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T
iempos y paisajes áridos eran los de Buenos Aires. La pesadez de
ralos y el impiadoso sol configuraban una ciudad que, con extraña prontitud, se
explicaciones eran múltiples y, aun así, todas confluían en una única causa
largo y ancho del país con la rapidez del viento, un veneno que atravesaba toda
distinción social.
Roque Evaristo Pérez no era ajeno a la agonía bonaerense. Sin embargo, sus ojos
cuerpo magro, cincuenta años de penas cargaban su mirada y su rostro. Allí, una
bella nariz y una pequeña boca se dibujaban sobre un lienzo terso pero
transcurrido veinte días poco memorables desde que sus laboriosas manos
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Episodio de la fiebre amarilla
Aquella deslucida labor era ejecutada por Roque con admirable temple y
decidió observar.
tramo del recorrido. La familiar Corrientes se transformaba ante sus ojos una y
desechos de los más diversos orígenes, funcionales para nivelar calles y terrenos.
perfectamente con los adoquines. A sus pies corrían aguas oscuras y viscosas,
En graciosas y sutiles figuras, se posaban sobre los árboles, las veredas y las
edificaciones.
Las soberbias mansiones habían sido violentadas por los años, la dejadez y la
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Episodio de la fiebre amarilla
esculpidas y ornamentadas. Una flor de lis atacada por el moho, algún ángel sin
techos y en los pórticos cual inútiles gárgolas. Grietas crueles envejecían las
fachadas, al tiempo que los muros eran velados por infinitas hiedras y
negrura de las ropas; por otro, la grisura de las miradas. Abundancia de ojos
Cada instante, luego, fue eterno. Por primera y quizás única vez, Roque fue
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Episodio de la fiebre amarilla
su interior. Era menester comprender el dolor y la travesía que los pasajeros del
tranvía fúnebre emprendían con la muerte de sus seres queridos. Porque la culpa
parte integral tal como todas las víctimas que, con tanto desinterés, trasportaba.
perder la noción del tiempo. Las horas se fugaron y, sin dejar rastro alguno, se
se deslizaban con gran éxito del firme puño de Roque. Ergo, sus pasos se
carrera. Los adoquines, los vapores, la humedad. Los conventillos, los árboles, el
amarillos las negras ropas. Los conventillos, de pronto dorados, adquirieron una
imposible de ignorar. Con pesados pasos Roque recorrió los escalones de piedra
horror.
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Episodio de la fiebre amarilla
cálido acariciaba la muerte. Una mujer joven, delgada y frágil, reposaba con
Casi invisible, la muerte se había posado sobre el padre del niño. Su torso
atrevió a iluminar por completo. Sus brazos rígidos, dispuestos hacia los
al niño, a los doctores, Roque. Sus pies descalzos se negaban a pisar la trágica
fatal.
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