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Para la mentalidad moderna, la ciencia era la disciplina que presentaba la descripción más
realista y fiable del mundo, aun cuando dicha descripción se limitara al conocimiento
«técnico» de los fenómenos naturales y a pesar de sus implicaciones existencialmente
disyuntivas. Pero hubo en el siglo XX dos desarrollos que cambiaron radicalmente el
estatus cognitivo y cultural de la ciencia: uno, teórico e interno a la propia ciencia; el otro,
pragmático y externo.
[…]
Además, a pesar de toda la evidente apertura de la concepción científica a una visión menos
materialista y mecanicista, nada cambiaba verdaderamente en el dilema moderno esencial:
el universo seguía siendo una inmensidad impersonal en la que el hombre, con su peculiar
capacidad para la conciencia, seguía siendo una menudencia efímera, inexplicable y pro-
ducida al azar. Tampoco había ninguna respuesta convincente a la amenazadora pregunta
por el contexto ontológico que había precedido o que subyacía al big bang que dio arranque
al universo. Ni creían los principales físicos que las ecuaciones de la teoría cuántica
describieran el mundo real. El conocimiento científico se limitaba a abstracciones, a
símbolos matemáticos, a «sombras». Pero ese conocimiento no era el mundo en sí, que
ahora, más que nunca, parecía superar el alcance del conocimiento humano.
Así, en ciertos aspectos las contradicciones y las oscuridades intelectuales de los nuevos
físicos sólo realzaban el sentido de relatividad y creciente alienación humanas a partir de la
revolución copernicana. El hombre moderno se veía cada vez más obligado a cuestionar su
fe, heredada de la Grecia clásica, en que el mundo estaba ordenado de un modo claramente
accesible a la inteligencia humana. En palabras del físico P. W. Bridgman: «Al fin y al
cabo, puede que la estructura de la naturaleza sea tal que nuestros procesos de pensamiento
nunca se correspondan lo bastante con ella para permitirnos pensar en ella en absoluto. [...]
El mundo se debilita y nos rehuye. [...] Nos vemos enfrentados a algo verdaderamente
inefable. Hemos llegado al límite de la visión de los grandes pioneros de la ciencia, es
decir, aquella según la cual vivimos en un mundo que nos es afín y que podemos
comprender». La conclusión de la filosofía se iba convirtiendo también en la de la ciencia:
no se podía estructurar la realidad de ninguna manera objetivamente discernible para la
mente humana. Así pues, a la anterior alienación humana en un cosmos impersonal se
agregaban ahora la incoherencia, la ininteligibilidad y un relativismo inseguro.
Se hacía explícito lo que en la crítica de Kant había estado implícito, aunque oscurecido por
la aparente certeza de la física newtoniana, y que se puede enunciar así: puesto que la
inducción jamás puede garantizar la verdad de las leyes generales; puesto que el
conocimiento científico es un producto de las estructuras interpretativas humanas, ellas
mismas relativas, variables y empleadas de modo creador, y puesto que, finalmente, el acto
de observación produce en cierto sentido la realidad objetiva que la ciencia trata de
explicar, las verdades de la ciencia no son absolutas ni unívocamente objetivas. Tras la
filosofía del siglo XVIII y la ciencia del siglo XX, el espíritu moderno se vio liberado de
absolutos, pero también desconcertantemente desposeído de cualquier fundamento sólido.
Kuhn sostuvo también que cuando la acumulación gradual de datos conflictivos termina por
producir una crisis del paradigma y una nueva síntesis imaginativa acaba por obtener el
favor científico, el proceso por el cual se produce dicha revolución dista mucho de ser
racional. En realidad depende, tanto como de pruebas y argumentos desinteresados, de las
costumbres de la comunidad científica, de factores estéticos, psicológicos y sociológicos,
de la presencia de metáforas radicales y analogías populares contemporáneas, de saltos
imaginativos y «cambios gestálticos» impredecibles, e incluso del envejecimiento y muerte
de los científicos conservadores. Pues en realidad los paradigmas rivales rara vez son
auténticamente comparables; se basan, de un modo selectivo, en diferentes modos de
interpretación y, por tanto, en diferentes conjuntos de datos. Cada paradigma crea su propia
Gestalt, tan general que los científicos que trabajan en el marco de diferentes paradigmas
parecen vivir en mundos diferentes. No hay medida común, como la capacidad para
resolver problemas, la coherencia teórica o la resistencia a la falsificación, acerca de la cual
estén todos los científicos de acuerdo en cuanto patrón de comparación. Lo que para un
grupo constituye un problema importante, no lo es para otro grupo. Así, la historia de la
ciencia no es la de un progreso racional lineal que avanza hacia un conocimiento cada vez
más preciso y completo de una verdad objetiva, sino la historia de cambios radicales de
visión en los que influyen de manera decisiva multitud de factores no racionales ni
empíricos. Mientras que Popper había intentado atemperar el escepticismo de Hume
mediante la demostración de la racionalidad inherente a la elección de la conjetura más
rigurosamente comprobada, el análisis de Kuhn restauraba aquel escepticismo.
Con estas críticas filosóficas e históricas y con la revolución en física, en los círculos
científicos se extendió una actitud mucho más cauta respecto de la ciencia. Aún era
evidente el poder del conocimiento científico, pero éste, en ciertos aspectos, se consideraba
de carácter relativo. El conocimiento que la ciencia ofrecía era relativo al observador, a su
contexto físico, a su paradigma científico predominante y a sus propios supuestos teóricos.
Era relativo al sistema de creencias predominante en la cultura del observador, a su
contexto social y sus predisposiciones psicológicas, a su mero acto de observación. Y los
primeros principios de la ciencia se podían rebatir en cualquiera de sus aspectos a la vista
de nuevas evidencias. Además, a finales del siglo XX, las estructuras paradigmáticas
convencionales de otras ciencias, incluida la teoría darwiniana de la evolución, se hallaban
sometidas a presiones cada vez más intensas provenientes de datos conflictivos y de
alternativas teóricas. Por encima de todo, había saltado en pedazos la inconmovible certeza
de la cosmovisión cartesiano-newtoniana que durante siglos se había reconocido como
compendio y modelo del conocimiento humano y que tan vastamente había influido en la
psique cultural. Y el orden cósmico posnewtoniano no era ni intuitivamente accesible ni
internamente coherente; en verdad, apenas sí era orden. (Págs. 447-455)