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LA CABEZA EN LLAMAS

Por: Sergio Held Otero

Aunque tenía mucho dolor, ya estaba más tranquilo. Sabía que no me moriría ese día, pero empecé a
pensar en la terrible posibilidad de perder un miembro o estar desfigurado, pues sentí que mi oreja
estaba crunchy, y por curiosidad la cogí con mi mano izquierda que no estaba lesionada, y en mis dedos
se quedó ese pedazo crocante de oreja con olor a quemado. Aterrado se me salían los ojos y un nudo en
la garganta me empezaba a apretar, entonces le pregunté a mi hermano: “¿Estoy vuelto mierda,
cierto?”, en verdad lo que le quería preguntar era si tenía la cara quemada, pero así como lo pregunté,
él entendió. Me dijo: “No te preocupes Robert, no estás tan mal. De pronto hay complicaciones. Te
tenemos que hacer un doppler para ver si alguna esquirla te dio en una arteria, o en algún órgano vital,
después te vamos a operar”. Era una fortuna tener a mi hermano al lado apoyándome, pero el dolor era
incansable.

Hacia tan sólo unos minutos había llegado a la clínica en donde un batallón de médicos me recibió, me
trasladó a un cuarto y comenzaron a aplicar un protocolo para mí desconocido. Minutos más tarde
apareció mi hermano. Él me había estado buscando en la Zona T, a raíz de una llamada de mi amiga
Ximena; por fortuna mi hermano conocía al coordinador de desastres que era el jefe de la evacuación de
la zona, y le dijo a que me habían llevado a la Reina Sofía, clínica en donde mi hermano trabaja como
médico por jornadas enteras.

La última media hora de mi vida había sido desastrosa y yo apenas entendía que algo muy grave me
había pasado. Para intentar comprender mejor por qué estaba en una sala blanca y fría y rodeado por
médicos y enfermeras que no me querían dejar morir, intenté hacer un recuento de mi día.

El día había transcurrido en calma, después de dar clases de golf toda la mañana en el Country Club, un
fuerte sentimiento de excitación me embargaba. Desde Cúcuta venía María Alejandra a pasar el fin de
semana, y sobre todo a compartir conmigo, para poder conocernos mejor. Hacía unos meses nos
habíamos conocido en un club de golf en Cúcuta y habíamos mantenido contacto desde esa primera vez,
pues la química entre los dos había funcionado, y finalmente María Alejandra se había animado a venir a
pasar un fin de semana conmigo en Bogotá, pues el amor de lejos, como dicen por ahí, es amor de
cuatro y no funciona.

Como no teníamos una agenda ni planes ya arreglados, salimos a pasear por Bogotá, al fin y al cabo
María Alejandra quería hacer compras y disfrutar un poco la ciudad; por eso, decidimos ir a la zona rosa,
a los centros comerciales Andino y Atlantis, imponentes en el comercio capitalino. Después de pasear un
poco por los centros comerciales, y ya entrada la noche decidimos que era hora de volver a comer, y por
qué no, seguir tomando, finalmente era sábado y el combo de gente con la que estábamos así lo
ameritaba, pues además de Maria Alejandra, estaba su hermana, el novio de ésta, y Ximena, otra amiga
en común.

Decidimos entonces adentrarnos en la Zona T, un paseo peatonal lleno de bares y restaurantes, en


donde todos los fines de semana comienza la rumba con pie derecho.
Luego de pasear como una media hora e intentar buscar un sitio para calentar motores, y ante la
imposibilidad de hallarlo pues en ninguno cabía siquiera un arroz parado, decidimos abandonar la parte
interna de la Zona T, y explorar el borde externo ubicado en la carrera 13 entre las calles 81 y 82, que
también está llena de restaurantes, y por supuesto, como todos los sitios esa noche, de gente.
Finalmente encontramos un sitio relativamente vacío: un pub llamado Palos de Moguer, pero
precisamente por su ambiente, nos abstuvimos de entrar, no era el estilo de sitio que buscábamos para
comenzar la noche. Pero al lado estaba el Bogotá Beer Company, lleno también, aunque valía la pena
intentarlo, pues se hacía tarde, ya eran alrededor de las nueve de la noche, y el frío empezaba a calarnos
los huesos, ¡y ni se diga el hambre! Aún sin que nos encantara la idea de tomar cerveza, decidimos
aventurarnos, pues con un poco de suerte conseguiríamos un espacio para sentarnos y empezar bien la
noche.

Yo debería estar tomando cerveza y comiendo grasa junto a Maria Alejandra y no con un pedazo de
oreja en la mano y esperando que los resultados de un aparato tan extraño como su nombre le dieran
luz verde a los médicos para operarme quién sabe qué y por qué. Mi hermano me acompañaba y el
zumbido en mis oídos me desorientaba y me hacía sentir un desequilibrio de muerte.

A eso de las 9 de la noche la mesera en la entrada nos había advertido que había fila de espera, y que
había 9 turnos por delante nuestro, para poder acceder a una mesita; mientras tanto podríamos esperar
en la barra del segundo piso. Decidimos esperar, pues si seguíamos buscando, jamás encontraríamos un
sitio para empezar la noche como queríamos. Pero bastó con llegar al segundo piso, en donde la música
muy al estilo de ACDC, Police y U2 no nos dejaba hablar y el humo del cigarrillo de los otros clientes ni
nos dejaba respirar, fue por eso que nuevamente decidimos buscar otro rumbo, ya no habría cerveza ni
humo de cigarrillo, quizá terminaríamos en la casa de alguno, finalmente lo que queríamos era pasar un
buen rato y a los 35 años un ya no está para esos trotes de universitarios. Entonces decidimos bajar, y
apenas nos acercábamos a la salida, en la terraza del sitio vimos que desocupaban una mesa. Le
rogamos a la mesera que nos la diera, pero ella no quería ceder ante nuestra insistencia, y nos advirtió
que todavía estábamos de séptimos en la lista de espera. Pero no me rendí, con mi capacidad de
convencimiento, no supe cómo hice y me gané el carisma de la mesera que nos coló siete turnos, sin
que los demás se enteraran que nos atravesábamos por delante de ellos y que minutos después se nos
acercaría la muerte que esa noche no los buscaba a ellos.

Finalmente conseguimos sentarnos en una pequeña mesa y cinco butacas en el pub estilo inglés. La
mesa estaba cerca de la entrada y casi daba hacia la calle, sólo que entre nuestra mesa y la calle había
otra mesa, que ya les contaré. Ya no teníamos el problema del humo de cigarrillo, pues afuera el aire frío
circulaba muy bien, la música que salía desde adentro ya no era una molestia ni un impedimento para
nuestra conversa, ni mucho menos para poder seguir acercándome a María Alejandra. Pedimos pues,
una jarra de cerveza roja, la más suave creíamos, y para acompañarla, unas buffalo wings, que no me
matan de la emoción por la cantidad de grasa que tienen, pero lo importante es que ya estábamos
sentados cómodamente.

Como dije, entre nuestra mesa y la calle había otra. Había tres gringos, los recuerdo muy bien. Hablaban
en inglés entre ellos, y no estaban solos. Tres mujeres los acompañaban, pero ellas sí eran colombianas,
eran prepagos sin lugar a dudas, por la manera como vestían y se comportaban, de ellos jamás se
hablaría en los medios ni se volvería a saber nada, quizá eran de la Embajada y quizá sólo quizá debieron
haber quedado vueltos una mierda después de la explosión, pues me imagino que fueron los primeros
en recibir el impacto, ¡y seguro lo habrán recibido de frente!

Luego de medio vaso de cerveza, era hora de ir al baño, el acostumbrado frío bogotano y tanto paseo
habían alborotado los riñones. María Alejandra también quería ir al baño, así que fuimos juntos, y
cuando volvimos a la mesa, sin darnos cuenta ni saber por qué, cambiamos de puestos, y yo quedé de
espaldas a la calle y diagonal a una lámpara – calentador, María Alejandra quedó a mi izquierda; un
insignificante detalle que la salvaría de quedar como un colador minutos más tarde, mientras yo
recibiría el impacto más fuerte de la explosión de una granada que se consigue en el mercado negro
bogotano por unos ochenta mil pesos o su equivalente a cuatros jarras de cerveza de donde estábamos
sentados.

El dolor me agotaba y los calmantes me hacían perder la noción del tiempo y del espacio. Finalmente,
después de mucho esperar habían llegado los resultados del doppler. No había arterias comprometidas
ni órganos vitales con esquirlas, por lo que un equipo de enfermeros corrió con mi camilla hacia el
quirófano, un lugar aún más frio, en donde el verde de los equipos y de las batas se mezclan con un
blanco témpano que me terminan de quebrar los nervios; el olor a quemado comenzaba a ser
reemplazado por el de los medicamentos que me suministraban y me aturdían la cabeza.

Entre risas y cerveza habían pasado algunos minutos luego de haber ido al baño. De repente, de la mesa
que estaba detrás de la mía (pero que no era de la mesa de los gringos), se levantó una persona y
empezó a correr; pero no serían más de dos metros porque se encontró con mi butaca y se fue de
narices. De inmediato me volteé por mi derecha a mirarlo, pensando que se trataba de un borracho, eso
me molestaba. Apenas quería quejarme y empecé la frase “estos borrach...” ¡PUM!, un ruido
ensordecedor acompañado de un fogonazo naranja enceguecedor me dejaron aturdido, me levantaron
del asiento y me hicieron volar contra el calentador de gas. Lo primero que pensé que había pasado era
que el borracho al haberse tropezado con mi butaca había parado contra el otro calentador y lo había
hecho explotar, pero de ahí a estar inmerso en un atentado terrorista de las FARC me faltaba mucha
imaginación.

Apenas me reincorporé, busqué a mis amigos con los que estaba. Lo único que pude ver era todo el
lugar en llamas, nuestra mesa seguía ahí tan campante, pero ya nadie estaba alrededor de ella. La gente
gritaba y corría por todo el lugar. Sé porque después me enteré, que en ese momento yo tenía la cabeza
en llamas, y mi suéter ya se había prendido con candela, y que Ximena, mi amiga había logrado
extinguirme el fuego a punta de carterazos. Yo me incendié porque había caído debajo del calentador de
gas que estaba botando candela. Eso no lo recuerdo, sólo sé que como pude me paré y empecé a correr
hacia la salida, pero justo en donde quedan las materas de la terraza, a centímetros de la salida me caí
sin saber por qué. Una pierna no reaccionaba y no me dejaba correr; en ese momento y guiado
únicamente por mis instintos decidí arrastrarme por el andén hasta quedar debajo de una camioneta
negra que estaba parqueada enfrente al pub. Debajo de la camioneta desfallecí y esperé aterrado
viendo a tanta gente correr, oyendo los gritos de pánico de los transeúntes, y escuchando ya a lo lejos,
el agudo ruido de las sirenas de los servicios de emergencias de Bogotá.

De de debajo de la camioneta me sacaron unas personas que no conocía, no eran rescatistas ni personas
de los servicios de emergencias, eran buenos ciudadanos que vieron cómo yo yacía debajo de la
camioneta sin comprender qué estaba pasando. De ahí, no sé entre cuantos, alzaron los 90 kilos que
pesa mi cuerpo y me tendieron en la acera de enfrente que da contra el Centro Comercial Andino.
Tendido en el piso y oyendo en la distancia las sirenas y los gritos, ensordecidos por un terrible zumbido
que se me metió en los oídos desde que salí volando de mi butaca, traté de comprender qué había
pasado y fue entonces cuando comprendí que el borracho no estaba borracho, sino que era una persona
que corría para salvar su vida, y que algo nos había explotado encima. De repente apareció Ximena,
intacta y con tan sólo algunos raspones. Me preguntó que como estaba y me dijo que habían lanzado
unas granadas al local y que María Alejandra, la hermana y el novio estaban mal, todos menos ella
estábamos mal, muy mal. Sacó del bolsillo de mi pantalón el celular y llamó a mi hermano que es
médico, para avisarle que yo estaba malherido. No sé en qué momento aparecieron los paramédicos,
dejé de ver a Ximena y en un momento ya estaba montado en una ambulancia. “¡Llévenme a la Reina
Sofía, por favor, a la Reina Sofía!” le imploraba a los paramédicos. La clínica Reina Sofía queda a unas 50
cuadras de distancia del lugar del atentado, pero aún así les rogué que me llevaran a esa clínica, pues allí
trabajan mi hermano y mi cuñada, y quería que ellos me ayudaran, por lo menos a entender lo que
estaba pasando.

Afortunadamente los paramédicos me llevaron a la Reina Sofía. El camino fue tortuoso, pues la calle 85
no es asfaltada, sino adoquinada y cada metro que rodaba la ambulancia sobre el adoquín era una
tortura para mi espalda. Fue entonces cuando, con el adoquín y al ver mi sangre y un hueso de mi brazo
derecho, que comencé a sentir un terrible dolor en todo mi cuerpo.

Del recorrido en la ambulancia sólo sé que me empezaron a quitar la ropa, a limpiar algunas heridas y
me pusieron un catéter intravenoso. El dolor no me dejaba mover, y un sentimiento de vértigo me
invadía, haciéndome creer durante todo el recorrido que me caería de la camilla.

Según me contó mi hermano, la operación duró unas tres horas, es decir hasta el amanecer. También
me dijo que me sacaron unas 300 esquirlas de todo el cuerpo. La pierna derecha, mi nalga derecha, mi
espalda y mi brazo derecho. Me contó cómo metía el dedo entre los músculos y la piel, y lo
contorsionaba como un garfio para quitarme las malditas esquirlas que se me habían clavado, luego de
haber salido expedidas como un torpedo, de una granada lanzada contra nosotros por las FARC.

Sé que desperté a las 6 de la mañana en punto, pues el reloj enfrente a mi cama así lo indicaba. Mi
hermano me dijo que la operación había salido bien, que tenía fractura en la pierna y en el brazo
derechos, pues las esquirlas me habían astillado los huesos, y que había perdido un poco de músculo en
el antebrazo. Como las esquirlas queman la piel, no me habían podido coser ni tapar las heridas, encima
mío sólo había una sábana que tapaba la crudeza de mi piel y de lo que hay debajo de ella. No es difícil
recordar la sábana llena de sangre y tan roja como sólo la sangre puede serlo.
Lo primero que se me ocurrió fue llamar a Castillo. Castillo es el encargado de organizar las agendas de
todos los profesores de golf. Le dije que había tenido un accidente. No sé por qué no le dije que había
sido víctima del atentado de la noche anterior. Le pedí que cancelara todas mis clases, y que el martes,
cuando volviera a abrir el club, retomaría las clases con mis alumnos de golf. Creo que no había
alcanzado a calcular la gravedad de mis heridas.

Estuve 12 días hospitalizado, esperando a que las quemaduras se cerraran. Procuré no comer, pues por
las esquirlas en la cola no me podía sentar en el inodoro, y mucho menos podía hacer en el aire, pues no
tenía mis brazos para agarrarme. Los tres meses siguientes tuve que irme al apartamento de mi
hermano a vivir para que él cuidara de mí. Como golfista profesional que soy, estuve alejado de las
canchas por ocho meses, lo cual resultó en una baja de nivel. Afortunadamente como profesional que
soy, no dependo de los torneos, sino de las clases que doy, y eso me permitió retomar mis actividades
diarias sin mayor trastorno. Durante mi recuperación me tocó estar un mes en silla de ruedas, y tres más
con muletas, lo único bueno de esto era no tener que hacer fila en los bancos. Todavía tengo esquirlas
en mi costado derecho. De cuando en vez el cuerpo expulsa alguna, las que no, están a la vista y parecen
heridas de guerra, al tocarlas, se siente el metal del que están hechas. Algunas quedaron a milímetros
de la columna, esos milímetros de distancia impidieron que quedara cuadripléjico.

María Alejandra recibió varias esquirlas y fracturas de tibia y peroné, pero por lo menos mi cuerpo
impidió que 300 más se le clavaran a ella. La hermana de María Alejandra también recibió varias
esquirlas, su novio recibió una en el pulmón, pero afortunadamente evolucionó bien. Como dije, a
Ximena no le pasó nada.

El 15 de noviembre de 2003, una joven que aún recuerdo haber visto a unas mesas de distancia perdió
la vida; otras 2 personas murieron en los hospitales. Como ya dije, de los gringos con las prepagos nunca
se supo nada. Seguramente quedaron muy malheridos pues estaban más cerca y de frente a la granada;
parece que eran funcionarios de la Embajada, pero nunca se pudo confirmar, pues no figuran en los
registros de los hospitales y son un misterio. Dicen que se los llevaron con las prepagos esa misma noche
a Estados Unidos y que encubrieron bien la cosa, pues de comprobarse que eran funcionarios de la
Embajada, el gobierno americano nos habría tenido que indemnizar a todos, pues los funcionarios de
sus embajadas siempre son objetivos militares. Lo único que nos quedó claro de esa noche fue una
indemnización que recibimos de dos salarios mínimos y una carta que llegaría días después avisándonos
que todo el tratamiento de nuestras heridas sería completamente gratuito y cubierto por el gobierno
colombiano. Esa noche quedamos también con una profunda gratitud con esas personas anónimas aún
que nos salvaron la vida, y con la certeza de que la muerte ronda entre nosotros y en cualquier
momento puede estar buscando nuestros nombres.

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