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Un choque de civilizaciones.

La reina María tuvo un fuerte enfrentamiento con el intendente de la comuna de


Buenos Aires. No soportaba su estilo de conducción y los reproches que hacía a su
gestión. Entonces juntó un grupo de miles de miserables, entre los que había mayoría de
ciudadanos extranjeros y los envió a ocupar una serie de plazas públicas. Ellos
reclamaban una vivienda digna y le exigían al intendente que se las otorgue.
Sólo pedían un terrenito y una casa, como lo hacen millones de argentinos. Pues la
patria grande es para todos y no sólo para un grupo de privilegiados capitalistas. Ellos
querían pagar por sus viviendas dignas. Pero con su salario, debían esperar doscientos
años, pagando una cuota del treinta por ciento de su sueldo, para acceder a su casa
propia. Sin duda que merecían su vivienda como cualquier ciudadano. Pero en un país
asolado por la pobreza; sólo los nobles y algunos burgueses, accedían a ese derecho en
plenitud.
Miles de miserables, comenzaron a tomar distintos predios abandonados y espacios
públicos. Las tomas se produjeron hacia fin del año siete de la era del clown. De pronto,
la ciudad de Buenos Aires, que tenía un millón de habitantes, se vio desbordada por
doscientos mil menesterosos, que ocuparon sus plazas. La reina prohibió la intervención
de las fuerzas de seguridad y dejó las zonas liberadas al arbitrio de los okupas. Con esta
actitud permitió que las tomas sean rápidas y eficientes. Con ello, quería darles vía libre
a las invasiones y mostrar una señal concreta de su confianza. Si un indigente tomaba
un espacio público, sería protegido por la monarquía y tarde o temprano el intendente se
vería obligado a darle una vivienda, para negociar su salida. Cada toma se hacía de una
manera relativamente organizada. Apenas asomaba el sol, arribaba un grupo numeroso
de personas que tomaba el predio elegido. Con la velocidad de un rayo tiempo loteaban
los terrenos, marcándolos con cintas y organizaban un par de improvisadas calles. Sobre
el lote que le correspondía a cada ocupante, la familia comenzaba a colocar una carpa,
palos, lonas o cualquier material que marque la posesión del territorio entregado.
Las tomas de los predios se multiplicaron de una manera imparable. Entre
manchones de pasto amarillento, cascotes, tierra y basura se agrupaban miles de okupas.
Mujeres, niños y ancianos, se tiraban sobre su pequeño terreno, esperando que alguien
se apiade de ellos. Un mar de niños corría por todos lados, sin rumbo y con un tedio
indescriptible. Ellos no sabían de escuela alguna y sólo se dedicaban a jugar. Mientras
tanto, las relaciones entre la monarca y el jefe de la comuna se tornaban tensas. Luego
de una semana de indecisión ante la ocupación de más de diez predios distribuidos en
toda la ciudad de Buenos Aires, surgió un grupo de hombres que decidió expulsarlos
con sus propios medios. El militar retirado, Julio Carlés convocó a un grupo de
ciudadanos nacionalistas, para expulsar a los intrusos. Conformó una pequeña
organización paramilitar denominada “Liga Nacional”, cuyo fin era oponerse a los
miserables y en especial a los extranjeros. En poco tiempo, juntó unos mil hombres
armados con pistolas, palos y escopetas. Los convocó frente al predio donde la toma se
había hecho más popular y numerosa. El predio de unas cien hectáreas denominado
parque Latinoamericano, se encontraba en el sur de la ciudad. En él descansaban unos
treinta mil usurpadores, que debían ser expulsados. Carlés con una voz firme y segura,
arengó a su tropa con las siguientes palabras:
- El ochenta por ciento de esto despreciables hombres que vienen a tomar nuestras
plazas son extranjeros. En sus países los matan a tiros y los arrojan a los perros. Y ahora
pretenden que se los trate como se lo hace con la nobleza. ¿Quién se creen que son? ¡A
estos hay que echarlos a los tiros!

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Junto a las tropas de Carlés, se encontraba reunido un numeroso grupo de vecinos
autoconvocados. Se trataba de un conjunto de unas quinientas personas, armadas con
piedras y palos. En sus caras se percibía la bronca y la indignación, ante una monarquía
que no los protegía ni intervenía, evitando la toma de los distintos parques. Los
cuidados y pulcros parques en que sus niños jugaban, se había convertido en una cueva
de delincuentes, miserables, ratas, basura y enfermedad.
- Estamos de acuerdo en que hay que expulsarlos – dijo uno de los autoconvocados -.
Nuestras propiedades se desvalorizan a causa de esta ocupación. Nuestros hijos tienen
miedo a estos bandidos. Nuestras mujeres no soportan los hurtos, ni el lenguaje obsceno
con que les hablan. Nosotros también somos humildes, pero trabajamos honestamente y
pagamos nuestros alquileres. El país necesita de gente que venga a trabajar y realicen
labores que nuestros compatriotas no se animan a realizar. Pero si quieren gozar de una
vida digna, semejante a la de los que pisamos este suelo, que se rompan el lomo
trabajando como lo hacemos nosotros. A nosotros nadie nos regaló nada y todo lo
conseguimos con nuestro propio esfuerzo. Si ahora comienzan tomando plazas y
parques, mañana será barrios enteros y luego todo el país, ya que la monarquía no hace
nada. ¿Por qué el ejército no interviene ante semejante invasión extranjera? ¿Hasta
cuando se van a permanecer negligentes ante semejante atropello? Por ello, a los
ciudadanos a los que nadie defiende, sólo nos queda defendernos con nuestros propios
medios.
- A estos hay que echarlos, como lo hicimos con los ingleses, los franceses y todos
los que han querido usurpar nuestras tierras. No puede ser que un grupo de paraguayos,
peruanos y bolivianos tomen nuestras tierras, mientras las fuerzas armadas de la patria
se mantienen inoperantes – continuó diciendo Julio -.
- Ellos nos hablan de discriminación. Pero los que padecemos somos nosotros, que
soportamos sobres nuestros hombros una terrible carga tributaria que apenas podemos
pagar. Somos los contribuyentes quienes pagamos las impresionantes fiestas que hacen
los nobles y las suculentas migajas que distribuyen entre quienes los apoyan – dijo un
hombre algo obeso y vestido con ropa de fajina -. Ya estamos cansados de esta
demagogia populista, que regala a cualquiera el fruto de nuestro trabajo.
- Ya es hora de terminar con esto. Las tomas de terrenos de estos miserables, están
marcando el colapso de esta monarquía distributiva. ¿Por qué debemos pagarles las
viviendas a los extranjeros mientras miles de compatriotas no la tienen? ¿Por qué
quienes no nacen en esta tierra son atendidos en los hospitales que pagamos con
nuestros impuestos? ¿Por qué debemos pagar su educación? ¿Por qué debemos
subsidiarle sus alimentos y los servicios? Los porteños no tenemos porque hacernos
responsables de los extranjeros, mediante el pago de nuestros impuestos – agregó Julio
a su arenga -.
- Que les den un pasaje de ida a sus propios países o que los lleven en carros y cierren
las fronteras – dijo un hombre armado con tres pistolas -. Hay que deportarlos a sus
lugares de origen. Si estos tipos se salen con la suya y ocupan cualquier lugar público,
con el fin de construir allí sus casas, estamos perdidos. Una vez que esto suceda vamos
a ser invadidos por miles y miles de okupas. Las invasiones bárbaras asolarán nuestras
tierras y la inseguridad se hará una constante.
En medio de esa turba armada, que respiraba violencia, se encontraba el profeta
Ezequiel. Con asombro, parecía no entender semejante xenofobia y rechazo hacia esos
pobres indigentes. Entonces, con una firme voz dijo:
- Ciudadanos de la comuna. Los hombres a los que ustedes quieren atacar son
hermanos latinoamericanos, que han venido a estas tierras buscando un sueño. Muchos
de nosotros somos hijos o nietos de extranjeros. De alguna manera los argentinos

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descendemos de los barcos. Somos los hijos de millones de inmigrantes, que soñaban
con encontrar una vida próspera. En nuestros rostros y en nuestras vidas, también vemos
las de ellos. En todo caso si estos extranjeros cometen algún delito, deberían ir presos
como cualquier ciudadano que viola la ley. Pero no aumentemos nuestra xenofobia y
nuestro odio a quienes no corren la suerte que nosotros tenemos. Ellos sólo saben de
desgracias, miseria, hambre y desesperación. No podemos ser tan impiadosos con sus
vidas. Lo primero que debemos hacer es distinguir los miles de inmigrantes que trabajan
y se esfuerzan cotidianamente de aquellos que cometen ilícitos. Detrás de estas
ocupaciones hay un gran negocio que hacen unos pocos dirigentes. Hay punteros
políticos y ciudadanos avaros, que se aprovechan de estos miserables. No podemos ser
tan impiadosos con ellos, que sólo son víctimas de lo que les sucede. Si quieren atacar a
alguien; ataquen a los políticos o a los perversos, que les venden esos terrenos por una
suma considerable.
Los integrantes de la liga nacionalista, parecieron no escuchar las palabras del
profeta. Atravesados por la ira y el furor, se prepararon para intervenir. Entonces, con
una arenga inusitada, Julio Carlés enardeció a sus seguidores.
- Muchachos lo que debemos hacer es aplicar rifle sanitario con esta escoria que nos
invade. A estas ratas hay que echarlas. Estamos cansados de estos animales que se
multiplican más rápido que los conejos. Ya no soportamos a estos miserables, que
tienen más de diez hermanos alojados en las cárceles que pagamos con nuestros
impuestos. Así como eliminamos la fiebre aftosa de nuestras tierras, haciendo que la
carne Argentina sea la mejor del mundo, ha llegado la hora de eliminar esta infección
que nos está asolando. Como los novillos atacados por esa enfermedad son inmolados,
para conservar la salud del rodeo, así esta lacra debe ser eliminada para que la salud de
la Nación se mantenga. Hay que sacrificar a estos animales, como lo hacemos con el
ganado infectado. La única manera de parar esta enfermedad que nos invade, consiste
en eliminar a estos animales indeseables. Sólo así podremos prevenirnos de males
mayores. La salud de la monarquía y nuestras costumbres lo requiere.
- Si la monarquía no interviene, somos nosotros los encargados de limpiar nuestra
patria. Basta de misericordia y respeto con estos miserables, que no quieren negociar
una salida razonable – agregó uno de los autoconvocados -.
El grueso de la tropa de Carlés se ubicó en el parque Latinoamericano. Pero el grupo
más violento se dirigió al parque Tres de Febrero, más conocido como los Bosques de
Palermo. Sin esperar las órdenes de su jefe, los tiradores se colocaron en posición y
comenzaron los disparos. Los pobres extranjeros se defendieron con palos, cuchillos,
machetes y armas rudimentarias. Mientras las piedras volaban por todos lados, el rugido
de los disparos no paraba de sonar. Aunque la inferioridad de ese ejército irregular, les
hizo sufrir un gran número de bajas. Mientras las mujeres y los niños huían sin rumbo,
sus hombres emprendían la lucha desigual.
- Que fácil es volarle la cabeza a estos morochos. Me causa gracia verlos resbalar en
su sangre, mientras intentan escapar – dijo John Marietto, el coordinador de la columna
de Palermo, mientras disparaba para todos lados.
Pero mientras gozaba con su impunidad, un grupo lo tomó por la espalda y lo
derribó. Su líder le clavó la punta de su tacuara, sobre la que había atado un cuchillo.
Inmediatamente desató el puñal de su caña y lo degolló. Entonces tomaron su rifle y
continuaron la defensa. Un grupos de nobles, se encargó de rociar las precarias carpas
con combustible y prenderlas fuego. Las llamas se expandieron por todo el lugar y el
humo cubrió todo el barrio de Palermo. El tronar de las armas de fuego se hacía
fastidioso, mientras sus disparos resonaban por toda la ciudad.

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Enterados de la lucha en Palermo, las tropas de Carlés emprendieron la batalla. Sin
posibilidad alguna de defensa, la mayor parte de los desdichados, huyeron del parque.
La batalla duró un día entero, puesto que un grupo de infiltrados le ofrecieron
resistencia. Uno por uno, los ocupantes fueron expulsados por la liga patriótica de cada
uno de los lugares tomados. Cuando los intrusos fueron expulsados, el predio del Parque
Latinoamericano quedó repleto de fogatas y llamaradas. Su aspecto era infernal y el olor
a muerte se percibía a la distancia. No hubo forma de apagar semejante incendio, que
consumió las precarias construcciones por un par de días. Sobre el suelo se encontraban
decenas de cadáveres bañados en sangre y cuerpos carbonizados. La resistencia de los
extranjeros fue fácilmente vencida, puesto que sus armas eran muy rudimentarias.
Apenas unos pocos encapuchados, que parecían ser los líderes de la toma, portaron
armas y ofrecieron una mínima resistencia.
El saldo que dejó el intento de recuperación de los distintos predios tomados, fue de
cuatrocientos muertos y tres mil heridos. Todas las tomas corrieron la misma suerte y el
fuego ser expandió por toda la ciudad. Ante semejante situación, la reina decidió enviar
la gendarmería para restaurar el orden y se sentó a negociar una salida a la situación con
el intendente. Los gendarmes rodearon cada uno de los lugares tomados, impidiendo
que la gente vuelva a entrar a ellos. Pero a los pocos días, fueron tomados otros dos
predios. Entonces la reina, envió rápidamente al ejército a cercar la zona y ordenó
censar a sus ocupantes. Su idea era evitar que se repita una nueva masacre a manos de la
“Liga Nacional” y proteger a los menesterosos. El empadronamiento de los miserables
que ocuparon esos dos predios, dio como resultados unas diez mil personas, que tenían
problemas de vivienda. Aunque si se contaba la cantidad de indigentes, que apenas
podían subsistir, su número alcanzaba al treinta por ciento de la población. Luego de
arduos debates con el intendente, la reina prometió darles una vivienda digna a todos los
usurpadores. Para ello la monarquía debía colaborar en partes iguales con la comuna.
Por cada peso que Buenos Aires aportaba, la reina debía aportar una suma equivalente.

Horacio Hernández.

http://www.horaciohernandez.blogspot.com/

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