a pesar de que se realiza desde diferentes frentes.
En los años 70 aparecen las comunidades de inserción. Como primer fin tienen la
misión más que la renovación de la vida religiosa. Se da el paso a la inserción popular. Se
van renovando las estructuras de la vida religiosa. Se mantienen las mínimas: oración,
contacto con la congregación, proyecto pastoral homogéneo. Todo siempre en función de la
misión.
122
Lanzarse por los caminos de la inserción ha significado en el fondo responder a las
interpelaciones del Espíritu que, sobre todo a partir del Vaticano II hizo tomar conciencia
de que los pobres son los primeros destinatarios de la evangelización y de que la opción
preferencial por ellos es un signo de autenticidad evangélica. Al dar esa respuesta las
comunidades religiosas se dieron cuenta de que estaban realmente volviendo a sus orígenes,
a las intuiciones e intenciones primigenias de sus fundadores y fundadoras. No se trataba
solamente de un recuerdo, sino de una memoria que actualizaba y hacía tangible
nuevamente las raíces de la vida religiosa. El Espíritu la suscitó a través de los fundadores y
fundadoras como una respuesta histórica frente a situaciones de crisis y especialmente
para servicio de los más pobres y necesitados. La inserción no era una repetición de las
primeras concretizaciones históricas del carisma de cada Instituto, sino una vivencia radical
del mismo con formas nuevas acordes con los signos de los tiempos y de los lugares. Y, sin
embargo, apareció mejor que en las formas tradicionales la consonancia con la auténtica
tradición. La vida religiosa volvió a reencontrar su lugar más apropiado y natural: el del
mundo de los pobres para ser testigos de un mundo solidario.
En íntima conexión con la opción por los pobres que hace la vida consagrada se
encuentra el trabajo por la justicia. La solidaridad con el pobre, hecha por motivos
evangélicos, lleva a descubrir la trama injusta de la sociedad. Se detectan las causas
estructurales de los desequilibrios sociales. La pobreza y la injusticia aparecen como el
resultado de decisiones libres de los hombres que en el campo del tener, marginan a las
personas por estar centradas en la ganancia económica; en el campo del poder las mayorías
son manipuladas y no participan en las decisiones. En el campo del saber se les cierran las
puertas. El grito de los pobres y marginados encuentra eco en la vida consagrada y le exige
lo que sería un compromiso con cualquier forma de injusticia social y la obliga “a despertar
las conciencias frente al drama de la miseria y a las exigencias de justicia social del
evangelio y de la Iglesia” (ET 18).
Hay una situación universal que podemos decir que concentra en si sola el clamor por la
justicia que caracteriza el mundo actual. Es "la persistencia y a veces el alargamiento del
abismo entre las áreas del llamado Norte desarrollado y la del Sur en vías de desarrollo... A
la abundancia de bienes y servicios disponibles en algunas partes del mundo, sobre todo en
el Norte desarrollado, corresponde en el Sur un inadmisible retraso y es precisamente en
esta zona geopolítica donde vive la mayor parte de la humanidad" (SRS 14). La conciencia
cristiana, al escuchar el clamor de los pobres, percibe en él más que la voz de un ser
123
humano que reclama sus derechos y su dignidad. Su grito resuena en los oídos de quienes
han aceptado el mensaje de Jesús, como el grito de un hijo de Dios y un hermano en el que
la imagen de Dios se halla ensombrecida y escarnecida. Esto se hace aún más fuerte y vivo
cuando se constata que, a pesar de los esfuerzos realizados y de la colaboración de la
Iglesia en la búsqueda de nuevos caminos de promoción y transformación de la sociedad,
las condiciones de los pobres se han agravado notablemente.
124
Un segundo sentido de política es el que la identifica con las ideologías, entendidas
como una visión totalizante de la realidad desde el ángulo de un grupo determinado de la
sociedad, que tiende a absolutizar sus puntos de vista y sus estrategias de acción como las
únicas válidas. Aparecen así los diversos “ismos”: capitalismo; marxismo, socialismo,
liberalismo, etc. Siendo ambiguas las ideologías poseen simultáneamente aspectos positivos
y aspectos negativos. De aquí se deriva la necesidad de una actitud crítica frente a todas
ellas.
Más importante y decisiva para comprender la doctrina del Magisterio sobre las
relaciones fe-política es una última distinción que se ha ido explicitando cada vez más. Se
trata de la distinción entre política en sentido amplio y política partidista. La primera se
refiere al bien común, a los valores fundamentales de la comunidad nacional e interna-
cional: la justicia, la paz, la igualdad, la libertad, los derechos humanos. La segunda, en
cambio, mira a la consecución del poder y a su ejercicio de acuerdo a unos criterios e
ideología propios de un grupo social o de un partido político. Mientras esta última forma de
hacer política no le corresponde a la vida consagrada sino en alguna circunstancia
excepcional y después de un discernimiento eclesial, la primera la puede y la debe ejercitar
a través de sus múltiples instituciones religiosas y educativas, los medios de comunicación,
iniciativas para la promoción de la mujer, educación de los jóvenes.
La palabra profeta entró, a partir del Vaticano II, a formar parte del vocabulario
cotidiano dentro de la Iglesia y fuera de ella. Se aplica a todos los que denuncian las
estructuras de poder y dominio; a quienes promueven la lucha por la justicia y se ponen de
parte de los pobres; a aquellos, en fin, que viviendo profundamente la experiencia de Dios
anuncian el mensaje liberador de Cristo en múltiples y variadas formas. Cada una de estas
aplicaciones responde sólo parcialmente a lo que es un profeta bíblico, porque éste aúna en
sí esos diversos aspectos: es alguien que, enraizado en la problemática existencial, descubre
a Dios como ser vivo y, a la luz de esta experiencia, sabe contemplar los acontecimientos
de la historia, enjuiciarlos y manifestar en voz alta su sentido, las exigencias de Dios, los
fallos del hombre.
E1 Vaticano II recordó que todos los cristianos, por el hecho de ser bautizados,
participan de la función sacerdotal, real y profética de Cristo (LG 38) y que éste, el gran
125
Profeta, "cumple su mision profética ... no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su
nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente,
constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra..." (LG 35).
Estas reflexiones doctrinales del Concilio permitieron que, más adelante, a partir de
muchísimos testimonios proféticos de cristianos comprometidos en la lucha contra el
pecado social se haya podido constatar una intensificación de la función profética de los
cristianos en diversos contextos socio-culturales.
126
Señor les confiara. Es importante que la vida consagrada relea su vida desde el hoy y aquí
para asumir en ella el profetismo que ellos vivieron a partir de una experiencia profunda de
Dios que permita descubrirlo en todas las circunstancias, contemplarlo en todas las
personas, buscar su voluntad en los acontecimientos y juzgar la realidad a la luz de su
proyecto.
Del Vaticano II a nuestros días, un signo de los tiempos en la Iglesia ha sido el interés
por el ecumenismo y por el diálogo con las religiones no-cristianas. El diálogo ecuménico
es una prioridad en la pastoral de la Iglesia hoy. Se da no sólo en el nivel teológico. Llega
también a otros niveles: la oración por la unidad de los cristianos, iniciativas pastorales
comunes, programas de cooperación conjunta en el campo social. La conciencia de la
presencia de las "semillas del Verbo" en todas las religiones y la misión que la Iglesia tiene
de anunciar el evangelio de Cristo a todos los seres humanos, han creado una nueva actitud
frente al diálogo interreligioso. Este es parte de la misión evangelizadora de la Iglesia.
"Entendido como método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco, no se
127
opone a la misión 'ad gentes'. Por el contrario, tiene especiales vínculos con ella y es una
expresión de la misma" (RM 55).
El sínodo sobre la vida consagrada puso de relieve la vinculación que ha existido entre la
vida religiosa y la causa del ecumenismo. Por su especial vocación a formar familias
reunidas en el nombre del Señor, los consagrados tienen en su misma identidad un llamado
a trabajar por la comunión y la unidad en la Iglesia y entre las diversas confesiones
cristianas. De hecho han sido religiosos y en particular monjes, los que más han promovido
el movimiento ecuménico en los últimos cien años.
128
Respecto a las religiones no cristianas, la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en
ellas hay de verdadero y santo (NA 2). El diálogo interreligioso forma parte de la misión
evangelizadora de la Iglesia. La vida consagrada, en su compromiso evangelizador no
puede dejar de comprometerse en este campo. Está llamada, ante todo, al diálogo que
procede el testimonio de una vida sencilla y dedicada al servicio de los demás como fruto
de un amor hacia todos. A este diálogo testimonial hay que añadir el que conduce al
conocimiento mutuo hecho con respeto y caridad.
Posibilidad especial para el diálogo que la vida consagrada puede tener con otras
religiones es el que se puede realizar con formas monásticas de las grandes religiones o
movimientos religiosos del Extremo Oriente. La atracción que existe por la realidad última
se acentúa sea en la vida religiosa católica como en los grupos monásticos del budismo y
del hinduismo. Eso lleva a relativizar todo aquello que no es definitivo renunciando incluso
a cosas que normalmente se consideran imprescindibles en una vida humana: familia
propia, medios económicos propios, decisiones libres. En todas las formas monásticas de
otras religiones aparece también el esfuerzo ascético o de renuncia que se vive en las
diversas formas de vida consagrada. Entre ellas son importantes las del silencio y la soledad
que favorecen el contacto con la divinidad y una oración contemplativa que conduzca a la
comunión con la divinidad sin excluir el servicio del hombre.
Un compromiso que podría ser fruto del diálogo interreligioso entre las diversas formas
de monacato o de consagración que se dan en otras religiones podría ser el de buscar
contrarrestar las culturas actuales que tienden a marginar la dimensión religiosa de la
existencia. Al mismo tiempo, podrían ofrecer una respuesta de espiritualidad a la búsqueda
de lo sagrado y a la nostalgia de Dios. El cultivo de las dimensiones de interioridad que se
da en la vida consagrada sin que, por ello, se aliene de la historia para encerrarse en sí
misma, puede mostrar el itinerario de la auténtica búsqueda de Dios y de los valores del
espíritu. Hay que conocer las otras religiones y dialogar con ellas desde una madurez
espiritual y humana.
VII
129
LA FORMACIÓN PARA LA VIDA CONSAGRADA
El Vaticano II advirtió que “la adecuada renovación de los institutos depende en grado máximo de la
formación de sus miembros (PC 18). La formación a la vida religiosa es un tema muy complejo y, al mismo
tiempo, una de las prioridades que los institutos deben tener. El mundo actual caracterizado por los cambios
rápidos y profundos exige una elaboración clara de los criterios que han de guiar la formación en las diversas
etapas teniendo en cuenta el abanico de situaciones, los contextos socioculturales y eclesiales y las
características de los formandos. No se puede tampoco olvidar la necesidad de una formación de formadores y
de una formación permanente.
En la formación para la vida consagrada existe una dimensión humana y cristiana que
viene a ser como el fundamento sobre el cual se edifica la identidad de quienes han
decidido consagrar su vida a Dios para el servicio de los demás. La gracia presupone la
naturaleza y la experiencia ha mostrado que muchos de los problemas y dificultades que se
presentan en la vida consagrada tienen su origen en la falta de bases humanas. Igualmente
una deficiente formación cristiana ocasiona el que la decisión de abrazar la vida consagrada
carezca de cimientos de una fe ilustrada y que haya logrado un mínimo de madurez. Un
mínimo de base humana y cristiana debe exigirse a los candidatos antes de su ingreso y
debe ser materia de examen, reflexión y evaluación periódica a lo largo del proceso
formativo.
La formación integral de una persona humana comprende una dimensión física, moral,
intelectual y espiritual. “El Decreto sobre la formación de los sacerdotes Optatam totius
propone criterios que permiten juzgar el nivel de madurez humana que se requiere en los
candidatos para el ministerio presbiteral. Estos criterios pueden aplicarse fácilmente a los
candidatos para la vida religiosa teniendo en cuenta su naturaleza y la misión que el
religioso está llamado a cumplir en la Iglesia” (PI 34).
Una sólida base humana es el fundamento del crecimiento espiritual y vocacional. Hay
que comenzar por un sano desarrollo fisiológico que tenga como punto de partida el
reconocimiento positivo del cuerpo y de su significado. Para ello se requiere la formación a
la higiene elemental del mismo que exige un equilibrio en todos los componentes de la vida
física: alimentación, aseo, trabajo, descanso. Es necesaria también una buena educación
sexual que sepa valorar e integrar la sexualidad como valor positivo en el conjunto de la
personalidad. De la mano de los aspectos físicos en la formación deben ir los aspectos
psíquicos para ayudar a ir logrando una madurez proporcionada a la etapa formativa y que
130
ayude a la aceptación de sí mismo, de las propias cualidades intelectuales y volitivas y de
las inevitables limitaciones. Es importante educar para que la persona se haga capaz de
valorar con objetividad los acontecimientos y las personas y sea capaz de tomar decisiones
justas y autónomas al mismo tiempo que solidarias. En el campo de la afectividad el
proceso de maduración estará orientado a que se supere el amor egocéntrico e infantil en un
amor oblativo y altruista.
La maduración afectiva hace posible lo que podríamos llamar una madurez social que se
manifiesta en unas relaciones abiertas y respetuosas de la dignidad de las personas y en la
capacidad de vivir en grupo con actitud de diálogo fraterno y de solidaridad. El proceso de
maduración irá haciendo posible la adquisición de las virtudes sociales: la sinceridad, la
preocupación por la justicia y los problemas del mundo, la lealtad a la palabra empeñada, la
urbanidad y la delicadeza de trato. Para ir logrando esto se requiere el control y el
autodominio como exigencia antropológica para superar el egoísmo y una ascesis que dé
capacidad de esfuerzo y vencimiento de todo aquello que impide abrirse a Dios y a los
demás. El aspecto intelectual de la formación completa la formación humana y prepara para
el ministerio apostólico y debe observar las exigencias de la Iglesia en las diferentes etapas
formativas. Todo este proceso de formación humana lleva el sello de la totalidad, es decir,
se orienta a la formación de toda la persona, en cada aspecto de su individualidad, en las
intenciones y gestos exteriores (VC 65).
131
con mayor conciencia el modelo de Iglesia de comunión en la que todos los carismas son
necesarios y complementarios. Todos estos elementos de la formación cristiana no pueden
quedarse sólo en el terreno intelectual o informativo. Se requiere que sean traducidos en
actitudes prácticas y en vivencias que marquen a los formandos y les permitan ir integrando
vitalmente todos los aspectos de la formación humano, cultural, espiritual y pastoral.
La vida consagrada es un don que Dios otorga a la Iglesia para vivir e irradiar los valores
evangélicos. Quienes ingresan en este estado de vida necesitan ser iniciados en la forma
peculiar de traducirlos a la práctica que tiene la vida consagrada y que ha heredado del
pasado no para repetirlo sino para encarnarlo en el designio de Dios en cada época de la
historia. La formación comporta la presentación a las nuevas generaciones de estos valores
para que ellas los incorporen a su existencia y los relean personal y comunitariamente en
las circunstancias y desafíos de cada contexto histórico y socio-cultural.
Una formación para la vivencia de los votos requiere presentarlos desde una perspectiva
vital y dinámica. La castidad consagrada como un medio para dilatar los horizontes del
amor, ante todo a Cristo a quien se coloca en el centro de la vida afectiva. El consagrado
deberá ser guiado para que asuma el celibato como un bien para toda la persona, para
superar el egoísmo y ser capaz de comprometerse evangélicamente hasta la donación total
de sí mismo. La formación a la castidad consagrada debe subrayar la exigencia de la
caridad fraterna dentro y fuera de la comunidad. Una gradual integración de la afectividad
en la personalidad se irá consiguiendo poco a poco a través de la relación personal con Dios
y con los demás. Hay que educar sin represiones que conducen a compensaciones afectivas
132
o a desquilibrios de la personalidad. La castidad consagrada no es principalmente sacrificio.
Su valor más profundo está en que libera y unifica el corazón para poder amar con
intensidad a todos: a Dios con todo el corazón, con toda el alma y todas las fuerzas y al
prójimo sin ninguna atadura afectiva que frene. Hay que educar a encauzar debidamente la
afectividad durante la formación para evitar más adelante que las represiones, hechas de
prohibiciones y rechazos, exploten más delante de una manera incontrolable.
133
En la formación para la vida fraterna en comunidad no se puede olvidar la necesidad de
vivir en ella las actitudes que se requieren en toda relación humana: educación, amabilidad,
sinceridad, control de sí, delicadeza, sentido del humor, espíritu de participación, capacidad
de diálogo. Hay que educar a la comunicación para hacer que los encuentros comunitarios
sean una ocasión para compartir los problemas, buscar juntos la solución de los mismos,
escuchar a los otros, compartir las propias ideas, revisar y evaluar, programar juntos (cf
VFC 29-31). Un campo actual en la formación es el de orientar en el uso equilibrado y
maduro de los medios de comunicación social para que no impidan la indispensable
comunicación fraterna. La vida fraterna en comunidad es una gran ayuda para que cada
miembro de ella pueda ir adquiriendo una creciente madurez humana a partir de la propia
identidad y de un equilibrio psicológico y afectivo. Finalmente es sumamente necesario que
los formandos vayan percibiendo que la vida de comunidad es un espacio teologal en el que
se puede y debe experimentar la presencia del Señor, en el amor recíproco alimentado en la
escucha de su palabra, en la eucaristía y en la oración.
134
vivido y experimentado las implicaciones personales y comunitarias; espirituales y
apostólicas de la vida consagrada en su propio instituto cuentan con elementos para analizar
y constatar si el candidato reúne las cualidades requeridas para formar parte de su familia
religiosa. El discernimiento no está ligado a un momento particular y no se realiza de un
golpe, sino de modo progresivo y continuo. Con todo los momentos de transición de una
etapa a la otra en el itinerario formativo son momentos privilegiados para el discernimiento.
Este no se puede prolongar indefinidamente y debe llegar oportunamente a conclusiones
definitivas para evitar indecisiones que dañan a todos.
Entre los medios para el discernimiento hay que contar con la búsqueda del candidato,
guiada por un orientador espiritual. Él, al igual que los formadores, debe examinar las
motivaciones de su elección para ver si son auténticas o, por lo menos, si pueden ser
purificadas cuando son inadecuadas o no resultan suficientemente claras. Para un correcto
discernimiento vocacional es importante un adecuado conocimiento de los precedentes del
candidato (ambiente familiar y cultural, educación y amistades). Esto ayudará mucho a una
comprensión y evaluación del camino realizado por el aspirante en su crecimiento personal
y vocacional. Es de gran utilidad conocer el parecer de las personas que tienen con él un
contacto habitual en su vida cotidiana. En ocasiones habrá que pedir al candidato un
empeño apostólico o un tiempo fuera de la comunidad, si es que ya entró en ella, para
verificar desde otro ángulo la realidad de su llamada vocacional.
2. Criterios de discernimiento
Es importante, tanto antes del ingreso del candidato como en las diferentes etapas de su
formación, constatar si el candidato posee realmente las cualidades y requisitos
correspondientes a su edad y a su etapa de crecimiento. En cada caso se evaluarán sus
cualidades psicológicas e intelectuales a la luz de criterios positivos y negativos. Los
primeros son aquellas cualidades que posee el candidato y que lo capacitan para cumplir las
exigencias de la vida consagrada en un instituto. Esas cualidades por sí mismas no son
suficientes para garantizar la presencia de la llamada divina. Son indicios de que posee la
idoneidad de base para responder a una posible vocación que será siempre algo gratuito de
parte de Dios. Los criterios negativos o contraindicaciones son aquellas deficiencias que
son señal de ausencia de una verdadera llamada a la vida religiosa por ser incompatibles
con lo que constituye esa vida. Dios, en efecto, cuando llama da aquello que se requiere
para poder cumplir esa vocación y misión. Si la persona carece de ese mínimo de
cualidades es signo de que no está llamada para ese género de vida.
Entre los criterios positivos, señal de una posible vocación a la vida consagrada, se
pueden enumerar algunos criterios humanos y otros que podemos llamar cristianos. Entre
los primeros están la sinceridad de corazón, la fidelidad a la palabra dada, el respeto a los
demás y a sus derechos, la justicia e interés por el bien común, la responsabilidad, la
sinceridad. El candidato debe poseer un mínimo de salud física y psíquica para poder
adquirir una personalidad estable. Una madurez afectiva correspondiente a la edad, un
135
cierto realismo y una flexibilidad son también necesarios. Entre los requisitos de tipo
intelectual están, entre otros, el sentido común, la capacidad de juzgar rectamente, de
comprender las cosas y la capacidad par a proseguir normalmente los estudios exigidos.
Más decisivos son los criterios cristianos en el discernimiento vocacional: la apertura a la
voluntad de Dios que se manifiesta a la luz de la fe y que compromete con los valores
evangélicos; el sentirse fascinado por Jesucristo a quien quiere hacer el centro de su vida; el
gusto por la oración y la aptitud para vivir una comunión fraterna en comunidad, familia
reunida en el nombre del Señor. Ciertamente no se puede exigir la presencia de todos estos
criterios al momento de su ingreso, pero hay que verificar si gradualmente se va dando una
convergencia de los mismos en forma creciente. Son indispensables, sobre todo, la recta
intención y la voluntad firme y decidida de consagrarse a Dios y de hacerlo en comunión
con otros al servicio del reino.
64. El postulantado
136
Objetivos principales del postulantado son verificar si el candidato posee una suficiente
madurez humana y cristiana, proporcionada a su edad, y que satisfaga a cuanto se pide al
inicio de la vida consagrada, además de una cierta capacidad de integración en el grupo.
Otra finalidad de esta etapa es constatar el grado de formación cristiana del aspirante y –si
es necesario- completarla de la manera más oportuna. En efecto, con frecuencia, los
candidatos que se presentan no han terminado su iniciación cristiana (sacramental, doctrinal
y moral) y les faltan algunos elementos de la vida cristiana ordinaria. Es preciso también en
esta etapa examinar dos puntos de capital importancia para la vida consagrada: el equilibrio
de la afectividad y la capacidad de vivir en comunidad. El primero “supone la aceptación
del otro, hombre o mujer, en el respeto de su diferencia. Se podrá eventualmente recurrir a
los servicios de un examen psicológico, teniendo en cuenta el derecho de toda persona a
preservar su intimidad. La capacidad de vivir en comunidad bajo la autoridad de los
superiores en un determinado instituto... se comprobará mejor ciertamente en el curso del
noviciado; pero la cuestión se debe plantear antes. Los candidatos deben saber
expresamente que existen otras vías, diferentes de la entrada en un instituto religioso, para
quien quiere dar toda su vida al Señor” (PI 43).
137
En los programas de formación no puede faltar el estudio que complete la formación
cristiana de los aspirantes a fin de que alcancen una más profunda comprensión de la
historia de la salvación y del sentido de la vida consagrada. Es necesario también
proporcionarles un conocimiento global de la historia de la Iglesia y del propio instituto.
Puesto que el objetivo principal de esta etapa es el discernimiento de la propia vocación, es
fundamental que el postulante comprenda, a partir del estudio y de la meditación de la
sagrada Escritura, la riqueza y la variedad de vocaciones que Dios ofrece al hombre y las
diversas respuestas con que el hombre puede corresponder. La formación nace más de la
experiencia que de la doctrina y por este motivo no se puede descuidar en este período de
formación la vida sacramental, en particular la participación en la eucaristía y el
acercamiento al sacramento de la reconciliación como medio para una conversión constante
a Dios y a los hermanos. No puede tampoco faltar una iniciación a la plegaria cristiana
tanto en su dimensión personal como en la litúrgica. El postulante, para favorecer su
maduración humana y cristiana y para conocer sus propias cualidades participará en alguna
actividad apostólica. De este modo se introducirá gradualmente en la vida consagrada y
aprenderá a vivir al servicio de Dios, de la Iglesia y de los hombres.
Aunque esta etapa no exige de por sí la interrupción de los estudios o del trabajo, es
necesario que el postulante cuente con el tiempo y los recursos suficientes para poder
cumplir con el programa formativo y para enfrentar el desafío de la integración al grupo de
formandos o a la comunidad donde reside. Al finalizar esta etapa el candidato ha de ofrecer
garantías de equilibrio afectivo y emotivo, de acuerdo a su edad. Hará ver que posee la
calidad y la capacidad suficientes para vivir los compromisos de la vida consagrada y los
que se derivan del carisma y de la espiritualidad particulares de cada instituto. La
comunidad y los formadores examinarán su idoneidad espiritual, moral e intelectual, como
también su salud psíquica, si es necesario con la asesoría de personas expertas y de
principios cristianos. De este modo podrán acompañar al postulante a encontrar en su
relación personal con Cristo las motivaciones verdaderas y auténticas de su opción
personal. Con estas premisas se podrá proceder a la admisión del candidato al noviciado
para ofrecerle con una experiencia de las implicaciones de la vida consagrada los elementos
para un paso adelante en el camino de su discernimiento vocacional.
“El noviciado, con el que comienza la vida en un instituto, tiene como finalidad que los
novicios conozcan mejor la vocación divina tal como existe en el propio instituto, que
experimenten el modo de vida de éste, que conformen la mente y el corazón con su espíritu
y que puedan ser comprobadas su intención y su idoneidad” (can. 646).
A la luz del canon citado aparece cuál es la finalidad del noviciado: ofrecer una
verdadera experiencia de lo que significa ser consagrado en un determinado instituto
138
religioso. Para ello en este período de formación se ofrecerá la ayuda para que los novicios
lleguen a comprender el sentido y los alcances de los consejos evangélicos que abrazará
mediante los votos y de otros valores teológicos inherentes a la vida consagrada. Siendo un
período intenso de experiencia y reflexión, es necesario que cuente con un ambiente
apropiado que proponga y haga visibles los valores de la vida consagrada en general y los
propios de un instituto religioso. Ordinariamente se busca que en la casa del noviciado haya
una atmósfera de recogimiento que invite a la oración y a profundizar en la experiencia de
Dios fuente y cumbre de toda vida cristiana y de la vida consagrada.
La iniciación integral que caracteriza el noviciado va mucho más allá de una simple
enseñanza de tipo doctrinal. Esto lo expresa el código de derecho canónico cuando dice:
“estimúlese a los novicios para que cultiven las virtudes humanas y cristianas; se les debe
introducir en un camino de mayor perfección mediante la oración y la abnegación de sí
mismos; instrúyaseles en la contemplación del misterio de la salvación y en la lectura y la
meditación de las Sagradas Escrituras; prepáreseles para celebrar el culto de Dios en la
sagrada liturgia; aprenderán a llevar una vida consagrada a Dios y a los hombres en Cristo
por medio de los consejos evangélicos; serán instruidos sobre el carácter, espíritu, finalidad,
disciplina, historia y vida del instituto; y se procurará imbuirles de amor a la Iglesia y a sus
sagrados pastores” (can. 652,2).
En el programa de formación del noviciado hay que tener presentes diversas áreas,
señaladas en los documentos oficiales de la Iglesia y completadas en los textos formativos
de cada instituto de vida consagrada. Se contemplan cuatro áreas principales que suponen
una formación humana, cristiana e intelectual previas: formación doctrinal, espiritual, a la
fraternidad, y formación apostólica.
139
Ordinariamente, en la formación doctrinal se requiere una iniciación a la cristología y a
la eclesiología; un conocimiento profundo y vivencial de la Biblia; una reflexión sobre
María, como modelo de disponibilidad y de consagración; estudio y vivencia práctica de la
liturgia como centro de la vida en fraternidad; iniciación a la oración como diálogo con
Dios; teología de la vida consagrada; estudio del carisma del instituto en su formulación
original del fundador o la fundadora y en su dinamismo actual. La formación espiritual
debe conducir a una espiritualidad vital y encarnada en la realidad como vida en Cristo y
según el Espíritu que se acoge por la fe, se expresa en el amor y se vive en la esperanza.
Hay que ayudar a profundizar la vida de oración de modo que los novicios se acostumbren
a encontrar a Dios, no sólo en los tiempos dedicados a ella sino también en los hermanos y
hasta en los menores acontecimientos de la vida diaria. Se procurará conectar los votos con
las virtudes teologales y con las bienaventuranzas. Se requiere igualmente una iniciación a
la lectio divina.
Para formar a la fraternidad es necesario que los novicios tengan presente que antes de
ser comunidad religiosa son una comunidad humana y cristiana y que, por tanto, deben
colaborar para que se cumplan las exigencias sico-sociológicas de un grupo humano y se
vivan los elementos de una comunidad cristiana. Es indispensable educar al diálogo y a la
participación; a la corresponsabilidad y a las iniciativas personales; al discernimiento
comunitario y a la aceptación de lo que se decida fraternamente. La revisión de vida unida a
la corrección fraterna debe practicarse de acuerdo con las técnicas de dinámica de grupo
que faciliten el intercambio sereno y la puesta en práctica de las decisiones tomadas. La
celebración eucarística dará la conciencia de que ella es el centro de la vida consagrada,
personal y comunitaria y la fuente de la fraternidad que nace de Cristo. Junto con la
eucaristía y en íntima relación con ella, la Liturgia de las horas acostumbrará a la oración
comunitaria de alabanza y de acción de gracias. También es conveniente que los novicios
tengan una formación apostólica y una iniciación práctica en algunas actividades propias
del instituto, teniendo en cuenta que la prioridad durante el noviciado la debe tener la
formación espiritual y doctrinal. Estas actividades ofrecen a los formandos la oportunidad
de progresar en la unidad entre contemplación y acción apostólica y a aprender por
experiencia el valor de la ayuda fraterna como factor de progreso y perseverancia.
De este modo el novicio podrá estar preparado para hacer su profesión temporal con la
que iniciará otra etapa en el camino de su discernimiento vocacional.
Todo el período de los votos temporales es considerado como una preparación para el
compromiso definitivo de la profesión perpetua. Durante este período se debe continuar en
todos los aspectos la obra formativa del noviciado. Por tanto, debe asegurarse la formación
doctrinal, espiritual, fraternal y apostólica ya que la profesión perpetua supone una
140
preparación prolongada y un aprendizaje perseverante. Ello justifica el que se la haga
preceder de un período de profesión temporal para consolidar la fidelidad de los jóvenes
profesas y profesos en el seguimiento de Cristo.
141
conocimiento más amplio de la propia familia religiosa y de su carisma, la práctica
pastoral, el diálogo con los formadores y el acompañamiento espiritual. Con esos medios la
persona consagrada irá pudiendo confrontarse con Cristo, origen y meta de su vocación
para renovar su compromiso con Él como fruto de una maduración gradual a través de
crisis y dificultades superadas con actitud teologal.
En los programas de formación hay que dar un lugar prioritario al estudio y meditación
de la palabra de Dios. Junto con esto se tendrá para todos los religiosos y religiosas una
adecuada preparación teológica, espiritual y pastoral. Durante este período se dará a los
escolásticos y a las junioras la oportunidad de un conocimiento práctico de las realidades
socio-culturales del mundo y de la problemática de la región en la que más tarde van a
realizar su misión apostólica. Por eso es importante buscar en cada lugar la posibilidad de
que se dediquen a una actividad apostólica según lo permitan los centros donde cursan sus
estudios. Las actividades apostólicas son un elemento de la formación y por ello deben
estar iluminadas por una visión teológica y evaluadas en su realización práctica. “La
madurez del religioso requiere, en esta etapa, un compromiso apostólico y una participación
progresiva en experiencias eclesiales y sociales, en la línea del carisma de su instituto y
teniendo en cuenta sus aptitudes y aspiraciones personales. Tratándose de estas
experiencias, las religiosas y los religiosos recordarán que ellos no son prioritariamente
agentes pastorales ni en el período de formación inicial ni después, y que su compromiso en
un servicio eclesial y sobre todo social, se tiene que someter necesariamente a criterios de
discernimiento” (PI 62)-
142
La vida consagrada se vive en una familia religiosa portadora de un carisma, es decir,
una cierta manera de vivir y de formular la consagración para la misión. Un carisma
auténtico contiene en sí la totalidad de los valores del seguimiento de Jesús con la
acentuación de algunos valores que vienen a caracterizarlo en la Iglesia. Una exigencia
presente en todos los carismas es el compromiso con el proyecto de Dios desde una
experiencia contemplativa que conduce evangelizar a todos a partir de los pobres. El
carisma está al servicio de la misión y, por lo mismo, debe tener en cuenta los desafíos de
cada época y de cada ambiente en el que se concretiza para renovarse con fidelidad
creativa.
1. Fidelidad al carisma
“La profunda comprensión del carisma lleva a una visión clara de la propia identidad, en
torno a la cual es más fácil crear unidad y comunión. Ella permite, además, una adaptación
creativa a las nuevas situaciones, y esto ofrece perspectivas positivas para el futuro de un
instituto. La falta de esa claridad puede fácilmente crear incertidumbre en los objetivos y
vulnerabilidad con respecto a los condicionamientos ambientales y a las corrientes
culturales, e incluso a las distintas necesidades apostólicas, además de crear incapacidad
para adaptarse y renovarse. Por tanto, es necesario cultivar la identidad carismática, incluso
para evitar una creciente indiferenciación que constituye un verdadero peligro para la
vitalidad de una comunidad religiosa” (VFC 45-46). Si esta indiferenciación se generalizara
desaparecería la riqueza y la fecundidad de la variedad de carismas dentro de la vida
consagrada.
143
2. Relectura del carisma
Apareció entonces con claridad meridiana que en los institutos de vida consagrada el
lugar de las experiencias e incluso de los escritos de los fundadores y fundadoras lo habían
ocupado en buena parte interpretaciones posteriores, una visión legalista de la vida religiosa
(las Constituciones eran exclusivamente normativas) y una “standardización” de la
formación. En la gran mayoría de los institutos se usaban los mismos libros para la
formación en los noviciados. Fue entonces cuando se comenzó a hablar del regreso a las
fuentes y a revisar los programas de formación.
144
fundadora para encarnarlo en la vida personal y comunitaria y en el contexto socio-cultural
en el que se inserta la persona consagrada y su comunidad.
“La formación permanente, tanto para los institutos de vida apostólica como para los de
vida contemplativa, es una exigencia intrínseca de la consagración religiosa... [porque] el
proceso formativo no se reduce a la fase inicial, puesto que, por la limitación humana, la
persona consagrada no podrá jamás suponer que ha completado la gestación de aquel
hombre nuevo que experimenta dentro de sí, ni de poseer en cada circunstancia de la vida
los mismos sentimientos de Cristo. La formación inicial por tanto, debe engarzarse con la
formación permanente creando en el sujeto la disponibilidad para dejarse formar cada uno
de los días de su vida” (VC 69).
145
Materia de formación permanente son todos los aspectos de la persona consagrada: su
dimensión humana y cristiana, su integración afectiva, la capacidad de comunicarse con
todos, especialmente con sus hermanos o hermanas de comunidad, la serenidad de espíritu
y la sensibilidad hacia los pobres y marginados, el amor por la verdad y la coherencia
efectiva entre el decir y el hacer. Un punto fundamental es la capacidad para ir renovando
su vida de seguimiento en castidad, pobreza y obediencia en las condiciones cambiantes de
su vida, de la Iglesia y de la sociedad. No puede faltar la formación permanente en la
dimensión apostólica para actualizar los métodos y los objetivos de la evangelización
teniendo en cuenta las circunstancias cambiantes de la historia y de la cultura general y
local. El progreso cultural pide el cultivo de la dimensión profesional que se apoye también
en una formación teológica que ayude a discernir lo que está de acuerdo con los valores
evangélicos. Finalmente no se puede descuidar la dimensión del propio carisma. En él
convergen todos los demás aspectos como en una síntesis. Esto exige el estudio asiduo del
espíritu del instituto al que uno pertenece, de su historia y de su misión (cf VC 71).
146
Padre y su servicio fraternal a sus hermanos de acuerdo con el propio carisma. “Es una
tarea que nunca termina: antes bien, es un proceso constante de maduración, que abarca no
solamente los valores espirituales, sino también todo aquello que contribuye psicológica,
cultural y sociológicamente a la plenitud de la personalidad humana... Aceptada por cada
religioso como asunto de responsabilidad personal, la formación se convierte no sólo en
crecimiento personal, sino también en una bendición para la comunidad y una fuente de
fructuosa energía para el apostolado” (EE 46).
Una de las prioridades en los institutos de vida consagrada si desean una buena
preparación de sus candidatos es la de la elección y formación cuidadosa de los futuros
formadores. Para ello les ofrecerán oportunidades que les permitan una sólida formación
teológica, pedagógica y espiritual. De modo particular se requiere que profundicen en todo
aquello que constituye la teología de la vida consagrada y el carisma y la espiritualidad del
propio instituto.
Para enfrentar más eficazmente este desafío es de gran utilidad la colaboración entre los
institutos. “Existen centros de nivel universitario y parauniversitario con programas
sistemáticos que ofrecen la posibilidad de conseguir títulos académicos...; cursos
intensivos. Distribuidos a lo largo de un año o un semestre, destinados sobre todo a
formadoras y formadores al principio de su cometido y ya insertos en comunidades de
formación y sesiones de estudio, de intercambio y de reflexión sobre temas educativos
concretos. Muchos de estos cursos son organizados por las Conferencias de superiores y de
las superioras mayores, otros por un consorcio de institutos, o son iniciativas promovidas
por centros especializados o por facultades universitarias” (CPF 25).
147
situaciones particulares y problemas personales. La formación de formadores tendrá muy
presente el contexto socio-cultural en el que ellos van a prestar ese servicio para que sepa
apreciar todo lo positivo de esa cultura y conocer también sus limitaciones. Al mismo
tiempo hay que tener presente la situación eclesial, las prioridades pastorales y los retos que
hay que enfrentar.
Los cursos de formación para los formadores deberán estar orientados a habilitarlos para
que puedan educar integralmente a los formandos y formandas en la unidad y originalidad
de cada persona para que puedan desarrollar todas las potencialidades que están presentes
en la consagración bautismal y religiosa. La formación teológica sea sólida, especialmente
en la espiritualidad, la moral y la vida consagrada. Es conveniente que los formadores
adquieran una visión global y orgánica del proceso formativo y de las características de las
diferentes etapas. Hay que capacitar a los formadores a la lectura de los signos de los
tiempos y de los lugares.
148
responder a ello con solicitud y audacia en plena comunión eclesial” (Juan Pablo II. Cf CPF
23).
“Los formadores y las formadoras deben ser, por tanto, personas expertas en los caminos
que llevan a Dios, para poder ser así capaces de acompañar a otros en este recorrido.
Atentos a la acción de la gracia, deben indicar aquellos obstáculos que a veces no resultan
con tanta evidencia pero, sobre todo, mostrarán la belleza del seguimiento del Señor y el
valor del carisma en el que éste se concretiza. A las luces de la sabiduría espiritual añadirán
también aquellas que provienen de los instrumentos humanos que pueden servir de ayuda,
tanto en el discernimiento vocacional, como en la formación del hombre nuevo
auténticamente libre” (VC 66). Todo esto exige la formación de formadores capaces
debidamente preparados.
Este primer principio no cierra la puerta a una posible colaboración entre los institutos
para aprovechar a los mejores formadores de cada uno de ellos. De este modo, en el
respeto de la diversidad carismática, se puede colaborar solidariamente entre las familias
de vida consagrada, sobre todo cuando pertenecen a una misma área geográfico-cultural.
Eso es posible porque la vida consagrada tiene una raíz común que es la iniciativa del Padre
que, mediante la acción del Espíritu llama al seguimiento de su Hijo con unas
149
características particulares expresada en el compromiso con los consejos evangélicos
mediante los votos.
El tiempo del noviciado es responsabilidad de cada instituto pues se trata de dar a los
novicios y novicias un acompañamiento personalizado y de formar en la experiencia
auténtica y profunda del carisma fundacional. Por eso no se puede hablar de un noviciado
Intercongregacional, sino más bien de cursos intercongregacionales para novicios. Se trata
de ofrecer servicios complementarios para profundizar en elementos fundamentales de la
formación: Sagrada Escritura, teología espiritual, teología moral, eclesiología, teología y
derecho de la vida consagrada, especialmente de cada uno de los votos, liturgia, como
también conceptos fundamentales de antropología y sicología que ayude al novicio y a la
novicia a conocerse mejor. “Hay que favorecer, además, el conocimiento de los respectivos
institutos religiosos, de los fundadores y de las fundadoras y de las diversas
espiritualidades. En efecto, el intercambio fraterno ayuda a hacer que madure un aprecio
más vivo de la propia originalidad fundacional, a descubrir el valor de cada fundador en el
conjunto de la misión de la Iglesia, a promover la colaboración y una mentalidad de
comunión” (CPF 16 d).
150
Para la formación de los profesos temporales la colaboración intercongregacional intenta
favorecer la cualificación de los jóvenes religiosos y religiosas con relación a su
consagración, a su formación espiritual doctrinal y pastoral. En esta fase formativa se
tendrá muy en cuenta lo que la caracteriza: la posibilidad abierta para madurar en la
identificación con Cristo y para crecer en una visión de la realidad iluminada por la fe. De
modo particular se procurará profundizar temas de espiritualidad y de ciencias humanas
que contribuyan a la madurez de la persona en Cristo. Se dará un fuerte impulso a la vida
fraterna en comunidad y a una iniciación pastoral más amplia, tanto teórica como práctica.
Esto llevará a profundizar en algunos temas de la eclesiología conciliar: la colaboración
pastoral de las personas consagradas con los presbíteros y los laicos bajo la guía de los
obispos, la misión “ad gentes”, el ecumenismo, el diálogo interreligioso, la relación de la
Iglesia con el mundo, el deber social y político de los cristianos. También será positivo
conocer más a fondo la riqueza carismática de los diversos institutos. “Reviste particular
importancia la colaboración entre institutos en las iniciativas o cursos que ayudan a la
preparación para la profesión perpetua” (CPF 17 d). No hay que olvidar en estas iniciativas
de colaboración formativa que facilita el compartir los dones carismáticos, que hay que
respetar la diversidad de carismas y espiritualidades. La colaboración Intercongregacional
es un servicio que ayuda a las personas consagradas a formarse realizando la unidad de la
propia vida en Cristo mediante el Espíritu.
VIII
La esencia misma de la vida consagrada tiene una exigencia prioritaria de una sólida espiritualidad. Ésta es
una vida “en Cristo” y “según el Espíritu” que se acoge por la fe, se expresa en el amor y se vive en la
esperanza. En la vida consagrada se vive con las características propias un el seguimiento de Jesús mediante
los consejos evangélicos asumidos por medio de los votos dentro de una vida fraterna en comunidad.
1. La espiritualidad cristiana
151
dentro de la comunidad eclesial. Hablar de espiritualidad no es, por tanto, hablar de una
parte de la vida, sino de toda la vida. Es referirse a una cualidad que el Espíritu imprime en
nosotros. Es tratar también de la acción bajo el impulso del Espíritu Santo. La referencia
primordial de la espiritualidad cristiana es Jesús; la conversión a él y su seguimiento.
Al llamar a su seguimiento, Jesús explicitó que elegía para establecer una relación de
amistad con Él. Por eso la espiritualidad del seguimiento está orientada a la experiencia de
152
una creciente comunión con Cristo. Todos los trabajos y esfuerzos del seguidor de Jesús se
van realizando “en Él”. En una palabra, desde el principio hasta el final, la existencia
cristiana se desarrolla “en Cristo” (1 Cor 15,18.22), al grado de poder afirmar “vivo, pero
no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). La vida consagrada ha visto siempre
como ideal la comunidad de los doce apóstoles llamados por Cristo para estar con Él, para
compartir su vida antes de ser enviados a predicar (Mc 3,13-14). La espiritualidad del
seguimiento es también una experiencia de ser discípulos de Jesús. El discipulado del
Nuevo Testamento se entiende mejor en la perspectiva de las relaciones maestro-discípulo
en el mundo rabínico. En él se insistía en la importancia de atender a las más pequeñas
enseñanzas del maestro y a estar dispuesto a transmitirlas. Estas enseñanzas se referían
especialmente a la conducta de vida, a lo que se conocía con el nombre de “sabiduría”.
Cristo es para sus seguidores la verdadera Sabiduría de Dios. Siguiéndolo se conoce la
verdad y la verdad nos hace libres (Jn 8,32). La vida consagrada en su seguimiento de
Jesús mediante el compromiso de la castidad, pobreza y obediencia, “es memoria viviente
del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los
hermanos (VC 22).
153
forma de vivir las tres actitudes fundamentales de la vida cristiana: la fe, la esperanza y el
amor. Los tres votos son expresión de ellas, si bien cada uno subraya y ejercita
especialmente una
1. El enfoque tradicional
Aún antes de la formulación explícita de los tres votos, los monjes eran conscientes de
que por su consagración a Dios modificaban automáticamente sus relaciones con el mundo,
con las personas y con las cosas. Debían vivirlas de un modo nuevo. Esto constituía una
parte muy importante de su espiritualidad. Era el punto de partida de ella. Se ponía el
acento en su aspecto de reserva para Dios. También ellos expresaban la dimensión
escatológica de la vida cristiana de la cual el consagrado era signo y testimonio y por medio
de ellos se practicaban las virtudes teologales. Los votos eran considerados como
holocausto: renuncia al mundo y a sí mismo para pertenecer íntegramente al Señor, vivir
sólo para Él y buscar en cada momento su voluntad y su gloria. Los votos creaban una
espiritualidad del holocausto. Por ellos la persona consagrada ofrecía a Dios todo lo que
tenía: bienes materiales, bienes del cuerpo y bienes del alma. Por la pobreza renuncia a los
bienes materiales; por la castidad a los del cuerpo y por la obediencia a los racionales.
Desde este ángulo el voto de pobreza manifestaba la caducidad de las cosas terrenas y su
escaso valor con relación a las que nos están prometidas. Expresaba la actitud que la Iglesia
debe tener en su peregrinación hacia lo definitivo. Era un ejercicio de esperanza. El voto de
castidad era considerado como consagración del cuerpo y del corazón a Dios; señal de los
bienes celestiales y anticipación del estado perfecto del ser humano en la plenitud del reino
de Dios. Era expresión de amor total a Dios y camino de renuncia y sacrificio profundo que
hacía disponible a la persona consagrada para el servicio a los hermanos. La obediencia era
el sacrificio más completo: el de la libertad. Ese voto recordaba a la Iglesia la
disponibilidad total que debía tener, a imitación de Cristo, hacia la voluntad del Padre en
un ejercicio de fe.
2. El enfoque actual
154
servicio y el de una libertad que tiene en cuenta el bien de los demás. Cuestiona, de este
modo, el ejercicio totalitario y opresor de la autoridad y el egoísmo individualista en el uso
de la libertad.
155
capacita para amar y nos une en la diversidad de los dones y servicios. La dimensión de la
comunión manifiesta la presencia del Espíritu y se concretiza en cuatro realidades íntimamente
ligadas entre sí: la enseñanza de los Apóstoles, la koinonía, la fracción del pan y las oraciones
(Hch 2,42).
Ante todo, la comunidad persevera en la Palabra, es decir en la profundización del mensaje
de salvación para permanecer en la fe, ya que hay que pasar por muchas tribulaciones para
entrar en el Reino de Dios (Hch 14,22). Fiel a la Palabra, la comunidad persevera en la
comunión fraterna a partir de la fe en Cristo Jesús. Eso lleva también, entre otras cosas, a
compartir los bienes (Hch 2,44-45; 4,32-35). Asociada a la Palabra, a la enseñanza de los
Apóstoles y a la comunión fraterna está la fracción del pan, la eucaristía que une a los fieles en
Cristo y los compromete a vivir en la existencia concreta de cada día las exigencias de la
caridad, expresadas en el anuncio del evangelio y celebradas comunitariamente. Por último, el
Espíritu que ora en nosotros (Rom 8,26-27) impulsa a la comunidad a perseverar en la oración
como momento privilegiado en el que se revela y manifiesta la presencia y la acción de Dios
para realizar la salvación en la historia. La característica fundamental de la oración de la
comunidad de Jerusalén es la concordia, la unidad. Junto con ella está la búsqueda de la
voluntad de Dios. La perseverancia en la oración capacita para estar con fe y libertad frente a
Dios para acoger la fuerza del Espíritu que acompaña proféticamente las decisiones de los que
ha unido en comunión.
La dimensión de comunión se vive en medio de conflictos porque el evangelio revela y
anuncia la voluntad de Dios y, por tanto, desaprueba y denuncia las decisiones y las opiniones
humanas contrarias (Hch 5,28-30) y porque al interior de las comunidades mismas hay
siempre debilidades e incoherencias. Esta primera dimensión del Espíritu es la central. En ella
el Espíritu abre el Dios trinitario al mundo de los seres humanos y en Cristo unifica lo que
estaba dividido. El Espíritu es don que libera y amor que une; actualiza el pasado recordando
lo que Jesús ha enseñado (Jn 14,26) y une el presente al futuro impulsando hacia la comunión
plena de la cual es primicia y arras. Une a los creyentes como principio profundo de la unidad
de la Iglesia. Esta, si se deja guiar por el Espíritu, será siempre una Iglesia de comunión, que
se organiza en comunidades. Una comunión imperfecta que se vive en las tensiones que se
asumen en síntesis que van abriendo a los caminos imprevisibles del Espíritu.
La vida consagrada trata de transformar todos estos aspectos en experiencia vital para
poder testimoniar una espiritualidad de comunión en una Iglesia de comunión. Precisamente la
Iglesia “encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la
espiritualidad de la comunión” (VC 51), ante todo en su interior, pero también en la
comunidad eclesial y en la sociedad, especialmente donde hay odios y divisiones étnicas.
2. La espiritualidad de la libertad-amor
La segunda dimensión del Espíritu, experimentada desde los principios del cristianismo es
la de la libertad. La comunidad debe permanecer firme en la libertad con la cual Cristo nos ha
liberado (Gal 5,1). Es una comunidad de personas libres. Esta libertad está íntimamente
ligada al amor, primer fruto del Espíritu. Por eso Pablo llama la atención para que se tenga
cuidado de no tomar la libertad como pretexto para servir al egoísmo, sino como ocasión para
servirse unos a otros en el amor (cf. Gal 5,13-14). El Espíritu crea, a través del amor, un
marco de libertad en el que se desarrolla la vida cristiana. Libera de la esclavitud del pecado,
156
de la muerte y de la ley. Respecto a ésta última, el Espíritu ayuda a que se superen las
estrecheces del legalismo judío: "ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros más
cargas que las necesarias" (Hch 15,28).
La liberación constituye el ideal hacia el cual debe tender la comunidad de los creyentes.
Ellos han sido radicalmente liberados de la esclavitud que los separa de los demás y se hacen
capaces de un nuevo tipo de relaciones interpersonales. En ellas no hay lugar para la
discriminación y opresión del poder, del saber y del tener, de la raza, del sexo: "ya no hay
judío o griego; esclavo o libre; hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Gal
3,28). En el seno de la comunidad cristiana, si es fiel a la dimensión "libertad", no pueden
favorecerse vínculos basados en la injusticia o en privilegios de predominio. Mas bien deberán
desaparecer realidades sociales, históricas y naturales del pasado fundadas en el poder que
domina.
El amor cristiano que libera debe ser como el de Cristo: un amor universal, generoso,
gratuito y efectivo que se enriquece y se manifiesta en las obras: "no amemos con palabras y
con la lengua sino con obras y de verdad" (1 Jn 3,18). La presencia de Jesús en el hermano nos
conduce a vivir en el amor, como Cristo que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros (Ef
5,2). La libertad conduce a la construcción de la comunión y participación que se plasma en
realidades definitivas "sobre tres planos inseparables: la relación del hombre con el mundo,
como señor; con las personas como hermano y con Dios como hijo ... Por la libertad
proyectada sobre el mundo material de la naturaleza y de la técnica ... siempre en comunidad
de esfuerzos múltiples, logra la inicial realización de su dignidad" sometiendo el mundo y
humanizándolo de acuerdo con el plan de Dios (cf DP 322-323).
La libertad-amor posee una dimensión histórica que debe concretarse en la acción exigida
por las circunstancias cambiantes. Lo que en tiempos pasados se orientó en la línea de ayuda y
promoción de individuos hoy necesita vivirse a través de nuevas mediaciones de perspectiva
social. El Espíritu impulsa a la creación de marcos referenciales que hagan visible y
comprensible la libertad-amor que Él comunica como medio y expresión de la presencia del
Reino. En esta dimensión entran como frutos del Espíritu, además del amor, los otros
enumerados en la carta a los Gálatas: alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad,
sencillez, dominio de sí (Gal 5,22).
En el aspecto comunitario de la espiritualidad de la vida consagrada exige una entrega
generosa de cada uno para ir logrando al mismo tiempo la libertad-amor y la construcción de
la comunidad. “Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la de ser amada
infinitamente y la de poder amar sin límites. Nada como la cruz de Cristo puede dar de un
modo pleno y definitivo estas certezas y la libertad que deriva de ellas. Gracias a ellas, la
persona consagrada se libera progresivamente de la necesidad de colocarse en el centro de
todo y de poseer al otro, y del miedo a darse a los hermanos; aprende más bien a amar como
Cristo la ha amado, con aquel mismo amor que ahora se ha derramado en su corazón y la hace
capaz de olvidarse de sí misma y de darse como ha hecho el Señor. En virtud de este amor,
nace la comunidad como un conjunto de personas libres y liberadas por la cruz de Cristo.
157
El estilo alternativo de la vocación a la vida consagrada dentro de la Iglesia está llamado a
acentuar el carácter peregrino de la Iglesia. Trata de vivir en el "aún no", lo definitivo de la
plenitud del "ya". El Concilio Vaticano II ponía de relieve este acento escatológico, fruto de la
profesión de los consejos evangélicos mediante los votos: "al no tener el pueblo de Dios una
ciudadanía permanente en este mundo, sino que busca la futura, el estado religioso, que deja
más libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenos, manifiesta mejor a todos los
creyentes los bienes celestiales - presentes incluso en esta vida - y, sobre todo, da un
testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la
resurrección futura y la gloria del reino celestial" (LG 44).
1. El sentido escatológico de la vida consagrada
La historia del mundo está orientada a la segunda venida de Cristo. Su reino ya está
presente, de modo misterioso, pero real en el tiempo. Sin embargo, se abre paso en la tensión
de la esperanza activa hacia la plenitud de lo definitivo. Es en esta perspectiva en la que se
inserta el acento escatológico de la vida consagrada. Mediante el voto de pobreza vive la
tensión escatológica de un uso de los bienes en el desapego del compartir y del ponerlos al
servicio de los demás como medio necesario pero pasajero. La castidad consagrada habla de lo
provisional de la condición terrestre de un mundo que pasa. Finalmente, la obediencia coloca a
la vida consagrada en la proyección dinámica del cumplimiento pleno de la voluntad del
Señor. En una palabra, la adopción de una forma de vida, nacida de un carisma del Espíritu,
que rompe los moldes de lo que es ordinario, es en sí una llamada de atención a considerar lo
que no pasa y a vivir conscientemente el hecho de no tener aquí morada permanente. Esta
perspectiva escatológica de la anticipación de lo definitivo y de la proclamación de lo
provisorio hay que completarla a la luz del nuevo sentido y alcances de la esperanza cristiana
que ayuda a no separar escatología de encarnación.
Los estudios exegéticos sobre el reino de Dios y la esperanza cristiana unidos a nuevas
experiencias en la Iglesia y en la vida consagrada cada vez más comprometidas con la
transformación de la sociedad conducen a percibir la íntima unión entre escatología e historia.
En cuanto al reino de Dios, el Vaticano II puso de relieve que aunque hay que distinguir
claramente entre progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero
interesa también al segundo, “pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la
libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo,
después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su
mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados
cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal... El reino está ya misteriosamente
presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (GS 39).
Por otra parte, en el NT aparece la tensión entre lo presente y lo futuro, que será lo
definitivo. La redención de Cristo, realizada ya, tiene al mismo tiempo una faceta futura, que
es objeto de esperanza: la redención se consumará con la resurrección. Un punto clave en las
enseñanzas del NT es el de los elementos que la constituyen: la perseverancia paciente, la fe y
la expectación con tendencia activa (Rm 5,3-5). La esperanza cristiana se compromete, por
tanto, con las realidades de este mundo y su transformación. Se apoya ciertamente en la
bondad y fidelidad de Dios, pero a partir también de una respuesta libre y responsable. Pablo
asocia la esperanza del ser humano con la esperanza del universo que espera la plena
manifestación de los hijos de Dios (cf Rm 8,19-23). La dimensión activa de la esperanza como
motor de una escatología que ya comienza en este mundo debe orientarse, también en la vida
158
consagrada, al progreso del ser humano y a su liberación y sólo a través de ella, al progreso del
mundo, de la ciencia y de la técnica.
2. La vida consagrada y la espiritualidad de la esperanza activa
La dimensión escatológica de la espiritualidad de la vida consagrada impulsa a un
compromiso con una evangelización que busca la liberación integral del ser humano y el
empeño por caminar hacia sociedades justas y humanas para todos. Cristo anuncia el reino ya
presente en la historia (Lc 17,21) como un proyecto liberador de Dios que se abre paso en las
circunstancias de cada día. El hombre debe convertirse y colaborar en su implantación
imperfecta pero real en el mundo. Pablo habla de una esperanza en ese sentido. De hecho
cuando menciona la fe y el amor añade generalmente la esperanza para indicar que ellas son
vividas en su dinamismo comprometedor (Col 1,4-5). El Vaticano II señaló con vigor que se
equivocan los cristianos que “sabiendo que nosotros no tenemos aquí ciudad permanente, sino
que buscamos la futura, piensan que por ello pueden descuidar sus deberes terrenos” (GS 43).
Igualmente, después de confesar que no conocemos cómo serán los cielos nuevos y la tierra
nueva, ni el tiempo de su consumación, afirmó que al final permanecerán la caridad y sus
frutos y toda la creación se verá libre de la esclavitud. Pero, principalmente subrayó que la
esperanza de lo definitivo no debe debilitar, sino excitar la solicitud por transformar el mundo
y la sociedad porque eso interesa al reino de Dios, ya misteriosamente presente en la tierra (cf
GS 39).
La dimensión escatológica de la espiritualidad de la vida consagrada tiene en este nuevo
enfoque de la esperanza un desafío y un programa de acción. Al mismo tiempo que pone de
relieve lo provisional de todo debe trabajar por las liberaciones intrahistóricas de sus hermanos
para ser artífice del reino y testigo de su consumación. En sus esfuerzos deberá conjugar la
convicción de lo relativo de todas las mediaciones liberadoras con la necesidad de que se
utilicen; la desilusión de los logros imperfectos con la certeza de que ellos preparan y anuncian
de algún modo lo perfecto y pleno de la consumación del reino. Será de este modo testigo y
artífice de él que comienza ya en la historia. El testimonio escatológico no aparta a la persona
consagrada del mundo sino que le pide un tipo de presencia comprometida a partir de una
experiencia de Dios en el corazón de la realidad.
La vida consagrada trae a la memoria lo provisional del mundo y su meta de plenitud, pero
está llamada también a testimoniar el proyecto de Dios sobre el hombre, un proyecto que ya
comienza ahora aunque no alcance aquí su plenitud. Con una visión escatológica y con su
estilo de vida hace ver que la realidad en que vivimos no es la definitiva, pero con un talante
profético denuncia que lo que vivimos no corresponde al proyecto de Dios. Se trata, pues de
una espiritualidad profético-escatológica que anuncia con su forma de vida consagrada y con
su misión evangelizadora que la realidad absoluta y definitiva del reino y denuncia todo
aquello que se opone al designio de Dios que se debe realizar a partir de la historia.
“Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente con el deseo de
encontrarlo para estar finalmente y para siempre con Él. De aquí la ardiente espera... Fijos los
ojos en el Señor, la persona consagrada recuerda que ‘no tenemos aquí ciudad permanente’
(Hb 13,14), porque ‘somos ciudadanos del cielo’ (Flp 3,20). Lo único necesario es buscar el
reino de Dios y su justicia (cf Mt 6,33), invocando incesantemente la venida del Señor...
[Pero] esta espera es lo más opuesto de la inercia: aunque dirigida al reino futuro, se traduce
en trabajo y misión para que el reino se haga presente ya ahora mediante la instauración del
159
espíritu de las bienaventuranzas, capaz de suscitar también en la sociedad humana actitudes
eficaces de justicia, paz, solidaridad y perdón” (VC 26-27). La vida consagrada con sus
carismas ha llegado a ser un signo del Espíritu para un futuro nuevo, iluminado por la fe y por
la esperanza cristiana haciendo que la tensión escatológica se convierta en misión.
Para que la palabra de Dios se convierta en fuente de espiritualidad para las personas
consagradas hay que tomar como punto de partida de su lectura la realidad en que
vivimos. Hay que aprender a unir la palabra de Dios en la Escritura con la palabra de Dios
en la vida. Esto entra dentro de la más genuina tradición de la Iglesia testificada por los
Padres y escritores eclesiásticos de los primeros siglos. Ellos educaban a un acercamiento
vital a la Palabra de Díos. Además, el origen comunitario de la Escritura, obra de un
pueblo guiado por Dios, pide una lectura comunitaria que se nutra de los "gozos y
esperanzas, las tristezas y angustias" del pueblo creyente.
160
reino ya está presente en Jesús. No es sólo futuro o utopía (Lc 4,16-21). Cristo proclama la
liberación y anticipa su realización en liberaciones parciales. Libera de la imagen del Dios
de la ley. Presenta al Padre lleno de bondad que ama a todos, incluso a los ingratos y malos
(Lc 6,35). Jesús libera de la esclavitud de la ley (Mc 2,27) y de la de las estructuras
humanas que iban contra lo central que es el amor a Dios y al prójimo. Para ello acoge a los
excluidos y marginados social o religiosamente, se pone de su parte y lucha contra todo los
males que afligen al ser humano.
2. La lectio divina
161
revelaba, en la existencia concreta, la voluntad de Dios. La doctrina y la historia se leían
para poder encontrar en ellas el sentido de la vida.
La renovación litúrgica introducida oficialmente por el Vaticano II, hizo posible el que
se comenzara a cambiar el concepto de la oración litúrgica. Su nueva perspectiva abrió
cauces a experiencias nuevas y renovadoras. Durante varios siglos la liturgia fue
considerada como una serie de ritos que había que cumplir o como una representación
religiosa solemne. Colocada al margen de la vida influía poco en ella. Los sacramentos con
su predominante enfoque ritualista muy poco favorecían un cristianismo que sintiera la
exigencia de la conversión y que llevara al compromiso evangelizador. La doctrina
conciliar puso de relieve que la liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo. En ella, la
Iglesia continúa hacienda lo que hizo Jesús: anunciar la Palabra, orar, ofrecerse y ofrecer el
mundo a Dios. Todo lo hace en Cristo y con Él (cf SC 6-7). Esto lo realiza como
comunidad, como familia reunida en el nombre del Señor. La oración litúrgica y los
sacramentos se convierten así en fuente y cima de la vida de la Iglesia (cf SC 10).
Una oración litúrgica renovada hace percibir la presencia de Cristo y del Espíritu vivas y
exigentes para el "después" de la celebración. Así por ejemplo, el año litúrgico hace
presentes los misterios de la redención para que poniéndonos en contacto con ellos, desde
162
nuestra situación existencial, en comunión con el Señor, vivamos y trabajemos por la
realización de su plan liberador (cf SC 102). La experiencia del misterio de la muerte y
resurrección de Cristo ─de la cual el cristiano debe ser testigo (cf LG 38)─ se condensa en
el domingo, día del Señor, celebración semanal del misterio pascual, día de libertad,
descanso y acción de gracias. Cada tiempo litúrgico ofrece a la vida consagrada en su
contextura misma la posibilidad de una experiencia-vivencia de Cristo con características
propias y con proyecciones particulares para la vida. La liturgia de las horas, por su parte,
hace entrar a las comunidades en comunión con la oración de Jesús y con la de los
hermanos: "Jesús ora en nosotros como nuestra cabeza; nosotros oramos a Él como a
nuestro Dios... Reconozcamos, pues, nuestras voces en El y su voz en nosotros"(S.
Agustín). "Tenemos una oración pública y común; y cuando oramos, no oramos por uno
solo, sino por el pueblo entero, porque todo el pueblo no formamos sino uno solo" (S.
Cipriano).
La vida consagrada tiene en la oración litúrgica un alimento privilegiado para ser eficaz
en la evangelización, a condición de que esa plegaria y los sacramentos no estén
desconectados de los problemas de la vida real y lleven a un compromiso liberador que
favorezca la superación del egoísmo, del odio y de la injusticia. Una liturgia auténtica debe
también asumir la voz de los que no tienen voz "de los que carecen de paz, de los que
sufren, para que el Señor haga justicia y haga presentir la alegría de su liberación". Los
sacramentos, como signos e instrumentos de la acción liberadora de Dios necesitan ser
vividos como un encuentro con Cristo pascual presente en la comunidad eclesial y en las
comunidades de vida consagrada. Por todos estos motivos, la espiritualidad de la vida
consagrada busca en la liturgia la fuerza para cumplir su misión "a fin de llevar a cabo,
mediante el compromiso transformador de la vida, la realización plena del reino, según el
plan de Dios" (DP 918). El compromiso evangelizador tiene en la liturgia una celebración
163
de fe como encuentro con Dios y los hermanos, que lleva necesariamente a un compromiso
vital con el reino de Dios y sus exigencias. Las reuniones litúrgicas, especialmente la
eucaristía, se convierten en promesas y exigencia de los valores cristianos de libertad,
igualdad y fraternidad que la nueva evangelización está llamada a anunciar y a promover.
La oración litúrgica y el compromiso liberador deben ir de la mano en la proclamación de
la Buena Noticia.
164
Los consagrados comprometidos con la evangelización necesitan ser contemplativos
que captan lo que Dios quiere y se abren con disponibilidad y entrega a su designio de
salvación. Así irán logrando la síntesis integradora entre fe y vida, oración y acción,
contemplación y lucha. Su contemplación tiene que estar centrada en el proyecto liberador
de Dios con el empeño existencial que supone. No hay, bíblicamente hablando, auténtica
contemplación que no se exprese en la vida concreta de nuevas criaturas. Contemplar es
percibir la acción de Dios en la historia y sus exigencias iguales y cambiantes al mismo
tiempo. La contemplación pasa por la incertidumbre de la fe y debe buscar siempre los
caminos de Dios en la historia; no separa del mundo sino que impulsa a colaborar en su
transformación con una esperanza activa y lleva a un amor concreto a los demás. Una
contemplación que no desembocara en esto sería una contemplación falsa o alienante.
La espiritualidad de la vida consagrada debe tener en cuenta estos nuevos senderos que
el Espíritu abre para una oración contemplativa que los vivifique, anime y purifique. De
este modo ellos podrán construir su diálogo continuo con Dios con todo lo que implica el
trabajo de la lucha por la justicia: anhelos, esperanzas, fatigas, desilusión, errores,
conflictos, incoherencias, debilidades, egoísmo, búsqueda de prestigio personal. Eso los
conducirá a un discernimiento orante de la voluntad de Dios a la luz de su Palabra y de los
signos de los tiempos; a una oración comunitaria en la que se comparte la experiencia de
Dios, se busca su voluntad, se confiesan los fallos y se mantiene un dinamismo permanente
de conversión. Este redescubrimiento de la contemplación cristiana está en la línea de los
grandes místicos que nunca la redujeron al ámbito intelectual sino que la orientaron
evangélicamente al servicio concreto y eficaz del prójimo: "obras quiere el Señor” (S.
Teresa).
165
agradecimiento al Señor, madurar en la fe, perseverar en la esperanza activa, profundizar en
un amor cada vez más genuino y eficaz. Juan Pablo II, al dirigirse a las religiosas de vida
específicamente contemplativa en América Latina, con motivo de la celebración del V
Centenario de la evangelización del continente, les hacía ver que su oración era el
"fundamento de la nueva evangelización". Al mismo tiempo las invitaba a permanecer
abiertas a las necesidades de la Iglesia y del mundo para asumir en su plegaria
contemplativa "el clamor de tantos hermanos y hermanas sumergidos en el sufrimiento, en
la pobreza y en la marginación... Las tribulaciones del mundo agobiado por tensiones y
conflictos".
Estas indicaciones del Papa responden a una nueva sensibilidad en la vida de los
Institutos contemplativos. En ellos ha ido creciendo la convicción de que, desde una
fidelidad a su carisma en la Iglesia, deben hacer suyos "los gozos y esperanzas, las tristezas
y angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y los que sufren" El
testimonio que en su vida dan del absoluto de Dios no se entiende más como una simple
huída del mundo sino como una nueva presencia en él desde su dedicación total y completa
al servicio del Señor a través de la oración, el silencio y la contemplación. Los
contemplativos "están en cierto modo en el corazón del mundo, y más aún en el corazón de
la Iglesia" (DCVR 25). En el compromiso evangelizador, la vida contemplativa tiene una
palabra fuerte que decir con el testimonio de su vida: que Dios es el único absoluto, pero lo
debe hacer vibrando con las necesidades del mundo de hoy. Quienes han recibido el
llamado a esa vida tienen la misión de alimentar la esperanza de los evangelizadores desde
una visión de la realidad de la historia guiada y sostenida por el amor fiel y misericordioso
de Dios del que nadie nos puede separar (cf. Rom 8,35-39); un Dios cuyos caminos y
pensamientos son diversos de los nuestros (cf. Is 55,8-9).
La palabra profeta entró, a partir del Vaticano II, a formar parte del vocabulario
cotidiano dentro de la Iglesia y fuera de ella. Se aplica a todos los que denuncian las
estructuras de poder y dominio; a quienes promueven la lucha por la justicia y se ponen de
parte de los pobres; a aquellos, en fin, que viviendo profundamente la experiencia de Dios
anuncian el mensaje liberador de Cristo en múltiples y variadas formas. Cada una de estas
aplicaciones responde sólo parcialmente a lo que es un profeta bíblico, porque éste aúna en
sí esos diversos aspectos: es alguien que, enraizado en la problemática existencial, descubre
a Dios como ser vivo y, a la luz de esta experiencia, sabe contemplar los acontecimientos
de la historia, enjuiciarlos y manifestar en voz alta su sentido, las exigencias de Dios, los
fallos del hombre.
El Vaticano II recordó que todos los cristianos, por el hecho de ser bautizados,
participan de la función sacerdotal, real y profética de Cristo (cf LG 31) y que éste, el gran
Profeta, "cumple su misión profética ... no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su
nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente,
166
constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra..." (LG 35).
La dimensión profética de la vida cristiana tiende a expresarse con mayor fuerza en
personas y grupos dentro de la Iglesia. Su historia está marcada por la presencia de profetas
que con su vida y su palabra anunciaron el proyecto de Dios y denunciaron todo aquello
que se oponía a él. La vida consagrada es, hablando en general, uno de esos grupos en los
que la dimensión profética del seguidor de Jesús se ha concentrado con fuerza
caracterizante. Desde sus orígenes los religiosos subrayaron el absoluto de Dios y del Reino
y, con su vida misma, se convirtieron en signos de Él en la historia.
167
amorosa y fiel hacia Él y de amor y bondad hacia los semejantes, expresados también
radicalmente en la práctica de la justicia y del derecho (cf. Jer 9,22-23).
Con una experiencia de Dios en contacto con la realidad la persona consagrada podrá ir
descubriendo su rostro revelado en Cristo y se irá haciendo cada vez más capaz de
testimoniar proféticamente esa experiencia radical. Ser profeta no es transmitir verdades o
dogmas sino comunicar y proclamar la experiencia de Dios y sus exigencias. Al vivir la
oración como un escuchar a Dios para después comprometerse con los hermanos, los
consagrados podrán vivir esta característica del profeta bíblico y encontrarán en la oración
como actitud de vida una fuerza que genera disponibilidad para afrontar los caminos
imprevisibles del Espíritu. Serán así profetas de un mundo nuevo abierto a Dios como
fuente de entrega al servicio de los demás en la transformación de la realidad. Los profetas
bíblicos cumplieron su misión en medio de la experiencia de su debilidad y de sus
limitaciones. La lógica incomprensible de la cruz sella el trabajo del profeta. No debe, por
tanto, extrañar que en él se tenga la experiencia de la limitación y de la impotencia frente a
las tareas que desafían a quien desea y busca comprometerse en el trabajo por anunciar el
proyecto de Dios y por hacerlo realidad en la historia. En la experiencia de su pobreza, el
religioso descubre que su vocación profética se hace realidad en su papel de signo e
instrumento pobre y débil para la realización del plan de Dios sobre la humanidad.
Como Cristo se abrió a los caminos incomprensibles del Padre y antes de él, en forma
imperfecta y limitada, los profetas bíblicos, así el religioso necesita ir aprendiendo por
experiencia que en el Reino de Dios de lo pequeño surge lo grande y que la fuerza no es del
hombre sino que viene de Dios, que manifiesta su poder en la debilidad y en la limitación
(cf. 2 Cor 12,7-10). Llevando en vasos de barro el tesoro de la vocación profética, los
religiosos se convierten en una manifestación del poder de Dios, entregados a la muerte
para que en ellos se manifieste la vida de Jesús (cf. 2 Cor 4,8-11).
168
milenio.
169
Para vivir, transmitir y compartir la propia espiritualidad es indispensable tener una clara
identidad carismática. Al mismo tiempo, es urgente sea el carisma sea la espiritualidad que
se deriva de él puedan ser releídos con fidelidad creativa para hacerlos comprensibles y
para adaptarlos a las nuevas circunstancias. Un elemento fundamental para ello es la
referencia constante al propio fundador o a la propia fundadora y a su carisma y
espiritualidad tal como han sido vividos y comunicados por él y después profundizados y
desarrollados a lo largo de la vida del instituto.
La vida consagrada nació como expresión del dinamismo del Espíritu y para responder a
sus llamados en la vida. En ellos hay siempre una invitación a colaborar en el plan salvífico
de Dios. Esto explica una relectura constante del carisma y de la espiritualidad de la vida
religiosa que, como todo carisma, tiene una función de servicio. Cumplirla en forma
concreta y eficaz supone capacidad para crear estilos nuevos y cauces diferentes de
actuación. En la fundación de los Institutos aparece palmariamente la creatividad. Los
institutos de vida consagrada van apareciendo como multiformes intervenciones del
Espíritu en consonancia con los problemas sociales y religiosos que caracterizan la historia
de la humanidad en los diversos momentos. Del eremitismo se pasa a la vida cenobítica.
Junto a la vida monástica aparecen en un momento oportuno, y más da acuerdo con las
circunstancias, las órdenes mendicantes, cada una con aspectos propios dentro de una línea
común. Cambios en la Iglesia y en el mundo van dando lugar a nuevas formas de vida
religiosa y a reformas da los Institutos antiguos. En un mundo secularizado se hacen
necesarios estilos diversos de consagración y servicio y aparecen entonces los institutos
seculares.
Toda esta gama de grupos consagrados a Dios es fruto de un carisma que, aunque se
concreta en un momento histórico, va más allá de él. Su función de servicio exige que
permanezca abierto a nuevas necesidades si no quiere agotarse al desaparecer las formas
concretas en las que se expresó cuando fue suscitado por el Espíritu. Es necesario distinguir
entre la vocación religiosa y el estilo de vida en el cual se expresa. El dinamismo de
creatividad y renovación solo se podrán mantener vivos si se acepta la relectura del carisma
para responder adecuadamente a los "signos de los tiempos” Es fundamental saber
distinguir lo que es esencial de lo que es simplemente un condicionamiento cultural. De
otro modo se corre el peligro de ser infieles al carisma y a la espiritualidad propios por una
anquilosada fidelidad a sus concreciones pasadas.
170
La vida consagrada necesita encontrar su camino de espiritualidad dentro del pueblo de
Dios en cada época de la historia. Actualmente, con los matices diferentes que están ligados
al propio carisma y al contexto socio-cultural, la VC resalta algunos aspectos
fundamentales dentro del único camino de espiritualidad del pueblo de Dios. Ellos le dan
identidad y la convierten en signo estimulante. Características de una espiritualidad de la
VC en nuestro mundo de cambios rápidos y profundos deberían ser, entre otras, una
identificación con Jesucristo en un estilo alternativo de vida fraterna, la actitud permanente
de éxodo y conversión, una escucha personal y comunitaria de la Palabra de Dios, una
experiencia renovada del misterio de la encarnación sin dicotomías, la libertad confiada o
“parresía”.
La vida consagrada es un camino dentro del Pueblo de Dios, todo él seguidor de Jesús.
En su seguimiento los consagrados ponen de relieve algunos rasgos de la forma histórica de
la vida de Cristo. Intentan seguir a Jesús que nació y vivió pobremente; que dedicó toda su
existencia y sus energías al servicio de sus hermanos y hermanas en una vida célibe y
obediente a la voluntad del Padre. Esto supone romper con las seguridades del poder, del
saber y del tener y superar la tentación del aburguesamiento. En esta forma de vida, deben
sentirse llamados también a subrayar la fraternidad cristiana, exigencia de Jesús para todos
sus seguidores, en una Iglesia de comunión. Aquí radica uno de los principales testimonios
de la vida consagrada: hacer presente el Reino de Jesús que nos transforma de masa en
familia. El celibato, el compartir los bienes, el discernimiento comunitario de los caminos
de Dios, el compromiso con la misión se viven en y desde una comunidad que incluso,
tiene un habitat común y una organización que ayudan a superar el individualismo y llevan
a una apertura aún mayor a otras comunidades y a la gran comunidad eclesial.
171
existencia concreta, la voluntad de Dios Padre y de su misterio.
Maria, que precede con su luz e inspira nuestra vida peregrinante, es modelo para toda
vida cristiana. En la vida consagrada aparece como aquella que vivió totalmente para Cristo
y para el Reino de Dios, escuchando su palabra, creyendo en ella y viviendo sus exigencias
en todas las circunstancias, sin entender muchas cosas; guardando todo en su corazón (cf.
Lc 2, 19. 50-5 1) y caminando como peregrina de la fe y de la esperanza. Al mismo tiempo
ella enseña a los consagrados a vivir cerca de los demás, interesándose por sus problemas
materiales (cf. Lc 1, 39-45; Jn 2, 1-12) y espirituales (cf. Hech 1,14). En el Magnificat los
invita también a descubrir a Dios presente en la historia y a reconocer las maravillas que
realiza en ella. Por todos estos motivos, ella es modelo de consagración y seguimiento “por
172
su pertenencia plena y entrega total a Dios” y por su acogida de la gracia... modelo
también “de consagración al Padre, de unión con el Hijo y de docilidad al Espíritu” (VC
28).
IX
El código de derecho canónico se ocupa de la vida consagrada en la parte III del libro II dedicado al
pueblo de Dios. Después de hablar de los fieles cristianos (parte I) y de la constitución jerárquica de la Iglesia
(parte II), el código se ocupa de los institutos de vida consagrada y para ello ofrece en el primer título normas
comunes a todos para ocuparse después de los institutos religiosos y por último de los institutos seculares. En
el segundo título trata de las sociedades de vida apostólica. A diferencia del código de 1917 que era
fuertemente legal y frío, el de 1983 trata de unir lo jurídico con la Escritura y con la teología.
Para el nuevo código de derecho canónico existen solamente dos clases de institutos de
vida consagrada: los llamado institutos religiosos (c. 607,2) y los institutos seculares (c.
710). A ellos se asemejan las sociedades de vida apostólica (c. 731). Dentro de los
institutos religiosos entran todas las órdenes y congregaciones aunque conserven sus
características propias. Un instituto religioso es “una sociedad en la que los miembros,
según el derecho propio, emiten votos públicos perpetuos o temporales que han de
renovarse, sin embargo, al vencer el plazo, y viven vida fraterna en común” (c. 607,2). “Un
instituto secular es un instituto de vida consagrada en el cual los fieles, viviendo en el
mundo, ae iran a la perfección de la caridad, y se dedican a procurar la santificación del
mundo sobre todo dentro de él” (c. 710). “A los institutos de vida consagrada se asemejan
las sociedades de vida apostólica, cuyos miembros, sin votos religiosos, buscan el fin
apostólico propio de la sociedad y, llevando vida fraterna en común, según el propio modo
de vida, aspiran a la perfección de la caridad por la observancia de las constituciones. Entre
éstas existen sociedades cuyos miembros abrazan los consejos evangélicos mediante un
vínculo determinado por las constituciones” (c. 731).
173
propio: orden, congregación, familia, fraternidad, religión, hermandad. En la palabra
sociedad queda implicada también la noción de seguimiento, puesto que la raíz de esa
palabra viene del latín sequor, que significa seguir, caminar junto a, ser acompañado por.
La palabra sociedad indica también un grupo cualificado de personas que viven unidas para
alcanzar unos fines comunes que se han propuesto. La unión de las personas, a diferencia
del código anterior, se establece por la fraternidad más que por la vida en común. Se entra
en la fraternidad mediante la profesión de los votos para adoptar una forma estable y
comunitaria de vivir los consejos evangélicos. Esto implica el asumir una disciplina común,
bajo superiores comunes y con la obligación de observar unas constituciones o normas,
libremente aceptadas. Concluye el c. 607 aludiendo e imponiendo una cierta separación del
mundo por parte de todos los religiosos. Desde luego que ésta será interpretada y
determinada de acuerdo con el carisma y misión de cada instituto religioso.
El grupo de cánones dedicados a las normas comunes a todos los institutos de vida
consagrada, se ocupa de describir la vida consagrada como un estado estable, fruto de la
acción del Espíritu, que pertenece a la vida y a la santidad de la Iglesia. Por tanto compete a
ella interpretar los consejos evangélicos y regular con leyes su práctica; aprobar las
fundaciones de institutos, exigir y aprobar sus constituciones. Hace notar que cada instituto
ha de indicar en sus constituciones el modo de observar los consejos evangélicos de
castidad, pobreza y obediencia de acuerdo con su modo de vida y describe cada uno de los
votos y señala claramente el compromiso moral y jurídico que implica. Menciona
igualmente la vida fraterna en comunidad propia de cada instituto y reconoce la vida
eremítica, el orden de las vírgenes y deja abiertas las puertas a nuevas formas de vida
consagrada.
174
subsidiaridad entre las diversas instancias para que todo marche mejor, el derecho propio
prevaleciendo casi siempre” (J. Sánchez). Estos son los grandes principios que caracterizan
la nueva normativa canónica sobre la vida consagrada.
Las normas comunes a todos los institutos de vida consagrada comienzan con la
definición de la misma en el canon 573. Es una definición un tanto compleja hecha de
frases tomadas de los documentos conciliares que trata de expresar los elementos teológicos
y jurídicos de los institutos de vida consagrada: “La vida consagrada por la profesión de los
consejos evangélicos es una forma estable de vivir en la cual los fieles, siguiendo más de
cerca de Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su
amor supremo, para que, entregados por un nuevo y peculiar título de gloria, a la
edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la caridad en
el servicio del reino de Dios y , convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la
gloria celestial. Adoptan con libertad esta forma de vida en institutos de vida consagrada
canónicamente erigidos por la autoridad competente de la Iglesia aquellos fieles que
mediante votos u otros vínculos sagrados, según las leyes propias de los institutos, profesan
los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, y por la caridad a la que éstos
conducen, se unen de modo especial a la Iglesia y a su misterio”. Como se ve, aparecen allí
elementos teológicos y jurídicos. Entre los primeros están el seguimiento de Jesús, la
acción del Espíritu que llama, la consagración total a Dios, la profesión de los consejos
evangélicos en la Iglesia y para su edificación, la entrega al servicio del reino y la
dimensión escatológica de anuncio y testimonio de la vida futura. Elementos jurídicos son
la mención de la vida consagrada como una forma estable de vida erigida por la autoridad
eclesiástica y determinada por leyes propias en cuanto a los compromisos mediante los
votos u otros vínculos sagrados.
175
seguir a Cristo poniendo de relieve alguno de los aspectos de su vida: su oración, su
anuncio del reino, su preocupación por hacer el bien a los demás (c. 577). Se pide a todos
los miembros de los institutos ser fieles a los propósitos de los fundadores y a sus
intenciones corroboradas por la autoridad eclesiástica (c. 578). Mientras que el fundador o
la fundadora crean el instituto, la autoridad competente en la Iglesia le da existencia formal
o jurídica. Esta autoridad puede ser en su propio territorio el obispo diocesano después de
consultar a la Sede Apostólica (C. 579). “La agregación de un instituto de vida consagrada
a otro se reserva a la autoridad competente del instituto que agrega, sin prejuicio de la
autonomía canónica del instituto agregado” (c. 580). La autoridad competente de un
instituto es la que, a tenor de las constituciones, puede dividirlo en partes, erigir otras
nuevas y unir las ya erigidas o delimitarlas de otro modo (c. 581).
Habla el derecho de las fusiones y uniones de institutos de vida consagrada así como de
las confederaciones y federaciones que sólo puede realizar la Sede Apostólica. Las
primeras suponen la integración de un instituto, generalmente pequeño en otro mayor. Las
confederaciones, en cambio, son organismos de colaboración ayuda o apoyo mutuo entre
diversos institutos para conseguir mejores fines comunes, mientras que las federaciones son
la unión de varios monasterios autónomos o independientes que conservan su propia
autonomía y se juntan para lograr mejor ciertos fines comunes (c. 583). Lo que la Sede
Apostólica aprueba para un instituto de vida consagrada sólo puede ser modificado por la
misma (c. 583). También a ella le compete suprimir un instituto canónicamente erigido
aunque sea de derecho diocesano (c. 584). En cambio la supresión de partes de un instituto
corresponde a la autoridad competente del mismo instituto (c. 585). Se establece y se
defiende la justa autonomía de vida que tienen los institutos de vida consagrada y se pide a
los obispos que la conserven y defiendan (c. 586). Son mencionadas las constituciones para
“defender con mayor fidelidad la vocación y la identidad de cada instituto” y se señala lo
que deben contener, su aprobación por parte de la autoridad competente en la Iglesia, sin
cuyo consentimiento no se pueden modificar, y las características que debe tener el texto
de las constituciones en las que se han de armonizar convenientemente los elementos
espirituales y jurídicos pero sin multiplicar innecesariamente las prescripciones. Las
normas que no son fundamentales “se recogerán convenientemente en otros códigos,
normas que pueden revisarse y acomodarse cuando sea oportuno, según las exigencias de
los lugares y tiempos” (c. 587).
El derecho canónico afirma que “el estado de vida consagrada, por su naturaleza, no es
ni clerical ni laical”. Pero este estado de vida se vive en dos tipos de institutos: clericales y
laicales. Los primeros son aquellos que “atendiendo al fin o propósito querido por su
fundador o por tradición legítima, se halla bajo la dirección de clérigos, asume el ejercicio
del orden sagrado y está reconocido como tal por la autoridad de la Iglesia”. Institutos
laicales son, en cambio, aquellos que no incluyen el ejercicio del orden sagrado (c. 588). Se
pasa enseguida a establecer la distinción entre institutos de vida consagrada de derecho
pontificio (cuando han sido aprobados por la Sede Apostólica) y de derecho diocesano (los
que no han sido aprobados por la Sede Apostólica, a pesar de haber sido erigidos por un
obispo diocesano (c. 589). Otro punto importante con relación a los institutos de vida
consagrada es el hecho de que “por dedicarse de un modo especial al servicio de Dios y de
toda la Iglesia, se hallan sometidos por una razón peculiar a la autoridad suprema de ésta” y
sus miembros están obligados a obedecer al Papa “como a su Superior supremo, también en
176
virtud del vínculo sagrado de obediencia” (c. 590). Por ello, el Sumo Pontífice “en virtud
de su primado sobre toda la Iglesia y en atención a la utilidad común, puede eximir a los
institutos de vida consagrada del régimen de los Ordinarios del lugar y someterlos
exclusivamente a sí mismo o a otra autoridad eclesiástica” (591).
Para fomentar la comunión de los institutos con la Sede Apostólica se les pide enviar
informes sobre su situación y promover el conocimiento de los documentos pontificios
entre sus miembros (c. 592). Los cc. 593-595 señalan las autoridades de las que dependen
los institutos cuando son de derecho pontificio o de derecho diocesano y sus derechos. El
c. 596 habla de la autoridad de los superiores y de los capítulos de los institutos. El c. 597
señala que todo católico que reúna las cualidades exigidas por el derecho universal y propio
puede ser admitido en un instituto de vida consagrada. La forma de observar los consejos
evangélicos y las características de cada uno de ellos se indican en los cc. 598-601. El c.
602 está dedicado a la vida fraterna, a sus características y a su misión de ser signo de la
reconciliación universal en Cristo. El reconocimiento de la vida eremítica y de las
condiciones para su aprobación concreta es objeto del c. 603. Se señala que a la vida
eremítica “se asemeja el orden de las vírgenes, que pueden también asociarse (c. 604). El
canon 605 dice que la aprobación de nuevas formas de vida consagrada se reserva
exclusivamente a la Sede Apostólica, pero los obispos son invitados a discernirlas. El c.
606 concluye el título primero Normas comunes a todos los institutos de vida consagrada
subrayando que todo lo establecido en ellas vale generalmente con igual derecho para
ambos sexos.
El título segundo: De los institutos religiosos va del c. 607 al c. 709 y agrupa siete
capítulos. El primero de ellos es el que se ocupa de las casas religiosas, de su erección y
supresión (cc. 608-616).
El canon 608 establece la obligatoriedad de que las personas consagradas habiten en una
casa legítimamente constituida. No se dice nada sobre sus condiciones, dimensiones,
ubicación y si es propiedad o no del instituto. Se pide que haya una comunidad religiosa
que la habite, aunque no se da ninguna indicación sobre el número de miembros que la
constituyen. Eso se deja a la determinación del derecho propio. Al frente de la comunidad
debe haber un superior, designado a norma del derecho. Se dice también que el local de la
casa religiosa debe tener “al menos un oratorio, en el que se celebre y esté reservada la
eucaristía, y sea verdaderamente el centro de la comunidad”.
Para que una casa religiosa esté legítimamente constituida se requiere que esté erigida
por la autoridad competente. Esta ha de estar señalada en las constituciones. De ordinario es
el superior mayor más inmediato. El consentimiento del obispo diocesano es una condición
necesaria para que la erección tenga validez y es previo a la erección y debe ser dado por
escrito. Cuando se trata de monasterios de monjas, además de la licencia dada por el
177
obispo diocesano, se exige la licencia de la Sede Apostólica (c. 609).
El c. 610 enumera algunas de las condiciones que se requieren para que la casa religiosa
pueda ser erigida. Menciona en primer lugar tener en cuenta la utilidad de la Iglesia (se
puede tratar de la Iglesia universal o de la particular) y del instituto (sea espiritual sea
apostólica). Hay que asegurar igualmente todo lo que es necesario para que los miembros
de la comunidad puedan vivir debidamente la vida religiosa según los fines propios y el
espíritu del instituto. Hay que contar entre ellos los diversos aspectos de la vida consagrada:
espiritual, formativo, de renovación y de disciplina interna. Se añade en la segunda parte
del canon que “no se erigirá ninguna casa religiosa si no se prevé prudentemente que podrá
atenderse de manera adecuada a las necesidades de sus miembros”. Es claro que se trata
aquí de las necesidades materiales de los miembros: habitación, sustento, medios para
proveer las exigencias de formación, de equilibrio entre trabajo y descanso. Ellas deben ser
satisfechas principalmente con el trabajo personal y comunitario y los medios propios de la
casa.
La erección de una casa con el permiso del obispo diocesano trae consigo tres derechos
de las personas consagradas “vivir según el carácter y los fines propios del instituto”. Se
trata de un derecho y una obligación. La comunidad no puede renunciar a ello ni el obispo
impedirlo. La índole puede ser clerical o laical, apostólica o contemplativa. Un segundo
derecho que se acepta en el consentimiento para la erección canónica de la casa religiosa es
el de “realizar conforme a la norma del derecho las obras propias del instituto, respetándose
las condiciones puestas al otorgar el consentimiento”, el motivo de este derecho estriba en
que las obras propias son las que mejor definen la identidad práctica del instituto. Desde
luego que este derecho se ejerce teniendo en cuenta las prescripciones del derecho universal
y propio. Si el obispo pone ciertas condiciones habrá que respetarlas si es que se aceptan,
pero el instituto es libre de aceptarlas o no y renunciar a hacer la fundación. Por último, se
anota otro derecho para los institutos clericales: tener una iglesia, porque un instituto
clerical podría ver obstaculizada su misión si no cuenta con una iglesia propia. Claro está
que, en cuanto a la ubicación de la misma se requiere, a tenor del canon 1215, 3, un nuevo
consentimiento diverso del que se recibió para la erección de la casa religiosa. La
comunidad religiosa tiene también el derecho de cumplir los ministerios sagrados, “de
acuerdo con lo establecido por el derecho” (cc. 673-683). Es una facultad distinta del
derecho de tener iglesia, pero está relacionada con él. Se trata de los ministerios sagrados
ejercidos por los que han recibido el sacramento del orden (c. 611).
178
Existen casas religiosas que gozan de autonomía. Estas son a la luz de la tradición
jurídica las de los canónigos regulares y de monjes y monjas que, por derecho universal y
propio, gozan de la debida autonomía interna y de la debida independencia respecto a las
demás casas que integran la Orden, a los organismos intermedios (como asociaciones o
federaciones) y al gobierno supremo o general. De esto hablan los cánones 613-615. En
cuanto a los monasterios de monjas asociados a un instituto de varones “mantienen su
propio modo de vida y de gobierno conforme a sus constituciones” (c. 614). La asociación
de los monasterios de monjas a un instituto de varones hace surgir derechos y deberes
mutuos entre el monasterio y el instituto afiliante, y esto tiene como finalidad servir para el
bien espiritual de ambas partes. No se trata de una unión o fusión. Consiste en un acto
jurídico mediante el cual el monasterio de monjas se asocia a un instituto de varones a
causa de las afinidades objetivas que presenta con su carisma y espiritualidad.
“Una casa religiosa legítimamente erigida puede ser suprimida por el superior general,
de acuerdo con la norma de las constituciones y habiendo consultado al obispo diocesano.
Sobre los bienes de la casa suprimida ha de proveer el derecho propio del instituto,
quedando a salvo la voluntad de los fundadores o de los donantes y los derechos
legítimamente adquiridos” (c. 616). Cuando se trata de suprimir una casa que sea la única
del instituto quien realiza la supresión y decide sobre sus bienes es la Sede Apostólica.
Quien suprime una casa autónoma de canónigos regulares o de monjes es el capítulo
general, mientras que corresponde a la Sede Apostólica la supresión de un monasterio
autónomo de monjas, observando lo que prescriben las constituciones respecto a los bienes
(c. 616).
Comienza este artículo poniendo de relieve que los superiores “han de cumplir su
función de ejercer su potestad a tenor del derecho propio y universal” (c. 617). Se trata de
superiores entendidos como personas físicas, religiosos individuales, no órganos colectivos
o la comunidad misma. El canon 618 se basa fundamentalmente en la doctrina conciliar
179
expresada en el decreto Perfectae caritatis n. 14. Se subraya, ante todo, que los superiores
han recibido la autoridad de parte de Dios por mediación de la Iglesia. Esto lo expresa
claramente también el documento Mutuae relationes, sobre las relaciones obispos-
religiosos: “La autoridad de los superiores proviene del espíritu del Señor en conexión con
la sagrada jerarquía, que ha erigido canónicamente el instituto y aprobado auténticamente
su misión específica” (MR 13). Se señalan algunas características que deben acompañar el
ejercicio de esa autoridad que deben ejercer con docilidad y obediencia a la voluntad de
Dios en el cumplimiento de su función, deben gobernar a su súbditos como a hijos de Dios
sin falsos paternalismos pero con amor para manifestarles el que Dios les tiene; respetar la
persona humana; promover la obediencia voluntaria escuchándolos de buen grado en un
diálogo auténtico y sincero fomentando sus iniciativas para el bien del instituto, es decir,
para que éste viva con fidelidad dinámica su identidad carismática. Se pone de relieve al
final que ese modo de ejercer la autoridad no priva a los superiores de su facultad para
decidir y mandar lo que deba hacerse.
Sigue en el canon 620 la indicación clara y precisa de quiénes son los superiores
mayores. Esta definición taxativa es importante porque el derecho canónico les atribuye un
gran número de facultades y algunos son considerados Ordinarios a tenor del canon 134,1:
“Son superiores mayores aquellos que gobiernan todo el instituto, una provincia de éste u
otra parte equiparada a la misma, o una casa independiente, así como sus vicarios. A éstos
se añaden el Abad Primado y el Superior de una congregación monástica, los cuales, sin
embargo, no tienen toda la potestad que el derecho universal atribuye a los superiores
mayores”. Después de haber indicado quiénes son los superiores mayores, el código da la
definición de lo que es una provincia en un instituto religioso (c 621); señala la distinción
entre un superior general que tiene potestad sobre todas las provincias, casas y miembros
del instituto y los demás superiores (c 622); habla de los requisitos para que alguien pueda
ser nombrado o elegido superior y las principales exigencias jurídicas que, en general son
establecidas por las constituciones (cc. 623-626).
Termina este artículo primero del capítulo II hablando de los consejos que deben
colaborar con los superiores mayores en el ejercicio de sus funciones. “Además de los
casos prescritos en el derecho universal, el derecho propio determinará las ocasiones en las
que para actuar válidamente, se requiere el consentimiento o el consejo que habrá de
pedirse conforme a la norma del canon 127” (c. 627,2). El canon 628 prescribe las visitas
de las casas y de los miembros del instituto que deben hacer los superiores según las
prescripciones del derecho propio. Termina el artículo pidiendo a los superiores que residan
en su propia casa y que no se ausenten de ella “si no es a tenor del derecho propio” (c. 629)
y prescribiendo las obligaciones que éstos tienen respecto a la confesión y a la
180
manifestación de la conciencia (c. 630).
2. Los capítulos
Los cánones 631-633 regulan el tema de los capítulos religiosos, sobre todo del capítulo
general y de los demás órganos de participación y de consulta en el gobierno y vida de los
institutos. Sobre el capítulo general da una definición, fija sus principales competencias y
encomienda al derecho propio las determinaciones más concretas sobre su composición, el
ámbito de su potestad y su funcionamiento (c. 631). Sobre otros capítulos o asambleas
semejantes en los institutos, se deja al derecho propio determinar lo referente “a su
naturaleza, autoridad, composición, modo de proceder y tiempo en el que debe celebrarse”
(c. 632). Se exige, finalmente, que los demás órganos de participación y de consulta en el
gobierno y en la vida del instituto observen una participación adecuada de todos sus
miembros que lleve a una verdadera representatividad de acuerdo con la índole y el fin del
instituto (c. 633).
El capítulo III (cc. 641-661) consta de cuatro artículos: admisión al noviciado (cc. 641-
645); noviciado y formación de los novicios (cc. 646-653); profesión religiosa (cc. 654-
658); formación de los religiosos (cc. 650-661).
1. Admisión al noviciado
181
Partiendo del hecho de que los institutos de vida consagrada son sociedades libremente
establecidas no se da ninguna determinación jurídica que obligue a aceptar a las personas
que deseen formar parte de ellos aunque reúnan las cualidades requeridas. Se establece que
corresponde al superior mayor, conforme a la norma del derecho propio admitir a los
candidatos al noviciado (c. 641). Para la admisión se exigen algunas cualidades: edad
necesaria, salud, carácter adecuado y cualidades suficientes de madurez para abrazar la vida
del instituto. Las últimas tres hay que comprobarse incluso con la ayuda de peritos (c. 220).
En cuanto a la edad se establece que es admitido inválidamente al noviciado quien no haya
cumplido diecisiete años (c. 643,1). Cuando habla de la salud hay que entenderla en sentido
físico y psíquico. La madurez requerida ha de ser proporcionada a la edad.
El artículo 2º. (cc. 646-653) comienza con una definición del noviciado e indica sus
objetivos: que los novicios conozcan mejor la vocación divina en ese instituto, prueben su
estilo de vida, se adapten a su espíritu y que puedan ser comprobados su intención y su
idoneidad (c. 646). Se prescriben los actos jurídicos de la erección, traslado y supresión del
noviciado (c. 647) y de la duración, con algunas hipótesis que contemplan algunas ausencias
que pueden o no pueden suplirse (cc. 648-649). Se determina que es necesario tener un
maestro para la formación de los novicios (c. 650) y se indican sus requisitos y competencias
fundamentales y habla también de sus ayudantes con los que forma un equipo y se ponen los
fundamentos del programa formativo durante el noviciado (cc. 651-652). Por último, se
solucionan las hipótesis de conclusión del noviciado por abandono, dimisión o admisión a la
profesión y de prórroga cuando quedan dudas sobre la idoneidad del novicio (c. 643).
3. Profesión religiosa
El artículo 3º. comprende los cc. 654-658. Comienza con la enumeración de los elementos
esenciales jurídicos de la profesión: los consejos evangélicos abrazados por medio de votos
públicos, el consagrarse a Dios por el ministerio de la Iglesia y la incorporación al instituto (c.
654). El c. 655 impone límites a la profesión temporal: hay que hacerla por el tiempo
establecido por el derecho propio, no inferior a un trienio ni superior a un sexenio. Se
enumeran enseguida las condiciones para que la profesión sea válida: tener al menos 18 años
182
cumplidos, haber hecho válidamente el noviciado, ser admitido por el superior competente con
el voto de su consejo conforme a la norma del derecho, hacer la profesión expresa y sin
violencia, miedo grave o dolo y que sea recibida por el superior legítimo, personalmente o por
medio de otro (c. 656). El c. 657 se ocupa de las formas de renovación, prórroga y anticipo de
la profesión. El período de profesión temporal puede terminar de diferentes maneras:
renovación de la profesión o profesión perpetua o salida del instituto. También “el superior
competente puede prorrogar el tiempo de profesión temporal de acuerdo con el derecho
propio, de manera, sin embargo, que el tiempo durante el cual un miembro permanece ligado
por votos temporales no sea superior a nueve años”.
El artículo concluye estableciendo las condiciones para la validez de la profesión perpetua:
“Además de las condiciones indicadas en el c. 656, nn. 3,4 y 5 y de las otras añadidas por el
derecho propio, para la validez de la profesión perpetua se requiere: 1º. haber cumplido al
menos veintiún años; 2º. la profesión temporal previa por lo menos durante un trienio, sin
prejuicio de lo que prescribe el c. 657, 3” (c. 658).
4. La formación de los religiosos
El artículo 4º. (cc. 659-661) se centra en la formación de los profesos. Comienza
afirmando la necesidad de continuar la formación de los miembros del instituto después de
la profesión para que “vivan con mayor plenitud la vida propia de éste y cumplan mejor su
misión”. Se deja en manos del derecho propio la formulación del plan de formación y su
duración. Este plan debe atender “a las necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de
los hombres y de los tiempos, tal como exigen el fin y el carácter del instituto”, pero sin
dejar de observar lo que pide el derecho universal para la formación de los miembros que se
preparan para recibir el orden sagrado (c. 659).
El c. 660 da las líneas generales de lo que ha de ser la formación en este período: “la
formación ha de ser sistemática, acomodada a la capacidad de los miembros, espiritual y
apostólica, doctrinal y técnica y a la vez práctica, y también, si es oportuno, con la
obtención de los títulos pertinentes, tanto eclesiásticos como civiles. Durante el tiempo
dedicado a esta formación no se confíen a los miembros funciones y trabajos que la
impidan”. Concluye el artículo recalcando la exigencia de continuar la formación
permanente durante toda la vida. Obliga a los superiores a proporcionar a los religiosos
medios y tiempo para esa formación. Esta debe abarcar el aspecto espiritual, doctrinal y
práctica. La persona consagrada es una unidad dinámica en constante crecimiento físico,
intelectual, espiritual y moral que está exigiendo siempre nuevas motivaciones, nuevos
fundamentos y expresiones. La fidelidad dinámica al carisma y la necesaria renovación no
pueden llevarse adelante sin una formación permanente.
183
tiene una obligación tiene al mismo tiempo el derecho a cumplirla; a gozar de los medios y
libertad para poder hacerlo.
El c. 662 asume lo que el Vaticano II había ya señalado, es decir, que los religiosos
deben tener como “suprema regla de vida el seguimiento de Cristo, propuesto en el
evangelio y expresado en las constituciones del propio instituto”. Las personas consagradas
se comprometen a seguir a Jesús con unas características propias que se originan en el
carisma de la vida consagrada y en el de cada instituto, que selecciona y acentúa algunos
aspectos de ese seguimiento. Los cánones 663 y 664 forman una unidad orgánica y
establecen una serie de prácticas que subrayan la importancia de la vida espiritual y de la
dimensión contemplativa en la vida consagrada. La fidelidad a la oración lleva a la
experiencia de Dios y capacita para tener una visión contemplativa de la realidad que
descubre la presencia del Señor en las personas y en los acontecimientos positivos y
negativos y ayuda a buscar su voluntad en la vida de cada día. Se pide también la
participación en la eucaristía, de ser posible todos los días; dedicar tiempo a la lectura de la
Escritura y a la oración mental; celebrar dignamente la liturgia de las horas según las
prescripciones del derecho propio y realizar otros ejercicios de piedad. Hay que tributar “un
culto especial, también mediante el rezo del santo rosario, a la Virgen Madre de Dios,
modelo y amparo de toda vida consagrada”. Concluye el c. 663 indicando la obligación de
observar fielmente los tiempos anuales de retiro espiritual, como días de discernimiento y
de acogida en la propia vida de lo que Dios pide. No se dice nada sobre la duración de ese
retiro ni sobre sus modalidades. Eso se deja a las determinaciones del derecho propio.
El c. 664 completa lo que se ha dicho sobre las prácticas de la vida espiritual invitando a
la conversión a Dios, al examen de conciencia cotidiano y a acercarse con frecuencia al
sacramento de la reconciliación. La conversión a Dios implica un cambio de mentalidad
para cambiar de vida en el esfuerzo cotidiano de ser fieles a la vocación. Hay que ver a
Dios, a los demás, a uno mismo y a la realidad cada vez más con la mirada de Dios. El
examen de conciencia tiene la finalidad de mantener vivo el empeño ascético de
superación. No indica el derecho si hay que hacerlo en particular o en un acto comunitario,
ni su duración. Eso se deja a los derechos propios. La frecuencia de la confesión no se
señala expresamente pero ha sido entendida ordinariamente como quincenal.
“Los religiosos han de residir en su propia casa religiosa, haciendo vida en común y no
ausentándose de ella sin licencia del superior” (c. 665). Esta determinación tiene la
finalidad de ayudar a vivir la vida fraterna en comunidad. Con todo, se dan excepciones
legítimas para períodos más largos: “el superior mayor, con el consentimiento de su consejo
y con justa causa puede permitir a un miembro que viva fuera de una casa del instituto, pero
no más de un año, a no ser por motivos de enfermedad, de estudios o para ejercer el
apostolado en nombre del instituto”. Además, el mismo canon menciona como excepción
ilegítima la ausencia que se realiza para sustraerse de la obediencia. En ese caso se exhorta
al superior a ayudar a la persona consagrada a volver y a perseverar en su vocación.
184
3. Uso pasivo de los medios de comunicación y observancia de la clausura
El largo canon 668 trata de regular jurídicamente las consecuencias del voto de
pobreza. Habla de la cesión de la administración de los bienes antes de la primera profesión
y la forma de hacerlo y, si las constituciones no prescriben otra cosa, los religiosos
dispondrán libremente sobre el uso y usufructo de los mismos. Antes de la profesión
perpetua deberán hacer testamento que sea válido también según el derecho civil. Necesitan
licencia del superior competente, a norma del derecho propio, para hacer modificaciones en
esa materia. En cuanto a las adquisiciones se establece que ellas pasen al instituto: salarios,
pensiones, subvenciones, seguros. “El profeso que, por la naturaleza del instituto, haya
renunciado a todos sus bienes, pierde la capacidad de adquirir y poseer, por lo que son
nulos sus actos contrarios al voto de pobreza. Lo que adquiera después de la renuncia,
pertenecerá al instituto, conforme a la norma del derecho propio”.
5. Otras normas
Termina este capítulo con otras disposiciones que se relacionan con el uso del hábito del
propio instituto cuando éste lo tiene. Los religiosos clérigos de un instituto que no tenga
hábito propio, usarán el traje clerical (c. 669). “El instituto debe proporcionar a sus
miembros todos los medios necesarios, según las constituciones, para alcanzar el fin de su
vocación” (c. 670). “Un religioso no debe aceptar, sin licencia del superior legítimo cargos
u oficios fuera de su propio instituto” (c. 671). Ultima determinación de este capítulo es la
expresada en el c. 672. En él se imponen algunas obligaciones clericales a los religiosos:
“obligan a los religiosos las prescripciones de los cc. 277,285,286,287 y 289, y a los que
son clérigos también las del c. 279, 2; en los institutos laicales de derecho pontificio, la
licencia de que se trata en el c. 285, 4, puede ser concedida por el propio superior mayor”.
185
87. El apostolado de los institutos
El capítulo V desarrolla el tema del apostolado de los institutos de vida consagrada (cc.
673-683). Se señala el apostolado y se dan normas para su ejercicio, que traen consigo una
serie de relaciones con la jerarquía de las iglesias particulares.
186
se les exige que si tienen unidas a sí asociaciones de fieles las ayuden con especial
diligencia, “para que queden informadas por el genuino espíritu de familia”. La atención
especial que se pide a la promoción de las asociaciones nacidas y desarrolladas a la sombra
de los institutos se debe a la experiencia de su gran utilidad en el campo de la pastoral de
las diócesis y de las parroquias y a que son instrumentos para crecer en la comunión al
interior de la Iglesia. Suelen ser focos vocacionales y fuente de muchas iniciativas de
piedad, caridad y de evangelización.
El c. 678 habla de las relaciones entre los obispos y religiosos. Queda claramente
establecida la doble dependencia del religioso y también la compenetración que ha de
existir entre el obispo y los superiores religiosos. El religioso debe seguir lo que el obispo
disponga en lo referente a la pastoral: predicación, catequesis, medios de comunicación,
liturgia pública. Este sometimiento a los obispos no excluye el que la persona consagrada
debe tener con relación a sus superiores: “En el ejercicio del apostolado externo, los
religiosos dependen también de sus propios superiores y deben permanecer fieles a la
disciplina de su instituto; los obispos no dejarán de urgir esta obligación, cuando sea el
caso” (c. 678, 2). El derecho canónico considera tan importante esta dependencia que pone
en manos del obispo el cuidado de urgir esta obligación. De aquí se deriva la necesidad de
tener una fraterna comunicación e intercambio de pareceres entre los obispos y los
superiores de los institutos de vida consagrada. Sólo así podrán proceder de común
acuerdo.
“Por una causa gravísima, el obispo diocesano puede prohibir la residencia en su propia
diócesis a un miembro de un instituto religioso si, habiendo sido advertido, su superior
mayor hubiera dejado de tomar medidas; sin embargo, debe ponerse el asunto
inmediatamente en manos de la santa sede” (c. 679). Como se ve, se exige causa
gravísima, aviso previo al superior mayor y descuido de éste. La información inmediata a la
santa sede se debe a la necesidad que ésta tiene de conocer el punto de vista y las razones
del obispo por si el religioso o el superior mayor recurren a su autoridad. El c. 680
establece que se fomente una orgánica cooperación entre los distintos institutos y entre
éstos y el clero secular y una coordinación de todas las obras y acciones apostólicas bajo la
moderación del obispo diocesano. Al hacer eso, hay que conservar la identidad de quienes
cooperan, es decir la índole y carisma de cada instituto y las leyes fundacionales.
Mientras el c. 677 habla de las actividades propias de cada instituto, el c. 681 contempla
las que, por pertenecer a la actividad diocesana, el obispo encomienda a los religiosos.
Sabiamente se dispone que haya un acuerdo escrito en el que se exprese el trabajo que debe
realizarse, los miembros que se dedicarán a él y el régimen económico. Quedan siempre a
salvo la autoridad y dirección del obispo y la dependencia de los religiosos respecto a sus
superiores. Cuando se trata de conferir en la diócesis un oficio a un religioso, esto lo hace el
obispo, previa presentación o al menos asentimiento del superior competente. El religioso
187
puede ser removido sea por parte del obispo sea por parte del superior advirtiendo eso el
uno al otro (c. 682).
El obispo diocesano puede visitar, personalmente o por medio de otro, las iglesias y
oratorios a los que tienen acceso habitual los fieles, así como también otras obras e
instituciones encomendadas a religiosos, pero no las escuelas abiertas exclusivamente a los
alumnos del propio instituto. “Si descubre algún abuso, después de haber avisado sin
resultado al superior religioso, puede proveer personalmente con su propia autoridad (c.
683).
“Un miembro de votos perpetuos no puede pasar del propio instituto religioso a otro
instituto religioso, si no es por concesión de los superiores generales de ambos institutos, y
con consentimiento de sus respectivos consejos” (c. 684,1). Para hacer la profesión
perpetua en el nuevo instituto tiene que someterse a una prueba que debe durar al menos
tres años. Si no la hace debe volver a su instituto a no ser que hubiera obtenido el indulto de
secularización. “Para que un religioso pueda pasar de un monasterio autónomo a otro del
mismo instituto, federación o confederación, se requiere y es suficiente el consentimiento
de los superiores mayores de los dos monasterios y del capítulo del monasterio que le
acoge, sin prejuicio de otros requisitos que establezca el derecho propio; no se requiere una
nueva profesión. El derecho propio debe determinar la duración y el modo de la prueba que
ha de preceder a la profesión del miembro en el nuevo instituto. Para el tránsito a un
instituto secular o a una sociedad de vida apostólica, o de éstos a un instituto religioso, se
requiere la licencia de la santa sede, a cuyos mandatos habrá que someterse” (c. 684, 3-5).
El artículo 2º. (cc. 686-693) tipifica y regula todas las formas legítimas de salida de un
instituto de vida consagradas, sean las temporales, sean las definitivas, las solicitadas y las
impuestas. Estas formas son las siguientes: la exclaustración solicitada bajo tres formas
posibles: por no más de un trienio; por más de un trienio; de las monjas. La exclaustración
impuesta por la santa sede o por el obispo diocesano. De todo esto habla el c. 686. El c. 687
se ocupa del indulto de exclaustración y de sus efectos.
Otra forma de salida es la secularización o salida definitiva. Esta puede ser libre, al
final de los votos temporales, solicitada durante los votos temporales o después de los
188
votos perpetuos e impuesta al final de los votos temporales. Quien quisiera salir de un
instituto después de haber transcurrido el tiempo de profesión, puede abandonarlo; quien,
en cambio, durante la profesión temporal deseara eso puede conseguirlo del superior
general con el consentimiento de su consejo, si su instituto es de derecho pontificio. Si es
de derecho diocesano o se trata de monasterios autónomos para ser válido debe ser
confirmado por el obispo diocesano (c. 688). Al final de los votos temporales el superior
mayor competente, oído su consejo puede excluir de la profesión subsiguiente al religioso.
Una enfermedad física o psíquica aunque se haya contraído después de la profesión, si
priva al religioso de la aptitud para vivir en el instituto es causa para no admitirle a renovar
la profesión o a emitir la perpetua, “a no ser que la enfermedad se hubiera contraído por
negligencia del instituto o por el trabajo realizado en éste. Pero si el religioso, durante los
votos temporales, cayera en demencia, aunque no sea capaz de hacer nueva profesión, no
puede, sin embargo, ser despedido del instituto” (c. 689).
“Quien hubiera salido legítimamente del instituto una vez cumplido el noviciado
incluso después de la profesión, puede ser readmitido por el superior general con el
consentimiento de su consejo, sin obligación de repetir el noviciado” (c. 690). Cuando un
profeso de votos perpetuos pide el indulto debe dirigirse al superior general. Este con su
parecer y el de su consejo lo transmitirá a la sede apostólica en los institutos de derecho
pontificio; en los de derecho diocesano puede concederlo también el obispo de la diócesis
de aquella casa a la que está asignado el religioso (c. 691). El indulto concedido dispensa de
los votos, “a no ser que, en el acto de la notificación, fuera rechazado... por el mismo
miembro” (c. 692). Cuando el miembro del instituto es clérigo, “el indulto no se concede
antes de que haya encontrado un obispo que le incardine en su diócesis o, al menos le
admita a prueba en ella. Si es admitido a prueba, queda, pasados cinco años, incardinado de
propio derecho en la diócesis, a no ser que el obispo lo rechace (c. 693).
El canon 694 señala explícitamente los casos en los que un miembro de un instituto ha
de considerarse expulsado ipso facto: si ha abandonado notoriamente la fe católica; si ha
contraído matrimonio o lo ha intentado, aunque sea sólo civilmente. En cambio el c. 695
señala los casos en los que el religioso debe ser expulsado: cuando ha cometido uno de los
delitos de que se trata en los cánones 1397, 1398 y 1395, a no ser que en los delitos de que
trata el canon 1395 el superior juzgue que la dimisión no es absolutamente necesaria.
Señala el canon el modo de realizar la expulsión.
“Un miembro también puede ser expulsado por otras causas, siempre que sean graves,
externas, imputables y jurídicamente comprobadas, como son: el descuido habitual de las
obligaciones de la vida consagrada; las reiteradas violaciones de los vínculos sagrados; la
desobediencia pertinaz a los mandatos legítimos de los superiores en materia grave; el
escándalo grave causado por su conducta culpable; la defensa o difusión pertinaz de
doctrinas condenadas por el magisterio de la Iglesia; la adhesión pública a ideologías
contaminadas de materialismo o ateísmo; la ausencia ilegítima de la que se trata en el canon
665, 2, por más de un semestre; y otras causas de gravedad semejante, que puede
determinar el derecho propio del instituto. Para la expulsión de un miembro de votos
temporales bastan también otras causas de menor gravedad determinadas en el derecho
propio” (c.696). El canon 697 indica cómo se debe proceder en el proceso de expulsión. El
miembro al que se quiere expulsar tiene siempre el derecho de dirigirse al superior general
y a presentarle directamente su defensa (c. 698). El superior general examinará todo con su
189
consejo y dará el decreto de expulsión indicando los motivos del derecho. En los
monasterios autónomos corresponde decidir sobre la expulsión al obispo diocesano (c.
699). Para que el decreto de expulsión tenga vigor debe ser confirmado por la santa sede (c.
700). “Por la expulsión legítima cesan ipso facto los votos, así como también los derechos y
obligaciones provenientes de la profesión. Pero, si el miembro es clérigo, no puede ejercer
las órdenes sagradas hasta que encuentre un obispo que lo autorice (c. 701).
“El canon obedece al hecho alentador de que las conferencias existen y funcionan
magníficamente en muchas naciones, consagradas por decenios de servicio eficaz en la
línea de los fines aquí canonizados. Su institucionalización facultativa se basa en la
consideración de algunos aspectos realísticos, como: 1) reconocimiento de sus frutos, de su
utilidad histórica y de su sentido; 2) respeto a la situación de desarrollo dispar, según
geografías y naciones, de la vida consagrada; 3) toque de atención sobre la necesidad de
dejar a salvo la autonomía de los institutos de vida consagrada” (Domingo Andrés).
190
interlocutores directos de las conferencias episcopales en la línea de las mutuas relaciones
que favorezcan el diálogo y la colaboración. Estas relaciones suelen institucionalizarse por
medio de comisiones mixtas de obispos y superiores mayores o de comisiones de obispos,
ambas dentro del organigrama de las conferencias episcopales, así como por la presencia de
mutuos delegados en las respectivas reuniones de las conferencias. Por último, se pide a las
conferencias que colaboren también con cada uno de los obispos.
“Las conferencias de superiores mayores tengan sus propios estatutos aprobados por la
santa sede, a la que únicamente corresponde erigirlas como persona jurídica, y bajo cuya
suprema autoridad permanecen” (c. 709). Se piden los estatutos porque “en derecho no
puede existir una persona jurídica colegial de la que, una vez establecidos sus fines
constitutivos, se pudiesen dejar en el aire los temas que regula este canon. De otra suerte,
dicha persona sería un ente vago en el espacio del ordenamiento, que habría consentido una
sensible laguna”. El tener unos estatutos aprobados por la santa sede “es claro precepto, de
forma que ni pueden existir canónicamente las conferencias sin estatutos ni tales estatutos
existen formalmente como tales, si non han sido aprobados por la santa sede. La razón
reside en que, conforme al principio general canónico, ninguna comunidad jurídica de
personas que intente la consecución de la personalidad jurídica puede llegar a su
adquisición si sus estatutos no son aprobados por la competente autoridad eclesiástica (c.
117) que, en el presente caso, es la santa sede. Como efecto inmediato de la aprobación
pontificia, los estatutos no pueden cambiarse sin una nueva aprobación de la misma
autoridad, previamente aprobante la totalidad de los mismos” (Domingo Andrés).
Los estatutos de las conferencias suelen estar estructurados siguiendo más o menos este
esquema: Título. Miembros adscritos y adscribibles a la misma. Fines. Naturaleza de
persona jurídica colegial canónica. Constitución en única asociación, dotada de una
personalidad jurídica. Organización general. Asamblea general. Junta general de gobierno.
Asamblea general de los religiosos.
191
términos de cada estatuto concreto; que cuenten con los medios suficiente para la
consecución de dicho fin.
El año 1950, durante la celebración del congreso sobre los “estados de perfección”,
celebrado en Roma, se pidió a los institutos de vida consagrada que se organizaran
colectivamente a nivel nacional e internacional para realizar juntos la renovación y puesta
al día. A nivel de los generalatos la idea se comenzó a poner en práctica en 1952 cuando un
grupo de superiores generales estudió la posibilidad y utilidad de organizar un encuentro de
todos los superiores generales residentes en Roma. Eran entonces 65. El encuentro tuvo
lugar y fue seguido por otros. El 9 de diciembre de 1957, la Congregación de religiosos
erigía oficialmente la Unión con el título de “Unión romana de superiores generales”. En
1967, la Unión no se limitó a los superiores generales residentes en Roma y, por lo mismo,
cambió su nombre suprimiendo el adjetivo “romana”, para quedar como Unión de
Superiores Generales.
Los estatutos elaborados y modificados varias veces son simples. La USG no tiene una
autoridad jurídica. Los miembros que la forman conservan su propia autonomía. La
finalidad de la USG es la de “promover la vida de los institutos religiosos y de las
sociedades de vida apostólica al servicio de la Iglesia para una colaboración más eficaz
entren ellos y un contacto más fructífero con la sede apostólica y con la jerarquía”. Son
miembros de la USG todos los institutos religiosos y sociedades de vida apostólica de
derecho pontificio. Son alrededor de 230. De ellos, un centenar tiene su generalato en
Roma. Hay que incluir entre los miembros a unos treinta presidentes de las congregaciones
monásticas que son considerados como superiores generales.
192
El organismo supremo de la USG es la asamblea general que se debe convocar al
menos una vez al año. A ella le corresponde elegir el consejo de la USG, órgano ejecutivo:
presidente, vicepresidente y diez consejeros que representan los siete grupos de institutos
religiosos y sociedades de vida apostólica, desde lo canónigos regulares hasta las
congregaciones laicales. El grupo de las congregaciones clericales siendo sensiblemente
más numeroso que los demás elige cuatro consejeros. En la asamblea general son elegidos
los miembros del consejo para las relaciones con la Congregación para los institutos de vida
consagrada y las sociedades de vida apostólica y del consejo para las relaciones con la
Congregación para la evangelización de los pueblos. A la asamblea general le corresponde
también la elección de los delegados de la USG para el sínodo de los obispos, la creación o
supresión de comisiones y el examen y aprobación del balance económico. Las comisiones
permanentes son la teológica, la de las misiones y la de “justicia y paz”. En cuanto a la
secretaría general tiene como tarea cuidar que todos los órganos de la USG funcionen bien
y organizar las asambleas y las reuniones semestrales y de enviar la documentación a los
miembros de la unión la documentación en las diversas lenguas.
La asamblea general está compuesta por el consejo general y las delegadas de todos los
países en los que se encuentran superioras generales de congregaciones religiosas y
sociedades de vida apostólica. La asamblea general se reúne dos veces cada tres años entre
una y otra asamblea plenaria. En cada nación se eligen una, dos o tres delegadas según el
número de superioras que residen en ella. La asamblea general discierne, delibera y toma
decisiones. Es la responsable de los estatutos de la UISG y ofrece el servicio de comunión y
193
es medio de comunicación, apoyo y colaboración entre los institutos. Para facilitar estas
tres cosas, las superioras generales están reunidas en “constelaciones” que, en cada
continente encarnan el objetivo y la misión de la UISG.
X
DESAFÍOS ACTUALES PARA LA VIDA CONSAGRADA
En los últimos años se ha hablado mucho de la necesidad de renovar la vida religiosa, de “refundarla”, de
darle un nuevo rostro. A través de estas expresiones se percibe la toma de conciencia de mirar hacia al futuro
hacia el cual el Espíritu nos conduce para hacer también con nosotros cosas grandes (VC 110)Por otro lado,
vivimos en un mundo de cambios rápidos, profundos y universales; un verdadero cambio de época. Ya el
Instrumentum laboris para el Sínodo sobre la vida consagrada ponía de relieve el hecho de que las estructuras
de la misma tenían su origen en las sociedades rurales de la edad media con algunos retoques de la primera
época industrial y que, por tanto, decían muy poco al hombre y a la mujer de hoy. Tratar de delinear el nuevo
rostro de la vida consagrada es una tarea ardua y difícil. En efecto, los caminos de Dios nos son los nuestros
ni sus pensamientos nuestros pensamientos (cf. Is 55,8-9). El Espíritu es imprevisible. Con todo, algo
podemos señalar a partir de los signos de los tiempos y de los lugares que son, en cierto modo, su voz.
La secularización trae consigo una transformación de la relación del ser humano con la
naturaleza, con los otros y con Dios. Es el fenómeno de la desacralización que afirma la
legítima autonomía de la persona, de la cultura y de la técnica. Esto puede originar algunos
desequilibrios entre la autonomía del ser humano y la pérdida del sentido de la
194
trascendencia (lo que conduce al secularismo), entre los valores religiosos y los nuevos
mitos e ídolos
195
El proceso de secularización ha acarreado a la vida consagrada una crisis que se
expresa de muchas maneras. “Entre las más importantes se destaca sin duda la gran
distancia de la mayor parte de las congregaciones en relación con el mundo, su historia, su
evolución y sus cambios, por el hecho de que, entendida la vida religiosa como huida o
abandono del mundo, había cristalizado en instituciones que en muchos aspectos concretos
se había situado a espaldas al mundo, ignorando su evolución y los cambios que lo iban
transformando... [permaneciendo] inmóviles perpetuando unas estructuras establecidas en
momentos históricos enteramente superados. A este inmovilismo se añade el hecho de que
tales instituciones había sufrido tanto en su organización como en su funcionamiento una
indebida sacralización que las inmunizaba contra la necesidad de los cambios al hacerlas
participar del carácter sobrenatural y, por tanto, inmutable de lo divino... La situación de
secularización pone a las congregaciones religiosas ante la necesidad de redefinir sus
formas de vida comunitaria, la organización de la vida en común, las actividades de sus
miembros y las instituciones que se hayan de promover para dar mayor eficacia a esas
actividades” (Juan Martín Velasco).
196
creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y
repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hch 2,44-45).
197
de solidaridad procedan siempre de una decisión reflexionada comunitariamente. Por otra
parte, la comunidad, como tal, deberá tener una solidaridad con cada miembro y procurará
acompañarlo en la búsqueda de sus caminos de realización religiosa y apostólica.
Cuestionados por esta constatación y forzados por la escasez de personal, los institutos
religiosos han ido abandonando obras que tradicionalmente habían estado en sus manos,
especialmente colegios y hospitales. Esto ha traído consigo conflictos con las autoridades
de la Iglesia o con grupos eclesiásticos a quienes no favorece ese cambio o evolución.
Dentro de las mismas comunidades religiosas, la diversidad de mentalidades con relación a
los problemas socio-políticos ha ocasionado grandes divisiones entre los que se sienten
urgidos a solidarizarse con los marginados, y a trabajar con ellos y desde ellos y los que,
por el contrario, consideran aún válida la solidaridad que se puede ofrecer desde las
instituciones tradicionales.
198
reciprocidad con los varones en el seno de la Iglesia. Al mismo tiempo manifestaba
abiertamente que “se espera mucho del genio de la mujer también en el campo de la
reflexión teológica, cultural y espiritual, no sólo en lo que se refiere a lo específico de la
vida consagrada femenina, sino también en la inteligencia de la fe en todas sus
manifestaciones” (VC 58). Para reforzar esta legítima aspiración, el mismo documento
recordaba el aporte que la historia de la espiritualidad debía a santas como Teresa de Jesús
y Catalina de Sena, Doctoras de la Iglesia, y a tantas otras místicas. No podemos
ciertamente negar que, a partir del Vaticano II, las mujeres consagradas han comenzado
también a decir su palabra desde su perspectiva femenina en el campo de la teología de la
vida consagrada. Lo han hecho no sólo en libros sino también en artículos, congresos,
capítulos generales y otro tipo de asambleas. Con todo, estamos sólo a los principios de
enfrentar este reto. Sigue predominando la reflexión teológica masculina también en lo que
se refiere a la vida religiosa femenina, especialmente a la contemplativa. Esto priva a la
teología de una rica gama de enfoques valiosos no sólo para la vida religiosa femenina sino
también para la masculina. La reciprocidad de experiencias es un elemento importante si
queremos tener una visión holística de la misma vida consagrada.
Está claro que no se puede repensar la teología de la vida consagrada sin tener en cuenta
el trasfondo de la nueva visión del ser humano en la sociedad, en la Iglesia y en la reflexión
teológica. En 1983, la Congregación de Religiosos, publicaba una Instrucción en la que
recordaba como elementos esenciales para la vida religiosa: “la vocación divina, la
consagración mediante la profesión de los consejos evangélicos con votos públicos, una
forma estable de vida comunitaria; para los Institutos dedicados a obras de apostolado, la
participación en la misión de Cristo por medio de un apostolado comunitario, fiel al don
fundacional específico y a las sanas tradiciones; la oración personal y comunitaria, el
ascetismo, el testimonio público, la relación característica con la Iglesia, la formación
permanente, una forma de gobierno a base de una autoridad religiosa basada en la fe” (EE,
4).
Un acercamiento a la consagración desde la perspectiva de la mujer, profundiza su
significado esponsal, particularmente vivido por la mujer consagrada. Si bien, la
esponsalidad es propia de toda la vida religiosa masculina o femenina, es sobre todo la
mujer quien se encuentra a sí misma en ese modo particular de relacionarse con el Señor.
Esta dimensión de acogida esponsal puede dar a los votos perspectivas originales que
complementen las tradicionales.
199
espiritual. Las mujeres consagradas están llamadas a profundizar en este aspecto a la luz de
la vida de María, virgen-esposa que acoge la Palabra y contribuye a la construcción de la
nueva humanidad. Hace falta una reflexión hecha por las mujeres consagradas sobre la
experiencia existencial que ellas recorren desde su género para ir enfrentando los retos que
se presentan a lo largo de las diversas etapas del camino que conduce a una madurez
psicológica y afectiva en el compromiso de la virginidad.
El voto de obediencia requiere igualmente ser visto con mirada femenina. De este modo
se podrán encontrar motivaciones renovadas y diferentes de las tradicionales, arraigadas en
sociedades patriarcales y en estructuras semejantes al interior de la Iglesia. Habría que
superar los esquemas jerárquicos, más propios de lo masculino. Estos han llevado al
autoritarismo. Se necesita reflexionar sobre una nueva comprensión del ejercicio de la
autoridad y la práctica de la obediencia que favorezcan el diálogo, la corresponsalibilidad y
la búsqueda comunitaria de la voluntad de Dios
200
valor de ese carisma contemplativo en la Iglesia recordó que el Sínodo sobre la vida
consagrada (1994) después de manifestar el aprecio por los valores de la clausura tomó
también en cuenta peticiones que habían sido hechas sobre la necesidad de modificar su
disciplina concreta teniendo en cuenta la nueva situación de la mujer en la sociedad y en la
Iglesia.
201
a muchas comunidades contemplativas, empobreciéndolas, dificultando el cultivo de otros
valores esenciales e impidiendo una creatividad y un testimonio ante el pueblo cristiano
necesario incluso para la supervivencia de la misma vida” (Rafael Pascual).
Está claro que no se puede repensar la teología de la vida consagrada sin tener en cuenta
el trasfondo de la nueva visión del ser humano en la sociedad, en la Iglesia y en la reflexión
teológica. Vita consecrata ofrece ya una serie de cambios en la manera de entender y de
vivir los elementos esenciales de la vida consagrada y los agrupa alrededor de la
consagración, de la comunión y de la misión. Por otro lado, el Papa, en la misma
exhortación mientras esperaba que ésta fuera acogida cordialmente, invitaba a continuar la
reflexión para profundizar el gran don de la vida consagrada en su triple dimensión de
consagración, comunión y misión (VC 13).
Es por eso una exigencia en la vida consagrada hoy una profundización teológica hecha
por las mismas mujeres consagradas, que ya ha comenzado a darse. Un ambiente en el que
se hace más urgente la participación en la reflexión teológica de la vida consagrada desde la
óptica de la mujer es, sin duda, el de la vida contemplativa femenina. Su estilo de vida es
continuamente alabado y protegido por la Iglesia y cuenta con grandes santas., como
Teresa de Ávila y Teresa de Lisieux, Doctoras de la Iglesia. Con todo, no se ha favorecido
en las monjas contemplativas la necesidad de que sean ellas mismas quienes reflexionen los
horizontes teológicos de su vocación y misión en la Iglesia. Han sido casi siempre varones
quienes han elaborado la doctrina teológica de la vida contemplativa femenina. Han sido
ellos, como hemos indicado, quienes han puesto las bases doctrinales para justificar un tipo
de clausura en documentos oficiales como Venite seorsum (1969) y Verbi Sponsa (1999).
Eso ha empobrecido la reflexión teológico-espiritual sobre la vida contemplativa y ha
impedido una visión de la misma y de sus exigencias a partir de quienes han recibido ese
carisma. Falta por ello la riqueza de la experiencia y sólo se repiten frases estereotipadas y
se aducen textos bíblicos fuera de contexto para justificar una vida entregada
exclusivamente al Señor para poner de relieve el absoluto de Dios.
202
1. La clericalización de la vida consagrada masculina
Poco después del Concilio de Viena (1311), los conversos, que profesaban los tres votos,
forman un tercer grupo de religiosos (semi-fratres), junto a los fratres sacerdotes y a los
fratres laicos. Más tarde se asimilarán a los hermanos laicos y, por tanto, “hermano laico”
y “hermano converso” comenzaron a ser sinónimos. Cuando se fundan los clérigos
regulares y los nuevos institutos religiosos, los hermanos laicos son considerados
“coadjutores” del sacerdote. Se les da un hábito diverso, una formación diferente y son una
clase inferior. Los cargos de gobierno están reservados a los sacerdotes que son mayoría.
Los hermanos laicos tienen un rol subordinado. Por otro lado, la fundación de Institutos
únicamente laicales para dedicarse sobre todo a la enseñanza pone de relieve el valor de la
figura del religioso laico.
- “El monje-laico, claramente distinto del converso, pero que no goza más de los antiguos
derechos monacales, porque el derecho común de la Iglesia se los ha quitado;
- el converso de los monasterios, que no es monje;
203
- el hermano-laico de las Ordenes mendicantes, que emite votos solemnes y es verdadero
hermano;
- el hermano laico (coadjutor temporal) de la Compañía de Jesús, que se une con
compromiso perpetuo de su parte, pero temporal de parte de la Compañía;
- el hermano laico de los institutos clericales, en condición de subordinado, pero
verdadero religioso;
- el hermano laico de los institutos laicales, que goza de una formación intelectual y
carismática en buena parte desconocida para sus iguales de los institutos clericales.
Estos varios tipos de hermanos laicos no parece que puedan ser reducidos a un modelo
único, sino a aquél genérico de laico. El proceso de unificación se ha desarrollado en
manera diversa:
- el monaquismo prácticamente ha restituido al converso el estado de monje no-sacerdote;
- las órdenes mendicantes viven el problema en manera diversa... Los orígenes de varias
órdenes, realmente diferentes, inciden sobre el modo de considerar la problemática actual;
- la Compañía de Jesús ha buscado recientemente resolver la cuestión del coadjutor
temporal sin llegar hasta este momento a una decisión;
- en los institutos clericales de reciente fundación se defiende, a veces, el modelo querido
por el fundador (y, por tanto, la distinción en clases y la subordinación); otras, en cambio,
piden explícitamente la igualdad jurídica.
Por su cuenta, la CIVCSVA, sobre la base del código de derecho canónico, ha rechazado
hasta el momento las solicitudes que tendían a conceder la igualdad absoluta a los
hermanos laicos en los institutos llamados clericales” (G. Rocca).
2.Nuevas perspectivas
Ya a partir del Vaticano II se subrayó que la vida religiosa laical era en sí misma “un
estado completo de profesión de los consejos evangélicos” (PC 10). En 1994, el Sínodo
para la Vida Consagrada en sus Proposiciones, reafirmaba lo mismo y añadía que sus
servicios, “sea dentro o fuera de la comunidad, son en cierta manera participación en el
servicio de la Iglesia para anunciar y testimoniar el Evangelio. Vita consecrata, el
documento postsinodal (1996), por su parte, afrontó el problema de la igualdad de los
religiosos sacerdotes y no sacerdotes en Institutos que “en el proyecto original del fundador
se presentaban como fraternidades, en las que todos los miembros - sacerdotes y no
sacerdotes - eran considerados iguales entre sí” y que, “con el pasar del tiempo, han
adquirido una fisonomía diversa. Es menester que estos Institutos llamados ‘mixtos’,
evalúen mediante una profundización del propio carisma fundacional, si resulta oportuno y
posible volver hoy a la inspiración de origen. Los Padres sinodales han manifestado el
deseo de que en tales Institutos se reconozca a todos los religiosos igualdad de derechos y
de obligaciones, exceptuados los que derivan del Orden sagrado. Para examinar y resolver
los problemas conexos con esta materia se ha instituido una comisión especial, y conviene
esperar sus conclusiones para después tomar las oportunas decisiones, según lo que se
disponga de manera autorizada” (VC 61).
Entre los desafíos que se presentan hoy para los hermanos consagrados podemos
enumerar el de la identidad del hermano laico frente a la promoción de los laicos en la
204
Iglesia; la necesidad de vivir y expresar su consagración religiosa en todos los servicios y
ministerios que tenga que ejercitar; ir creando una nueva identidad del hermano laico
acorde con los signos de los tiempos a partir de una opción convencida por ese tipo de vida;
asumir la necesidad de una formación inicial y permanente consistentes en los aspectos
espiritual, doctrinal y profesional; vivir la vida fraterna en comunidad en una
complementariedad de servicios con los religiosos sacerdotes desde el mismo carisma y
espiritualidad.
1. El desafío de la inculturación
205
particularmente aguda y urgente” (RM 52). La inculturación es un proceso lento que lleva
gradualmente a transformar los auténticos valores culturales integrándolos en el
cristianismo y haciendo que éste eche raíces en las diversas culturas. De este modo el
evangelio se encarna en las diversas culturas y, al mismo tiempo, hace posible que los
pueblos con su cultura entren a formar parte de la comunión eclesial. Con ello, la Iglesia
universal “se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida
cristiana, como la evangelización, el culto, la teología, la caridad; conoce y expresa aún
mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación” (RM 56).
La inculturación del evangelio es, de este modo, un camino para una creciente solidaridad
intercultural a partir de la Buena Nueva. La vida consagrada, especialmente llamada al
compromiso de la evangelización como testimonio, anuncio e interpelación necesita asumir
el desafío de la inculturación para anunciar el evangelio “en el lenguaje y la cultura de
aquellos que lo oyen” (EA 70). De este modo, podrá proponer como punto de referencia
para la solidaridad el evangelio de Jesús.
206
la de las experiencias que necesitan ser evaluadas y el apego a los moldes tradicionales en
los que se ha expresado durante mucho tiempo; la de saber distinguir entre lo universal e
inmutable del carisma y lo contingente de los moldes en los que se ha expresado. Esto
supone abandonar actitudes de autosuficiencia y superioridad. La inculturación requiere
inserción en los ambientes culturales propios. Quienes mejor lo pueden hacer son los que
por nacimiento y cultura pertenecen a un pueblo. En ocasiones la idea de la superioridad
aparente o real de otras culturas o la del origen del instituto llevan a los religiosos y
religiosas más a una asimilación de ésta que al esfuerzo por releer el carisma desde la
propia cultura. El encuentro multicultural de la vida consagrada es un encuentro
enriquecedor, purificador y dinámico. A través de él los institutos religiosos se pueden
convertir en signos e instrumentos para superar nacionalismos cerrados; para el diálogo en
la Iglesia y en la sociedad; para la convivencia y colaboración, Lugares de encuentro
multicultural los institutos de vida consagrada están llamados a ser signos e instrumentos
de justicia y de paz.
El carisma de la vida consagrada, como los demás carismas, ha sido suscitado por el
Espíritu para servicio de la Iglesia y del mundo. Los Institutos religiosos surgieron como
una respuesta histórica, que tiene su fuente en el Espíritu, frente a situaciones de crisis o
para salir al encuentro de las necesidades de los seres humanos. De allí que se insertaran
admirablemente en las circunstancias de la época y que hablaran un lenguaje vital e
inteligible para los contemporáneos.
207
por esa creatividad, sufrieron las tensiones de la incomprensión y de la persecución. Resulta
curioso que muchos quieran ahora convertirlos en baluartes de un inmovilismo, cuando son
el prototipo de los pioneros de los caminos del Espíritu.
La reapropiación del carisma fundante requiere una memoria del pasado como fuerza
viva que puede expresarse de manera nueva. Es una memoria del evangelio y de los
orígenes del Instituto. Junto con la memoria se necesita una visión de futuro, a partir de las
nuevas circunstancias. Así se hace posible vivir los valores fundamentales del carisma en
forma significativa e inteligible. Esos valores fundamentales, que algunos llaman "mitos",
en el sentido de miradas profundas a la realidad, ideales o características de un grupo,
sirven para dar razón a la existencia humana, ofrecen una cosmovisión inspiradora y
orientan hacia una organización. Cada congregación tiene su modo especial de vivir los
valores de la vida consagrada.
Aceptar vivir en una situación de éxodo, de salida, es una condición indispensable para
tener la creatividad necesaria en la vida religiosa, como respuesta a los caminos del Señor,
siempre diversos de los nuestros (cf. Is 55,8-9). La historia de la salvación es la historia de
un continuo caminar detrás de las huellas del Señor. Nada más opuesto a este seguimiento
de Jesús que el buscar una seguridad que no se apoye exclusivamente en la bondad y en la
fidelidad de Dios. Hay que estar siempre en camino. Un nuevo descubrimiento, una nueva
experiencia de Dios en la historia, una nueva exigencia de parte de El, pueden hacernos
caminar en una dirección inesperada. El camino terminará cuando veremos a Dios como El
es (cf. 1 Jn 3,2).
208
La creatividad en la vida consagrada puede entenderse también de diversas maneras.
Hay un estilo tradicional de comprenderla. Parte de una visión estática del mundo y que
piensa que la única creatividad posible es la que ayuda a conservar las cosas como están.
Otra perspectiva del cambio es aquella que únicamente busca retoques adaptativos y
pragmáticos, forzados por las circunstancias, pero sin una verdadera convicción interna.
Finalmente está el estilo revitalizador que conserva una continuidad con el pasado y, al
mismo tiempo, se abre a una discontinuidad; sabe distinguir lo esencial de lo accidental.
Acepta con realismo la lentitud y gradualidad de los cambios porque sabe escuchar la voz
de Cristo que llama a la conversión, respetando el dinamismo de la persona humana. Esta le
da flexibilidad, movilidad, creatividad que llevan a reasumir con renovada vitalidad los
ideales fundacionales en el contacto con las necesidades pastorales y espirituales y las
exigencias de la inculturación de los valores evangélicos y de vida consagrada.
El documento Vita consecrata pone de relieve las relaciones que se dan entre los
diversos estados de vida del cristiano en una Iglesia de comunión. En 1978, las
Congregaciones de obispos y la de religiosos publicaron la instrucción Mutuae relationes
sobre las relaciones entre obispos y superiores mayores. El sínodo para la vida consagrada
pidió que una comisión elaborará unas orientaciones nuevas sobre esas relaciones pero que
las ampliara a los sacerdotes y a los laicos.
“Las diversas formas de vida en las que, según el designio del Señor Jesús, se articula la
vida eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que interesa detenerse. Todos los
fieles, en virtud de su regeneraciòn en Cristo, participan de una dignidad común; todos son
llamados a la santidad; todos cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada
uno según su propia vocación y el don recibido del Espíritu (cf Rm 12,38)... El [Espíritu]
constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la diversidad de vocaciones, carismas
y ministerios. Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada
se pueden considerar paradigmáticas, dado que todas las vocaciones particulares, bajo uno
u otro aspecto, se refieren o reconducen a ellas, consideradas separadametne o en conjunto,
según la riqueza del don de Dios. Además, están al servicio unas de otras para el
crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el mundo” (VC 31).
Ante todo, tenemos en la Iglesia, por voluntad del Señor, dos aspectos inseparables y
necesarios, el aspecto institucional y el aspecto carismático. Ambos son fruto de carismas
dados por el Espíritu gratuitamente para el bien de la comunidad. En la teología paulina
209
encontramos afirmado que carismas no son únicamente las manifestaciones extraordinarias
del Espíritu (l Cor 12,8-10). También lo son otros ministerios estables (cf. 1 Cor 12,28-29;
Rom 12,7-8; Ef 4,11). Desde su perspectiva son carismas tanto los ministerios
institucionales como los no-institucionales. Él incluye indistintamente unos y otros cuando
presenta los dones del Espíritu: apóstoles, maestros, doctores, el poder de los milagros, el
don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas (cf. 1 Cor 12,28-
29).
Estos dos tipos de carismas están relacionados entre sí. De hecho Pablo lo experimentó
en su ministerio apostólico y descubrió así el origen común que tienen: el Espíritu. De El se
deriva la conexión que existe entre todos ellos, dados para "provecho común" (1 Cor 12,7).
El Espíritu es el principio unificador de los carismas. El Espíritu ha derramado el amor de
Dios en los corazones de los fieles (Rom 5,5) y el amor es el carisma de los carismas (1 Cor
12,31); el que los une y da valor hasta los más pequeños (l Cor 12,21-26).
El Apóstol menciona tanto los carismas que son dados para el ejercicio de un "oficio" o
"función" estable como los que se manifiestan en forma esporádica. Para él, lo que cuenta
no es que sea un oficio o un don libre lo que se recibe, sino el hecho de que el Espíritu
Santo es el origen de esos carismas y todos son dados para la edificación del Cuerpo de
Cristo. Esto nos hace comprender la importancia que los dos tipos de dones tienen para la
vida de la Iglesia y cómo no se puede atacar lo institucional en nombre de un falso
espiritualismo, como tampoco aplastar los carismas no-institucionales en nombre de un
orden y organización jurídicas.
Cuando Pablo presenta las reglas prácticas para los servicios carismáticos en las asambleas
cristianas afirma que Dios, que comunica los carismas "no es un Dios de confusión, sino de
paz", por tanto, todo se debe realizar "con decoro y orden" (l Cor 14,33.40), para
"conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4,3).
El amor cristiano, que es el mayor de los carismas (1 Cor 12,31) viene a ser el gran
principio coordinador de todos los dones que comunica el Espíritu. Este amor lleva a
reconocer en los carismas de los demás las dimensiones reales del propio y a no estimarse
más de lo que conviene, teniendo "una sobria estima según la medida de la fe que otorgó
Dios a cada cual" (Rom 12,3). Cada don reconoce los otros dones porque todos han sido
comunicados en el amor y se prestan ayuda mutua. El Espíritu, mediante el carisma del
amor, ordena los diversos carismas que ha otorgado a la Iglesia.
Esta coordinación y unión entre los carismas no excluye el contraste y las tensiones
entre ellos. Cada don es diferente. Lo que uno tiene no lo posee otro. De ahí que el ejercicio
210
de los carismas lleve consigo la cruz y el sufrimiento. Un don es limitado por otros dones.
El mismo Espíritu que suscita los carismas permite la oposición a ellos para la purificación
de quienes los han recibido y para que adquieran la dimensión pascual, signo de
autenticidad evangélica. De aquí surge la necesidad de desdramatizar los conflictos y
tensiones y de asumirlos sin amargura y con una esperanza activa. Hay que aceptar las
tensiones, no crearlas y admitir que ellas pueden ser fruto también de nuestros pecados.
Todos deben hacerlo: obispos, sacerdotes, religiosos/as y laicos.
Vivimos en un mundo de cambios rápidos y profundos en todos los órdenes al grado que
se habla más bien de un cambio de época “marcado por grandes avances de las ciencias y
las tecnologías, incapaces todavía de resolver los grandes problemas de la humanidad; por
poderosos medios de comunicación, que tantas veces colonizan los espíritus; por la
mundialización y globalización, que nos hace interdependientes, a la vez que atenta contra
las identidades particulares... Desde hace tiempo, algo nuevo está naciendo entre nosotros,
al compás de otras realidades que mueren (obsoletas tradiciones y estilos, instituciones
mortecinas). Nos afecta la agonía de los que muere y la confianza de lo que nace” (USG-
UISG Congreso Internacional de vida consagrada, 2004).
Ante la crisis de reducción de la vida consagrada ésta se pregunta sobre su futuro, sobre
su nueva identidad y misión. Se vive en una época de desencanto, de crisis y desconcierto,
de angustia ante el futuro, de oscuridad. Se requiere tener ante todo, unas claves de
interpretación que abran pistas para comprender las actitudes que deben ser el punto de
partida para acompañar en los caminos de búsqueda práctica
Una primera clave es la del exilio y del resto: inmediatamente después del Concilio se
hablaba de la renovación en la línea del éxodo: ruptura, salida, liberación de cosas
secundarias. Ahora la clave es más bien el exilio que implica pérdida de seguridades y al
211
mismo tiempo purificación, interiorización, nueva actitud espiritual. En el exilio aparece el
resto como elemento esencial de la esperanza bíblica. En el exilio este grupo aprende a
perder la seguridad en sí mismo y abrirse con confianza a Dios (en su bondad y fidelidad
deposita su esperanza) y a ser solidario con el prójimo (Sal 131). Es el grupo formado por
los anawim o “pobres de Yahvé” (Is 49,13; Sal 18,28, 149,4).
Para lograr esto hay que ser testigos de la trascendencia y presencia de un Dios
compasivo y misericordioso en sociedades pluralistas. Y hay que hacerlo desde la
experiencia de Jesús de Nazaret. Se requiere una inserción en la Iglesia local y vivir la
interdependencia con otras formas de vida cristiana en comunión con los pastores, con otros
religiosos/as, y con los laicos. Se necesita favorecer la creación de comunidades nuevas
más sencillas, orantes, fraternas, cercanas al pueblo y testimoniar un nuevo humanismo
desde el compromiso con las personas, con sus derechos humanos, con la justicia en
relación recíproca de género. Un punto importante es volver al lugar natural de la vida
consagrada: el mundo de los pobres y de las nuevas pobrezas, para desde ellas releer el
propio carisma (VC 82.108). Es importante también repensar la identidad de la vida
consagrada en relación con el laicado; con los miembros de otras religiones, con los no
212
creyentes, con el hombre y la mujer respectivamente, con personas de diversas
generaciones.
Otro aspecto para afrontar la inseguridad de esta época de exilio es la de añadir a los
votos existencialmente un sentido más inteligible hoy. Testimoniar la castidad como
“opción libre por nuevas relaciones de género en la igualdad, el respeto y la verdadera
reciprocidad”; la pobreza como “una nueva gestión de los bienes de la creación”; la
obediencia como “una nueva comprensión de las relaciones de poder” (Simón Pedro
Arnold).
Junto con esto se necesita aprender a perder el protagonismo anterior que tuvo la vida
consagrada y aceptar ser minoría en la Iglesia y en la sociedad pluralista y enfrentar los
desafíos de la nueva cultura con “discernimiento, audacia, diálogo y provocación
evangélica” (VC 80). Finalmente hay que revisar las estructuras, la organización y el
ejercicio del gobierno en la vida consagrada para situarse frente a los retos de un mundo
globalizado. Eso exige dar una formación que conjugue una espiritualidad vital con una
educación académica y profesional seria y un contacto con la realidad.
La luz y la fuerza del Espíritu son las que pueden colmar el corazón de las personas
consagradas “con la íntima certeza de haber sido escogidas para amar, alabar y servir”. En
esa misma oración al Espíritu, Vita consecrata continúa: “haz que gusten de tu amistad,
llénalas de tu alegría y de tu consuelo, ayúdalas a superar los momentos de dificultad y a
levantarse con confianza tras las caídas, haz que sean espejo de la belleza divina. Dales el
arrojo para hacer frente a los retos de nuestro tiempo y la gracia de llevar a los hombres la
benevolencia y la humanidad de nuestro Salvador Jesucristo (cf Tt 3,4) (VC 111).
213
1. El lugar de la vida consagrada en la Iglesia
“Desde hace tiempo, algo nuevo está naciendo entre nosotros, al compás de otras
realidades que mueren (obsoletas tradiciones y estilos, instituciones mortecinas). Nos afecta
la agonía de lo que muere y la confianza de lo que nace. Aunque no acabamos de ver claro
aquello que el Espíritu está haciendo nacer en la vida consagrada, sin embargo, ya
identificamos algunos brotes de novedad: el deseo de “nacer de nuevo” –desde la lógica de
la encarnación (NMI 52)- y la súplica al Espíritu para que así sea (refundación); la
fascinación que hoy ejerce sobre la vida consagrada la figura de Jesús, que en la cruz
manifiesta en plenitud la belleza y el amor de Dios (VC 24) y su evangelio (alianza); la
centralidad de la lectio divina, en la que proclamamos, meditamos y compartimos, oramos
desde la vida y la historia la palabra de Dios (obediencia); el eje de la misión realizada
según nuestros carismas particulares y compartida, que excita nuestra imaginación y nos
lanza a iniciativas nuevas, audaces, proféticas, fronterizas en el ámbito del anuncio de
Jesucristo a través de la inculturación, el diálogo interreligioso e interconfesional, la
inserción desde la opción por los últimos y excluidos, las nuevas formas de comunicación:
misión y opción por los pobres (pobreza); la búsqueda de una comunión y comunidad
basada en relaciones profundas, inclusivas: la extensión progresiva de la vivencia
comunitaria a la parroquia, la diócesis, la ciudad, la sociedad, la humanidad (celibato y
comunidad); la necesidad de una nueva espiritualidad que integre lo espiritual y lo corporal,
lo femenino y lo masculino, lo personal y lo comunitario, lo natural y lo cultural, lo
temporal y lo escatológico, lo intercongregacional e intergeneracional y nos acompañe en
todo lo que vivimos y hacemos; el tránsito de una vida consagrada que huye del mundo a
una vida consagrada encarnada y testigo de trascendencia”.
214
3. Adonde el Espíritu lleve la vida consagrada
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BIBLIOGRAFIA SELECTA
215
ALONSO, S., La vida consagrada. Síntesis teológica, Publicaciones Claretianas, Madrid,
1976.
ARNAIZ, J. M., Por un presente que tenga futuro. Vida consagrada hoy: más vida y más
consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid, 2004.
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1977.
CASTILLO, J. M., El futuro de la vida religiosa. De los orígenes a la crisis actual, Ed.
Trotta, Madrid, 2003
CIARDI, F., Los fundadores, hombres del espíritu. Para una teología del carisma de
fundador, San Pablo, Madrid, 1983.
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1986.
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la vida religiosa, Sal Terrae Santander, 2000.
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Publicaciones Claretianas, Madrid, 1995.
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SIGLAS
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apostólica.
219
GS CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes.
NMI JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, 2001.
SRS JUAN PABLO II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 1987.
VFC CIVCSVA, Vida fraterna en comunidad. Congregavit nos in unum Christi amor.
1994.
INDICE
I. HISTORIA
220
3. La vida monástica
4. Las órdenes mendicantes
5. La vida contemplativa femenina
6. Los institutos apostólicos
7. Los institutos misioneros
8. Los institutos seculares
9. Las sociedades de vida apostólica
10. Nuevas formas de vida consagrada
III. LA CONSAGRACIÓN
221
V. LA COMUNIÓN EN LA VIDA CONSAGRADA
222
76. Espiritualidad litúrgica y vida consagrada
77. Oración y visión contemplativa de la realidad
78. Profetismo y espiritualidad
79. Vivir y testimoniar la propia espiritualidad
80. Características actuales de la espiritualidad de la vida consagrada
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