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Sobre las relaciones entre la historia y


la filosofía de la ciencia

Guillermo Boido

Facultad de Ciencias Exactas y Naturales


Universidad de Buenos Aires

Publicado en Saber y Tiempo. Revista de historia de la ciencia, Buenos Aires,


Asociación Biblioteca José Babini, vol. 2, n. 5, enero/junio 1998.

Introducción
El debate acerca de las vinculaciones entre historia y filosofía de la ciencia tiene una
larga data, pero se agudizó en las últimas décadas en virtud de las transformaciones
acontecidas en ambas disciplinas, en particular por el surgimiento de formulaciones
epistemológicas que exigen, explícitamente, que la reflexión acerca de la ciencia sea
contemplada a la luz de la historia de la ciencia. Como consecuencia, algunos
historiadores han señalado, por caso, o bien la inconsistencia o inautenticidad de la
información histórica de la que se valen ciertos filósofos de la ciencia, o bien lo que
consideran una penetración abusiva de la filosofía de la ciencia en la historia de la
ciencia propiamente dicha. En este último caso, se critica la pretensión de que
determinada filosofía de la ciencia preste una suerte de fundamento superior (o
incluso sustituya) a una historiografía, como requisito para hacer historia de la ciencia
realmente significativa. Es acerca de estas críticas a las que deseo referirme
brevemente. Han partido de ciertos historiadores a propósito de aspectos particulares
de la filosofía de la ciencia que practican ciertos filósofos, pero desde ya me apresuro
a aclarar que ello no puede ni debe ser generalizado, esto es, entendido como una
suerte de enfrentamiento disciplinar o profesional entre historiadores y filósofos. Por el
contrario, sostendré que, si bien ambas disciplinas deben ser concebidas como
distintos sectores de conocimiento, el diálogo entre ellas no puede ser menos que
enriquecedor para nuestro conocimiento de la ciencia. Las reflexiones que siguen,
desde luego, deberían complementarse con el punto de vista de quienes trabajan en
filosofía de la ciencia, área en la que no soy experto. Finalmente, quisiera comentar
también la posición de Thomas S. Kuhn, quien, en su doble carácter de historiador y
filósofo de la ciencia, se ha manifestado explícitamente sobre el punto que nos ocupa.

Sobre las fuentes históricas que emplea el filósofo


Podríamos comenzar con algunas reflexiones que formula el historiador I. Bernard
Cohen en su artículo “La historia y el filósofo de la ciencia”, de 1974, fecha que parece
oportuna porque por entonces eran ya conocidos los escritos fundamentales de
epistemólogos como Kuhn, Lakatos y Feyerabend. Cohen lamenta que, en muchos
casos, es imposible discriminar entre un ensayo filosófico que toma su material de la
historia de la ciencia y una investigación histórica que recurre a consideraciones
filosóficas, y solicita, para arrojar alguna luz sobre el asunto, que se distinga entre las
situaciones históricas y el análisis filosófico de las mismas. Ciertos filósofos que recu-
rren a la historia, sostiene Cohen, no se remiten a fuentes fidedignas, toman
afirmaciones históricas fuera de contexto o sencillamente adaptan a sus propios fines
las creencias de otros filósofos acerca de lo que pudo haber ocurrido en el pasado.
Además, cuando se ocupan de temas históricos, no los tratan al modo del historiador,
y en muchos casos se hacen a propósito de ellos preguntas que no son
históricamente significativas. Por consiguiente, el Galileo o el Newton del que hablan
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son, ante los ojos del historiador, un tanto ficticios; o bien, por decirlo de un modo un
tanto pintoresco, no son empíricamente verificables. Un ejemplo que emplea Cohen es
la discusión, por Popper, acerca de la imposibilidad de acceder por vía de la lógica de
las teorías de Galileo y Kepler a la de Newton. Allí Popper presenta un Galileo que está
hasta cierto punto reconstruido en términos del propio pensamiento newtoniano y no
de lo que podemos llamar una “física galileana” (en la cual, por caso, la ley de inercia
no tiene el carácter general que Newton le asignó). Cohen pretende señalar, de este
modo, el anacronismo que supone contemplar a Galileo y Kepler con los ojos de
Newton, y afirma que proceder así es hacer pasar gato filosófico por liebre histórica,
es decir, es emplear una mala historia al servicio de la filosofía, con grave riesgo para
la filosofía resultante.
Cohen señala que al historiador le interesa analizar el proceso y las condiciones
históricas del descubrimiento por el cual llegó a construir su teoría cierto personaje
histórico llamado Newton, en el seno de una comunidad científica afectada por
condicionantes culturales, filosóficos o socioeconómicos (según la orientación
historiográfica que adopte el historiador). A pleno derecho, el filósofo analiza el
pensamiento científico en general, mientras que el historiador, por el contrario, analiza
el pensar científico en un individuo o en una comunidad determinada, en un contexto
histórico particular. Pero aun cuando ello conduzca al reconocimiento de que la
filosofía y la historia de la ciencia han de ser concebidas como disciplinas separadas, la
mera mención de expresiones tales como “teoría de Newton” por parte del filósofo que
emplea ejemplos históricos lo compromete con el parecer de los historiadores, el cual,
a juicio de Cohen, suele ser ignorado por ciertos filósofos. Lo mismo sucede, para
mencionar un ejemplo de otra naturaleza, con el empleo por los agentes históricos de
palabras tales como “deducción” o “hipótesis”. ¿Se las empleaba en aquel tiempo con
la misma significación que tienen hoy para un lógico? Este es un problema histórico
del cual el filósofo, si realmente desea someter sus teorías acerca de la ciencia a una
suerte de contrastación histórica, no puede desentenderse. Si lo hace, nuevamente,
corre el peligro de emplear mala historia y practicar, por tanto, mala filosofía de la
ciencia.
A los ejemplos que esgrime Cohen de recurso a la historia para corroborar una
tesis filosófica sin necesidad de analizar con detenimiento lo que realmente expresaron
los agentes históricos (y en particular en qué contexto sociocultural lo hicieron)
podríamos agregar el análisis de parte del Dialogo de Galileo realizado por Paul
Feyerabend en su famoso libro Contra el método. No parece que Feyerabend haya
leído en detalle a Galileo, pero le basta saber que Galileo recurrió en oportunidades a
la propaganda para afirmar sin más que, según Galileo, la ciencia progresa o se
desarrolla mediante la propaganda, y que la experiencia no juega ningún papel
relevante como mecanismo de decisión entre teorías en conflicto. Pero ello expresa el
pensamiento de Feyerabend, no el de Galileo. Cuando menos, Feyerabend debería
haber tenido en cuenta la intención pedagógica y la significación cultural del Dialogo
en aquella primera mitad del siglo XVII, y no concebirlo como una suerte de tratado
metodológico. A propósito de ello, hemos tenido la oportunidad de leer una reciente
tesis doctoral, debida a Fernando Tula Molina, en la cual se pone en evidencia la
profunda discrepancia entre el Galileo propagandístico de los historiadores y el
construido por Feyerabend para legitimar sus propios puntos de vista acerca de la
ciencia. Pero Tula Molina es un filósofo respetuoso de la historia de la ciencia y
conocedor de los problemas historiográficos, lo cual le ha permitido analizar los veinte
volúmenes de la obra completa de Galileo e invalidar la tesis de Feyerabend.
Independientemente de que se acepte o no la conclusión a la que arriba, su proceder
es el que cabe esperar de alguien para quien la historia y filosofía de la ciencia, a la
hora de analizar ciertos problemas específicos que atañen a ambos campos, pueden
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colaborar eficazmente sin necesidad de que ninguno de ellos pierda su identidad


específica.

Sobre las reconstrucciones racionales de la historia de la ciencia


Uno de los puntos más conflictivos a propósito de la cuestión que estamos
considerando se presenta cuando se consideran las "reconstrucciones racionales" de la
historia de la ciencia, empleadas a modo de instrumentos filosóficos por ciertos
epistemólogos del ámbito anglosajón. El filósofo adopta determinado criterio de
racionalidad y lo aplica sin anestesia a los episodios del pasado, evaluando de tal
modo el comportamiento de los agentes históricos. El blanco favorito del enojo de
ciertos historiadores es la epistemología de Imre Lakatos y su famoso aserto “la
historia de la ciencia es ciega sin la filosofía de la ciencia”. Como es bien sabido,
Lakatos llama "historia interna" de la ciencia a lo que en rigor debería llamarse
"historia construida con los elementos racionales de una ciencia", pertinente a la hora
de decidir, por ejemplo, si el agente histórico X se comportó o no racionalmente, en
su momento, al escoger la teoría A y no otra B. Su "historia externa" de la ciencia,
por el contrario, incluye aquellos factores ideológicos, culturales o sociales que podrían
haber inhibido o promovido la aceptación de una teoría y no de otra, con
independencia de cuál debió haber escogido el agente histórico de haber procedido
racionalmente.
A propósito de la afirmación de Lakatos, Paolo Rossi señala que la tesis supone
que los criterios de selección de ejemplos históricos no proceden del análisis histórico
sino que preceden a éste: el filósofo puede aprender de la historia sólo y
exclusivamente lo que precedentemente ha puesto en ella. Es obvio que los
historiadores seleccionan e interpretan con el recurso a presupuestos filosóficos, pero,
en casos extremos como el de Lakatos, una determinada filosofía de la ciencia acaba
prácticamente por sustituir a una historiografía o bien ésta se convierte en parte de
aquélla. No hay duda de que, en la epistemología de Lakatos, la historia interna tiene
un carácter primario, mientras que la historia externa tiene el módico papel
secundario de explicar los “factores residuales no racionales” omitidos por el
reconstructor. Para colmo, en este enfoque, la historia interna determina cuáles son
los problemas significativos que debe afrontar la historia externa.
Desde luego, este programa poco tiene que ver con la actividad real que llevan
a cabo habitualmente los historiadores de la ciencia. El interés de éstos por establecer
contextos históricos específicos con relación a los cuales se analizan problemas
igualmente específicos, la consideración de la incidencia de las visiones del mundo en
la creencia científica, la búsqueda de conexiones entre creencias y valores con
determinadas teorías, el estudio de cómo se vinculan tradiciones científicas y
tradiciones socioculturales, el análisis de las distintas imágenes de la ciencia o
modelos de cientificidad en distintas épocas y lugares, en fin, todo aquello que otorga
carnadura a la historia real, quedan minimizados o simplemente desaparecen del
programa historiográfico lakatosiano. Sin olvidar tampoco que lo que los
epistemólogos llaman hoy ciencia (de acuerdo con los cánones de su propia filosofía)
es, ante los ojos de muchos historiadores, una construcción histórica, resultado de un
proceso que poco interés ofrece a filósofos como Lakatos. Por eso dice Rossi, en
síntesis, que al historiador le interesan los procesos temporales y no sus sustitutos
lógicos, es decir, sucintamente, lo que ha sucedido y no lo que hubiera debido
suceder.
Deberíamos reconocer, sin embargo, que la mayoría de los filósofos de la
ciencia que consideran valiosas a tales reconstrucciones, entendidas como
instrumentos filosóficos, no las identifican con el resultado de la actividad de los
historiadores profesionales, y admitirían de buen grado que afirmaciones como la de
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Lakatos configuran una suerte de ilegítima intrusión de la filosofía de la ciencia en la


historia de la ciencia tal como, a pleno derecho, la conciben los historiadores. A la
inversa, parece inobjetable la crítica que ciertos filósofos de la ciencia formulan a
jóvenes historiadores en el sentido de que la filosofía se halla cada vez más ausente
de sus consideraciones históricas. En un artículo de 1992, Rachel Laudan, añorando la
fertilización cruzada entre historia y filosofía de la ciencia de los años setenta,
afirmaba ser una especie en vías de extinción. Señalaba que, hoy en día, muchos
historiadores han vuelto las espaldas a la "claridad de la filosofía" y se han rendido a
la fascinación reduccionista de quienes asimilan la producción del conocimiento a una
suerte de transacción comercial o una negociación política, en clara referencia a la
llamada “nueva sociología de la ciencia”. En ambos casos, lo que se advierte es la
negativa a concebir a la historia de la ciencia como un sector del conocimiento
diferenciado de su filosofía o su sociología, lo cual impide la interacción fructífera entre
tales disciplinas sin necesidad de practicar reduccionismo alguno.

La posición de Kuhn
Kuhn ha sostenido explícitamente la necesidad de mantener académicamente
separadas a la historia de la ciencia y a la filosofía de la ciencia: si bien historiadores
y filósofos pueden aprender unos de otros, nos dice, intentar la concertación de un
matrimonio podría acabar en catástrofe. En su famoso artículo "Las relaciones entre la
historia y la filosofía de la ciencia", afirma que el compromiso entre ambas disciplinas
no es posible, pues presenta problemas de la misma clase que el del pato y el conejo
del conocido diagrama gestaltiano: es imposible percibir en él un patonejo. La
interacción entre ambos campos de conocimiento debe ser interdisciplinaria, sin
subvertir la base disciplinaria de ninguno de ellos. Kuhn funda esta recomendación en
una serie de consideraciones acerca de objetivos y procedimientos que delimitan con
bastante claridad las áreas de competencia de cada disciplina. Mientras el historiador
construye un relato que trata de volver inteligible lo acontecido en cierto lugar y
tiempo, el filósofo trata de establecer verdades de validez universal. Ello explica por
qué, ante similares fuentes documentales, filósofos e historiadores produzcan
discursos claramente diferenciados y lo mismo ocurra con las imágenes que ambos
diseñan de personajes e instituciones del pasado.
A propósito del historiador de la ciencia, Kuhn destaca la importancia de que
tiene para éste no sólo el conocimiento de la ciencia sino también el de las ideas
filosóficas, pues, al fin de cuentas, hasta fines del siglo XVII gran parte de lo que hoy
llamamos “ciencia” era en realidad filosofía. ¿Cómo imaginar, por caso, la obra de
Alexandre Koyré sin la sólida formación de éste en materia filosófica? Sin embargo, a
la hora de analizar el enriquecimento mutuo que podría derivar de la colaboración
entre historiadores y filósofos de la ciencia, Kuhn advierte una suerte de asimetría:
mientras que la historia de las ideas científicas sería un instrumento apto para
“preparar el camino” que ha de seguir del filósofo de la ciencia, la recíproca no es
válida. En rigor, piensa Kuhn, aunque el estado de diálogo es imprescindible, sólo
ciertas cuestiones que atañen a la filosofía de la ciencia serán de utilidad para el
historiador.
Dicho de un modo un tanto incidental, Kuhn parece haber aplicado su
recomendación de mantener separadas a ambas disciplinas a su doble tarea de
historiador y de filósofo de la ciencia. Una consecuencia notable de ello, analizada
recientemente por el historiador A. Floris Cohen, es que un episodio que remite a las
mismas fuentes documentales, la Revolución Científica (con referencia al aconte-
cimiento fundacional de la ciencia moderna), es tratada como un evento bien
caracterizado cuando Kuhn se comporta como historiador, pero no ocurre lo mismo
cuando lo hace como filósofo. En la obra de Kuhn, dos nociones distintas, la de
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Revolución Científica en particular y la de revolución científica en general, han


permanecido separadas: el pato (la filosofía) y el conejo (la historia) conviven
armoniosamente, pero destinándose a la vez una cierta indiferencia mutua. Basta
comparar las afirmaciones del filósofo Kuhn en la Estructura de las revoluciones
científicas, de 1962, con las del historiador Kuhn en su posterior artículo "La tradición
matemática y la tradición experimental en el desarrollo de la física", cuya primera
versión de es 1972, y que fuera revisado y publicado en 1977 en La tensión esencial.
Para el filósofo, la Revolución Científica no es un caso particular de revolución
científica, esto es, no resulta de un determinado cambio de paradigma. Para el
historiador, es el resultado de la transformación de lo que llama “ciencias clásicas”,
establecidas en la antigüedad con el recurso común a la matemática, unido al
surgimiento, en el siglo XVII, de lo que llama “ciencias baconianas”, de carácter
experimental, que sólo adquirirán madurez más adelante. Lo cual admitiría una
“traducción” a las categorías de su epistemología: cambios de paradigmas en las
ciencias clásicas y aparición de "escuelas en competencia", preparadigmáticas, en lo
que atañe a las ciencias baconianas. Pero el historiador Kuhn se niega a hacerlo, y a la
vez nos alerta acerca de los riesgos que supondría el intentarlo.
Tal vez el análisis de este ejemplo particular sirva para explicar (al menos en
parte) por qué la Estructura de las revoluciones científicas, de indudable impacto en la
filosofía y la sociología de la ciencia, no ha dejado huellas particularmente
significativas en el ámbito de la historiografía, lo cual no significa afirmar lo mismo de
los aportes estrictamente historiográficos de Kuhn. Podríamos suponer, a modo de
hipótesis, que Kuhn pretende diferenciar claramente entre un análisis metacientífico
de otro estrictamente científico, en este caso histórico. En tal caso, reservaría
categorías tales como revolución para el análisis epistemológico, sin sentirse obligado,
como historiador, a categorizar los fenómenos históricos con los mismos términos que
utiliza en tanto filósofo de la ciencia.

Conclusiones
La ciencia, entendida en sus múltiples dimensiones, es un fenómeno para cuyo análisis
se requiere de muchas disciplinas conexas, y haríamos un flaco favor a la necesidad
de comprenderlo si entendiésemos a críticas como las que formulan Cohen o Rossi a
modo de soberbia exigencia de total autonomía disciplinar o (peor aún) profesional.
Toda historiografía incluye presupuestos filosóficos, y en particular alguna concepción
filosófica acerca de la ciencia. Concebir a la historia y a la filosofía de la ciencia como
distintos campos de conocimiento no implica dejar de destacar la necesidad de que se
intensifique la colaboración entre historiadores y filósofos, por medio de una tarea
interdisciplinaria que no supone de cada disciplina la condición de sierva de la otra.
Compete al historiador estar atento a lo que tengan que decir el filósofo de la ciencia o
el cultor de cualquier otra disciplina con la cual la historia de la ciencia pueda
desarrollar un diálogo fructífero. Me parece razonable la sugerencia de los
historiadores a los filósofos de la ciencia de adoptar una actitud más crítica con
relación al material histórico que emplean, o bien el rechazo de la invitación a
subsumir la historia en la filosofía, pero, a la vez, si se quiere practicar la fertilización
cruzada que mencionaba Laudan, también parece conveniente que los historiadores
profundicen su conocimiento de la filosofía de la ciencia, en procura de que las
coincidencias disciplinares, y no ya las eventuales discrepancias, conduzcan a una
mayor comprensión de aquellos problemas que admitan el aporte de ambas
disciplinas.
Convendría recordar, a propósito de lo anterior y a riesgo de ser reiterativo, que
el rótulo "historia de la ciencia" no es unívoco, y designa hoy en día estudios de muy
diversa naturaleza y objetivos, pues la disciplina ha captado a partir de los años
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cincuenta el interés de filósofos y sociólogos, de historiadores de la cultura y de la


economía, de científicos o de aquellos historiadores sociales que la conciben como
portadora de un enfoque crítico novedoso para analizar las relaciones entre ciencia,
tecnología y sociedad. Pietro Redondi, en un trabajo de 1987 destinado a analizar los
múltiples “oficios” del historiador de la ciencia, concluye que todo ello ha contribuido a
impregnar a la disciplina de una suerte de “indeterminación conceptual, producto de
un eclecticismo metodológico inevitable”. De allí que hoy en día se le demanden
exposiciones muy variadas y, por ello, llevar a la práctica aquella fertilización cruzada
exige del historiador una especie de “educación permanente” en materia de disciplinas
afines a la suya propia, entre las cuales la filosofía, y en particular la filosofía de la
ciencia, no puede estar ausente. ●

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Fuentes bibliográficas

Boido, G. y Gianella, A. (1998), Una segunda visita a la granja de Thomas


Kuhn: ¿esquizofrenia o naturalismo?, en H. Faas y L. Salvático (eds.), en
Epistemología e Historia de la Ciencia, vol. 4, n. 4. Córdoba: Facultad de
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Cohen, A. F. (1994), The Scientific Revolution. A Historiographical Inquiry.


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Cohen, I. B. (1974), La historia y el filósofo de la ciencia, en F. Suppe, ed.,


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Feyerabend, P. K. (1970), Contra el método. Barcelona: Ariel, 1974.

Kuhn, T.S. (1962), La estructura de las revoluciones científicas. México:


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-------------- (1977), "La tradición matemática y la tradición experimental


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Madrid : Tecnos, 1974.

Laudan, R. (1992), The 'New' History of Science: Implications for Philosophy


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Redondi, P. (1985), El oficio del historiador de las ciencias y de las técnicas,


en A. Lafuente y J.J. Saldaña, eds., Historia de las ciencias. Madrid,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1987, 95-103.

Rossi, P. (1986), Las arañas y las hormigas: una apología de la historia de


la ciencia. Barcelona : Crítica, 1990.
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Tula Molina, F. (1997), “El rol metodológico de la experiencia en la obra de


Galileo Galilei”, tesis doctoral inédita, Universidad Nacional de La Plata.

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