Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
La Factoría de Ideas.
I.S.B.N.: 84·9800—278·8
AGRADECIMIENTOS
El autor desea expresar su agradecimiento a quienes lo han ayudado: como
siempre, Nicholas Ellison, mi intrépido agente; Jennifer Brehl, mi brillante editora; Lisa
Gallagher y Michael Morrison por su continua confianza en mi capacidad de contar
historias; Jack Womack y Leslie Cohen, por ponerme ante mis lectores y la prensa; los
Huffmans, por disponer la pista de aterrizaje y una cálida bienvenida; Charlee Rodgers,
por sus cuidadosas lecturas y meditados comentarios, y por poner en marcha el proceso;
y, finalmente, Taco Bob, de quien saqué felizmente la idea del capítulo 16 (con su permiso,
lo que casi lo arruina).
—Dame la pasta, cabrón —dijo Lena Márquez, que trabajaba en la marmita aquel
lunes, cinco días antes de Navidad. Lena seguía a Dale Pearson, el malvado constructor de
Pine Cave, por todo el aparcamiento, tratando de sacarlo de quicio con la campanilla
mientras él se dirigía al maletero de su coche. De camino al súper, el hombre le había
hecho un gesto con la cabeza y le había dicho que a la salida le daría algo. Sin embargo,
cuando salió, ocho minutos más tarde, con la compra y una bolsa de hielo, pasó junto a ella
como si estuviese utilizando la marmita para hacer sebo a partir de la grasa de los culos
de los inspectores de edificios y sintiera la necesidad de escapar del hedor.
—Seguro que te puedes permitir un par de pavos para los más desafortunados.
Hizo sonar la campanilla con especial fuerza a la altura de su oído. El hombre se
dio la vuelta balanceando la bolsa de hielo a la altura de su cadera.
Lena brincó hacia atrás. Tenía treinta y ocho años, era enjuta, de piel oscura y
con el delicado cuello y la fina mandíbula de una bailarina de flamenco. Su larga cabellera
negra estaba recogida en dos moños a lo princesa Leia que sobresalían a ambos lados de
su gorro de Papá Noel.
—¡No puedes zurrar a Papá Noel! Hay tantas razones para ello que no sería
capaz de enumerarlas.
—Querrás decir contarlas —dijo Dale, mientras el sutil sol invernal arrancaba
destellos a la capa de esmaltado recién puesta que lucían sus dientes. Tenía cincuenta y
dos años, estaba casi completamente calvo y poseía unos fuertes hombros de leñador que
aún se mantenían cuadrados a pesar de la barriga cervecera que le colgaba por debajo.
—Quiero decir que está mal, que estás equivocado y que eres un tacaño. —Y
volvió a agitar la campanilla junto a su oído, como si un mosquito con traje rojo quisiera
derribar un muro a cabezazos.
La campana amilanó tanto a Dale que describió un arco con su bolsa de hielo de
más de cuatro kilos y dio a Lena en el plexo solar, lo que la obligó a retroceder por el
aparcamiento, sin aliento. Fue entonces cuando las señoras del Bulges llamaron a la
policía..., bueno, al policía.
El Bulges era un gimnasio para mujeres que estaba justo encima del
aparcamiento del súper y desde sus cintas andadoras y sus máquinas de subir escalones,
las usuarias podían observar el ir y venir del establecimiento sin la sensación de estar
espiando. Lo que había empezado como un momento de mero entretenimiento y un leve
incremento de adrenalina para seis de las observadoras mientras Lena iba detrás de Dale
por el aparcamiento, se tornó de repente en una conmoción, cuando el malvado
constructor zurró a la bella Mamá Noel en el estómago con una bolsa de cubitos de hielo.
Cinco o seis de las mujeres no hicieron más que perder el paso o quedarse boquiabiertas,
pero Georgia Barman, que en ese preciso instante tenía puesta su cinta andadora a 12
kilómetros por hora para perder siete kilos con la mente puesta en la Navidad y el vestido
rojo que su marido le había regalado en un arrebato de idealismo sexual, rodó hacia atrás
y aterrizó en una colorida colchoneta de la maraña de estudiantes de yoga que en ese
momento estaban practicando.
—¡Ay, el chakra del culo!
—Será el chakra raíz.
—Pues lo que me duele es el culo.
—¿Has visto eso? Casi la derriba. Pobrecilla.
—¿Deberíamos ir a ver si se encuentra bien?
—Alguien debería llamar a Theo.
Las gimnastas encendieron sus teléfonos móviles al unísono, como cuando los
Jets sacaban las navajas e interpretaban una danza de muerte en West Side Story
—¿Por qué se casaría con un tipo como ese?
—Es un capullo.
—Ella le daba a la botella.
—Georgia, ¿estás bien, cielo?
—¿ Puedes llamar a Theo al 911?
—Ese bastardo va a arrancar y la va a dejar ahí.
—Deberíamos ir a ayudarla.
—Todavía me quedan doce minutos en este chisme.
—La cobertura en este pueblo es horrible.
—Tengo el número de Theo en marcación rápida, por los críos. Yo lo llamo.
—Mira a Georgia y a las otras. Parece que estuvieran jugando al Twister y se
hubieran caído.
—Hola, Theo. Soy Jane, estoy en el Bulges. Sí, bueno, acabo de mirar por la
ventana y me parece que hay un problema en el súper de enfrente. Bueno, no me quiero
entrometer, pero digamos que hay cierto contratista que acaba de golpear a una de las
Mamá Noel del Ejército de Salvación con una bolsa de hielo. Vale, te espero entonces. —
Cerró el móvil—. Viene de camino.
El teléfono móvil de Theophilus Crowe sonó ocho veces con un irritante Tangled
Up in Blue electrónico que parecía un coro de sufridas amas de casa, o como Jimmy
Cricket después de aspirar helio, o, bueno, en fin, como Bob Dylan. En todo caso, cuando
logró abrir el aparato, cinco personas de la sección de frutas del súper le estaban
dispensando unas miradas capaces de marchitar las lechugas de su carro. Sonrió, como si
con ello pretendiera decir «lo siento, yo también odio estas cosas, pero ¿qué se le va a
hacer ?», y luego respondió:
—Oficial Crowe. —Como si quisiera recordar a todo el mundo que no estaba para
cañas, que él era LA LEY.
—¿ En el aparcamiento del súper? Bien, enseguida estoy ahí.
Caramba, qué cómodo. Una de las ventajas de ser poli local en un pueblo de no
más de cinco mil habitantes era que los problemas nunca te pillaban lejos. Theo aparcó su
carro a un lado del pasillo y atravesó corriendo la línea de cajas y las puertas automáticas
que daban al aparcamiento. Era como una mantis religiosa vestida con vaqueros y franela,
66 kilos, uno ochenta, y solo tres velocidades: caminata ociosa, carrera e inmóvil. Fuera se
encontró a Lena, doblada y sin aliento. Su ex marido, Dale Pearson, se disponía a
marcharse en su 4x4.
—Quieto ahí, Dale. Espera —dijo Theo.
Theo se cercioró de que Lena solo necesitaba recuperar el aire y que se pondría
bien y luego se dirigió al contratista regordete, que seguía con un pie en el vehículo,
dispuesto a marcharse en cuanto se aclarara la cosa.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Esa puta chiflada me ha dado con su campanilla.
—Y una mierda —boqueó Lena.
—Me han informado que le has dado con una bolsa de hielo, Dale. Eso es
agresión.
Dale Pearson miró fugazmente a su alrededor y se topó con el grupo de mujeres
apiñadas contra la ventana del gimnasio. Parecía que volvían a las máquinas en las que
habían estado ocupadas cuando se produjo el desastre.
—Pregúnteles a ellas. Le dirán que agitaba la campana justo al lado de mi cabeza.
No hice más que reaccionar en defensa propia.
—Me dijo que haría una donación cuando saliera del súper, pero no fue así —
declaró Lena, que estaba empezando a recobrar el aliento—. Ahí hay un contrato implícito.
No lo ha respetado. Y yo no le he pegado.
—Es una jodida chiflada —dijo Dale, como si fuera algo comúnmente sabido.
Theo miró a uno y a otra. Ya había lidiado con esos dos antes. Pensaba que las
cosas se habían calmado tras el divorcio, cinco años antes. Llevaba catorce años en la
policía de Pine Cave y había visto el lado oscuro de un montón de parejas. La primera regla
en una disputa doméstica era separar a las partes, pero parecía que eso ya se había
llevado a cabo. Se suponía que no había que tomar partido por ninguna de ellas, pero dado
que Theo sentía cierta debilidad por las chifladas —él mismo se había casado con una—,
optó por hacer un juicio de valor y centró su atención en Dale. Además, el tío era un
capullo.
Le dio unas palmaditas a Lena en la espalda y se arrimó a grandes zancadas a la
furgoneta de Dale.
—No pierdas el tiempo, hippy —dijo Dale—. Me largo. —Se montó en la
furgoneta y cerró la puerta.
¿Hippy?, pensó Theo. ¿Hippy? Hacía años que se había cortado la coleta. Ya no
utilizaba sandalias. Incluso había dejado de fumar petardos. ¿En qué se basaba ese tipo
para llamarlo hippy?
—¡Eh! —dijo, tras pensarlo de nuevo. Dale arrancó el motor y metió la primera.
Theo se subió al reposapiés lateral del vehículo, se inclinó sobre el parabrisas y
empezó a darle golpecitos con un cuarto de dólar que se había sacado del bolsillo.
—No lo hagas, Dale. —Tap, tap, tap—. Si te vas, dictaré una orden de arresto
contra ti. —Tap, tap, tapo Ahora sí que Theo estaba enfadado, no cabía ninguna duda. Sí,
era ira.
Dale se detuvo y presionó el botón para bajar la ventanilla eléctrica.
—¿Qué? ¿Qué quieres?
—Lena quiere presentar cargos por agresión, puede que agresión con arma
mortal. Creo que deberías meditar lo de darte el pira.
—¿Arma mortal? Pero si era una bolsa de hielo.
Theo meneó la cabeza, y adoptó un tono de cuentacuentos enigmático:
—Una bolsa de hielo de más de cuatro kilos. Escucha cómo suelto una bolsa de
hielo de cuatro kilos sobre el suelo de una sala de justicia delante de un jurado. ¿Lo oyes?
¿Ves cómo se encogen cuando machaco un jugoso melón sobre la mesa del abogado
defensor con una bolsa de hielo de cuatro kilos? ¿No ves el arma mortal? «Damas y
caballeros del jurado, este hombre, este fracasado, este patán, este», si no te importa,
«cabeza de chorlito, golpeó a una mujer indefensa, una mujer que con todo el amor de su
corazón realizaba una colecta para los pobres, una mujer que solo»...
—Pero si no es un bloque de hielo, es...
—Ni una palabra, Dale —dijo Theo alzando un dedo al aire—, no hasta que te lea
los derechos. —Theo sabía que estaba pagando a Dale con la misma moneda. Las venas de
sus sienes estaban empezando a hinchársele y su rosado cráneo empezaba a ponerse rosa.
Hippy, ¿eh ?
—Lena presentará cargos —añadió—. ¿Verdad, Lena?
Lena estaba a un lado de la furgoneta.
—No —dijo.
—¡Serás zorra! —dijo Theo. Se le había escapado antes de poder retener las
palabras. Menudo bochorno.
—Ya ves cómo es —dijo Dale—. Seguro que te gustaría tener una bolsa de hielo
ahora mismo, ¿verdad, hippy?
—Soy un agente de policía —replicó Theo, que sí hubiese querido tener a mano
una pistola o algo parecido. Sacó la billetera con la placa del bolsillo de atrás, pero pensó
que ya era un poco tarde para identificarse. Hacía más de veinte años que conocía a Dale.
—Sí, y yo soy un caribú —dijo Dale, con más orgullo del que debería haber
exhibido a ese respecto.
—Me olvidaré de esto si pone cien pavos en la marmita —dijo Lena.
—Estás loca, mujer.
—Es Navidad, Dale.
—Que le den por culo a la Navidad, ya ti también.
—Eh, no es necesario emplear ese lenguaje, Dale —dijo Theo tratando de poner
paz—. Puedes salir de la furgoneta.
—Cincuenta pavos y se puede ir —volvió a terciar Lena—. Es para los
necesitados.
Theo la miró.
—No puedes regatear una demanda en el aparcamiento del súper. Lo toalla
contra las cuerdas.
—Cierra el pico, hippy —dijo Dale, y luego se dirigió a Lena—. Te daré veinte ya
la mierda con los necesitados. Pueden buscarse un trabajo, como el resto del mundo.
Theo estaba seguro de que tenía las esposas en el Volvo, ¿o aún estaban en casa,
en el poste de la cama?
—Esa no es forma...
—¡Cuarenta! —gritó Lena.
—Hecho —dijo Dale. Sacó dos billetes de veinte de la cartera, los arrugó y los
tiró por la ventanilla. Rebotaron en el pecho de Theo. Volvió a meter la marcha y echó a
andar.
—¡Quieto ahí! —ordenó Theo.
Dale enderezó la furgoneta y se puso en marcha.
Cuando la enorme furgoneta roja pasó junto al Volvo de Theo, que estaba
aparcado unos quince metros más allá, una bolsa de hielo salió volando y se estrelló contra
el maletero en una sonora explosión de cubitos que no tuvo mayores consecuencias.
—¡Feliz Navidad, zorra chiflada! —gritó Dale por la ventanilla mientras se
incorporaba a la carretera—. ¡Y feliz noche a todos! ¡Hippy!
Lena se había remetido los billetes arrugados en el traje rojo y apretaba el
hombro de Theo mientras la furgoneta desaparecía envuelta en un rugido.
—Gracias por acudir al rescate, Theo.
—Yo no diría tanto. Deberías presentar cargos.
—Estoy bien. De todas formas se iba a salir con la suya. Tiene unos abogados
muy buenos, créeme, lo sé. Además, ¡me ha dado cuarenta pavos!
—Eso sí que es espíritu navideño —dijo Theo, sin poder evitar una sonrisa—.
¿Seguro que estás bien?
—Seguro. No es la primera vez que pierde los estribos conmigo.
Lena dio unos golpecitos en el bolsillo de su uniforme de Papá Noel.
—Al menos he sacado algo de esto —añadió, antes de dirigirse de nuevo hacia su
marmita, seguida por Theo.
—Tienes una semana para presentar cargos si cambias de opinión —le dijo Theo.
—¿Sabes qué, Theo? No quiero pasar otras Navidades obsesionándome con lo
que Dale Pearson tiene de desecho humano. Prefiero pasar de ello. Con un poco de suerte
puede que protagonice una de esas desgracias navideñas de las que tanto se oye hablar.
—No estaría mal—admitió Theo.
—¿Quién tiene espíritu navideño estos días?
2
Las chicas del pueblo
La Nena Guerrera de Allende la Frontera circulaba con su monovolumen Honda a
lo largo de la calle Cypress y se detenía a cada metro para no atropellar a los turistas que
surgían de entre los coches aparcados e invadían la calzada, totalmente inconscientes del
tráfico. Mi reino por una desbrozadora afilada y unos tapacubos con cuchillas para
abrirme paso a través de este rebaño de paletos, pensó, tras lo cual dijo:
—Actúan como si la calle fuese la avenida principal de Disneylandia, como si los
que vamos en coche no necesitásemos utilizar el asfalto. Vosotros no hacéis eso, ¿verdad?
Miró por encima del hombro hacia los dos adolescentes empapados que se
encogían en el asiento trasero. Estos negaron enérgicamente con la cabeza.
—No, señora Michon, no se nos ocurriría. Ni hablar.
Su nombre era Molly Michon, pero años atrás, cuando era la reina de las
películas de serie B, había protagonizado ocho trabajos como Kendra, la Nena Guerrera de
Allende la Frontera. Tenía una salvaje melena rubia con mechas canosas y el cuerpo de una
modelo de fitness. Podía aparentar treinta o cincuenta, dependiendo de la hora del día, la
indumentaria y lo cargada de medicamentos que fuese. Todos los fans estaban de acuerdo
en que frisaba el ecuador de los cuarenta.
Fans. Los dos adolescentes de atrás eran fans. Habían cometido el error de
aprovechar parte de las vacaciones navideñas para ir hasta Pine Cave en busca de Molly
Michon, la famosa estrella de culto del celuloide, para que les firmase en sus copias de
Nena Guerrera VI: la venganza de la prostituta salvaje, que acababa de salir en DVD, con
escenas inéditas en las que las tetas de Molly se salían del sujetador metálico. Molly los
había visto merodear por los alrededores de la cabaña que compartía con su marido, Theo
Crowe. Había salido a hurtadillas por la puerta trasera y les había tendido una emboscada
en un lado de la casa con la manguera del jardín. Los empapó bien, los persiguió a través
del bosque de pinos hasta que la manguera no dio más de sí, y luego derribó al más alto y
amenazó con romperle el cuello si el otro no dejaba de correr.
Al percatarse de que posiblemente había incurrido en un error de relaciones
públicas, Molly invitó a sus fans a que la acompañaran a escoger un árbol para la fiesta
navideña para solitarios que se celebraba en la capilla de Santa Rosa. Últimamente había
cometido una serie de errores, sobre todo desde que una semana atrás dejara de tomar
los medicamentos para ahorrar y poder comprar el regalo de Navidad de Theo.
—¿De dónde sois, chicos? —preguntó alegremente.
—Por favor, no nos haga daño —dijo Blas, el más alto y delgado de los dos. Los
veía como Epi y Blas, no porque se pareciesen a los muñecos, sino porque sus rasgos
relativos le recordaban a ellos, salvo por lo de las manos en sus traseros, por supuesto.
—No os voy a hacer nada malo, está genial que me acompañéis. Los chicos del
establecimiento de árboles de Navidad se muestran un poco recelosos desde que alimenté
al monstruo marino con uno de sus compañeros de trabajo. Vosotros me vendréis bien
como una especie de amortiguador social.
Maldita sea, no debería haber mencionado el monstruo marino. Habían pasado
tantos años de oscuridad desde que salió del negocio del cine hasta resucitar como figura
de culto que casi había perdido toda soltura social. Y luego estaba la desconexión de la
realidad de quince años, durante los cuales pasó a ser conocida como la dama loca de Pine
Cave. Sin embargo, desde que salía con Theo y tomaba sus antisicóticos, las cosas iban
mucho mejor.
Giró en el aparcamiento de la sección de ferretería y regalos, donde se había
vallado medio acre de asfalto para ubicar la parcela de árboles de Navidad. Cuando
divisaron su vehículo, tres tipos de mediana edad ataviados con delantales de tela se
metieron corriendo en la tienda, echaron el cerrojo y giraron el cartel de «Abierto» para
que luciera lo contrario.
Sabía que eso podía ocurrir, pero quería sorprender a Theo, demostrarle que
podía encargarse de adquirir el enorme árbol de Navidad para la fiesta de la capilla. Pero
aquellos obtusos acólitos de Black & Decker estaban frustrando sus planes para una
Navidad perfecta. Respiró profundamente y mientras exhalaba trató de recuperar uno de
esos momentos de calma que su maestro de yoga le había enseñado.
Bueno, vivía en medio de un bosque de pinos, ¿ no? Quizá debería talar un árbol
de Navidad ella misma.
—Volvemos a la cabaña, chicos. Allí tengo un hacha que servirá.
—¡Noooooooo! —gritó Epi, mientras se cruzaba delante de su empapado
compañero, se aferraba al cierre de la puerta corredera del Honda y tiraba de él. Ambos
cayeron del coche en marcha sobre un reno de plástico.
—Muy bien —dijo Molly—, cuidaos, chicos. Yo veré si puedo talar uno de los
árboles del patio delantero.
Zigzagueó por el aparcamiento y emprendió el camino de vuelta a casa.
Empapada en sudor, Lena Márquez salió de su uniforme de Papá Noel como una
cría de lagarto que emergiera de un peludo huevo rojo. La temperatura había subido hasta
casi los 30° antes de que acabara su turno enfrente del súper y estaba segura de que
había perdido dos kilos en agua dentro de ese pesado uniforme. Entró en el cuarto de
baño en bragas y sujetador y se puso sobre la báscula para disfrutar de la sorpresa de
cuántos kilos habría perdido. El indicador se agitó y se detuvo en la marca habitual previa
a la ducha. Perfecta para su altura, delgada para su edad, pero demonios, se había peleado
con su ex, la habían golpeado con una bolsa de hielo, había contribuido a alegrar a los más
desgraciados y había soportado felizmente el calor del traje durante ocho horas. Se
merecía algo por sus esfuerzos.
Se desnudó del todo y volvió a subirse a la pesa. No había ninguna diferencia
sensible. ¡Maldita sea! Se sentó, orinó, se limpió y regresó a la báscula. Puede que unos
cien gramos menos de lo habitual. ¡Ah!, pensó mientras se quitaba la barba de Papá Noel
que aún llevaba, quizá ese era el problema. Se quitó la barba y el gorro y los llevó al
cuarto, se soltó la larga melena negra y esperó a que el indicador de la pesa se detuviera.
Oh, sí. Dos kilos. Dio una rápida patada de taebo para celebrarlo y se metió en la
ducha. Se sobresaltó al tocar un punto doloroso a la altura del plexo solar mientras se
enjabonaba. Había un par de moretones en plena gestación en la costilla que había
recibido el golpe. Lo había pasado peor muchas veces después de machacarse en el
gimnasio, pero ese dolor parecía llegarle al alma. Quizá era la idea de pasar las Navidades
sola. Esas iban a ser sus primeras fiestas desde el divorcio. Su hermana, con la que había
pasado los últimos años durante esas fechas, se marchaba a Europa con el marido y los
hijos. Dale, con lo capullo que era, la había implicado en toda clase de actividades festivas,
de las que ahora se veía excluida. El resto de su familia había vuelto a Chicago y no había
tenido ninguna suerte con los hombres desde Dale (aún le quedaba demasiada rabia
residual y no menos desconfianza). Dale no solo era un mamón, sino que además le había
puesto los cuernos. Sus amigas, todas ellas casadas o con novios más o menos
permanentes, le habían dicho que necesitaba pasar de los hombres durante un tiempo y
dedicarse más a conocerse mejor. Todo eso era una mierda, por supuesto. Ya se conocía
bastante, se gustaba, se lavaba, se vestía, se compraba regalos, tenía sus propias citas e,
incluso, tenía sexo consigo misma de vez en cuando, que, por cierto, siempre acababa
mejor que cuando lo hacía con Dale.
—Oh, esa mierda del «conócete a ti misma» te joderá viva —le había dicho su
amiga, Molly Michon—. Y créeme, soy toda una reina sin corona en ese terreno. La última
vez que me dio por conocerme a mí misma, resultó que había toda una pandilla de zorras
ahí dentro con las que lidiar. Me sentía como la recepcionista de un centro de
rehabilitación. Eso sí, todas tenían unas tetas bonitas, tengo que admitirlo. De todos
modos, olvídalo. Sal por ahí y haz cosas de cara a los demás, te irá mucho mejor.
«Conócete a ti misma», ¿y para qué? ¿Qué pasa si te conoces y descubres que eres una
arpía de cuidado? Sí, claro, me caes bien, pero no puedes fiarte de mi opinión. Ve a hacer
algo con otra gente.
Era verdad. Molly podía ser, eh..., excéntrica, pero a veces decía cosas con
sentido. Así que Lena se había ofrecido voluntaria para la marmita del Ejército de
Salvación, había donado comida enlatada y pavos congelados para la Iniciativa para la
Alimentación de los Vecinos Anónimos de Pine Cave, y mañana por la noche, en cuanto
Oscureciera, saldría para recoger árboles de Navidad naturales y depositarlos en las
casas de la gente que no se los podía permitir. Eso la distraería de sí misma. Y si eso no
funcionaba, pasaría la Nochebuena en la fiesta de la capilla de Santa Rosa para Solitarios.
Oh, Dios, ahí estaba, era Navidad y se le encendía el espíritu navideño. Se sentía sola...
A Mavis Sand, dueña del bar Cuerno de Caracol, la palabra «solitario» le sonaba
al timbre de la caja registradora cuando entraba el dinero. Llegada la Navidad, Pine Cave
se llenaba de turistas en busca del encanto de los pueblos pequeños y el Cuerno se ponía
hasta arriba de almas solitarias, llorones privados de sus derechos en busca de consuelo.
Mavis estaba encantada con proporcionárselo en forma del cóctel navideño personal y de
precio desproporcionado: el «Lento y cómodo tornillo posterior del trineo de Papá Noel»,
que consistía en...
—Largo de aquí si te interesa tanto lo que lleva —diría Mavis—. Soy una
profesional de la barra desde que tu padre se emocionó con el único condón que te dio la
oportunidad de tener sesos, así que déjate llevar y pide la puta bebida.
Mavis siempre estaba imbuida en el espíritu navideño, hasta el punto de llevar
los pendientes de cada año con forma de árbol de Navidad que le daban ese aire de «olor
a coche nuevo». Una gavilla de muérdago del tamaño de la cabeza de un alce colgaba sobre
la barra y durante todas las fiestas cualquier borracho que se inclinara demasiado sobre
la barra para gritar su pedido a uno de los audífonos de Mavis se encontraría con que, más
allá de los revoloteos de sus negras pestañas embadurnadas en cosmético, más allá del
conjunto de su pelo y la paleta de roja seducción de sus labios y del aliento a Tareyton
100 y el chasquido de la dentadura, a Mavis aún le quedaban recursos verbales. Una vez,
un tipo sin aliento y que se tambaleaba hacia la puerta aseguró que Mavis había influido en
su médula oblongata y le había estimulado visiones en las que estaba ahogándose en el
oscuro armario de la Muerte, cosa que ella se tomó como un cumplido.
En el mismo momento en el que Dale y Lena estaban con lo suyo frente al súper,
Mavis, sentada sobre el taburete que tenía tras la barra, levantó la vista de un
crucigrama para contemplar al hombre más guapo que sus ojos habían visto pasar nunca
por la puerta doble del Cuerno de Caracol. Lo que había sido un erial, floreció; donde
durante años hubo un lecho seco, surgió un torrencial río. Su corazón se saltó un latido y
el desfibrilador implantado en su pecho le dio una sacudida que la forzó a saltar del
taburete para servirlo. Si le pedía un wallbanger, se pondría tan rígida que las zapatillas
deportivas se le saldrían disparadas, impulsadas por los dedos de los pies. Estaba segura
de ello, lo sentía, lo deseaba. Mavis era una romántica.
—¿En qué puedo servirlo? —preguntó agitando las pestañas, lo que les dio la
apariencia de unas espasmódicas arañas lobo que se convulsionaban tras las gafas.
Media docena de parroquianos se dieron la vuelta sobre sus taburetes para
contemplar la fuente de tamaño empalago de cortesía. Era imposible que ese tono de voz
hubiese salido de Mavis, que solía dirigirse a ellos desde el desdén y la nicotina.
—Estoy buscando a un niño —dijo el forastero. Su pelo era largo y rubio y se
desplegaba sobre la solapa de una gabardina larga. Sus ojos eran violetas, sus rasgos
faciales a la vez escarpados y delicados, de corte fino y, sin embargo, ni rastro de
arrugas.
Mavis pellizcó el botoncito de su audífono derecho e inclinó la cabeza corno un
perro que acabara de morder una costilla de cerdo de plástico. Oh, cómo pueden
desmoronarse los cimientos de la lujuria ante el peso de la estupidez.
—¿Buscas a un... crío? —preguntó Mavis.
—Así es —asintió el forastero.
—¿En un bar? ¿Un lunes por la tarde? ¿Un niño?
—Sí.
—¿Un niño concreto o cualquiera le valdría?
—Lo sabré cuando lo vea —dijo el forastero.
—Maldito enfermo —dijo uno de los parroquianos y, por una vez, Mavis asintió
en señal de acuerdo, lo que hizo que las vértebras del cuello le crujieran como el
chasquido de un enchufe.
—Largo de mi bar —le ordenó. Con una larga uña lacada apuntaba a la puerta—.
Venga, fuera de aquí. ¿Qué se ha creído, que esto es Bangkok?
—La Natividad se acerca, ¿me equivoco? —dijo el forastero con la mirada
clavada en el dedo.
—Sí, el sábado es Navidad —gruñó Mavis—. ¿Qué demonios tiene eso que ver?
—Entonces, necesitaré un niño antes del sábado —insistió el forastero.
Mavis sacó de debajo de la barra un bate de béisbol.
El que fuera tan guapo no significaba que no se pudiera mejorar su aspecto con
un buen mamporro con una pieza de nogal. Hombres: un guiño, un escalofrío, una
salpicadura, y antes de darse cuenta había llegado la hora del levantamiento de bultos y el
aflojamiento de dentaduras. Mavis era una romántica pragmática: el amor, en su opinión,
correctamente ejercido, duele.
—Dale, Mavis —la animó uno de los parroquianos.
—¿Qué clase de pervertido usa gabardina con el calor que hace? —dijo otro—.
Yo digo que le revientes la cabeza.
Las apuestas empezaban a correr.
Mavis se arrancó un pelo solitario de la barbilla y miró al forastero por encima
de las gafas.
—Creo que deberías seguir con tu pequeña búsqueda en otra parte.
—¿ Qué día es hoy? —preguntó el forastero.
—Lunes.
—Entonces me tomaré una Coca—Cola light.
—¿Y qué pasa con el niño? —inquirió Mavis acentuando la pregunta con un
golpecillo del bate contra su palma, lo que dolía horrores, pero no iba a mostrar flaqueza,
ni por asomo.
—Tengo hasta el sábado —dijo el atractivo pervertido—. Por ahora me conformo
con una Coca light, ah, y una barra de Snickers, por favor.
—Vale —dijo Mavis—, eres hombre muerto.
—Pero si lo he pedido por favor —se justificó el rubito, que, aparentemente, no
se daba cuenta de nada.
Mavis no se molestó siquiera en levantar la tapa de la barra para salir. Se limitó
a cargar. En ese momento sonó una campana y un haz de luz irrumpió en el bar, lo que
indicaba que alguien había abierto la puerta. Cuando Mavis se incorporó después de haber
inclinado todo su peso para mandar al forastero al otro barrio, el otro se había ido.
—¿Algún problema, Mavis? —preguntó Theophilus Crowe. El alguacil estaba
justo donde había estado el forastero.
—Maldita sea, ¿dónde se ha metido? —Mavis buscó detrás de Theo y a su
alrededor y luego miró a los parroquianos.
—¿Dónde se ha metido?
—Ni idea —dijeron todos a una, encogiéndose de hombros.
—¿De quién estás hablando? —quiso saber Theo.
—Un tipo rubio con una gabardina larga negra —explicó Mavis—. Te lo has tenido
que cruzar al entrar.
—¿Gabardina larga? Hace más de veinte grados ahí fuera —dijo Theo—. Me
habría fijado en alguien con una gabardina.
—¡Era un pervertido! —gritó alguien desde el fondo.
—¿Te ha llamado la atención el tipo ese? —preguntó Theo, mientras bajaba la
mirada hasta Mavis.
La diferencia de altura entre ambos rondaba los sesenta centímetros, y Mavis
tuvo que dar un paso atrás para mirarlo cómodamente a los ojos.
—Diablos, no. Me gustan los hombres que se creen los anuncios, pero ese tipo
buscaba a un niño.
—¿Esto te dijo? ¿Entró aquí y dijo que estaba buscando un niño?
—Así es. Estaba a punto de enseñarle una buena...
—¿Estás segura de que no estaba buscado a su propio hijo? Son cosas que pasan,
sales para hacer las compras navideñas, los críos se pierden...
—No, no estaba buscando a un niño en particular, le valía con cualquiera.
—Bueno¡ a lo mejor quería hacer un regalo en plan amigo invisible¡ o algo así —
dijo Theo expresando así su fe en la bondad del hombre, de la que no tenía prueba alguna
—. Quizá quería hacer una buena obra navideña.
—Maldita sea¡ Theo¡ eres imbécil. No hace falta ver a un cura encima de un
monaguillo con una palanca de hierro para saber que no le está echando una mano con el
rosario. Ese tío era un pervertido.
—Bien, en ese caso creo que debería ir a buscarlo por ahí.
—Pues sí, creo que deberías.
Antes de salir por la puerta¡ Theo se volvió.
—No soy ningún imbécil, Mavis. No es necesario que insultes.
—Lo siento, Theo —se disculpó Mavis mientras bajaba el bate para mostrar la
sinceridad de su arrepentimiento—. Por cierto, ¿por qué habías entrado?
—No me acuerdo.
Theo arqueó las cejas.
Mavis le dedicó una sonrisa abierta. Theo era un buen tipo, un poco escamoso,
pero bueno.
—¿De veras?
—Qué va, en realidad quería comentarte lo de la comida de la fiesta de Navidad.
Te ibas a encargar de la barbacoa, ¿no?
—Eso tenía pensado.
—Bien, acabo de oír en la radio que es muy posible que llueva, así que quizá te
interese tener un plan alternativo.
—¿Más alcohol?
—Estaba pensando en algo que no implicara cocinar en el exterior.
—¿Algo así como más alcohol?
Theo meneó la cabeza y volvió a encarar la puerta.
—Llámame a mí o a Molly si necesitas ayuda.
—No lloverá —dijo Mavis—. Nunca llueve en diciembre.
Pero Theo se había marchado en busca del forastero de la gabardina.
—Podría llover —dijo uno de los parroquianos—. Los científicos dicen que este
año nos va a visitar «El Niño».
—Ya, como si lo fueran a asegurar antes de que medio estado esté inundado —
dijo Mavis—. A la mierda con los científicos.
Pero «El Niño» sí que iba a venir.
El niño.
3
Unas fiestas jodidas
El martes por la noche, a cuatro días de la Navidad, Papá Noel ya recorría la
calle principal del pueblo montado en su gran furgoneta roja. Saludaba a los niños y se
bamboleaba por su carril, mientras eructaba entre las barbas, con unas cuantas copas de
más.
—Ho, ho, ho —dijo Dale Pearson, malvado constructor y Papá Noel del Rincón del
caribú por sexto año consecutivo—, Ho, ho, ho —repitió, suprimiendo la tentación de
añadir «una botella de ron», cosa que habría sido más digna de Barbanegra que de San
Nicolás. Los padres apuntaban y los críos se agitaban a su alrededor.
En ese momento, Pine Cave rezumaba alegría navideña forastera. Los hoteles
estaban hasta arriba y no se podía encontrar aparcamiento en los alrededores de la calle
Cypress, donde abundaban los puestos de asar castañas en un ambiente de renuncia al
abuso de la tarjeta de crédito. Olía a canela y a pino, a hierbabuena ya alegría. Aquel no
era el burdo comercialismo navideño de Los Ángeles o San Francisco. Aquello era el
refinado y honesto comercialismo de un pueblecito de Nueva Inglaterra, donde, hacía un
siglo, Norman Rockwell había inventado la Navidad. Aquello era auténtico.
Pero Dale no lo pillaba.
—¡Feliz Na...! Eh, que te den, pequeño monstruo —gruñó desde detrás de sus
lunas tintadas.
La verdad es que el atractivo del pueblo en Navidad resultaba todo un misterio
para los residentes de Pine Cave. No era precisamente un país de las maravillas invernal;
la temperatura media en invierno era de 18° y solo un par de ancianos recordaban los
escasos días que había nevado. Pero tampoco era la típica playa tropical a la que hacer una
escapada. Allí el océano era frío, con una visibilidad media de apenas medio metro y una
costa invadida por focas elefante. Durante el invierno, cientos de enormes mamíferos
marinos se extendían a lo largo de las playas de Pine Cave como un montón de mojones
ladradores y aunque no eran peligrosos de por sí formaban la base de la dieta del gran
tiburón blanco, que había evolucionado durante los últimos 120 millones de años hasta
convertirse en la perfecta excusa para no meterse nunca en el agua más allá de los
tobillos. Así que, si no era el clima o el agua, ¿qué demonios era? Quizá se tratara de los
pinos. Los árboles de Navidad.
—Mis árboles, maldita sea —refunfuñó Dale para sí. Pine Cave se ubicaba en el
último bosque de pinos Monterrey del mundo. Dado que crecen una media de seis metros
al año, son los árboles navideños por excelencia. Lo bueno era que uno podía ir a cualquier
parcela sin edificar de la ciudad y llevarse un respetable ejemplar de árbol a casa. Lo malo
era que para ello era necesario un permiso y había que plantar otros cinco por cada árbol
arrancado. Los pinos Monterrey eran una especie protegida, cualquier urbanista lo sabía
porque eran ellos los que tenían que replantar un bosque cada vez que derribaban unos
cuantos para construir una casa.
Un monovolumen con un árbol de Navidad atado al techo se puso justo delante
de la furgoneta de Dale.
—Aparta esa mierda de mis narices —gruñó Dale—. Y feliz Navidad a todos
vosotros, pandilla de imbéciles —añadió, para seguir a tono con la época del año.
Sin quererlo, Dale Pearson se había convertido en el Johnny Appleseed del árbol
de Navidad tras plantar decenas de miles de semillas para sustituir los miles que había
pasado por la sierra para construir hileras de mansiones a lo largo de las colinas de Pine
Cave. Pero, si bien la ley establecía que la plantación de pinos debía llevarse a cabo dentro
del término municipal de Pine Cave, no decía nada sobre que tenían que estar cerca de
donde se habían talado los otros, así que Dale había plantado todos los suyos alrededor
del viejo cementerio de la capilla de Santa Rosa. Compró los terrenos, diez acres, diez
años antes con la esperanza de subdividirlos y construir allí viviendas de lujo, pero algunos
hippys entrometidos de la Sociedad Histórica Californiana lograron que el terreno de la
capilla se declarase de interés histórico, lo que le impidió edificar en su terreno. Así que,
sin tener en consideración la disposición natural de un bosque, sus operarios plantaban
hileras e hileras de pinos alrededor de la capilla hasta que formaran una capa tan densa
como el plumaje de un ave.
En los últimos cuatro años, durante la semana previa a la Navidad, alguien había
ido al terreno de Dale para arrancar pinos. Estaba cansado de rendir cuentas a las
autoridades del condado en lo relativo a la reposición de árboles. Le importaban una
mierda, pero estaría bien jodido si ponía a alguien frente a los perros de presa del
condado. Había cumplido con sus deberes hacia sus compañeros caribúes con la
distribución de regalos de broma para ellos y sus esposas, pero ahora iba a cazar a un
ladrón. Su regalo de Navidad de ese año sería un poco de justicia. Era todo lo que quería,
un poco de justicia.
El viejo y alegre elfo torció desde Cypress y se dirigió hacia la colina de la
capilla, dando golpecitos al revólver del 38 de boca chata que había ocultado en el
cinturón negro.
______
_______
Hablando de gente jodida: tres manzanas más allá, Tucker Case iba cabizbajo
por la calle Worchester tratando de quemar una mala cena con un paseo a paso vivo y una
buena ración de autocompasión. Rondaba los cuarenta, era un tipo acicalado, rubio y de
tez morena. Tenía el aspecto de un surfista entrado en años o un profesional del golf en
plena madurez. A metro y medio por encima de su cabeza, un murciélago de la fruta
gigante caía en picado desde las copas de los árboles, con las alas cortando la noche en
silencio. Así se podía abalanzar sobre los melocotones sin ser detectado, pensó Tuck.
—Roberto, haz lo tuyo y volvamos al hotel —dijo Tuck hacia las alturas. El
murciélago de la fruta emitió un sonido y, tras describir un círculo casi completo debido a
la inercia, se enganchó al brazo alzado y se quedó colgado. El murciélago volvió a graznar,
se lamió las costillitas y replegó las enormes alas a su alrededor para protegerse del frío
del litoral.
—Bien —dijo Tuck—, pero no vas a volver a la habitación antes de hacer caquita.
Había heredado el murciélago de un navegante filipino que había conocido
pilotando un jet privado para un médico en Micronesia, trabajo que había aceptado
únicamente porque su licencia estadounidense de pilotaje le había sido arrebatada en el
jet rosa de Mary Jane Cosmetic mientras iniciaba a una joven en las artes amatorias de
altos vuelos. Borracho. Después de lo de Micronesia se mudó al Caribe con su murciélago
de la fruta y su bella esposa isleña, donde inició un nuevo negocio de vuelos chárter.
Ahora, pasados seis años, su mujer era la que gestionaba el negocio junto con un rastafari
de dos metros y Tucker Case no tenía nada a su nombre, excepto un murciélago de la
fruta y un trabajo temporal como piloto de helicóptero para la DEA en tareas de
localización de campos de marihuana en las tierras del sur. Todo eso le había conducido
hasta Pine Cave y a una habitación barata de hotel a cuatro días de Navidad, solo. Triste.
Jodido.
Antes, Tuck tenía mucho éxito con las mujeres, había sido un Don Juan, un
Casanova, un Kennedy pelado de dinero, y ahora estaba en un pueblo en el que no conocía
un alma y ni siquiera se había topado con una soltera a la que seducir. Unos cuantos años
de matrimonio casi lo habían destrozado. Se había acostumbrado a la compañía femenina
afectuosa sin demasiados elementos de manipulación, subterfugio y engaño. Lo echaba de
menos. No quería pasar las Navidades solo, maldita sea. Y, aun así, allí estaba.
Y allí estaba ella también. Una damisela angustiada. Una mujer sola allí en la
noche, llorando y, por lo que Tuck podía deducir gracias a los faros de una furgoneta
cercana, con buen aspecto. Un pelo maravilloso. Unos preciosos pómulos altos empapados
de lágrimas y barro, pero, ya se sabe, exóticos. Tuck comprobó que Roberto seguía bien
agarrado, se alisó la chaqueta bomber y cruzó la calle.
—Hola, ¿te encuentras bien?
La mujer dio un respingo, emitió un leve grito y miró en derredor con frenesí
hasta taparse con él.
—Oh, Dios mío —dijo.
Tuck había recibido respuestas peores. Insistió:
—¿Estás bien? Parecía que tenías algún tipo de problema.
—Creo que está muerto —dijo la mujer—. Creo... Creo que lo he matado.
Tuck observó el montón rojo y blanco que había en el suelo y se percató de que
era un Papá Noel muerto. Una persona normal se habría largado por patas, habría huido
tratando de desmarcarse de una situación así, pero Tucker Case era un piloto entrenado
para funcionar en situaciones a vida o muerte, entrenado para actuar bajo presión y,
además, estaba solo y la mujer estaba muy, pero que muy buena.
—Así que un Papá Noel muerto —dijo Tuck—. ¿Vives por aquí?
—No pretendía matarlo. Me estaba apuntando con una pistola. No hice más que
agacharme, y cuando miré arriba —apuntó al santo muerto— supongo que le di con la pala
en el cuello. —Parecía que se estaba calmando un poco.
—Así que Papá Noel te estaba apuntando con una pistola —dijo Tuck, mientras
asentía pensativamente.
La mujer señaló el arma que estaba tirada junto a la linterna.
—Ya veo —dijo Tuck—. Por cierto, me llamo Tucker Case. ¿Estás casada? —
Extendió la mano para saludarla. Parecía que la mujer lo veía por primera vez.
—Lena Márquez. No, estoy divorciada.
—Yo también —dijo Tuck—. Se hacen difíciles las vacaciones, ¿verdad? ¿Tienes
hijos?
—No, señor... , eh, Case. Ese hombre era mi ex marido y está muerto.
—Pues sí. Mi ex se ha quedado con la casa y el negocio, pero esto parece más
barato —dijo Tuck.
—Nos peleamos ayer delante de una docena de personas. He tenido móvil,
oportunidad y medios —dijo, apuntando a la pala—. Todo el mundo pensará que lo he
matado yo.
—Por no mencionar que, de hecho, lo has matado.
—Los medios se aferrarán a eso. ¡Es mi pala la que sobresale de su cuello!
—Quizá deberías borrar tus huellas y esas cosas. No lleva encima ADN tuyo,
¿verdad?
Ella estiró la parte delantera de su camiseta y empezó a frotar el asa de la pala.
—¿ADN? ¿Como qué?
—Ya sabes, pelo, sangre, semen. ¿Nada de nada?
—No. —Frotó el asa con furia, con cuidado de no acercarse demasiado al
extremo que estaba clavado en el muerto. Resultaba curioso: a Tuck esto le pareció
sutilmente erótico.
—Creo que te has encargado de las huellas, pero me preocupa un poco que tu
nombre esté escrito con rotulador en el mango. Eso podría ser un pequeño problema.
—La gente nunca devuelve las herramientas de jardín si no las marcas —dijo
Lena, y empezó a llorar de nuevo—. ¡Oh, Dios mío, lo he matado!
Tuck se puso a su lado y la rodeó con un brazo.
—Eh, eh, eh, no está tan mal. Al menos no tienes críos a los que debas
explicárselo.
—¿Qué voy a hacer? Mi vida está acabada.
—No hables así —dijo Tuck, tratando de parecer alegre—. Mira, aquí tienes una
pala estupenda y ese hoyo está casi cavado del todo. ¿Qué te parece si metemos ahí al
Papá Noel, limpiamos un poco el sitio y te llevo a cenar? —sonrió.
Ella lo miró.
—¿Quién eres tú?
—Solo un tipo simpático que trata de echarte una mano.
—¿Y quieres invitarme a cenar? —Parecía al borde de una conmoción.
—No ahora mismo. Cuando tengamos la situación bajo control.
—Acabo de matar a un hombre —insistió ella.
—Ya, pero no lo has hecho aposta, ¿verdad?
—El hombre al que antes amaba está muerto.
—Es una lástima —dijo Tuck—. ¿Te gusta la comida italiana?
Lena se apartó de él, lo miró de arriba abajo y se detuvo en el hombro derecho
de su chaqueta, donde el cuero marrón había sido rasgado tantas veces que más bien
parecía ante.
—¿Qué le ha pasado a tu chaqueta?
—A mi murciélago de la fruta le gusta encaramarse encima de mí.
—¿Tu murciélago de la fruta?
—Mira, no se puede pasar por la vida sin acumular algo de bagaje, ¿no? —Tuck
apuntó con la cabeza al muerto para respaldar sus palabras—. Te lo explicaré mientras
cenamos.
Lena asintió lentamente.
—Tendremos que esconder la furgoneta —dijo.
—Por supuesto.
—Vale —dijo Lena—. ¿Te importaría arrancarle la pala? Ay..., no me puedo creer
que esto esté pasando.
—Ya la tengo —dijo Tuck, mientras saltaba al hoyo y desencajaba el filo del
cuello del bueno de San Nicolás—. Considéralo un regalo de Navidad prematuro.
Tuck se quitó la chaqueta y empezó a cavar en el duro terreno. Se sentía ligero,
un poco mareado, emocionado ante la idea de no volver a pasar las Navidades solo con su
murciélago.
4
Que tengas unas horribles fiestas
Josh se enjugó las lágrimas de la cara, respiró hondo y siguió de camino a casa.
Aún temblaba por la impresión de ver que le clavaban a Papá Noel una pala en el cuello,
pero ahora pensaba que quizá no fuese suficiente para salir de sus problemas. Lo primero
que su madre diría sería: «¿Qué has estado haciendo hasta tan tarde?», y el idiota de
Brian, que no era el padre auténtico de Josh, sino el novio idiota de su madre, diría
«seguro que Papá Noel seguiría vivo si no te hubieses quedado en la casa de Sam hasta tan
tarde». Así que allí, plantado sobre el escalón, decidió dejarse inundar por una histeria
absoluta. Empezó a respirar afanosamente, consiguió que las lágrimas aparecieran y
empezó a sollozar. Abrió la puerta aspirando por la nariz. Se dejó caer sobre el felpudo
de bienvenida y lanzó un jadeo como si fuese una sirena. No pasó nada. Nadie dijo una sola
palabra. Nadie acudió corriendo.
Así que Josh se arrastró hasta el salón dejando sobre la alfombra una hilera de
baba que se derramaba desde su labio inferior, mientras canturreaba un mocoso
«mamaíta» con la esperanza de que aquello desbaratara su mal humor y la espoleara para
protegerlo de Brian, para quien aún no había encontrado un mágico canto de manipulación
emocional. Pero nadie lo llamó; nadie acudió a la carrera. El idiota de Brian no estaba
repantingado en el sofá corno la babosa dormilona que era.
Josh lo rodeó.
—¿Mamá? —llamó con un toque sollozante, dispuesto a estallar en todo su caudal
a la mínima respuesta. Fue hasta la cocina, donde parpadeaba la luz del contestador de
mamá. Josh se restregó la nariz contra la manga y apretó el botón.
—Hola, Joshy —dijo su madre con voz de alegre agotamiento—. Brian y yo nos
hemos tenido que ir a cenar con unos clientes. Tienes una hamburguesa congelada y queso
en la nevera. Volveremos antes de las ocho. Haz los deberes. Llámame al móvil si te
asustas.
Josh no podía creer la suerte que había tenido. Miró el reloj del microondas.
Solo eran las siete y media. ¡Excelente! Libre como un elfo mágico. ¡Sí! Al idiota de Brian
le había salido una cena de negocios. Sacó la hamburguesa de la nevera, la metió, con caja
y todo, en el microondas, y le dio al botón. No hacía falta quitarle el envoltorio, como
decían. Metida en el cartón no estallaría por todo el microondas. Josh no se explicaba por
qué no ponían eso en las instrucciones. Regresó al salón, encendió la tele y se sentó en el
suelo delante de ella a la espera del pitido del microondas.
Pensó que quizá debería llamar a Sam, pero Sam no creía en Papá Noel. Decía
que no era más que una invención de los no judíos para sentirse mejor por no tener un
candelabro sagrado, una menorah. Todo eso era una majadería, por supuesto. Los no judíos
no necesitaban una menorah. Querían juguetes. Sam decía eso porque estaba furioso
porque en lugar de tener Navidad le habían arrancado el pellejo del pene y le habían
deseado mazel tov (buena suerte).
—Caramba, no me molaría ser tú —había dicho Josh.
—Somos el pueblo elegido —repuso Sam.
—No para el fútbol.
—Cierra el pico.
—No, ciérralo tú.
—No, tú.
Sam era el mejor amigo de Josh y ambos se entendían, pero ¿sabría Sam qué
hacer con respecto al asesinato de una persona importante? En situaciones así, había que
acudir a un adulto, Josh estaba seguro de ello. Un incendio, un amigo herido, un
tocamiento..., siempre había que decírselo a un adulto, un padre, un profesor o un policía, y
así nadie se enfadaría. Pero si te encontrabas con el novio de mamá encendiéndose un
petardo del tamaño de un perrito caliente en el taller del garaje, de la policía ni hablar.
Eso lo había aprendido en una dura jornada.
Pusieron un anuncio, y la hamburguesa de Josh aún nadaba en microondas, así
que pensó si debía llamar al 911 o ponerse a rezar y se decidió por lo segundo. Al igual que
pasaba con el 911, no era bueno ponerse a rezar por cualquier tontería. Por ejemplo, a
Dios le traía sin cuidado si conseguías pasar con tu bandicoot por el nivel de fuego en la
PlayStation, y si te atrevías a pedir ayuda tenías grandes probabilidades de que te
ignorara cuando realmente lo necesitaras, como en un examen de lengua o si a mamá le
entraba un cáncer. Josh consideró que era algo así como el paso de los minutos en un
teléfono móvil, pero aquello era una emergencia de verdad.
—Padre nuestro que estás en los Cielos —empezó Josh. Nunca hay que utilizar el
nombre de pila de Dios, era un mandamiento o algo así—, soy Josh Barker, del 671 de la
calle Worchester, en Pine Cove, California 93754. Esta noche he visto a Papá Noel, me ha
encantado y te doy las gracias por ello, pero luego, justo después de verlo, lo han matado
con una pala, y por eso tengo miedo de que no vaya a haber ninguna Navidad y he sido
bueno, cosa que seguro sabrás si miras la lista de Papá Noel, así que, si no te importa,
¿podrías resucitarlo y que todo vuelva a estar bien para la Navidad? —No, no, no, eso
sonaba demasiado egoista, así que añadió a toda prisa—: Y feliz Hannukah para ti y para
todo el pueble, judío, como Sam y su familia. Mazel tov—. Eso sí, perfecto. Se sentía
mucho mejor.
Sonó el microondas y Josh corrió hacia la cocina, donde se topó con las piernas
de un tipo muy alto ataviado con una larga gabardina negra, de pie junto a la mesa. Josh
gritó, y el hombre lo sostuvo de los brazos, lo levantó y lo examinó como si fuera una
piedra preciosa o un postre realmente sabroso. Josh pateó y se retorció, pero el hombre
de pelo rubio no lo dejó marchar.
—Eres un niño —dijo el rubio.
Josh dejó de dar patadas un segundo y contempló los ojos impasiblemente
azules del extraño, que ahora lo estudiaba de la misma forma que un oso examina un
televisor portátil mientras se pregunta cómo sacar de ahí a toda esa gente jugosa.
—Pues claro —dijo Josh.
El árbol de Navidad dio un giro brusco hacia la izquierda para entrar en la calle
Cypress. Como eso le pareció algo extraño, el alguacil Theophilus Crowe hurgó en la
guantera y buscó la luz giratoria azul, que puso sobre el techo de su Volvo. Theo estaba
seguro de que había un vehículo en algún lugar debajo de ese árbol de Navidad, pero lo
único que alcanzaba a ver en ese instante era el brillo de los faros posteriores entre las
ramas traseras. Mientras seguía al árbol y pasaba por el puesto de hamburguesas del
Brine's, un piñón del tamaño de un balón se soltó, rodó a un lado y botó hasta una de las
bombas de gasolina.
Theo hizo sonar la sirena una vez, apenas un pitido, pensando que sería mejor
poner fin a aquello antes de que alguien saliera malparado. Era imposible que el conductor
que hubiera bajo el árbol viese la calle con claridad. El árbol iba con la base por delante,
por lo que las ramas más anchas cubrían la parte frontal del vehículo. Las ruedas del árbol
chirriaron de repente. Apagó las luces, quemó neumáticos en un giro hacia la calle
Worchester y dejó tras de sí un rastro de piñones rodantes y un escape con aroma a pino.
En circunstancias normales, si un sospechoso trataba de dar esquinazo a Theo,
habría dado parte inmediatamente al sheriff del condado, con la esperanza de conseguir
refuerzos, pero estaría acabado si informaba que estaba en plena persecución de un árbol
de Navidad que se daba a la fuga. Theo encendió la sirena del todo y aceleró colina arriba
en pos de la conífera fugitiva, mientras pensaba por enésima vez aquel día que la vida
parecía mucho más fácil cuando fumaba hierba.
—Vaya, no se ve algo así todos los días —dijo Tucker Case, que estaba sentado
cerca de una ventana del Café HP, a la espera de que Lena regresara de refrescarse la
cara en los aseos. El HP, una mezcla de estilo Tudor y cocina tradicional, era uno de los
restaurantes más populares de Pine Cave, y aquella noche estaba hasta la bandera.
La camarera, una bonita pelirroja que rondaba los cuarenta, alzó la vista de la
bandeja de bebidas que llevaba y dijo:
—Sí, Theo casi nunca persigue a nadie.
—Ese Volvo estaba persiguiendo un pino —dijo Tuck.
—Podría ser—admitió la camarera—. Antes, Theo se metía de todo.
—No, en serio —trató de explicarse Tuck, pero la camarera ya había vuelto a la
cocina.
Lena regresó a la mesa. Aún llevaba el top negro bajo la camisa de franela
abierta, pero se había lavado el barro de la cara y se había cepillado el pelo, que ahora
llevaba suelto alrededor de los hombros. A Tuck le pareció la típica guía india de las
películas, atractiva pero dura, que siempre lleva a un grupo de empresarios capullos a un
lugar apartado donde son asaltados por una banda de catetos, un oso mutante debido a la
exposición excesiva al fosfato de los detergentes de lavandería, o unos espíritus indios
enfadados.
—Estás preciosa —dijo Tuck—. ¿Eres india americana?
—¿Por qué sonaba una sirena? —inquirió Lena mientras se sentaba en el asiento
de enfrente.
—Nada, cosas del tráfico.
—Esto está mal. —Miró a su alrededor, como si todo el mundo supiera hasta qué
punto estaba mal—. Mal.
—No, está bien —dijo Tuck con una gran sonrisa, mientras trataba de hacer
centellear sus ojos azules a la luz de las velas, sin saber muy bien dónde estaban los
músculos que lograban ese efecto—. Disfrutaremos de una agradable cena, nos
conoceremos un poco más.
Ella se inclinó sobre la mesa y susurró con dureza:
—Hay un hombre muerto ahí fuera. Un hombre con el que estuve casada.
—Shh, shh, shh —la hizo callar Tuck posando un delicado dedo sobre sus labios,
mientras trataba de parecer reconfortante y, quizá, un poco europeo—. Ahora no es
momento de hablar de ello, querida.
—No sé qué hacer —dijo ella. Le agarró el dedo y lo echó hacia atrás.
Tuck estaba retorcido sobre el asiento, removiéndose para aliviar el ángulo
antinatural con el que apuntaba su dedo.
—¿Un aperitivo? —sugirió—. ¿Ensalada?
Lena le soltó el dedo y se cubrió la cara con las manos.
—No puedo hacer esto.
—¿Cómo? Pero si solo es una cena —dijo Tuck—. Sin presiones. —En realidad,
nunca había tenido muchas citas. Había conocido y seducido a muchas mujeres, pero nunca
en una velada con cena y conversación, sino más bien con unas cuantas copas y alguna que
otra ordinariez en el salón de un hotel. Pensó que iba siendo hora de que se comportase
como un adulto, conocer a la mujer antes de acostarse con ella. Su terapeuta se lo había
sugerido justo antes de dejar de tratarlo, justo después de que la hubiera tanteado. No
iba a ser tarea fácil. Por experiencia propia, las cosas eran mucho más sencillas cuando las
mujeres no llegaban a conocerlo, cuando aún podían proyectar en él esperanzas y fe.
—Acabamos de enterrar a mi ex marido —dijo Lena.
—Claro, claro, pero luego repartimos árboles de Navidad entre los pobres, un
poco de amplitud de perspectiva, ¿vale? Un montón de gente entierra a sus cónyuges.
—No en persona, con la pala con la que acaban de matarlos.
—Será mejor que bajes un poco el tono de voz. —Tuck miró a las mesas de
alrededor por si alguien estaba escuchando, pero todo el mundo parecía hablar del pino
que acababa de pasar a toda prisa por la calle—. Hablemos de otra cosa. ¿Intereses?
¿Aficiones? ¿Películas?
Lena apartó la mano como si no acabara de creer lo que oía y lo miró como
diciendo: «¿estás loco?».
—Por ejemplo —insistió él—, anoche alquilé una película muy rara. ¿Sabías que
Babes in Toyland era una película de Navidad?
—Por supuesto, ¿qué creías que era?
—Bueno, pues pensé que... Vale, te toca a ti, ¿cuál es tu película favorita?
Lena se acercó a Tuck y buscó en sus ojos cualquier atisbo que delatara que
estaba de broma. Tuck agitó los párpados, intentando parecer inocente.
—¿Quién eres? —preguntó Lena al fin.
—Ya te lo he dicho.
—Pero, ¿a ti qué te pasa? No deberías estar tan..., tan tranquilo mientras yo
estoy al borde de un ataque de nervios. ¿Acaso has hecho cosas como esta antes?
—Claro. ¿Bromeas? Soy piloto, he comido en restaurantes de todo el mundo.
—¡No hablo de cenar, imbécil! ¡Ya sé que has cenado antes! ¿Es que eres
retrasado?
—Vale, ya está mirando todo el mundo. No se puede decir «retrasado» en
público así como así, mucha gente se ofende porque, ya sabes, es retrasada. Es mejor
decir «evolutivamente incapacitado».
Lena se levantó y tiró la servilleta sobre la mesa.
—Tucker, gracias por ayudarme, pero no puedo hacer esto. Vaya decírselo a la
policía.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.
—Enseguida volvemos —dijo Tuck a la camarera y luego miró a las mesas
adyacentes—. Disculpen, está un poco tensa, no ha querido decir «retrasado». —Dicho
esto, fue en pos de Lena, llevándose de paso su chaqueta, que colgaba en el respaldo de la
silla.
Llegó a su altura justo cuando doblaba la esquina de camino al aparcamiento. La
agarró del hombro e hizo que se girara, asegurándose de que viese su sonrisa. Las luces
navideñas parpadeaban en rojos y verdes lanzando reflejos sobre su pelo moreno, de
modo que el ceño fruncido que le lanzaba pareciese más bien una expresión festiva.
—Déjame en paz, Tucker. Voy a la policía, les diré que no fue más que un
accidente.
—No, no lo permitiré. No puedes.
—¿Y por qué no?
—Porque soy tu coartada...
—Si me entrego, no necesitaré una coartada.
—Ya lo sé.
—¿Entonces ?
—Quiero pasar las Navidades contigo.
La expresión de los ojos de Lena se suavizó, y uno de ellos empezó a
humedecerse.
—¿De veras?
—De veras. —Tuck se sentía algo más que un poco incómodo con su propia
honestidad. Se sentía como si le hubiesen derramado café hirviendo en la bragueta y
tratase de evitar que los pantalones le tocasen el cuerpo.
Lena extendió los brazos y Tuck se acercó, le tomó las manos y las colocó
alrededor de sus costillas por debajo de la chaqueta. Posó su mejilla contra su pelo,
inspiró profundamente y disfrutó del aroma de su champú y los residuos de olor a pino. No
olía corno una asesina, olía corno una mujer.
—De acuerdo —murmuró ella—. No sé quién eres, Tucker Case, pero creo que yo
también quiero pasar las Navidades contigo.
Hundió el rostro en el pecho del hombre y se mantuvo abrazada a él hasta que
tocó algo en su espalda y se escuchó un estridente ruido procedente de la chaqueta. Se
separó justo cuando el murciélago de la fruta asomaba su cara perruna por el hombro del
piloto y ladraba. Lena dio un respingo y chilló corno un conejo metido en una licuadora.
—¿Qué demonios es eso? —inquirió mientras retrocedía por el aparcamiento.
—Roberto —dijo Tuck—. Ya te hablé de él.
—Esto es muy raro. Demasiado raro —salmodió Lena caminando en círculos y
echando una mirada a Tuck y su murciélago cada dos segundos. Se detuvo—. Lleva gafas
de sol.
—Sí, y no creas que es fácil encontrar unas Ray Ban del tamaño de un murciélago
de la fruta.
______
Los muertos lo habían oído todo: niños que lloraban, el chirrido de ventanas,
confesiones, condenas, preguntas que nunca podrían responder; desafíos de Halloween,
borrachos delirantes que invocaban a los espíritus o sencillamente se disculpaban por
seguir respirando; brujas de pega que salmodiaban a los espíritus indiferentes, turistas
que frotaban las lápidas con papel y carbón vegetal como si fuesen perros curiosos
rascando para entrar en la tumba. Funerales, confirmaciones, comuniones, bodas, danzas,
infartos, sexo adolescente, despertares extraños, vandalismo, el Mesías de Haendel, un
nacimiento, un asesinato, ochenta y tres misterios de la pasión, ochenta y cinco
cabalgatas de Navidad, una docena de novias que ladraban a las lápidas como leonas de
mar de Tafetán mientras sus hombres les daban lo suyo al estilo perrito, una y otra vez,
parejas que necesitaban algo oscuro y con olor a tierra húmeda para provocar un revulsivo
en sus vidas sexuales. Los muertos lo habían oído todo.
—¡Oh sí, oh sí, oh sí! —gritaba Molly, montada a horcajadas sobre el oficial,
quien se retorcía en un incómodo lecho de rosas de plástico unos pocos metros por encima
de una maestra de escuela muerta.
—Siempre se creen que son los primeros. 00000, hagámoslo en el cementerio —
dijo Bess Leander, cuyo marido le había puesto dedal era en el té de su último desayuno.
—Lo sé, hay tres condones usados sobre mi tumba, solo de esta semana—dijo
Arthur Tannbeau, cultivador de cítricos, fallecido hacía cinco años.
—¿Cómo lo sabes?
Lo oían todo, pero su visión estaba limitada.
—El olor.
—Eso es asqueroso —dijo Esther, la maestra de escuela.
Es difícil escandalizar a los muertos. Esther fingió asco.
—¿Qué es todo ese ruido? Estaba durmiendo. —Era Malcolm Cowleyt el librero,
infarto de miocardio mientras leía a Dickens.
—Theo Crowe, el alguacil, y la loca de su mujer se lo están montando en la tumba
de Esther —dijo Arthur—. Apuesto a que no se está tomando la medicación.
—¿Cinco años casados y aún hacen estas cosas? —Desde su muerte, Bess había
adoptado una actitud feroz contra toda relación.
—El sexo posmatrimonial es tan prosaico... —terció Malcolm de nuevo, siempre
tan aburrido con la muerte provinciana de un pequeño pueblo.
—Un poco de sexo post mórtem, eso sí que me vendría bien —dijo el difunto
Marty por la Mañana, el mejor DJ de la KGOB, al que habían pegado un tiro, una Víctima
pionera de los robos de automóviles cuando las bandas melenudas dominaban las ondas—.
Fiesta en la tumba, ya me entendéis.
—Escuchadla. Me encantaría deslizarle el hueso dentro —dijo Jimmy Antalvo,
que se había comido un poste a lomos de su Kawasaki y se había convertido en un eterno
joven de diecinueve años.
—¿Cuál de todos? —crepitó Marty.
—Lo del nuevo árbol de Navidad suena maravilloso —dijo Esther—. Espero que
canten El buen rey Wenceslao este año.
—Si lo hacen —esputó el librero enmohecido—, me retorceré en mi tumba.
—Tú deseas —dijo Jimmy Antalvo—. Demonios, yo deseo.
Los muertos no se retorcían en sus tumbas, no se movían, ni siquiera podían
hablar, salvo unos a otros, con voces carentes de aire. Lo que hacían era dormir,
despertarse para escuchar, charlar un poco, y luego, a la larga, no despertarse más. A
veces les llevaba veinte años, y otras hasta cuarenta, antes de echarse la larga siesta,
pero nadie recordaba haber escuchado una voz más antigua que eso.
A dos metros por encima, Molly había puntualizado sus últimos corcoveos
orgásmicos con un « ¡voy... a... lavar... tu... Volvo... cuando... volvamos... a... casa. ¡Sí! ¡Sí!
¡Si!».
Luego profirió un suspiro, cayó hacia delante y acarició con la nariz el pecho de
Theo mientras recuperaba el aliento.
—No entiendo lo que quieres decir con eso —dijo Theo.
—Quiere decir que te vaya lavar el coche.
—Ah, ¿no es un eufemismo, como «lava el viejo Volvo», guiño, guiño, codazo,
codazo?
—No. Es tu recompensa.
Ahora que habían terminado, Theo tenía problemas para ignorar las flores de
plástico que tenía bajo la espalda desnuda.
—Pensé que esto era mi recompensa. —Hizo un gesto a sus muslos desnudos, que
tenía a ambos lados, los hoyos que había hecho con sus rodillas en el suelo, su pelo
extendido por su pecho.
Molly se irguió rápidamente y lo miró.
—No, esto era tu recompensa por ayudarme con el árbol de Navidad. Lavarte el
coche es tu recompensa por esto.
—Ah —dijo Theo—. Te quiero.
—Oh, creo que me vaya poner enfermo —dijo una nueva voz de difunto,
proveniente de más allá del bosque.
—¿Quién es el nuevo? —quiso saber Marty por la Mañana.
La radio del cinturón de Theo, que en ese momento tenía a la altura de las
rodillas, crepitó:
—Alguacil de Pine Cave, responda. ¿Theo?
Theo se sentó de forma extraña y cogió la radio.
—Adelante, te recibo.
—Theo, tenemos un 207 A en el 671 de Worchester. La víctima está sola y
puede que el sospechoso siga por la zona. He enviado dos unidades, pero están a veinte
minutos.
—Puedo estar allí en cinco —dijo Theo.
—El sospechoso es un hombre blanco, 1.80, pelo rubio largo y viste una
gabardina larga negra.
—Recibido, voy de camino. —Theo intentaba subirse los pantalones con una mano
mientras manejaba la radio con la otra.
Molly ya estaba de pie, desnuda de cintura para abajo, sosteniendo los vaqueros
y las zapatillas en un rollo bajo el brazo izquierdo. Extendió una mano para ayudar a Theo
a levantarse.
—¿Qué es un 207?
—No estoy seguro —admitió Theo mientras dejaba que ella lo impulsara hacia
arriba—. Puede ser un intento de secuestro o un intruso armado.
—Tienes flores de plástico pegadas al culo.
—Lo más probable es que sea lo primero, no dijo nada de disparos.
—No, déjalas, te quedan muy monas.
5
Una época para hacer nuevos amigos
Theo iba a ochenta por Worchester cuando un hombre de pelo rubio salió de
detrás de un árbol y se interpuso en la calzada. El Volvo dio un bandazo sobre un tramo de
asfalto parcheado, dio al hombre a la altura de la cadera y lo lanzó por los aires. Theo pisó
a fondo el freno, pero a pesar del chirrido de los sistemas antibloqueo, el hombre cayó al
asfalto y el Volvo le pasó por encima y produjo una terrible sinfonía de crujidos y partes
de cuerpo trituradas.
Theo miró por el retrovisor cuando el coche se detuvo y vio al tipo rubio inerte,
bañado por las luces rojas de los frenos. Sacó la radio del cinturón mientras salía del
coche de un salto y se dispuso a pedir auxilio cuando la figura que yacía en el suelo
empezó a levantarse.
Theo bajó la radio.
—Eh, amigo, no te muevas. Mantén la calma. La ayuda viene de camino. —Corrió
hacia el herido y se detuvo a su lado.
El rubio estaba apoyado sobre las manos y las rodillas.
Theo también pudo comprobar que la cabeza estaba doblada del revés y el largo
pelo le caía sobre el asfalto. La cabeza se enderezó con un crujido. Se incorporó. Vestía
una larga gabardina negra con capucha. Era el «sospechoso».
Theo empezó a retroceder.
—Quieto ahí, enseguida viene la ayuda. —A medida que pronunciaba esas
palabras, Theo se fue convenciendo de que el tipo no necesitaba ninguna ayuda.
El pie que apuntaba hacia atrás se enderezó con otra serie de crujidos
escalofriantes. El rubio dedicó una mirada a Theo por primera vez.
—Ay —dijo.
—Supongo que eso le ha dolido —dijo Theo. Al menos sus ojos no lanzaban
destellos rojos, ni nada de eso. Theo retrocedió hasta la puerta abierta del Volvo—. A lo
mejor quieres quedarte tumbado mientras llega la ambulancia. —Por segunda vez en una
misma noche, se arrepintió de no llevar consigo su pistola.
El rubio extendió un brazo hacia Theo y se percató de que el dedo gordo estaba
en el sitio equivocado. Lo agarró con la otra mano y lo colocó en su sitio.
—Estoy bien —dijo, con voz monótona.
—¿Sabes?, si esa gabardina se lava ella sola en seco delante de mis narices, yo
mismo te votaré para gobernador —dijo Theo tratado de ganar tiempo mientras pensaba
lo que diría a la central cuando apretara el botón de la radio.
El rubio se dirigió con calma hacia él. Al principio cojeaba un poco, pero a cada
paso que daba mejoraba más.
—Quieto ahí —advirtió Theo—.Quedas arrestado por un 207A.
—¿Qué es eso? —preguntó el rubio, que ya estaba a unos pocos metros del
Volvo.
Theo ahora estaba relativamente seguro de que un 207 A no era un atracador
armado, pero no estaba seguro de lo que sí significaba, por lo que dijo:
—Asustar a un pobre crío en su propia casa, así que quieto ahí o te vuelo la tapa
de los sesos. —Apuntó al rubio con la antena de la radio.
Y el rubio se detuvo a pocos pasos. Theo podía ver los profundos surcos del
accidente en el rostro del hombre, pero no había sangre.
—Eres más alto que yo —dijo el rubio.
Theo calculó que el tipo mediría cerca de 1,85 metros.
—Pon las manos en el techo del coche —dijo mientras apuntaba con la antena
entre los ojos de un azul imposible.
—No me gusta eso —dijo el rubio.
Theo se agachó deprisa para parecer más bajo que el
Otro por un par de centímetros. —Gracias.
—Las manos sobre el coche...
—¿ Dónde está la iglesia?
—No bromeo, pon las manos sobre el coche, bien separadas. —La voz de Theo
chirrió como si atravesara una segunda pubertad.
—No. —El rubio le quitó la radio y la hizo trizas—. ¿Dónde está la iglesia?
Necesito ir a la iglesia.
Theo se metió en el coche a toda prisa y salió por el lado opuesto. Cuando volvió
a mirar por encima del coche, comprobó que el rubio seguía allí, mirándolo como un
periquito se miraría a sí mismo en un espejo.
—¿Qué? —gritó.
—La iglesia.
—Calle arriba hay un bosque. Atraviésalo, a. unos noventa metros.
—Gracias —dijo el rubio, y se marchó.
Theo volvió a meterse en el Volvo y arrancó el motor. Sí tenía que atropellar
otra vez al tipo, que así fuera. Pero cuando alzó la vista, ya no había nadie'. De repente lo
asaltó la idea de que Molly podía estar todavía en la vieja capilla.
6
El lado positivo; siempre puedes encontrarte un árbol metido por el trasero
Tras un rato de reflexión, el arcángel Raziel pensó que tampoco le importaba
demasiado ser atropellado por un automóvil sueco. Por muy mal que hubieran ido las cosas,
le gustaban las barras Snickers, las costillas de cerdo a la barbacoa y el pinacle. También
le gustaba Spiderman, Days of our lives y La guerra de las galaxias (aunque el ángel no
llegaba a comprender el concepto de ficción, y pensaba que todo eran documentales), pero
no había nada mejor que lanzar lluvia incandescente sobre los egipcios o patear el trasero
a los filisteos con un rayo (a Raziel se le daba bien el clima), aunque, por lo general, podía
prescindir de las misiones a la Tierra, los humanos y sus máquinas en general y (ahora) los
Volvo station ,Wagon en particular. Los huesos se le habían soldado bien y las raspaduras
de la piel se habían curado a medida que se acercaba a la capilla, pero bien considerado
todo, preferiría no volver a ver pasar por encima de un Volvo.
Se sacudió la huella de neumático para todos los climas que se le había quedado
en la gabardina y continuaba a lo largo de su angélico rostro. Al pasarse la lengua por los
labios, saboreó la goma vulcanizada y pensó que no estaría mala con salsa caliente o quizá
virutas de chocolate. La variedad de sabores en el paraíso es escasa y su anfitrión
celestial les había ofrecido un bizcocho blando e insípido durante eones, por lo que Raziel
había asumido la costumbre de saborear las cosas asquerosas, aunque solo fuera por el
contraste. Una vez, en el siglo III a.c., se había tomado la mejor parte de un cubo de
orina de camello antes de que su amigo, el arcángel Zoe, se lo arrancara de las manos y le
dijera que, a pesar del buqué picante, era malo.
No era su primera misión de Natividad. No, de hecho, había sido el encargado de
la primera de todas, pero como se había entretenido echando una partida de pinacle, llegó
con un retraso de diez años y había anunciado al propio Hijo prepubescente que
encontraría un bebé envuelto en mantillas en un pesebre. ¿Embarazoso? Pues sí. Y ahora,
unos dos mil años después, estaba con otra misión de Natividad, y ahora que había
encontrado al niño, estaba seguro de que la cosa iría mucho mejor (por una razón: no había
pastores a los que asustar, y el hecho de que los hubiera en la primera le había hecho
sentirse mal). No, llegada la Nochebuena, la misión estaría cumplida, se agenciaría un plato
de costillas y volvería al paraíso a toda prisa.
Pero primero tenía que encontrar el lugar para el milagro.
Había dos coches patrulla del sheriff y una ambulancia en el exterior de la casa
de los Barrer cuando Theo llegó.
—Crowe, ¿dónde demonios te habías metido? —aulló el segundo del sheriff
antes de que Theo hubiese tenido tiempo de salir del Volvo. El adjunto era un mando del
segundo turno y se llamaba Joe Metz. Tenía percha de jugador de fútbol americano, que
potenciaba con pesas y maratones de cerveza. Theo se las había visto con él docenas de
veces a lo largo de otros tantos años. Su relación había pasado de una leve falta de
aprecio a una abierta falta de respeto, que coincidía con la relación de Theo con el
departamento del sheriff del condado de San Junípero.
—Vi al sospechoso e inicié la persecución. Lo perdí cerca del bosque a cosa de
kilómetro y medio al este de aquí. —Theo decidió que no mencionaría lo que había visto en
realidad. Su credibilidad ya estaba bastante maltrecha en el departamento del sheriff
—¿Y por qué no has dado parte? Deberíamos tener unidades por toda la zona. —
Lo hice, y tienes unidades por toda la zona.
—Pues no te oí por la emisora.
—Llamé desde mi móvil. Se me ha roto la radio.
—¿Por qué no se me ha informado?
Theo arqueó las cejas, como si quisiera decir: «quizá porque eres un capullo sin
cuello». Al menos eso era lo que esperaba que su gesto diera a entender.
Metz miró la radio que llevaba al cinturón y trató de ocultar que la encendía. De
repente, una voz chirrió llamando al oficial de turno. Metz apretó el botón del micrófono
que llevaba adosado al hombro del uniforme y se identificó.
Theo se quedó quieto, tratando de no sonreír mientras la voz repetía la
situación de la que acababan de hablar. A Theo no le preocupaban las dos unidades que
habían mandado al bosque cercano a la capilla. Estaba seguro de que no encontrarían a
nadie. Quienquiera que fuese el tipo de negro, sabía desaparecer, y Theo no quería ni
imaginar cómo se las arreglaba para hacerlo. Él había vuelto a la capilla, donde había visto
al rubio moviéndose entre los árboles antes de desaparecer de nuevo. Había llamado a
casa para asegurarse de que Molly estaba bien. Y así era.
—¿Puedo hablar con el niño? —solicitó Theo.
—Cuando los de la ambulancia hayan terminado —dijo Metz—. La madre está de
camino. Se fue de cena con su novio a San Junípero. El crío parece estar bien, solo un poco
sobresaltado, algún que otro cardenal en los brazos donde el sospechoso lo agarró, pero
ninguna otra herida que yo haya visto. El niño no ha sabido decir qué quería el tipo. No ha
sustraído nada.
—¿Tenemos una descripción?
—El niño no deja de darnos nombres de personajes de videojuegos para que
contrastemos. ¿Qué sabemos de Mung—fu el Vencido?} ¿Qué haces una idea?
—Sí —carraspeó Theo—. Diría que Mung—fu es bastante correcto.
—No me jodas, Crowe.
—Caucásico, pelo rubio largo, una gabardina que le llega hasta el suelo, no le vi
los zapatos. Que lo transmitan. —Theo seguía pensando en los profundos hoyos en las
mejillas del rubio. Le dio por pensar en el robot fantasma. Videojuegos, claro.
—Desde la central dicen que va a pie —dijo Metz con un meneo de cabeza—.
¿Cómo·lo·perdiste?
—El bosque es denso en esa zona.
Metz miró al cinturón de Theo.
—¿Dónde está tu arma, Crowe?
—Me la he dejado en el coche. No quería asustar al crío.
Sin pronunciar palabra, Metz se dirigió al Volvo y abrió la puerta del copiloto.
—¿Dónde? —preguntó.
—¿Perdón?
—¿ En qué parte de tu coche abierto está el arma?
Theo sintió que los últimos vestigios de su energía se le escapaban. La
confrontación no se le daba bien.
—Está en casa.
Metz sonrió como un barman que acabara de recibir la propina de su vida.
—¿Sabes? Puede que seas el tipo perfecto para ir tras el sospechoso, Theo.
Theo odiaba que los sheriffs lo llamaran por su nombre de pila.
—¿Y eso por qué, Joseph?·
—El niño ha dicho que puede que el sospechoso sea retrasado.
—No lo pillo —dijo Theo tratando de no sonreír. Metz se alejó meneando la
cabeza. Se subió a. su vehículo y, cuando pasaba al lado de Theo dando marcha atrás, bajó
la ventanilla del copiloto.
—Escribe un informe, Crowe. También necesitamos enviar una descripción del
tipo a las escuelas locales.
—Están de vacaciones.
—Joder, Crowe, algún día tendrán que volver a clase, ¿no?
—¿Así que no crees que tus muchachos lo cogerán?
Sin decir más, Metz subió la ventanilla y salió escopetado, como si hubiera
recibido una llamada de emergencia.
Theo sonrió mientras se dirigía a la casa. A pesar de lo emocionante, el horror y
la rareza de la noche, de repente se sentía bien. Molly estaba a salvo, el niño estaba bien,
el árbol de Navidad estaba plantado en la capilla, y no había nada comparable a joder con
éxito a un poli pomposo. Se detuvo en el escalón más alto y pensó por un instante que
quizá, después de quince años en el cuerpo, debería haber superado ese particular placer.
Ni de coña.
Los dos oficiales de policía entraron en la casa con la madre de Josh, Emily
Barker. Theo esperó a que abrazara a su hijo hasta vaciarle los pulmones, luego le aseguró
que todo estaba en orden y salió por patas. Cuando bajaba los peldaños del porche, vio
algo que emitía un brillo amarillento en la rueda delantera de su Volvo. Se volvió para
asegurarse de que ninguno de los oficiales estaba mirando fuera y se agachó junto a la
rueda. Extendió la mano y sacó una madeja de pelo rubio que se había quedado adherida a
la llanta. Se, la guardó rápidamente en el bolsillo de la camisa y montó en el coche
sintiendo como si palpitara contra su pecho, como si estuviera viva.
La Nena Guerrera de Allende la Frontera tuvo que admitir que estaba impotente
sin la medicación y que su vida se había descontrolado. Molly registró el acontecimiento
en el pequeño libro de Drogadictos Anónimos de Theo.
—Impotente —se dijo, mientras recordaba el día que los mutantes la habían
encadenado a una roca en la guarida del monstruo malo en Acero fronterizo: la venganza
de Kendra. De no ser por la intervención de Selkirk, el arrogante pirata de la arena, sus
entrañas seguirían colgando de las estalagmitas de la cueva.
—Eso pica, ¿eh? —dijo el narrador.
—Cállate, eso nunca ocurrió de verdad.
—¿O sí? Lo recordaba como si hubiese ocurrido.
El narrador era un problema. El problema, a decir verdad. Si solo hubiese sido
un comportamiento un poco errático, podría haberlo sobrellevado hasta principios de mes
y volver a tomarse la medicación sin que Theo se diese cuenta, pero entonces apareció el
narrador. Sabía que necesitaba ayuda. Recurrió al libro de Drogadictos Anónimos que
había sido el constante compañero de Theo en la lucha contra sus hábitos con la droga.
Siempre hablaba de trabajar cada paso y decía que no lo habría conseguido sin ellos.
Necesitaba hacer algo para reforzar la línea, cada vez más difusa, que separaba a Molly
Michon, planificadora de fiestas, cocinera de bizcochos, actriz retirada, de Kendra,
asesina de mutantes, rompecabezas y mujer tentadora.
—«Paso 2» —leyó—. «Convéncete de que hay un poder trascendental que es
capaz de restaurar nuestra cordura». —Se quedó pensando por un momento y miró por la
ventana de la cabaña que daba a la parte delantera en busca de los faros del coche de
Theo. Esperaba poder pasar por los doce pasos antes de que llegara a casa.
—Nigoth, el dios gusano, será mi mayor poder —declaró, mientras cogía el
espadón roto de la mesa de café y amenazaba con él al televisor Sony Wega, que se
burlaba de ella desde el rincón—. En el nombre de Nigoth saldré airosa y cerniré el
infortunio sobre todo mutante o pirata de la arena que se cruce en mi camino, pues su vida
será sacrificada y sus cojones sangrientos decorarán el árbol totémico de mi guarida.
—Y los malvados se encogerán de miedo ante la grandeza de tus lascivos y bien
formados muslos —dijo el narrador con un robusto entusiasmo.
—Ni que decir tiene —añadió Molly—. Vale, paso 3. «Orienta tu vida hacia Dios
mientras que lo intentas comprender».
—Nigoth exige un sacrificio —gritó el narrador—. ¡Una extremidad! ¡Córtatela y
colócala sobre el llameante cuerno púrpura del dios gusano mientras aún se retuerce!
Molly agitó la cabeza para quitarse al narrador un poco de encima.
—Tío —dijo. Molly Seldon llamaba «tío» a todo el mundo. A Theo se le había
pegado en sus patrullas por el parque donde los muchachos practicaban con el monopatín y
ahora lo empleaba para expresar incredulidad ante un comportamiento o un alegato. La
inflexión correcta de la palabra debería sonar a: « Tíooo, por favor, tienes que estar de
broma o alucinando, o ambas cosas, para sugerir tal cosa». Últimamente, Theo había
practicado con «tío, eso apesta, tronco», pero Molly le había prohibido su uso fuera de
casa, porque no había nada más ridículo que poner la jerga del hip-hop en boca de un
hombre blanco, cuarentón y tan desgarbado como un ave marina. «Un albatros de hombre,
tronca», solía corregirla Theo.
Visto el trato que le era propinado, el narrador decidió rebajar las exigencias.
—¡Entonces un dedo! El dedo cercenado de la Nena Guerrera.
—Ni hablar —dijo Molly.
—Un mechón de pelo. Nigoth lo exige...
—Había pensado en encender una vela para simbolizar la recuperación de mi
mayor poder. —Y, para ilustrar su sinceridad, cogió un encendedor de la mesa y encendió
una de las velas aromáticas que guardaba en una bandeja que había en el centro de la
mesa.
—¡Entonces un pañuelo con mocos! —tanteó el narrador.
Pero Molly ya estaba en el paso 4 del manual.
—«Realiza un exhaustivo y valiente inventario moral de ti mismo». No tengo ni
idea de lo que quiere decir esto.
—Que me folle por la oreja un mono araña ciego si lo he pillado —dijo el
narrador.
Molly decidió no hacer caso al narrador. Después de todo, si los pasos
funcionaban como esperaba que lo hicieran, no tardaría en desaparecer. Hurgó en el
pequeño manual azul en busca de una aclaración.
Tras leer un poco más, parecía que había que hacer una lista con todos los
defectos de su carácter.
—Apunta que estás como una puta cabra —dijo el narrador.
—Ya lo tengo —saltó Molly. Luego se dio cuenta de que el libro recomendaba
hacer una lista de despechos. No estaba muy segura de lo que debía hacer con ellos, pero
en un cuarto de hora había llenado tres páginas con una amplia variedad de despechos,
incluidos los padres, Hacienda, el álgebra, los eyaculadores precoces, las buenas amas de
llaves, los automóviles franceses, las maletas italianas, los envoltorios de CD, los test de
inteligencia y el capullo que escribió «cuidado, el pastel puede estar caliente si se
calienta» en los envoltorios de las pop tarts.
Hizo una pausa para darse un respiro y se disponía a leer el paso 5 cuando unos
faros cruzaron el patio frontal de la cabaña. Theo había llegado a casa.
—«Paso 5» —leyó Molly—. «Confiesa a tu poder supremo y a otro ser humano la
naturaleza exacta de tus agravios».
Cuando Theo atravesó la entrada, Molly, espadón roto en mano, agitó la vela de
canela dedicada al dios gusano Nigoth y dijo:
—¡Lo confieso! ¡No pagué impuestos entre 1995 y 2000, he devorado la carne
radiactiva de los mutantes y me cago en tus muertos por no acuclillarte cuando meas!
—Hola, cariño —dijo Theo.
—Cierra el pico —dijo la Nena Guerrera.
—¿Quiere decir eso que no me vas a lavar el Volvo?
—¡Silencio! Me estoy confesando, ingrato.
—¡Ese es el espíritu! —dijo el narrador.
7
Se rompe la mañana
Era miércoles por la mañana, tres días antes de Navidad, cuando Lena Márquez
se despertó con un extraño en la cama. El teléfono estaba sonando y el hombre que tenía
al lado emitía una especie de gemido. Estaba medio cubierto por las sábanas, pero Lena
estaba segura de que estaba desnudo.
—¿Diga? —dijo tras descolgar. Levantó la sábana para echar un ojo. Sí, sí que
estaba desnudo.
—Lena, se espera que haya una tormenta en Nochebuena y Mavis iba a hacer una
barbacoa para la fiesta de solitarios pero no va a poder si llueve y anoche discutí con
Theo y salí a dar una vuelta de dos horas y creo que cree que estoy loca y quizá deberías
saber que Dale no volvió a casa anoche y su nueva, eh..., la otra..., esto..., la mujer con la
que vive llamó a Theo asustadísima y él...
—¿Molly?
—Sí, hola, ¿cómo estás?
Lena miró al reloj de la mesilla y luego al hombre desnudo otra vez.
—Molly, son las seis y media.
—Gracias, aquí apenas estamos a veinte grados. Puedo ver el termómetro de
fuera.
—¿ Qué te pasa?
—Te lo acabo de decir: se acerca una tormenta. Theo cree que estoy loca. Dale
no aparece.
Tucker Case se volvió. A pesar de estar medio dormido, parecía listo para la
acción.
—¡Mira eso! —pensó Lena, pero se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.
—¿El qué? —preguntó Molly.
Tuck abrió los ojos, le sonrió y siguió su mirada hacia abajo. Tiró de la sábana
que ella tenía agarrada y se tapó.
—Eso no es para ti. Tengo que mear.
—Lo siento —dijo Lena mientras se echaba la sábana rápidamente sobre la
cabeza. Hacía tiempo que no había sentido la necesidad de preocuparse por ello, pero de
repente recordó un artículo en una revista que alertaba sobre no ser lo primero que un
hombre veía por la mañana a menos que se conocieran desde hacía al menos tres semanas.
—¿Quién está ahí? —preguntó Molly.
Lena asomó un ojo por la sábana y observó a Tucker Case, que salía de la cama
medio inconsciente, totalmente desnudo, apuntando al baño con el miembro como si de la
herramienta de un zahorí se tratase. Descubrió en ese momento que nunca es tarde para
descubrir nuevas razones para resentirse de los machos de la especie: estar medio
inconsciente engrosaría su lista.
—Nadie —repuso Lena.
—Lena, no te habrás vuelto a acostar con tu ex, ¿verdad? Dime que no estás en
la cama con Dale.
—No estoy en la cama con Dale. —Entonces, toda la noche volvió a pasar por su
mente y creyó que iba a vomitar. Tucker Case la había ayudado a olvidar por un momento.
Vale, quizá eso contara como un punto positivo hacia los hombres, pero volvía a estar
ansiosa. Había matado a Dale. Iría a la cárcel. Pero tenía que fingir que no sabía nada.
—¿Qué has dicho de Dale, Molly?
—¿Entonces con quién estás en la cama?
—Maldita sea, Molly, ¿ qué pasa con Dale? —Esperaba parecer convincente.
—No lo sé. Su nueva novia llamó diciendo que no había vuelto a casa después de
la fiesta de Navidad del Caribú. Pensaba que debías saberlo, ya sabes, por si resulta que
ha pasado algo malo.
—Seguro que está bien. Lo más probable es que se haya encontrado con alguna
guarrilla en el Cuerno de Caracol y se la haya camelado con su encanto.
—Puaj —dijo Molly—. Oh, perdón. Mira, Lena, han dicho en las noticias de esta
mañana que se avecina una gran tormenta desde el Pacífico. Este año nos va a tocar El
Niño. Tenemos que pensar en la comida de la fiesta, por no hablar de qué haremos si
aparece mucha gente. La capilla es terriblemente pequeña.
Lena seguía pensando qué hacer con lo de Dale. Quería decírselo a Molly. Lena
había estado ahí un par de veces cuando Molly había pasado por sus crisis. Sabía lo que
era perder el control de las cosas.
—Mira, Molly, necesito...
—Y me peleé con Theo anoche, Lena. De verdad. No se había puesto así desde
hacía mucho tiempo. Puede que haya jodido las Navidades.
—No seas tonta, Mol, eso es imposible. Theo lo comprende.
Sabe que estás como una cabra y te quiere de todos modos.
Justo entonces, Tucker Case regresó a la habitación, cogió los pantalones del
suelo y empezó a ponérselos.
—Tengo que ir a dar de comer al murciélago —dijo, sacándose el extremo de un
plátano de la bragueta.
Lena se quitó las sábanas de la cabeza y buscó algo que decir.
Tuck sonrió burlonamente y sacó del todo el plátano.
—Oh, ¿creías que me alegraba de verte?
—Eh, yo... Joder.
Tuck se acercó y la besó en una ceja.
—Me alegro de verte —dijo—, pero también tengo que alimentar al murciélago.
Vuelvo enseguida.
Salió de la habitación descalzo y sin camiseta. Vale, puede que volviera.
—Lena, ¿con quién estás? Dímelo.
Lena se dio cuenta de que aún sostenía el auricular.
—Mira, Molly, te vuelvo a llamar, ¿de acuerdo? Ya solucionaremos lo del viernes
por la noche.
—Pero tengo que modificar...
—Ya te llamo yo. —Lena colgó y salió de la cama a toda prisa. Si se apresuraba
podría lavarse la cara y ponerse una mascarilla antes de que Tucker regresara. Zumbó por
la habitación, desnuda, hasta que sintió que alguien la miraba. Había una ventana grande
que daba al bosque, y como su habitación estaba en el segundo piso; era como despertarse
en una cabaña sobre un árbol, pero sin que nadie pudiera verte. Se giró de golpe y allí,
colgado de un canalón, había un murciélago de la fruta gigante. Y la estaba mirando; no, no
solo la miraba, le estaba pegando un buen repaso. Cogió la sábana y se tapó con ella.
—Ve a comerte el plátano —le gritó al murciélago.
Roberto se limitó a lamerse el costillar.
Hubo un tiempo, durante sus años más puritanos, cuando Theophilus Crowe
hubiese dicho sin demasiada reserva que no le gustaban las sorpresas, que prefería la
rutina a la variedad, lo predecible a lo incierto, lo conocido a lo desconocido. Luego, hace
unos años, mientras trabajaba en el último caso de asesinato en Pine Cave, conoció a Molly
Michon, se enamoró de ella, una antigua reina del cine de serie B, y todo cambió. Había
roto una de sus leyes fundamentales: «nunca te acuestes con alguien que esté más loco
que tú». Desde entonces, vivía prendado de amor.
Tenían ese pequeño acuerdo por el cual, si él dejaba de fumar hierba, ella
seguiría tomando sus antidepresivos y, por consiguiente, tendría su atención incondicional
y él solo disfrutaría de los aspectos más agradables de la Nena Guerrera en la que a veces
se convertía Molly. Theo aprendió a disfrutar de su compañía y los ramalazos de rareza
que llevaba a su vida.
Pero la noche anterior había sido demasiado incluso para él. Había atravesado la
puerta queriendo..., no, necesitando, compartir la extraña historia que acababa de vivir
con el tipo rubio con la única persona que podría creerle sin recriminarle nada, y ella había
escogido ese preciso momento para activar la modalidad hostil. Eso lo sacó de sus casillas
y antes de regresar a la cabaña esa noche, se había fumado hierba suficiente como para
dejar en coma a un coro de rastafaris.
El bancal que había estado cultivando no era para eso. Ni hablar. No era como en
los viejos tiempos, cuando mantenía su pequeño edén para uso personal. No, el pequeño
bosque de brotes de dos metros que decoraba el borde de la parcela del rancho obedecía
a una necesidad puramente comercial, aunque por una buena razón. Por amor.
Con los años, a pesar de que las perspectivas de volver al mundo del cine se
hacían más y más remotas, Molly había seguido trabajando con su espadón. En ropa
interior o vestida con un sujetador deportivo y los pantalones del chándal, se plantaba en
el claro que había delante de la cabaña y declaraba «en garde» a un compañero imaginario
y empezaba a girar, saltar, arremeter, parar, lanzar tajos y estocadas hasta perder el
aliento. Aparte de que el ritual la mantenía en plena forma, también la hacía feliz, lo que, a
su vez, complacía a Theo hasta límites insondables. Incluso la animó a que se apuntara a
clases de kendo, y resultó que se le daba muy bien y era capaz de vencer a adversarios
que le doblaban en tamaño.
Indirectamente, esto condujo a que Theo cultivara su hierba para venderla por
primera vez en su vida. Lo había intentado por otros medios, pero los bancos parecían algo
más que reacios a prestarle casi la mitad de su salario anual para comprar una espada
samurái. Bueno, no era precisamente samurái, sino más bien japonesa; una antigua espada
japonesa forjada por el maestro armero Hisakuni de Yamashiro, a finales del siglo XIII.
Sesenta mil capas plegadas de acero carbonatado de alta calidad, perfectamente
equilibrada y terriblemente afilada a pesar de los ocho siglos transcurridos. Se trataba
de una tashi, una espada de caballería curva, más larga y más pesada que las katanas
tradicionales, utilizada más tarde por los samuráis para combates en tierra. Molly
apreciaría su peso mientras practicaba, pues sus proporciones se asemejaban mucho a las
del espadón que había heredado de una carrera cinematográfica fracasada. También
apreciaría que fuese real, y Theo esperaba que viese que esa era su forma de decirle que
amaba cada parte de ella, incluida la Nena Guerrera (le gustaba rozarse con unas partes
de ella más que con otras). La tashi estaba ahora envuelta en terciopelo y escondida al
fondo de la estantería más alta del armario de Theo, donde guardaba también su
colección de pipas.
¿El dinero? Bueno, un antiguo amigo de Theo de los viejos tiempos, un cultivador
reconvertido en mayorista, se mostró encantado de adelantar el dinero a cambio de su
cosecha. Se suponía que debía ser un arreglo puramente comercial: entrar, salir y nadie
sale malparado. Pero ahora Theo iba al trabajo fumado por primera vez en años y, después
de la mala noche, le daba en la nariz que ese no iba a ser un buen día.
Entonces llamó la novia/esposa/lo que sea de Dale Pearson y comenzó el
descenso a los infiernos.
Theo se echó unas gotas de colirio en los ojos e hizo una parada para agenciarse
un café largo antes de ir a la casa de Lena Márquez en busca de su ex marido. Aunque, a
tenor del incidente del súper del lunes y una docena más en el pasado, quedaba claro que
su desprecio estaba a un paso de convertirse en odio, eso no les había impedido quedar de
vez en cuando para tener algo de sexo posconyugal. Theo no sabría nada de eso de no ser
por Molly, que era buena amiga de Lena, y las mujeres gustan de hablar de estas cosas.
Lena vivía en una bonita casa de dos pisos de estilo artesanal en medio acre de
pinar que lindaba con muchos de los·ranchos de Pine Cove. Era más de lo que se podría
haber permitido trabajando como gerente de la propiedad, pero entonces apareció Dale
Pearson y se casó con él, y era lo menos que se merecía por esos cinco años juntos, pensó
Theo. Le gustaba el sonido que hacían sus botas contra el porche mientras se encaminaba
a la puerta y pensó que debería hacerse uno en su cabaña. Pensó que podían comprarse una
campanilla de viento o un columpio, así como una pequeña estufa para sentarse durante las
tardes frescas. Entonces, al escuchar pasos que se acercaban por el otro lado de la
puerta, cayó·en que estaba colocado hasta las cejas. Se darían cuenta de que lo estaba. Ni
todo el colirio ni el café del mundo podían disimular el hecho de que estaba colocado.
Veinte años de experiencia en lo que a hierba se refiere no le iban a ayudar en ese
momento; había perdido el control, estaba fuera de juego, el ojo del tigre estaba
inyectado en sangre.
—Hola, Theo —dijo Lena mientras abría la puerta.
Vestía una sudadera de hombre varias tallas más grande y unos calcetines rojos.
Su larga melena negra, que normalmente se derramaba sobre su espalda como satén
líquido, estaba recogida y un buen enredo le sobresalía de la oreja. Era un pelo de haber
follado.
Theo se movía en el sitio como si fuese un crío a punto de pedir a una chica la
primera cita.
—Siento molestarte tan temprano, pero me preguntaba si habrías visto a Dale.
Quiero decir desde el lunes.
Pareció que Lena se desvanecía de la puerta, como si estuviese a punto de
desmayarse. Theo estaba seguro de que era porque sabía que estaba colocado.
—No, Theo. ¿Por qué?
—Bueno, eh..., Betsy ha llamado y ha dicho que Dale no apareció por casa anoche.
—Betsy era la nueva esposa/novia/loquesea de Dale. Era camarera en el café HP y se
había ganado con los años la fama de tener aventuras con hombres casados—. Yo solo,
eh... —¿Por qué no lo interrumpía? No quería decir que sabía que Dale y ella se acostaban
de vez en cuando. Se suponía que no lo sabía—. Así que, eh, me preguntaba si...
—Hola, ¿quién es usted? —preguntó un hombre rubio sin camiseta que acababa
de aparecer detrás de Lena.
—Oh, gracias a Dios —dijo Theo, respirando profundamente—. Soy Theo Crowe,
alguacil del pueblo. —Miró a Lena para que hiciera las presentaciones.
—Te presento a Tucker..., eh, Tuck.
No tenía ni idea de cuál era su apellido.
—Tucker Case —dijo Tucker Case. Pasó junto a Lena y extendió la mano—.
Tendría que haberme presentado ante usted antes, más que nada porque trabajamos en el
mismo negocio.
—¿Y qué negocio es el suyo? —Theo nunca había visto su trabajo como un
negocio, pero, por lo visto, ahora sí que lo era.
—Piloto helicópteros para la DEA —dijo Tucker Case—. Ya sabe, vuelos con
infrarrojos para localizar cultivos y demás.
¡Dejen espacio! ¡Se le ha parado el corazón! ¡Código azul! ¡Quinientos miligramos
de epinefrina, inyección directa al pericardio, ya! ¡ Está fibrilando!
—Es un placer —dijo Theo, con la esperanza de que su fallo cardíaco no se
notara—. Lamento haberos molestado. Ya me marcho. —Se soltó de la mano de Tuck y se
alejó pensando, no camines como si estuvieses colocado, no camines como si estuvieses
colocado... Por el amor de Dios, ¿cómo has podido hacerla todos estos años?
—Eh, alguacil —llamó Tuck—. ¿Cómo es que se ha pasado por aquí? ¡Ay!
Theo se volvió. Lena acababa de darle al piloto un puñetazo en el brazo, y era
evidente que con fuerza (el hombre se lo estaba masajeando).
—Pues por nada. Por un tipo que no se presentó en casa anoche y pensé que quizá
Lena tendría una idea de dónde ha ido. —Theo trataba de alejarse de la casa, pero se
detuvo al recordar que quizá tropezaría con las escaleras del porche. ¿Cómo le explicaría
eso a la DEA?
—¿Anoche? No se considera a alguien desaparecido hasta que han pasado...,
¿cuánto, veinticuatro horas? ¿Cuarenta y ocho? ¡Ay! ¡Joder, eso no es necesario! —Tucker
Case se frotó el hombro donde Lena había vuelto a pegarle.
Theo pensó que quizá maltrataba a los hombres. Lena miró a Theo y sonrió, como
si se sintiera abochornada por el puñetazo.
—Theo, Molly me llamó esta mañana y me contó lo de Dale. Ya le dije que no lo
había visto. ¿Es que no te lo ha contado?
—Claro, claro, me lo dijo. Yo solo..., ya sabes, pensé que a lo mejor se te ocurría
alguna cosa. Quiero decir que tu amigo tiene razón, en realidad no podemos considerarlo
como desaparecido oficialmente hasta que pasen otras doce horas más o menos. Pero, ya
sabes, es un pueblo pequeño y mi trabajo...
—Gracias, Theo —dijo Lena saludándole con la mano a pesar de que estaba a
pocos metros y no se movía. El piloto también saludaba con la mano, sonriente. A Theo no
le hacía gracia interrumpir a dos nuevos amantes que acababan de acostarse,
especialmente cuando las cosas no iban muy bien en su propia vida. Parecían
condescendientes aunque no quisieran serlo.
Vio que algo oscuro colgaba del techo del porche, justo donde estaría la
campanilla de viento en su cabaña y la de Molly de no haber sacrificado la seguridad de
ambos por volver al infierno de la hierba. No podía ser lo que parecía.
—Vaya, eso es, eh... , parece ...
—Un murciélago —dijo Lena.
Me cago en la leche, pensó Theo, esa cosa es enorme.
—Un murciélago —dijo—. Claro. Por supuesto.
—Un murciélago de la fruta —matizó Tucker Case—. De Micronesia.
—Ah, ya veo —dijo Theo. Micronesia, ese sitio no existía. El rubio le estaba
tomando el pelo—. Bueno, pues ya nos veremos.
—Nos vemos en la fiesta del viernes —dijo Lena—. Díselo a Molly.
—Vale —asintió Theo mientras se metía en el Volvo.
Cerró la puerta del coche. Los otros se metieron en casa. Theo dejó caer la
cabeza sobre el volante.
Lo saben, pensó.
—Lo sabe —dijo Lena, apretándose contra la puerta una vez cerrada.
—No lo sabe.
—Es más listo de lo que parece. Lo sabe.
—No lo sabe. Y no parece idiota, más bien parecía fumado.
—No, no estaba fumado, estaba sospechando.
—¿No crees que si estuviese sospechando te habría preguntado dónde estuviste
anoche?
—Bueno, eso era evidente contigo por ahí sin camiseta y yo con esta pinta tan...
tan... Ya sabes.
—¿Satisfecha?
—No, iba a decir «desarreglada». —Le pegó en el hombro—. Por Dios, vístete.
—¡Ay! Eso ha estado completamente fuera de lugar.
—Tengo un problema —dijo Lena—. Al menos podrías mostrarme algo de apoyo.
—¿Apoyo? Te ayudé a esconder el cuerpo. En algunos países eso implica
compromiso.
Ella amagó con darle otro puñetazo, pero se contuvo, aunque dejó el puño en el
aire por si acaso.
—¿De verdad no crees que estaba sospechando?
—Ni siquiera te preguntó por qué tenías un murciélago de la fruta gigante
colgando de tu porche. Parece un tipo distraído. Estaba deseando irse.
—¿Y por qué tengo un murciélago de la fruta colgando de mi porche?
—Viene con el paquete. —Sonrió y se alejó.
Lena se sintió como una idiota, ahí de pie con el puño alzado. Y apagada. Densa,
tonta, elemental, todo lo que pensaba que solo les pasaba a otras personas. Siguió a Tuck
al dormitorio, donde se estaba poniendo la camiseta.
—Siento haberte pegado.
—Tienes tendencias agresivas —dijo él mientras se masajeaba el hombro
dolorido—. ¿Debería esconder tu pala?
—Eso que has dicho es horrible. —Casi volvió a pegarle, pero, en lugar de ello,
tratando de parecer más sofisticada y menos amenazadora, lo abrazó—. Fue un accidente.
—Suéltame, tengo que ir a localizar a los malos con el helicóptero —le dijo, con
una palmadita en el trasero.
—Te llevarás a ese murciélago contigo, ¿verdad?
—¿No te apetece quedártelo?
—No quiero ofender, pero me da un poco de asco.
—No tienes ni idea —dijo Tuck.
8
Despecho de Navidad
Perdón navideño. Puedes perder el contacto con un amigo, no devolver las
llamadas, pasar de los correos electrónicos, olvidarte de los cumpleaños, los aniversarios y
las reuniones, pero si te presentas en su casa (con un regalo), la norma social establece
que te tiene que perdonar; tiene que actuar como si no hubiese pasado nada. El decoro
dicta que la amistad medra desde ese punto sin cabida para la culpa ni la recriminación. Si
empezaste una partida de ajedrez hace diez años, en el mes de octubre, solo tienes que
recordar a quién le toca mover (o por qué vendiste el juego de ajedrez y te compraste una
Xbox durante el tiempo transcurrido). Mira, el perdón navideño es algo maravilloso, pero
no es un desplazamiento dimensional. Las leyes del espacio y el tiempo siguen aplicándose
por mucho que hayas intentado esquivar a tus amigos. Pero no trates de emplear la
expansión del universo a modo de excusa, como decir que tenías la intención de pasarte,
pero que la casa te pillaba cada vez más lejos. Esa mierda no sirve. Limítate a decir
«siento no haberte llamado. Feliz Navidad», y enseña el regalo. El protocolo del perdón
navideño dicta, a su vez, que tu amigo responda «no pasa nada», y te deje pasar sin más
comentarios. Así es como siempre se ha hecho.
—¿Dónde coño te habías metido? —dijo Gabe Fenton cuando abrió la puerta y se
encontró a su viejo amigo Theophilus Crowe de pie en el umbral con un regalo en la mano.
Gabe tenía 45 años, era bajito y fibroso, no se afeitaba, lucía una incipiente calvicie e iba
vestido con una ropa con la que parecía haber dormido durante una semana.
—Feliz Navidad, Gabe —dijo Theo mientras extendía el regalo con un enorme
lazo rojo encima y movía la caja hacia delante y hacia atrás como si quisiera decir «eh,
tengo un regalo, no deberías darme la tabarra por no haberte llamado durante años».
—Muy bonito —dijo Gabe—.·Pero podrías haber llamado.
—Lo siento. Quería hacerlo, pero estabas con lo de Val y no quise interrumpir.
—Me dejó, ¿lo sabías? —Gabe se había estado viendo con Valerie Riordan, la
única psiquiatra del pueblo, durante varios años, aunque no durante el último mes.
—Sí, algo he oído. —Theo había oído que Val quería a alguien un poco más
implicado en la cultura humana que Gabe.
Gabe era biólogo conductista de campo y se dedicaba al estudio de roedores
salvajes o mamíferos marinos, dependiendo de quién le financiara. Vivía en una pequeña
cabaña de propiedad federal junto al faro con Skinner, su labrador negro de cincuenta
kilos.
—¿Lo sabías? ¿Y no me llamaste?
Era casi mediodía, y el colocón de Theo casi se había evaporado, pero aún estaba
un poco ido. Se suponía que los chicos no se quejaban de la falta de apoyo de un amigo, a
menos que ese apoyo se requiriera en una pelea de bar o para ayudar a mover cosas
pesadas. Ese comportamiento no era normal. Puede que Gabe sí que necesitara pasar más
tiempo entre otros seres humanos.
—Mira, Gabe, te he traído un regalo —dijo Theo. Mira cómo se alegra Skinner
de verme.
Ciertamente, Skinner estaba contento de ver a Theo. Se había echado encima
de Gabe para poder ver a Theo en el umbral y meneaba la gruesa cola sobre la puerta
abierta como un tambor de guerra en forma de salchicha. Asociaba a Theo con
hamburguesas y pizza y hubo un tiempo en el que lo había conceptuado como el tipo de la
comida de emergencia (Gabe era el tipo de la comida habitual).
—Bueno, supongo que querrás pasar —dijo Gabe.
El biólogo se apartó y dejó que Theo entrara. Skinner le saludó metiendo su
hocico en la entrepierna de Theo.
—Estoy trabajando, así que hay un poco de desorden. ¿Un poco de desorden?
Toda una subestimación, algo así como decir que la marcha de la muerte de Batán era un
paseo por el campo. Parecía como si alguien hubiese metido los pertrechos de Gabe en un
cañón y los hubiese disparado a la habitación a través de una pared. La ropa sucia y los
platos sin fregar lo cubrían todo a excepción de la mesa de trabajo de Gabe, la cual, salvo
por las ratas, estaba inmaculada.
—Bonitas ratas —dijo Theo—. ¿Qué haces con ellas?
—Las estudio.
Gabe se sentó enfrente de una serie de acuarios de veinte litros que formaban
una estrella alrededor de un tanque central y estaban unidos entre sí mediante tubos
transparentes. Cada rata tenía un disco plateado del tamaño de un cuarto de dólar pegado
al lomo.
Theo miró cómo Gabe abría la puerta y una de las ratas corría al tanque central
y trataba de montar de inmediato a su ocupante. Gabe cogió un pequeño control remoto y
apretó el botón. La rata agresora casi dio un salto hacia atrás en su retirada.
—¡Ajá! Eso le enseñará —exclamó Gabe—. La hembra de la jaula central está en
celo.
La otra rata regresó con indecisión, olisqueando el ambiente, y trató de montar
a la hembra de nuevo. Gabe apretó el botón y la rata macho salió despedida lejos de la
hembra.
—¡Ja! ¡¿Lo pillas ahora?! —dijo Gabe con tono maníaco. Apartó la mirada de las
jaulas para toparse con Theo—. Tienen electrodos en los testículos. Los discos plateados
son baterías y receptores remotos. Cada vez que esos pequeños cabrones se ponen
cachondos, les meto cincuenta voltios.
La rata volvió a intentarlo y Gabe apretó el botón una vez más. El animal fue
tambaleándose hasta el rincón de la jaula.
—¡Maldito idiota! —chilló Gabe—. ¡No creas que aprenden. Ya les podré dar doce
calambrazos hoy, que cuando les abra la jaula mañana intentarán montarla otra vez. ¿Ves?
¿Ves cómo somos?
—¿Somos?
—Nosotros. Los hombres. ¿ Ves cómo somos? Sabemos que solo nos aguarda el
dolor, pero no dejamos de intentarlo.
Gabe siempre había sido tan tranquilo, tan calmado, tan profesionalmente
desapegado, científicamente obsesionado, tan seguro en su ridiculez de empollón... Theo
tenía la sensación de estar hablando con una persona completamente distinta, como si
alguien hubiera arrancado el intelecto y hubiese dejado atrás solamente los nervios.
—Eh, Gabe, no estoy·seguro de que debamos equipararnos con roedores. Quiero
decir que...
—Oh, claro. Eso es lo que dices ahora. Pero un día me llamarás y me dirás que
tenía razón. Pasará algo y llamarás. Te destrozará el corazón y tú acabarás la destrucción
que ella empiece. ¿No tengo razón? ¿Es que no la tengo?
—Eh, yo... —Theo pensaba en el polvo del cementerio seguido por la pelea que
había tenido con Molly la noche anterior.
—Bien, cambiaré la asociación. Mira esto. —Gabe se echó sobre la estantería,
tiró a un lado un montón de revistas profesionales y cuadernos hasta que encontró lo que
buscaba—. Mira. Mírala. —Sostenía un catálogo reciente de Victoria's Secret. La modelo
de portada llevaba unas prendas especialmente inadecuadas si lo que quería era disimular
su atractivo. Parecía que no podía estar más satisfecha con ese hecho.
—Preciosa,·¿verdad? —dijo Gabe, mientras se metía la mano en el bolsillo y
sacaba un dispositivo de control remoto parecido al de las ratas—. Preciosa —repitió, y
apretó el botón.
La espalda del biólogo se arqueó y de repente pareció treinta centímetros más
alto, mientras todos los músculos de la espalda parecían flexionarse a la vez. Tuvo un par
de convulsiones y luego cayó al suelo con el catálogo aún en la mano.
Skinner empezó a ladrar. «No te mueras, tipo de la comida, tengo el cuenco en
el porche y no puedo abrir la puerta yo solo», parecía estar diciendo. Siempre era lo
mismo. Siempre se alegraba de que al final el tipo de la comida no estuviese muerto de
verdad, pero sus convulsiones lo ponían nervioso.
Theo corrió en auxilio de su amigo. Los ojos de Gabe estaban echados hacia
atrás e hizo un par de tirones bruscos antes de respirar profundamente y mirar a Theo a
los ojos.
—¿Ves? Se cambia la asociación. Antes de que pase demasiado tiempo, tendré la
misma reacción sin electrodos pegados al escroto.
—¿Estás bien?
—Oh, sí. Lo conseguiré, estoy seguro; Todavía no ha funcionado con las ratas,
pero espero que lo haga antes de que mueran.
—¿Eso puede matarlas?
—Bueno, tiene que hacer daño o, si no, no aprenderán nunca. —Gabe recuperó su
control remoto y Theo se lo quitó de las manos.
—¡Ya basta!
—Tengo otro conjunto de electrodos con receptor. ¿Quieres probarlo? Me
muero por hacer una prueba de campo. Podrías ir a un bar de tías desnudas.
Theo ayudó a Gabe a levantarse y lo sentó sobre una silla lejos de la mesa.
—Gabe, has perdido el control. Lamento no haberte llamado.
—Sé que has estado ocupado. No pasa nada.
Genial, ahora tiene la reacción adecuada de perdón navideño, pensó Theo.
—Esas ratas, los electrodos y todo eso... es un error. Al final acabarás
formando equipo con un puñado de misóginos paranoicos o con una pila de cadáveres.
—Haces que suene como si fuese malo.
—Te han roto el corazón. Se curará.
—Ella me dijo que era aburrido.
—Ella debería ver esto. —Theo hizo un gesto hacia la habitación.
—No le interesaba mi trabajo.
—Vuestra relación tenía solera. Cinco años. Quizá había llegado el momento. Tú
mismo me dijiste que los hombres no estaban hechos para la monogamia.
—Sí, pero cuando dije eso tenía novia.
—¿Entonces no es verdad?
—No, es verdad, pero no era algo que me preocupara cuando tenía novia. Ahora
sé que estoy programado biológicamente para diseminar mi semilla a diestro y siniestro,
por todas las hembras que pueda, una serie de tórridos apareamientos sin sentido cuyo
único fin es encontrar a la siguiente hembra fértil. Mis genes exigen una herencia y no sé
por dónde empezar.
—Quizá quieras pegarte una ducha antes de repartir tu semilla.
—¿Crees que no lo sé? Por eso mismo intento reprogramar mis impulsos. Tengo
que domesticar mi animosidad.
—¿Porque no quieres ducharte?
—No, porque no sé cómo abordar a las mujeres. Sabía hablar con Val.
—Val era una profesional.
—No lo era. Nunca usó ninguno de sus trucos.
—Una escuchadora, Gabe. Era una escuchadora profesional, una psiquiatra.
—Ah, vale. ¿Crees que debería empezar con una o varias prostitutas?
—¿Para remendar un corazón roto? Sí, estoy seguro de que eso funcionará tan
bien como los electrodos en tu escroto, pero antes necesito que me hagas un favor. —
Theo pensaba que, a lo mejor, solo a lo mejor, un esfuerzo alejado de toda esa ridiculez
ayudaría a traer de vuelta a su amigo del borde del precipicio. Hurgó en él bolsillo de su
camisa y sacó el mechón de pelo rubio que sé había quedado adherido al tapacubos—.
Necesito que le eches un ojo a esto y me digas qué es.
Gabe sostuvo el mechón y lo miró.
—¿Es una prueba criminal?
—Algo así.
—¿De dónde lo has sacado? ¿Qué necesitas saber?
—Dime todo lo que puedas antes de que yo te diga nada, ¿vale?
—Bueno, pues parece rubio.
—Gracias, Gabe... Pensé que quizá podrías mirarlo con un microscopio o algo.
—¿Es que el condado no tiene laboratorios para eso?
—Sí, pero no lo puedo llevar allí. Hay ciertas circunstancias...
—¿Como cuáles?
—Como que pensarán que estoy fumado o loco, o ambas cosas. Mira el pelo —dijo
Theo—. Dime algo y yo te diré algo.
—Vale, pero yo no tengo todos esos chismes chulos de CSI.
—Sí, pero los chicos del laboratorio no tienen baterías pegadas a las gónadas. En
eso los superas.
9
Los chicos de pueblo tienen sus momentos
El jueves por la mañana se hizo oficial: Pearson, el malvado constructor, había
desaparecido. Theo Crowe estaba examinando la gran furgoneta roja que estaba aparcada
al borde del agitado Pacífico ala altura de Lime Kiln Rock, en el Gran Sur, no muy lejos de
Pine Cove. Allí era donde se rodaba la mitad de los anuncios de coches. Todo, desde las
minifurgonetas hasta los coches de lujo alemanes, se filmaba alrededor de los acantilados
del Gran Sur, como si lo único que hubiese que hacer fuera firmar los papeles y el resto
de·tu vida fuese un camino abierto de olas espumosas contra rompeolas majestuosos, sin
otra cosa que ocio y prosperidad a la vuelta de la esquina. La gran furgoneta roja de Dale
Pearson transmitía despreocupación y prosperidad, aparcada junto al océano, a pesar de la
costra de sal que se estaba formando encima y la apariencia de que al dueño se lo había
llevado un golpe de ola.
Theo deseaba que ese fuese el caso. La patrulla de carreteras, que había
encontrado la furgoneta, había dado parte de ello como un accidente. Había una caña de
pesca entre las rocas, convenientemente grabada con las iniciales de Dale, y el gorro de
Papá Noel que llevaba había sido encontrado cerca. Ahí residía el problema. Betsy Butler,
la amiga de Dale, había dicho que dos noches antes Dale se había ido para hacer de Papá
Noel en el albergue del Caribú y no había regresado. ¿A quién se le ocurriría irse a pescar
en mitad de la noche con un gorro de Papá Noel? De acuerdo, según los otros caribúes—,
Dale había «tomado alguna que otra copa» y estaba un poco afectado por el
enfrentamiento con su ex mujer del día antes, pero no había perdido la cabeza del todo.
Sortear los acantilados de Lime Kiln Rock era algo arriesgado, resultaba imposible que
Dale lo hubiese intentado en mitad de la noche. Theo perdió pie una vez y se escurrió seis
metros antes de poder sujetarse, y de paso se torció la espalda. Es verdad que estaba un
poco fumado, así que lo más probable era que Dale estuviera un poco borracho.
El policía de carreteras, que llevaba el pelo cortado a cepillo y aparentaba unos
doce años (parecía salido de una de esas películas sobre higiene que Theo había visto en
sexto curso: ¿Por qué Mary no se meterá en el agua?), le hizo firmar el informe, se montó
en su coche y se dirigió por la costa hacia el condado de Monterrey. Theo regresó
entonces y volvió a echar un vistazo a la furgoneta.
Todo lo que se suponía que debía estar (algunas herramientas, una linterna
negra, un par de envoltorios de comida rápida, otra caña, un tubo con planos dentro)
estaba en su sitio. Y todas las cosas que·se suponía que no debían estar (cuchillos
ensangrentados, casquillos, miembros amputados, pruebas deblanqueamiento por limpieza)
no estaban. Era como si el tipo simplemente hubiera conducido su furgoneta hasta allí,
hubiese bajado por el acantilado y se lo hubiese llevado una ola. No podía ser. Dale podía
ser malvado, cruel e incluso violento, pero no era tonto. No se habría adentrado en los
acantilados de no conocer su topografía a la perfección y llevar consigo una linterna. Y la
linterna estaba todavía en la furgoneta.
A Theo le hubiese gustado haber tenido una mejor formación en el terreno de
investigación en la escena del crimen. Había aprendido la mayoría de lo que sabía de la
televisión, no en la academia, donde había pasado unas miserables ocho semanas hacía
quince años, cuando el sheriff corrupto que había encontrado su plantación personal le
había obligado a ser el alguacil de Pine Cove. Desde la academia, casi todas las escenas del
crimen con las que se había encontrado habían quedado al cargo del sheriff del condado o
la patrulla de carreteras casi de inmediato.
Registró la cabina de la furgoneta otra vez en busca de alguna pista. Lo único
que remotamente parecía fuera de lugar era algo que parecían unos pelos de perro en el
reposacabezas. Theo no era capaz de recordar que Dale tuviera perro.
Puso los pelos de perro en una bolsa de sándwich y llamó a Betsy Butler al móvil.
No parecía tan afligida por la desaparición de Dale.
—No, a Dale no le gustaban los perros. Tampoco le gustaban los gatos. Era más
bien hombre de vacas.
—¿Le gustaban las vacas? ¿Tenéis una vaca de mascota?
—¿Podía ser pelo de vaca?
—No, le gustaba comérselas, Theo. ¿Estás bien?
—No, disculpa, Betsy. —Lo había dicho con tanta seguridad que no había sonado
a fumado.
—¿Entonces me puedo quedar la furgoneta? Quiero decir que si me la vas a
traer.
—No tengo ni idea —dijo Theo—. Supongo que se la llevarán al parque de
vehículos confiscados. No sé si te la devolverán. Tengo que dejarte, Betsy. —Cerró el
móvil. Puede que solo estuviese cansado. La noche anterior Molly le había
hecho dormir en el sofá aduciendo algo así como que tenía tendencias
mutantes. Ni siquiera había dicho que le gustaba el picador para ensaladas.
Estaba seguro de que sabía que había fumado hierba.
Volvió a abrir el móvil y llamó a Gabe Fenton.
—Hola, Theo. No sé qué es esa cosa que me trajiste, pero no es
pelo. No se quema ni se derrite, y es la mar de robusto si quieres romperlo o.
cortarlo. Menos mal que se arrancó de raíz.
Theo se encogió. Casi se había olvidado del extraño rubio que había
atropellado; Entonces, al acordarse, se estremeció.
—Gabe, tengo algo más de pelo al que quisiera que echaras un ojo.
—Dios mío, Theo, ¿has atropellado a alguien más?
—No, no he atropellado a nadie.·Joder, Gabe.
—Vale. Estaré aquí todo el día. Bueno, en realidad estaré también
toda la noche. No es que tenga muchos sitios a los que ir, ni nadie a quien le
importe que viva o muera. No es que...
—Vale. Me paso por allí.
10
Amor al límite
—¿Que has hecho qué? —preguntó Lena—. Y quítate ese murciélago de la
cabeza, me pone de los nervios que tengas un gorro que me mira todo el rato.
—¿Así? —dijo Tuck.
—No cambies de tema. ¿Has chantajeado a Theo Crowe? —Iba de una esquina a
otra de la cocina. Tuck estaba sentado en la encimera, vestido con una camiseta de paño
de algodón amarilla que se complementaba con el murciélago al tiempo que acentuaba sus
azul marino. Por una vez, el murciélago no llevaba gafas de sol.
—No exactamente. Era algo más bien implícito. Descubrió que he estado en la
furgoneta de tu ex Lo sabía. Ahora simplemente se olvidará.
—Puede que no. Puede que le quede algo de integridad, a diferencia de otros.
—Oye, oye, oye, sin apuntar con el dedo. Mi mujer sigue viviendo como una reina
en las islas Caimán gracias al dinero que robé honradamente al médico que se dedicaba al
tráfico de órganos, mientras que el tuyo... Bueno, no creo que deba recordártelo.
—La muerte de Dale fue un accidente. Todo lo que ha pasado desde entonces,
toda esta locura, es cosa tuya. Te metes en mi vida en el peor momento posible, como si
llevases tiempo planeándolo, y las cosas se han ido de madre. Y ahora estás chantajeando
a mis amigos. Tucker, ¿es que estás loco?
—Claro.
—¿Claro? ¿Así de fácil? ¿Seguro, estás loco?
—Claro, todo el mundo lo está. Si crees que todo el mundo está bien de la azotea
es que no conoces a la gente que te rodea. La clave, y esto es muy relevante en nuestro
caso, es encontrar a alguien cuya locura encaje con la tuya, como nosotros. —Esbozó lo
que Lena supuso que debía ser una sonrisa encantadora, que quedó en cierto modo
amortiguada por sus intentos de desenredarse las alas de Roberto del pelo.
Lena le dio la espalda y se apoyó sobre la encimera que había enfrente del
lavavajillas con la esperanza de endurecerse para lo que debía hacer.
Desafortunadamente, Tuck acababa de meter una carga de platos y la corriente del
conducto de ventilación manaba a través de su fina falda, lo que le hacía sentir
inadecuadamente húmeda para lo que pretendía ser una indignación en toda regla. Se
volvió y dejó que la corriente le humedeciera el trasero mientras hacía su
pronunciamiento.
—Mira, Tucker, eres un hombre muy atractivo... —Tomó una bocanada de aire en
la pausa.
—No me lo puedo creer, ¿estas rompiendo conmigo?
—Y me gustas, a pesar de la situación...
—Ah, vale, no quieres tener nada con un hombre atractivo que te gusta, el
paraíso prohibido
—¿Puedes callarte un momento?
El murciélago ladró en respuesta a su, tono
—¡Tú también, cara de rata! Mira, en otro lugar y en otro momento, quizá. Pero
eres demasiado... Yo soy demasiado... Es que aceptas las cosas con demasiada facilidad. Yo
necesito...
—¿Tu ansiedad?
—¿Podrías dejarme terminar?
—Claro, adelante —asintió. El murciélago, que ahora estaba sobre su hombro,
asintió también. Lena tuvo que desviar la mirada.
—Y tu murciélago me está poniendo de los nervios.
—Pues tendrías que haber estado cuando le dio por hablar.
—¡Fuera, Tucker! Necesito que salgas de mi vida. Tengo muchas cosas entre
manos, tú eres demasiado.
—Pero el sexo estuvo genial, era...
—Entenderé que quieras acudir a las autoridades, puede que hasta vaya yo
misma. Pero es que esto está sencillamente mal.
Tucker Case bajó la cabeza. Roberto, el murciélago de la fruta, hizo otro tanto.
Tucker Case miró al murciélago, el cual, a su vez, miró a Lena, como si quisiera decir:
«espero que estés contenta, le has roto el corazón».
—Cogeré mis cosas —dijo Tuck.
Lena estaba llorando. No quería, pero se había echado a llorar. Observó cómo
Tuck recogía sus cosas por toda la casa y las metía en una bolsa de vuelo mientras se
preguntaba cómo podía haber esparcido tanta porquería en solo dos días. Hombres,
siempre marcando el territorio.
Se detuvo en la puerta y miró atrás.
—No voy a ir a la policía. Simplemente me voy.
Lena se echó las manos a la frente como si tuviera un dolor de cabeza, pero era
más que nada para taparse las lágrimas.
—Vale.
—Entonces me voy...
—Adiós, Tucker.
—Ya no podrás hacer el amor con nadie bajo el árbol de Navidad...
—¡Por el amor de Dios, Tuck! —exclamó ella alzando la mirada.
—Vale, ya me voy. —y se fue.
Lena Márquez se metió en su habitación y llamó a su amiga Molly. Quizá llorarle
al teléfono a una amiga devolvería algo de normalidad a su vida.
¿Memos Agrios? ¿Capullos de Canela? ¿O quizá Chicle de Mocos? La madre de
Sam Applebaum había encontrado una botella de Cabernet razonablemente barata y había
dado permiso a Sam para que cogiera una chuchería de la tienda de Brine. Estaba claro
que los chicles durarían más, pero todos tenían el mismo acabado verde manzana, mientras
que los Memos esgrimían una variedad de sabores afrutados y un toque de saborcillo más
fuerte. Los Capullos de Canela tenían un rico buqué y se dejaban morder, pero sus formas
de contable denotaban su origen burgués.
Sam estaba aprendiendo terminología de vino. Solo tenía siete años, pero le
encantaba poner de los nervios a los adultos con su vocabulario enológico. El Hanukkah
acababa de terminar y había habido muchas cenas en casa de Sam durante la última
semana, con un montón de conversaciones sobre vino y Sam había conseguido enloquecer a
toda una mesa de familiares diciendo después, tras catar un Manischewitz de mora (el
único vino que le estaba permitido tomar), que era como un «tenaz coñito tinto, pero no
carente de cierto encanto a geranio de despensa». Ni que decir tiene que acabó de cenar
en su cuarto, pero sí que era tenaz. Filisteos.
—¿Eres uno de los elegidos? —dijo una voz por encima y a la derecha de Sam—.
Yo destruí a los cananeos para que tu pueblo tuviera un país.
Miró hacia arriba y se encontró con un hombre de pelo largo y rubio, vestido con
una gabardina negra. Sam sintió una sacudida, como si acabara de lamer una batería. Ese
era el tipo que había asustado a su amigo Josh. Miró alrededor y vio que su madre estaba
al fondo de la tienda con el señor Masterson, el propietario.
—¿Me puedo llevar estas con esto?:—En una mano tenía tres chucherías y en la
otra una pequeña moneda del tamaño de las de diez centavos. La moneda parecía muy
antigua.
—Esa moneda es extranjera. No creo que la acepten.
El hombre asintió pensativo y se puso muy triste ante esa información.
—Pero un Crunch de Nestlé no sería una mala elección —dijo Sam para ganar
tiempo y evitar que el hombre se le echara encima—. Un poco soso, pero la capa inferior
de ámbar gris y nueces lo arregla.
Sam volvió a mirar en derredor en busca de su madre. Seguía con el señor
Masterson, hablando de vinos y de paso flirteando un poco. Ya podían cortar a Sam en
pedacitos y meterlo en bolsas de congelador, que ella ni se enteraría. Quizá consiguiera
convencer al tipo de que se largara.
—Mira, no están mirando. ¿Por qué no las coges sin más?
—No puedo ——dijo el hombre rubio.
—¿Por qué no?
—Porque nadie me ha dicho que lo haga.
Oh, no. El tipo parecía un adulto, pero tenía el cerebro de un crío estúpido, como
el tío de El otro lado de la vida, o el presidente.
—Entonces yo te diré que lo hagas, ¿vale? —dijo Sam—. Adelante, llévatelas.
Aunque será mejor que te vayas. Va a llover. —Sam nunca había sido capaz de hablarle así
a un adulto antes.
El rubio miró las chucherías y luego a Sam.
—Gracias. Paz en la Tierra, buena voluntad para los hombres. Feliz Navidad.
—Soy judío, ¿recuerdas? No celebramos la Navidad. Celebramos el Hannukah, el
milagro de las luces.
—Oh, eso no fue un milagro.
—Sí que lo fue.
—No, lo recuerdo. Alguien se coló y puso más aceite en la lámpara. Pero yo haré
un milagro navideño mañana. —Dicho eso, el rubio retrocedió con las chucherías apretadas
contra el pecho—. Shalom, niño—. Y desapareció.
—¡Genial! —dijo Sam—. Sencillamente genial. ¡Y me lo suelta así!
____________
Theo Crowe se presentó en Brine's justo a tiempo para perdérselo todo. Robert
Masterson, el propietario, lo había llamado tan pronto como había visto al misterioso
hombre rubio hablando con Sam Applebaum. Theo había acudido a toda prisa para
encontrarse con que no había nada que encontrarse. El rubio no había dañado o amenazado
a Sam. El chico parecía estar bien, salvo que no paraba de murmurar que quería cambiarse
de religión y hacerse rastafari como su primo Preston, que vivía en Maui. En mitad de la
entrevista, Theo se dio cuenta de que no era el más apropiado para enumerar las razones
por las que no era bueno pasarse la vida fumando hierba y haciendo surf como el primo de
Sam, porque él: (A) nunca aprendió a hacer surf, (B) nunca tuvo la menor idea de cómo
funcionaba eso del rastafarianismo, y (C) tendría que emplear el argumento de «y mira
qué perdedor he acabado siendo. Tú no quieres eso para ti, ¿verdad, Sam?». Abandonó la
escena sintiéndose incluso más inútil de lo que había acabado después de la zurra que le
había propinado el piloto en la casa de Lena Márquez.
Cuando Theo enfilaba el camino de casa para el almuerzo, con la esperanza de
arreglar las cosas con Molly y obtener algo de simpatía y un bocadillo, se topó con la
furgoneta de Lena aparcada frente a la cabaña. El corazón casi se le sale del pecho.
Barajó la posibilidad de pasarse por el huerto y fumarse un petardo antes de entrar, pero
eso se parecía terriblemente al comportamiento de un adicto. Las cosas se habían torcido
un poco, pero no estaba todo perdido. Aun así, atravesó la puerta con ánimo humilde, sin
mucha idea de cómo lidiaría con Lena, que podría ser una asesina, por no hablar de Molly.
—¡Traidor! —dijo Molly, desde detrás de una cazuela de tallarines que estaba
preparando con salsa de tomate, carne y queso. Tenía los brazos manchados hasta los
codos y daba la impresión de haber salido de una sesión de cirugía que había salido mal.
Alguien había cerrado de un portazo la puerta de atrás justo cuando entraba.
—¿Dónde está Lena? —preguntó.
—Salió por detrás. ¿Por qué? ¿Tienes miedo de que revele tu secreto?
Theo se encogió y se acercó a su mujer con los brazos extendidos en actitud de
«dame un respiro». ¿Cómo es que siempre que estaba enfadada sus dientes parecían más
afilados? Theo no recordaba esa cualidad en ningún otro momento.
—Mal, solo lo hice para comprarte algo por Navidad. No quería...
—Oh, eso no me importa. Estás investigando a Lena, a mi amiga Lena. Te
presentaste en su casa como si fuese una criminal o algo así. Es la radiación, ¿verdad?
—Hay pruebas, Molly. Y no es que estuviese colocado. Hallé pelos de un
murciélago de la fruta en la furgoneta de Dale y su novio tiene uno. Y el pequeño Barker
dijo ... —Theo oyó que un·vehículo arrancaba fuera—. Debería hablar con ella.
—Lena no sería capaz de hacerle daño a nadie. Me ha traído queso por Navidad,
por el amor de Dios. Es pacifista.
—Lo sé, Molly. No estoy diciendo que haya hecho daño a nadie, pero necesito
averiguar...
—Creo que lo que hace que saques tu yo mutante es la hierba. —Le estaba
señalando con un tallarín en la mano. En cierto modo, parecía que estaba meneando a una
criatura viva.
—¿De qué estás hablando, Molly? ¿Mi yo mutante? ¿Te estás tomando la
medicación?
—¿Cómo te atreves a llamarme loca? Eso es peor que si me preguntaras si tengo
la regla, que no la tengo, por cierto. Pero no puedo creer que pienses que estoy loca.
¡Bastardo mutante! —Le lanzó un tallarín y él lo esquivó.
—Necesitas la medicación, zorra chiflada. —A Theo no se le daba demasiado
bien la violencia, incluso en forma de sémola empapada, pero tras el estallido inicial,
perdió toda voluntad de pelea—. Lo siento, no sabía lo que decía. Vamos...
—¡Bien! —dijo Molly. Se limpió las manos en un paño y se lo tiró. Mientras lo
esquivaba, él tuvo la sensación de que se movía en un borroso bullet time a lo Matrix, pero
en realidad no era más que un tipo alto un poco pasado de rosca y el paño no le hubiese
dado de todos modos. Molly se fue al dormitorio dando pisotones y se dejó caer sobre el
suelo, al otro lado de la cama.
—Molly, ¿estás bien?
Molly se levantó con un paquete del tamaño de una caja de zapatos envuelto en
papel de regalo. Lo extendió hacia él.
—Toma, cógelo y lárgate. No quiero volver a verte, traidor. Vete.
Theo estaba alucinado. ¿Estaba rompiendo con él? ¿Le pedía que la dejara?
¿Cómo se habían torcido las cosas tanto y tan deprisa?
—No quiero. Estoy teniendo un día verdaderamente malo, Molly. He venido a
casa esperando encontrar algo de simpatía.
—¿Ah, sí? Vale. Ahí va. Ay, el pobrecito Theo fumado, cómo siento que tengas
que investigar a mi mejor amiga la víspera de Nochebuena, cuando podrías estar ahí fuera
en un cultivo ilegal que se parece al decorado de la jungla del pueblo gibón. —Seguía
sosteniendo el regalo y él lo cogió.
¿De qué demonios estaba hablando? Así que la cosa sí que iba del jardín de la
victoria.
—Ábrelo —dijo.
No dijo una palabra más. Apoyó una mano sobre la cadera y le clavó una de esas
miradas que decían «te voy a dar una patada en el culo o te voy a reventar la cabeza» y
que tanto lo excitaban. Él nunca estaba muy seguro de cómo reaccionar ante ellas, solo
que ella obtendría mucha satisfacción de un modo u otro y que a él lo dejaría jodido el día
siguiente. Era la mirada de la Nena Guerrera y en ese momento comprendió con toda
claridad que estaba teniendo una de sus recaídas. Lo más probable es que de verdad no se
estuviera, tomando la medicación. Había que tratar la situación con sumo cuidado.
Retrocedió unos pasos y arrancó el papel de regalo. Dentro, había una caja
blanca con un sello plateado de uno de los más exclusivos sopladores de cristal locales y,
dentro de ella, envuelta en un tejido azul, estaba la pipa más hermosa que jamás hubiera
visto. Parecía un producto del art nouveau, pero confeccionado con materiales modernos,
cristal azul verdoso dicromático ornamentado con ramas plateadas que la recorrían y le
daban la impresión de estar recorriendo un bosque a medida que la giraba en su mano. La
cazoleta y la caña, que encajaban perfectamente en la mano, parecían estar hechas de
plata, al tiempo que las ramas arbóreas parecían amenazar con saltar fuera del cristal en
cualquier momento. Seguro que era una pieza única confeccionada para él personalmente,
con sus testículos en mente. Antes de darse cuenta estaba llorando, y parpadeó entre
lágrimas.
—Es preciosa.
—Ah, ah —dijo Molly—. Así que ya puedes ver que no es tu jardín lo que me
molesta. Eres tú.
—Molly, yo solo quiero hablar con Lena. Su novio ha amenazado con
chantajearme. Solo estaba...
—Cógela y lárgate —dijo Molly.
—Cariño, tienes que llamar a la doctora Val a ver si puede verte...
—Sal de aquí, maldita sea. No me digas que vaya a la loquera. ¡Fuera!
Era inútil. Al menos en ese momento. Su voz había alcanzado el tono frenético
de la Nena Guerrera. Lo recordaba de las veces que la había acompañado al hospital del
condado antes de convertirse en amantes, cuando no era más que la loca del pueblo. Si la
presionaba más acabaría perdiéndola del todo.
—Vale, me voy. Pero te llamaré, ¿de acuerdo?
Ella se limitó a lanzarle esa mirada suya.
—Es Navidad... —un último intento, quizá.
La mirada.
—Bien. Tu regalo está en la estantería más alta del armario. Feliz Navidad.
Cogió unas cuantas mudas y unos calcetines del cajón, unas cuantas camisetas
del armario y se dirigió a la puerta. Ella se encargó de dar tal portazo cuando salió que
rompió una ventana. El chocar de los trozos de cristal contra el suelo parecía resumir su
vida entera.
11
Babas de caracol llenas de alegría
Podría haber estado hecho de caoba bruñida, excepto cuando se movía, que lo
hacía parecer líquido. Las luces del escenario se reflejaban verdes y rojas sobre su calva
mientras oscilaba sobre el taburete y toqueteaba las cuerdas de una Stratocaster rubia
con el cuello roto de una botella de cerveza. Su nombre era Catfish Jefferson y tenía
setenta, ochenta o cien años y, al igual que Roberto, el murciélago de la fruta, usaba gafas
de sol en interiores. Catfish era un músico de blues, y dos noches antes de Navidad se
encontraba en el Cuerno de Caracol cantando un triste blues de doce barras.
—¡Así se habla! —dijo Gabe Fenton—. Toma, toma, verdades como puños,
hermano.
Theophilus Crowe miró a su amigo, uno más en la línea de tipos raros que
atestaban la barra y que se mecían casi a la vez siguiendo el ritmo. Meneó la cabeza.
—Llevo el blues en la sangre —dijo Gabe—. A mí también me jodió.
Gabe había bebido. Theo, aunque no estaba del todo sobrio, no había tornado ni
una copa.
Lo que sí había hecho era compartir con Catfish Jefferson entre bastidores un
delgado canuto de hierba barata del Gran Sur, mientras trataban de arrancar lumbre a un
mechero en medio de una ventolera de cuarenta nudos.
—No sabía que haría este tiempo en vuestro pueblo, cabrones —graznó Catfish
al tiempo que daba tal calada al canuto que el ascua parecía el ardiente ojo de un demonio
mirando desde una cueva, cuyas paredes eran dedos y labios oscuros. Los callos que tenía
en la punta de los dedos eran insensibles al calor.
—El Niño—dijo Theo, soltando una bocanada de humo.
—¿El qué?
—Es una corriente oceánica cálida del Pacífico. Se acerca a la costa cada diez
años, más o menos. Fastidia la pesca, trae consigo lluvias torrenciales, tormentas. Dicen
que posiblemente nos visite este año.
—¿Cuándo se sabrá ? —El músico se había puesto su sombrero de fieltro y se lo
agarraba para que no se lo llevara el viento.
—Normalmente, cuando todo se inunda, se arruinan las vides y un montón de
casas construídas al borde de las barrancas se deslizan al océano.
—¿Y eso es porque el agua está muy caliente?
—Así es.
—Que no os extrañe que el país entero tenga ganas de patearos el culo —dijo
Catfish— Volvamos dentro antes de que el viento arrastre mi delgado culo hasta
Clarksville.
—No se está tan mal —dijo Theo—. Creo que acabará escampando.
Mientras tanto, las chicas correteaban por toda la capilla de Santa Rosa
colocando la decoración y preparando la mesa para la cena. Lena Márquez iba por la
tercera vuelta a la estancia con una escalera portátil, algo de cinta adhesiva y rollos de
papel crepé rojo y verde del tamaño de las ruedas de un camión. El Price Chllli de San
Junípero solo vendía un tamaño, para que uno pudiera decorarse el trasatlántico de un
paseo sin necesidad de volver sobre los pasos. El acto de festonear en serie había
conseguido distraer su mente de los problemas, pero ahora la capilla empezaba a
parecerse a la madriguera de un Ewok daltónico. Si alguien no intervenía pronto, los
invitados a la fiesta correrían el peligro de asfixiarse en una alegre mazmorra de festivo
cautiverio. Afortunadamente, cuando Lena iba con su escalera a punto de empezar la
cuarta ronda, Molly Michon entró en la capilla abriendo de par en par las puertas de doble
hoja. El aire de la incipiente tormenta irrumpió en el interior y arrancó el papel de los
muros.
—¡Joder! —dijo Lena.
El papel crepé revoloteó en un vórtice en el centro de la estancia y acabó
amontonándose debajo de una de las mesas del bufé que Molly había preparado a un lado.
—Ya te dije que una pistola de grapas funcionaría mejor que la cinta adhesiva —
dijo Molly. Sostenía tres cazuelas de acero inoxidable llenas de lasaña y aun así logró
cerrar las puertas con los pies a pesar del viento. Así de ágil era.
—Esto es un lugar histórico, Molly. No se puede ir grapando cosas a los muros.
—Ya, como si eso importara después del Juicio Final. Llévate esto abajo y
mételo en la nevera —dijo Molly mientras le tendía las cazuelas a Lena—. Traeré la pistola
de grapas del coche.
—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió Lena—. ¿Te refieres a nuestras relaciones?
Pero Molly ya se había adentrado en el viento. Últimamente había hecho cada
vez más comentarios crípticos de ese tipo. Era como si estuviese hablando con alguien más
en la habitación, aparte de Lena. Era extraño. Lena se encogió de hombros y regresó al
pequeño cuarto que había detrás del altar y a las escaleras que conducían al piso inferior.
A Lena no le gustaba bajar al sótano de la capilla. En realidad no era un sótano,
sino más bien una bodega: paredes de arenisca que desprendían olor a tierra mojada, un
suelo de cemento que se había puesto allí sin barrera de vapor cincuenta años después de
que se excavara el sótano, con una mezcla tan permeable que producía una capa de limo en
invierno. Incluso cuando la estufa y la calefacción estaban encendidas, nunca hacía
demasiado calor. Además, los viejos bancos de iglesia vacíos que se almacenaban ahí abajo
proyectaban sombras que le hacían sentirse como si alguien la observara.
—Mmmm, lasaña —dijo Marty por Mañana, vuestro muerto de las ondas cuando
estáis al volante—. Tíos y tías, la señorita se ha superado sin duda esta vez. ¿ Podéis oler
eso?
El cementerio era todo un bullicio a la espera de la fiesta de los solitarios.
—Es extremadamente inapropiado, eso es lo que es —dijo Esther—. Supongo que
es mejor que esa horrible Mavis Sand con otra de sus barbacoas. A todo esto, ¿cómo es
que sigue viva? Es mayor que yo.
—Más que la suciedad, querrás decir —dijo Jimmy Antalvo, cuyo rostro aun
estaba incrustado en el poste telefónico de la autopista de la costa del Pacífico, donde se
había estrellado a los diecinueve.
—Por favor, muchacho, si tienes que ser grosero, al menos hazlo con originalidad
—dijo Malcolm Cowley—. No combines el tedio con el cliché.
—Mi mujer solía poner una capa de salchichas italianas picantes entre cada capa
de queso y tallarines —comentó Arthur Tannbeau—. Eso sí que era todo un manjar.
—También explica lo del infarto, ¿no crees? —dijo Bess Leander. El veneno le
había dejado un extraño sabor de boca que ni siete años de muerte habían atenuado.
—Pensaba que habíamos acordado no hablar de la culpabilidad de la CDM —dijo
Arthur—. ¿Es que no estábamos de acuerdo? —CDM era como ellos llamaban a la causa de
la muerte.
—Claro que sí —dijo Marty por la Mañana.
—Espero que canten El buen rey Wenceslao —suspiró Esther.
—Por favor, cierra la puta boca con lo de El buen rey Wenceslao. Nadie se
conoce la letra, nunca se la ha sabido nadie.
—Vaya por Dios, el nuevo está gruñón —dijo Warren Talbot, antiguo pintor de
paisajes que, después de un fallo del hígado a los setenta, estaba ahora fertilizando uno.
—Bueno, será una maravillosa fiesta para cotillear —dijo Marty por la Mañana—.
¿Habéis oído a la mujer del alguacil hablando del Juicio Final? Esa mujer cada día está
más de la olla.
—¡No lo estoy! —gritó Molly, que había bajado al sótano para ayudar a Lena a
hacer espacio en las dos neveras para las ensaladas y los postres que aún quedaban por
bajar.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó Lena, un poco asustada por el estallido.
—Creo que está claro —dijo Marty por la Mañana.
12
El milagro navideño del ángel más tonto del mundo
Se pone el sol. Llega Nochebuena. La lluvia caía con tanta fuerza que parecía no
haber espacio entre las gotas, sino más bien que se estaba derramando un muro de agua, a
ratos horizontal debido a las rachas de viento de más de cien kilómetros por hora. En el
bosque que había tras la capilla de Santa Rosa, el ángel masticaba sus Snickers y palpaba
con una mano húmeda las huellas de neumático que le recorrían el cuello, mientras se
lamentaba de no haber solicitado datos más concretos.
Estuvo tentado de acudir de nuevo al muchacho y preguntarle dónde estaba
enterrado Papá Noel exactamente. Cayó en la cuenta de que «en alguna parte del bosque
detrás de la iglesia» no era muy preciso que digamos. Pero volver atrás en busca de datos
más concretos arrebataría lo milagroso del milagro.
Ese era el primer milagro de Navidad de Raziel. Lo habían pasado por alto para
ese tipo de tareas durante dos mil años, pero al fin había llegado su turno. Bueno, en
realidad había llegado el turno del arcángel Miguel, pero Raziel acabó haciéndose con el
encargo al perder una partida a las cartas. Miguel había apostado el planeta Venus contra
su milagro navideño de aquel año. ¡Venus! Aunque no estaba muy seguro de lo que habría
hecho con Venus si hubiese ganado, Raziel sabía que necesitaba el segundo planeta, aunque
solo fuese porque era grande y luminoso.
No le gustaba lo abstracto de la misión del milagro navideño. «Ve a la Tierra y
encuentra un niño que haya pedido un deseo de Navidad que solo pueda concederse
mediante intervención divina, y entonces se te otorgarán los poderes para conceder dicho
deseo». Había tres partes. ¿No sería mejor dar el trabajo a tres ángeles diferentes? ¿No
debería haber un supervisor? Ojalá hubiera podido cambiar aquello por la destrucción de
una ciudad. Eso era mucho más sencillo. Encuentras la ciudad, matas a todo el mundo,
arrasas todos los edificios y si la cagas siempre puedes dar caza a los supervivientes en
las colinas y acabar con ellos con una espada, cosa que a Raziel le proporcionaba especial
gusto. A menos que, por supuesto, destruyeras la ciudad equivocada, y ¿cuántas veces
había hecho eso? ¿Dos? De todos modos, las ciudades de aquellos tiempos no eran tan
grandes, la gente suficiente para llenar un par de Wal-Marts. Eso sí que sería una misión,
pensó el ángel: «¡Raziel! Ve a la Tierra y desata la destrucción de dos Wal-Marts de buen
tamaño, mata hasta que mane la sangre de todos los establecimientos y no queden más que
escombros de los edificios y, de paso, llévate unas cuantas barritas de Snickers».
Un árbol cercano se partió con estrépito debido al fuerte viento y el ángel salió
de su ensoñación. Tenía que hacer el milagro y largarse. Podía ver a través de la lluvia que
la gente empezaba a llegar a la pequeña iglesia, pugnando con el viento y la lluvia mientras
las luces del interior parpadeaban para denotar el principio de la fiesta. No había marcha
atrás, se dijo el ángel. Solo tendría que pasar volando, cosa que, habida cuenta de que era
un ángel, debería dársele bien.
Alzó los brazos a ambos lados y la gabardina negra fluyó tras él, transportada
por el viento, gesto que exhibió las puntas de sus alas dobladas. Con su mejor voz, lanzó el
conjuro.
—¡Que el que aquí yace muerto se levante! —Hizo una especie de movimiento con
la mano para cubrir buena parte del área—. ¡Que el que está muerto vuelva ala vida!
¡Levántate de tu tumba esta Navidad y vive! —Raziel echó un ojo a la barrita a medio
comer que sostenía en la mano y pensó que quizá debía ser más específico en cuanto a lo
que se suponía que tenía que pasar—. ¡Sal de la tumba, celebra, festeja!
Nada. No pasó nada.
Ahí, se dijo el ángel. Se metió en la boca lo que quedaba de la barrita y se limpió
las manos en la gabardina. La lluvia había menguado un poco y pudo atisbar el bosque. No
pasaba nada.
—¡Yo lo ordeno! —dijo, con su voz de ángel temible. Nada de nada. Agujas de
pino mojadas, algo de viento, árboles que se bamboleaban, lluvia. Ningún milagro.
—¡Contemplad! —dijo el ángel—. ¡Pues no estoy de broma!
En ese instante sopló una ráfaga de viento y otro pino cercano se partió y cayó a
escasos centímetros del ángel.
—Ahí. Solo llevará un poco de tiempo.
Salió del bosque y bajó por Worchester hacia el pueblo.
—Vaya, me ha entrado mucha hambre de golpe —dijo Marty por la Mañana, todo
muerto.
—Lo sé —dijo Bess Leander, envenenada, aunque vivaz—. Me siento realmente
extraña. Hambrienta y algo más. Nunca me sentí así antes.
—Oh, querida —dijo Esther, la profesora de escuela—, de repente no puedo
hacer otra cosa que pensar en sesos.
—¿Y qué hay de ti, chaval? —preguntó Marty por la Mañana—. ¿También estás
pensando en sesos?
—Oh, sí —repuso Jimmy Antalvo—. Podría comer algo.
Tucker Case
En esta foto podemos ver a una decente familia de California posando a orillas
del lago de su finca en Elsinore, California (se trata de una foto de 20x25 satinada y
grabada en relieve con la marca de un estudio fotográfico profesional).
Todos están curtidos y parecen gozar de buena salud. Tucker Case ronda los
diez años y va vestido con una chaqueta de deportes con un escudo de deporte de vela en
el bolsillo frontal y unos mocasines adornados. Está delante de su madre, que tiene el
mismo cabello rubio y los mismos ojos azules brillantes, una sonrisa amplia, no porque
quiera exhibir el acabado del dentista, sino porque está a punto de estallar de la risa de
un segundo a otro. Tres generaciones de Case (hermanos, hermanas, tíos, tías y primos)
están perfectamente peinadas, planchadas, lavadas y lustradas. Todos sonríen, a
excepción de la muchachita del fondo, que luce una expresión de abyecto terror en la
cara.
Una mirada más cercana revela que algo está tirando de la parte trasera de su
vestido navideño a la izquierda y, escondida a un lado, saliendo a hurtadillas de la
chaqueta de deportes azul, está la mano del joven Tuck, que acaba de robar un incestuoso
pellizco del trasero su prima Janey de once años.
Lo interesante de esta foto no es el subrepticio botín, sino la causa, porque el
Tucker Case que vemos aquí está en una edad en la que le interesa más romper cosas que
el sexo, aunque es precozmente consciente de que sus actos van a alterar a su prima. Esa
es su razón de ser. Hay que subrayar que Janey-Robbins Case destacará como una
picapleitos de éxito y abogada de los derechos de las mujeres, mientras que Tucker Case
acabará siendo un triste adicto al sexo abocado a romperse el corazón cada dos por tres,
y con un murciélago de la fruta por mascota.
Lena Márquez
Esta foto fue tomada en algún patio durante un día soleado. Hay niños por todas
partes, y está claro que se está celebrando una gran fiesta.
Ella tiene seis años y lleva un vaporoso vestido rosa y unos zapatos de charol.
Está muy mona, con su largo pelo negro recogido en dos colas de caballo con lazos rojos
que revolotean tras ella como cometas de seda mientras ella corretea en busca de una
piñata. Tiene los ojos vendados y la boca bien abierta, y exhala al mundo esa aguda sonrisa
que es el sonido mismo de la alegría porque acaba de dar con algo duro con el palo y está
segura de que han caído los caramelos, los juguetes y las matracas para deleite de todos
los niños. Lo que en realidad ha hecho ha sido golpear a su tío Octavio en los cojones.
El tío Octavio ha sido captado en el momento justo de la transición, cuando su
expresión pasa de la alegría a la sorpresa, y de ahí al dolor, todo en un instante. Lena aún
parece dulce y adorable, inmaculada por el desastre que acaba de crear. ¡Feliz Navidad!1
Molly Michon
1
N. del editor: en castellano en el original.
Molly lleva un vestido rojo de bailarina con lentejuelas, botas de hule a juego que le llegan
casi hasta la mitad de la pierna y luce una atrevida sonrisa con un agujero donde deberían
estar los dientes frontales. Tiene un pie metido en un camión basurero Tonka como si lo
acabara de conquistar en una dura lucha. Su hermano pequeño Mike, de cuatro años,
intenta arrebatarle el trofeo de los pies con lágrimas en los ojos. El otro hermano de
Molly, Tony, de cinco años, mira a su hermana hacia arriba, como si fuese la princesa de
todo lo bueno. Ella ya le ha derramado encima todo un cuenco de Lucky Charms, como hace
con los dos cada mañana.
Al fondo, vemos a una mujer en bata tumbada en el sillón, con una mano fláccida
que sostiene un cigarrillo que se ha consumido hace horas. La plateada ceniza ha dejado
una mancha en la alfombra.
Nadie sabe quién tomó la foto.
Dale Pearson
Esta fue tomada hace pocos años, cuando Dale aún estaba casado con Lena. Nos
encontramos en la fiesta de Navidad de la hermandad del Caribú y Dale está, una vez más,
disfrazado de Papá Noel, sentado sobre un trono improvisado. Está rodeado de
juergüistas borrachos que no paran de reír mientras sostienen diversos artículos de
broma que Dale ha ido distribuyendo durante la noche. Dale sostiene su propio artículo, un
pene de goma de 35 centímetros tan grueso como una lata de sopa. Lo esgrime ante Lena
con mirada lasciva y ella, enfundada en un vestido negro de cóctel y un collar de perlas,
recibe con cierto horror sus palabras, a saber: «Luego daremos buen uso a este bribón,
¿no, cielito?».
La ironía de todo esto es que más tarde, esa misma noche, él se puso uno de sus
antiguos uniformes de las SS alemanas (menos los botines) y le pidió a Lena que hiciese
con su nuevo amiguito exactamente lo mismo que ella le dijo que podía hacer con él en la
fiesta. Nunca sabría si fue ella quien le dio la idea, pero supondrá una piedra angular en su
inminente divorcio.
Theophilus Crowe
A los trece años, Theo Crowe ya mide casi dos metros y pesa cincuenta kilos. Es
la típica escena de los tres Reyes Magos tras la estrella. La clase de música de 7° está
tocando Amahl y los visitantes nocturnos. Aunque en un principio se pensó que Theo fuese
uno de los Reyes, ahora está disfrazado de camello. Las orejas son la única parte de su
cuerpo proporcionada y parece un camello de alambre salido de la mano del mismo
Salvador Dalí. Perdió la oportunidad de interpretar a Baltasar, el rey etíope, cuando
anunció que los Magos habían llegado con oro, Frankenstein y mirra. Más tarde, él, los
otros dos camellos y la cabra fueron suspendidos por fumarse la mirra (nunca los habrían
cogido si la cabra, entre bastidores, no hubiese propuesto jugar a «mata al hombre con el
niño Jesús». Evidentemente, la mirra era lo primero que se fumaban).
Gabe Fenton
Esta la tomaron el año pasado en el faro donde Gabe tiene la cabaña. Al fondo
puede verse el faro y las olas espumosas azuzadas por el viento. Puede decirse que es un
día ventoso porque el gorro de Papá Noel que luce Gabe se agita hacia un lado mientras
sostiene los cuernos de reno sobre la cabeza de Skinner. Acuclillada cerca de ellos,
embutida en una chaqueta roja de estilo casaca napoleónica de St. John de mil dólares,
con botones de bronce y entrelazados dorados en los hombros, está la doctora Valerie
Riordan. El corte de su pelo castaño rojizo hace que se oculte tras las orejas para
resaltar los pendientes de aro de diamantes. Lleva la cara pintada como una puerta, como
si se la hubieran lijado y un equipo de efectos especiales se la hubiera repintado para que
pareciera más brillante, mejor y más ágil que cualquier rostro humano. Intenta sonreír a
la cámara con todas sus fuerzas. Se agarra el pelo con una mano, y parece estar
acariciando a Skinner, pero si lo examina más de cerca queda claro que lo está apartando.
Una carrera en sus medias a la altura de la rodilla delata un pretérito intento por parte
de Skinner de frotarse contra la pierna de la hembra del tipo de la comida.
Gabe presenta un aire desaliñado con su chaqueta militar y sus botas de
montaña. Lleva en botas y pantalones una capa de arena, porque esa mañana ha estado
encima de las focas, pegando dispositivos de seguimiento por satélite en sus lomos. Luce
una sonrisa amplia y llena de esperanza, sin la menor idea de que algo no encaja en esta
foto.
Esta foto fue tomada en la isla de Guam, el lugar de nacimiento de Roberto. Hay
palmeras en primer plano. Salta a la vista que es joven, porque todavía no lleva sus gafas
Ray Ban ni tiene un dueño al que llevarle mangos. Está enrollado en una corona de flores
navideña hecha de frondas de palmera decorada con pequeñas papayas y nueces de palma
rojas. Se relame la pulpa de papaya de su cara perruna. Las niñas que lo encontraron en la
corona esa mañana posan a ambos lados de la puerta de la que cuelga la corona. Ambas
tienen el pelo moreno largo y rizado de su madre de Chamorro, y los ojos verdes de su
padre católico irlandés y piloto estadounidense. El padre es el que está tomando la foto.
Las niñas llevan unos vestidos floreados con mangas vaporosas.
Más tarde, después de acudir a la iglesia, tratarán de meter a Roberto en una
caja para luego cocinarlo y servirlo con tallarines. Aunque escapará, el incidente
traumatizará al joven murciélago y dejará de hablar durante años.
14
La camaradería en unas Navidades solitarias
Theo se puso la camisa de policía para la fiesta de Navidad para solitarios. No
es que no tuviera otra cosa que ponerse, porque aún le quedaban un par de prendas limpias
y una sudadera de pesca en el Volvo que había conseguido llevarse de la cabaña, sino que
con la tormenta encima sintió que debía acudir en calidad de oficial de la ley. Su camisa
del uniforme tenía unas charreteras en los hombros (sirven para, eh… bueno, sujetar un
gorro..., para llevar al loro, ah, no…) que estaban muy chulas y tenían aspecto militar, y
además tenía un pequeño orificio en el bolsillo donde podía sujetar la placa y otro donde
podía meter un bolígrafo, lo que era muy práctico en medio de una tormenta si lo que se
quería era tomar notas de algo así como: «siete de la tarde, aún hace un viento de
cojones».
—Vaya, hace un viento de cojones —dijo Theo. Eran las siete de la tarde.
Theo estaba en un rincón de la estancia principal de la capilla de Santa Rosa
junto a Gabe Fenton, que vestía una de sus camisas de científico: una prenda caqui con
muchos bolsillos, aberturas, botones, huecos, charreteras, cremalleras, tiras de velero y
demás chismes donde perderlo todo irremisiblemente y lijarte los pezones mientras
rebuscas en todo ello y dices: «sé que lo tenía en alguna parte».
—Sí —dijo Gabe—. Soplaba a ciento veinte por hora cuando salí del faro.
—¿Lo dices en serio? ¿Ciento veinte millas por hora? Vamos a morir —dijo Theo.
De repente se sentía mejor.
—Kilómetros por hora —matizó Gabe—. Ponte delante de mí, me está mirando. —
Agarró a Theo por la charretera (¡ajá!) y tiró de él para evitar que lo observaran desdé el
otro lado de la sala. Allí, enfundada en un Armani y unos Ferragamos rojos, Valerie
Riordan bebía a sorbos un refresco de arándano con soda de un vaso de plástico.
—¿Qué hace ella aquí? —murmuró Gabe—. ¿Es que no ha recibido una oferta
mejor de algún ejecutivo guapo o algo así? —Gabe pronunció la palabra «ejecutivo» como
si le supiese a podrido y necesitara escupirla antes de que le pusiera enfermo, que era
exactamente como quería que sonase. Aunque Gabe no vivía en una torre de marfil, sí que
lo hacía cerca de una, y eso le daba una perspectiva sesgada de los negocios.
—El ojo te está temblando de mala manera, Gabe. ¿Estás bien?
—Creo que es culpa de los electrodos. Está muy guapa, ¿no crees?
Theo miró en dirección a la ex novia de Gabe. Se fijó en los tacones, las medias,
el maquillaje, el pelo, las líneas de su traje, la nariz, los labios, y se sintió: como si
estuviera contemplando un coche deportivo que no se podía permitir, que no sabría
conducir y con el que solo podía imaginarse atrapado entre hierros arrugados, aplastados
contra un poste telefónico.
—El color de labios va a juego con sus zapatos —dijo Theo, sin responder del
todo a su amigo. No era habitual ver esas cosas en Pine Cove. Bueno, Molly tenía un
pintalabios negro que iba a juego con sus botas, las que se solía poner sin nada más, pero
la verdad era que no quería pensar en ello. De hecho, de momento solo tendría significado
si pudiera compartirlo con Molly, cosa que sabía que no iba a ser posible y le produjo unos
fugaces celos de los temblores de Gabe.
Las puertas dobles se abrieron y el viento irrumpió en la capilla, se llevó un par
de puestos de papel crepé que aún colgaban de la pared y tiró un par de adornos del·árbol
de Navidad gigante. Tucker Case entró con la chaqueta empapada y una cabeza peluda en
la cremallera la medio abrochar.
—No se admiten perros —advirtió Mavis Sand, mientras pugnaba con las puertas
para cerrarlas—. Los dos últimos años hemos dejado venir a niños y tampoco me ha
gustado la idea.
Tuck empujó la otra puerta hasta cerrada y luego ayudó a Mavis con la suya.
—No es un perro —dijo.
Mavis se volvió y clavó la mirada en la cara de Roberto, que emitió un leve
ladrido.
—Eso es un perro —dijo ella—. No se parece mucho a un perro, lo admito, pero
es un perro. Y lleva puestas gafas de sol.
—¿Y?
—Está oscuro, imbécil. Líbrate del perro.
—Que no es un perro —insistió Tuck, y, para ilustrar su argumento, se
desabrochó la chaqueta, cogió a Roberto por las patas y lo lanzó al techo. El murciélago
emitió un gañido, extendió las alas correosas y voló hasta la cima del árbol, donde se
aferró a la estrella, la giró a medias y se colgó de ella con aspecto un tanto escalofriante
a pesar de las alegres' gafas rosas.
Todo el mundo, unas treinta personas, dejó lo que estaba haciendo y miró. Lena
Márquez, que había estado cortando lasaña en porciones cuadradas en la mesa del bufé,
miró también, vio de soslayo a Tuck y apartó la mirada. A excepción del radiocasete, que
no dejaba de emitir villancicos reggae, y el viento y la lluvia que aporreaban desde el
exterior, reinaba un absoluto silencio.
—¿Qué? —dijo Tuck a todo el mundo—. Actuáis como si no hubieseis visto un
murciélago en vuestra vida.
—Parecía un perro —dijo Mavis, a su espalda.
—¿Entonces no tenéis una política de exclusión de murciélagos? —dijo Tuck, sin
darse la vuelta.
—Supongo que no. ¿Sabías que tienes un culo estupendo, chico piloto?
—Sí, es una maldición —repuso Tuck. Echó un ojo al techo en busca de algún
muérdago bajo el cual pudiera quedar atrapado, vio a Theo y a Gabe y enfiló en línea recta
el rincón donde se escondían.
—Oh, Dios mío —dijo Tuck mientras se acercaba—. ¿Habéis visto a Lena,
chicos? Está buenísima, ¿no creéis? Cuánto la echo de menos.
—Por Dios, tú también no —dijo Theo.
—Ese gorro de Papá Noel me vuelve loco.
—¿Eso es un Pteropus tokudae? —preguntó Gabe, asomándose furtivamente
desde detrás de Theo y haciendo un gesto con la cabeza hacia el árbol y el murciélago.
—No, es Roberto. ¿ Por qué te escondes detrás del alguacil?
—Mi ex está aquí.
—¿Esa pelirroja trajeada? —preguntó después de mirar.
Gabe asintió.
Tuck lo miró, luego otra vez a Val Riordan, que ahora charlaba con Lena
Márquez, y de nuevo a Gabe.
—Caramba, sacaste los pies de tu banco genético, ¿eh? Permíteme que te
estreche la mano. —Rodeó a Theo y·le ofreció la mano al biólogo.
—No nos caes bien, ¿sabes? —dijo Theo.
—¿De veras? —Tuck replegó la mano. Se inclinó para mirar a Gabe—. ¿De veras?
—No es para tanto—dijo Gabe—. Es solo que está un poco enfadado.
—No estoy enfadado —dijo Theo, pero la verdad es que sí estaba un poco
enfadado. Un poco triste. Un poco fumado. Un poco descompuesto porque la tormenta no
hubiese estallado con la fuerza que había deseado y un poco emocionado ante la
posibilidad de que aquello acabara como un desastre. Theophilus Crowe sentía una íntima
predilección por el desastre.
—Comprensible —dijo Tuck, apretando el hombro de Theo—. Tu mujer era un
bomboncito.
—Es un bomboncito —le corrigió Theo, y luego añadió—: ¡Eh!
—Está bien—dijo Tuck—. Has sido un hombre afortunado.
Gabe Fenton estrechó el otro hombro de Theo.
—Es verdad —le dijo—. Cuando Molly no está como una cabra es un verdadero
bomboncito. La verdad es que lo es aunque esté como una cabra.
—¡Podéis dejar de llamar a mi mujer bomboncito! Tampoco sé muy bien qué
quiere decir eso.
—Es algo que decimos en las islas —dijo Tuck—. Lo que quiero decir es que no
tienes nada de lo que avergonzarte. Los dos habéis tenido una buena trayectoria. No creo
que vaya a perder el juicio para siempre. Sabes, Theo, de tanto en tanto Eraserhead se ve
con Tinker Bell, o Sling Blade Carl se case con Lara Croft; esas cosas nos dan esperanza,
pero, no se puede contar con ello. Porque los tíos como nosotros deberíamos estar solos si
algunas mujeres no tuvieran un profundo sentido de autodestrucción. ¿Me equivoco,
profesor?
—Es verdad —dijo Gabe con un gesto parecido al de jurar sobre la Biblia. Theo
lo atravesó con la mirada.
—Con el tiempo, la mujer cae en la cuenta —continuó Tuck.
—Lo único que pasa es que ha dejado de tomarse la medicación.
—Lo que sea —dijo Tuck—. Solo digo que es Navidad y deberías estar contento
de haber engañado a alguien para que te amara.
—La voy a llamar —dijo Theo. Sacó el móvil del bolsillo de su camisa de policía y
apretó el botón del número de casa.
—¿Val lleva pendientes de perlas? —preguntó Gabe—. Se los compré yo.
—Salpicaduras de diamantes —dijo Tuck, mirando por encima del hombro.
—Maldita sea.
—Mirad a Lena con su gorro de Papá Noel. Esa mujer tiene un talento con el
oropel, no sé si me explico.
—No tengo ni idea de lo que quieres decir—admitió Gabe.
—Yo tampoco. Solo ha sonado raro —dijo Tuck. ·
Theo cerró de golpe el teléfono.
—Os odio a los dos.
—No lo hagas —dijo Tuck.
—¿No hay línea? —preguntó Gabe.
—Voy a ver si la radio de la policía que tengo en el coche funciona.
Theo salió del coche y metió los pies en una papilla de barro hasta los tobillos. A
pesar del frío, el viento, la lluvia y el lodo que le chorreaba por las botas, Theo suspiró, ya
que estaba profunda y tristemente fumado, deslizándose hacia un cómodo lugar donde
todo, incluida la lluvia, era culpa suya y tenía que aprender a vivir con ello. No era un
episodio sensiblero de autocompasión de las que se derivan de un güisqui irlandés, ni una
reprimenda airada empapada en tequila, ni siquiera un arranque de paranoia, sino más bien
un poco de melancolía, de odio hacia uno mismo y la comprensión de lo fracasado que era.
—Skinner, vuelve aquí. Venga, chico, vuelve al coche. Theo apenas podía ver a
Skinner, pero el perro estaba de espaldas arrastrando algo que parecía un montón de ropa
mojada, como si mordisquease una y otra vez con la boca abierta y la lengua colgando.
Probablemente sea un mapache muerto, pensó Theo, tratando de quitarse la
lluvia de los ojos. Yo nunca he estado tan contento. Nunca lo estaré.
Dejó al perro con su fiesta particular y se arrastró de nuevo hacia la fiesta.
Sintió una mano al cuello mientras trataba de alcanzar con dificultad las puertas dobles y
luego creyó escuchar un lamento cuando las cerró tras de sí, pero seguramente era el
viento. La verdad es que no parecía el viento, pero tenía que serlo.
15
Un fugaz flash de Molly .
—¡Por el cuerno escarlata de Nigoth, yo te ordeno que hiervas! —chilló la Nena
Guerrera. ¿De qué servía un poder superior si no era capaz de ayudarte· siquiera a hacer
la sopa de fideos? Molly estaba junto a la estufa, desnuda a excepción del ancho ceñidor
del que colgaba la vaina de su espadón en el centro de su espalda, lo que le otorgaba el
aspecto de alguien que había ganado honores en la cabalgata de Miss Nudista Violenta
Aleatoria. Tenía la piel empapada de sudor, no porque hubiese estado trabajando fuera,
sino porque había hecho añicos la mesa del café con su espada rota y la había quemado en
la chimenea junto con dos sillas del juego de comedor. Hacía un calor sofocante en la
cabaña. Aún no se había ido la luz, pero no tardaría, y la Nena Guerrera de Allende la
Frontera había activado a su modo de supervivencia un poco antes que el resto de la
gente. Estaba en la descripción de su trabajo.
—Es Nochebuena —dijo el narrador—. ¿No deberíamos cenar algo más festivo?
·¿Ponche de huevo? ¿Qué tal una galletitas de azúcar con la forma de Nigoth? ¿Tienes
confeti morado?
—¡Te conformarás con nada! No eres más que un fantasma sin alma que me acosa
y se agita en mi mente como una araña. Cuando llegue mi cheque el día 5, te desterraré al
abismo para siempre.
—Yo solo digo: ¿desmenuzar la mesa del café? ¿Gritarle a la sopa? Creo que
podrías canalizar tus energías de una manera más positiva. Algo más acorde con el espíritu
navideño.
En un fugaz flash de Molly, la Nena Guerrera se dio cuenta de que había una
línea que podía atravesar, donde el narrador se convertía en la voz de la razón en
oposición a la voz molesta que trataba de inducirle acciones. Bajó el fuego hasta el punto
medio y fue al dormitorio.
Puso un taburete al lado del armario y se subió a ver si podía alcanzar la
estantería de atrás. El problema de casarse con un tipo tan alto era que más de una vez te
veías escalando muebles para alcanzar cosas que se pusieron ahí por conveniencia. Eso, y
que hacía falta una plancha industrial para planchar una de sus camisas. No es que lo
hiciera muy a menudo, pero cuando se intenta acometer una arruga en una manga de un
metro, tienes muchas probabilidades de no plancharla de una vez. Ya estaba chiflada, no
necesitaba tener que llevar a cabo tareas frustrantes.
Tras palpar la estantería más alta y recorrer la funda de la Glock de Theo, su
mano dio con un paquete envuelto en terciopelo. Bajó del taburete y se llevó el paquete al
sillón, donde se sentó y lo desenvolvió lentamente.
La vaina estaba hecha de madera. De alguna manera había sido laminada con
capas de seda negra, de tal forma que parecía beberse la luz de la habitación. El puño
estaba envuelto con un cordón de seda negra y la guarda estaba decorada con unas
filigranas que reproducían la imagen de un dragón. La cabeza de marfil de un dragón
sobresalía del pomo. Cuando extrajo la espada de la vaina, contuvo el aliento. Enseguida
supo que era real, antigua, y tenía que haber sido extraordinariamente cara. Era la hoja
más afilada que jamás había visto, y era un tashi, no una katana. Theo sabía que preferiría
la espada más larga y pesada para ensayar, que pasaría horas entrenando con esa valiosa
antigüedad y no la encerraría en· una urna para limitarse a mirarla.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos y la hoja se convirtió en una difusa mancha
plateada. Había puesto en riesgo su libertad y su orgullo para comprar esa espada, para
admitir esa parte de ella que todo el mundo parecía querer perder de vista.
—Se te va a quemar la sopa —dijo el narrador— niñita sentimental y mariquita.
Y así era. Podía oír el siseo del agua al caer sobre el fuego. Molly se puso en pie
y buscó un lugar donde poner la espada. Hacía ya tiempo que la mesa del café se había
convertido en cenizas. Miró la estantería que había debajo de la ventana de delante y en
ese momento se produjo un estruendo ensordecedor al ceder uno de los pinos de fuera,
seguido por crujidos más suaves a medida que se llevaba por delante ramas y árboles más
bajos de camino al suelo. Se produjeron unos destellos en el exterior y la luz se fue
mientras la cabaña entera se estremecía con el impacto del árbol en el patio frontal.
Molly pudo ver cómo las líneas eléctricas emitían destellos naranjas y azules en la noche.
Por la ventana también pudo ver una oscura silueta que la observaba.
16.
Así que...
Así que se jodió la cosa.
17
Sabe si habéis sido buenos o malos...
A pesar de estar horrorizada por lo que estaba ocurriendo en la entrada de la
capilla, con todo eso de los tiros, la succión de sesos y las amenazas, Lena Márquez no
pudo evitar pensar: Oh que situación más extraña, mis dos ex están aquí. Allí estaba Dale,
vestido de Papá Noel y empapado de barro, sangre y sesos mientras rugía de ira, y allá
estaba Tucker, que corría hacia la parte de atrás para esconderse debajo de una de las
mesas del bufé.
Muchos gritaban y corrían, pero la mayoría se había quedado paralizada por la
conmoción. Y Tucker Case encarnaba al cobarde consumado. Menuda vergüenza sentía
Lena.
—¡Puta! —gritó el muerto Dale Pearson mientras la apuntaba con su revólver del
38—. ¡Vas a ser mi cena! —y empezó a avanzar por el suelo de pino.
—¡Cuidado, Lena! —gritó alguien desde detrás de ella.
Lena se dio la vuelta justo a tiempo para apartarse cuando la mesa del bufé se
levantó y empezó a lanzar a diestro y siniestro, platos llenos de lasaña. Los quemadores de
alcohol que había bajo las cazuelas lanzaban llamaradas azules mientras Tucker Case ponía
ante sí la mesa y lanzaba un grito de guerra.
Theo Crowe vio lo que pasaba y apartó a un grupo de gente mientras Tuck
embestía por la sala con la mesa por delante hacia la aglomeración de muertos vivientes.
Dale Pearson disparó a la mesa mientras se le acercaba, y logró descerrajarle tres tiros
antes de que chocara contra él.
—¡Crowe, la puerta, la puerta! —gritó Tuck mientras empujaba a Dale y sus
amigos muertos hacia el exterior. La llama azul se abrió paso por la barba blanca de Dale y
por las piernas de Tuck mientras este la emprendía a empujones hacia la oscuridad de la
noche. Theo recorrió la sala a toda prisa y salió para agarrar las puertas. Un muerto con
chaqueta de cuero y al que solo le quedaba un brazo rodeó la mesa de Tuck y consiguió
aferrarse a Theo, quien le puso un pie en el pecho y lo empujó escaleras abajo. Theo logró
cerrar una puerta y luego la otra. Por un momento, dudó.
—¡Cierra la maldita puerta! —chilló Tuck, al que ya le flaqueaban las piernas en
su pulso contra los muertos vivientes. Theo vio manos podridas que intentaban llegar
hasta Tuck desde el otro lado de la mesa. Un hombre, cuya mandíbula apenas si pendía de
un hilo de carne, profería alaridos al piloto mientras trataba de clavarle la dentadura
superior en la mano. Lo último que Theo vio antes de cerrar la puerta fueron las llamas
azules que cubrían los pantalones de Case bajo la lluvia.
—Traed aquí una de esas mesas —gritó Theo—. Hay que atrancar la puerta.
Poned la mesa bajo los pomos.
Hubo un instante de paz, donde lo único que se escuchó fue el sonido del viento
y la lluvia, y a Emily Barker, que acababa de presenciar cómo su ex recibía un tiro en la
cabeza y le succionaban los sesos.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Ignacio Núñez, un regordete hispano propietario de
la guardería del pueblo—. ¿Qué demonios ha sido eso?
Lena Márquez había acudido instintivamente junto a Emily Barker, se había
arrodillado junto a ella y la había rodeado con el brazo. Miró a Theo.
—Tucker se ha quedado fuera. Está ahí fuera.
Theo Crowe se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba mirando. Le costaba
recuperar el aliento y sentía el martilleo del pulso en los oídos. Sentía ganas de mirar a
otro en busca de respuestas, pero al repasar la sala (unas cuarenta caras aterrorizadas),
comprendió que toda la responsabilidad se concentraba en su persona.
—Joder —se dijo mientras bajaba la mano a la altura de la cadera, donde solía
estar sujeta la funda del arma.
—Está en la mesa de mi casa —dijo Gabe Fenton, que mantenía la otra mesa de
bufé contra las puertas para asegurarlas.
—Quita la mesa —dijo Theo, mientras pensaba: ese tío ni siquiera me cae bien.
Ayudó a Gabe a quitar la mesa que bloqueaba la puerta y se preparó para salir mientras
Gabe asía los pomos.
—Cierra cuando salga. Cuando me oigas gritar «déjame entran, bueno...
En ese preciso instante se produjo un estruendo tras ellos y algo entró volando
por una de las altas ventanas de cristales ahumados, en medio de una lluvia de cristales
rotos que fueron a aterrizar en medio de la sala. Mojado, achicharrado y cubierto de
sangre, Tucker Case se levantó como pudo y dijo:
—No sé quién habrá aparcado debajo de esa ventana, pero mejor será que
mueva el coche, porque si esas cosas se suben entrarán por la misma ventana que yo.
Theo observó la línea de ventanas de cristal ahumado que recorría los laterales
de la capilla. Había ocho a cada lado. Cada una de ellas estaba a unos dos metros del suelo
y medía sesenta centímetros de ancho. Cuando se construyó la capilla, el cristal ahumado
era caro y la comunidad pobre, razón por la que uno de los factores de defensa de aquella
noche era tan pequeño. No había más que una ventana grande en todo el edificio, justo
detrás de donde antes estaba el altar y donde ahora se encontraba el enorme árbol de
Navidad de Molly. Se trataba de un cristal ahumado de 1,80 por 3 metros con un motivo
de la catedral de Santa Rosa, patrona de los decoradores de interiores, que representaba
a la Virgen.
—Nacho —gritó Theo a Ignacio Núñez—, a ver si encuentras algo en el sótano
para bloquear esa ventana.
Como si hubieran hecho cola, dos putrefactos y babeantes rostros llenos de lodo
aparecieron por donde Tuck había entrado y trataron de agarrar el alféizar con manos
esqueléticas para penetrar en la capilla.
—¡Dispárales! —gritó Tuck desde el suelo—. ¡Dispara a esas jodidas cosas, Theo!
Theo se encogió de hombros y negó con la cabeza. No tenía pistola.
Algo pasó a toda prisa junto a Theo, quien se dio la vuelta para ver cómo Gabe
Fenton corría hacia la ventana como si el mismo diablo le estuviese pinchando con el
tridente. Llevaba una cazuela de acero llena de lasaña, con la aparente intención de
lanzarse por la ventana en un acto rastafari de sacrificio. Theo cogió al biólogo del cuello,
como si detuviese a un perro después de una carrera. La inercia hizo que las manos y los
pies se le fueran por delante con la cazuela, con lo que tres kilos de humeante queso
fundido salieron por la ventana, abrasaron a los atacantes y llenaron la pared que
enmarcaba la ventana de salsa roja.
—Eso es, lanzadles aperitivos, eso los ralentizará —gritó Tuck—. ¡Ahora una
salva de pan de ajo!
Gabe se incorporó y se encaró a Theo, o lo hubiera hecho de ser unos
centímetros más alto.
—¡Trataba de salvarnos! —dijo con severidad a su esternón.
Antes de que Theo pudiera responder, Ignacio Núñez y Ben Miller, antigua
estrella de las carreras que rondaba la treintena, les llamaron la atención para que
despejaran el camino. Ambos hombres se dirigían a la ventana rota con otra mesa de bufé.
Gabe y Theo ayudaron a Ben a sujetar la mesa mientras Nacho la clavaba a la pared.
—Encontré algunas herramientas en el sótano —dijo el hispano entre martillazo
y martillazo. Las uñas de los muertos vivientes arañaban por el otro lado mientras ellos
clavaban la mesa.
—¡Odio el queso! —gritó uno de los cadáveres, que al parecer conservaba aún
algo con lo que gritar—. Me resta movilidad.
El resto de los muertos vivientes empezó a golpear las paredes.
—Necesito pensar —dijo Theo—. Solo necesito un segundo para pensar.
_____________
Lena estaba curando las heridas de Tucker Case con unas gasas y antibióticos
que había encontrado en el botiquín de la capilla. Las quemaduras de piernas y torso eran
superficiales. La lluvia había apagado gran parte del fuego antes de que llegara a penetrar
las prendas, y a pesar de que la chaqueta de cuero le había protegido de la caída a través
de la ventana, tenía un profundo corte en la frente y otro en el muslo. Una de las balas
que Dale había disparado a la mesa había rozado las costillas de Gabe y le había dejado un
corte de recuerdo.
—Eso ha sido lo más valiente que he visto en la vida —dijo Lena.
—Ya sabes, soy piloto —dijo TUC, como si hiciera aquello todos los días—. No
podía permitir que te hicieran daño.
—¿De verdad? —dijo Lena, y se detuvo por un instante para mirarlo a los ojos—.
Lamento haber..., que hayas...
—En realidad seguro que no te habías dado cuenta, pero esa bravata con la mesa
había sido un intento de fuga fallido.
Tuck se sobresaltó al notar que ella le sujetaba el vendaje de las costillas con
cinta adhesiva.
—Vas a necesitar puntos —le dijo—. ¿Me he dejado algo?
Tuck alzó la mano derecha. Tenía unas marcas de dientes en el dorso y estaban
sangrando.
—Oh, Dios mío —dijo Lena.
—Tendrás que cortarle la cabeza —dijo Joshua Barker, que estaba al lado
mirándolos.
—¿A quién? —preguntó Tuck—. Te refieres al tipo vestido de Papá Noel, ¿no?
—No, me refiero a la tuya —insistió Josh—. Habrá que cortarte la cabeza si no
quieres convertirte en uno de ellos.
La mayoría de los que estaban en la capilla dejaron lo que tenían entre manos y
se reunieron en torno a Tuck y Lena, aparentemente agradecidos por tener un punto de
enfoque. Los muertos habían dejado de golpear las paredes, y, salvo algún que otro
intento de girar los pomos de la puerta, solo se escuchaba el viento y la lluvia. La multitud
de la fiesta navideña para solitarios estaba anonadada.
—Lárgate, chico —dijo Tuck—. Este no es momento para comportarse como un
crío.
—¿Con qué podríamos hacerlo? —preguntó Mavis Sand—. ¿Esto valdría,
muchacho? —Sacó un cuchillo aserrado con el que habían estado cortando el pan de ajo.
—Eso no es aceptable —dijo Tuck.
—Si no le cortáis la cabeza —dijo Joshua—, se convertirá en uno de ellos y les
permitirá entrar.
—Menuda imaginación que tiene el crío —dijo Tuck mientras recorría cada
rostro que le miraba en busca de aliados—. ¡Es Navidad! Ah, la Navidad, el tiempo en el
que la gente de bien no se dedica a ir por ahí decapitando a los demás.
Theo Crowe salió del cuarto trasero, ·donde había estado buscando algo para
utilizarlo como arma.
—El teléfono no da señal. En cualquier momento se irá la luz. ¿Alguien tiene un
móvil que funcione?
Nadie respondió. Todos miraban a Tuck y Lena.
—Le vamos a cortar la cabeza, Theo —dijo Mavis, con el cuchillo del pan en la
mano, el mango por delante—. Como eres la ley, creo que deberías hacerlo tú.
—N o, no, no, no, no, no —dijo Tuck—. Y añadiría que no.
—No —repitió Lena, en apoyo de su hombre.
—¿Me he perdido algo? —preguntó Theo. Cogió el cuchillo de Mavis y se lo
guardó en la parte de atrás del cinturón.
—Creo que ibas por lo de ese robot asesino —dijo Tuck.
Lena se levantó y se interpuso entre Tuck y Theo.
—Fue un accidente. Estaba sacando un árbol de Navidad, como cada año, y
apareció Dale borracho y enfadado. No estoy segura de cómo ocurrió. Estaba a punto de
dispararme y un segundo después tenía la pala clavada en el cuello. Tucker no tuvo nada
que ver con ello. Él solo pasaba por allí y quiso ayudar.
—¿Así que lo enterraste con su pistola? —inquirió Theo con la mirada clavada en
Tuck.
Este se incorporó dolorosamente y se puso detrás de Lena
—¿Acaso debía prever esto? ¿Debía prever que volvería de la tumba hecho un
basilisco y con hambre de sesos y por ello debía alejar de él la pistola? Este es tu pueblo,
alguacil, explícalo tú. Normalmente, cuando se entierra un cuerpo, no vuelve al día
siguiente con intención de comerte el cerebro.
—¡Cerebro! ¡Cerebro! ¡Cerebro! —canturrearon los muertos desde el exterior.
Volvieron a golpear las paredes.
—¡Callaos! —gritó Tucker Case, y, para asombro de todos, le hicieron caso. Miró
a Theo y añadió—: Así que la he cagado.
—¿Tú crees? —dijo Theo—. ¿Cuántos?
—Deberías cortarle la cabeza en el aseo, así no manchará tanto —dijo Joshua
Barker.
Sin pronunciar palabra, Theo cogió a Josh por el bíceps y se lo llevó a su madre
a rastras, que parecía estar al borde de una conmoción. Luego le puso un dedo sobre los
labios para indicarle que guardara silencio. Parecía más serio e intimidante, más con las
riendas en la mano de lo que nadie recordaba haberlo visto jamás. El crío escondió la cara
entre los pechos de su madre.
—¿Cuántos? —insistió Theo, volviéndose hacia Tuck—. ¿Treinta, cuarenta?
—Más o menos —dijo Tuck—. Se encuentran en diferentes estados de
descomposición. Algunos son poco más que un montón de huesos, otros parecen
relativamente frescos y bastante bien conservados. Ninguno de ellos parece
especialmente corpulento o fuerte. Puede que Dale y los más recientes. Es como si
estuviesen aprendiendo a caminar de nuevo, o algo así.
Se oyó un fuerte crujido en el exterior y todo el mundo dio un respingo. Una
mujer se echó literalmente sobre los brazos de un hombre. Mientras se oía cómo caía un
árbol entre ramas, todos se pusieron en cuclillas a la espera de que un tronco irrumpiera
por el techo. Entonces se fue la luz y toda la iglesia se estremeció con el impacto de un
enorme pino contra el suelo.
Theo echó mano a toda prisa de la linterna que se había guardado a sabiendas de
que se iba la luz: Unas pequeñas luces de emergencia se encendieron encima de la puerta
frontal y la escena quedó sumida en una iluminación fantasmal.
—Esas luces durarán una hora aproximadamente —dijo Theo—. Debe de haber
más linternas en el sótano. Sigue, ¿qué más viste, Tuck?
—Bueno, pues están enfadados y hambrientos. Estaba un poco ocupado tratando
de que nadie se zampara mi cerebro. Parecen un tanto empeñados en eso del cerebro.
También tengo entendido que después quieren pasarse por Ikea.
—Eso es ridículo —dijo Val Riordan, la elegante psiquiatra. Era la primera vez
que abría la boca desde que todo empezara—. Los zombis no existen. No sé lo que creéis
que está pasando ahí fuera pero lo que es seguro es que no hay ninguna multitud de
zombis devoradores de cerebros.
—Estoy de acuerdo con Val —dijo Gabe, poniéndose al lado de ella—. No existe
base científica para el fenómeno zombi, a excepción de algunos experimentos en el Caribe
con toxinas de pez globo que llevan a la gente a un estado cercano a la muerte con un
pulso y un ritmo respiratorio casi imperceptibles. Pero eso no equivale a devolver la vida a
un muerto.
—¿Ah, sí? —dijo Theo mientras dirigía a todo el mundo una mirada de elocuente
impasibilidad—. ¡Cerebro! —gritó.
—¡Cerebro! ¡Cerebro! ¡Cerebro! —repuso el coro desde el exterior y los golpes
contra la pared volvieron a empezar.
—¡Callaos! —gritó Tuck, y le obedecieron.
Theo miró a Gabe y Val y levantó una ceja. ¿Y bien?
—De acuerdo —dijo Gabe—. Puede que necesitemos más información.
—Esto no puede estar pasando —dijo Valerie Riordan—. Es imposible.
—Doctora Val —dijo Theo—, sabemos lo que está pasando. No sabemos el porqué
ni el cómo, pero no hemos vivido aislados toda la vida, ¿verdad? En este caso, lo de «ni lo
menciones» no es solo un río de Egipto, sino que acabará matándola.
En ese preciso momento, un ladrillo atravesó una de las ventanas y aterrizó en
medio de la capilla. Dos manos que parecían garras se aferraron a los bordes de la ventana
y el rostro descompuesto de un hombre asomó por ella. El zombi trepó lo suficiente como
para colar uno de los hombros.
—¡Val Riordan se lo ha hecho con el tío de los granos que mete la compra en
bolsas en el super —dijo el muerto.
Un segundo después, Ben Millar cogió el ladrillo y lo tiró hacia la ventana, donde
golpeó al zombi con un sonido nauseabundo de carne machacada.
Mientras Ben y Theo levantaban la última mesa de bufé para acomodarla contra
la ventana, Gabe Fenton se apartó de Valerie Riordan y la miró como si la hubieran
sumergido en babas de marmota radiactiva.
—¡Dijiste que eras alérgica!
—Casi habíamos roto por aquel entonces —se defendió Val.
—¡Casi, casi! ¡Tengo quemaduras de tercer grado en el escroto por tu culpa!
Al otro lado de la sala, Tucker Case susurraba al oído de Lena Márquez:
—Ya no me siento tan mal por haber escondido el cuerpo, ¿y tú?
Ella se volvió y lo besó con tanta fuerza que, por un momento, Tucker se olvidó
de que le habían disparado, incendiado y mordido.
_________
Durante años, los muertos habían escuchado y los muertos sabían. Sabían quién
le ponía los cuernos a quién y con quién, quién robaba el qué y dónde estaban los cuerpos
escondidos. Aparte de los que salían para fumarse un cigarrillo, las conversaciones
apartadas en los funerales, los paseos por el bosque y el sexo con morbo que los vivos se
permitían cerca del cementerio, había otros que utilizaban las lápidas como una especie de
confesionario, compartían sus secretos más profundos con quienes creían que nunca
podrían revelarlos y decían cosas que jamás dirían a un vivo.
Había cosas que pensaban que nadie, ni los vivos ni los muertos, podían saber,
pero lo sabían.
—¡Gabe Fenton ve porno con ardillas! —chilló Bess Leander, la muerta apretada
contra una de las tablillas laterales de la capilla.
—Eso no es porno, es mi trabajo —explicó Gabe a sus compañeros de fiesta.
—¡No lleva pantalones! Mira cómo se lo montan las ardillas a cámara lenta, sin
pantalones.
—Solo una vez. Además, es necesario mirarlo a cámara lenta —explicó Gabe—,
son ardillas. —Todo el mundo desvió las linternas hacia otra parte, como si no estuvieran
mirando a Gabe.
—Ignacio Núñez votó a Carter —dijo alguien desde fuera. El incondicional
republicano y dueño de la guardería se sintió como un cervatillo cuando todas las luces
convergieron en él.
—Solo llevaba un año en el país. Acababa de obtener la ciudadanía. Ni siquiera
hablaba inglés muy bien. Dijo que quería ayudar a los pobres y yo lo era.
Theo Crowe se acercó y le dio unas palmadas en el hombro.
—Ben Miller tomó esteroides en el instituto. ¡Sus gónadas son del tamaño de un
garbanzo!
—Eso es mentira —explicó la estrella de las carreras—. Mis testículos tienen un
tamaño perfectamente normal.
—Sí, si midieras medio metro —dijo Marty por la Mañana, todo muerto.
—Tenemos que hacer algo —dijo Ben volviéndose a Theo.
Los demás estaban mirándose con expresiones más horrorizadas que cuando la
única perspectiva era que una turba de muertos vivientes les comiera el cerebro.
—¡La mujer de Theo Crowe se cree que es algún tipo de guerrera asesina de
mutantes! —gritó una mujer podrida que había sido enfermera del hospital psiquiátrico
del condado.
Todos se volvieron a mirar, agitaron la cabeza y se encogieron de hombros
mientras dejaban escapar un suspiro de alivio.
—Eso ya lo sabíamos —comentó Mavis—. Todo el mundo lo sabe. No es nada
nuevo.
—Oh, lo siento —dijo la enfermera. Hubo una pausa, y luego añadió—: Entonces
vale. Wally Beerbinder es adicto a los calmantes.
—Wally no está aquí —dijo Mavis—. Está pasando las Navidades con su hija en
Los Ángeles.
—Ya no me queda nada —admitió la enfermera—. Que otro diga algo.
—Tucker Case se cree que su murciélago puede hablar —gritó Arthur Tannbeau,
el difunto cultivador de cítricos.
—¿A quién le apetece cantar villancicos ? —preguntó Tuck—. Empezaré yo. Pero
mira cómo beben...
Y así cantaron, lo bastante alto como para ahogar los secretos que lanzaban los
muertos. Cantaron con un gran espíritu navideño, alto y desafinado, hasta que un ariete
chocó contra las puertas.
18
Las armas de tu insignificante dios gusano son inútiles contra mi superior
kung—fu naVideño
__________
19
Sobre el tejado, clic, clic, clic.
Así que era eso, pensó Ben Miller mientras se metía por la pequeña torre del
campanario que coronaba la capilla. Le había llevado diez minutos serrar con el cuchillo del
pan las juntas de la trampilla selladas por la pintura, pero lo había conseguido. Había
tirado del picaporte y había avanzado lentamente por el árbol hasta la torre. Había el
espacio justo para ponerse de pie sobre unas estrechas repisas que rodeaban el acceso.
Menos mal que habían quitado la campana hacía tiempo. La torre del campanario estaba
rodeada de respiraderos con tejadillos por los que silbaba el viento. Estaba seguro de que
podía abrirse camino a patadas por unos respiraderos de cien años para acceder al
empinado tejado, optar por el lado que pareciese más seguro, alcanzar el aparcamiento y
el Explorer rojo cuyas llaves llevaba. Solo tenía que recorrer cincuenta kilómetros en
dirección sur, hasta el puesto de la patrulla de carreteras, y la ayuda estaría de camino.
Todos los años que había pasado en el instituto y la universidad, donde había
proseguido su entrenamiento, todas las horas de carrera por el asfalto, las pesas y la
natación, las dietas proteínicas, todo ello le había conducido hasta ese momento.
Mantenerse en forma todos esos años, durante los cuales nadie parecía preocuparse,
finalmente tendría un significado. Lo que no pudiera ganar por velocidad, lo atravesaría
con el hombro (había completado sus carreras de medio fondo con una temporada de
carreras de velocidad).
—¿Estás bien, Ben? —gritó Theo desde abajo.
—Sí, estoy preparado.
Respiró hondo, apretó la espalda contra uno de los lados de la torre y dio una
patada a las tablillas del lado opuesto. Se rompieron a la primera, y estuvo a punto de salir
al tejado con los pies por delante. Mantuvo el equilibrio, se revolvió sobre el estómago y
salió por atrás hacia el tejado mientras observaba cómo desde abajo una docena de
rostros esperanzados seguía sus movimientos.
—Aguantad. Volveré pronto con ayuda —dijo. Luego dio marcha atrás hasta
quedar en el vértice del tejado a cuatro patas. La fría humedad imperaba dondequiera que
pusiera las manos.
—Dame una alegría, mamón —dijo una voz a la derecha de Ben. Este saltó a un
lado y empezó a resbalar por el tejado. Algo lo agarró de la sudadera, lo izó de nuevo, y
entonces sintió algo duro y frío contra la frente.
Lo último que escuchó fue cómo Papá Noel decía:
—Joder, qué mañoso para ser un deportista.
En la sala de abajo se oyó un tiro.
Dale Pearson sostuvo al atleta muerto por la parte posterior del cuello mientras
pensaba: ¿me lo como ahora o lo guardo para después de la masacre? Abajo, en el suelo, el
resto de los muertos vivientes suplicaban alguna migaja. Warren Talbot, el pintor de
paisajes, estaba a medio camino del tronco de pino que Dale había utilizado para subir al
tejado.
—Porfa, porfa, porfa, porfa —dijo Warren—. Tengo mucha hambre.
Dale se encogió de hombros y soltó el cuerpo de Ben Miller. Luego le dio una
patada para que se deslizara hasta la turba hambrienta. Warren echó la mirada atrás,
donde había caído el cuerpo, y después volvió a mirar a Dale.
—Serás cabrón. Ahora no conseguiré ni un bocado. Unos repugnantes sonidos de
succión ascendían desde abajo.
—Qué le vamos a hacer, Warren. Los muertos y los rápidos. Los muertos y los
rápidos.
El pintor muerto se deslizó tronco abajo y se perdió de vista.
Dale tenía una venganza pendiente. Metió la cabeza en la torre del campanario y
miró a los horrorizados rostros que lo observaban desde abajo. El biólogo delgaducho
estaba escalando el árbol para llegar a la trampilla abierta.
—Sube, sube —gritó Dale—. Ni siquiera hemos empezado con el plato principal.
También vio a su ex, Lena, que lo estaba mirando, así como al rubio que había
cargado contra ellos con la mesa del bufé y que, además, la rodeaba con el brazo.
—Muere, zorra. —Se asomó más por la trampilla y apuntó con el revólver a Lena.
Vio que sus ojos se abrían de par en par y entonces algo le dio en la cara, algo peludo y
afilado. Unas garras horadaron sus mejillas y buscaron sus ojos. Trató de agarrar a su
atacante, pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Acabó deslizándose por el
tejado y aterrizó entre los compañeros que celebraban su festín.
20
Improvisación
El ángel había abierto seis sobres de chocolate en polvo y llevaba en la mano
todos los bombones de merengue.
—Los atrapan en estas pequeñas prisiones con el polvo marrón. Hay que
liberarlos y ponerlos en la taza —explicó el ángel mientras abría otro sobre, vertía el
contenido en un cuenco y soltaba los bombones en su taza.
—Mátalo mientras cuenta los bombones —dijo el narrador—. Es un mutante.
Ningún ángel podría ser tan tonto. Mátalo, zorra chiflada, es el enemigo.
—Va a ser que no —dijo Raziel con la mirada clavada en la espuma desprendida
por los bombones de merengue.
Molly lo miró desde el borde de su taza. A la luz de la vela de la cocina,
ciertamente era un tipo llamativo: esos rasgos afilados, el terso rostro, el pelo, y ahora el
bigote del chocolate con merengue, por no hablar de la intermitente fosforescencia en la
oscuridad, que les había sido de gran utilidad cuando se habían puesto a buscar las velas.
—¿Puedes oír la voz de mi cabeza?
—Sí, en mi cabeza.
—No soy religiosa—dijo Molly. Tenía el tashi bajo la mesa aferrado a la mano
libre, con la hoja apoyada sobre los muslos.
—Oh, yo tampoco —confesó el ángel.
—Lo que quiero decir es que, si no soy religiosa, ¿qué haces aquí?
—Los lunáticos. Nos atraen. Tiene algo que ver con la mecánica de la fe. No lo
comprendo muy bien. ¿Tienes más? —Extendió el sobre vacío de cocoa. Su taza rezumaba
espuma de merengue derretido.
—No, hemos gastado toda la caja. ¿Así que te atraigo porque estoy como una
cabra y puedo creerme cualquier cosa?
—Sí, eso creo. Y porque nadie te creería. Así que no hay violación de la fe.
—Vale.
—Pero también eres atractiva en otros sentidos —añadió el ángel rápidamente,
como si de repente alguien le hubiera pegado un golpe en la cabeza con un calcetín lleno de
don de gentes—. Me gusta tu espada y también esas.
—¿ Mis tetas? —No era la primera vez que alguien le decía esas cosas, pero sí la
primera que un mensajero de Dios se lo decía.
—Sí. Zoe las tiene también. Ella es un arcángel, como yo. Bueno, como yo no,
tiene de esas.
—Ajá. ¿Así que también existen ángeles femeninos ?
—Oh, sí. No siempre. Todo el mundo ha cambiado desde que vosotros
sucedisteis.
—¿Nosotros?
—El Hombre. La Humanidad. Las mujeres. Vosotros. Antes, todos éramos
iguales. Pero luego llegasteis vosotros, nos dividieron y nos dieron partes. A algunos les
tocaron de esas, a otros, otras cosas. No sé por qué.
—¿Así que tú tienes partes?
—¿Te gustaría verlas?
—¿Tus alas? —preguntó Molly. En realidad no le importaría verle las alas, si es
que las tenía.
—No, de eso tenemos todos. Me refiero a mis partes especiales. ¿Te gustaría
verlas? —Se levantó y se bajó los pantalones.
No era la primera vez que recibía una oferta así, pero sí la primera que se la
hacía un mensajero de Dios.
—No, déjalo. —Lo cogió del antebrazo y lo ayudó a sentarse de nuevo.
—Vale. Entonces debería irme. Tengo que comprobar cómo va el milagro y volver
a casa.
—¿El milagro?
—El milagro navideño. Por eso estoy aquí. Oh, mira, tienes una cicatriz en una de
ellas.
—Tiene la capacidad de atención de un colibrí —siseó el narrador—. Acaba con
su miseria.
El ángel apuntaba a la angulosa cicatriz que presidía la parte superior del pecho
derecho de Molly, la que le había producido el extra durante el rodaje de Muerte
mecanizada: Nena Guerrera VII. La herida por la que la habían despedido, la cicatriz que
había acabado con su carrera como heroína de las películas de acción de serie B.
—¿Duele? —preguntó el ángel.
—Ya no —repuso Molly.
—¿Puedo tocar?
No era la primera vez que alguien se lo preguntaba, pero..., bueno, ya sabéis...
—Vale —dijo.
Sus dedos eran largos y finos, la uñas un poco más largas de lo habitual en un
hombre, pensó ella, pero su tacto era cálido y se irradió del pecho hacia el resto del
cuerpo.
—¿Mejor? —preguntó, cuando retiró la mano. Molly se llevó la mano al lugar
donde el ángel la había tocado. Estaba liso, completamente liso. La cicatriz había
desaparecido. La imagen del ángel se volvió turbia entre las lágrimas que hicieron acto de
presencia en sus ojos.
—Serás saco de mierda de sacarina sentimental —dijo el narrador.
—Gracias —dijo Molly, aspirando por la nariz—. No sabía que pudieras...
—Se me da bien el clima—dijo el ángel.
—¡Imbécil! —saltó el narrador.
—Me tengo que ir —dijo Raziel, levantándose de la silla—. Tengo que ir a la
iglesia para ver sí el milagro ha funcionado.
Molly lo acompañó a través del salón, hasta la puerta. Cuando le abrió la puerta,
el viento lamió la gabardina y ella pudo ver las puntas de las alas blancas que escondía
debajo. Sonrió en una mezcolanza de carcajadas y llanto.
—Adiós —se despidió el ángel y se adentró en el bosque.
Cuando Molly se disponía a cerrar la puerta, algo oscuro pasó volando por ella.
Las velas del salón se apagaron, por lo que lo único que pudo ver fue una sombra que se
perdía en la cocina. Cerró la puerta y trotó hasta la cocina con la espada dispuesta. La luz
de una vela le reveló una sombra sobre la ventana, de la que se desprendían dos ojos
naranja que brillaban en la oscuridad.
Cogió la vela y avanzó hacia el bulto hasta que pudo verlo. Se trataba de algún
tipo de animal y colgado de la persiana, sobre el fregadero, parecía una toalla negra con
una diminuta cara de perro. No parecía peligroso, no más bien un poco tonto.
—Esto es el colmo. Mañana mismo vuelvo a tomarme la medicación, aunque tenga
que pedirle prestado el dinero a Lena.
—No tan deprisa —advirtió el narrador—. Estarás muy sola cuando me vaya. Y
volverás a ponerte la ropa normal. Vaqueros, camisetas... No puedes hacerla.
Molly ignoró al narrador y se acercó al bicho que colgaba de la persiana hasta
que estuvo a unos centímetros.
—Los ángeles son una cosa —dijo, mientras lo contemplaba—, pero no tengo ni la
menor idea de qué demonios eres tú, chavalín.
—Murciélago fruta —dijo Roberto.
—A lo mejor es español —dijo el narrador—. ¿Has notado el acento?
21
Ángel vengador,
Oh mierda, oh mierda, oh mierda, oh mierda, pensó Theo.·Se había torcido el
tobillo al aterrizar y el dolor se había extendido por su pierna como fuego líquido. Al caer,
rodó sobre el barro. Había apretado el botón que desbloqueaba el Range Rover demasiado
pronto. El vehículo había emitido un sonido acompañado por un parpadeo de las luces, lo
que había puesto en alerta a los muertos vivientes. Había saltado a ciegas y había fallado.
Los muertos iban a por él.
Se levantó como pudo y cojeó hacia el Range Rover, con las llaves listas en la
mano derecha. Se había dejado atrás la linterna medio enterrada en el lodo. —Cogedlo,
inútiles podridos —gritó Dale Pearson. Theo cayó hacia delante al resbalar con el pie sano,
pero consiguió rodar y ponerse en pie de nuevo, no sin sufrir un calambre por toda la
espinilla. Se apoyó en la ventana trasera del Range Rover y se agarró al limpiaparabrisas
trasero para no perder el equilibrio. Se arriesgó a echar una mirada a sus perseguidores y
oyó un fuerte golpe cerca de su cabeza, seguido de un chirrido ensordecedor. Se volvió
justo a tiempo para ver cÓmo una mujer esquelética se deslizaba por el techo del Range
Rover con los dientes por delante. Trató de esquivarla, pero no logró impedir que unas
uñas se le aferraran al cuello y unos dientes le hendieran el cuero cabelludo. Ambos
cayeron al suelo y sintió un dolor anodino cuando el zombi trató de atravesarle el cráneo a
mordiscos. Tenía la cara apretada contra el barro. Las fosas nasales y la boca estaban
inundadas y, en medio del pánico, pensó: Lo siento mucho, Molly.
—Puaj, está asqueroso —dijo Bess Leander mientras escupía un par de dientes
sobre la cabeza de Theo.
Marty por la Mañana cogió a Theo por la cabeza y lamió las marcas de dientes
que Bess había dejado.
—Horrible —dijo—. Está fumado. No pienso comerme su cerebro.
Los muertos vivientes lanzaron un gemido de decepción.
—Levantadlo —ordenó Dale.
Theo tragó un buen montón de lodo con su primera inspiración y empezó a toser
mientras los muertos vivientes lo incorporaban y lo acorralaban contra la ventana trasera
del Range Rover. Alguien le quitó el barro de los ojos y un hedor nauseabundo inundó su
nariz. Vio el rostro muerto y reanimado de Dale Pearson a escasos centímetros del suyo.
El terrible aliento del muerto apenas le dejaba respirar. Theo trató de zafarse del
maligno Papá Noel, pero unas manos descompuestas le sujetaban la cabeza con firmeza.
—Oye, hippy —dijo Dale. Sostenía su linterna por debajo de la barba para
iluminar su rostro. Dos chorros de babas sangrientas recorrían los dos lados de su barba
—. No creerás que tus hábitos con el canuto te van a salvar, ¿verdad? No lo creas. —Se
sacó el revólver del bolsillo y apretó el cañón contra la barbilla de Theo—. Ahí dentro nos
sobra la comida, podemos permitirnos el lujo de liquidarte.
Dale abrió los cierres de velcro de la chaqueta de Theo y le palpó la cintura.
—¿No llevas arma? Eres una mierda de agente de la ley, hippy. —Palpó los
bolsillos de la camisa de policía—. ¡Pero esto...! Es lo único para lo que vales.
Dale sostuvo el encendedor de Theo y luego arrancó todo el bolsillo y enrolló el
encendedor seco en la tela.
—Marty, prueba con este, que no se moje. —Dale le entregó el encendedor a un
tipo podrido, con un corte de pelo a lo Ziggy Stardust, que se volvió corriendo a la pila de
desechos al otro lado de la capilla.
Theo contempló CÓmo Marty por la Mañana se inclinaba sobre la pila formada
por el contrachapado, las ramas de pino, los cartones y el cuerpo destrozado de Ben
Miller. El viento seguía soplando con fuerza y la lluvia había amainado, pero, con todo, las
gotas punzaban la cara de Theo al caer.
Que no se encienda, que no se encienda, que no se encienda, recitaba Theo para
sí, pero la esperanza se esfumó cuando una llama anaranjada prendió en los desechos y
Marty por la Mañana se apartó con la manga ardiendo.
Dale Pearson se apartó para que Theo pudiera ver el fuego crecer a un lado del
edificio y luego le puso el revólver en la sien.
—Mira bien nuestra pequeña barbacoa, hippy Es lo último que vas a ver. Nos
vamos a comer el cerebro de la chiflada de tu mujer a la brasa.
Theo sonrió, contento de que Molly no estuviera ahí dentro y fuera a librarse de
la masacre.
Theo trató de mirar el fuego, pero no veía más allá de los ojos muertos de Dale
Pearson. Ya no le quedaba más que el miedo, la ira y la presión del revólver en la sien.
Entonces oyó un silbido acabado en un golpe seco y el revólver desapareció. Dale
Pearson se apartó a trompicones de él, con un muñón donde un segundo antes había estado
el arma. Dale abrió la boca para gritar algo, pero en ese instante una fina línea se dibujó
en su cara a la altura de la nariz, y la mitad de su cabeza se deslizó al suelo. Se desplomó
a los pies de Theo. Las manos que lo sujetaban habían desaparecido.
—¡Sesos! —gritó uno de los muertos vivientes—. ¡Sesos de chiflada!
Theo se dejó caer sobre el cuerpo rematado de Dale y miró alrededor para ver
qué estaba pasando.
—Hola, cariño —dijo Molly. Estaba de pie sobre el techo del Range Rover con
una sonrisa enorme, la chaqueta de cuero, los pantalones deportivos y sus Converse All
Stars rojas, mientras sostenía ante sí la vieja espada japonesa Hasso No Kamae. La hoja
reflejaba el fulgor anaranjado de la iglesia incendiada. Un reguero negro recorría la hoja
en el mismo lugar donde había hendido la cabeza del Papá Noel zombi. Theo nunca había
sido una persona religiosa, pero en ese momento pensó que así debía de sentirse uno al
contemplar el rostro de un ángel vengador.
Los zombis que lo habían mantenido inmovilizado se lanzaron a por las piernas de
Molly, quien, en un solo movimiento, retrocedió un paso y describió con la espada un arco
bajo que provocó una lluvia de manos cercenadas sobre el barro. Los muertos vivientes
gimieron a su alrededor, y trataron de abrirse paso hasta ella con los muñones. Bess
Leander trató de repetir la maniobra que había empleado con Theo, es decir, escalar el
capó por detrás de Molly y saltar al techo del Range Rover. Molly la esquivó, dio un paso
lateral y describió un nuevo tajo con la espada que nada habría tenido que envidiar a un
swing de golf. La cabeza de Bess voló desde la cima del vehículo hasta el regazo de Theo,
quien la empujó a un lado y se incorporó.
—Cariño, igual conviene sacar a la gente de la capilla antes de que se achicharre
—sugirió Molly—. No creo que quieras presenciar eso.
—Vale —dijo Theo.
Los muertos vivientes habían abandonado sus puestos en los accesos delanteros
y traseros de lampilla, donde habían estado aguardando para emboscar a los que salieran
huyendo, y se lanzaron a la carga contra Molly. Tres cayeron sin manos mientras Molly
seguía en el techo del vehículo y cuando empezaron a rodearla, echó a correr y saltó
sobre sus cabezas para aterrizar a sus espaldas.
Theo corrió hacia las puertas delanteras, con la vista emborronada por la lluvia y
la sangre que se derramaba sobre sus ojos desde el mordisco que tenía en la cabeza. Miró
fugazmente por encima del hombro y vio a Molly zafándose de sus atacantes.
Casi se dio contra un par de troncos que bloqueaban las puertas de la capilla.
Volvió a mirar atrás y vio que Molly se lanzaba contra otro grupo de zombis y rajaba a uno
de la cabeza al pecho. Devolvió su atención a los troncos y puso el hombro bajo uno de
ellos para desbloquear el acceso.
—Theo, ¿ eres tú? —Gabe Fenton tenía la cara apretada entre el tímido espacio
que había conseguido abrir entre las puertas.
—Sí. Unos troncos bloquean la puerta —dijo Theo—. Voy a intentar quitarlos.
Theo respiró hondo tres veces, empujó con todas sus fuerzas y sintió como si
las venas de las sienes le fueran a explotar. La herida de la cabeza le palpitaba con cada
latido.
Finalmente, el tronco cedió unos centímetros. Podía hacerlo.
—¿Funciona? —gritó Gabe.
—Sí, sí —repuso Theo—. Dame un momento.
—Esto se está llenando de humo, Theo.
—Vale. —Theo volvió a empujar y el tronco se movió un poco más hacia la
derecha. Un esfuerzo más y podrían abrir la puerta.
—Date prisa, Theo —lo apremió Jenny Masterson—. Es... —empezó a toser y no
pudo acabar la frase. Theo oía cómo todo el mundo empezaba a toser a su vez. Gritos de
rabia y dolor le llegaban desde el otro lado de la capilla, donde Molly estaba enzarzada en
plena lucha. Seguro que estaba bien, ya que algunas voces aún lanzaban alaridos sobre
comerse su cerebro.
Otro empujón y unos cuantos centímetros más ganados. Un humo gris se
escapaba por la apertura. Theo cayó de rodillas por el esfuerzo y estuvo a punto de
desvanecerse. Se obligó a mantenerse consciente y, cuando se disponía a dar otro
empujón de espalda, con la esperanza de que no fuera su último esfuerzo, se percató de
que los gritos habían cesado al otro lado de la capilla. La lluvia, el viento, las toses de los
atrapados y el crepitar del fuego era todo lo que oía.
—Oh, Dios mío. ¡Molly! —gritó.
Pero en ese momento sintió una mano en la mejilla y una voz en el oído que le
decía:
—Eh, marinero, ¿necesitas una mano para abrir la puerta de la iglesia? Ya sabes
a qué me refiero.
22
Una perfecta Navidad de solitarios
El arcángel Raziel sobrevoló la gran cristalera de la capilla de Santa Rosa y miró
a través de un pequeño cuadro de cristal rosado que resultaba ser la mejilla de Santa
Rosa. Sonrió al comprobar el fruto de su obra y luego batió las alas para ir en busca de un
poco de chocolate que lo sustentara en el viaje de vuelta.
La vida es chunga. Ojalá cada pieza del rompecabezas cayera en su sitio, cada
palabra fuese amable y cada incidente tuviera un desenlace feliz, pero eso no pasa. La
gente, por lo general, es un coñazo. Sin embargo, ese año la fiesta de solitarios de Pine
Cave terminó con una alegría contrastada, una buena voluntad contagiosa y un espíritu
general de armonía que brilló en los asistentes con una intensidad a prueba de marrones.
—Creo que Val quiere un bebé chino—dijo Gabe Fenton. Se estaba echando unas
cervezas con Tucker Case y Theo Crowe en la torre del faro en uno de esos martes únicos
sin viento antes de Navidad. Habían dispuesto un conjunto de sillas plegables donde solía
estar el faro, desde donde veían jugar a un grupo de delfines.
—¿Como regalo de Navidad? —preguntó Tucker Case—. Eso suena a regalo caro.
¿Por cuánto te puede salir? ¿Diez, veinte de los grandes?
Theo lanzó a Tuck una mirada hosca que reflejaba la que siempre había sido su
reacción hacia el piloto. Sin embargo, como de un tiempo a aquella parte daba la impresión
de que nunca se iría, Theo y Gabe habían decidido aceptarlo como amigo.
—La pregunta es —terció Theo— si estás listo para ser padre.
—Oh, no quiere compartirlo. Lo quiere para ella sola.
Dice que no soportaría tenerme en casa todo el tiempo porque vivo como un
animal.
—Bueno, eres biólogo —dijo Tuck a modo de apología—. Forma parte de tu
trabajo.
—Es verdad —admitió Gabe al tiempo que alzaba el puño para darle un golpecillo
de reafirmación.
—Verdad —dijo Tuck devolviendo el golpecillo. Se trataba de la versión más
grávida y ruda del «choca esos cinco» en alto, por lo general menos extravagante que su
hermana de palmas más abiertas, pero no menos ridícula al ser ejecutada por unos
advenedizos blancos. «¿ Lo pillas, colega? Dabuten».
Theo volvió los ojos y metió un trozo de bizcocho en la boca del labrador que
estaba a su lado.
—Ni siquiera le gustas, Gabe. Tú mismo lo has dicho.
—Y, sin embargo, te permite puntuales privilegios carnales —matizó Tuck—. Eso
implica, eh..., cierta falta de juicio por su parte. Me gusta eso en una mujer.
—Me gusta cómo huele —dijo Gabe.
—Esa no es razón para tener un bebé con ella —puntualizó Theo.
—Ni para comprarle un regalo caro —añadió Tuck.
—Bueno, ¿y de qué os vais a disfrazar para la fiesta? —preguntó Gabe
cambiando de tema a la desesperada.
—Yo creo que de pirata —dijo Theo—. Aún conservo el parche de cuando tuve
conjuntivitis el verano pasado.
—¿Y qué tal de agente de la ley? —dijo Tuck con una sonrisa disimulada.
—¿Y tú qué? —preguntó Theo—. ¿De ser humano?
—Yo no voy. Tengo que trabajar —argumentó Tuck.
—¡Serás perro! —exclamó Gabe—. ¿Cómo lo has logrado?
Ante la mención de la palabra «perro», Skinner se desplazó junto al tipo de la
comida, por si acaso rondaba por ahí un trozo de bizcocho que se le hubiera pasado por
alto.
—Nochebuena es una enorme fiesta de drogas. Se supone que hará frío esta
noche. Volaremos en busca de señales de calor desprendidas por laboratorios de
metanfetaminas. Espero que uno de esos traficantes ponga a algún novato al cargo de la
producción navideña y le explote en las narices. No hay nada más navideño que un
laboratorio de metalfetaminas incendiado.
—¿Lo sabe Lena? —inquirió Theo con una ceja enarcada.
—Todavía no. Se requerirá mi presencia a última hora.
—Se pondrá furiosa —dijo Gabe.
—Creo que deberías ir —dijo Theo—. Es importante para ella.
—Quizá me pase después, aunque sea sin disfraz. Las mujeres adoran esperarse
la típica decepción y llevarse luego una sorpresa de última hora, algo romántico, como
aparecer.
—Dios, eres una comadreja.
—¿Qué? He dicho que iría.
—En realidad, las comadrejas no se merecen la mala reputación que han
adquirido —intervino Gabe—. De hecho son...
—¿Crees que podrías quedarte con Roberto? —dijo Tuck a Theo—. Podría ser el
loro del pirata.
—Odio las fiestas de disfraces —dijo Gabe—. Es como si revelaras tu verdadera
naturaleza a través del disfraz, por mucho que trates de ocultarla.
—Entonces, Tuck —dijo Theo—, deberías ponerte un disfraz de comadreja.
Mavis Sand creía que la mejor tarta de frutas era la que contenía la fruta y la
harina justas para que la mezcla de fármacos cuajara. Aquel año, eso significaba un
puñado de cerezas de marrasquino y Gold Medal a palo seco. En el último momento flaqueó
y añadió medio vaso de azúcar, porque el Xanax (la benzodiacepina) dejaba un regustillo
amargo que daba al traste con el flameado de ron 151. También se había pasado la noche
cambiando bebidas por veinte dosis de éxtasis (XTC) a un chico de cráneo rapado y
tatuado y tantos piercings faciales que parecía que se había restregado la cara en el cubo
de los clavos de alguna ferretería. Estaba bastante segura de que las pastillas eran X,
pero aunque resultaran ser calmantes veterinarios, la fiesta seria todo un éxito. Mavis
siempre había odiado el tono de abstinencia de la fiesta anual y tenía ganas de ver a
algunos perder el control en medio de un templo sagrado sin perder ella la compostura.
Ahora, llegada la noche de la fiesta, la tarta del olvido había sido cortada en
porciones cúbicas aparentemente inofensivas recogidas en papel encerado rojo y verde
sobre una bandeja plateada, como si se tratase de los pétalos de un agradable florecer
navideño. Mavis rió para sí mientras colocaba la última porción y luego se fue a la parte de
atrás a encender los leños de roble para la barbacoa. '
—¿Oléis eso? —dijo Marty por la Mañana (todos los bits fiambres a tu alcance )
—. ¡Vamos de barbacoa, gente!
—Bueno, ya dije que la lasaña del año pasado era un error —dijo Bess Leander,
que sospechaba de toda forma de comida después de su envenenamiento a manos del
marido—. Eso no era comida de Navidad, era pereza.
—Ojalá que canten El buen rey Wenceslao —dijo Esther.
—Estás en el Expreso de Wenceslao, lo has pedido, con Marty por la Mañana en
la T—I—S—O—S, radio fiambre para Pine Cove y toda la costa central.
—Ya no estás en la radio, Marty —dijo Jimmy Antalvo.
—Ya lo sé, ¿qué te has creído?
—Eh, ¿creéis que los dos científicos se lo montarán otra vez en el cementerio?
—preguntó Jimmy, invadido por el espíritu navideño.
—Oh, sí, eso espero —dijo Malcolm Cowley con sarcasmo—. ¡Nada me apetece
más que volver a escuchar cómo dos réprobos fallan mientras al fondo suenan banales
villancicos! ¡ Oh, no te desboques, corazón mío!
—Esa ha sido buena, Malcolm —dijo Marty.
Aquella noche, con la fiesta más que empezada, la carne había quedado poco
hecha, sazonada con ajo y romero; la fuente de ponche yacía como los restos de un
estanque en medio de un campo de cazuelas de comida ordinaria, ensaladas y sobras.
Trozos de la tarta de frutas de Mavis se alineaban como pequeños soldados dispuestos a
marchar hacia la locura para gloria de Navidad, del país y del Niño Jesús, ¡demonios!
Los participantes, antes remisos a la idea de una fiesta de disfraces, finalmente
habían dado su brazo a torcer y se permitieron deleitarse en la humillación de la festiva
derrota. Gabe Fenton se había hecho un disfraz de orca a base de cartón piedra y pintura
de aerosol, pero había olvidado hacerse aletas en las mangas, con lo que se encontraba
atrapado en un cascarón blanco y negro con los brazos apretados hacia abajo y la cara
dentro de la boca de la arca, cubierta con un calcetín negro y las gafas por fuera, y daba
la impresión de que una arca se había tragado a un biólogo y regurgitaba la indigesta
montura de las gafas.
—Gabe, ¿eres tú? —preguntó Theo.
—Sí, ¿cómo lo has sabido?
—Bueno, tus botas de senderismo asoman bajo la cola y creo que eres el único
que conoce las proporciones exactas del pene de una orca.
—Sí, son prensiles —asintió Gabe. El apéndice rosado, de casi sesenta
centímetros de longitud y tan delgado como una manguera de jardín, golpeó la pierna de
Theo—. En realidad pueden penetrar de canto. Estoy trabajando en una manguera de
drenaje.
—Encantador —dijo Theo mientras se quitaba el sombrero de diez galones—.
Espera a ver el disfraz de Mavis. Deberíais montaros un baile o algo.
—Y tú, se supone que eres un comisario o algo así, ¿ no? —preguntó Val Riordan,
que rodeaba con el brazo la aleta inútil de Gabe.
—Bueno sí, ya tenía la placa —admitió Theo.
—Creí que te ibas a disfrazar de pirata —dijo Gabe.
Theo respingó.
—Al parecer Molly ha tenido alguna que otra mala experiencia con piratas.
—Lo siento —se disculpó Gabe—. ¿Os habéis peleado?
Theo asintió tristemente.
—¿Está ella aquí? —preguntó Val, con una pequeña reverencia previsora. Theo
había intentado no mirar a la psiquiatra, pero allí estaba, atrayendo toda la atención hacia
sí.
Valerie Riordan llevaba una minifalda de vinilo negro, unas botas de fulana rojas
de tacón de aguja alto y un top con transparencias; su cuello se derramaba en un escote
impresionante cuyas hombreras exteriores eran sendos lóbulos frontales de plástico, que
solía utilizar para decorar la mesa de café de su despacho. En la parte externa del muslo
derecho llevaba un tatuaje de henna con las palabras «EGO», «ID» y «SUPEREGO»,
mientras que en el otro se podía leer: «DESEO», «NEGACIÓN» y «OBSESIÓN». En la
cara interna del muslo derecho, casi oculta bajo la micro minifalda, se intuía la palabra
«LUJURIA», mientras que en el mismo lugar de su homólogo, en una ubicación igualmente
provocativa, lo que podía leerse era «CULPA». Con la inteligente aplicación de pestañas
falsas, brillantina y excesivo pintalabios rojo, el maquillaje le otorgaba esa expresión de
perpetua sorpresa que suele asociarse a las muñecas hinchables.
—Soy un polvo mental—dijo Val.
—Sí, está claro, pero ¿de qué vas disfrazada? —preguntó Theo.
Entonces oyó un bufido que salía de la orca al tiempo que la psiquiatra clavaba en
el suelo un tacón de aguja y se contoneaba hacia la fuente del ponche.
—Voy a pagar por eso —dijo Gabe.
—Lamento contagiar mi miseria —dijo Theo.
—No pasa nada, ha merecido la pena
Entonces Gabe se fue en busca de Skinner, que merodeaba por la sala
disfrazado de reno. Theo se limitó a buscar por la sala a una Nena Guerrera enfadada.
___________
Gabe se topó con Estelle Boyette y Catfish Jefferson junto a una bandeja con
queso y galletitas. Estelle, artista a sus 60 años, se había disfrazado de Madre
Naturaleza. Vestía una diáfana túnica y había decorado su larga melena gris con
brillantina y hojas. Lucía unos pétalos de flores pegados a la cara y a los brazos con
pegamento de contacto. Tenía el aspecto de lo que habría resultado de la unión entre
Stevie Nicks y una carroza de la Rose Bowl. Su compañero, Catfish, el blusero, llevaba su
habitual sombrero de fieltro y el traje gris de zapa de toda la vida sobre una camisa de
trabajo, todo ello aderezado con la habitual dentadura de oro con el trozo de rubí en el
centro. Un solitario cascabel pendía de un cordel plateado del mástil de su guitarra
National Steel.
—¿De qué se supone que te has disfrazado? —preguntó Gabe.
—De risueño.
—¿Y eso cómo se sabe?
—No llevo puestas mis gafas de sol.
—Palabra...
—No sigas.
—Lo siento.
—Toma un poco de tarta de frutas —ofreció Mavis a Lena, que iba disfrazada
de Blancanieves. Tucker Case Había querido acudir como uno de los siete enanitos, hasta
que Lena le informó de que, mientras Gruñón, Mocoso y Tímido eran miembros originales
de los siete, no era el caso de Cachondo, y por mucho que se acolchara el paquete en sus
pantalones cortos de enanito, eso no iba a cambiar. Así que Tuck fingió que lo llamaban de
la DEA y dio el pego con que se iba al trabajo.
Mavis manejaba el cuchillo de trinchar, cortando generosas rodajas de
sanguinolenta carne de buey y disponiéndolas en los platos de los que iban pasando por
delante, aunque no quisieran.
—Soy vegetariana —dijo una mujer que iba disfrazada de hada.
—Qué vas a ser vegetariana. Cómetelo. Pareces la muerte comiendo galletitas, y
yo conozco a la muerte; he estado removiéndole la ensalada durante años solo para poder
seguir respirando.
La mujer se alejó, con el plato de carne sujeto con tantos remilgos como si
fuesen desechos radiactivos.
—Dios santo, Mavis —dijo Lena, e hizo una pausa mientras le daba un mordisco a
una de las porciones psicoactivas.
—¿Qué? Si haces un trato, lo cumples, ¿no?
Lena asintió, con un aire un poco triste de repente.
—Se supone que sí.
—¿Te han dado plantón?
—Tenía que irse a trabajar.
—Será cerdo.
Justo en ese instante, una extraña versión del Zorro apareció junto a Lena y le
ofreció un vaso de ponche.
—Un refresco, mi señora—dijo el Zorro.
—Gracias —dijo Lena mientras trataba de averiguar quién se escondía tras el
antifaz—. La tarta de frutas está un poco... —echó una mirada a Mavis por encima del
hombro, quien le quitó un mechón de pelo negro de los ojos—. Estoy un poco seca.
—¿Y el disfraz de nuestra maravillosa anfitriona es...? —preguntó el Zorro.
—Un burro con una polla como un bate —gruñó Mavis, como si fuese evidente,
sobre todo teniendo en cuenta que había cosido un bate de verdad al disfraz.
—Por supuesto —admitió el Zorro. Sonrió y observó como se bebía Blancanieves
el ponche que él mismo había aderezado con Rohypnol.
Oh, era perfecta, su pequeña Blancanieves latina. El disfraz del Zorro había sido
un arranque de genialidad. Ni siquiera había tenido que ocultar el cuchillo serrado que
utilizaba para hacerse con sus trofeos. Allí estaba, justo en su cinturón al lado del sable
de mentira. También le gustaba la sensación de las botas altas. No se las quitaría mientras
zanjaba el asunto con su invitada.
Solo tendría que recorrer unos pocos pasos desde la puerta de atrás, luego
atravesar el cementerio y el bosque hasta llegar a la furgoneta que lo esperaba en la
siguiente manzana. Si jugaba bien sus cartas, nadie los vería siquiera marcharse de la
fiesta. Miró el reloj y le echó unos cinco minutos, diez a lo sumo.
—¿Le gustaría bailar? —le propuso a Lena, cuando empezó a sonar una canción
de la nueva ola de los ochenta.
Al principio ella pareció reticente y bajó la mirada hacia el sayo azul, como si
esperase que los pájaros del mismo color le ayudaran a emitir una respuesta.
—Venga, es Nochebuena —dijo William Johnson—. Anímate.
—Bueno, vale —accedió Lena, y dejó que el otro la llevara hasta el centro de la
capilla.
William condujo a Lena hasta un alto monumento que había en el centro del
cementerio y allí la apoyó.
—Oh, jo —se lamentó ella al darse cuenta de que se había manchado el vestido
de Blancanieves. Mientras se le caía la cabeza, se reía nerviosamente—. Ya no soy
Blancanieves.
Las drogas habían cumplido con su cometido, pero la chica estaba más alerta de
lo que sus demás regalos de Navidad solían estar. Indefensa, sí, pero despierta. Eso
estaría bien, pero que muy bien. Siempre que no le diera por gritar.
—Tú tranquila —dijo William. Colocó la mano sobre la garganta de ella y la
empujó contra el monumento. Pensó que, dado su grado de alerta, quizá debería llevarla
hasta la furgoneta para terminar esa parte, pero estaba tan buena, tan atractiva... ¿Y qué
más oportunidades iba a tener de ser el Zorro en un cementerio?
Sacó el cuchillo de su funda mientras soltaba a Lena y ella se deslizaba hasta
quedar sentada y apoyada contra la lápida.
—Ups —dijo ella.
¿Porqué sigue hablando? Nunca solían hablar llegados a ese punto. La había visto
beber algo de café para acompañar la tarta de frutas, pero una taza de café no debería
contrarrestar la dosis que le había puesto en el ponche.
—Tuck me quiere. No puede evitar ser un bribón —dijo Lena.
— Cállate, zorra. —William la golpeó en la cabeza con la base del cuchillo, y
cuando abrió la boca para lanzar un «ay», le agarró la lengua con los dedos y tiró de ella.
Extraño. Entre todas las sensaciones fascinantes que lo ponían al borde del
frenesí (la textura de la lengua, la piel, el pelo, el cuchillo, la anticipación), entre todas
ellas, creyó captar el aroma de cera para zapatos. Extraño.
—Zo, za Zo, zi —dijo Lena, que equivalía a decir «hola, Molly», pero como había
un asesino en serie cogiéndole por la lengua no sonaba tan claro como debería.
El asesino se volvió en el preciso momento en que algo frío y afilado le besaba la
mejilla. Sintió el corte en la piel y el fluir de la sangre hasta el cuello.
—Suéltale la lengua —dijo la negra aparición. Lo único que podía ver era una
larga espada que desaparecía entre trazos metálicos que delimitaban la silueta de una
mujer. Soltó la lengua y escondió el cuchillo bajo el antebrazo.
—Arriba —ordenó la sombra sin aflojar la presión de la hoja contra la mejilla
mientras él obedecía. Dolía horrores. Mantuvo la mano del cuchillo a un lado y esperó.
—Ay —se lamentó Lena—. Molly, no me siento bien. Debe de haber sido la tarta.
—Trató de incorporarse, pero se tambaleó a un lado de la lápida.
Molly pasó junto al asesino para intentar cogerla, y fue entonces cuando este
hizo su movimiento y su cuchillo describió un decidido arco hacia su pecho.
____________