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Acerca de días y lugares comunes

31 de marzo de 2010: Como sardinas.

Una suerte de lata acostada con ruedas avanza torpemente por la avenida Martín García.

Entre la somnolencia matutina y el radiante sol de un otoño que no llega a ser otoño, intento

distinguir sus brillantes colores: la miopía no me permite ver los enormes números del

colectivo. Con esfuerzo, achino mis ojos y utilizo mi mano como visera, no sin pensar en lo

graciosa que debe ser la escena. Después de todo, debo asemejarme a un caracol por mi

parsimonia y mi gigantesca mochila.

¡Bingo! ¡Es el 24 frenando cual correcaminos de los Looney Toones, con ruido y humareda!

La alegría, sin embargo, dura milésimas de segundo. Observo los interiores del vehículo y

siento que un intenso pánico trepa por mis piernas hasta llegar a mi corazón, que da un

estrepitoso vuelco. Comprendo que debo adentrarme en el estómago de una bestia come

hombres, criatura tan cruel que los mantiene vivos en su interior. Vivos y bien apretados.

Hago de tripas corazón, respiro profundo, ingreso. Las puertas se cierran detrás de mí y

atrapan mi mochila. Me quejo. El señor conductor me responde con sorna y exasperación,

me dice: “¡Pero tenés que tener más cuidado, nena!”. Inmediatamente, apocada, clavo mi

mirada en el suelo del colectivo. En ese preciso instante, una revelación: así serán mis

mañanas por el resto de mi carrera universitaria… o hasta que mi padre me compre un auto.

8 de abril de 2010: Acerca del “Bombón Asesino” y otras poesías.

Veo mil caras confundidas, ojos tristes, dormidos, preocupados. Rostros abatidos por la

rutina, resignados ante una realidad incómoda y dura, ante una economía mundial que los

obliga a viajar largos trayectos apiñados para volver de igual manera a sus hogares, pero

mucho más tarde. Y todo a cambio de unos pocos billetes al día.


Observo madres, que bien podrían ser mis hermanas menores, haciendo equilibrio entre la

multitud, intentando cuidar que Pedrito se siente, que María no se caiga, que Luquitas no se

duerma en el piso, que Juanita no levante fiebre. Todos ellos cuidadosamente peinados,

cuidadosamente ataviados con guardapolvos no tan blancos, llevando mochilas de Barbie,

Ben 10, Boca Juniors.

Descubro que no puedo soportar sus miradas perdidas, que me entristecen profundamente.

Recuerdo, de manera conveniente, que ninguna escena está completa sin su banda sonora.

Seguidamente, intento colocarme los auriculares de mi mp4 para escuchar alguna canción

mañanera que me abstraiga, que me lleve hacia mundos imaginarios. Pero el cúmulo de

gente no me lo permite y, por otro lado, alguien más se ha encargado de musicalizar el viaje.

Con horror, compruebo que un hombre, parado a considerable distancia de mí, escucha

reggeaton al máximo volumen… con auriculares en sus orejas. Lo observo y me maravillo,

pienso que esos tímpanos deben ser híper resistentes, que los míos sufrirían graves daños si

escuchasen música a tal volumen. A continuación, un nuevo sonido atrae mi atención.

Con rapidez, dirijo mi mirada hacia la fuente de perturbación. Una mujer, cuyo pelo

empapado emana olor a shampoo, se deleita de manera análoga con cumbia. Las poéticas

estrofas del “Bombón asesino” acompañan el majestuoso paisaje porteño. El teatro Colón,

los Tribunales de la Nación. “…Es que ella tiene un bombón asesino…”. El hermoso cielo

azul, muchachos con violines al hombro, estudiantes del Instituto Libre de Enseñanza

Media. “…Ella tiene un bombón y lo mueve, menea el bombón cuando quiere…”. Los

colectivos del Servicio Penitenciario de la Nación. Leo la leyenda impresa en uno de sus

extremos. Dice “mantenga distancia”.

20 de abril de 2010: Nervios.

Sol y brisa fresca, casi primaveral. Un perro ocasional, una señora que lo pasea.
El Parque Centenario. Lagos artificiales con cisnes, gente corriendo, abuelitos haciendo

yoga. Serenidad plena, sonrisas calmas.

Camino, llego a Ramos Mejía. Son las 8.45 de la mañana. Veo a un padre llevando a su hija

al colegio. Ambos sonríen, parecen caminar sobre algodón.

Identifico la Facultad de Ciencias Sociales. Rápidamente, lo recuerdo todo. Leí el texto de

Heller, leí el texto de Merton, empecé con Katz y Lazarfeld, ¡no entiendo nada!, me tengo

que comprar el módulo referente a la Escuela de Frankfurt, que dicen que es difícil, ¡que no

entiendo nada!, que mi profesor habla muy rápido, que tengo que leer, que leí, que tengo que

comprar, que me falta, que no llego...

Me paro frente a la puerta de la prestigiosa y destartalada institución. Miro con desconcierto.

Finalmente, la incógnita: ¿estás lista?

9 de mayo de 2010: Bolsos, carteras, morrales.

Resulta particularmente difícil describir este momento del día. Para algunos, es muy tarde.

Para otros, muy temprano. Para mis padres, muy temprano si se trata de un día laboral y

muy tarde si se trata de un fin de semana. Son exactamente las 5.30 de la mañana y me

encuentro surcando las horas de un curioso punto bipartito. La confusión es grande y la

sorpresa aún mayor: no puedo creer que estos pensamientos sean el objeto de mis

reflexiones ontológicas. Rápidamente intento encontrar algún pretexto más digno para

ocupar mi mente y, de esa manera, escapar a la insistente charla del taxista. Me pregunto si

aquel señor llegó a notar mis ojeras, mi maquillaje corrido, mis pies derrotados por la tiranía

de kilométricos tacos.

Definitivamente no.
De modo que me encuentro a bordo de un pintoresco taxi, con un taxista por demás

hablador, con un dolor de cabeza insoportable y a punto de enfrentar una bíblica misión:

encontrar las llaves en el interior de mi cartera.

Con decisión, abro el bolsito de Prüne e introduzco mi temblorosa mano. Efectúo

movimientos circulares, verticales, horizontales, oblicuos, zigzagueantes y hasta sacudo la

hermosa cartera. Trato de no desesperarme, de pensar que encontraré las benditas llaves

antes de llegar a destino.

Me pregunto cómo puede ser que en estos retazos de cuero, en donde solo entra un suspiro,

no encuentre nada. ¿Qué tamaño tiene un suspiro? ¿Funciona como un agujero negro que

succiona todo objeto que se le aproxime?

6 de junio de 2010: Para todos los gustos.

Retiro, extraordinario espacio de fusión y confusión, de violentos encuentros y desencuentros. Los

trenes parten y llegan con rítmica frecuencia, con irreflexiva resignación. Los pasajeros parten y

llegan con ciega indiferencia, ignorándose entre sí e ignorándose a sí mismos. Es increíble pensar

en la belleza arquitectónica de esos andenes, en su otrora esplendorosa cotidianeidad, en donde

maquinistas y pasajeros vestían de traje y galera. Si hago un pequeño esfuerzo, puedo ver los

fantasmas decimonónicos pavoneándose con aires aristocráticos por los andenes, observando las

maravillas del progreso y la ilustración. ¿Se imaginarían aquellos señores de utópico pensar los

efectos ulteriores del progreso? ¿Serían conscientes de que sus utopías se encontraban en su seno

impregnadas de distopía?

Aquellas y otras miles de preguntas pueblan mis reflexiones mientras atravieso la ventanilla del tren

con mi mirada. Mi ceño se frunce al tiempo que intento alcanzar el entendimiento de la realidad.

Nuevamente, confusión e incredulidad. La Villa no 31 ha alcanzado dimensiones continentales. No

obstante, ello no implica que los límites entre el mundo popular y el mundo top se desdibujen. Por
el contrario, las fronteras se agudizan y se pueblan de mercenarios. De este modo, unos miserables

metros catalogados como “tierra de nadie” separan las humildes casas de chapa de las canchas de

tenis. Un renovado territorio de nadie. Un estacionamiento que sólo admite autos Mercedes Benz y

BMW. Tierra de nadie. Una villa. Tierra de nadie. Un club náutico, allí donde todos los domingos

salía a navegar con mi familia.

Quizá sea el vidrio del tren el culpable. Quizá su suciedad deforme la realidad.

9 de junio de 2010: Oscuridad

El mullido y afelpado asiento vence mi voluntad. El sueño es demasiado poderoso y la repulsión,

demasiado débil por acción de la costumbre. Decido, entonces, reposar mi humanidad en la sucia

butaca y mirar. Observo con tanta intensidad y con tanta fijeza, que mi mirada se puebla de nubes

oscuras y amenazantes. Todo es oscuridad. Y la oscuridad revela mundos inéditos, áridos,

atemorizantes.

Sentada en el repugnante y decadente palco, contemplo la función más extraña. Una fuerza sin

precedentes me traslada y aún así permanezco en la más estática pose. La quietud se confunde con

la laboriosidad de mis alrededores. Así, percibo rítmicos golpes, terribles pasos de un monstruo

gigante cuyos pies de acero marchan quebrando la superficie de la tierra. Aquel andar es intimidante

y majestuoso, tan potente que mi cuerpo salta sobre el asiento a cada movimiento. Me desespera

escuchar el cercano golpe metálico y no saber cuán próxima se encuentra la criatura. ¿Me devorará?

Mi miedo se hace aún mayor al escuchar un nuevo sonido. Es aquel de una sierra de carnicero,

inconfundible, de aguda y brutal precisión, de mortal rapidez. Comienzo a traspirar, comienzo a

agitarme y a respirar con dificultad: el arma mortal se sitúa justo a mis espaldas. Me susurra al oído

su deseo de carne.
De pronto, mi asiento empieza a mecerse de una manera incontrolable. Mi cuerpo, inútil, sólo puede

dejarse llevar por la inercia. Aprieto mis ojos, pido perdón por no haber creído en ningún Dios e

intento recordar alguna oración.

Los sonidos metálicos y melódicos, la impenetrable oscuridad, el vértigo. Finalmente, un grito. Un

grito desgarrador, alienígena, seco, ahogado, femenino. Mi piel se eriza, una mano pesada y firme

me toma del brazo, me sacude. Es la criatura, es el final…

Mientras mi acompañante me obliga a abrir los ojos y a levantarme del asqueroso asiento, sonrío.

No puedo evitar pensar en lo extraordinarios que son los sonidos del subte.

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