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Una suerte de lata acostada con ruedas avanza torpemente por la avenida Martín García.
Entre la somnolencia matutina y el radiante sol de un otoño que no llega a ser otoño, intento
distinguir sus brillantes colores: la miopía no me permite ver los enormes números del
colectivo. Con esfuerzo, achino mis ojos y utilizo mi mano como visera, no sin pensar en lo
graciosa que debe ser la escena. Después de todo, debo asemejarme a un caracol por mi
¡Bingo! ¡Es el 24 frenando cual correcaminos de los Looney Toones, con ruido y humareda!
La alegría, sin embargo, dura milésimas de segundo. Observo los interiores del vehículo y
siento que un intenso pánico trepa por mis piernas hasta llegar a mi corazón, que da un
estrepitoso vuelco. Comprendo que debo adentrarme en el estómago de una bestia come
hombres, criatura tan cruel que los mantiene vivos en su interior. Vivos y bien apretados.
Hago de tripas corazón, respiro profundo, ingreso. Las puertas se cierran detrás de mí y
me dice: “¡Pero tenés que tener más cuidado, nena!”. Inmediatamente, apocada, clavo mi
mirada en el suelo del colectivo. En ese preciso instante, una revelación: así serán mis
mañanas por el resto de mi carrera universitaria… o hasta que mi padre me compre un auto.
Veo mil caras confundidas, ojos tristes, dormidos, preocupados. Rostros abatidos por la
rutina, resignados ante una realidad incómoda y dura, ante una economía mundial que los
obliga a viajar largos trayectos apiñados para volver de igual manera a sus hogares, pero
multitud, intentando cuidar que Pedrito se siente, que María no se caiga, que Luquitas no se
duerma en el piso, que Juanita no levante fiebre. Todos ellos cuidadosamente peinados,
Descubro que no puedo soportar sus miradas perdidas, que me entristecen profundamente.
Recuerdo, de manera conveniente, que ninguna escena está completa sin su banda sonora.
Seguidamente, intento colocarme los auriculares de mi mp4 para escuchar alguna canción
mañanera que me abstraiga, que me lleve hacia mundos imaginarios. Pero el cúmulo de
gente no me lo permite y, por otro lado, alguien más se ha encargado de musicalizar el viaje.
Con horror, compruebo que un hombre, parado a considerable distancia de mí, escucha
pienso que esos tímpanos deben ser híper resistentes, que los míos sufrirían graves daños si
Con rapidez, dirijo mi mirada hacia la fuente de perturbación. Una mujer, cuyo pelo
empapado emana olor a shampoo, se deleita de manera análoga con cumbia. Las poéticas
estrofas del “Bombón asesino” acompañan el majestuoso paisaje porteño. El teatro Colón,
los Tribunales de la Nación. “…Es que ella tiene un bombón asesino…”. El hermoso cielo
azul, muchachos con violines al hombro, estudiantes del Instituto Libre de Enseñanza
Media. “…Ella tiene un bombón y lo mueve, menea el bombón cuando quiere…”. Los
colectivos del Servicio Penitenciario de la Nación. Leo la leyenda impresa en uno de sus
Sol y brisa fresca, casi primaveral. Un perro ocasional, una señora que lo pasea.
El Parque Centenario. Lagos artificiales con cisnes, gente corriendo, abuelitos haciendo
Camino, llego a Ramos Mejía. Son las 8.45 de la mañana. Veo a un padre llevando a su hija
Heller, leí el texto de Merton, empecé con Katz y Lazarfeld, ¡no entiendo nada!, me tengo
que comprar el módulo referente a la Escuela de Frankfurt, que dicen que es difícil, ¡que no
entiendo nada!, que mi profesor habla muy rápido, que tengo que leer, que leí, que tengo que
Resulta particularmente difícil describir este momento del día. Para algunos, es muy tarde.
Para otros, muy temprano. Para mis padres, muy temprano si se trata de un día laboral y
muy tarde si se trata de un fin de semana. Son exactamente las 5.30 de la mañana y me
sorpresa aún mayor: no puedo creer que estos pensamientos sean el objeto de mis
reflexiones ontológicas. Rápidamente intento encontrar algún pretexto más digno para
ocupar mi mente y, de esa manera, escapar a la insistente charla del taxista. Me pregunto si
aquel señor llegó a notar mis ojeras, mi maquillaje corrido, mis pies derrotados por la tiranía
de kilométricos tacos.
Definitivamente no.
De modo que me encuentro a bordo de un pintoresco taxi, con un taxista por demás
hablador, con un dolor de cabeza insoportable y a punto de enfrentar una bíblica misión:
hermosa cartera. Trato de no desesperarme, de pensar que encontraré las benditas llaves
Me pregunto cómo puede ser que en estos retazos de cuero, en donde solo entra un suspiro,
no encuentre nada. ¿Qué tamaño tiene un suspiro? ¿Funciona como un agujero negro que
trenes parten y llegan con rítmica frecuencia, con irreflexiva resignación. Los pasajeros parten y
llegan con ciega indiferencia, ignorándose entre sí e ignorándose a sí mismos. Es increíble pensar
maquinistas y pasajeros vestían de traje y galera. Si hago un pequeño esfuerzo, puedo ver los
fantasmas decimonónicos pavoneándose con aires aristocráticos por los andenes, observando las
maravillas del progreso y la ilustración. ¿Se imaginarían aquellos señores de utópico pensar los
efectos ulteriores del progreso? ¿Serían conscientes de que sus utopías se encontraban en su seno
impregnadas de distopía?
Aquellas y otras miles de preguntas pueblan mis reflexiones mientras atravieso la ventanilla del tren
con mi mirada. Mi ceño se frunce al tiempo que intento alcanzar el entendimiento de la realidad.
obstante, ello no implica que los límites entre el mundo popular y el mundo top se desdibujen. Por
el contrario, las fronteras se agudizan y se pueblan de mercenarios. De este modo, unos miserables
metros catalogados como “tierra de nadie” separan las humildes casas de chapa de las canchas de
tenis. Un renovado territorio de nadie. Un estacionamiento que sólo admite autos Mercedes Benz y
BMW. Tierra de nadie. Una villa. Tierra de nadie. Un club náutico, allí donde todos los domingos
Quizá sea el vidrio del tren el culpable. Quizá su suciedad deforme la realidad.
demasiado débil por acción de la costumbre. Decido, entonces, reposar mi humanidad en la sucia
butaca y mirar. Observo con tanta intensidad y con tanta fijeza, que mi mirada se puebla de nubes
atemorizantes.
Sentada en el repugnante y decadente palco, contemplo la función más extraña. Una fuerza sin
precedentes me traslada y aún así permanezco en la más estática pose. La quietud se confunde con
la laboriosidad de mis alrededores. Así, percibo rítmicos golpes, terribles pasos de un monstruo
gigante cuyos pies de acero marchan quebrando la superficie de la tierra. Aquel andar es intimidante
y majestuoso, tan potente que mi cuerpo salta sobre el asiento a cada movimiento. Me desespera
escuchar el cercano golpe metálico y no saber cuán próxima se encuentra la criatura. ¿Me devorará?
Mi miedo se hace aún mayor al escuchar un nuevo sonido. Es aquel de una sierra de carnicero,
agitarme y a respirar con dificultad: el arma mortal se sitúa justo a mis espaldas. Me susurra al oído
su deseo de carne.
De pronto, mi asiento empieza a mecerse de una manera incontrolable. Mi cuerpo, inútil, sólo puede
dejarse llevar por la inercia. Aprieto mis ojos, pido perdón por no haber creído en ningún Dios e
grito desgarrador, alienígena, seco, ahogado, femenino. Mi piel se eriza, una mano pesada y firme
Mientras mi acompañante me obliga a abrir los ojos y a levantarme del asqueroso asiento, sonrío.
No puedo evitar pensar en lo extraordinarios que son los sonidos del subte.