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El (no) lugar de la fotografía.

Emplazamiento, desplazamiento y tráfico

Juan Antonio Molina Cuesta

El navío es la heterotopía por excelencia. En las civilizaciones sin barcos, los sueños se secan, el

espionaje sustituye a la aventura, y la policía a los corsarios.

Michel Foucault

En 1972 la revista Avalanche hizo una entrevista a Hans Peter Feldman, en la que éste

respondía con fotografías a las preguntas. Cuando le preguntaron cómo definiría a la

escultura, Feldman respondió con la foto de una silla.

Que en esa época alguien escogiera a la fotografía para sustituir a las palabras,

implicaba algo más complejo que lo sugerido por el famoso slogan de Life: “Una

imagen vale más que mil palabras”. Aun cuando, evidentemente, del hecho se

desprende una apropiación irónica de esa sobrevaloración de la fotografía en los medios

de masas, lo que parece ilustrar más fehacientemente es el nuevo valor que adquiere la

fotografía desde la época del conceptualismo, como instrumento de diálogo con la

cultura y con el arte mismo. Como soporte de ideologías. Como objeto subversivo,

provocativo, contestatario en última instancia.

En realidad Feldman no respondía a las preguntas, sino que las contestaba. Es decir,

cada respuesta era una manera de anular la pregunta, de imponerse a ella. O, al menos,

de contraponerse. Así se contraponía la foto a la palabra.


En Una y tres sillas, de Kosuth, vemos resumida esa contraposición entre la fotografía y

la palabra, con la presencia añadida de la cosa fotografiada. Más allá de lo tautológico

que puede sugerir tanta redundancia, la fotografía y el texto parecen estar pugnando,

cada uno desde su propia naturaleza, para sustituir a la cosa. La foto de la silla se

presenta a sí misma como sustituta de la silla. El texto, en tanto definición, también

insiste en sustituir y desplazar. El texto y la foto parecen negarse mutuamente (pese a la

presencia de la definición, la foto parece buscar un referente único, mientras que el texto

se afianza en la pretensión de universalidad del concepto). Ambos coinciden en la

fuerza con que pretenden anular a la cosa.

Pero la silla se impone desde su tridimensionalidad, que todavía parece sinónimo de

realidad o de naturalidad. De hecho, la silla se propone como referente de la foto y del

texto, como si ambos tendieran a ella, como si fueran incompletos sin ella. Como si su

bidimensionalidad conllevara una especie de frustración o de insuficiencia. La relación

entre lo tridimensional y lo bidimensional traduce la relación entre la cosa, su

reproducción y su concepto. Es decir, tres realidades diferentes de un mismo objeto.

Tres variantes perceptivas y epistemológicas en el camino hacia la revelación de la

imagen.

Cuando Feldman propone la foto de una silla como definición de la escultura, está

recuperando, desde ese gesto, la obra de Kosuth, de 1965. Pero sobre todo está

recuperando y proponiendo ya como parte de la tradición del discurso conceptualista,

esa relación tensa entre lo bidimensional y lo tridimensional; esa polémica redefinición

de la relación entre los objetos y el espacio. Y ese planteamiento triangular del objeto

artístico: como cosa, como reproducción y como concepto. Y al final queda la duda: ¿La

foto de la silla es la foto de una escultura con forma de silla? ¿El hecho de haber sido
fotografiada y representada en lugar de la definición de escultura, convierte a la silla en

una escultura? ¿Es la foto la escultura?

El triángulo objeto‐imagen‐concepto es una de las posibles estructuras que adquiere

toda representación. Mas para aceptarlo así tendríamos que añadir que el concepto

implica también la abstracción de un valor o de una serie de valores que adquieren

corporeidad, y –tautológicamente‐ adquieren valor (aunque sea simplemente valor de

realidad), mediante el lenguaje. Por eso, en última instancia, la obra citada de Kosuth no

es sobre la silla, sino sobre los modos en que se construye la realidad de la silla. Lo

relevante, dado nuestro interés en las fotografías, es que Kosuth no puede evitar incluir

la foto de la silla entre los posibles dispositivos desde los cuales se construye, se ratifica

y se legitima la realidad de la silla. El otro punto relevante, dado nuestro interés en la

relación entre la fotografía y el espacio, es que todo ese procedimiento incluye lo que

podemos calificar como un acto de emplazamiento. La silla está emplazada, la foto de la

silla está emplazada y el texto está emplazado. Y en su conjunto todos estos

emplazamientos constituyen una instalación –lo cual a estas alturas puede sonar

bastante trivial‐ pero en tanto instalación constituyen también un lugar. Que una foto

represente un lugar es un enunciado que no merece mayor discusión, pero la posibilidad

de que una foto constituya un lugar, puede ser un planteamiento un poco más polémico.

De modo que sobre ese tema es que trataré de dirigir la atención.

En un breve, pero imprescindible ensayo, Martin Heidegger proponía la posibilidad de

que la relación entre arte y espacio fuera pensada a partir de la experiencia del lugar y

del paraje. El lugar como sitio de confluencias, como función congregacional del

espacio. El lugar que se abre a las cosas y las retiene en su interdependencia. El lugar
que se convierte en paraje, precisamente en virtud de su capacidad para reunir y retener.

El lugar‐paraje, que “custodia” las cosas en tanto pertenecientes unas a otras, pero sobre

todo, en tanto pertenecientes al lugar, y en tanto el lugar les pertenece a ellas. La

copertenencia, tal como la plantea Heidegger, llega al punto en que las cosas no

solamente pertenecen a un lugar, sino que son el lugar. Un punto de partida muy

prometedor para analizar la escultura en su relación con el espacio (lo que parece uno de

los objetivos del ensayo de Heidegger), pero sobre todo, para advertir tras ese tránsito

desde la lógica del monumento a la del campo expandido (Rosalind Krauss) otro

tránsito explicable con términos más familiares: de la escultura, como volumen

contenido en la forma, a la instalación, como espacio en expansión.

El mismo Heidegger acude al término, ya hoy bastante común, para, desde su función

verbal, concederle toda la fuerza de la acción: “¿Cómo acontece el espaciar? ¿No

consiste en el emplazar, y no consiste éste, a su vez, en la doble tarea del permitir y del

instalar?” Espaciar es crear espacios. Según Heidegger, esta creación se da en el acto del

emplazamiento. Es el emplazamiento (o la instalación) lo que convierte el lugar en un

paraje, un habitáculo donde existe la cosa. Y es el emplazamiento el que propicia que la

cosa sea el paraje, disolviendo los límites entre lo exterior y lo interior o, al menos,

restándoles importancia.

Heidegger concluye negando que la escultura sea una conquista del espacio: “La

escultura sería la encarnación del lugar; una encarnación que, cuando abre un paraje y lo

custodia, mantiene lo libre reunido a su alrededor, presta permanencia a cada una de las

cosas y otorga al hombre un habitar en medio de ellas.” En consecuencia, el volumen

dejaría de funcionar como ese límite entre distintos espacios que marca la distancia

entre el adentro y el afuera. Objeto escultórico y lugar se fundirían en la instalación.


Aun cuando esta disquisición va dirigida, o al menos soportada, por un análisis de la

escultura (entendida, desde mi punto de vista, más bien como instalación), me es difícil

abordar el tema sin pensar en la fotografía. Primero, porque las diferencias entre lo

plano y lo profundo, lo bidimensional y lo tridimensional, la superficie y el espacio, no

serían ya suficientes para separar al objeto fotográfico del objeto escultórico. Segundo,

porque el arte fotográfico ha sido, desde su origen, una forma de emplazamiento. La

fotografía es una de las formas de sustitución más sofisticadas en la época

contemporánea. Y es esencialmente una forma de sustitución de lugares. Para seguir con

el ejemplo de Una y tres sillas, la foto de la silla ahí no se estaría proponiendo

solamente como posible sustituta de la silla en cuestión, sino también como posible

sustituta del lugar que la silla crea y ocupa.

La fotografía no porta, ni siquiera duplica, el lugar fotografiado; simplemente lo

sustituye –lo desplaza‐ por otro lugar, hasta el momento inédito. Y esto no funciona

solamente con las fotos de paisajes o de lugares. Cuando enfrentamos el retrato, la

naturaleza muerta o cualquier otra variante de fotos de sujetos y objetos, asistimos

también a un desplazamiento de lo fotografiado desde su lugar de origen hasta el nuevo

lugar de que les provee la fotografía. El emplazamiento pasa por el desplazamiento. Y

ahí radica cierta dosis de violencia que tiendo a percibir en el acto fotográfico.

Acepto que sería muy difícil ejemplificar esa violencia, porque no es explícita. Y

porque yo mismo apenas alcanzo a intuirla. Digamos que me refiero a que cuando

vemos una foto (que es más bien decir, cuando vemos lo que representa una foto,

porque la foto en sí, permanece invisible o, simplemente, transparente) podemos

sospechar que estamos viendo algo que no parece estar en el lugar al que pertenece o en

el lugar que le pertenece. Toda foto nos confronta ante algo o alguien que está fuera de
lugar, que ha sido “secuestrado” y desplazado de su lugar –y de su momento‐ original.

Y gran parte de la funcionalidad estética de la fotografía depende del deseo, o la

nostalgia, por ese momento y ese lugar irrecuperables. El acto fotográfico es una

especie de sentencia de exilio para lo fotografiado. También por eso la fotografía es tan

importante para el extranjero. Pero también por eso, cuando estamos detrás de una

cámara, todos somos un poco extranjeros.

Michel Foucault considera el emplazamiento como la manifestación de las relaciones

con el espacio en la sociedad contemporánea. Lo define por relaciones de vecindad, de

contacto, de cruces entre distintos elementos. Lo visualiza con estructura de red, de

serie, de cuadrículas. Lo caracteriza por su promiscuidad y, también, por la

interdependencia. Lo jerarquiza históricamente a partir de la hipótesis de que la

inquietud fundamental de la cultura contemporánea tiene que ver básicamente con el

espacio, y no con el tiempo (algo de lo que no estoy totalmente convencido). Y lo

encuentra también estrechamente vinculado con los desplazamientos y las migraciones

de diferentes elementos, de lo que resultaría una persistente dosis de inestabilidad.

Lo más interesante es esa clasificación que hace de ciertos emplazamientos particulares

‐las utopías y las heterotopías‐ que, en su opinión, tienen la propiedad de relacionarse de

manera subversiva con todos los demás, invirtiendo las relaciones que éstos representan.

Las utopías, por tratarse de emplazamientos sin lugar real, sin equivalencias o analogías

en la sociedad. Las heterotopías, lugares reales con una cualidad reflexiva, especie de

contraemplazamientos, o utopías hechas realidad, en las que se ven representados,

invertidos y contestados los otros emplazamientos reales. Entre ambos tipos de


emplazamientos estaría el espejo, que Foucault considera como experiencia mixta o

intermedia:

El espejo es al fin y al cabo una utopía, pues es un lugar sin lugar. En el espejo

me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la

superficie; estoy allí, allí donde no estoy, una suerte de sombra que me da mi

propia visibilidad, que me permite mirarme allí donde estoy ausente: la utopía

del espejo. Pero es igualmente una heterotopía en la medida en que el espejo

existe realmente y en virtud de que tiene una especie de efecto recíproco con

respecto al lugar que ocupo: es a partir del espejo cómo me descubro ausente del

lugar en el que estoy, porque me veo allí.

Siempre que acudo a este texto de Foucault, lo hago con la secreta esperanza de

comprobar que la fotografía provoca un efecto de deslocalización similar al del espejo.

Tanto la presunta capacidad reflexiva de la fotografía, como su ilusoria cualidad

especular, vienen asociadas a esa dinámica entre ausencia y presencia, tal vez mediante

una correlación temporal inversa a la del espejo. Porque si es cierto que el espejo hace

que me descubra ausente del lugar en que estoy, entonces la foto hace que me descubra

ausente del lugar en que estuve. La fotografía entonces certifica simultáneamente mi

presencia y mi ausencia del lugar, igual que ratifica la presencia y la ausencia del lugar

en mí, siempre en virtud de una tensión temporal que se complementa con otra tensión:

la que se crea entre lo real y lo imaginario.

Porque la fotografía, a diferencia del espejo (¿a diferencia del espejo?) nos coloca frente

a un lugar que no es solamente resultado de una ilusión óptica, sino resultado de una

imaginación. Creo que la fotografía logra ubicarse de una manera privilegiada y

consistente en la frontera entre la imaginación y la realidad. Tal vez, para hacer honor al
título de este ensayo, debería decir que esa frontera es el lugar de la fotografía, o al

menos que la fotografía ha ayudado a definir esa frontera como lugar en el que las

nociones de realidad e imaginación adquieren un sentido, mucho más dinámico y

mucho más estimulante, por inestable. En todo caso, sospecho que solamente desde ese

límite la fotografía podía haberse convertido en un elemento tan recurrente dentro del

imaginario colectivo, y, en consecuencia, en un instrumento tan eficiente dentro de los

rituales de la sociedad contemporánea.

El final del ensayo de Foucault que he citado aquí contiene uno de los pasajes más

sugerentes de ese texto:

Burdeles y colonias son dos tipos extremos de heterotopías, y si pensamos que el

barco es al fin y al cabo un trozo flotante de espacio, un lugar sin lugar, que vive

por sí mismo, que está cerrado en sí mismo y que al mismo tiempo es

abandonado al mar infinito y que de puerto en puerto, de juerga en juerga, de

burdel en burdel, va hasta las colonias a buscar lo que éstas tienen de más

preciado en sus jardines, comprenderemos por qué el barco ha sido para nuestra

civilización, desde el siglo XVI y hasta nuestros días, no sólo, por supuesto, el

principal instrumento de desarrollo económico, sino también, al mismo tiempo,

la mayor reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por excelencia. En

las civilizaciones sin barcos, los sueños se secan, el espionaje sustituye a la

aventura, y la policía a los corsarios.

No puedo leer ese fragmento sin pensar en cómo hubiera sido la historia de América si

los marineros de Colón hubieran traído cámaras fotográficas con ellos. Tal vez entonces

sería más fácil pensar el navío, no como un reservorio de la imaginación, sino como un
vehículo más para el tránsito, o para el tráfico, de la imagen. Por cierto, también en ese

tenor podemos pensar a los espías y los policías modernos como agentes del tráfico de

imágenes, con toda la parafernalia que tienen a su disposición: cámaras en miniatura,

satélites, rayos X y sistemas sofisticados de comunicación y vigilancia. También me

consta, quizá por haber vivido en una isla, que el barco se asocia tanto a las fantasías

como a la historia, tanto a la epopeya como a la catástrofe, y que a su condición de

“lugar sin lugar” corresponde esa peculiar situación de estar sin estar, propia de los que

viven la cercanía del mar como la posibilidad o la premonición, o incluso, como la

necesidad del viaje.

Y sin embargo siento que hay algo extemporáneo en esa alusión al barco en el discurso

de Foucault. Y es probablemente porque la figura del barco ya ha sido sustituida en

nuestro imaginario por la figura del avión. De la caracterización que hace Foucault del

barco como lugar sin lugar pudiéramos pasar ahora a la que hace Marc Augé del avión

como “no lugar” o como vehículo de tránsito entre esos no lugares que serían los

aeropuertos.

Espacios de transición, donde el sujeto entra y sale, pero no habita. Espacios

funcionales, donde el sujeto es un usuario, más que una persona. Espacios que, según

Augé, no pueden definirse ni como espacios de identidad, ni como espacios

relacionales, ni como espacios históricos. Eso son los no-lugares: los aeropuertos, las

autopistas, los supermercados, pero también los hoteles, los parques temáticos, los titios

turísticos, las oficinas de atención a clientes. Yo diría incluso los pasillos, los pasajes,

las escaleras mecánicas, los elevadores. Y todos esos lugares donde la identidad no se

construye, ni siquiera se representa, solamente se comprueba, por medio del documento

(casi siempre por medio de la fotografía), en los puestos de control de aduana y

migración de las fronteras, en las casetas de peaje de las carreteras, en la caja


registradora de los supermercados, en las recepciones de los hoteles y los edificios

públicos.

Esos son los extremos opuestos de los monumentos, pero también según Augé son los

extremos opuestos a las utopías. Son lugares de tránsito configurados como lugares de

consumo. Son espacios hipertextualizados, con inscripciones y descripciones,

indicaciones y señales, prohibiciones, invitaciones y provocaciones, todo tipo de

ficciones seductoras, pero también toda una serie de textos coercitivos, dirigidos a cada

uno, y a ninguno de nosotros en particular.

¿Cómo interviene la fotografía en nuestra relación con esos espacios? ¿Cómo

intervienen esos espacios en nuestra relación con la fotografía? Esas son las dos

preguntas a las que me lleva la revisión de esa imagen del no-lugar. Primero hay que

partir de que una imagen tan heteróclita del espacio no debe ser enfrentada desde un

esquema uniforme de las funciones y las configuraciones de la fotografía. Todos los

lugares están invadidos por fotografías publicitarias. Muchas de esas fotografías

muestran lugares, donde a su vez podemos encontrar fotografías de otros lugares, y así

sucesivamente. Así, la fotografía del lugar remite al lugar de la fotografía. Pero también

en la mayoría de esos lugares (o no lugares) nos piden que nos identifiquemos. Con ese

eufemismo se refieren a que demostremos por medio de un documento fotográfico que

somos quienes decimos ser. La fotografía pasa de una mano a la otra, a veces es mirada

con indiferencia, a veces es escudriñada con suspicacia.

Por otra parte, en la mayoría de esos lugares (o no lugares) hay cámaras de vigilancia.

Así que todo el tiempo estamos siendo videograbados, nuestra imagen está siendo

reproducida, está expuesta a la mirada de otros, está circulando por distintos

dispositivos. Y si pasamos por un módulo de seguridad más estricto, entonces nuestras


pertenencias son expuestas a una cámara de rayos X, donde se someten a un doble

reblandecimiento: pierden la opacidad y la tridimensionalidad de la mayoría de los

sólidos, y pierden el aura de la mayoría de los objetos pertenecientes a nuestra

privacidad.

No es extraño que en esos lugares (o no lugares) las cámaras fotográficas sean vistas

con suspicacia y los fotógrafos no sean siempre bien recibidos. Para quienes hacen un

uso tan “disciplinado” de la fotografía no es tan fácil aceptar que tenga una utilidad

puramente estética o que sea una actividad lúdica o simplemente ociosa. De modo que

los no lugares son espacios donde la función estética de la fotografía entra en crisis. Así

también entra en crisis el reconocimiento del sujeto fotografiado ante el acto

fotográfico, porque el acto fotográfico en esos espacios se supone sometido a una cierta

discreción o clandestinaje. Y esa discreción va dirigida a mantener y respetar el frágil

equilibrio entre identidad y anonimato del sujeto. A esa doble condición se refiere Marc

Augé, pensando específicamente en la figura del viajero (ahora diríamos, del

“pasajero”), ese sujeto desarraigado, que vive la experiencia del tránsito por espacios

donde “ni la identidad ni la relación ni la historia tienen verdadero sentido, donde la

soledad se experimenta como exceso o vaciamiento de la individualidad, donde sólo el

movimiento de las imágenes deja entrever borrosamente por momentos, a aquel que las

mira desaparecer, la hipótesis de un pasado y la posibilidad de un porvenir.”

Esa lectura me deja con dos preguntas que de momento podemos aceptar como dos

hipótesis:

1-¿Existe una fotografía del anonimato?

2-¿No será la historia de la fotografía una historia de la construcción imaginaria del

anonimato, tanto como el escenario de una resistencia ante el anonimato?


5

Tal vez el Internet es hoy día el mejor ejemplo de un espacio del anonimato. Y es, por

derecho propio, el mejor ejemplo que podemos usar para ilustrar lo que puede ser un no

lugar. Primero debo aclarar que el anonimato lo veo en dos sentidos. Primero, hay un

anonimato que no depende de la supresión del nombre, sino de la posibilidad de la

ficción y de la confusión con el grupo. Incluso diría que ese anonimato tiene que ver

con la multiplicación del nombre. Pero la multiplicación del nombre es solamente un

detalle específico dentro del doble efecto de multiplicación/disolución de la identidad.

El contexto idóneo para eso es la multitud o, para decirlo con términos más autorizados:

el grupo.

José Luis Brea, hablando de los nuevos dispositivos mediáticos y de su efecto en la

organización de grupos, usaba el término “comunidad”, que tiene la ventaja de referirse

a una pluralidad organizada, idealmente centrada en un espacio que, paradójicamente, se

basa en el descentramiento y la dispersión de sus límites. Él hablaba de “comunidades

de productores de medios” y de “comunidades web”, que tendrían entre sus ventajas, o

al menos entre sus opciones de resistencia, el generar “sus propios dispositivos de

interacción pública, sus propios “medios”, en un ámbito independiente y

desjerarquizado de comunicación: en un dominio postmedial -en el que la circulación

pública de la información ya no está exhaustivamente sometida a la regulación que

organiza los tradicionales medios de comunicación, estructuralmente orientados a la

producción social del consenso (a la organización de “masa” antes que a la

articulación comunicacional del “público”).”

En lo que respecta a la ficción, todo es mucho más obvio, ya que todos sabemos que

podemos participar en esas comunidades mediante la invención de una identidad que no

nos pertenece (incluso, utilizando una foto que no es nuestra). Por otra parte, el
anonimato puede ser más obvio, puede consistir simplemente en negarse a dar el

nombre propio. De hecho, el Internet es un sistema de comunicación que también exige

los mismos procedimientos de identificación que menciona Augé, con la diferencia de

que todavía no tiene a su disposición los mecanismos de comprobación necesarios

(excepto en los sistemas de compra online, para los cuales hay que usar la tarjeta de

crédito –por cierto, la tarjeta de crédito es uno de los fetiches que recorren todo el

tiempo el libro de Augé). De modo que para tener una cuenta de correo electrónico hay

que dar una serie de datos, pero estos pueden ser falsos. Parece que lo que se busca es

un referente, más que una referencia.

Todo esto no es más que el contexto para las nuevas condiciones de circulación y

consumo, de tráfico e intercambio de la imagen. Y podemos encontrar en la debilidad de

la figura del autor un análogo de la debilidad de las identidades y de los propios

procesos de identificación en ese contexto de las redes electrónicas. Tal vez pudiéramos

usar esta circunstancia para volver nuevamente sobre la metáfora de la democratización

de la imagen, si no fuera porque, a mí al menos, todo lo que se rubrica con el término

“democratización” me provoca mucha desconfianza. Pero esto no me impide seguir

percibiendo esos espacios como ámbitos propicios para una peculiar experiencia de

libertad: la que se deriva del desarraigo y la deslocalización. Tal vez por eso me resulta

tan atractiva la opción que deja abierta Marc Augé al final de su libro: la de que siga

siendo posible y necesario el desarrollo de una “etnología de la soledad”.

Para los fotógrafos y los investigadores quedará entonces la tarea de preguntarse que

apariencia tiene una fotografía que alude a la soledad. En dónde se ubica. Y a quién se

refiere. Probablemente descubramos que se refiere a nosotros mismos.

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