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LO EFIMERO DE LA EXISTENCIA

Schopenhauer

Schopenhauer califica de absurdos los sistemas metafísicos que consideran el mal como algo
negativo, en el sentido de que significa “la ausencia de algo”. Así tenemos que el bien tendría algo
de existencia positiva, mientras que el mal tendría algo de existencia negativa; es decir que el mal
sólo existe en tanto que es ausencia de bien.

Por ejemplo: todos hemos experimentado alguna vez la enfermedad -digamos una gripe- y los
dolores que la acompañan. Mientras que los sistemas considerados por Schopenhauer como absurdos
sostienen que la enfermedad sólo existe como carencia de salud, y que la salud es lo que realmente
existe, él sostiene que la cosa es al revés: lo que realmente existe es la enfermedad, o sea el dolor.
Ese es nuestro verdadero estado; la salud solamente es un breve período de supresión de la
enfermedad. Así la enfermedad siempre se impondrá a la salud, la que tan sólo es un fugaz momento
de sosiego. Entonces parecería que todo bien o satisfacción es lo verdaderamente negativo, ya que
consisten en suprimir o poner fin a una pena, que es lo que tiene una existencia positiva.

Del mismo modo, igual que con la salud y la enfermedad, si nuestra vida, nuestra existencia
cotidiana, transcurre apacible y sin mayor complicación, pasaría cómodamente desapercibida; pero si
nos ocurre algo doloroso o desagradable, lo percibimos claramente.

“Así como un arroyo corre sin remolinos mientras no encuentra obstáculo alguno, de igual modo en
la naturaleza humana, como en la naturaleza animal, la vida se desliza inconsciente y distraída
cuando nada se opone a la voluntad. Si la atención está despierta, es que se han puesto trabas a la
voluntad y se ha producido algún choque. Todo lo que se alza frente a nuestra voluntad, todo lo que
atraviesa o se le resiste, es decir, todo lo que hay de desagradable o doloroso, lo sentimos
enseguida con suma claridad”

Schopenhauer piensa que esto se pone de manifiesto a la menor provocación, aun en los momentos
más sencillos de la experiencia, y por esto lo considera como una verdad aplastante. Por ejemplo,
que no advirtamos nuestra salud general y sin embargo podemos percibir con punzante lucidez el
lugar preciso donde nos aprietan los zapatos; o que no disfrutemos la prosperidad de un negocio, y
que por el contrario, una minúscula complicación en él nos quite el sueño, son hechos que
demuestran, según Schopenhauer, que sólo el dolor es positivo y que el bienestar es negativo. Por
consiguiente, ninguna dicha puede ser duradera.

“Sentimos el dolor, pero no la ausencia de dolor; sentimos el cuidado pero no la falta de cuidados;
el temor, pero no la seguridad. Sentimos el deseo y el anhelo, como sentimos el hambre y la sed;
pero apenas se ven colmados, todo se acabó, como una vez que se traga el bocado cesa de existir
para nuestra sensación No nos percatamos de los días felices de nuestra vida pasada hasta que los
han sustituido días de dolor. A medida que crecen nuestros goces, nos hacemos más insensibles a
ellos: el hábito ya no es placer. Por eso mismo crece nuestra facultad de sufrir: todo hábito
suprimido causa una sensación penosa. Las horas transcurren tanto más veloces cuanto más
agradables son, tanto más lentas cuanto más tristes, porque no es el goce lo positivo, sino el dolor, y
por eso deja sentir la presencia de éste”

Así tenemos que si el dolor es lo positivo, y no puede existir satisfacción duradera, el sufrimiento no
puede ser eliminado de la vida humana, o por lo menos no radicalmente.

“Si nuestra existencia no tuviese por fin inmediato el dolor, puede afirmarse que no hubiese
ninguna razón de ser en el mundo.” El dolor es inherente a la vida humana. El dolor no es accidental
a la vida, es su finalidad.

“Puesto que toda felicidad y todo placer son de carácter negativo, mientras que el dolor es positivo,
resulta que la vida no tiene la función de ser disfrutada, sino que nos es infligida, hemos de
padecerla; por eso vive la vida, la vida se termina, escapa a los peligros”

La lucha por extirpar el dolor del mundo no sólo es vana sino absurda. El sufrimiento no se puede
erradicar, ya que su causa es la misma constitución de la humanidad. A lo más podemos luchar
contra el sufrimiento y vencer la forma en la que se nos presenta; pero el sufrimiento, el dolor, tiene
disfraces infinitos, y al instante se nos presentará de otra manera.

“Los esfuerzos incesantes para desterrar el dolor no consiguen otra cosa que variar su figura: ésta
es primordialmente carencia, necesidad, cuidados por la conservación de la vida. Al que tiene la
fortuna de haber resuelto este problema - lo que pocas veces sucede, dicho sea de paso- le sale de
nuevo el dolor al paso en mil otras formas, distintas, según la edad y las circunstancias, como
pasiones sexuales, amores desgraciados, envidia, celos, odios, terrores, ambición, codicia,
enfermedades, etc. Y cuando no puede revestir otra forma toma el ropaje gris y tristón del fastidio y
el aburrimiento, contra el cual tantas cosas se han inventado. Y aunque se consiguiese alejar éste,
difícil sería que no volviese en cualquiera de las otras formas para empezar otra vez su ronda; pues
entre el dolor y aburrimiento se pasa la vida.”

La mayoría de los males nos afligen porque los consideramos contingentes; los males como la
muerte y la vejez suelen no afligirnos tanto porque sabemos que necesariamente hemos de
padecerlos, mientras que casi todos los demás los consideramos causados por circunstancias muy
particulares. El pensar que existe la posibilidad de librarnos de los males, o que si las cosas hubieran
sido de otra forma no hubiéramos padecido determinado efecto doloroso, es justamente lo que nos
crea la falsa ilusión de que pudimos no haber sufrido, lo cual eleva nuestra aflicción.

“Pero si llegáramos a convencernos de que el dolor, como tal es esencial a la vida y que la forma
en que se presenta es lo único accidental y dependiente del azar, de que nuestra vida presente ocupa
un lugar en el que sin cesar pronto sería reemplazada por otra vida; tal reflexión, en caso de
convertirse en viva persuasión, podría suministrarnos una buena dosis de ecuanimidad, de
equilibrio, disminuyendo en gran parte nuestros angustiosos temores egoístas. Pero de hecho, tal
echo, tal poderoso dominio de la razón sobre los dolores que sentimos, pocas veces o nunca
sucede”.

A pesar de esto no hay que olvidar que, sin importar las circunstancias externas, la personalidad, la
suerte o los bienes materiales que poseamos, nadie se podrá sustraer, nunca, del dolor de vivir. El
dolor es intrínseco a la vida, no le es accidental. Así no nos queda más que pensar: “que lo mejor de
la existencia es su brevedad, de la que tan a menudo nos lamentamos.”

“Pero la mayor parte de las veces nos negamos a aceptar esta idea, como nos negaríamos a beber
una medicina amarga, esta idea de que el dolor es esencial a la vida y no proviene del exterior, sino
que cada uno de nosotros lo llevamos dentro de nosotros mismos, como un manantial que no se
agota. Siempre buscamos una causa o un pretexto exterior del dolor que no se separa de nosotros;
somos como el hombre libre que se crea un ídolo para tener un amo. Pues infatigablemente volamos
de deseo en deseo, y aunque ninguna realización, por mucho que prometa, pueda satisfacernos y no
ser más que un vergonzoso error, nos empeñamos, no obstante, en no comprender que estamos
haciendo el trabajo de las Danaides y corremos incesantemente hacia nuevos deseos.”

Y así continuamos hasta el infinito, siempre persiguiendo un nuevo deseo, hasta que encontramos
uno que no podemos satisfacer y al cual tampoco podemos renunciar. Un deseo al que podemos
culpar de ser la causa de nuestro sufrimiento, en vez de acusar a nuestra propia constitución. Este
deseo particular nos hace enemigos de nuestra suerte, pero definitivamente nos reconcilia con la vida
porque nos hace creer que el sufrimiento no es inherente a ésta, y nos aleja de la idea de que toda
alegría o felicidad duradera es imposible. Aunque este proceso nos orienta ciertamente hacia la
melancolía, ya que el hombre carga sobre sus espaldas un gran único dolor, que es este deseo al cual
tiende sin poder satisfacerlo ni olvidarlo, y que nos hace ignorar alegrías y aflicciones menores.

Schopenhauer considera mucho más digna esta actitud que la del veleidoso que se precipita,
desesperadamente, ante cualquier deseo, en una carrera incesante en pos de fantasmas que varían
continuamente, como una embarcación errática que navega sólo por donde el viento la lleva y que
nunca podrá encontrar sosiego alguno. “Así es el curso de la vida humana: como regla el hombre,
cegado por la esperanza, danza precipitándose en los brazos de la muerte.”

En la misma línea, Schopenhauer sostiene que en todos y cada uno de nosotros, está determinada de
antemano la cantidad de dolor que hemos de soportar. Esta medida es invariable, aunque la forma
del dolor pueda cambiar. La buena o mala fortuna que tenga un individuo, no le vendrá del exterior,
sino que procederá de su propio interior, modificándose por su disposición física según sus distintas
edades y sus diferentes circunstancias; pero en general será la misma siempre, sin dejar de estar en
relación directa con su temperamento y con el grado de sensibilidad, ligera o fuerte, que posea.

El sentimiento siempre está determinado a priori. La alegría o la tristeza nunca son producto de
circunstancias exteriores, como lo serían la riqueza o la posición social. Esto se demuestra fácilmente
en el hecho de que encontramos caras alegres tanto entre ricos como entre pobres, al igual que
encontramos caras largas sin importar posición social o económica. El grado de alegría o de tristeza
que un individuo padezca, se debe atribuir, no a cambios exteriores, sino más bien, al estado interior
del hombre o a su disposición física.

Schopenhauer considera la alegría es un fin en sí misma. Siempre que estemos alegres, dice, no
debemos reflexionar sobre si tenemos o no motivo para estarlo: estar alegre es motivo suficiente. La
alegría siempre se debe preferir sobre cualquier otro bien; pero sin salud es difícil que la alegría se
dé, así Schopenhauer recomienda buscar la salud. En el caso de la alegría, cuando la satisfacción va
creciendo hasta convertirse en ésta, vemos que el cambio de satisfacción a alegría se da comúnmente
sin necesitar de ningún motivo exterior. Sin embargo, nuestro dolor, muchas veces si es provocado
por algún accidente exterior, siendo esto la principal causa de nuestra aflicción, ya que consideramos
que de no haberse dado tal circunstancia particular, o si pudiéramos eliminar ese suceso,
experimentaríamos gran alivio o nunca hubiéramos padecido tal dolor.

El motivo exterior, la causa circunstancial de nuestra tristeza, no es más que un catalizador o un


detonador que concentra el dolor correspondiente a nuestra naturaleza en torno a un suceso
determinado, en lugar de que éste se manifieste bajo miles de formas pueriles. Así no le damos
importancia a las muchas carencias que nos aquejan, sino sólo a una que nos roba toda la atención.
Siempre hay una inquietud dominante que es la que nos agobia, y una vez que ésta es colmada o
superada, llega a ocupar su puesto rector una que antes nos pasaba inadvertida.

Por otro lado, la alegría excesiva si es producto de factores externos inciertos -equívocos, fugitivos,
aleatorios- corresponde a la dicha que acompaña al conseguir algo, considerado por nosotros
mismos, fuera de lo común; por ejemplo, sacarse la lotería. El dolor, que en cambio es esencial a la
vida, depende de factores ajenos al individuo, y tarde o temprano se manifestará a propósito de la
desaparición de la gran alegría que le precedía. Schopenhauer compara la gran alegría “a una
montaña escarpada a la cual no se debe subir porque no hay modo de bajarla más que dejándose
caer desde su cima. Las alegrías excesivas y los más vivos dolores se suelen encontrar en una
misma persona, pues aquéllas y éstos se condicionan recíprocamente y tienen por condición común
una gran vivacidad de espíritu.”Por esta razón, él recomienda tratar de evitar siempre todo extremo,
y nunca perder de vista los altibajos en la cadena de sucesos, para mantenernos en ecuanimidad y
con ánimo sereno, y de esta forma, no hacer mayores nuestras aflicciones.
“Al tormento de la existencia viene a agregarse también la rapidez del tiempo, que nos apremia,
que no nos deja tomar aliento, y que se mantiene en pie detrás de cada uno de nosotros como un
capataz de la chusma con el látigo. Sólo se perdona a los que se han entregado al tedio.”

El paso del tiempo se deja sentir de una manera por demás molesta. Parecería que si el tiempo no
transcurriera, o por lo menos lo hiciera a un paso más lento, nos traería menos pena. En cuanto
hemos satisfecho un deseo cualquiera, dormir o comer por poner algún ejemplo, se nos presenta el
aburrimiento, o se nos hace presente alguna otra necesidad. Esto impide que hallemos reposo. Por
otro lado, si en cambio, estamos disfrutando de un buen rato, el tiempo nos parecerá volar. Esto nos
hace sentir, inevitablemente, que las penas oprimen nuestra existencia la mayor parte del tiempo,
mientras que los momentos alegres apenas son breves oasis en las arenas rutinariamente iguales del
aburrimiento. “Nada hay fijo en esta vida fugaz: ¡ni dolor infinito, ni alegría eterna, ni impresión
permanente, ni entusiasmo duradero, ni resolución elevada que pueda persistir la vida entera! Todo
se disuelve en el torrente de los años. Los minutos, los innumerables átomos de pequeñas cosas,
fragmentos de cada una de nuestras acciones, son los gusanos roedores que devastan todo lo
grande y atrevido… Nada se toma en serio en la vida humana: el polvo no merece la pena.”

El individuo no vive más que el presente, que huye sin remedio hacia el pasado y que se pierde
diluido en el tiempo. Lo único que nos queda del ayer son las consecuencias de algunos de nuestros
actos; fuera de eso, el ayer se encuentra inerte, completamente muerto; por eso deberíamos ser
indiferentes al pasado, sin importar que éste fuera alegre o lastimero.

La desesperación ante la calamidad o la tragedia, y el júbilo y la alegría ante la dicha, no duran


mucho tiempo. En el momento que se producen los cambios trágicos o dolorosos la emoción es
fuerte y se encuentra a flor de piel, lo que hace que se experimente como algo fuera de lo normal,
pero esta percepción pasa rápido, llegando a un punto en el que lo que un día se padeció aplastante,
se vuelve ahora tan estéril y pálido como cualquier malestar cotidiano. “La desesperación o el júbilo
no eran debidos al sufrimiento o gozo presente, sino a la perspectiva de un porvenir anticipado.”
Por otro lado, si se considera la vida en relación con el paso del tiempo, vemos que “nuestro existir
no consiste sino en un continuo aplazamiento; la vida de nuestro cuerpo supone un continuo
aplazamiento del morir y la diligencia de nuestro espíritu constituye un continuo aplazamiento del
tedio.”

“Cada vez que respiramos hacemos retroceder la constante acometida de una muerte segura,
contra la que luchamos a cada segundo; nuestra batalla con la muerte tiene lugar cada vez que nos
alimentamos o conciliamos el sueño. Pues el nacimiento nos ha puesto a su merced y toda nuestra
vida sólo es una moratoria respecto de la muerte”.

La existencia del individuo está limitada solamente al momento actual, al presente escurridizo, que
en un continuo fluir al pasado, sólo avanza hacia la muerte. Este vivir del hombre, este fluir
constante, es un morir insistente.

“A la postre, siempre es menester que triunfe la muerte, porque le pertenecemos por el hecho mismo
de nuestro nacimiento, y no hace sino jugar con su presa antes de devorarla. Así es como seguimos
el curso de nuestra vida, con extraordinario interés, con mil cuidados y precauciones mil, todo el
mayor tiempo posible, como se sopla una pompa de jabón empeñándose en inflarla lo más que se
pueda y durante el más largo tiempo, a pesar de la certidumbre de que ha de concluir por estallar.”

Si hacemos abstracción de las consecuencias que nos traen nuestras acciones pasadas, podemos
aceptar fácilmente que la vida transcurrida ya no existe, está terminada. No vale la pena
preocuparnos por haber sufrido en el pasado o por haber gozado, el pasado está muerto.

“Pero el presente se convierte siempre en sus manos en pasado y el futuro es incierto y siempre de
corta duración. Por lo cual, su existencia, si la consideramos sólo desde el punto de vista formal, es
un constante caer del presente en el pasado muerto, un constante morir. Pero si consideramos
ahora la cosa por el lado físico, es evidente que así como nuestro andar es siempre una caída
evitada, la vida de nuestro cuerpo es un morir incesante evitado, una destrucción retardada de
nuestro cuerpo; y finalmente la actividad de nuestro espíritu no es sino un hastío evitado.”

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