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Me dio un placer perverso saber que ese mismo Agustín, unos años
antes, había orado: “Dame castidad, pero no todavía”. Por un tiempo
él demoró la pureza a fin de saborear unas cuantas delicias más. ¿Por
qué es que yo despreciaba los relatos de los santos que habían
triunfado sobre la tentación, pero me encantaba saber de los que
habían cedido? Para este pecado debe también de haber un nombre.
PARTE II
EL RESCATE
He descrito con algún detalle mi desliz hacia abajo no para alimentar
alguna veta morbosa en el lector, y ciertamente en manera alguna
para ahondar su propio conflicto si también estuviera pasando por
algo parecido. Relato mis luchas porque son reales, pero también
para demostrar que hay esperanza, que Dios está vivo, y que su
gracia puede ponerle fin al ciclo terrible de lascivia y depresión.
Aunque mi mensaje de fondo es de esperanza, hasta que no se
produjo la curación, no tuve fe en que alguna vez podría ocurrir. Yo
había orado pidiendo ayuda docenas, no, cientos de veces, sin tener
respuesta.
La intimidad entre marido y mujer era una cosa. Con nosotros era
normal, aunque no tan frecuente como yo habría deseado y además
con algunos malentendidos. Pero ¿pasión?, ah, eso era otra cosa. En
nuestro matrimonio la pasión brilló por su ausencia.
Lo único que puede decirse es que el sexo conyugal sirvió como una
válvula de escape, un desahogo para la pasión que se acumulaba
dentro de mí, alimentada por cosas de las que ella no tenía el menor
conocimiento. De esto no hablamos nunca, aunque estoy seguro de
que ella intuía algo. Yo tengo la idea de que comenzó a verse a sí
misma como un objeto sexual; no en el sentido feminista de ser
víctima de los apetitos egoístas de su marido, sino en el crudo
aspecto de ser no más que el objeto de mi necesidad física, sin
ingrediente alguno de pasión o romance.
Tal como puedo recordar los detalles de mi primera caída en los lazos
de la lascivia, también recuerdo mis primeros vacilantes intentos de
rectificación. Estos se produjeron también durante un viaje fuera de la
ciudad en que tenía que hablar en una conferencia.
Pero mi amigo no era cura. Lo que hizo él fue algo que jamás esperé.
Los labios empezaron a temblarle y luego la piel de la cara se le
frunció en involuntarias contracciones. Por último rompió en sollozos,
grandes y profundos sollozos, tales como yo solamente recordaba
haber visto en funerales. Tras unos momentos, cuando hubo
recobrado un poco la calma, supe la sorprendente verdad. Mi amigo
estaba llorando no por mí sino por él mismo. Y comenzó entonces a
contarme de sus propias aventuras en el campo de la lascivia. Él
había pasado por lo mismo, y mucho más, cinco años antes.
Esa modelo que me mira desde las páginas de una revista frívola, con
sonrisa insinuante, apenas vestida y ondulando su cuerpo, es la
ciudad del hombre. Esa mujer, y lo que representa, se adapta bien a
las apetencias de mi cuerpo y a las hormonas que produce, así como
a los complejos de mi niñez reprimida y a todo lo demás que puede
haber contribuido a mi obsesión de lascivia. Los limpios de corazón
verán a Dios. Sobre el trasfondo de la atrayente modelo, esa promesa
no alcanza mucha dimensión. Pero esa es la mentira del engañador, y
la doblez de la realidad que somos llamados a vencer. La Ciudad de
Dios es la que es real, sustantiva, la que lo es todo. Lo que llego a ser
cuando fortalezco mi ciudadanía en ese reino es de mucho más valor
que cuanto yo pudiera esperar de cumplirse todas mis fantasías.