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EL POSTPUNK Y LA REVOLUCIÓN INCOMPLETA

(SIMON REYNOLDS)

“los sex pistols cantaban ´no future´ pero hay un futuro y nosotros
estamos tratando de construirlo”

allen ravenstine

pere ubu, 1978

Para el verano de 1977 el punk se había convertido en una parodia de sí mismo. Muchos de los miembros
originales del movimiento sentían que la apertura y la riqueza de posibilidades habían degenerado en una
fórmula comercial. O peor: había terminado convirtiéndose en una inyección rejuvenecedora en el brazo de la
industria musical establecida que los punks habían tenido la esperanza de derrocar. ¿Dónde ir ahora?

Fue en este punto que se comenzó a fracturar la frágil unidad punk entre chicos de clase obrera y bohemios de
clase media. Por un lado quedaron los populistas “verdaderos punks” (que después desarrollarían el
movimiento Oi!) quienes creían que la música debía mantenerse accesible y sin pretensiones: la voz enojada de
las calles. Por otro lado, estaba la vanguardia que después fue conocida como “post-punk”, quienes vivieron
1977 no como un retorno al rock´n´roll crudo sino la oportunidad de quebrar con la tradición, defniendo el
punk como un imperativo al cambio constante.

El Oi! y su aproximada contraparte norteamericana, el ´hardcore´, merecen sus propios libros (incluso ya
tienen algunos: Cranked Up really high de Stewart Home y varias historias orales del hardcore). Este libro, sin
embargo, es una celebración del postpunk: bandas como PiL, Joy Division, Talking Heads, Throbbing Gristle,
Contortions y Scritti Polliti, que se dedicaron a realizar la revolución incompleta del punk y exploraron nuevas
posibilidades sonoras a través de su apertura a la electrónica, el ruido, las técnicas dub del reggae, la
producción disco, el jazz y la música contemporánea.

Algunos puristas acusaron a estos experimentalistas de meramente intentar restaurar aquello que el punk
había originalmente intentado destruir: el elitismo del art-rock. Y es cierto que una alta proporción de los
músicos postpunk venían de las escuelas de arte. La escena No Wave en New York, por ejemplo, estaba
prácticamente compuesta por entero por pintores, realizadores de cine, poetas y artistas de performance. Gang
of Four, Cabaret Voltaire, Devo, Wire, The Raincoats, DAF... esta es sólo una fracción de las bandas iniciadas por
graduados de las carreras de arte o diseño. Especialmente en Inglaterra, las escuelas de arte han funcionado
desde hace tiempo como una especie de bohemia subsidiada estatalmente, donde la juventud de origen obrero
demasiado rebelde para trabajar se mezclaba con chicos de clase media demasiado excéntricos para seguir una
carrera profesional. Después de graduarse, muchos se involucraron en la música como una forma de mantener
el ´estilo de vida experimental´ que disfrutaron durante su época de estudiantes y, al mismo tiempo, quizá, sólo
quizá, encontrar algo de qué vivir.

Por supuesto, no todos los involucrados en el postpunk fueron a escuelas de arte o a la universidad. Muchas de
las fguras clave del postpunk inglés vienen de esa zona gris socialmente indeterminada donde la franja
superior de la clase obrera se mezcla con la clase media baja. Autodidactas de forma omnívora y dispersa,
fguras como John Lydon o Mark E. Smith de The Fall se ajustan al síndrome del intelectual anti-intelectual:
vorazmente bien leídos pero desdeñosos con la academia y sospechosos del “arte” en cualquiera de sus formas
institucionalizadas. Pero, en realidad, ¿qué puede ser más arty que desear abolir el arte destruyendo las
fronteras que lo mantiene separado de la vida cotidiana?

Esos siete años postpunk, desde el principio del 78 al fnal del 84, fueron testigos de un saqueo sistemático del
arte y la literatura modernista. El período entero parece un intento de reproducir prácticamente cada tema y
técnica modernista importante usando a la música pop como medio. Cabaret Voltaire tomó prestado su nombre
del Dada; Pere Ubu tomó el suyo de Alfred Jarry. Talking Heads convirtió un poema sonoro de Hugo Ball en un
tema bailable de tribal-disco. Gang of Four, inspirado por los efectos de alienación de Godard y Bretch, intentó
deconstruir el rock incluso cuando rockeaban duro. Los letristas absorbieron la ciencia fcción radical de
Burroughs, Ballard y Philip Dick y las técnicas de collage y cut-up fueron trasladadas a la música. Marcel
Duchamp, por intermedio de Fluxus, era el santo patrón de la No Wave. El arte de tapa de los discos de ese
período estaba en sincronía con las aspiraciones neomodernistas de las letras y la música, con diseñadores
gráfcos como Malcolm Garret y Peter Saville, sellos como Factory y Fast Product, que tomaban ideas del
Constructivismo, Die Stijl, la Bauhaus, John Heartfeld y Die Neue Typographie. Este frenético saqueo de los
archivos del modernismo llegó a su punto culminante con el sello renegado ZTT -abreviatura de Zang Tuum
Tumb, un fragmento de una poesía futurista italiana- y su grupo conceptual Art of Noise, nombrado en
homenaje al manifesto por una música futurista escrito por Luigi Russolo.

Si tomamos a la palabra “modernista” en un sentido más amplio, los grupos postpunk estaban frmemente
comprometidos con la idea de hacer música moderna. Estaban completamente convencidos de que todavía había
lugares para explorar en el rock, todo un nuevo futuro por inventar. Para la vanguardia postpunk, el punk había
fracasado porque había intentado destronar a la Vieja Ola del rock usando música convencional (rock´n´roll de
los ´50, garage punk, mod) que precedían a las megabandas dinosaurio como Led Zeppelin y Pink Floyd. Los
postpunks se decidieron a avanzar, sostenidos en la creencia de que “los contenidos radicales requieren de
formas radicales”.

Un curioso efecto colateral de esta convicción de que el rock´n´roll ya estaba agotado fue el enorme abuso
descargado sobre Chuck Berry. Una fgura clave para el punk rock, a través de la forma de tocar la guitarra de
Johnny Thunders y Steve Jones, Berry se convirtió en EL punto de referencia negativo, nombrado una y otra
vez como el sonido que debía ser evitado. Tal vez el primer ejemplo de esta Berryfobia suceda en los demos de
los Sex Pistols exhumados en La Gran Estafa del Rock´n´roll. La banda comienza a zapar sobre “Johnny B.
Goode”. Entonces, Johnny Rotten – el esteta oculto del grupo, que luego fundaría el grupo postpunk arquetípico:
Public Image Ltd.- farfulla desganado el principio de la canción para después comenzar a gritar: “Mierda, es
horrible... Paren, odio esta mierda... AAAAARRRGH”. El grito de disgustado agotamiento de Lydon –suena como
si se estuviese ahogando, sofocado por el sonido muerto- fue replicado por legiones de grupos postpunk: Cabaret
Voltaire, por ejemplo, se quejaba de que “el rock´n´roll no se trata de resucitar riffs de Chuck Berry”.

Más que los riffs o los acordes bluseros, el panteón postpunk de los innovadores de la guitarra se inclinaron
hacia la angularidad, un sonido agudo, claro y rugoso. En su mayor parte, pasaban por alto los solos, más allá de
breves explosiones de punteos integrados en una forma de tocar predominantemente rítmica. En lugar de un
sonido “gordo”, guitarristas como David Byrne de los Talking Heads, Mark Bramah de The Fall o Viv Albertine
de The Slits preferían una “guitarra rítmica delgada”, inspirada con frecuencia en el reggae o en el funk post-
James Brown. Este estilo de tocar más compacto y esquelético no se proponía ocupar cada punto del espacio
sonoro. Los grupos también intentaban hacer cosas innovadoras con la estructura. Tomando como referencia
los discos solistas de Brian Eno o el R&B cubista de Captain Beefheart, grupos como Devo, XTC o Wire
quebraban el fujo de la canción con un enfoque discontinuo, lleno de detenciones y recomienzos.

Y no sólo la guitarra se radicalizó: cada instrumento respondió al desafío de renovar el rock . Bateristas como
Hugo Burnham de Gang of Four, Steven Morris de Joy Divison, Budgie de The Banshees y Palmolive de The
Raincoats evitaron los clichés del heavy rock, desarrollando nuevos patrones rítmicos austeros y con
frecuencia “invertidos”. Los toms solían usarse para crear un tipo de propulsión “tribal”. El bajo abandonó el rol
de soporte que había tenido hasta el momento y pasó al frente como un instrumento líder, cumpliendo una
función melódica, incluso mientras sostenía el ritmo. En este punto, los bajistas postpunk estaban incorporando
las innovaciones de Sly Stone y James Brown y aprendiendo del roots reggae contemporáneo y el dub. Buscando
un sonido militante y agresivamente monolítico, el punk prácticamente había purgado el elemento negro del
rock, cortando sus lazos con el R&B y rechazando al mismo tiempo la música disco (califcada como insípida y
escapista). Sin embargo, hacia 1978 el concepto de una “música bailable peligrosa” (expresado términos como
“perverted disco” o “avant-funk”) comenzó a emerger en los círculos postpunk.

Junto con la sensualidad y el swing de la música bailable, el punk también había rechazado los géneros
compuestos (jazz-rock, country-rock, folk-rock, classical-rock, etc.) que habían proliferado a principios de los
setenta. Para los punks, este tipo de cosas remitían a alardes de virtuosismo, zapadas serpenteantes, discursos
hippies sobre cómo “todo es música, man”. Defniéndose por oposición a este eclecticismo fojo y cualquierista, el
punk proponía un purismo estridente. Y si bien la noción de “fusión” permaneció desacreditad el postpunk se
embarcó en una nueva fase de búsquedas que iban más allá de los estrechos parámetros del rock –obviamente,
hacia la América Negra y Jamaica, pero también hacia África y otras zonas que luego serían llamadas “world
music”.

El postpunk también reconstruyó ciertos puentes con el propio pasado del rock, especialmente con ciertas
zonas que el punk había excluido cuando declaró que 1976 era el Año Cero. Durante ese proceso se instaló un
mito que todavía persiste en algunos lugares: la idea de que los principios de la década del 70 son un páramo
cultural. En realidad se trata de uno de los períodos más ricos y diversos en la historia del rock. De forma
tentativa al principio (después de todo, nadie quería ser acusado de ser un criptohippie o un fan del rock
progresivo disfrazado), los grupos postpunk redescubrieron esa riqueza, inspirándose en el costado más arty
del glam (Bowie y Roxy Music), en excéntricos out-rock como Beefheart y, en algunos casos, en el costado más
perspicaz del rock progresivo (Soft Machine, King Crimson, incluso Zappa). En cierto sentido, el postpunk era
“rock progresivo”, sólo que drásticamente racionalizado y rejuvenecido, con mejores cortes de pelo y una
sensibilidad más austera (en lugar de la virtuosidad ostentosa). En retrospectiva, es el punk rock lo que parece
una aberración histórica – un regreso al rock´n´roll básico que en defnitiva terminó siendo una breve anomalía
en un de otro modo ininterrumpido continuum del art-rock que de despliega desde el principio hasta el fnal de
la década del 70.

Si hacemos honor a la verdad, no podemos dejar de mencionar que algunos de los grupos postpunk más
importantes – Devo, Throbbing Gristle, Cabaret Voltaire, This Heat- eran entidades pre-punk, que existían de
una forma u otra varios años antes del disco debut de los Ramones en 1976. El punk sumió a la industria
discográfca en una gran confusión, hizo que los grandes sellos se volviesen vulnerables a la sugestión y
fuidifcó todas las reglas estéticas de modo que cualquier cosa anormal o extrema de repente tenía una
oportunidad. A través de esta grieta en el muro de los negocios se colaron todo tipo de oscuros freaks,
obteniendo la chance de llegar a un público más amplio.

Sin embargo, el postpunk sólo construyó una alianza con determinado tipo de art-rock. No con el intento del
rock progresivo de mezclar guitarras eléctricas amplifcadas con la instrumentación clásica y las composiciones
extendidas del siglo XIX sino con el linaje minimalista que pasa por Velvet Underground, el krautrock y culmina
en el costado más intelectual del glam. Para cierta clase de entendidos, la música que los sostuvo durante el
“páramo” de los setenta fue grabada por una constelación de espíritus afnes –Lou Reed, John Cale, Nico, Iggy
Pop, David Bowie, Brian Eno- quienes estaban unidos por haber tocado o haber sido infuenciados por The Velvet
Underground y que habían colaborado entre sí en variadas combinaciones durante ese período. Bowie, por
ejemplo, trabajó con prácticamente todas estas personas en varios momentos distintos, produciendo sus discos
o colaborando con ellos. Él era el conector, el más grande diletante del rock: siempre persiguiendo las vías de la
innovación, siempre en movimiento. Más que cualquier otro, Bowie fue la inspiración para el ethos postpunk del
cambio perpetuo.

1977 puede haber sido el año de edición del primer disco de los Clash y del Never Mind the Bollocks de los
Pistols, pero a decir verdad el postpunk fue afectado con mayor profundidad por los cuatro discos relacionados
con Bowie que se editaron ese año: Low y “Heroes”; Lust for Life y The Idiot de Iggy Pop (ambos producidos por
Bowie). Todos grabados en Berlín, esta impresionante serie de discos tuvieron un inmenso impacto en quienes
ya venían sospechando que el punk rock estaba convirtiéndose en más de lo mismo. Los discos de Bowie e Iggy
proponían un alejamiento del rock´n´roll americano y un acercamiento a Europa, con un sonido cool y
controlado, construido sobre los ritmos metronímicos de Kraftwer y New!; un sonido en el cual los
sintetizadores tenían un rol tan importante como el de las guitarras. En las entrevistas Bowie hablaba de su
mudanza a Berlín como un intento de separarse de América, tanto musicalmente (el soul y el funk que le habían
dado forma a Young Americans) como espiritualmente (un escape de las arenas movedizas de la decadencia del
rock´n´roll de Los Ángeles). Infuido por este gesto deliberado de dislocación y autoalienación, Low estaba a la
altura de su título provisorio “New Music Night and Day”, más que nada a través de su increíble lado dos, una
suite de atmósferas y canciones instrumentales. Low, dijo Bowie, era una reacción a la experiencia de “ver el
Bloque Oriental, la forma en la que Berlín Oriental sobrevive en el medio de todo ello. Era algo que no podía
epxresar con palabras, algo que requería texturas.” Esa es la razón por la que recurrió a Eno, texturólogo por
excelencia, para que actuase como su mentor y mano derecha durante la realización de Low y “Heroes”. Eno ya
era considerado un icono del post-punk por sus ruidos de sintetizador en Roxy Music y sus discos solistas proto-
New Wave y durante la elaboración de los discos de Bowie en Berlín se convirtió en uno de los grandes
productores de la era. Documentó la escena No Wave de New York y trabajó con Devo, Talking Heads, Ultravox y,
mucho después, U2 (Bono declaró en cierta ocasión que “Algunas bandas acudieron a la Escuela de Arte;
nosotros acudimos a Brian Eno”).

El Nuevo Europeísmo de Bowie y Eno resonó con la sensación postpunk de que América – o al menos la América
blanca- era política y musicalmente el enemigo. En la búsqueda de elementos inspiradores contemporáneos, el
postpunk miraba más allá de la tierra de origen del rock´n´roll: Jamaica, la América urbana negra, Europa.
Para muchos postpunks los singles más signifcativos del ´77 no fueron “White Riot” o “God Save the Queen”
sino “Trans-Europe Express” de Kraftwerk, una teogonía metronómica de la era industrial y el hitazo porno-
eurodisco producido por Giorgio Moroder “I feel love” de Donna Summer, un track compuesto casi por entero
con sonidos sintéticos. La música disco electrónica de Moroder y el sereno synthpop de Kraftwerk generaron
resplandecientes visiones de la Neu Europa –moderna, futurista y post-rock en el sentido de no tener
absolutamente ninguna deuda con la música Americana. La idea de que los sintetizadores, los secuenciadores y
las máquinas de ritmo ofrecían la posibilidad de una identidad sonora auténticamente no-americana resultó
enormemente seductora para grupos como The Human League y Soft Cell.

Ritmo negro, electrónica europea, técnicas de producción jamaiquinas: estas fueron las coordenadas de la
radicalización postpunk de las formas. ¿Pero qué pasaba con los contenidos radicales? El enfoque punk de la
política –furia cruda o protesta al estilo agit-prop[1]- resultaba demasiado brusco o demasiado acartonado para
la vanguardia post-punk, así que intentaron desarrollar técnicas más sofsticadas y oblicuas. Gang of Four y
Scritti Politti abandonaron el estilo directo de denuncia optando por componer canciones que exponían y
dramatizaban los mecanismos de poder que operan en la vida cotidiana: el consumismo, las relaciones sexuales,
las nociones de sentido común sobre lo que es natural u “obvio”, las formas en las que los sentimientos
aparentemente más íntimos y espontáneos están en realidad determinados por fuerzas más extensas.
“Cuestionar todo” era la consigna del momento, seguida de cerca por “Lo personal es político”. Pero, al mismo
tiempo, los grupos más perspicaces entendieron que, al mismo tiempo, “lo político es personal”, captando la
forma en que los acontecimientos históricos y las acciones de los gobiernos invaden la vida cotidiana
modulando los sueños y las pesadillas individuales.

En relación a la política en el sentido más convencional –las manifestaciones, el activismo de base, la lucha
organizada, etc.- el postpunk fue más ambivalente. Tanto los estudiantes de arte como los autodidactas tienden
a valorar la individualidad. En tanto bohemios inconformistas, por lo general se sentían incómodos con los
llamados a la solidaridad o las convocatorias a seguir la línea del partido. Creían que el discurso demagógico de
grupos abiertamente politizados como Crass o The Tom Robinson Band era demasiado literal y antiestético,
tanto un planteo condescendiente con el oyente como un ejercicio inútil consistente en predicar a los ya
convertidos. De modo que, si bien la mayoría de los grupos postpunk participaron en las giras de Rock Against
Racism (Rock Contra el Racismo), tenían una actitud cautelosa con RAR en tanto organización o con su
colectivo hermano, la Liga Anti-Nazi, sospechando que se trataba de frentes levemente disfrazados del
trotskista SWP (Socialist Workers Party, Partido Socialista de los Trabajadores) (que valoraba a la música
solamente como herramienta de movilización y radicalización de la juventud). Al mismo tiempo, el postpunk
heredó del punk el sueño de resucitar al rock en tanto una fuerza capaz de cambiar, si no el mundo, la menos la
conciencia de oyentes individuales. Y este radicalismo se manifestaba tanto en las palabras como en los sonidos,
en lugar de utilizar a la música como mera plataforma para el agit-prop. En el caso de las letras, su potencial
subversivo tenía más que ver con sus propiedades estético-formales (el grado de innovación gramatical o
narrativo) que con el “mensaje” o la crítica que transmitían.

El postpunk fue un formidable período de experimentación letrística y vocal. Mark E. Smith de The Fall inventó
una especie de realismo mágico del norte de Inglaterra que mezclaba la suciedad industrial con todo tipo de
elementos misteriosos y extraños a través de intervenciones vocales en una sola nota que se ubicaban en algún
lugar intermedio entre los monólogos motorizados por las anfetaminas y las historias de borrachos. Los
manierismos neuróticos del modo de cantar de David Byrne encajaban perfectamente con sus investigaciones
secas e irónicas de temas tan impropios del rock como los animales, la burocracia, los edifcios y la comida[2].
Mark Stewart de The Pop Group escupía conjuros y encantamientos imaginistas como si fuese una cruza entre
Antonin Artaud y James Brown. También se trató de un gran período para la expresión femenina como en el
caso de los sonidos disonantes y las perspectivas nunca antes escuchadas de The Slits, Lydia Lunch, Ludus y
The Raincoats. Otros cantantes-letristas –Ian Curtis de Joy Division, Howard Devoto de Magazine, Paul Haig de
Josef K- habían avanzado hacia los malestares sombríos y las angustias paralizantes de Dostoevsky, Kafka,
Conrad y Beckett. Sus canciones eran como mini-novelas de tres minutos que abordaban los dilemas
existencialistas clásicos: la lucha y la agonía de tener un “yo”; el amor contra el aislamiento; lo absurdo de la
existencia; la capacidad humana para la perversión y el rencor; la pregunta perenne “suicidarse, ¿porqué no?”

No es ninguna coincidencia que Manchester y Sheffeld, dos ciudades industriales en decadencia del norte de
Inglaterra, hayan conformado el epicentro del postpunk inglés. También se formaron bandas con similares
enfoques líricos y sonoros en Cleveland (que supo ser el corazón del alguna vez formidable pero en ese momento
decadente Cinturón del Hierro de los EEUU) y Düsselford (la capital de una de las zonas más industrializadas de
Alemania, el Ruhr). De forma paralela pero diferenciada grupos como Pere Ubu (de Cleveland), The Human
League y Cabaret Voltaire (de Sheffeld), Joy Division (de Manchester) y DAF (de Düsselford) recurrieron al uso
de sintetizadores. En grados distintos, todos estos grupos se intentaron pensar los problemas y las posibilidades
de la existencia humana en un mundo cada vez más tecnológico. Habiendo crecido en ciudades física y
mentalmente marcadas por la violenta transición del siglo XIX de las experiencias comunitarias rurales a los
ritmos artifciales de la vida industrial, estos grupos estaban en una posición privilegiada desde la cual
ponderar el dilema de la alienación vs. la adaptación en la era de las máquinas.

Y, sin embargo, era posible –tal vez esencial- estetizar los panoramas de decaimiento de estas ciudades post-
industriales. Los grupos postpunk encontraron con dos escritores particularmente sugerentes en relación a
esta cuestión. La Naranja Mecánica, novela escrita en 1962 por Anthony Burgess, transcurría en Inglaterra en
el futuro cercano y describía los erráticos itinerarios de jóvenes desangelados, una cruza de skinheads y punks:
dandys corrompidos que vivían en y por la búsqueda de la ultraviolencia gratuita. Tanto el libro como la película
flmada por Kubrick en 1970 capturan la psicogeografía desolada de la “Nueva Inglaterra” creada por los
urbanistas “visionarios” y los arquitectos brutalistas (tan de moda durante los años ´60) –bloques de hormigón
armado, pasadizos sombríos, puentes y pasarelas de cemento. Este mismo tipo de paisaje urbano traumatizado
sirve como fondo –pero también, en cierto sentido, como personaje principal- en la clásica trilogía de J. G.
Ballard de los ´70: Crash, La isla de cemento y Rascacielos. Asimismo, sus cuentos anteriores y novelas de
cataclismos conjuran una inquietante belleza inhumana, con sus paisajes desolados: pistas de aterrizaje
abandonadas, pantanos resecos, ciudades desiertas. En las entrevistas, Ballard hablaba de “la magia y la poesía
que uno siente cuando mira una chatarrería llena de lavarropas viejos o autos destrozados, o un barco antiguo
pudriéndose en un puerto en desuso... Una magia y un misterio enormes rodean a este tipo de objetos.” Pere Ubu
y Joy Division compusieron música que capturó la particular belleza ballardiana de sus ciudades de origen. Una
música confgurada a partir de la experiencia de vivir en Cleveland o Manchester en los ´70 pero a la vez
imposible de reducir por completo a un tiempo y un espacio determinados. Un sonido situado en la frontera
entre cierta especifcidad histórico-geográfca y anhelos y temores intemporales y universales.

La era postpunk se superpone a dos fases políticas distintas, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra: los
gobiernos de centroizquierda del primer ministro laborista James Callaghan y el presidente demócrata Jimmy
Carter, que fueron casi simultáneamente desplazados por la emergencia de Margaret Tatcher y Ronald Reagan –
un giro a la derecha que resultó en doce y dieciocho años de políticas conservadoras en los Estados Unidos y en
Inglaterra, respectivamente. El período postpunk comienza con la parálisis y el estancamiento de las políticas
socialdemócratas, que comienzan a ser percibidas como un fracaso, y termina con el ascenso de las políticas
económicas monetaristas neoliberales, el desempleo de masas y la intensifcación de la desigualdad social.

Especialmente en los primeros años, 1978-1980, estas dislocaciones produjeron una enorme sensación de
tensión y temor. Inglaterra fue testigo del resurgimiento de la extrema derecha y los partidos neofascistas,
tanto en la política electoral como en las formas sangrientas de la violencia callejera. La Guerra Fría alcanzó un
nuevo pico de frigidez. La revista musical más conocida en Inglaterra, el New Musical Express, publicaba una
columna estable llamada “Rubias de Plutonio” sobre el despliegue de los misiles estadounidenses en el territorio
británico. Singles como “Breathing” de Kate Bush o “The Earth Dies Screaming” de UB40 introdujeron el temor
nuclear en el top20 e incontables grupos –desde This Heat en su disco conceptual Deceit hasta Young Marble
Giants con su clásico single “Final Day”- cantaban acerca del Armaggedon como perspectiva real e inminente.

Parte de la intensidad de este período de música disidente reside en su creciente desincronización con respecto
a la cultura más amplia, que estaba girando a la derecha. Tatcher y Reagan representaban un masivo
contragolpe tanto para los contraculturales años ´60 como para los permisivos años ´70. Varado en una especie
de exilio cultural interno, el postpunk intentó construir una cultura alternativa con su propia infraestructura
independiente de sellos, distribuidoras y disquerías. La necesidad del “control completo” (sobre el cual The
Clash sólo podía cantar amargamente, habiendo cedido la canción que llevaba ese título a la CBS) condujo al
nacimiento de sellos independientes pioneros: Rough Trade, Mute, Factory, SST, Cherry Red y Subterranean. El
concepto del “hacelo vos mismo” proliferaba como un virus, desparramando una pandemia de cultura
autogestionada –bandas que editaban sus propios discos, promotores locales que organizaban recitales,
colectivos de músicos que creaban espacios para que las bandas pudiesen tocar, pequeñas revistas y fanzines
que funcionaban con medios de comunicación alternativos. Los sellos independientes constituían una especie de
microcapitalismo anticorporativo, menos basado en las ideologías de izquierda que en la convicción de que los
sellos grandes eran demasiado indolentes, carentes de imaginación o comerciales como para cultivar y alojar a
los sonidos más cruciales del momento.

El movimiento postpunk estaba tan preocupado por la política dentro del mundo de la música como por
cualquier otra cosa existente en el “mundo real”. Se proponía eludir o sabotear la fábrica onírica del rock: esa
industria del placer que canalizaba la energía y el idealismo de los jóvenes conduciéndolos a un cul-de-sac,
produciendo al mismo tiempo enormes cantidades de plusvalía para el capitalismo corporativo. El término
“rockismo”[3], acuñado por un grupo de Liverpool llamado Wah! Heat, se diseminó por otras partes
funcionando como una forma sintética de referirse a un conjunto de hábitos perimidos que restringían la
creatividad y suprimían la sorpresa: técnicas convencionales de producción (como el uso de reverbs para
generar un sonido “en vivo”), los rituales predecibles de las giras y recitales (algunos grupos postpunk se
negaban a hacer bises; otros experimentaban incorporando recursos multimedia y arte de performance).
Intentando quebrar el trance del negocio del rock, sacudiendo a los oyentes para que se diesen cuenta de lo que
estaba sucediendo a su alrededor, el postpunk rebosaba de críticas meta-musicales y mini-manifestos. Incluso
existían canciones como “Part Time Punks” de TV Personalities o “A Different Story” de Subway Sect que
abordaban el tema del fracaso del punk y especulaban acerca del futuro.

Parte de la perspicaz autoconciencia del postpunk provenía de la sensibilidad radicalmente autocrítica del arte
conceptual de los ´70, en el cual el discurso en torno a la obra era tan importante como el objeto artístico en sí
mismo. La naturaleza metamusical de gran parte del postpunk ayuda a explicar el extraordinario poder del
periodismo de rock durante ese período. Algunos críticos, incluso, llegaron a jugar roles principales en la
construcción y la orientación de la cultura postpunk misma.

Este nuevo rol de los periódicos musicales comenzó con el punk. La radio y la TV lo desdeñaron y los medios
gráfcos masivos eran en su mayor parte hostiles. Incluso durante un tiempo les resultó muy difícil a los grupos
punk encontrar lugares donde tocar. Fue este el contexto que condujo a que los semanarios musicales británicos
asumieran una enorme importancia. Entre 1978 y 1981, la publicación musical más vendida, el New Musical
Express, tenía una circulación que oscilaba entre los 200.000 y los 270.000 ejemplares, mientras que las ventas
combinadas de Sounds, Melody Maker y Record Mirror superaban los 600.000 ejemplares. Si uno incluye en el
análisis la inusualmente alta tasa de “préstamo” –cada ejemplar era por lo general leído por varias personas-
probablemente podamos estimar unos dos millones de lectores en total.

El Punk movilizó una enorme audiencia que buscaba el camino hacia adelante y que estaba lista para ser guiada.
La prensa musical no tenía prácticamente rivales en esta función –las revistas mensuales de interés general
como Q o las revistas de tendencias como The Face todavía no existían, mientras que la cobertura del pop en los
diarios reconocidos era muy reducida. Como resultado, los semanarios musicales tuvieron una enorme
infuencia y determinados escritores –los apasionados y aquellos con tendencias mesiánicas- disfrutaron de un
prestigio y un poder que hoy resulta difícil imaginar. Identifcando (y, en ocasiones, exagerando) las conexiones
entre los grupos y articulando los manifestos implícitos de los movimientos resultantes o las escenas basadas
en distintas ciudades, los críticos lograron intensifcar y acelerar el desarrollo del postpunk. En Sounds, a partir
de fnes de 1977 Jon Savage abogó por la “New Musick”[4], el costado distópico/industrial del postpunk. Paul
Morley del NME pasó de mitologizar a Manchester y a Joy Division a inventar el concepto del New Pop. Garry
Bushell de Sounds era el ideólogo/demagogo del Oi! y el Real Punk. La combinación de “críticos activistas” y
músicos metarefexivos (cuyo trabajo constituía en sí mismo una forma de “criticismo activo”) alimentó un
síndrome de evolución a partir del éxodo: una moda competía con otra moda y cada nuevo desarrollo era
rápidamente seguido de una etapa reactiva o de un viraje brusco. Todo esto contribuyó a desarrollar el
sentimiento de “construcción de futuro” propio de la época, a la vez que aceleró la desintegración del punk, que
fue fragmentándose en distintas facciones en disputa.

Los músicos y los periodistas fraternizaron muchísimo durante este período –esta cercanía tal vez tenga
relación con cierta percepción mutua como camaradas en la guerra cultural del postpunk contra la Vieja Ola,
pero también en las luchas políticas del momento. Los roles se intercambiaban: algunos periodistas grababan
discos; ciertos músicos –David Thomas de Pere Ubu (con el seudónimo Crocus Behemoth), Steven Morris de Joy
Divison, Steve Walsh de Manicured Noise- escribían artículos y reseñas de discos. Muchas de las personas
involucradas en el postpunk no eran músicos al principio, o venían de otras disciplinas artísticas, de manera
que la distancia entre aquellos que “hacían” y aquellos que comentavan lo que otros hacían no era tan grande
como en la era pre-punk. Por ejemplo, Genesis P-Orridge, de Throbbing Gristle, se autodescribía antes que nada
como escritor y pensador que en realidad estaba muy lejos de ser músico. Incluso llegó a utilizar la palabra
“periodismo” como un término descriptivo de carácter positivo al explicar el enfoque documental de TG ante las
duras realidades postindustriales.

Ciertos cambios en el estilo y los métodos de las formas de escribir sobre el rock intensifcaron la sensación
postpunk de estar avanzando de forma veloz hacia una nueva era. Los periodistas musicales a principios de los
´70 solían mezclar las virtudes críticas tradicionales (objetividad, documentación sólida, autoridad basada en el
conocimiento de la materia, etc.) con cierta soltura e informalidad rockera infuenciada por el Nuevo
Periodismo. Este estilo libre, cercano a las formas orales de expresión, con guiños y referencias a “drogas y
chicas” no resultaba apropiado para el postpunk. Y los supuestos básicos subyacentes propios de esta vieja
forma de crítica rock –la rebelión entendida como la indisciplina masculina, la idea de la genialidad como locura,
el culto a la autenticidad y a la credibilidad callejera- eran parte de las posiciones que estaban siendo puestas en
cuestión por las vanguardias anti-rockistas. La escritura de los críticos que desbancaron a la antigua generación
– Morley, Savage, Ian Penman, Jane Suck, Dave McCullough, Chris Bohn, por nombrar sólo los más infuyentes-
parecía estar hecha de la misma sustancia que el tipo de música que defendían. La urgencia austera y la
claridad de la prosa utilizada refejaba la severidad sonora de grupos como Wire, The Banshees o Gang of Four,
del mismo modo que en los diseños de las tapas de los discos de la época predominaba una geometría de
volúmenes puros y defnidos. La nueva escuela de críticos de rock mezclaba cierto puritanismo con
determinada actitud lúdica en una forma que se diferenciaba del estilo informal del viejo pero a la vez criticaba
todas sus certezas –los presupuestos implícitos sobre qué era y qué no era el rock.

Los temas sobre los cuales hablaban las bandas y los críticos también contribuyeron a esa sensación de acceso a
una nueva era. Hoy una entrevista con una banda de rock tiende a convertirse en un mero listado de infuencias
y puntos de referencia de modo tal que la historia del grupo por lo general queda reducida a un itinerario a
través de los gustos de sus integrantes. Ese tipo de “rock de coleccionistas de discos” no existía en la era
postpunk. Las bandas, por supuesto, hablaban de sus infuencias musicales, pero también tenían muchísimas
otras cosas en la cabeza –política, cine, arte, libros. Algunos de los grupos políticamente más comprometidos
pensaban que hablar sobre música en una entrevista era una trivialidad o una autoindulgencia: se sentían
obligados a debatir cuestiones que consideraban más importantes. Y al mismo tiempo, esto reforzaba la idea de
que el pop no era una categoría aislada del resto de la realidad. Esta falta de interés en hablar sobre las
infuencias musicales también contribuyó a crear cierta sensación de que el postpunk era un quiebre absoluto
con la tradición: como si los ojos y los oídos de esta experiencia cultural estuviesen entrenados para percibir el
futuro y no el pasado. Los grupos desarrollaban una competencia furiosa para llegar a los ´80 con algunos años
de anticipación.

El postpunk creó una sensación emocionante de urgencia. Los discos nuevos salían rápido, un clásico tras otro.
Incluso los experimentos incompletos y los “fracasos interesantes” portaban una poderosa carga utópica y eran
parte de una intensa conversación colectiva. Ciertos grupos existieron más a nivel de las ideas que de las
proposiciones realizadas, pero sin embargo contribuyeron con su mera existencia conceptual.

Muchos grupos nacidos durante el período postpunk se volvieron después enormemente famosos: New Order,
Depeche Mode, Human League, U2, Talking Heads, Scritti Politti, Simple Minds. Otras fguras “menores”
durante la época alcanzaron el éxito con otros nombres: Björk, KLF, The Beastie Boys, Jane´s Addiction. Pero
este libro no es para nada una historia escrita desde la perspectiva de los vencedores. Existen decenas de
bandas que grabaron discos importantísimos sin haberse convertido en más que grupos de culto, obteniendo el
dudoso premio consuelo de ser nombrados como “infuencias” o “puntos de referencia” de las megabandas del
rock alternativo de los ´90 (Gang of Four engendró a los Red Hot Chilli Peppers; Throbbing Gristle a Nine Inch
Nails y Radiohead tomó hasta el nombre de los Talking Heads). Incluso hay grupos que grabaron sólo uno o dos
singles increíbles para luego desaparecer sin dejar rastros.

Y detrás de los músicos, había una gran cantidad de catalizadores, guerreros culturales, facilitadores e
ideólogos que fundaron sellos discográfcos, trabajaron como managers, se convirtieron en productores
innovadores, publicaron fanzines, organizaron recitales, etc. Uno de los patrones recurrentes en este libro es el
rol crucial de las disquerías interesantes –Rough Trade en Londres; Drome en Cleveland a mitad de los ´70; 99
records en Nueva York. Desde las músicas “raciales” de los ´50 a la cultura rave de los ´90, las disquerías han
funcionado siempre como nodos cruciales en las redes informales de la cultura musical. Operan como fuentes de
trabajo e inspiración para los músicos y como espacios de intercambio de información para las bandas que
colocan allí sus avisos y para los fans que se enteran allí de los recitales. Incluso pueden ser consideradas como
mini-estaciones de radio, difundiendo los discos favoritos de quienes allí trabajan y estimulando a que los
clientes los compren. Muchas de las disquerías postpunk se convirtieron luego en sellos, transformando sus
conocimientos de venta de discos en potentes instintos para encontrar grupos interesantes.

El intenso trabajo de crear y mantener una cultura alternativa carece del glamour de los gestos públicos de
terrorismo cultural del punk. Destruir es siempre más espectacular que construir. El Postpunk siempre tuvo
una actitud constructiva y abierta al futuro: el prefjo “post” implicaba una fe en un futuro que, según el punk,
no existía.

El punk articuló de forma breve un variopinto grupo de inconformistas en tanto fuerza en contra. Pero cuando
la cuestión se convirtió en “¿De qué estamos a favor?” el movimiento se dispersó. Cada tendencia alimentó su
propio mito del origen y del sentido del punk y su propia visión de hacia dónde había que avanzar. Sin embargo,
más allá de los distintos argumentos, incluso los desacuerdos todavía afrmaban aquello que todavía se tenía en
común: la creencia, revivida por el punk, en el poder de la música y la responsabilidad que implicaba esta
convicción. El efecto colateral de todas estas divisiones y desacuerdos fue la diversidad, una fabulosa riqueza de
sonidos e ideas que hacen que este período esté a la altura de disputarle a los ´60 el título de “edad dorada de la
música”.
* Prólogo del libro Rip it up and start again: Postpunk 1978-1984. S. Reynolds, 2005.
Traducción: F. Ingrassia

[1] agitación y propaganda (n. del t.)

[2] referencia a “More Songs About Buildings & Food” (“Más canciones sobre edifcios y comida”) segundo disco de Talking
Heads. (n. del t.)

[3] neologismo que hace referencia a términos como “racismo” o “machismo” (n. del t.)

[4] Reescritura de la palabra “music” como “musick” que incluye la palabra “sick” (enfermo)

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