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El delantero no daba una

Enrique “El Ilustrador” Ortega estaba desesperado. Además de odiar el apodo que el
Perro Bermúdez se había encargado de propagar por todo el país, para acudir a un cliché
futbolero, llevaba varios meses con la pólvora mojada.

El otrora delantero estrella de la Selección Nacional Mexicana no daba una frente a la


portería, y esto no pasaba desapercibido para los medios y el público. Los aplausos y
caravanas mediáticas se habían convertido en abucheos a medias y cuestionamientos
sobre si su aparente destino como Salvador de la Patria había sido un engaño.

Enrique tenía 23 años. No era un mozalbete pero todavía sus mejores años como
futbolista estaban por llegar, se repetía a sí mismo para tranquilizarse. Diferente a la
enorme mayoría de sus compañeros de generación en físico y aptitudes, desde chico se
destacó y se convirtió en proyecto en ciernes como futbolista. Llegaban scouts de todas
partes para verlo, para platicar con él, para intentar convencerlo de que su destino
estaría en mejores manos si se atrevía a dar el brinco hacia lo desconocido.

Pero las entrevistas, la admiración nacional… y las mujeres. Más que nada, las mujeres.
Afortunadamente para su salud, le desagradaban las desveladas, el alcohol y el tabaco.
Su único vicio, se jactaba entre risotadas, eran las mujeres.

Era un desfile interminable de especímenes de diferentes características. Y sin embargo,


todas iguales. Se aburría porque no lo querían a él, Quique, el joven tranquilo, apoyo de
sus hermanos, buen hijo, el que a veces se preguntaba si ser futbolista fue lo correcto.
Querían a “El Ilustrador”. El que aparecía en las portadas de los periódicos sonriendo
confiadamente, con el balón entre las manos y mirada desafiante. El que al anotar
siempre festejaba tirándose de rodillas, besándose la mano y enviando un saludo al
cielo. Querían al futuro de México, al joven inundado de lujos, de aduladores, de
sinvergüenzas interesados y convenencieros. Eran, al fin y al cabo, sinvergüenzas y
convenencieras.

Por eso se cansaba de ellas y las mandaba a volar. Eran guapas, claro, pero no lo
querían a él. Eso lo frustraba y lo tenía deprimido… pero cómo aparecería ante la
opinión pública si supieran que sufría por la falta de amor. No, mejor aparecer ante las
cámaras preocupado pero sonriendo todavía, decir que las cosas no se han dado pero
confía en su capacidad, que uno tiene que fallar para convertir, que son gajes del oficio
y que él seguirá esforzándose y confiando en su capacidad. Una última sonrisa, el
pulgar en alto y correr hacia el vestidor.

6 meses en lo mismo. Las dudas se convirtieron en acusaciones. Los aplausos en


silbidos. Cada vez era más difícil mostrar la sonrisa y la actitud positiva. Para acabar, su
club no estaba haciendo las cosas bien y se venía un partido de vital importancia para
clasificar a la Liguilla. El maldito Clásico.

Las expectativas lo estaban matando. Además, se escuchaban rumores sobre que su


traspaso hacia el futbol europeo cada vez era más dudoso. Su técnico, antes todo
sonrisas y comprensión, tomó una medida previsoria… lo puso con los suplentes. Se
sintió humillado, caído, pero recordó los consejos de sus padres de seguir sonriendo y
hacer su máximo esfuerzo.

Enrique Ortega salía al banquillo de suplentes por primera vez en mucho tiempo. No
estaba lesionado, estaba bien de salud. Calentó intranquilo y sentía las miradas del país
entero sobre él. ¿Por qué tenía que cargar él con ese peso? Él no lo había pedido…
solamente le gustaba jugar futbol y meter goles.

Entre pullas y bromas de sus compañeros suplentes, se encaminó al banquillo con la


mirada gacha. Entonces levantó la mirada y la vio sin que lo viera. Ella se veía fuera de
lugar, no pertenecía ahí. Era un ángel. Cada paso se le antojaba atemporal, y ella jamás
volteó hacia él. La tersa cabellera, lo delicado de su piel, lo frágil de su figura. Era un
regalo divino y él quería seguir mirándola todo el tiempo que fuera posible.

Entre la ensoñación y el embobamiento, se sentó y no sabía qué hacer. Pasó


desapercibido para ella… pero tenía que llamar su atención. Se tronaba los dedos,
miraba hacia todos lados sin mirar, ¿qué podía hacer? El profe es el que tenía que
llamarlo. Esperar en un calvario mental, torturándose a preguntas.

Terminó el primer tiempo con el marcador empatado a ceros. Lo mismo de siempre. Un


sector del público empezó a corear su nombre, y volteó hacia el profe, anhelante. Una
leve inclinación de cabeza y supo que tenía su oportunidad.

Salta al campo. Se persigna. Inmediatamente, voltea buscándola. No está… su mirada


se dirige hacia ese sector, escrutando cada uno de los rostros. Desesperado, mira hacia
el terreno de juego lleno de vértigo y quiere vomitar. Carajo, mejor hubiera sido no
verla.

Toca el balón, y enfila hacia el área contraria. Pero tiene una mirada en el arco y la otra,
la más importante, la mental, en las gradas. ¿Dónde está? ¿Y si no la vuelve a ver? ¿Y si
la imagino? Por lo mismo, la primer oportunidad que tiene, cómoda, de media vuelta
con la zurda, la manda a las gradas. Silbidos. Risas. Desesperación. En el suelo, da un
manotazo al césped y se pone de pie de un brinco. Ahorita cae, van a ver, tiene que caer.

Baja por el balón y se barre, lo recupera. En el suelo, voltea y ahí está. Un suspiro de
alivio. ¡Pero la muy maldita no voltea! Puntea el balón hacia Gómez y le marca el pase.
A ver si no volteas. Finta, recorte, pisa el balón, el defensa pasa de largo… tira… y
rompe la sequía. El rugido atronador del estadio poco le importa. Lo abrazan y el busca
con la mirada. Su reino por una mirada. Y ahí está, electrizante, magnética, llenando un
hueco que no sabía que existía. El tiempo se detiene, nada importa, nada más ese
instante.

Él no sabía que un gol no vale nada si no tienes a quién cantárselo.

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