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Enrique “El Ilustrador” Ortega estaba desesperado. Además de odiar el apodo que el
Perro Bermúdez se había encargado de propagar por todo el país, para acudir a un cliché
futbolero, llevaba varios meses con la pólvora mojada.
Enrique tenía 23 años. No era un mozalbete pero todavía sus mejores años como
futbolista estaban por llegar, se repetía a sí mismo para tranquilizarse. Diferente a la
enorme mayoría de sus compañeros de generación en físico y aptitudes, desde chico se
destacó y se convirtió en proyecto en ciernes como futbolista. Llegaban scouts de todas
partes para verlo, para platicar con él, para intentar convencerlo de que su destino
estaría en mejores manos si se atrevía a dar el brinco hacia lo desconocido.
Pero las entrevistas, la admiración nacional… y las mujeres. Más que nada, las mujeres.
Afortunadamente para su salud, le desagradaban las desveladas, el alcohol y el tabaco.
Su único vicio, se jactaba entre risotadas, eran las mujeres.
Por eso se cansaba de ellas y las mandaba a volar. Eran guapas, claro, pero no lo
querían a él. Eso lo frustraba y lo tenía deprimido… pero cómo aparecería ante la
opinión pública si supieran que sufría por la falta de amor. No, mejor aparecer ante las
cámaras preocupado pero sonriendo todavía, decir que las cosas no se han dado pero
confía en su capacidad, que uno tiene que fallar para convertir, que son gajes del oficio
y que él seguirá esforzándose y confiando en su capacidad. Una última sonrisa, el
pulgar en alto y correr hacia el vestidor.
Enrique Ortega salía al banquillo de suplentes por primera vez en mucho tiempo. No
estaba lesionado, estaba bien de salud. Calentó intranquilo y sentía las miradas del país
entero sobre él. ¿Por qué tenía que cargar él con ese peso? Él no lo había pedido…
solamente le gustaba jugar futbol y meter goles.
Toca el balón, y enfila hacia el área contraria. Pero tiene una mirada en el arco y la otra,
la más importante, la mental, en las gradas. ¿Dónde está? ¿Y si no la vuelve a ver? ¿Y si
la imagino? Por lo mismo, la primer oportunidad que tiene, cómoda, de media vuelta
con la zurda, la manda a las gradas. Silbidos. Risas. Desesperación. En el suelo, da un
manotazo al césped y se pone de pie de un brinco. Ahorita cae, van a ver, tiene que caer.
Baja por el balón y se barre, lo recupera. En el suelo, voltea y ahí está. Un suspiro de
alivio. ¡Pero la muy maldita no voltea! Puntea el balón hacia Gómez y le marca el pase.
A ver si no volteas. Finta, recorte, pisa el balón, el defensa pasa de largo… tira… y
rompe la sequía. El rugido atronador del estadio poco le importa. Lo abrazan y el busca
con la mirada. Su reino por una mirada. Y ahí está, electrizante, magnética, llenando un
hueco que no sabía que existía. El tiempo se detiene, nada importa, nada más ese
instante.