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Episodio de la fiebre amarilla

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iempos y paisajes áridos eran los de Buenos Aires. La pesadez de

un verano caluroso y húmedo se cernía sobre las espaldas de los

porteños con perpetua severidad. Las calles desérticas, los árboles

ralos y el impiadoso sol configuraban una ciudad que, con extraña prontitud, se

había marchitado antes de florecer. El halo de grandeza se había extinguido

producto de la Guerra contra el Paraguay, del progreso y de la negligencia. Las

explicaciones eran múltiples y, aun así, todas confluían en una única causa

eficiente. Había algo siniestro en el aire espeso. Un veneno que se extendía a lo

largo y ancho del país con la rapidez del viento, un veneno que atravesaba toda

distinción social.

Roque Evaristo Pérez no era ajeno a la agonía bonaerense. Sin embargo, sus ojos

marrones recorrían con estupor el paisaje. Quince años de vida cargaba su

cuerpo magro, cincuenta años de penas cargaban su mirada y su rostro. Allí, una

bella nariz y una pequeña boca se dibujaban sobre un lienzo terso pero

ennegrecido por la mugre. Luego, un sombrío y enmarañado cabello enmarcaba

la obra. Su firme cuello se sumergía en una camisa blanco-amarillenta y

almidonada. Siguiendo las directivas epocales, Roque vestía su chaleco más

elegante y más desgastado. El atuendo se completaba con unos pantalones

negros demasiado cortos para la extensión de sus piernas. Y ellas, concluían en

lastimados pies descalzos.

El muchacho, oriundo de los conventillos de San Telmo, trabajaba en la

compañía del Ferrocarril Oeste de Buenos Aires en calidad de aprendiz. Por

consiguiente, las más lamentables tareas le eran encomendadas. Habían

transcurrido veinte días poco memorables desde que sus laboriosas manos

comenzaron a dirigir el tranvía fúnebre. La tarea era simple y el deber,

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extraordinario: partir desde la intersección de Corrientes y Pueyrredón, con

rumbo al flamante cementerio de Chacarita. Sus pasajeros, ataúdes y deudos.

Aquella deslucida labor era ejecutada por Roque con admirable temple y

reprochable indiferencia. Hasta que un 27 de febrero de 1871, el joven porteño

decidió observar.

El servicio matutino había finalizado y Roque se disponía a transitar el último

tramo del recorrido. La familiar Corrientes se transformaba ante sus ojos una y

otra vez. Los adoquines, en tronos de tierra, formaban extraños y maravillosos

patrones; eran abanicos en el suelo, abiertos, dispuestos para recibir el rechazo

de mil suelas y mil herraduras. A continuación, las irregularidades y

singularidades de cada metro. El interior de los pozos hedía a inmundicias y

desechos de los más diversos orígenes, funcionales para nivelar calles y terrenos.

Seguidamente, los cordones. De piedra gris, de igual color, se fusionaban

perfectamente con los adoquines. A sus pies corrían aguas oscuras y viscosas,

resultado de la falta de cloacas. Sobre aquellas aguas y sobre aquellos pozos,

vapores. Zigzagueantes, etéreos, magníficos y mortíferos, danzaban en el aire.

En graciosas y sutiles figuras, se posaban sobre los árboles, las veredas y las

edificaciones.

Las soberbias mansiones habían sido violentadas por los años, la dejadez y la

emergencia. A medida que el tranvía se aproximaba al nefasto sur, el esplendor

se esfumaba con una sensación de inexorabilidad. El joven conductor contempló

con la incredulidad de un niño y con la resignación de un adulto. En las

viviendas que adornaban Corrientes confluían la infancia colonial de Buenos

Aires, su presente adolescencia francesa y una adultez incierta. Sus portones

color ceniza y plomo ostentaban hierros forjados y complejos diseños, entradas

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principales a un mundo otrora aristocrático. No eran más que exquisitas moradas

devenidas en conventillos, un indudable testimonio del cruel fulgor epidémico.

Roque descubrió que vetustas piedras se apilaban para levantar paredes

esculpidas y ornamentadas. Una flor de lis atacada por el moho, algún ángel sin

nariz y demasiadas filigranas inconclusas se disponían en los alféizares, en los

techos y en los pórticos cual inútiles gárgolas. Grietas crueles envejecían las

fachadas, al tiempo que los muros eran velados por infinitas hiedras y

enredaderas verdes, opacas y sedientas. Algunas hojas interrumpían los

ventanales, aunque la mayoría de ellas no se atrevía a enfrentar los interiores de

las construcciones. Los hambrientos ojos de Roque se indignaron ante tal

cobardía y, finalmente, miraron con toda la potencia posible. Diversidad de

escenas y sentimientos poblaron su campo visual para luego dar paso a un

vehemente fluir de emociones.

El corazón del adolescente se aceleraba con cada rostro contemplado. Los

miserables transeúntes se desplazaban con lentitud por las calles estériles,

cabezas gachas, expresiones de tormento. La densidad del ambiente y la

pesadumbre general se traducían en un monocromatismo fatal: por un lado, la

negrura de las ropas; por otro, la grisura de las miradas. Abundancia de ojos

marrones como los suyos lo miraban con aprehensión y curiosidad. Lo

maravilloso de lo humano se manifestó en todo su esplendor; los rostros de lo

desconocido y lo exótico fueron el marco de la revelación.

Cada instante, luego, fue eterno. Por primera y quizás única vez, Roque fue

interpelado por los más insignificantes fragmentos de realidad. A medida que

descendía del tranvía y se dirigía a su hogar, una nueva necesidad se formaba en

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su interior. Era menester comprender el dolor y la travesía que los pasajeros del

tranvía fúnebre emprendían con la muerte de sus seres queridos. Porque la culpa

era ya inmensa: en la unicidad de la gran obra de la vida, Roque conformaba una

parte integral tal como todas las víctimas que, con tanto desinterés, trasportaba.

Conforme sus reflexiones se tornaban más complejas y profundas, comenzó a

perder la noción del tiempo. Las horas se fugaron y, sin dejar rastro alguno, se

deslizaron con total impunidad por los confines de Corrientes. Se internaron en

el Sur y escaparon por pequeños callejones. Traicioneras y tramposas, las horas

se deslizaban con gran éxito del firme puño de Roque. Ergo, sus pasos se

hicieron más y más ligeros. Su lento andar se transformó en una frenética

carrera. Los adoquines, los vapores, la humedad. Los conventillos, los árboles, el

moho. La gente, ¡la gente! Apiñados en pasillos, gritando en el mercado, en

ropas negras, en ropas plomizas… El barrio de San Telmo.

Allí, lo común y lo extraordinario se fusionaron. Lo cotidiano fue extravagante:

un heterogéneo y simple tumulto de gente atrajo la atención de Roque. Con

cautela y solemnidad, comenzó a aproximarse al objeto de su asombro. Había

algo siniestro en el aire espeso. El sol, en estival abrazo, bañaba de ocres y

amarillos las negras ropas. Los conventillos, de pronto dorados, adquirieron una

perturbadora impavidez. Allí donde niños, mujeres, trabajadores del puerto y

vendedores ambulantes se congregaban, una antigua entrada y una invitación

imposible de ignorar. Con pesados pasos Roque recorrió los escalones de piedra

de la construcción. Y en su umbral, la claridad se hizo oscuridad, la serenidad,

horror.

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El instante fatal había asaltado la cotidianeidad. Una manta raída y descolorida,

un pequeño cuenco y una pequeña cuchara en el suelo. Un haz de luz tenue y

cálido acariciaba la muerte. Una mujer joven, delgada y frágil, reposaba con

serenidad sepulcral en la áspera piedra. Su pálida piel se confundía y unía con la

blancura del vestido arrugado y lánguido. En su pecho, un niño vanamente

buscaba el cobijo y alimento maternal. Sus pequeñas manos se aferraban

ciegamente a una esperanza vacua, su inocente rostro se inundaba de confusión.

A sus espaldas, dos hombres observaban la escena con inmensa compasión y

dolor. Sus cabezas descubiertas, las galeras en sus manos. La culpa y la

impotencia modelaban sus rostros abatidos. El asombro asomaba tímidamente

en sus miradas, recubierto con un embalaje rutinario. Aquellos ojos doctos,

enteramente capturados por el desafortunado pequeño, aún ignoraban. Pues no

reconocían, en las sombras de la habitación, a la segunda víctima.

Casi invisible, la muerte se había posado sobre el padre del niño. Su torso

desnudo y olvidado, dormía en un lecho blanco al cual la claridad diurna no se

atrevió a iluminar por completo. Sus brazos rígidos, dispuestos hacia los

costados de su caja. Su rostro, un misterio.

Y allí, recostado sobre la puerta de la habitación, ignorando al padre, a la madre,

al niño, a los doctores, Roque. Sus pies descalzos se negaban a pisar la trágica

escena. Sus ojos se negaban a mirar. A él también lo había asaltado el instante

fatal.

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