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SONRISA A TIEMPO

Alguien golpeaba con sigilo la puerta. Me sentía dolorido, y tirado en el piso como
estaba no podía pensar la situación. Golpearon de nuevo, e intentando
levantarme no sé qué dije. De afuera contestaron con un "¡de parte de Tonono,
flaco!" mientras hacían caer por la mirilla tres cigarrillos y varios fósforos sueltos.
Sin agradecer, igual me sentí mejor.

Las cosas habían ocurrido casi como lo planeáramos. El coche paró justo al lado
del tipo que sabíamos llevaba el dinero hacia el banco de dos cuadras más
adelante. No era una suma extraordinaria pero teníamos compañeros correteando
de aquí para allá por el país, y había que ayudarlos rápido. Se nos ocurrió ese
lugar sobre la avenida Colón al 1400 porque era un buen dato, así que en pocas
horas armamos todo para el lunes a la mañana. Año 70, todo recién comenzaba
en Córdoba, en cualquier negocio se acostumbraba reunir con despreocupación
el resultado de las ventas de un fin de semana. Sí, era buen dinero y parecía fácil.
Decidimos que daría la señal desde la esquina misma, apoyando si era necesario
la captura del empleado. Si a éste se le ocurría correr espantado iba a ser en mi
dirección, y no se tenía que escapar.

El Willi estaba a media cuadra con una gabardina amarronada que se me


ocurrió vestimenta adecuada para un exhibicionista amateur. Debajo, llevaba
colgando una escopeta recortada para desalentar al policía del banco cercano si a
éste se le daba por curiosear. No sé muy bien qué pensábamos de ciertas armas,
pero de haber tenido que utilizar la escopeta todo se hubiera ido al carajo. Pero
bueno, el tipo salió con su acostumbrada bolsita de papel marrón donde creía que
con cierta discreción pasaría desapercibido. Los de la otra punta arrancaron
cuando levanté la mano con el diario hacia mi boina y bajé del cordón de la
vereda. Él, mansamente sorprendido, al verse rodeado se detuvo y finalmente
subió sin resistencia. Y se fueron. Hubiera parecido que se había puesto de
acuerdo con nosotros. Crucé la calle, el Willi que ya había arrancado su motoneta
me invitó a subir con un "vamos". Le dije que no, que ya pasaría el Chiche a
buscarme como habíamos quedado.

Seguí caminando y no pasó naranja; al rato me vi llegando a Octavio Pinto y


Caraffa como si estuviera de paseo. Cuando se me dio por parar un taxi, recién
ahora se me ocurría, sentí detrás la frenada de un auto que venía rápido y alguien
como si comentara algo casual diciendo "¡es ese!", después dos portazos no
demasiado evidentes. No me volví, para qué. Pasado el tiempo, mamá, por
consejo de mi abogado, estuvo con el vecino que me señalara. El que viera “caras
extrañas en el lugar” además me habia visto acariciar a su perro en aquella
esquina, vaya detalle.
"¡Quedate quietito, pibe!", oí como en un sueño. De espaldas a la voz podía
esperar que la frase fuera dirigida a otro. Pero no, de reojo pude verlos y dos de
ellos me estaban apuntando con sus armas. No había escape, aunque percibí que
no estaban muy seguros de lo que hacían: había poca bronca en sus ojos. Ese
dato no me sirvió de nada, en cuanto me revisaron y encontraron la 45, se
sonrieron. Estaban en la buena dirección, “a éste lo hacemos cargo hasta de la
muerte de Gardel” me pareció que se decían en silencio.

Me subieron sin innecesaria violencia. La gente parada más allá, miraba


despreocupada como si hubieran estado esperando una acción más intensa de
nuestra parte; tal vez por eso andamos en esta ciudad con cara de
desilusionados: finalmente corría por cuenta de otros poder contar algo sabroso
por las noches. Por sus miradas sentí que me llevaban como a un mueble, pero
me quedé tranquilo tratando de enfriar la cabeza; en realidad como era la primera
vez que caía armado no sabía lo que me esperaba. Como en situaciones de
parecido impacto emocional trataba de pensarme desde afuera, viéndome como
si las circunstancias le pasaran a otro y no a mí. Mecanismo psicológicamente
esquizoide quizá, pero finalmente apoyado en el simple deseo de no estar allí o
no creer del todo lo que me estaba ocurriendo. En él me veía apoyar el pie
enfundado en su bota marrón para subir a la camioneta, luego sentarme, apoyar
mi espalda sobre las manos esposadas y luego..., Ana ¿dónde estarías? Sé que
esperabas mi llamado como habíamos quedado, para luego irnos a comer y
dormir la siesta, y bebernos la piel, y luego...

Quién sabe cómo pude deslizar casi tímidamente la mano izquierda hacia el
bolsillo de atrás de mi pantalón, hasta sentir el borde afilado de la pequeña foto
que tenía su dedicatoria. Mis dedos se arquearon sin poder evitar estrujarla, casi
la tomé como si fuera su mano; era para sentirla cerca o mejor para que no me
preguntaran quién era. El policía que iba conmigo en el asiento trasero me miraba
duro, mientras los otros dos tal vez satisfechos conducían hacia la jefatura;
ninguno tomó en cuenta mi gesto. Ahora, esquinas conocidas tenían un aire
entrañable al pasar tan rápido. Las iba fotografiando con un simple parpadeo
dejándolas impresas detrás de mis ojos, tal vez para recordarlas después. No
interesaban particularmente, sólo hubiera querido estar allí parado un rato más,
algo tan simple.

La sirena sonaba y las miradas de los transeúntes se volvían distraídas sin


curiosear demasiado sobre la importancia de los que íbamos adentro. Tampoco
yo me sentía una estrella, es probable que estuviera asustado.

Llegamos demasiado rápido, siempre ocurre en estos casos, me bajaron y


todo comenzó a adquirir velocidad. Nos esperaban; un fornido gordo tomó mi
brazo y llevándome a los empujones dijo suavemente a mi oído, como si fuera un
secreto a compartir sólo conmigo y hubiera aguardado mucho tiempo:“¡así que
eras vos, hijito de puta!”.

Después del obligado interrogatorio inicial, me di cuenta que debí gritar


bastante ya que me dolía la garganta. Había un frío raro en todo. En la silenciosa
oscuridad en donde me dejaron tirado, me refugié en el recuerdo de mi madre
que siempre me perseguía con una de sus frases preferidas: “¡vistes, andás con
frío porque no comés bien!”. Mis labios intentaron formar una sonrisa, pero me
dolía todo. Me habían pateado para un entero partido de fútbol, y pese a que
apenas sentí las trompadas caí al suelo y me hice un ovillo, creo que no erraron
un solo golpe.

Aunque, si bien brutal, eran otros tiempos. No podíamos imaginar lo que


vendría después, desde el 75, cuando te cazaban en pleno día a la salida de la
facultad o en la fábrica, o asaltando la casa en que vivías. Se habían
especializado y ya no aparecías más. Eras un nombre rezado por tus parientes
cansados de preguntar por vos en todos lados. Ahora te golpeaban durante
algunos días, y por supuesto quedabas impresentable, aunque si te pescaban en
una contradicción comenzaba todo de nuevo y probablemente con picana.

Para mejor, pocos días antes de caer, un grupo de gente había tomado un
pequeño pueblo cercano, La Calera, haciendo su propaganda. Y los policías
andaban medio alterados. Nosotros, que teníamos otra opinión de la realidad y
queríamos diferenciarnos, dábamos rienda suelta a lo que llamábamos
solidaridad. Un eufemismo quizá, pero que nos permitió caerles con 700 pollos a
los mecánicos automotrices que estaban en huelga. Dando una dirección
cualquiera, encargamos esa cantidad mediante módica suma inicial para una
supuesta gran fiesta. Esperamos al camioncito, hicimos descender al atribulado
conductor y atándolo convenientemente lo dejamos al cuidado de Matías, en un
edificio en construcción. Luego partimos alegremente hacia la puerta de la fábrica
Fiat, tomada por los obreros, y por supuesto con su agradecida colaboración
procedimos a dejarles la carga completa, sintiéndonos unos filántropos de nueva
estirpe. Creo que hasta sobraron los pollos, pero hoy visto desde la distancia de lo
que pasó después no me deja de causar una extraña melancolía.

Ahora estaba todo dolorido tirado en este piso oscuro y frío de la jefatura de
policía, con la boca reseca y el estómago medio dado vuelta. Me cobijé en el
sabor amigable que tenían los cigarrillos en ese momento mientras trataba de
recordar qué les había dicho; siempre habíamos calculado la posibilidad de caer
detenidos y teníamos algo en la punta de la lengua bastante coherente. Yo me
había cerrado en que había conocido a un tal Brown, en un viaje en ómnibus de
Buenos Aires a Córdoba, luego de separarme de mi mujer. Como estaba sin
dinero alguno el señor éste se ofreció a darme una mano, invitándome a realizar
un pequeño negocio. Que “¿dónde vivía Brown?”: me había llevado a su casa con
los ojos bajos por seguridad. Que “¿a dónde me dirigía al venir hacia esa
ciudad?”: a lo de mi tío. Me daba cuenta que le caerían al pobre tío al que no veía
desde hacia como 15 años; sí, eso no tenía vuelta pero me dejaba un cierto
desagrado conmigo mismo.

Me siguieron pegando con regularidad todas las noches a partir de las 11. El
mecanismo era simple, aunque no era posible acostumbrarse. Gritaban mi
nombre desde la puerta de la celda grande a donde me habían trasladado con
otros detenidos, lo que era importante ya que indicaba que iba dejando de tener
significación extremada; allí pude conocer a Tonono, un tipo respetado por lo que
sabía hacer en las muy escasas veces que estaba en libertad.

Siempre me sobresaltaba cuando oía mi nombre desde la entrada; Tonono y


alguno de su grupo palmeaban mi espalda como para desearme una
circunstancial buena suerte. Era un momento especial, un examen de la
personalidad de cada uno; así que pegaba las ultimas pitadas al pucho mas
cercano y allá iba sin despedirme de ninguno, con los dientes apretados. Me
esposaban y llevaban hacia la parte de arriba de lo que es el histórico cabildo de
esa ciudad, ocupado en ese entonces como cuartel policial. Trataba de no
apurarme, que mis pasos fueran lentos y se demoraran un poco más, pero es
notable la nitidez y velocidad de este tipo de acontecimientos. Años después, en
el 76, cuando debí volver al desocupado edificio como estudiante de historia, no
pude subir esas escaleras: desde arriba me miraba una imagen desagradable en
el recuerdo.

Aguilar, después me enteré de este nombre, socarrón me miraba entrar.


Sentado detrás de su mesa, estiraba los brazos como desperezándose para
realizar una tarea rutinaria. Los otros dos que lo acompañaban, esperaban
callados alguna seña que nunca pude interpretar. Era siempre una escena
repetida donde yo ocupaba el centro. Así, esposado como estaba, oía a la
vocecita sibilante decir “¡a ver pibe si te dejás de hacer el pelotudo, decime de
nuevo el cuentito!”. Empezaba el circo de nuevo. Nada se podía frenar de lo que
viniera: a medida que las escenas se reiteraban, ya que me encontraba prendido
a la misma historia como una garrapata, y aparte de tomar conciencia de los
tiempos exactos, de ciertas miradas como de reproche, decepcionadas, debía
calcular que luego de determinadas palabras mías vendría con exactitud de reloj
el primer golpe. Para esto, debía prepararme endureciendo el cuerpo, gritar un
aparente o real dolor y caer al piso sin lastimarme. Todo un ejercicio de teatro
compartido, donde los que acompañaban a su jefe, levantándose, me pateaban
jubilosamente cumpliendo su único papel.

Algo pasó aquella noche en que se acabaron los golpes. Creo que los había
cansado, no sacaban en limpio más que una rutinaria historia policial de dinero
desaparecido y un empleado asaltado que no me podía reconocer, no había
nuevos nombres o lugares, y además no demostraba el arrojo de un sujeto
supuestamente peligroso o de rango en alguna organización. De todos modos no
debo ser un buen alumno de teatro, porque la parte mía salió mal. Cuando esa
última vez deslizaron, casi con amabilidad, la acostumbrada pregunta, comencé a
hablar con el tono correspondiente de pesadumbre. De pronto vino el esperado
puñetazo del grandote a mi derecha y yo, en detenida posición, logré encorvarme
y cayendo grité algo que no me acuerdo. Lo que siguió fue más bien una escena
belmondiana en la película Sin aliento. Se quedaron quietos mientras yo abriendo
los ojos comenzaba a tratar de levantarme. Todos nos habíamos percatado que el
golpe no me había tocado, habiendo pasado a unos milímetros de mi costado.
Nos miramos como preguntando qué seguía ahora, nos habíamos quedado sin
libreto y eso no estaba pensado. No sé quién fue el primero en hacerlo con ironía
imperceptible, si yo por verme descubierto o alguno de los otros; uno no sabe
cómo contar creíblemente esa escena final. En ese limitado escenario donde los
espectadores éramos también nosotros, una sonrisa de entendimiento cómplice,
que no esperábamos ver llegar, rompió el acostumbrado ritual. Se dibujó poco a
poco en la distensión de las caras para luego pasar a ser sonrisa evidente. Si
alguien nos hubiera estado viendo no lo hubiera comprendido o si fuera otro el
contexto tal vez creyera que jugábamos una amistosa y acordada representación.

Sí, no me pegaron más y con el transcurso de los días me llevaron a la cárcel


de encausados, allá por el barrio Güemes, donde el Tonono me supo sugerir con
su filosofía de la calle las diferentes actitudes de la paciencia, de la prudencia en
las palabras o la interpretación predecible que encierran las que no se dicen. Esa
modestia escueta con la que se visten los actos de los días y las historias
personales, en ciertos lugares de compartido aunque no buscado entorno, donde
las noches son menos largas si uno aprende rápido ciertas lecturas de la vida. En
el fondo amistades sin destino especulado, a las que se fueron agregando el
Gringo, el Pelado, Pablo, Sebastián, Sergio, Manolo, Ignacio, el Pichón y otros
que no quiero nombrar porque duelen, muchos de los cuales luego fueron
llevados a la cárcel de Trelew en el sur, donde los fusilaron un 22 de agosto.

Me largaron por ser principiante casi un año después. Con Tonono nos
despedimos emocionados sabiendo que era posible el no volvernos a ver, como
ocurrió. Por otro lado, el de la justicia federal, siguió el inconveniente de que me
hubieran encontrado el arma aquella vez. Pero esa es otra aburrida historia.

Por Coyaique, al sur, me fui al Chile allendista hoy casi irreal. Allá encontré a
Ana detrás de su sonrisa, y nada volvió a ser lo mismo. Su perdida fotografía
arrugada había quedado en el recodo de lo no compartido, y las circunstancias de
la vida me llevaron de recorrido por nuevos gestos, lugares y palabras.

Ahora, caminando dentro mío como sobre arena mojada, aprieto sin darme
cuenta la mano de la nena que camina a mi lado, tengo nublada la garganta.
Sintiendo el clima ella me pregunta “¿en que pensás, papi?”

Si fuera tan fácil contestarte...

Cómo podría contaminar tu inocencia con el pájaro gris que llevo en el pecho,
el de la bronca por las mismas cosas que pasaron antes, que siguen pasando.

Ella de pronto para de caminar y me obliga a mirarla a los ojos; siento agua
fresca en la cara y se borra todo aquello, el vuelo gris desaparece. El gesto de
abrazarla se abalanza sobre mí y alzándola en el aire giramos los dos: las
escenas del pasado se esparcen por el suelo en pedazos desamparados; hay
quizás algún viejo perfil y también paisajes desolados que huyen, y no importa.
Sonrío. Sí, con ella nos reímos de todo...

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