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LA MONTAÑA

HISTORIA

DE UN MAESTRO RURAL

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LAURO LUIS MADRIGAL GRIMALDO

“LA MONTAÑA”

HISTORIA

DE UN MAESTRO RURAL

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Dedicado a:
Todas y todos
Los Maestros y Maestras Rurales
De las pasadas, presentes y futuras generaciones.

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Prefacio

Es importante señalar que “La Montaña”.


“Historia de un Maestro Rural”, es un libro que no trata
sobre pedagogía o métodos y técnicas de la educación,
más bien; es en realidad la historia que vivió un joven
maestro de educación primaria. Que como miles de
maestras y maestros por la necesidad del servicio
tuvimos que dejar nuestros lugares de origen para ir a
forjarnos y forjar conciencias. Muchas de las veces
cometiendo “errores” por la falta de experiencia. Porque
en las escuelas formadoras de Profesores no nos
enseñaron a recorrer grandes distancias por diferentes
medios de transportes ni tampoco hacernos líderes de
comunidades. En la mayoría de las escuelas Normales

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del país es noventa y nueve por ciento teoría y uno por
ciento práctica.
Cabe señalar que esto no es una crítica al sistema
educativo nacional, simplemente es el punto de vista
muy particular y la manera de pensar de un simple
maestro rural, sin la intención de ofender las ideas y
sentimientos de todas aquellas personas que han dejado
su vida a favor de la educación de la niñez y juventud de
nuestro país.

El Autor

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Prólogo
Un sueño.....

“En seguida relataré un sueño,


ya que mi vida ha estado
Siempre vinculada a los sueños.
Esperando que todo aquel que lo lea
esté en la misma sintonía que yo,
Pero si no es así;
quiere decir que estoy viviendo
una vida que no es la mía,
y voy a tratar de encontrarla
aunque sea en mis propios sueños”...

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“EL PROFESOR”

Camino a mi escuela, la escuela a la que fui de niño,


miré a dos de mis alumnos que en un tiempo atrás les había
hecho hincapié sobre el proceder de su mala conducta y el
porvenir que les esperaba si no cambiaban su forma de ser. Y
les examinaba: ¿Qué irán hacer de su vida, siendo como son?
-¡Que le importa, es nuestra vida no la de usted!. –Me contestó
secamente uno de ellos. El otro solo asintió con su cabeza lo
que el anterior había expresado.
Íbamos caminando sobre un puente desvencijado de
tablas viejas y barandales roídos por la herrumbre del tiempo y
del oxígeno, que atravesaba por encima de las vías del tren,
que se extendían por el fondo de un barranco semejante al

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lecho de un río. Eran las líneas férreas del tren de nuestro
pueblo, pueblo próspero en lo económico pero indigente en la
bondad y abundante en la iniquidad. Había llovido mucho esos
días y el cauce de las vías del tren se anegó de aguas turbias y
pestilentes y llevaba toda clase de inmundicia y muerte. Las
aguas ya inundaban las escalinatas del puente y vi como los
dos chiquillos bajaban por las mismas y sus cabecitas se
perdieron entre las corrientes fangosas. Y caminaban. ¡Sí!,
¡Caminaban! Y no nadaban y el torrente no los arrastraba. Yo
me les quedé viendo espantado, esperando que la fuerza de las
aguas se los llevara, hasta que los perdí de vista. Entonces
proseguí mi camino hacia la escuela a la que asistí de niño,
pero no caminando, sino nadando contra la corriente. Después
de luchar un largo rato en los que por momentos sucumbía ante
la fuerza de la naturaleza logré llegar a tierra firme y allí
estaban los dos niños esperándome, riéndose por lo que batallé
para cruzar el torrente. Después, ellos se fueron sin despedirse
y no los volví a ver. Se perdieron como tantos que he perdido,
los devoró el tiempo y la inadaptación a la sociedad. Y Yo solo
me quedé parado en el dintel de la puerta de la escuela, la
escuela a la que fui de niño... .

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Un día sin darme cuenta cómo y porqué, tenía entre
mis manos un libro del célebre y gran escritor Gabriel
García Márquez. Lo abrí al azar y leí el siguiente párrafo.
Me sentí identificado con el personaje, que quise
transcribirlo:
“José Arcadio Buendía consiguió por fin lo que
buscaba: Conectó a la bailarina de cuerda el mecanismo del
reloj y el juguete bailó sin interrupción al compás de su propia
música durante tres días. Aquel hallazgo lo excitó mucho más
que cualquiera de sus empresas descabelladas. No volvió a
comer. No volvió a dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de
Úrsula se dejó arrastrar por su imaginación hacia un estado
de delirio perpetuo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba

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las noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz alta,
buscando la manera de aplicar los principios del péndulo a las
carretas de bueyes, a las rejas de arado, a todo lo que fuera
útil puesto en movimiento. Lo fatigó tanto la fiebre del
insomnio, que una madrugada no pudo reconocer al anciano
de cabeza blanca y ademanes inciertos que entró en su
dormitorio. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo
identificó, asombrado de que también envejecieran los
muertos, José Arcadio Buendía se sintió sacudido por la
nostalgia. “Prudencio” – Exclamó – “¡Cómo has venido a
parar tan lejos!” Después de muchos años de muerte, era tan
intensa la añoranza de los vivos, tan apremiante la necesidad
de compañía. Tan aterradora la proximidad de la otra muerte
que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había
terminado por querer al peor de sus enemigos. Tenía mucho
tiempo de estar buscándolo. Les preguntaba por él a los
muertos de Riohacha, a los muertos que llegaban del Valle de
Upar, a los que llegaban de la ciénega, y nadie le daba razón,
porque Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos
hasta que llegó Melquíades y lo señaló con un puntito negro en
los abigarrados mapas de la muerte. José Arcadio Buendía
conversó con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas
horas después, estragado por la vigilia, entró en el taller de

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Aureliano y le preguntó: “¿Qué día es hoy?”. Aureliano le
contestó que era martes. “Eso mismo pensaba yo” dijo José
Arcadio Buendía, “Pero de pronto me he dado cuenta que
sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes,
mira las begonias. También hoy es lunes”. Acostumbrado a sus
manías Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente, miércoles,
José Arcadio Buendía volvió al taller. “Esto es un desastre –
dijo -. “Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que ayer y
antier. También hoy es lunes”. Esa noche, Pietro Crespi lo
encontró en el corredor, llorando con el llantito sin gracia de
los viejos, llorando por Prudencio Aguilar, por Melquíades,
por los padres de Rebeca, por su papá y su mamá, por todos
los que podía recordar y que entonces estaban solos en la
muerte. Le regaló un oso de cuerda que caminaba en dos patas
por un alambre, pero no consiguió distraerlo de su obsesión.
Le preguntó que había pasado con el proyecto que le expuso
días antes, sobre la posibilidad de construir una máquina de
péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él contestó que
era imposible porque el péndulo podía levantar cualquier cosa
en el aire, pero no podía levantarse así mismo. El jueves volvió
aparecer en el taller con un doloroso aspecto de tierra
arrasada. “¡La máquina del tiempo se ha descompuesto – casi
sollozó – y Úrsula y Amaranta tan lejos!” Aureliano lo

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reprendió como a un niño y él adoptó un aire sumiso. Pasó seis
horas examinando las cosas, tratando de encontrar una
diferencia con el aspecto que tuvieron el día anterior,
pendiente de descubrir en ellas algún cambio que revelara el
transcurso del tiempo. Estuvo toda la noche con los ojos
abiertos, Llamando a Prudencio Aguilar, a Melquíades, a
todos los muertos, para que fueran a compartir su desazón.
Pero nadie acudió. El viernes antes que se levantara nadie,
volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no
tuvo la menor duda que seguía siendo lunes. Entonces agarró
la tranca de una puerta y con la violencia de su fuerza
descomunal destrozó hasta convertirlos en polvo los aparatos
de alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el taller de
orfebrería, gritando como un endemoniado en un idioma
altisonante y fluido pero completamente incomprensible. Se
disponía a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano
pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para
tumbarlo, catorce para amarrarlo, veinte para arrastrarlo
hasta el castaño del patio, donde lo dejaron atado, ladrando
en lengua extraña y echando espumarajos verdes por la boca.
Cuando llegaron Úrsula y Amaranta todavía estaba atado de
pies y manos al tronco del castaño, empapado de lluvia y en un
estado de inconciencia total. Le hablaron, y él las miró sin

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reconocerlas y les dijo algo incomprensible. Úrsula le soltó las
muñecas y los tobillos, ulcerados por la presión de las sogas,
y lo dejó amarrado solamente por la cintura. Más tarde le
construyeron un cobertizo de palma para protegerlo del sol y
la lluvia.......

Fragmento de:
“Cien años de soledad de Gabriel García Márquez”

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“La Montaña”.
Historia de un maestro rural.

Capítulo uno

“La Partida”

Nuevo Laredo, Agosto de 1978, 3:30 p.m...

El autobús se alejaba de la ciudad. Caía una lluvia


pertinaz que no dejó de escampar hasta que salimos del pueblo.
Miraba como las gotas de la cellisca se estrellaban en la
ventanilla y sentí que dentro de mí también llovía. “No sé
porque, pero la lluvia siempre me pone triste”. Me embargó
una nostalgia que provocó que se me hiciera un nudo en mi
garganta. No era para menos, dejaba atrás la mejor parte de mi
vida e iba tras un futuro incierto. En la radio del conductor se
escuchaba la canción “Lloviendo está”; nunca supe quién me
la dedicó. La oí con mucha tristeza, tal vez porque en el rincón
más profundo de mi ser; sabía que ya nada iba ser igual y para

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acabarla de fastidiar, mi novia había terminado conmigo.
Siempre el primer amor es el más punzante”. Pero... “Nada es
para siempre” me repetía esto una y otra vez, tratando de
provocarme una amnesia que me hiciera olvidarla. Pero no se
puede olvidar algo que llevas impregnado en tu piel, como si la
fragancia de su cuerpo se mezclara en el halo etéreo de mis
pensamientos, como algo que flota en el aire y respiro. No
pude detener una lágrima que recorrió mi mejilla derecha hasta
caer sobre la codera del asiento. La otra me la sequé antes de
que rodara. No quise pensar más y me recargué en el respaldo
del sillón decidido a dormir todo el trayecto.

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Después de doce horas de camino cruzamos el puerto de
Tampico, el autobús hizo fila para subir a la panga que nos
llevaría al otro lado del río Pánuco. Cuando abordamos el
chalán, todos los pasajeros se bajaron del autobús. Tal vez
porque se imaginaban que el camión perdería los frenos y
caería al agua, al menos eso pasó por mi cabeza; yo también
bajé siguiendo a la multitud pero me fui a la parte de atrás del
barco. Encendí un pitillo y aspiré un poco de humo mezclado
con humedad y le arranqué con mi aliento un pedazo a la triste
noche estrellada, que parecía una madre vestida de saco por
perder en el tártaro a la más alegre de sus hijas: La Luna.
Mientras el chalán hacía su travesía por el corredor del amplio
río, observaba el agua turbia. Parecía mas que agua, café con
leche a causa de la contaminación. Yo meditaba sobre mis
pensamientos: “Pobres peces, no han de poder dormir con tanta
“cafeína” disuelta en el agua y por eso no tienen camas como
nosotros”. Dije eso sin reflexionar a fondo el funcionamiento
de la psique; ya que no solo la cafeína te puede dejar sin
sueño, sino hasta lo más sublime, y lo más tenebroso también;
y yo me encaminaba a esto último.

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El trayecto de Nuevo Laredo a Poza Rica trascurrió sin
ningún contratiempo, salvo que allá por la madrugada el
camión se detuvo, y sin decir una palabra, el conductor se bajó.
Después de algunas horas, el sopor de la noche empezó a
desamodorrarnos y los pasajeros se empezaron a desesperar y
uno de ellos se bajó y encontró al chofer dormido en un
compartimiento de la cajuela del autobús y le dijo:
-¡Oiga!. Tenemos prisa por llegar a Poza Rica. El chofer le
contestó:
-¿Qué prefiere?. Dejarme dormir media hora más. ¿O que los
vaya a embarrar por ahí?

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-No, pues, yo solo decía. - Contestó el pasajero y se volvió al
camión a seguir durmiendo.
Para las 9:35 a.m. estábamos en Poza Rica. Me trasladé a
la terminal de los camiones que viajan para ciudad de Papantla
de Olarte y compré un boleto rumbo a esa ciudad. Fue allí
donde conocí los famosos camiones “polleros.” Todo el
trayecto fui viendo el paisaje a través de la ventanilla del
armatoste, que se fue dando tumbos y más tumbos, parecía que
en cualquier momento se saldría de la rúa y nos iba a dejar
regados por la maleza. Me dejó impresionado tanta vegetación.
Me imaginaba que Dios se había esmerado más en hacer esas
tierras tan hermosas, Cubiertas por una vegetación exuberante.
Plantas trepadoras, orquídeas, palmeras, vainillas, cocos,
mangos, zapote prieto, chicozapote, nanches, naranjales,
limones, mandarinas, cañas, tabaco, ceibas e infinidad de
plantas de ornato y silvestres que me fue imposible
enumerarlas todas. Para las 11:20 a.m. estaba tocando la puerta
del departamento de mi hermana Guadalupe, fue ella quién me
abrió y dijo:
-¿Y ahora, tú? ¿Qué andas haciendo?.
-Pues nada, que me tocó por acá y aquí estoy. Mi hermana soltó
un suspiro y se contristó al mismo tiempo que me daba un
abrazo y me decía:

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-¡Ay, hermanito!, Tú también te vas a quedar por estos rumbos
como yo. Me expresaba eso mientras se le humedecían sus
ojos. Yo también sentí un sapo en mi garganta pero esta vez no
lloré. Habían transcurrido quince años y ella nunca había
solicitado el cambio para Tamaulipas. Los dos éramos maestros
de educación primaria. Yo acababa de terminar la normal
básica y la plaza me la dieron para el estado de Veracruz. No
podía renunciar, ya estaba aquí y para esto había estudiado.
Solo le contesté:
-¡Yo no me pienso quedar aquí hermana!. Dije esto y me
acaballé mi mochila a la espalda y entré a su casa a descansar
del viaje.

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Al día siguiente me fui rumbo a Xalapa de Enríquez la
capital de estado, en otro de esos camiones que parecía que
envejecíamos prematuramente. Pues llegábamos con un
montón de achaques de tanto ir sentados que hasta la “raya” de
las nalgas se nos borraba y las mismas se te confundían con la
espalda. Pero a mí eso no me importaba. Solo me la pasaba
contemplando el paisaje y para no aburrirme me iba contando
los postes de alambrado eléctrico, tratando de calcular el
número total que nos faltaba para llegar a nuestro destino
según la distancia entre los mismos.

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Ya teníamos tres días de espera en las oficinas de la
Dirección General de Educación en el Estado esperando que
nos dieran las órdenes de adscripción. El edificio estaba
convertido en una interrogante humana, no sabíamos a dónde
nos mandarían a impartir clases. Encontré algunos compañeros
de escuela y nos las arreglamos para apoyarnos unos a otros
económica y moralmente. Para paliar el hambre y ahorrarnos
un poco de dinero comíamos tacos de chiles jalapeños rellenos
de queso o camarón o una orden de zopes en salsa verde que
con lo picoso, se inundaba el estómago de ácido clorhídrico
que no te quedaban ganas de comer hasta la siguiente jornada.
El segundo día de estancia mi mirada encontró la mirada de la
muchacha más hermosa que había conocido hasta la fecha.
Después supe que se llamaba Jovita, su propia madre Doña
Mercedes, me la presentó cuando me pidió que le hiciera el
favor de comprarle dos ordenes de aquellos ricos tacos de

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chiles rellenos que saboreábamos con un refresco, mientras yo
decía: “¡Carajo”, cómo pican!”. Tiempo después supe de la
propia Doña Meche que le decía a su hija:
-¡Ay, pobre muchacho!, Me da tanta lástima. Mira como habla,
como se viste, como se sienta en el suelo; se me hace que lo
van a mandar al “Mirador””.
-¡Ay mamá!. No lo critique. Así son ellos por allá en el “Norte”
y así hablan.
-¡Pues yo no sé!. Pero para mí que lo mandan al “Mirador”. Y
en parte tuvo razón.
Cuando la secretaria que entregaba las órdenes de
adscripción, se acercó al mostrador que nos separaba de la
oficina. Todos nos hacíamos bola para escuchar los nombres y
el lugar al que iríamos a impartir clases. Mirábamos algunos
rostros alegres, por que los mandaron a un buen lugar y otros
tristes porque sabían que irían al irían al “quinto infierno.”
Esa mañana nos dieron a todos las órdenes y las leímos
con atención y hacíamos planes de cómo llegar al lugar que
nos asignaron.
Un compañero que se apellidaba Navarro y que pecaba
de fanfarrón le preguntamos como le había ido en la entrevista
que le formuló el Director de educación, y esto fue lo que nos
dijo:

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-¿Qué pasó Navarro? ¿ Qué te dijo el Director?.
-¡Nada camaradas!. Me preguntó que cómo me llamaba. Y yo
le contesté:
-Juan Antonio Navarro Casas. Decía esto al mismo tiempo que
dibujaba en el aire unas señas con su mano derecha, dando
entender que el Director de educación había quedado
impresionado con su respuesta. Nosotros nos estábamos
divirtiendo con él, y queríamos saber más y le volvimos a
preguntar:
-¿Qué mas te dijo?.
-¿Qué dónde me gustaría trabajar como profesor? Y yo le
contesté:
-Mire señor Director. ¡Mándeme donde sea! ¡Que no le tengo
miedo a nada! Y que además para eso yo había estudiado. Hizo
otras señas con las manos y dijo:
“¡Marcos tráete una hacha!”. Y me lo volví a impresionar”.
Y yo le pregunté:
-¿Y a dónde te mandaron Navarro?.
-¿Adónde creen Camaradas?. - Nos dijo acongojadamente.
- A la sierra de Huayacocotla. - Contestó muy contristado.
-¡Marcos tráete un hacha!. –Le dijeron a coro todos burlándose
y riéndose de él. Y nunca vieron que sus ojos se habían llenado
de lágrimas. Yo si lo noté por eso no dije nada, solo le di una

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palmada en la espalda y me retiré de la bulla a leer bien mi
orden de adscripción. Se había corrido el rumor que si nos
mandaban en cualquier región de Chicontepec, Huayacocotla,
Zongolica o las Choapas, nos olvidáramos, ya que eran los
peores lugares geográficos y socialmente hablando. Nunca
supe más de compañero Navarro. Hasta muchos años después
en un periodo vacacional me lo encontré en un parqueadero
lavando carros. Anteriormente supe que se había inventado una
historia acerca de él y el lugar dónde fue a trabajar. Que lo
recibieron de muy mala manera y hasta lo corrieron a
pedradas. No le quise preguntar si era cierta esa historia, solo
lo saludé y me despedí de él. Hasta la fecha no lo he vuelto a
ver. Se perdió como tantos compañeros he perdido en el
laberinto de la vida y en la borágimen del tiempo y el espacio.
A mí me asignaron una zona escolar de la ciudad de
Córdoba. Aunque la región montañosa a la que iría se conocía
como “La Sierra Negra de Zongolica”.

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Capítulo dos

“La Despedida”

A la mañana siguiente regresé a la ciudad de Papantla,


para preparar mi partida hacia la ciudad de “Los tratados de
Independencia” a tomar posesión de mi plaza. Mi hermana
Guadalupe, que era mi hermana mayor, la consideraba como
una segunda madre en esos momentos, yo le tenía un cariño
muy especial. Me dio muchos consejos, que como la mayoría
de los jóvenes de mi edad no les puse mucha atención. Me
echó la bendición y me despedí de ella con un beso en la
mejilla. Di la media vuelta para que no me viera mis ojos
humedecidos. Me puse mi mochila al hombro y solo dije:
-¡Adiós hermana!. Te veré pronto.

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Córdoba, Ver. 9 de Septiembre de 1978... .

Al llegar a la ciudad, me fui directo a la oficina de la


Supervisión Escolar. Me presente ante la secretaria y dije los
motivos de mi estancia. Me contestó con un tono amable que

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me sentara, que en un momento me atendería el supervisor. Le
mostré la orden de adscripción, que leyó someramente, la cual
puso sobre el escritorio que estaba perpendicularmente al suyo.
Pasaron algunos minutos donde solo reinó el monótono tic, tic,
de las teclas de su antigua máquina de escribir marca
Rémington, que de vez en cuando ella hacía una pausa para
hacer explotar una bomba de chicle que inflaba con su boca
azucarada y que dejó de masticar, cuando uno de los globos le
reventó en todo el rostro, haciendo que se le pegara hasta el
fleco que le colgaba por la frente con el que escondía una vieja
cicatriz que hacía que se le frunciera el entrecejo. Avergonzada
por lo que le pasó exclamó:
-¡Ay!. ¡Por eso no me gustan estos chicles!. Y salió por la
puerta trasera. En su atropellada carrera derribó un envase de
refresco que tenía a su derecha. Y con el estruendo que
provocó, hizo que apareciera vertiginosamente el
Inspector Escolar haciendo que chocara con él al abrir la puerta
y le derribó sobre la solapa de su traje color gris de corte
inglés, una taza de oloroso café de grano recién cortado de la
región que venía saboreando después del desayuno. Era un
hombre delgado, de mediana estatura, como de unos cuarenta y
cinco años de edad; de carácter serio y adusto. La señorita
secretaria hizo mi presentación un tanto avergonzada y salió

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muy escurridiza perdiéndose por un corredor que quedaba
contiguo a la oficina. El Supervisor Escolar se sentó sobre el
mullido sillón que lucía detrás de un escritorio hecho de pura
caoba, mientras se sacudía con un pañuelo color blanco los
restos del café que se escurrían por su traje y su camisa blanca
de cuello almidonado luciendo una corbata de seda sujeta con
un pisa corbatas dorado. Se recargó en él mientras tomaba el
documento que minutos antes había dejado la mecanógrafa.
Leyó algunos renglones mientras me miraba por encima del
filillo de la hoja de papel. Tras un breve minuto devolvió el
documento a su lugar mientras regresaba su ayudante.
Ofreciendo mil disculpas por lo ocurrido, la secretaria tomó su
lugar y él le ordenó que redactara el oficio de adscripción de
trabajo en la zona. Que iría a prestar mis servicios a la
comunidad del “Mirador”.
En esos momentos entraban a la oficina dos hombres de
apariencia muy humilde, con sus ropas manchadas, semejante a
sangre seca, que tiempo después; supe que era la mancha que
deja el plátano cuando lo cortan. Tenían el semblante serio y
mirada de desconfianza, portaban a la cintura sendas morunas
afiladas. El que parecía ser mayor, se dirigió con mucho
respeto a la autoridad educativa. Quitose el sombrero de paja y
haciéndolo dar vueltas cual si fuese el volante de un vehículo

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furtivo, que dirigía para que le salieran lo mejor posible las
palabras de su boca y poder entablar comunicación con aquel
personaje que infundía respeto y autoridad. Y dejando al
descubierto su cabello hirsuto y entrecano y con su clásico
acento regional se dirigió a la personalidad:
-¡Buenos días señor inspector!.
¡Buenos días Don Juventino!, ¿Que anda haciendo por acá?.
-¡Pues nada!. Veníamos a ver que noticias nos tiene del maestro
de allá del “Mirador”.
-¡Ah!. Que bueno que vienen. Pues aquí les tengo a su nuevo
profesor. Señalándome con su mano derecha a donde me
encontraba. Los dos hombres voltearon rápidamente hacia mí y
con una mirada de asombro exclamaron:
-¡Cómo!. ¿Ya nos cambiaron al otro?. - Y reviraron su mirada
otra vez como diciendo: “Otra vez la burra al trigo”. Y
agregaron con acento de conformidad:
-Bueno, está bien. Pues ni modo. Pasamos por él a las cuatro,
para irnos en el tren de las cinco. Dieron media vuelta y
salieron por donde vinieron, no sin antes echarme una última
mirada, para asegurarse bien a quién recogerían más tarde y se
fueron diciendo algo en su lengua natal el náhuatl que nunca
entendí.

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-Parece ser que no lo quieren. - Me dijo en voz baja y
burlonamente el inspector de zona.
- Usted tiene que desempeñar bien su trabajo para ganarse la
confianza de esta gente. Es muy desconfiada y no les agradan
los fuereños.

Las cuatro se llegaron pronto, los dos hombres que


después supe que eran padre e hijo, casi no cruzaron palabras
conmigo, solo las necesarias para indicarme a donde íbamos.
Abordamos el tren de las cinco rumbo al pueble de
Tezonapa. El viaje se me hizo muy largo, yo iba sentado a dos
asientos adelante de mis acompañantes. Tenía mucha hambre,
sobre todo cuando veía pasar a una muchacha espigada, alta y
morena recorriendo todo el tren vendiendo toda clase de

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alimentos. Primero pasó con una charola llena de bananas y
con un pregón que espantaba a los pasajeros que iban
dormidos gritaba: “¡Lleven sus plátanos!. ¡Compre sus
plátanos!.” Y se perdía en el siguiente carro. Luego aparecía
con otra charola llena de “Garnachas”, que a decir verdad, no
se me antojaron y nunca las probé, solo más me compré un
refresco que era lo único que podía comprar, ya que mis
recursos económicos se me habían agotado; y me lo fui
tomando el refresco a cuenta gotas tratando de esconderme de
mis acompañantes; Ya que me daba pena no haberles podido
invitar uno a ellos también.
Después de casi tres horas de viaje serpenteando las
montañas llenas de verde follaje y el plan cubierto de caña
brava, llegamos a nuestro destino; solo para saber que
trasbordaríamos a un segundo medio de transporte. Otro de
esos “polleros” que casi trasportaba de todo a parte de seres
humanos. Poco a poco fui haciéndome de una tonadita en mi
modo de conversar, para que no creyeran que hablaba enojado
con el clásico acento “norteño”. Después de una hora más de
camino llegamos a “Laguna Grande” también llamado “Pueblo
Viejo”. Solo Dios sabe cuando se poblaron aquellas tierras
cubiertas de selva y caña brava.

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Capítulo tres

“La Pregunta”

Cuando nos bajamos del camión la noche extendió su


manto negro sobre la bóveda celeste y un “hormigueo” en mi
estómago me empezó a incomodar. Nos dirigimos unos
doscientos metros por una calle llena de charcos y lodo. Uno
de mis guías me preguntó:
-¿Sube hoy, o sube mañana?. Yo no supe que contestar, solo se
me ocurrió decir como por instinto:

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-¡Subo mañana!. Y nos dirigimos a la casa del que más tarde
sabría que era del cacique de esa región. Allí me presentaron
ante el señor de la casa que me recibió atentamente y me
dieron de cenar huevos revueltos bañados en una salsa roja
picante, acompañados de frijoles negros con unas rajas de
queso blanco de vaca y una taza de café negro de grano con un
aroma delicioso, sin faltar unas tortillas gruesas de maíz hechas
a mano. Los de la casa y yo solo cruzamos las palabras
necesarias para conocernos y saber quién estaba hablando con
quién. Después de cenar, mi anfitrión me indicó el lugar donde
dormiría: Era una troje, Estaba llena de herramientas, y arneses
para caballos y mulos y pacas de pastura. Todo estaba
impregnado de olores nuevos para mí, humedad mezclada con
heces de acémilas, lodo prieto, caña y selva. El granero estaba
iluminado por un foco de luz tenue a causa de las manchas que
dejaban los insectos nocturnos, que atraídos por la luz de la
bombilla chocaban con ésta en una incansable batalla por
querer apoderarse de la majestuosidad de aquella
luminiscencia. Desempaqué algunas cosas mientras mi
anfitrión decía:
-¡Bueno, maestro!. Que tenga buenas noches. Lo espero para
desayunar en la mañana. Dijo esto y cerró la puerta trasera tras
de él. No sé si alcanzó a escuchar que le di las gracias.

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Tendí un cobertor sobre unas pacas de pastura que reuní
para confeccionarme una cama, puse de almohada la mochila y
me dispuse a dormir. Batallé bastante rato para conciliar el
sueño por culpa de unos hematófagos volantes que no me
dejaban en paz. Eran los mosquitos más grandes que había
visto en toda mi vida. Tuve que echarme un cobertor para
taparme, sólo dejando asomar la nariz por un hueco que dejé
abierto para poder respirar bien. Auque el sopor de la noche
también conspiraba para no dejarme dormir, las serotoninas
hicieron efecto en mí de cualquier manera, y mi cuerpo se
relajó y caí en el coma del sueño.

A la mañana siguiente, el dueño de la casa fue por mí


para invitarme a desayunar. Sirvieron solo un plato de frijoles
con queso y café con leche y un racimo de plátanos que
adornaba el centro de la mesa para invitarme a comerlos. No

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los comí y no los volví a comer nunca, no sé explicar por qué,
pero desde esa mañana los plátanos nunca formaron parte de
mi dieta.

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Capítulo cuatro

“La Subida”

Los dos hombres que me habían traído hasta aquí,


llegaron a eso de la 9:30 antes del medio día, pidieron unos
refrescos de sabor en la tienda del dueño de la casa y se
sentaron en la banqueta a descansar del trayecto. Traían con
ellos una mula asmática ya entrada en años que amarraron a
uno de los horcones del porche del pequeño comercio. Después
de un rato de descanso y una breve entrevista de cómo había
pasado la noche me preguntaron que si ya estaba listo para
subir. Y me volvió a intrigar esa pregunta y les reconvine:
-¿Adónde hay que subir?,
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-¡Pues allá arriba. Al cerro! – Decían esto mientras apuntaban
con el dedo índice a la montaña que se vislumbraba a través del
claro del camino por donde mis guías habían llegado
-Allá vamos. Allá está el “Mirador”; donde usted va a dar
clases.
-Vamos pues. - Y me ayudaron a subir mi equipaje a la mula
que habían traído especialmente para eso. Nunca supe la
distancia que recorrería hasta veintitrés años después que
regresé a este MALDITO lugar y lo vi señalado por un letrero
de carretera que decía: “EL MIRADOR 11 Km”

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Empezamos a bajar unos cien metros de longitud en
cuarenta y cinco grados de inclinación por una calle de
concreto, que al final de la misma terminaba en curva y que se
conectaba con un pequeño puente hecho de piedra y cemento
que ya estaba despintado en su totalidad, que cruzaba un arroyo
de aguas claras, matizado con el verde oscuro del follaje de la
exuberante selva y que formaba un espléndido corredor en el
camino, adornado con toda clase de orquídeas y flores de
distintas formas y colores y aromas delicados y el verde

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esmeralda de algas y musgo tierno que vestían a las piedras
pulidas del fondo del riachuelo. Mientras cruzábamos el
puentecillo, la naturaleza nos recibía con un concierto de
cantos de pájaros que armonizaban en un compás único, y me
hicieron detenerme un momento a escudriñar entre las copas de
las ceibas, caobas, chicozapotes e infinidad de plantas y árboles
que cubrían el amplio corredor e hicieron sentirme el hombre
primitivo que llevamos dentro. Cruzamos la pasaderilla y
volvimos a retomar el camino para empezar a subir por la
“rastrojera”; que era una parcela sembrada en la primera ladera
de la montaña. El tramo de este camino nos llevó recorrerlo
aproximadamente una hora y cuarenta y cinco minutos. Miraba
como la pobre bestia de carga a cada paso que daba, soltaba
una ventosa o se resbalaba y caía inclinada sobre sus cuartos
delanteros, soltando de vez en cuando su excremento fétido y
espeso, que salpicaba las piedras del camino y nosotros las
sorteábamos para no ensuciarnos el calzado. Yo reflexionaba
para mis adentros y me decía: “Ni modo, para esto las hizo
Dios.”

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Poco después llegamos a la casita de doña Hermelinda.
una anciana ya entrada en unos setenta años de edad, en donde
hicimos una escala de quince minutos para halar aire y
“refrescarnos” con unas gaseosas al tiempo, que mis guías me
invitaron. Ellos me presentaron con la dueña de la casa que con
un tono muy peculiar y amable se dirigió a nosotros:
-¿Qué hubo?. ¿Que hay en el plan? – Preguntó con mucha
confianza.
-Nada. Solo que aquí traemos al nuevo maestro del “Mirador”.
– Contestaron mis compañeros de travesía.

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-¡Ah que bueno!. ¡Mucho gusto profesor!. Esperamos que se
sienta a gusto por acá. – Contestó la anciana.
- Y, ¿De dónde es usted?. - Me interrogó amigablemente.
-De Laredo. – Le contesté de la misma manera.
-¿De Laredo Texas o Laredo México?. – Preguntó
confusamente.
-De Nuevo Laredo, Tamaulipas. – Le aclaré
-Por eso, de Laredo Texas o Laredo México. – Comprendí que
desconocía la geografía de mi estado y le confirmé:
-De Laredo México.
-A que bien, pues bien venido por esta su casa. – Me dijo
hospitalariamente y yo le respondí:
- ¡Gracias!. Mucho gusto en conocerla. – Le respondí de igual
manera. Terminamos el refresco y reanudamos el camino ya
menos inclinado pero no dejábamos de ir subiendo
progresivamente. Mientras la montaña se iba arropando de una
densa selva, ataviada elegantemente, como si estuviera de
fiesta al ir dejándome contemplarla como una mujer seductora;
de la cual me iba enamorando poco a poco conforme me
develaba todos sus encantos. A medio camino llegamos a la
primera comunidad llamada “Las Mafafas,” en la cual conocí
el “Palo de Agua”. Lo llamaban así porque su tronco formaba
un “bebedero” natural para calmar la sed de las aves y las

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bestias, que se surtía del agua que escurría por su tronco
cuando llovía y se rellenaba con el rocío de la noche. Unos dos
meses después me dijeron José “Coyote” y Ezequiel
Domínguez alias “El Cheke” que allí vivía un paisano mío que
era de mi “rumbada”. Más tarde supe que hablaban de Adrián
González Acosta, un buen compañero que habíamos estudiado
juntos en la misma escuela. Él era algo airoso, pero la
verdadera escuela de la vida lo había convertido en el más
humilde de los amigos que he tenido y estoy muy orgulloso de
llamarlo “hermano”.

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Capítulo cinco

“La Primera Visión”

Habían transcurrido algunas cinco horas de travesía,


cuando vi que una niebla venía escurridiza y silenciosamente
cruzando el “filete” de la montaña, nos cubrió muy pronto y
oscureció el día. En el momento que la nube nos envolvió, un
escalofrío circundó por todo mi cuerpo y se me erizaron los
pelos de la nuca. Se apoderó de mí un temblor de manos,
rodillas y un crujir de dientes. Empecé ha tener una visión... .
Me quedé suspendido por un momento en el espacio y el
tiempo y contemplé en la orilla del camino el cuerpo sin vida

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de un muchacho. Su cara estaba verdosa, matizada con colores
grises y morados y sus cabellos desparpajados cubrían parte de
su rostro, estaba cubierto todavía por el rocío de la noche
anterior y los gusanos ya habían empezado hacer su labor, al
mismo tiempo que las bacterias se nutrían del cuerpo inerte del
infortunado joven. Un charco de sangre fresca, caliente y
espesa se escapaba de su garganta junto con vapor de agua. Sus
ropas eran igual que las mías e inmediatamente recordé la
conversación de la noche anterior como si estuviera dentro de
un socavón:
-“¡Sube hoy, o sube mañana!”.
-“¡Subo mañana!”.
Los machetazos que oí me sacaron de mi trance y volví a la
realidad, cuando el hijo de Don Juve cortaba tres hojas anchas
de mafafa y me daba una a mí junto con una capa de plástico
de color amarillo que sustrajo de una de las alforjas que llevaba
colgadas a la mula y me dijo:
-¡Póngasela profesor!. Porque va a llover. Dijo esto y el
chasquido de un relámpago iluminó el entorno donde nos
encontrábamos proyectando nuestras siluetas entre el follaje de
la selva y el hijo de Don Juventino me sonrió de una manera
extraña, como sabiendo que había tenido la visión. Después de
esto empezó a caer una cellisca que no dejó de escampar hasta

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que llegamos a su casa. Nunca le platiqué a nadie la
experiencia que había tenido, temiendo que me juzgaran loco.

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Cuando comenzó la nube a desgajarse, divisé bajo mi
paraguas improvisado, LA CRUZ de concreto que señalaba la
entrada a la comunidad del “Mirador”, que después de muchos
años sigue siendo el lidero que da la bienvenida a esta
MALDITA TIERRA. (Pido Disculpas a todos aquellos que lean
esta historia por la manera en que califico este lugar, pero
créanme que más adelante conocerán mis razones)
Comenzamos a descender unos trescientos metros por la
ladera del cerro, que para mí se me figuraba una “media luna”,
pues así se miraba desde el “mirador” de la cruz. Después de
unos treinta minutos más, llegamos a la casa de Don
Juventino, serían aproximadamente las seis y media de la tarde,
pero aquí ya era de noche.

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Capítulo seis

“La Primera Noche”

Cuando entramos a la galera principal, Don Juventino


me indicó el lugar en el que dormiría. Era una hamaca que
estaba amarrada de uno de los horcones que servían de
travesaño a la rústica casucha y el otro extremo a uno de dos
pilares que se encontraban en medio de la edificación.
-¡Se tapa con esto por si tiene frío!. Me sugirió Don Juve, y me
facilitó un cobertor. Que luego más tarde me enrollé en él
como si fuera un tamal humano listo para la cacerola, pues el
frío de la noche calaba hasta los huesos como si estuviera en un
congelador de carnes.
No hacía mucho tiempo que había dejado de llover,
cuando otro aguacero se dejó caer sobre la montaña. Como si
tal vez me quisiera decir que no era bienvenido a ella, pero esta
vez acompañada de los truenos y relámpagos más
extraordinarios que he visto y oído en mi vida, me quedé

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parado en el dintel de la puerta trasera del galpón y un “sapo”
en mi garganta se anidó junto a mis amígdalas y empecé a
reflexionar: “¿Qué es lo que estoy haciendo aquí? “¡No tengo
ninguna necesidad de haber venido hasta acá!”. Y al mismo
tiempo me contestaba para mis adentros: “Pues para esto
estudié, para brindar los conocimientos básicos a las niñas y los
niños, para educarlos lo mejor que pueda”. “No sé por qué,
pero la lluvia siempre me pone triste”, y enjugué una lágrima
que se escapaba furtivamente de mis ojos. En esos momentos
me estaba acordando de mi madre y mi padre sin dejar de
mencionar a la novia de mi juventud que trataba de dibujarla en
mi mente pero la lluvia fría que se resbalaba por una de las
canaletas del techo que surtía de agua a un aljibe me impidió
seguir pensando en ella. “Nada es para siempre” me repetí
esto una y otra vez. Fue cuando un relámpago hizo que
retrocediera hacia dentro de la casa y no me dejó siquiera
contar los segundos para calcular dónde caería el poder del
electro y vi como partió a la mitad un robusto árbol. La visión
que experimenté me hizo sobrecogerme de temor y sentí como
se me erizaban los pelos de la nuca y comenzara a sentir un
retortijón de tripas que me apremiaron para ir a evacuar las
inmundicias que llevaba dentro de mis intestinos. Aunque no
quería salir de la troje, le pregunté a mi anfitrión:

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-¿Dónde está el baño Don Juventino?
- ¡Ahi nomás váyase al monte!, Me dijo secamente y no le
entendí muy bien, pero las ansias de vaciar mi tubo digestivo
me ganaron y no tuve otro remedio que salir en medio de la
tormenta y sentarme a un lado de los restos humeantes del
árbol derribado por el rayo que acababa de caer. Ni el humo
que me picaba en los ojos, ni la lluvia fría que empapaba mi
alma desnuda impidieron que viera y sintiera como otro rayo
cayó junto a mí. Esto me hizo maldecir el dicho que dice: “Un
rayo no cae dos veces en el mismo lugar” e hizo que terminara
de evacuar más rápido y me aseé con unas hojas que estaban a
un lado, que más tarde me daría cuenta que había escogido la
menos indicada de las trepadoras: “La ortiga”, .El ardor que me
produjo no me dejó dormir bien en toda la noche. Y todavía la
“ancla psíquica” de aquella experiencia me produce el mismo
ardor cada vez que llueve a la anochecer acompañada de
truenos y relámpagos en donde quiera que yo esté.

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Allá por la madrugada el ardor de las púas de la
ortiguilla, me hizo abrir los ojos y contemplé la silueta de
alguien que estaba parado frente a mí, con las manos
levantadas y sosteniendo algo entre ellas, un rayo de luz de la
luna llena que entraba por la ventana se reflejó en el filo de la
guaparra que me encandiló por un instante y oí la voz
susurrante de Don Juventino que le ordenaba:
-Ya acuéstate Juan. Ya deja de jugar con eso.
-Está bueno tata, ya me voy a dormir. Se dio la media vuelta y
fue a recostarse en su petate, pero antes colgó su moruna en el
horcón de en medio de la galera. Dos meses después lo

51
encontraron colgado con un mecate al mismo horcón con la
lengua de fuera y los ojos saltados. Nunca se supo que lo llevó
a tal determinación, solo me enteré de que padecía de los
“nervios” y se corría el rumor de que le había dado “carne” a
cuatro personas desconocidas, todas ellas jóvenes. Creo que yo
fui el “quinto bueno”. Pues una gran parte de la gente en este
lugar no le da la mayor importancia a la vida. Les importan
más los muertos, según se refleja en la tradición de “Todos
Santos y de los Fieles Difuntos”.

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La primera mañana que contemplé en este lugar, teñía el
cielo de un color azul vivo y un sol brillante parecidos a los de
mi infancia, que animaba a la faena y el amor a la vida. Me
maravillé de la vista panorámica que se podía apreciar del
“plan”. Con el serpenteo del río Tonto que surtía de agua a la
presa de Temascal que parecía un espejo empañado por el vaho
de la selva.

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Capítulo siete

“La Bienvenida”

Las explosiones de potentes cohetones me sacaron de mi


expiación del paisaje. Don Juve me invito a compartir sus
alimentos y me apremiaba: “Vamos maistro, venga a “papear””
que ya están llamando a junta general en la escuela para que lo
conozcan y que nos organicemos como vamos a tratar con
usted.
Después del sencillo almuerzo, nos dirigimos al plantel
educativo. Era una escuelita hecha de madera de la región, de
esas que pasa el tiempo y no envejecen. El techo era de dos
aguas con láminas de zinc y las paredes estaban pintadas de

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verde soldado y rojo sangre. El último cohetón lo hicieron
explotar a mi salud y bienvenida. La gente me saludaba con
mucha atención y reverencia, que me hicieron sentirme un gran
personaje. Yo traté de ser lo más humilde posible con ellos y de
hablar en una jerga que me confeccioné, mezcla de “norteño” y
“sureño”.

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La asamblea comenzó con el tradicional pase de lista de
presentes y los puntos del día surgieron improvisadamente y
fueron al meollo del asunto: La presentación del maestro a la
comunidad y viceversa. Todos fueron diciendo su nombre,
descubriendo su cabeza y decían: “Para servir a dios y su
merced”. Me sentí muy contento de ver tanta cortesía y
humildad de todos allí presentes; no faltaron dos o tres
personas con risa burlona y encubierta. Más tarde me hice
amigo de ellos eran José “Coyote” y “El Cheke”, comandante y
bravucón respectivamente, pero muy buenos amigos que en
más de tres ocasiones arriesgaron mi vida y la suya y me la
salvaron. Al llegar al asunto de quién me iba asistir, reinó un
silencio mezclado con aburrimiento. Por fin un hombre de
mediana estatura y bigotes de vinagrillo se lució desde el fondo

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de la sala y levantando la mano izquierda al mismo tiempo que
expresaba:
-¡Yo lo asisto!. ¡Donde comen cinco, comen seis!. Y el silencio
se rompió con un conjunto de risas y un: “¡Eso es todo Don
Poli!”. Era Don Hipólito Cortés Mendoza un Oaxaqueño
oriundo de Chalcatongo, Oaxaca.
El Maestro saliente, Isabel Pantoja hizo uso de la palabra
para entregarme el edificio y el archivo de la escuela y darme
la bienvenida, me estrechó la mano y exclamó:
-¡Buena suerte!, ¡Juégala fría en este lugar maestro!.
-¡Gracias! ¡Así lo haré!. Nos sé que me quiso decir, pero se oyó
como una advertencia.
Después de las “Bienvenidas y siéntase en su casa y
estamos para servirle en lo que usted quiera” se levantó la
asamblea después de un pequeño discurso y palabras de
agradecimiento de parte mía.
Don Hipólito me condujo a su humilde morada. Era un
techo de dos aguas de lámina de cartón y dos paredes
construidas del mismo material amarradas con mecate de ixtle
a palos blancos de guaraná. Me presentó a su familia que
estaba compuesta por su esposa María, su hijo mayor de once
años llamado Aniceto y una niña que le decían de cariño

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“Chica” y un bebé de dos años y medio también apodado
“chico” apócopes de Francisca y Francisco.
Me invitaron un plato de frijoles negros y huevos
revueltos en salsa roja de tomate y un cajete de salsa de chile
mulato, acompañado de unas tortillas de maíz que extendía
golpeándolas con la orilla de la palma de la mano derecha, al
mismo tiempo que hacía girar el molde para irle dando forma y
luego las dejaba caer cariñosamente sobre un comal de barro
hundido en el centro; sostenido con tres piedras negras de
origen volcánico chamuscadas por el poder del fuego de todos
los días.

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Capítulo ocho

“El Cuarto”

Al terminar de comer, nos dirigimos a lo que sería mi


casa, “La Casa del Maestro”. Era una rústica casucha de
madera sin pintar y techo de lámina galvanizada, que se dividía
en dos partes. La primera era una cuarto de dos por tres metros,
en donde estaban, un catre de “tijera” de madrea confeccionado
de costal de ixtle, una mesita rectangular también hecha de
madera que se encontraba en la cabecera del catre. Tenía una
sola puerta y una pequeña pero muy pequeña ventanilla
corrediza de forma horizontal de veinte por treinta centímetros

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al lado izquierdo según la orientación de entrada al cuarto.
Afuera, debajo del porche, había dos barriles de lámina con
capacidad de doscientos litros, que los surtían con agua para las
necesidades del maestro; uno de ellos estaba vacío y
permaneció vacío hasta el día en que la herrumbre y el oxígeno
acabaron por corroer las moléculas de acero y carbón de que
estaban hechos. En la otra habitación nunca supe que había,
pues estaba sellada su puerta con una gruesa cadena y un
candado oxidado del cual se había perdido la llave.

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La segunda noche fue el comienzo de la más larga de
mis pesadillas, después de cenar en casa de Don Poli, él y su
hijo Aniceto me acompañaron por el laberinto de las veredas
cubiertas de densa selva, abriéndose paso con su machete
cortando las plantas del camino, y que detrás de nosotros se
volvían a cerrar de vegetación; tal parece que la intención era
borrar las huellas de regreso, pero así era la cosa.
Al llegar a la casa, Don Poli me advirtió:
-Si oye ruidos no salga, enciérrese bien y no salga, no sea que
vaya ser mala la hora.
-¿Porqué me dice eso Don Poli?.
-Usté nomás hágame caso, no salga; yo sé lo que le digo.
Hendí la llave en el candado y lo abrí. Mis manos temblaban,
no sé si era el frío de la noche o mis nervios, o eran las dos
cosas juntas. Le di las gracias y las buenas noches y me
devolvió el saludo:
-¡Hasta mañana!.

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-Si Dios quiere. Le contesté un tanto temeroso. Se perdieron
silenciosamente entre la maleza y la oscuridad de la noche, y
solo se distinguía el foco de mano que llevaban para
alumbrarse, que retroproyectaba toscas siluetas de las plantas
de la orilla del camino; que parecían fantasmas danzando un
extraño baile de regocijo y concupiscencia.
Prendí el “mechero” con una pajilla que estaba en el
centro de la mesa. Estaba fabricado de una lata de cerveza y
una mecha de trapo, empapada con petróleo. Desempaqué
algunas cosas que traía en mi equipaje y las puse sobre la
mesita de madera: Un foco de mano, una Biblia, un Crucifijo, y
un vaso de plástico que embroqué sobre la mesilla. Tendí sobre
el catre un cobertor que mi madre me había rogado que me lo
trajera y yo no quería. ¡Que falta me hubiera hecho!. Puse de
almohada una chaqueta y me cubrí con otra colcha que mi
hermana Guadalupe me regaló. Me enredé en ella en posición
fetal para apaciguar el frío de la noche dispuesto a dormir, no
sin antes rezar un Padre Nuestro y un Ave María.

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Capítulo nueve

“La Pesadilla”

Allá por la madrugada, un mal sueño me despertó:


“Soñaba que yo iba caminando por el centro del campo de
fútbol que quedaba por debajo del nivel del barranco en el cual
se encontraban la escuela, las letrinas y la casa del maestro; y
de pronto un ruido como el de un tren de carga me hizo que me
diera una media vuelta y contemplé como el cerro se
desgajaba, desbaratando las construcciones de madera y
viniéndoseme encima todo como una gran avalancha de lodo y
agua que inundaba todo el claro del campo fútbol y me
arrastraba por la pendiente de la montaña”. Desperté sobre
saltado con mi corazón latiendo como un condenado, lleno de
angustia y empapado en sudor.
-¡Gracias a Dios que solo era un sueño!. Me dije a mí mismo.
Y volví a pegar mi cabeza en la chaqueta.

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Capítulo diez

“El Primer Día de Clases”

El primer día de clases se llegó con un compás de risas,


gritos y correrías de chiquillos, de un lado a otro del campo
deportivo. Me llamó la atención un niño “güerito” que estaba
trepado en un árbol de guayabas. Me acerque hasta quedar
debajo de él y le apremié para que bajara:
-Ten mucho cuidado y bájate por favor. Le ordené en tono sutil,
para no hacerlo temer y perdiera el equilibrio y cayera.
-¡Estoy comiendo esta fruta!. orita me bajo “profe”. ¿No quiere
una?. Y me arrojó una guayaba que ya había sido picada por el
gusano.

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-Esta no sirve, ya tiene gusanos. Le reconvine.
-¡Que le hace!. Esta también tiene gusano, mire. Y le dio un
mordisco a la fruta engullendo al mismo tiempo el anélido. El
niño bajó con bastante agilidad por el tronco del árbol y me
extendió los brazos para que le ayudara a bajar.
-Me llamo Juan Ángel, soy hijo de José “Coyote”. ¿Y usté?,
¿Cómo se llama?.
-Me llamo Lauro, Lauro Luis Madrigal Grimaldo y yo soy tu
profesor.
-¡Ah güeno! ¿Ya vamos a entrar?
-¡Si, ya vamos entrar!. ¡Vámonos!. Y nos dirigimos a las
escalinatas de piedra de cantera que servían para escalar el
barranco y entrar a la escuela. Y al pie de las mismas se
formaron en dos filas mis alumnos, una de niñas y otra de
niños. En total eran cuarenta y cuatro angelitos. ¡Si, cuarenta y
cuatro angelitos “cagando diablos!”.

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Las dos filas de alumnos avanzaron por la escalinata del
templo y entraron al saber, tomaron sus asientos y guardaron
sus útiles escolares debajo de los pupitres binarios de madera y
se escuchaba un cuchicheo entre todos ellos que se rompió
hasta que les ordené que se pusieran de pie y les di la
bienvenida y los saludé:
-¡BUENOS DÍAS NIÑOS!.
-¡BUENOS DÍAS QUERIDO PROFESOR!
-¡PUEDEN SENTARSE!.
-¡GRACIAS QUERIDO MAESTRO!.
Tome el registro de asistencia y me dispuse a tomar lista
de presentes, les pedí que se pusieran de pie y me dijeran en
que grado iban, algunos no contestaron y lo dijeron otros en su
lugar porque no hablaban español, hablaban náhuatl.
Las clases se desarrollaron como en cualquier otra
escuela, salvo por un pequeño incidente que ocurrió a las 11:35
de la mañana: La invasión de un ejército de “tepehuas”, las
hormigas más destructivas que he visto y las más bravas que
nos hicieron salir de salón de clases y tuvimos que seguir las

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clases debajo de los árboles y ya estando allí, los niños sacaron
su bastimento para comer y me convidaron un poco de todo,
tortillas embadurnadas con frijoles y chile, frutas y
chicharrones de puerco etc.
Los días trascurrieron de una manera normal para mí.
Todo era expectación, estudio y práctica. Conocí a la mayoría
de la comunidad donde me recibían de una manera muy
cordial. Y todos los días alguno de mis alumnos me invitaba a
comer a su casa y yo asistía para ir conociendo las costumbres
de esta gente, que a decir verdad eran de lo más hospitalarias y
humildes. Así conocí a Don Pedro Rosales y su esposa Doña
Rosy. Tenía un hijo de unos dos años de edad y ella estaba en
cinta de su segundo hijo al que llamaría Sergio y yo me
comprometí a bautizárselo, solo que no pude cumplir con éste
compromiso, ya que tuve la necesidad de salir de esta
comunidad por los acontecimientos que voy a contarles
enseguida.
Todas las noches al irme a mis aposentos, me asaltaba
un pánico inexplicable que me hacía chillar, oía rudos extraños,
pasos a lo lejos, gemidos y llanto en la habitación contigua,
voces que me hablaban desde un socavón y me advertían que
me fuera de allí, gritos y algarabías de niños en la escuela y
arrastradero de bancos, que una noche me armé de valor y fui a

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inspeccionar a ver que ocurría, pero al llegar a la escuelita
todo estaba en orden, reinaba un silencio y solo el ulular del
viento que se colaba por entre las rendijas de la paredes y
ventanas era todo lo que se oía, nada más me alejaba de allí y
comenzaba escuchar otra vez la bulla, después ya no les puse
mucha atención me fui acostumbrando a eso. No quería
confiarles a las personas más cercanas a mí todo esto, porque
me daba vergüenza que dijeran que era un miedoso.
Para calmar mis nervios, le pedía a Don Poli que me
prestara a su hijo Aniceto para que me acompañara a mi casa a
dormir y el niño lo hacía con mucho gusto, pero al cabo de un
tiempo el también se espantó por lo que ya no quería
acompañarme. Entonces para armarme de valor comencé a
beber cerveza y aguardiente de caña, porque solo embrutecido
me sentía con valor para soportar todo lo que ocurría al llegar
la noche.

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Capítulo once

“La Segunda Visión”

Pero lo más extraño me ocurrió a mediados del mes de


octubre que bajé a Córdoba a recibir mi primer pago. Comencé
la travesía temprano, solo con lo indispensable. Al llegar a
“Las Mafafas”, me dieron ganas de tomar un refresco en la
tiendita que estaba a la orilla del camino. Ya cuando faltaban
algunos cien metros para llegar, me paré en seco de mi loca
carrera que llevaba. Una energía sobre natural me detuvo y
entré en trance “catatónico”. Todo lo que uno alcanza a ver en
ángulo de 180° se fue cerrando en círculo y oscureciendo poco
a poco y encerrándome en un pasaje de tinieblas y bruma que

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podía sentir, ya que mis ropas se empaparon de una humedad
clara y viscosa que chorreaba por las mangas de mi camisa y
las bastillas de mi pantalón cual si fuera clara de huevo; Y un
olor nauseabundo se impregno en la atmósfera. Y mire,
contemplé en la imaginación de este trance, otro muerto como
el que había visto un mes y medio antes, en la primer travesía
que hice a este lugar. Estaba boca arriba con sus ojos entre
abiertos y su ropa sucia de barro amarillo, con un agujero de
bala en medio de la frente, y un hilillo de sangre se escapaba
del orificio y se escurrió por entre las piedras del camino hasta
llegar la tiendita, trepó la pared de madera que estaba
despintada por la intemperie, recorrió por debajo del mostrador
que sobresalía del claro de la ventana y siguió por arriba del
mismo, hasta entrar en el cajón donde guardan el dinero de la
venta y se metió por el cañón de una pistola calibre cuarenta y
cinco que estaba junto con la plata. Y un olor de pólvora
mezclada con humedad impregnó todo alrededor de cien
metros. El cuerpo sin vida del muchacho quedó con los brazos
extendidos y mirando al cielo. Ya me habían advertido las
gentes de la comunidad, de que no bajara solo, que me hiciera
acompañar de alguien, porque los “chanekes” podrían
extraviarme e incluso raptarme para siempre y no volvería a
este mundo; que si bien me iba, solo jugarían conmigo y me

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abandonarían en otro lugar de la montaña y me podría extraviar
y no encontraría de regreso el camino. Pero lo que experimenté
no fue obra de los “chanekes”, sino que yo lo tomé como una
premonición y desde entonces hacía caso de estas revelaciones
y decidí no llegar a la tienda a comprarme un refresco para
calmar mi sed. Seguí de largo, y al pasar enfrente de la tienda,
había un muchacho que despachaba una botella de aguardiente
a un joven parroquiano de unos diecinueve años de edad; me
siguió con su mirada torva bajo el ala del sombrero de paja que
tenía puesto. Más adelante escuché una detonación de arma de
fuego y no me quise detener para ver que había ocurrido.

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Tres días después, al regresar de Córdoba, me enteré que
el encargado de la tienda le había pegado un balazo a un joven
borrachito en el entrecejo y lo había matado el mismo día que
yo había bajado. Y decían que cuando lo agarraron y le
preguntaban por que lo había hecho, solo asentía a decir:
-¡Yo no lo hice!. ¡Yo no lo hice!. ¡Fue el espíritu de la montaña
el que me ordenó que lo matara!.

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Capítulo Doce

“La Primer Tragedia”

Al llegar a Laguna Grande, me detuve a tomar un


refresco en la “Como Chupo”, que así le decían a la tienda
comunitaria de la Conasupo. Fue allí donde conocí a al
comandante José “Coyote” de allá del Mirador. Él estaba
recargado en el mostrador tomándose una cerveza, y yo me
paré al otro extremo del mismo. Lo saludé de lejos y él me
invitó una cerveza. Se acercó a mí y dijo:
-¡Échese una a mi salud profe!, Por favor.
-¡No gracias!. Solo tomaré un refresco dulce. Quiero llegar
temprano a la escuela. -Le contesté.
¡Ah, me desprecia!. Dijo un tanto molesto.
-¡No! Solo que quiero irme horita que todavía es de día.

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–Le reconvine.
-¿Ya sabe quién soy yo?. -Me preguntó un tanto retador.
-¡Si, ya sé quién es usted!. ¡Usted es el comandante de mi
comunidad!. Y le encomendaron que me cuidara. ¡Pero yo sé
cuidarme solo!. ¡No necesito de niñeras para cuidarme!. En
tono muy bajo me dijo:
-Hágase pacá, profe. Póngase detrás de mí. Yo no le hice caso y
me haló bruscamente del cuello de mi camisa y me puso detrás
de él. Se llevó la mano a la cintura y acarició las cachas
plateadas de una pistola escuadra que llevaba debajo de la
camisa enfundada por detrás. Entonces me di cuenta porque me
había jaloneado. Dos parroquianos que estaban en el rincón de
la cantina comenzaron a insultarse y uno de ellos desenvainó
su machete y le asestó un tajo al otro, y que éste se cubrió con
su antebrazo izquierdo, haciendo que casi se le desprendiera,
pero al mismo tiempo desenfundaba un revólver calibre treinta
y dos y le alcanzó a pegar un tiro en el pecho a su contrincante;
mientras otro machetazo se le incrustaba en la frente. Los dos
cayeron al suelo heridos de muerte. José “Coyote” me ordenó y
me pescó por el brazo izquierdo diciendo:
-¡Vámonos de esta méndiga piquera!. Y nos salimos corriendo
antes de que llegaran las autoridades. Montamos unas bestias
que estaban amarradas a uno de los horcones de la tienda que

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él mismo había traído del Mirador cargadas de plátanos y que
ya había vendido a un peso el kilo. Nos dirigimos al camino
real, que va a dar a la calle de concreto empinada en ángulo de
cuarenta y cinco grados para comenzar la travesía y subir la
montaña.

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Después que cruzamos el arroyo, sacó de una de las
alforjas una botella de caña y me ofreció un trago.
-¡Órale Lauro!. ¡Échate un trago pal susto!. Un trago no es
ninguno, dos ya es uno y tres ya es compromiso. Y le agarré la
botella y sorbí dos tragos grandes, uno pa que resbalara y me
limpiara las muelas del juicio que todavía no me salían y otro
pa que apaciguara los nervios.
-¡Salud!. Le dije y le devolví la botella.
¡Salú!. Me contestó cortésmente.
Por el camino nos encontrábamos a personas conocidas
y desconocidas que saludábamos, subimos la rastrojera un poco
más lento al paso de las bestias y llegamos a la casa de Doña
Hermelinda a descansar un rato. Nos sirvió unas cervezas

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“soles” al tiempo, que sabían como “despejar” la mente y
calmar la sed. Allí estaba Ezequiel Domínguez alias el “El
Cheke” que se nos pegó y empezó a solidarizarse con nosotros
en las buenas y en las malas. Formamos un trío de miedo para
las parrandas. Fue esa vez que me dijeron que en la comunidad
de las Mafafas trabajaba un paisano mío de allá de mi rumbada
que vivía con su esposa en la casa del maestro pero no sabían
como se llamaba. La escuela de esa comunidad estaba en lo
más profundo de una “joya” de la montaña. Un día me atreví a
ir para saber de quién me hablaban. Se trataba de Adrián
González Acosta y su esposa Cinthia. Nos dio harto gusto saber
que trabajamos relativamente cerca. Que desde entonces nos
procuramos uno al otro y nos organizábamos para hacer
encuentros deportivos entre las dos comunidades, encuentros
en los que nadie ganaba y si convivíamos alegremente. Esto era
lo que nos mantuvo firmes en nuestra convicción de seguir
adelante con la tarea de la educación de los niños.

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Capítulo trece

“La Amenaza”

Cuando llegamos a dicha comunidad, que para mí no me


traía buenas vibras, por lo que había experimentado en la
primera visión y después en la segunda, que apenas tenía tres
días que había pasado; no me importó tanto que llegáramos a
tomarnos otro cartón de cervezas soles mientras contábamos
chistes y cantábamos de alegría acompañados de una vieja

78
guitarra que me acompañaba a todas partes que yo iba. Ya le
habíamos revuelto mucho alcohol y cerveza al hígado y al
cerebro, cuando acordamos irnos para “nuestra tierra” o sea a
nuestras casas.
-¿Cuánto te debo?. Le pregunté al muchacho que atendía la
tienda, que venía siendo hermano del homicida de hace tres
días.
-¡Son cuarenta pesos!. Me contestó un tanto fastidiado el joven.
Yo saqué un billete de cincuenta pesos para pagar, cuando me
iba a dar la feria, vi el arma con la que se había cometido el
asesinato dentro del cajón que estaba debajo del mostrador y
alcancé a ver el hilillo de sangre que se escapó del cañón de la
pistola y subió al mostrador, y pasó por en medio de mis
antebrazos que tenía recargados en el mismo. Tuve que
hacerme hacia atrás para dejarla que bajara por la madera
despintada por la lluvia y el viento. Y recorrió subiendo por
entre las piedras del camino los cien metros que había logrado
caminar el difunto muchacho de hace tres días.
-¡Que bonito juguete tienes ahí!. Le dije solo por un cumplido.
Entonces sus ojos se le desorbitaron y su rostro se descompuso
en ira. Y sacó el arma del cajón todavía humeando pólvora y
sangre de hace tres días y la puso en mi frente diciendo:

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-¿Le gusta?. ¡Pues se la regalo!. Sentí un empujón del lado
izquierdo en mi brazo a la altura de mi hombro. Era el codo de
Cheke que había reaccionado a tiempo, mientras
desenfundaban sus armas él y José “Coyote” y agarraban al
muchacho del cuello de la camisa apuntándole a los ojos
mientras Cheke le decía con voz amenazante:
-¡Guarda tu mugre!. ¡Y no te atrevas a volver a meterte con mi
maestro o te las verás conmigo!.
¡Y conmigo tan bien!. Dijo José “Coyote”, ya con voz
aguardientosa y beoda. El muchacho se espantó por lo que
acababa de ocurrir y salió corriendo y gritando nos sé muy bien
qué, pero parecía algo como: “El Maistro, El Maistro del
Mirador tiene un mal espíritu”. Y se perdió en la espesura de la
noche y la selva y no se le volvió a ver en su sano juicio en
mucho tiempo. Murió despeñado en un barranco tiempo
después de que le volvió asaltar el miedo y corrió como un
endemoniado y nadie pudo hacer nada para detenerlo y solito
se lanzó al precipicio de una de las laderas del cerro. Su cabeza
dio con las rocas y su débil humanidad quedó embarrada entre
las peñas. Al momento de caer, una bandada de pájaros rompió
el vuelo lanzando al viento un conjunto de cantos sin armonía y
zarandeando las copas de los árboles. Todos en vertiginosa
algarabía se perdieron en la espesura de la selva de la montaña

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y luego reino un silencio tétrico en el amiente todavía con olor
a pólvora mezclado con humedad, solo las gotas de rocío que
caían de las hojas de los árboles se dejaban escuchar en el
silente espacio y chapoteaban entre los charcos de lodo prieto,
revuelto con excremento de bestias y barro amarillo.
La voz de José “Coyote” me sacó de mi turbio
pensamiento y me encomió a subir a la mula. Yo traté de
montar de una manera muy espectacular Tratando de apantallar
a mis “guardaespaldas” y solo logré que se rieran de mí cuando
por el vuelo que le impuse a mi salto fui a dar del otro lado de
la bestia y caí de puro espinazo. Y puedo jurar que la mula
también se burló, porque cuando caí al suelo como costal de
papas en un mercado, volteó a mirarme y se sonó las narices
echando un resoplido por el hocico y pegando un relincho.
-Mejor nos vamos caminando. Les dije. Y nos fuimos cantando
y diciendo salud con otra botella de caña que nos la pasábamos
echando un trago cada uno hasta que nos la terminamos. Ya
para entonces las neuronas se cocían en alcohol y perdimos la
cordura de nuestros movimientos y llegamos a la casa de José
“Coyote” a eso de las once y media de la noche.
-¡Quédate aquí Lauro!. ¡No quiero que te vayas a tu casa, mira
que aquí en el secador de café está calientito y vas a dormir a

81
toda madre!. Pero yo como todos los borrachos que no
entienden razones le contesté:
-¡No!. ¡Yo me voy pa mi casa!. ¡Al cabo que no le tengo miedo
a nadie y conozco el camino!.
-Entonces llévate el foco que me regalaste pa que te aluces.
-¡Si ya ando todo aluzado “zonzo”!. Pa que quiero más luz.
¡Además, Yo te regalé ese foco y no quiero que me lo
devuelvas carajo!.
-¡Anda a la fregada!. Me contesto ya bien muino. Si te pierdes
porque no hay luna. No vayas estar fregando que vaya por ti.
Porque yo ya me voy a dormir y no oigo ni madres con el ruido
de la secadora. ¡Conste que te lo advertí!. Yo no le hice caso y
me fui subiendo la pendiente. Y en cada paso que daba era un
resbalón que sufría y mis espinillas chocaban con los guijarros
del camino. Fue entonces que sentí lo que las bestias de carga
sienten al caer de rodillas y estrellar sus cuartos delanteros
contra las piedras, y pensé:
“A ellas las hizo Dios para esto, pero a mí no”.Y me
encomendé a Dios para poder llegar a mi casa. Pero no pude
hacerlo, porque la oscuridad y la bruma de la noche y la
embriaguez de mi cuerpo y de mi alma me lo impidieron.
Quise gritarle a José “Coyote” para que viniera ayudarme, pero
me acordé que dijo que no me iba a escuchar. Y maldecía la

82
tozudez de mi razonamiento al no haber aceptado la invitación
de quedarme en su casa. Traté de prender un cerillo que traía en
el bolsillo, pero estaban tan empapados como yo por dentro y
por fuera que no producían la chispa necesaria para encender.
Los maldije y lancé la cajetilla de cerillos por el desfiladero.
Por último me resigné a quedarme a la orilla del camino a
esperar a que amaneciera y poder reconocer el lugar. Al fin y al
cabo no faltaba mucho para la claridad del día, calculo que
eran como las dos de la madrugada, solo me quedaba esperar y
así lo hice.

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Capítulo catorce

“El Ángel”

Allá por las cinco de la mañana, escuche los cascos de


unas bestias que venían bajando del filete de la sierra y la
lámpara de mano que alumbraba el camino del arriero me
dieron un aliento de esperanza y esperé a que llegaran a donde
me encontraba. Mientras, agaché la cabeza entre mis rodillas.
Y mis brazos exhaustos descansaban en las mismas. Después
de un tiempo prudente, volví a levantar la cabeza agobiada por

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los humos de tantos puchos que me fumé y el alcohol que no
me terminé y el camino volvió a quedar en silencio. Entonces
un escalofrío recorrió mi espalda y me puse en alerta, sabía que
no era de este mundo lo que había visto, me armé de valor y
grité:
-¡Quién vive!. ¡O quién muere!.... Y un silencio reinó en ese
momento en todo alrededor. Me quedé inmóvil tratando de
escuchar los extraños ruidos del silencio de la noche. Después
de unos quince minutos, volví a escuchar los cascos de las
bestias y miré el foco de mano de un arriero. Esta vez si era de
verdad. El hombre ordenó a sus corceles para que se detuvieran
y les estiró sus riendas.
-¡Ooooh Mulas!. ¿Que está haciendo aquí maistro?.
-¡Pues nada!. Que anoche agarré la jarra y perdí el camino de
regreso.
-¡Véngase!. Yo lo llevo ontá la escuela. El arriero me encaminó
unos quinientos metros más adelante para donde él iba y me
dijo:
-¡Mire profe!. Por aquí se va y va a dar usté a su casa.
-¡Muchas gracias!. Le dije y me encaminé por el sendero del
campo deportivo. Me di la media vuelta para preguntarle como
se llamaba y ya no lo contemplé, se había esfumado en un

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instante. Me dirigí hacia mi casa y me acosté a dormir la
“mona”.

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Al amanecer, serían como las once de la mañana cuando
recobré el conocimiento y me enderecé en el catre; sentí que
toda mi triste humanidad me dolía hasta el cogollo del alma. Y
mis pantalones de "terlenka" estaban pegados a mis espinillas.
Los desprendí con todo el cuidado que pude y se me
despegaron las cáscaras de sangre seca que se habían adherido
a la tela de mis pantalones. Me revisé mis piernas que estaban
echas pedazos a causa de los golpes que habían soportado la
noche anterior. Y hasta el día de hoy conservo las cicatrices de
las heridas. Me lavé con agua y detergente en polvo para sanear
las mismas. Me arremangué las bastillas de los pantalones
hasta las rodillas y así me fui a casa de Don Pedro Rosales.

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Capítulo quince

“La Familia de Don Pedro”

Don Pedro. Era un gran hombre, buen padre de familia y


dedicado a su esposa. Tenía una tiendita que su consorte
administraba, mientras él trabajaba afanándose en su finca de
café y su huerta de plátanos. Me habían invitado a cenar y lo
estábamos esperando. Doña Rosy me dijo:
-¿Ya quiere usted cenar, Maestro?.
-No, Doña Rosy, voy a esperar a Don Pedro.
-Está bien, como usted guste maestro.
Ella se ofreció a lavarme mi ropa, después que me
sorprendió tratando de quitarle unas manchas de lodo a un

88
pantalón de mezclilla; y cada semana se la llevaba al venero
de agua que estaba a cien metros de su casa pendiente abajo.
Me la entregaba limpia y olorosa. Nunca quiso cobrarme por el
servicio.
Se llegaron las siete de la noche cuando empezó a ladrar
la perra que tenía don Pedro amarrada debajo de un tejado que
servía de bodega a un lado de su casa, era la señal que nos
decía que ya venía en camino bajando la ladera del cerro. Salí a
recibirlo para saludarle.
-¡Quiubo maestro!.¿Ya cenó usted?.-Se adelantó al saludo.
-Lo estaba esperando para lo mismo, ¿Cómo le fue por la
finca?.
-¡Bien maestro!. ¡Mire!. Le traje este racimo de plátanos. Los
deja usted a que se maduren una semana y ya puede estar
comiéndolos, solo que los tiene que colgar de la viga del
cobertizo, "ahorita" que cene usted, se los voy a llevar a su casa
y lo colgaremos.
-¡Muchas gracias Don Pedro!. Le contesté con el mismo ánimo
que su amistad me brindaba.
La cena trascurrió sin ningún comentario fuera de lugar.
Doña Rosy nos sirvió un sabroso guisado de chancho en salsa
roja y hasta repetimos plato.

89
Capítulo dieciséis

“El Loco”

Esa noche estaba la madre de Doña Rosy de visita y


también la acompañaba un hijo de ella que estaba “alucinado”.
Cuando la montaña se arropaba con el lúgubre manto de la
noche, como una mujer vestida de saco plañendo por la muerte
de sus “hijos” y solo se dejaban escuchar el triste y
melancólico chapoteo de las gotas de rocío que rodaban por las
hojas de los árboles y los techos de los caserones víctimas de
la gravedad, haciendo con su chasquido un “ojetito” en el suelo
o sobre las peñas, que poco a poco iba erosionándolas con esa

90
fuerza descomunal que tienen los elementos, que para la
mayoría de la gente son insignificantes; pero para algunos de
nosotros les tenemos bastante respeto y admiración. Era
entonces cuando la psicosis se apoderaba de él y se la pasaba
gritando y vociferando con los ojos desorbitados e inyectados
de sangre como un endemoniado: “¡Ya vienen!”, ¡ “Ya
Vienen!”. Y apuntaba con el índice de la mano izquierda hacia
la espesura de la selva, mientras que con la derecha acariciaba
las cachas de su “moruna” que llevaba afianzada al lado
izquierdo de su cintura.
Al parecer había perdido la razón una noche en que él y
su padre Don Pascual esperaban a unos compradores de café.
Ya que su compadre don Juventino Rosas había pasado en la
tarde a decirles: “Me encontré a mi comadre allá en el plan y
me encargó que le trajera la razón de que vendrían hacer
negocio con el café”. Eso fue todo y se marcho del lugar.
Mientras Don Pascual hacía cuentas sobre lo que iba a vender y
lo que comprarían con lo vendido. Y en lo que primero pensó,
fue en mercarse una buena pistola, de esas que sonaran bonito
y que tuvieran buen balance.
Serían como las 9:30 de la noche cuando comenzaron a
oírse los cascos de unos caballos bajando por la vereda. Fue
entonces que le dijo a su hijo:

91
- Métete hijo. Yo me encargo del negocio.
Cuando los hombres llegaron, desmontaron de sus
cabalgaduras cuatro tipos con el entrecejo arrugado y con los
nervios alterados, a causa de la “caña” y el café que vinieron
tomando por todo el camino desde el “plan”. Otros cinco más
venían sobre unas mulas de carga, junto con otras veinte
bestias que servirían para acarrear los quintales de café. Ya
sabían a lo que iban. Empezó la regateada sobre el precio del
caracolillo y como no se ponían de acuerdo, la "averiguata"
subió de tono y al cabo de unos minutos, al fin de los cuales no
llegaron a ningún arreglo. El que parecía ser el jefe les ordenó
a sus acompañantes con tono de borracho:
-¡Denle "carne" a éste güey!. Ya me cayó gordo el hijo de la
fregada. Carguen las bestias y vámonos, al fin y al cabo yo ya
hice el trato con la “vieja”. Nada más dijo eso y resonó por
toada la montaña un disparo de “central” que uno de los
compinches había accionado. Y como llevando a cada rincón
de la misma un mensaje de muerte y olor a pólvora que se
mezcló con la humedad de la noche y tardó veintitrés años en
desaparecer de allí. Luego se dispusieron a tasajearlo otro dos
con sus machetes cortando junto con el viento cálido y húmedo
de la selva el cuerpo inerte del desafortunado Don Pascual.
Mientras que dentro de la galera, su hijo de tan solo diez años

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de edad observaba todo por entre las rendijas de la puerta
aguantando la respiración para no ser descubierto y mirando
toda la escena. Lleno de terror e impotencia por no poder hacer
nada para salvar a su padre. Conteniendo el llanto esperó
agazapado en un rincón del galpón entre cachivaches y
herramientas de labranza, mientras que los peones de los
asesinos cargaban las mulas con el preciado grano y se
marchaban por donde habían llegado. Allí se quedó toda la
noche y parte de la mañana siguiente, mudo y con los ojos bien
abiertos como queriéndoseles salir de sus cuencas hundidas y
secas por no poder llorar, hasta que su madre lo encontró
tiritando como un pajarito herido de muerte. Lo envolvió con
su rebozo y lo llevó a su casa junto al fogón para que se
calentara y no volvió a pronunciar palabra, hasta que cumplió
los quince años de edad y le dieron de beber caña con café todo
el día y toda la noche. Fue entonces cuando se apoderaron de él
las alucinaciones. Por eso, cada vez que la noche caía cálida y
húmeda, el “Ancla Psíquica” se apoderaba de él y volvía a
revivir los horribles momentos por los que había pasado
cuando asesinaron a su padre. Eran tan reales sus alucinaciones
que creía ver venir otra vez a los asesinos y empezaba a gritar
y blandir con su machete al viento tratando de matar a los
agresores invisibles para todos los demás, menos para él.

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Cuando el jaleo empezó, su madre trató de llamarle la
atención para ver si entraba en razón pero volviéndose sobre su
eje al mismo tiempo que desenvainaba su moruna se lanzó
amenazadoramente contra su progenitora y gritando:
“A ti también te mato desgraciada. Tu fuiste quien mandó a los
que mataron a mi “tata”. Decía esto, porque fue ella
precisamente quien se había entrevistado con los asesinos
cuando bajó al “plan” a comprar un poco de bastimentos en la
tienda de la “Como Chupo” y allí hizo el trato al calor del
aguardiente de caña con los que más tarde serían los asesinos
de su esposo, que al parecer también había tenido sus amoríos
con el jefe de los gañanes.
Todos nos paralizamos de temor al ver que el filo de su
machete “acarició” el fleco de su pelo que sobresalía por
debajo de su rebozo, pero que no alcanzó a penetrar en su
frente porque Don Pedro le gritó a tiempo:
-“¡Tate sosiego Cleto!” ¡O no respondo de mí!. Decía esto
mientras le apuntaba con una escuadra “Luguer” calibre 22. Él
le contestó: sacudiendo el brazo con el que portaba su machete:
-“Mejor tírame con un pedo, porque con esa mugre no me
haces nada”. Enfundó su machete y se perdió entre la oscuridad
de la noche y la espesura de la selva y no volvieron a saber de
él por muchos años. Hasta que el olor a pólvora mezclada con

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la humedad de la noche desapareció veintitrés años después
que volví a esta maldita montaña y lo vi colgado del “palo de
agua”, con los ojos saltones queriéndoseles salir de sus cuencas
secas por no poder llorar y vengar la muerte de su padre. Nadie
lo extraño. Ni tan siquiera en la celebración del día de muertos
pusieron su foto y sus comidas y bebidas favoritas en el altar
para honrarlo. Pues el no bebió mas que una vez en sus quince
años y no comió comida hecha por las manos de su madre y su
hermana después del asesinato de su padre. Solo se alimentaba
de los frutos que colgaban de los árboles y bebía el agua de los
arroyos y una que otra vez lo vieron bebiendo del “palo de
agua” junto con las bestias y las aves del campo. Y para
terminar de contarles esta triste historia, él nunca se tomó ni se
dejó tomar una fotografía. Decía que a él no lo iban a encerrar
en un cuadro y ni mucho menos lo iban a colgar de una pared,
que prefería colgarse él solo de un árbol y luego volar libre por
los cielos como lo hacen las aves de “Tata Dios”.

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Capítulo diecisiete

“La Advertencia”

La víspera del día de la Virgen de Guadalupe, me retiré a


mi casa después de haber cenado en lo de Don Poli. Cosa
extraña, no me entró el temor del diario. Entré a mi cuarto y
prendí el mechero para alumbrar mi habitación, tendí mi
camastro y me dispuse a dormir tranquilamente. Y mire, un
sueño me asaltó por la madrugada. Cosa curiosa siempre lo
hacía a las 4:21. Soñaba que estaba bajo el techo del porche de
la casa del maestro tocando mi guitarra y era interrumpido por

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una voz que provenía del campo de fútbol que estaba más
abajo del terreno donde me encontraba, y me decía:
-¡Oye hijo!. Tú no deberías de estar aquí con estas gentes. Tú
tienes unas ideas muy locas para ellos. Era un personaje
vestido como los Monjes Franciscanos. Levaba un hábito de
color café y una capucha que caía por su espalda. Se apoyaba
con un cayado de madera que sobrepasaba su estatura. Yo le
interrumpí de esta manera:
-¡No padrecito!. Yo también he tocado en esta iglesia,¿como se
llama?... ¿como se llama?..... No pude recordar el nombre del
templo en que una vez toqué y canté acompañado de mi
instrumento musical. Él me volvió a interrumpir, sin alcanzar a
comprender que me quiso decir de la manera siguiente:
-¡Hoy!. ¡Hoy!. ¡Escucha!. En ese momento abrí mis ojos y me
quedé viendo al techo de mi cuarto que estaba totalmente a
oscuras. De pronto escuché afuera, como si tiraran el “tambo”
que permanecía siempre vacío de agua y lo rodaban hasta
hacerlo chocar contra la pared de mi cuarto y me quede
inmóvil y en silencio, pensé que era algún bromista
queriéndome meter miedo. Lo hicieron chocar tres veces.
Enseguida sentí que la mesita de madera que se encontraba al
lado de mi cabecera comenzaba a temblar. Como si la
sacudieran de sus patas, que hasta el vaso que siempre

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colocaba bocabajo se fue corriendo de su lugar y cayó al suelo.
Fue entonces que comencé a tener un poco de temor. Pero eso
no fue todo. Sentí claramente que dos manos se apoyaban por
debajo del catre sobre mi cintura a la altura de los riñones y me
levantaron haciéndome arquearme hacia arriba. Todos mis
nervios se encresparon y enmudecí de terror. Por segunda vez
me volvieron a levantar, pero esta vez más alto y grité:
“¡Quién está allí!. Y manoteé por debajo del catre y al mismo
tiempo saqué mi mano pensando que podría ser una serpiente
que estuviera moviéndose por bajo del camastro. Empecé a
palmear sobre la mesita para encontrar el foco de mano y poder
alumbrarme, cuando lo tuve lo prendí y ¡Miren!. Arriba de mí
revoloteaba en círculos una mariposa negra, que por el sur de
Asia le llaman “La Mariposa de la Muerte”. Comencé a
“echarle” cruces con la luz de la lámpara y al mismo tiempo
decía algunas oraciones mentalmente hasta que salió por la
ventanita que quedaba a la izquierda de mi cama. Entonces
agarré mi Biblia y comencé a leer algunos párrafos que no
entendía muy bien hasta que vencí el temor quedándome muy
quieto y el cansancio o un desmayo me vino y no desperté
hasta las 9:30 a m del día sábado 12 de Diciembre. Recobré la
conciencia con la Biblia en mi mano derecha y un crucifijo en
la izquierda con mis brazos cruzados sobre mi pecho y

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adormecidos por no haberlos movido por largas horas, que
hasta me dolían al tratar de enderezarlos. Me enderecé y pegue
un salto hasta la puerta y salí lo más pronto como me permitían
mis piernas y cerré la puerta tras de mí. A un tiempo que
consideré prudente, entre, abrí la puerta para revisar por debajo
del catre, pero no encontré nada fuera de lugar. Me fui a la casa
de Don Poli muy confundido si querer comentar nada de lo
sucedido en la madrugada.
Don Hipólito me saludó nada más me vio llegar. Y me
interrogó:
-¿Qué le pasó maestro? Parece que hubiera visto un muerto.
-Pues casi Don Poli, le contesté. Pasé muy mala noche.
-No me diga que usted también la sintió. Me respondió.
-¡Pasó lo malo por aquí! A eso de la madrugada,¡Verdá María!
¡Por aquí se sintió que paso lo malo!. Apuntando con el índice
de la mano derecha hacia el filete de la sierra. Entonces,
¿También lo sintió usted?.
-No solo lo sentí, sino que lo viví. Y le conté lo que había
pasado.
-Pos tenga cuidado maistro, porque eso es mala señal. Tenga
mucho cuidado. Me lo dijo de tal manera que me hizo sentir
una advertencia que no comprendí muy bien.

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Me desayuné y me fui a toda carrera porque se me hacía
tarde par ir a la capilla a escuchar misa. Ya que el sacerdote de
Tezonapa, Veracruz iba a oficiarla por la celebración del día de
la Virgen de Guadalupe y yo había citado a mis alumnos a las
diez de la mañana para acompañarlos a dicha celebración.
Cuando el padre terminó la misa y comenzó a dar la comunión.
Mientras les daba la ostia a los que habían comulgado se me
queda mirando de una manera que me intrigaba y no me dirigió
una sola palabra en todo el trascurso de la celebración y al
momento de despedirse me volvió a mirar y me dijo:
-Solicite su cambio lo más pronto posible y no regrese a estas
tierras, es por su bien. No le quise cuestionar y me retiré de la
capilla a la casa de con Don Pedro y su esposa porque me
habían invitado a comer.

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Capítulo dieciocho

“La Segunda Tragedia y el Cumplimiento de la


Advertencia”

A la mañana siguiente que era un día domingo, me


levanté con muchas ganas de tomarme algunas cervezas y le
propuse a Don Poli que me acompañara. Comenzamos a beber
desde la diez de la mañana. Y a eso de las cinco de la tarde
cuando ya nos habíamos bebido no sé cuantos cartones
escuchamos tres disparos de arma de fuego montaña abajo
produciendo un eco en toda su falda y hasta el filete. Y le
interrogué a mi amigo:

101
-¿Que fue eso Don Poli?. Y él me respondió:
-No es nada maistro. No pasa nada. No tenga miedo. Alguien
que le ha de estar dando gusto al dedo. Y nada más. Dicho
esto, le hice una proposición:
-Ton´s que Don Poli. ¿Nos echamos otras?. Ya estábamos muy
tomados y nos la pasamos cantando acompañados de mi
guitarra y él me contestó:
-Un cartón no es ninguno maistro, dos ya es uno, tres ya es
compromiso; nos las echamos pues maestro.
Me dirigí a la tiendita de Don Pedro que se encontraba
algunos setenta y cinco metros cuesta bajo de donde
estábamos. Yo ya tenía práctica para bajar las pendientes y me
fui a toda carrera a comprar las cervezas. Cuando a medio
camino me paré en seco porque una serpiente negra demasiado
grande estaba atravesada en la vereda. No supe que hacer, me
quedé inmóvil y alcé la mirada hacia la tiendita y contemple
una escena que no olvidaré jamás. Un hombre vestido de
guayabera blanca y pantalón del mismo color con manchas de
sangre fresca. Cargaba una escopeta “cuata”, un rifle calibre
30-30 y dos pistolas al cinto, se dirigía a la tienda y le habló a
Don Pedro de esta manera:
¡Compadre Pedro!. Ahí le encargo a su comadre. Acabo de
matar a mi compadre Don David Ruiz.

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-Pero.... ¿Qué pasó compadre?. Le interrogó don Pedro. Solo le
volvió a responder:
-Solo vayan con mi esposa. Ahí se las encargo. Dijo esto y se
perdió por entre la floresta montaña arriba.
Cuando vi que se marchó, yo brinque la serpiente y bajé a
toda prisa para ver que había ocurrido.
-¿Que pasó Don Pedro?. ¿Qué fue eso?. Y él me apremió:
-¡Váyase maestro!. ¡Váyase rápido!. Vaya a su casa y
enciérrese, porque orita anda el diablo suelto. Yo me regresé a
toda prisa y le conté a Don Poli lo que había ocurrido.
Seguimos bebiendo para calmar los nervios y cuando cayó la
noche nos atrevimos a ir a la casa del difunto, haber en que
podíamos ayudar.
Al pasar por el lugar donde había ocurrido el crimen,
observamos huelas de sangre regadas por el empedrado de la
vereda. Y un poco más adelante nos detuvimos unos instantes
para ver el lugar donde había caído la víctima que era una roca
a la orilla del camino en donde se había recargado porque ya no
pudo proseguir. El verde del musgo que cubría la roca se había
tornado de un color rojo oscuro por la gran cantidad de sangre
que perdió la víctima.

103
Capítulo diecinueve

“El Sepelio”

Cuando llegamos a la casa del difunto, ya lo estaban


velando. En este lugar no existían los servicios periciales ni
siquiera se levantaba una denuncia, mucho menos una “acta”.
Es una tierra sin ley. Una tierra donde la vida solo es transitoria
y no duele ni vale tanto. Al fin y al cabo cada 1° y 2 de
Noviembre de cada año los difuntos vuelven y son “vistos” y
festejados por su familiares y amigos en la tradicional y
ancestral festividad de Día de Muertos.
Cuando entramos a la pequeña habitación donde se
encontraba tendido el cuerpo. Reinaba un silencio sepulcral. El
cuerpo de infortunado David, estaba envuelto con una sábana

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blanca que resplandecía lúgubremente con la luz de las
candelas que estaban en las cuatro esquinas de un catre de
madera confeccionado de ixtle. Debajo del mismo estaba un
lavamanos de peltre de color blanco, en el cual caían víctimas
de la gravedad las gotas la sangre del difunto que traspasaba la
tela de la mortaja y se filtraba por entre los hilos del camastro,
reproduciendo a cada minuto un sonido tétrico emulando un
reloj hemático. Familiares y amigos intercambiaban
comentarios de cómo había ocurrido la tragedia y la mayoría
concordaba en que el incidente ocurrió como lo relataré
enseguida:
“Don David Ruiz compadre del asesino Félix
Hernández, había estado de visita en casa de éste último. Eran
compadres y por esta región un “compadre” se respeta mucho,
pero como les he dicho anteriormente en este lugar la vida no
significa nada. Se vive por vivir sin temor a morir. Habían
estado bebiendo aguardiente de caña y al calor de las copas
Don Félix Hernández le llamó a su hija de quince años:
-¡Mija!. Tráiganos otra botella a su padrino y a mí. La
muchacha les trajo otra botella de licor y se dio la madia
vuelta, Don David Ruiz hizo un comentario fuera de lugar
sobre la muchacha:

105
-Oiga compadre, mi aijada ya se está poniendo “buena””. Esas
palabras hicieron que el asesino se llenara de indignación y le
reclamó parsimoniosamente:
-Mida sus palabras compadre, que no estoy dispuesto a
tolerárselas. Y como ya estaban muy pasados de copas, Don
David Ruiz le contestó:
-Me vale madre si se ofende, eso no le quita que mi aijada esté
bien “buena””. Empezaron a discutir y luego se enfrascaron en
una pelea a puñetazos. Don Félix Hernández al parecer la iba
perdiendo y fue la mujer de éste quien salió de la casa portando
una escopeta y le pegó un disparo por la espalda cuando el
difuntito tenía en el suelo a su adversario dándole de golpes.
Éste se enderezó tocándose el costado izquierdo de la espalda
por donde habían hecho un hueco los perdigones del fusil
calibre doce y reviró para ver quién le había disparado.
Débilmente se incorporó tosiendo y escupiendo sangre y se fue
tambaleándose por el camino real hasta llegar a la peña donde
tiñó de color púrpura el musgo. Se recargó en ella y esperó su
muerte. El asesino Don Félix Hernández lo siguió para
cerciorarse de que no quedara con vida y allí mismo le pegó los
tres tiros en el pecho, que fueron los que Don Poli y yo
habíamos escuchado por la tarde.

106
Avanzamos por entre los dolientes y fuimos a darle el
pésame a la viuda, que no mostró en ningún momento el dolor
que la embargaba. Porque en estos lugares cuando ocurre un
hecho de esta naturaleza, solo se está pensando en la venganza.
Deje pasar algunos minutos después de los cuales me
atreví a decirle a la viuda:
-No levantaron una denuncia de los hechos.
-No Profe. Vamos a dejarlo así. Tiene que regresar un día.
Vamos a dejarlo que ande un rato. Me respondió fríamente.
Después de esto preferimos salir afuera a solidarizarnos con el
resto de los familiares y amigos. Para entonces todavía no se
nos bajaba la embriaguez y los anfitriones nos invitaron un
pocillo con café y licor de caña, que a decir verdad no me
agradó y opté por no seguir bebiendo para no dar una mala
impresión.

107
La procesión fúnebre comenzó a las 4:00 de la madrugada.
Colocaron el cuerpo amortajado dentro de un rústico cajón que
los mismos lugareños habían confeccionado con madrera de
caoba de la región. La travesía de once kilómetros al “plan” la
hicimos sin detenernos, solamente lo necesario para relevarnos
para “cargar” un tramo el cajón al que le habían puesto un
barrote a cada lado para poder trasportadlo sobre los hombros.
Llegamos al “plan” a las 9:47 de la mañana y nos fuimos
derecho al campo santo, en donde ya nos estaban esperando un
grupo de amigos y familiares del difunto. Y el mismo sacerdote
que había oficiado la misa dos días antes allá en el “Mirador”
le daría la despedida de este mundo y la bienvenida al reino de
los cielos. Al instante de bajar el ataúd y empezarlo a cubrir de
tierra fue el momento en que oí el llanto de algunas personas
menos el de su viuda. Yo también cogí una pala y le eché unas
paladas de tierra mientras un nudo en la garganta no me dejaba
soltar algunas lágrimas y decía para mis adentros “Dejen que
los muertos entierren a sus muertos”. Recordando las palabras
de Jesús en una de sus parábolas.

108
Todos estos hechos no los analicé hasta mucho tiempo
después. Lo que me había ocurrido la víspera de la celebración
del día de la Virgen de Guadalupe: El “sueño” del sacerdote
que me advertía “¡Hoy!. ¡Hoy!. ¡Escucha!”, Los hechos que
me ocurrieron dentro de mi cuarto, el “levantamiento” del
catre, “La Mariposa de la muerte”, La misa oficiada en la
capilla por un sacerdote, la mirada intrigante del mismo y su
advertencia: “Solicite su cambio lo más pronto posible y no
regrese a estas tierras. Es por su bien”. Y por último; la
serpiente atravesada en el camino a la tienda de Don Pedro que
no me dejó avanzar, que si no hubiera estado allí, habría

109
coincidido mi llegada a la tienda con el arribo del asesino y no
sé que hubiera ocurrido.

Capítulo veinte

“La Conclusión de la Segunda Tragedia”

El final de esta trágica historia la vine a saber veinticinco


años después que regresé por segunda vez a esta maldita
montaña, que no sé que tiene que me enamoré de ella como la
mujer que nos desprecia y sin embargo la seguimos amando
por más que nos hace sufrir. Fue en el verano del 2004 cuando
esperaba que me diera un “raid” a la comunidad del “Mirador”,

110
la misma persona que había sido mi anfitrión la primera noche
que pernocté antes de subir a la montaña. La vez que mis guías
me preguntaron: “¿Sube hoy?. O ¿Sube mañana?. Por fin, Don
Artemio González terminó las tareas que estaba haciendo y me
dijo:
-¿Es usted el que va pal “Mirador?”
-Sí, ¿No se acuerda de mí? Le cuestioné.
-Pos la verdad, no. No me acuerdo. Me contestó.
Le relaté unas que otras anécdotas y no lo hacía que me
recordara. Pues no conviví con él. Solo la vez que me recibió
en su casa y me dio de cenar y dormí adentro de su troje.
Nos trasladamos en un camioncito de redilas y mientras
íbamos subiendo trataba de entablar platica con él y yo
empeñado a quererle hacer recordar quien era yo. No lograba
hacerlo hasta que le dije que a mí me habían puesto el mote
del “Maestro Cepillín”. Fue cuando soltó una risa fingida
dándome a entender de que si se acordaba vagamente. Pero lo
notaba muy parco en su expresión, como si desconfiara de mi
persona. A mí me interesaba saber el final de la trágica historia
de la muerte de Don David, hasta que me atreví a preguntarle
lo que ocurrió después que yo solicité mi traslado. Y le
cuestioné de esta manera:

111
-Oiga, disculpe, que fin tuvo el señor Félix Hernández que dio
muerte a Don David Ruiz. La pregunta le intrigó mucho, lo
noté en la rápida mirada que me lanzó y me interrogó con una
sonrisa de añoranza:
-¿A poco usté estuvo dando clases por esos años?. ¡Ya hace
mucho tiempo de eso!. Y prosiguió:
-Va usté a saber, que como tres años después que el difunto
Félix Hernández mató a Don David Ruiz. Don Félix contrató
los servicios de un pistolero y regresó pal “Mirador”. Pero lo
que no sabía el difunto Félix era que la familia de Don David
ya había contratado primero al mismo pistolero que él traía pa
que lo matara. Y así anduvieron juntos por todos los lugares y
no había quien les dijera nada ni quien se metiera con ellos. Y
prosiguió:
-No se imaginaba lo que le esperaba al pobre de Félix. Así se
fueron tomando confianza uno al otro, pero más el difunto
Félix. Y un día en el que se cumplían los tres años de la muerte
de Don David. El menos pensado pa Don Félix. Iban pa la
montaña después de haber estado echándose unos tragos en la
“Como Chupo” y cuando ya iban llegando a su casa, en el
mismo lugar, a la misma hora, en que acabó muerto Don
David; sobre la misma piedra, el pistolero le dijo:
-Adelántese usted primero patrón, voy hacer de “las aguas”.

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-Y lo dejó que caminara el mismo trayecto que Don David y
con la misma escopeta con la que le dieron muerte, le pegó un
tiro por la espalda sobre el costado izquierdo y cayó sobre la
misma piedra que el difunto David. Y el pistolero avanzó hasta
quedar frente de él y desenfundó la misma pistola con la que
había rematado a Don David y le dio tres tiros que se le
metieron por el pecho y ahí quedó sin vida y pagó la muerte
que debía.

113
Capítulo veintiuno

“Las Vacaciones”

Se llegó el periodo vacacional de Diciembre y ya tenía el


equipaje listo desde un día antes. Mi compañero Adrián me
estaba esperando desde temprano para bajar de la montaña.
Habíamos esperado tanto este momento que nos sentíamos
muy contentos de que por fin volveríamos a nuestra tierra.

114
Comencé a bajar desde las diez de la mañana. Pasé a
despedirme de la familia de Don Poli y de la de Don Pedro, él
me prestó su mula para llevar mi equipaje. Me dijo que la
dejara en casa de Don Artemio, que después pasaría a
recogerla. Para las 11:45 a m ya estaba en las “Mafafas.” Saqué
mi impermeable de color rojo y comencé a sacudirlo de un lado
a otro mientras le echaba un grito a mi amigo para apremiarlo a
que se apurara. Él se rió a carcajadas de mí, pues ya estaba a la
orilla del camino esperándome y me dijo:
-¡Eh, ya estamos aquí!, ¡Vámonos!. Me adelanté un poco y nos
dimos un abrazo como saludo y me percaté que a su esposa
Cinthia ya se le notaba su primer embarazo.
Por el camino Adrián me fue contando lo que le pasó las
primeras semanas de estancia en su comunidad. Él llevaba un
reloj digital de pulsera con carátula roja que solo con darle un
rozón con los dedos se encendía y nos “daba la hora”. Era uno
de esos relojes muy llamativos y cuando les llegó la necesidad
lo tuvo que vender a un hombre de la comunidad. Lo había
vendido en trescientos cincuenta pesos, ¡Más de lo que
percibíamos por quincena como maestros! Hizo un gran
negocio. Pero lo que él no sabía es que a la persona que se lo
vendió, lo trató más delante vendiéndolo a un señor llamado
Policarpo Mendiola. Éste no sabía de los cuidados que se

115
debían tener con el reloj. Un día viniendo del “Plan” se metió a
bañar al arroyo junto con la péndola y allí se acabó la “magia”
que tenía, pues se dañó el mecanismo electrónico. Al poco
tiempo Adrián bajó al “Plan” a comprar un poco de
comestibles y se encontró con este señor que él no conocía en
la tienda de la Conasupo, y el sujeto se dirigió a él de esta
manera:
-¡Oiga maistro!, Quiero que me devuelva mi dinero. Porque su
mugre reloj no servía pa´nada. Se me descompuso nomás se
mojó. Aquel hombre ya estaba pasado de copas y no se
encontraba en sus “cabales.” Adrián le contestó tajantemente:
-¿Y yo porque te voy a devolver el dinero? Si yo no te lo vendí.
Que te lo regrese al que se lo compraste. Sin decir más el
hombre desenfundó un revólver y le disparó, pero como ya
estaba muy tomado falló. Ágilmente Adrián se lanzó contra el
agresor agarrándolo de las piernas a la altura de las pantorrillas,
lo levantó de las mismas y el sujeto se estrelló de espaldas
contra el piso golpeándose la cabeza y quedó desmayado. El
comandante de esa comunidad que había estado observando
todo desde otro ángulo del establecimiento se los llevó a la
comandancia de la policía y levantaron cargos contra del sujeto
que había agredido al Maestro, ya para entonces éste había

116
recobrado el conocimiento y cuando se lo llevaban preso le
lanzó una amenaza a mi amigo:
-¡Nomás saliendo, lo voy a matar a usté y a su vieja! ¡De
Policarpo Mendiola no se burla “naide”!
Por todo lo que le había ocurrido a mi amigo, Él se
encontraba muy angustiado estos últimos días y daba gracias a
Dios porque ya nos íbamos a nuestra tierra.
Cuando llegamos a Córdoba, nos fuimos directamente a
la supervisión a cobrar nuestras vacaciones y luego tomamos
cada cual por su rumbo, él se fue por México y yo me fui a la
tienda “Bonetería Las Palmas” quien era propietario de la
misma Don Mario Ixtla Padre de la Maestra Jovita y esposo de
Doña Meche. Nos habíamos hecho muy buenos amigos los
hijos de ellos y yo, que siempre que bajaba de la montaña
pasaba a saludarlos. Eran muy hospitalarios, siempre me
invitaban a pasar los días de mi estancia en Córdoba en su casa.
Me brindaron su apoyo y comprensión. Ahora son como mi
familia.

117
La primera vez que los conocí, fue cuando bajé a cobrar
mi primer “quincena.” Yo iba caminando por una de las calles
del centro de la ciudad, había comprado un “seis” de cervezas
cuando vi que venía la Maestra Jovita, nos dio mucho gusto
volver a vernos. Nos saludamos y nos dimos un fuerte abrazo y
me dijo:
-¡Ven! ¡Quiero que conozcas a mi familia! A mí me daba
mucha pena que me miraran con las cervezas en la mano, que
preferí decirle:
-¡No Jovita! Prefiero que sea otro día. Es que me da vergüenza
que miren lo que “traigo.” Ella me agarró de la mano y me
dijo:

118
-¡Ven! Que no te dé pena. Allá te las tomas en la casa. Y nos
dirigimos a su domicilio. Y desde ese entonces cultivamos una
amistad que sigue y seguirá perdurando por todos los días de
nuestra existencia y más allá.
Yo preferí regresar a Nuevo Laredo por la costa
Veracruzana. Hacer el mismo recorrido que me había traído
hasta aquí. Como queriendo recapitular todas estas vivencias
que estoy ahora plasmando en este libro.

119
Capítulo veintidós

“El Regreso”
Enero 2 de 1979....

Abordé el autobús que me llevaría de regreso. El frío que


hacía escarchaba mi alma y en la radio del conductor volví a
escuchar la misma canción “Lloviendo está”, parecía que
experimentaba un Deja-vu. Hasta el día de hoy no he sabido
quién me la dedicaba. Y me repetía “Nada es para siempre” El
ruido ensordecedor del autobús hizo que todo el trayecto se me
hiciera monótono. El viaje se me hizo más largo, pues solo me
entretuve para trasbordar en Poza Rica, luego en Xalapa de
Enríquez, hasta llegar a Córdoba, en donde pasé la noche del
cuatro de enero. Muy temprano me dirigí a la terminal de
120
autobuses para trasladarme a Tezonapa, Veracruz. De allí tomé
el camión rumbo a Laguna Grande. Serían las dos de la tarde
cuando comencé a remontar la sierra rumbo al “Mirador”.
Llevaba mi espíritu alegre por regresar a trabajar. Volver a ver
las caritas de mis alumnos con sus ojos brillantes que parecía
que destellaban una luz mágica que enternecía mi alma.
Por la vereda me encontraba con caras conocidas y
nuevas que me saludaban con aire de desconfianza éstas
últimas, pues estaba en plena cosecha el cafeto y mucha gente
hasta familias completas inmigraban desde los estados de
Puebla y Oaxaca. Y todo este movimiento de población hacía
que se sintiera “viva” la montaña con las celebraciones de las
“viudas”, que eran el regocijo del dueño de la finca de café por
haber terminado de cortar su preciado grano y la celebración
consistía en “bañar” con licor de caña la planta que más frutos
había dado y luego le prendían fuego, para luego irse a celebrar
con harta comida y bebida para los amigos, familiares y todos
lo que habían participado en el corte del café. No era de
extrañar que al calor del alcohol mezclada con la cafeína,
frecuentemente se produjera una riña durante la celebración y
esto le daba un toque de tragedia. Esto servía de pretexto para
que las personas hicieran planes con lo que iban a percibir de la
cosecha, uno de ellos era comprarse un arma para defenderse.

121
Se sentían poderosos al portar un arma a la cintura bajo la
camisa. Esto hacía que el índice de mortalidad por arma de
fuego se disparara por encima de las demás estadísticas.

122
El Día de Reyes me fui temprano a desayunar a la casa
de Don Pedro, pues me habían invitado el día anterior a partir
la rosca de reyes. Después de las doce del medio día llegaron a
la tienda José “Coyote” y Cheke Dorantes ya medio
“entonados”. Andaban según ellos celebrando Navidad, Año
Nuevo y Día de Reyes, me invitaron a unirme a la celebración
y yo no puse resistencia. En cierto momento José Coyote me
apartó de la celebración y me dijo casi susurrando:
-Ten Lauro, guárdatela en la cintura en la parte de atrás y
sácate la camisa pa´que no se te vea. Y me dio a guardar una
escuadra calibre veintidós, y le pregunté:
-¿Y yo para que la quiero?
-Es que vamos a ir más arriba de la montaña con Cheke a ver
una querida que tiene allá y yo no quiero ir solo con él, ya
sabes como es éste, quiero que nos acompañes, porque a donde
vamos es peligroso porque hay problemas con los linderos de
nuestras tierras y las de ellos, son rencillas muy viejas, pero no
se olvidan. ¿O qué?, ¿Te rajas? Yo le cuido la espalda a Cheke
y tu me la cuidas a mí. Y yo le respondí:

123
-¿Y quien me la cuida a mí? ¡Chistoso!
-Pos nos cuidamos entre todos, no seas rajón. ¿No que los del
“Norte” son muy entrones?.
Y me pegó en mi orgullo y le dije:
-¡Está bien! ¡Vamos pues! Y me eché el grito de mil parrandas.
-¡Arriba el Norte y haber quien pega un grito! ¡Van a ver
cundo me paguen viejas chorreadas!. ¡No se la van acabar!.
Después de una cuantas cervezas más nos despedimos de
Don Pedro y él me habló en privado esperando que los demás
se apartaran un poco.
-Vaya con Dios Maistro y espíe bien entre los árboles que
están a su derecha y de regreso a su izquierda, no sin echar un
vistazo al otro lado de la brecha, no sea que vaya ser “l´hora.”
-No se preocupe Don Pedro. Llegaremos con bien, ya verá.

124
Capítulo Veintitrés

“La Noticia”

Comenzamos a subir a eso de las 11:35 a.m. Casi no


hablábamos para no cansarnos. Solo nos deteníamos de vez en
cuando para echarnos unos tragos de aguardiente y a descansar
un rato mientras escuchábamos el silencio de la selva y para
aguzar nuestros sentidos a nuestro alrededor para ver si no
había alguien escondido entre la maleza.
125
A medio camino Cheke sacó una de las dos escuadras que
portaba al cinto y disparó dos tiros al aire, José “Coyote” le
apremió:
-¿Que te pasa Cheke? ¿Pa que hace eso? ¿Quién te asegura que
no nos estén apuntando entre las hierbas?
-¡Solo le disparé a esos zopilotes! ¡No tengan miedo que andan
con la mera ley! Acababa de decir eso, cuando sonó un disparo
de escopeta de entre la espesura de la selva y las aves silvestres
escaparon de entre las copas de los árboles produciendo un
sonido como de cientos de rehiletes furtivos escapando hacia
las alturas temerosas del poder mágico del hombre. Nosotros
nos agazapamos detrás de unas rocas y reinó solo el silencio de
la naturaleza. Mi corazón latía de tal manera emulando el
sonido de los tambores de alguna tribu en noches de ceremonia
de sacrificio. Al poco rato oímos un saludo un tanto amigable
que decía:
-¿A poco los asusté? ¡Si tu no te espantas con nada Cheke!
-A condenado “Lacho”. Pos si, nos metiste un buen susto
“carajo”. ¡Saca la botella pa curármelo! –Le contestó Cheke.
-¿Pos pa donde van? Preguntó el tal Lacho.
-Pos a donde a de ser. –Le dijo José “Coyote”. – A ver la “vieja
de éste”

126
-¿Cómo a ver? ¡Yo voy a ver a mi vieja! Ustedes son mis
achichincles. Mira Lacho, te presento al maistro del Mirador.
El tal Lacho se quitó el sombrero de su cabeza haciendo una
reverencia en forma de respeto y me tendió la mano para
saludarle, yo le extendí la mía y nos sentamos a conversar.
-¿Conque vas a ver a Margarita?. –Le espió el tal Lacho.
-Pos te tengo una mala noticia Cheke.
-¡Suéltala pues! Desembucha de tu ronco pecho.
-Pos que la tal Margarita se casó con Don Toribio el de la
tienda, ya ves que estaba urgida la pobre, no tenía nadie quien
la ayudara y pos no te iba a estar esperando si tú la venías a
verla allá cada y cuando. Cheke se encolerizó por la noticia y
pescó del cogote a Lacho mientras le salpicaba la cara con su
saliva que se escapaba con las palabras que le apremiaba.
-¡Escupe lo que dijiste desgraciado! ¡Escúpelo! José “Coyote”
y yo Nos apresuramos a quitárselo. Fue José quien le confirmó
lo que Lacho le había dicho.
-Cálmate Cheke, es cierto lo que Lacho dice. Yo ya lo sabía,
pero como te conozco, no te lo quise decir. Ahora aguanta
como los machos y vámonos de regreso pal Mirador a seguir
bebiendo ya se te pasará. Cheke se disculpó con el recién
llegado y le dijo:

127
-¡Perdóname Lacho!. Te invitamos a echarnos unas chelas pa
hogar las penas. Dicen que las penas con pan son güenas y con
cerveza saben mejor.
Nos dimos la vuelta y llegamos otra vez a lo de Don
Pedro.

128
Capítulo veinticuatro

“El Gato”

-Aquí nos tiene devuelta Don Pedro, ya ve que no pasó nada.


-¡Ahora yo invito! Les dije. –¡Deme un cartón de “birongas”!
En eso estábamos cuando llegó un hombre al que le decían
Don Pancho, sofocado por la carrera y algo nervioso. Se abrió
paso por entre Lacho y yo hasta la ventanilla de la tienda y dijo
en tono molesto golpeando la barra:
-¡Don Pedro! ¡Deme un cartón de cervezas!

129
Don Pedro humildemente le declaró:
-Ya no hay Don Pancho. Las que quedan las pagó el Maestro,
discúlpeme usted por no poderle atender. –Lo que vendría
después no lo iba a olvidar por el resto de mi vida. Sucedió en
un instante. El recién llegado estaba frente a la ventanilla por
donde Don Pedro despachaba, Lacho estaba a la izquierda de
Don Pancho y yo me encontraba a la derecha del mismo, José
estaba sentado en una de las piedras que servían de resguardo
a un pequeño barranco y Cheke justamente a cinco metros atrás
del hombre que había irrumpido bruscamente en la reunión. Yo
traté de entablar palabra con el señor y me dirigí de esta
manera:
-¿Cómo está Don Pancho? ¿Cómo pasó la Navidad y año
nuevo? El sujeto giro sobre su derecha para contestar el saludo
pero su mirada se encontró con la de Cheke y exclamó:
-Pos me ha ido muy bien Maistro. -Y continuó diciendo:
-Pero hay ciertas personas que no me quieren. –Dijo esto
mientras escudriñaba con su mano derecha algo debajo de la
falda de su camisa. Pero no alcanzó hacer gran cosa, ya que
Cheque había desenfundado las dos escuadras que portaba e
hizo dos disparos de advertencia mientras le gritaba de esta
manera:

130
-¡Lo dices por mi “gato” desgraciado!. ¡Con esta son tres veces
y no te la pienso pasar!. Al tiempo de los balazos Don Pancho
quiso agazaparse detrás de Lacho pero éste ya había echo lo
mismo y agachado lo agarró por detrás sosteniendo con sus
manos las piernas de Don Pancho decidido a no soltarlo
temeroso de que al momento de hacerlo Cheke le pegara un
tiro. Al oír los disparos, yo mi tiré a un costado debajo de un
pequeño tejado, por desgracia caí sobre una perra que estaba
amamantando a sus crías la cual me dio una mordida en el
antebrazo. José se lanzó al costado del barranco y se ocultó
desenfundando también su pistola preparado para lo que fuera
a ocurrir. Cheke volvió a la carga diciendo amenazadoramente:
-¡Quítate Lacho! ¡Déjame quemar a este “gato” desgraciado!
-¡Pérate Cheke! ¡No me vayas a pegar! ¡No dispares no trai
armas! –Lacho le contestó muy angustiado.
Todos nos dimos cuenta de que en realidad no estaba armado
Don Pancho y empezamos a gritarle a Cheke desde todas las
direcciones de que lo dejara ir. Don Pancho lanzó una súplica:
-¡Perdóname Cheke!, ¡No estoy armado!, ¡Por favor
Perdóname!.Doña Rosy la esposa de Don Pedro estaba en cinta
y con mucha angustia me suplicó agarrándose el vientre como
queriendo sostener en sus brazos su bebé aun no nacido:

131
-¡Dígale a Cheke que se aplaque Maestro por favor! ¡Mire que
me siento muy mal! –Yo salí de mi escondite armado de valor
y alzando mis manos le ordené:
-¡Ya aplácate Cheke! ¡No hagas tanto circo! ¿Que no ves que
no está armado? –Y no dejando de apuntarle a Don Pancho con
su pistola que sostenía con su mano izquierda. Se dirigió a mí
apuntándome con la de la derecha al mismo tiempo que me
decía:
-¡Métase a su escondite o también me lo quemo a usted!. El
oscuro cañón de su pistola estuvo a solo un metro de distancia
de mi frente y me di la media vuelta para regresar a donde
estaba. Muy nervioso le dije a Doña Rosy:
-No quiere hacer caso Doña Rosy. Usted solo escóndase.
Después de unos largos minutos de estarle insistiendo que lo
dejara ir, al fin aceptó y Lacho lo soltó, Don Pancho se fue
escurridizo como los perros con la cola entre las patas. Por
nuestras mentes pasó la idea de que le iba a zorrajarle un tiro
por la espalda, pero no fue así: simplemente lo dejó ir sin
dejarle de apuntar con sus pistolas hasta que se perdió en la
oscuridad y la espesura de la maleza. Si decir una palabra,
todos se fueron por distintos caminos, solo yo me quedé
adentro de la casa de Don Pedro y pasé allí la noche sin poder
cerrar los ojos, mirando hacia el techo de la casa donde seguía

132
viendo el cañón de la pistola apuntándome en la frente y las
palabras atronadoras de Cheke: “¡Métase a su escondite o
también me lo quemo a usted!”

133
Capítulo veinticinco

“El Cambio”

Lo que experimenté desde mi llegada a esta comunidad


hasta el seis de enero, fue determinante para tomar el consejo
de mi cuñado que me había dado en cierta ocasión que los
visité en Papantla. Me dijo:
-Si sientes que corre peligro tu vida, vete a la ciudad de Xalapa
a solicitar tu cambio de zona. Acude al edificio del sindicato de
Maestros, localiza al Profesor Maximino Gutiérrez y explícale
tu situación; dile que vas de mi parte estoy seguro que te
atenderá. Y así lo hice.

134
En la quincena del mes de enero bajamos Adrián y yo a la
ciudad de Córdoba a cobrar, e intercambiamos puntos de vista
y experiencias. Y lo ocurrido a él y a su esposa fue lo que me
hizo decidirme a intentar buscar el cambio de zona escolar.
Le solicité un permiso económico al Supervisor escolar y
el motivo del mismo y esto me contestó:
-Por estas fechas no hay cambies de adscripción, tú sabes si vas
a darte la vuelta de oquis. –Yo le contesté:
- Quiero intentarlo.
Le planteé a mi compañero Adrián mis planes y me deseó
mucha suerte. Me despedí de ellos y partí a la ciudad de
Xalapa.
Estando en el edificio del sindicato pregunté por el
Profesor Maximino, por una casualidad el que me atendió era
él. Le expuse el motivo de mi solicitud de cambio de zona
escolar y me dijo que me ayudaría, lo que no me imaginé es
que lo iba hacer en ese mismo momento, me explicó:
- Mira Grimaldo, acude a la Dirección de Educación y pregunta
por la secretaria particular de Director de educación, es amiga
mía, dile que vas de mi parte y que te haga el favor de
acomodarte en la cadena de cambios de zona al norte del
estado lo más cerca que se pueda Papantla, que yo iré más

135
tarde par hacer los arreglos para que el recurso tuyo lo
repongan en Córdoba. –Yo me atreví a decirle lo siguiente:
- Disculpe Profesor, mi compañero Adrián está en la misma
situación mía, solo que más grave, él está amenazado de
muerte y se encuentra muy angustiado y su esposa también. El
profesor me interrogó:
-¿Cuál Adrián, Grimaldo? Y él mismo se contestó:
- ¡Ah, ya recuerdo! González Acosta, ¿Verdad?, No hay
problema; también sacamos su cambio, ¿Porqué no?. Me quedé
impresionado por la capacidad de retención de memoria que
tenía, solo nos había visto una vez y se acordó en ese instante
de nosotros.
Me dirigí al edificio de la Dirección de educación y
busqué a la secretaria del Director, le expuse mi motivo y seguí
el consejo del Profesor Maximino. Ella me contestó:
-Voy a ver que se puede hacer. Tome asiento, en un momento
lo paso con el director. Sabía de antemano el carácter del
Director de educación. Estaba yo leyendo atentamente los
anuncios de permuta expuestos en una pizarra, la mayoría eran
del sur del estado hacia en norte y no había nadie que quisiera
la región de Córdoba, en eso estaba cuando me sacó de mi
escudriño el sonido del timbre de la oficina del Director. La

136
secretaría se apresuró a entrar a la oficina de su jefe y no tardó
mucho en salir y se dirigió a mí:
- Puede usted pasar, el Director lo está esperando. Agarré mi
mochila y entré, me detuve a unos cuatro metros de distancia
del escritorio donde se encontraba sentado la máxima autoridad
de educación de estado de Veracruz. Era un señor ya entrado en
años que imponía presencia y respeto. Él seguía firmando unos
documentos que sostenía entre sus manos. Un minuto más
tarde dejó los documentos sobre el escritorio y me miró
fijamente por encima de sus lentes y me examinó:
-¿En qué le puedo servir profesor? Un poco nervioso me
acerque y extendí mi solicitud de cambio de zona y contesté a
su pregunta.
-Vengo a solicitar mi cambio de adscripción de la ciudad de
Córdoba a la ciudad de Papantla o lo más cerca que se pueda
de allí, sabe mi...Quise explicarle los motivos de mi solicitud y
me interrumpió bruscamente:
-¿Cuántos años de servicio tiene profesor?
-Voy a cumplir seis meses el primero de febrero señor director.
Y el tono de su voz y la expresión de su rostro no lo voy a
olvidar nunca y se me cayó la cara de vergüenza con lo que me
dijo:

137
-¡Debería darle vergüenza andar pidiendo cambio de zona a los
cinco meses de servicio profesor!
-Si señor, usted disculpe, pero es más el miedo que tengo de
seguir en donde estoy que la vergüenza que me da pedirle
ayuda. No contestó nada a esto último, solo se limitó a correr a
un lado la falda de la cortina que se encontraba a su espalda y
oprimió el botón de un timbre; de inmediato se abrió la puerta
y apareció su secretaria con una libreta y una pluma para hacer
anotaciones. El Director le preguntó:
-Fíjese en que cadena de cambio se encuentra el profesor y
hágale su orden de traslado lo más cerca que se pueda a
Papantla. La secretaria le confirmó:
-Está dentro de una cadena de cambio y el lugar más cercano
es Tihuatlán Profesor.
-Está bien, dele su orden de cambio y que tome posesión del
centro de trabajo que le asigne el supervisor. Se puede retirar
profesor, le deseo mucha suerte y ponga todo de su parte para
realizar un buen trabajo en donde quiera que se encuentre.
-¡Gracias señor, muchas gracias!
-¡Ande, ande, que le vaya bien!. Salí de la oficina y esperé a
que la secretaria redactara los oficios de cambio de zona y me
sentí muy bien porque logré sacar el cambio para mi amigo
Adrián. Ese mismo día me regresé a Córdoba, quería llegar lo

138
más rápido que se pudiera para darle la buena noticia a mi
amigo. Cuando llegué a su comunidad ya eran pasadas las dos
de la tarde del 20 de Enero y me recibió un tanto deprimido.
-¿Cómo te fue en Xalapa? Me preguntó inmediatamente.
-¡Bien! ¡Me fue muy bien! Mira me dieron el cambio a la
ciudad de Tihuatlán y a ti te mandó esto el supervisor escolar,
es un cambio de escuela. Le explique tu situación y me dijo
que te entregara esto. Le extendí un sobre y lo apremié para
que lo leyera, pero él solo se limitó a guardar silencio y
sentarse en la orilla del camastro. Su esposa Cinthia estaba
parada en la puerta de la cocina con los ojos humedecidos y
alcancé a ver rodar una lágrima por la mejía de mi compañero
y amigo, él agarró el sobre y con voz entrecortada me dijo:
-Gracias pero prefiero seguir aquí. Y dejo a un lado la misiva
que le había entregado.
-¡Ábrelo! Tal vez te convenga, le insistí varias veces hasta que
lo hice abrir y leer el contenido. Al darse cuenta del contenido
del oficio se levantó como expulsado por un resorte y me
abrazó y me dio las gracias y me dijo:
- Mañana te espero para bajar juntos y largarnos de este
maldito lugar. Yo le respondí:
- Mañana paso por aquí como a las doce del medio día.

139
Capítulo veintiséis

“El Adiós”

Llegué a la comunidad ya caída la tarde y entré en lo de


Don Pedro y se adelantó al saludo
-¡Quibo maestro! ¿Cómo le fue por Xalapa?
-Muy bien Don Pedro, nos dieron el cambio a mí y al
compañero de Las Mafafas, mañana cito a junta para
explicarles y entregar la escuela, despedirme de los niños y de
las personas que alcance a ver.

140
-¡No me diga que ya se nos va! Válgame dios si apenas nos
estábamos acostumbrando a usted, verdá tu Rosy.
-Sí maestro. ¿Cómo que se nos va?
Sus palabras me hicieron sentir pena. Sentía que no
había cerrado un círculo en la cadena de círculos de lo que está
hecha la vida de una persona. Porque creo que la vida, están
hecha de círculos físicos e invisibles o etéreos, que solo se
pueden apreciar o sentir cuando uno, algo o alguien empieza
una tarea y la termina; y yo no cerré este círculo.
Al día siguiente entregué la escuela a las autoridades
comunitarias y me despedí de cada uno de los presentes, en
especial de los niños y niñas que habían acudido a clases.
Don Pedro me prestó dos de sus bestias de carga para
bajar la montaña, una para mi y otra para llevar mis cosas;
Algunas de las personas con las que había convivido de una
manera más cercana me regalaron plátanos, cajas con mangos,
naranjas, café y un sin fin de recuerdos que hasta el día de hoy
los conservo.
Al pasar por el aguaje estaba Doña Rosy con otro grupo
de mujeres lavando ropa y al mirarme se puso en pie y me
preguntó:
- ¿Ya se va usted maestro?.
- Si, ya me voy Doña Rosy.

141
- ¿Cuándo vuelve usted?
- No sé, algún día, se lo prometo. Sus ojos se le humedecieron
de lágrimas y se quedó en silencio unos instantes. Me di cuenta
en esos momentos que su corazón se encontraba presionado
por el puño del amor no confesado y agaché la cabeza y partí
sin decir una palabra.
Al pasar por Las “Mafafas” le lancé un grito a mi
compañero Adrián que ya me aguardaba cerca de la brecha
sentado sobre una roca a la orilla del camino.
- ¿Para que gritas si no estamos sordos? Ya tenemos rato
esperándote. Comenzamos a bajar la segunda mitad del cerro,
haciendo planes de cómo nos presentaríamos con el supervisor
escolar y la manera de irnos para Tihuatlán.
Llegamos a Córdoba a media tarde. Nos hospedamos en
el mismo hotel de siempre y nos trasladamos a la supervisión
escolar para mostrarle al inspector de educación las órdenes de
cambio de zona. Para entonces ya habíamos ido a comprar los
pasajes para Xalapa, la salida era a las 6:30 p m del día
siguiente.
El supervisor escolar se nos quedó mirando cuando
entramos a la oficina y nos interrogó de esta manera:
- ¿Qué andan haciendo por aquí si todavía no es día de pago
profesores? Yo le respondí de la misma manera sin haberlo

142
saludado. Siempre he tenido problemas con mis autoridades
superiores por tratarlos de la misma manera como ellos me han
tratado y le dije:
- Venimos a comunicarle que nos dieron el cambio de zona y a
entregar la documentación correspondiente de nuestras
escuelas.
- A ver, muéstreme sus oficios de comisión profesor. Yo le
extendí una carpeta conteniendo dichos oficios y se puso a
leerlos detenidamente. Después de unos minutos nos dijo lo
siguiente:
- No sé como lograron estos movimientos por estas fechas,
pero en fin, van a tener que llenarme estos documentos y los
quiero para mañana en la tarde, de otra manera no les firmo ni
les sello de recibido las copias de entregas de escuelas. ¿Está
claro?
- Si profesor, haremos todo lo posible por entregar a tiempo
toda la documentación que nos está requiriendo. Recogimos
cada uno la documentación y partimos inmediatamente para el
hotel a comenzar a llenar la información en los documentos
que se nos había entregado. Después nos dimos cuenta que
dicha documentación era la que se entrega al final de cada
ciclo escolar y nosotros teníamos menos de 24 horas para
entregarla, ya que nuestro autobús salía al día siguiente y no

143
podíamos cancelar el viaje pues no traíamos los recursos
necesarios para pagar el hospedaje de otro día ni lo
indispensable para las comidas, así es que invertimos todo el
tiempo del que disponíamos para sacar adelante esta tarea, no
salimos ni a comer, Cinthia la esposa de mi amigo, era la que
nos traía la comida la cual devorábamos al mismo tiempo que
seguíamos trabajamos. Entregamos la documentación al día
siguiente justo a las seis de la tarde y nos trasladamos a la
oficina de autobuses. Nuestro transporte estaba por salir y lo
alcanzamos abordar, ya estando arriba nos miramos un instante
y dijimos al mismo tiempo los tres llenos de alegría:
- ¡La hicimos! Y después solo el ruido ensordecedor del motor
del autobús nos acompañó todo el trayecto. Yo no dormí, a
pesar de que no lo había hecho la noche anterior, me fui
contemplando el paisaje y haciendo cálculos de tiempo y
espacio, observando los “fantasmas” que muestran los
kilómetros recorridos o por recorrer y haciendo las operaciones
necesarias para saber cuantos postes de energía eléctrica se
necesitaron para cubrir la distancia entre las dos ciudades. Otra
de las cosas con las que me entretenía era calculando el tiempo
que le tomaba al autobús en hacer el trayecto entre cada poste y
esto me servía de referencia saber cuantos había en todo el

144
trayecto y el tiempo que nos restaba para llegar a nuestro
destino.
Trabajé hasta el año de 1980 en distintas escuelas de los
municipios de Tihuatlán y Papantla, en las cuales solo me
dediqué aprender, estudiar, experimentar y actualizarme
constantemente para tratar de ser un buen maestro y sacar
adelante a los niños y niñas, que con toda confianza los padres
de familia depositan en nosotros los maestros forjadores de
futuras generaciones para formar ciudadanos analíticos, buenos
lectores, capaces de resolver sus problemas y los de sus
comunidades; conocedores de sus orígenes y su historia, para
convertirlos en ciudadanos de provecho, buenos padres y
madres de familia.

145
Capítulo veintisiete

“El retorno a mi Estado”


“La Política”

En el verano de 1980, mientras cursaba la especialidad de


biología en la ciudad de Monterrey, un compañero me dio la
noticia que mi solicitud de cambio de estado había sido
aprobada y me trasladé a la ciudad de Xalapa para recoger el
oficio de retorno. Me presenté en las oficinas de la Secretaría
de Educación en Tamaulipas para recibir mi oficio de
adscripción el cual se me entregó y me asignaron la Zona
Escolar No. 4 de la Ciudad de Gustavo Díaz Ordaz. No sé a
quién se le ocurrió ponerle este nombre a un municipio y no
me importa, ya que la historia se ha encargado de juzgar a este
personaje tan polémico, comenzaba una nueva etapa en mi

146
carrera docente, en la cual descubrí muchas cosas, cometí
muchos errores, y a base de ensayo y error me convertí en un
simple “Maestro Rural”. Nunca me dejé envolver por la
“lavadora de cerebro” de la política, siempre he sido apolítico y
esto me trajo muchos problemas por no pensar y actuar como
la mayoría de mis compañeros. Siempre he de pregonar que en
nuestro país, ser político es sinónimo de sinvergüenza, ladrón y
oportunista; ya que los ciudadanos depositamos nuestro
sufragio solo para hacerlos más ricos y poderosos y al pueblo
solo le dan “migajas” del presupuesto que ellos socavan para
su propio beneficio e intereses de grupo y al pueblo lo
alimentan con la cucharada de la “esperanza” de un mejor país.
A nuestro pueblo lo conforman con festejos de navidad, día del
niño, día de las madres, con “regalitos” en cada uno de esos
festejos y alguna que otra vez un “morralito con un kilogramo
de harina y maseca, un litro de aceite lleno de grasas saturadas
una bolsa de fríjol y programas sociales que nunca dan
resultados ya que los implementan con el deseo de sacar
provecho político y no en el bienestar del pueblo como son
“Oportunidades”, “Solidaridad”, “Seguro Popular” etc.
Nuestros políticos no tienen que ser muy inteligentes y
preparados para hacer estas cosas, cualquier “cacique” lo haría
mejor y ellos se vanaglorian que tienen títulos y postgrados en

147
universidades de prestigio mundial; Elaboran tesis y teorías de
programas sociales en “macroeconomías”, las vienen y ponen
en práctica a nuestros países y al final de su ejercicio como
servidores públicos nuestras sociedades quedan sumidos cada
vez más en la indigencia social. Y otros, los llamados
“dinosaurios políticos” saltan de un puesto a otro y de un
partido a otro diametralmente opuesto en ideologías políticas
como cambiar de casa y de automóvil, se enriquecen y
acumulan grandes fortunas a costa de la miseria hablando en
todos sentidos en que sumergen a nuestro pueblo y al cabo de
tres o seis años con renovadas esperanzas, volvemos a votar
por los mismos personajes que hasta se cambian de lugar de
residencia para ser electos en un puesto de elección popular,
hacen lo que ellos denominan “Carrera política”. “¡Basca” de
borracho! es la carrera política en nuestro país. Y no quiero
hablar sobre los radicales izquierdistas, que hasta toman por
asalto el más sagrado recinto de una democracia como es la
cámara de diputados, en donde los que no saben que decir ni
vituperar no asisten y los que llegan asistir a las asambleas de
la nación va a dormirse y hacer escándalos bochornosos en vez
de sacar leyes y reformas de leyes que forjen una sociedad más
equitativa y armoniosa en todos los sentidos. Lo dicho, no soy
político ni lo quiero ser, porque los políticos se echan a perder

148
y pudren a las sociedades y porque no puedo vomitarme a mí
mismo. El concepto de política es muy amplio, pero en las
sociedades latinoamericanas lo han polarizado hasta
convertirlo en un antónimo del propio concepto real.

149
Capítulo Veintiocho

“Dios”
En mi nuevo entorno de trabajo me costó mucho
adaptarme por lo ya he mencionado: “No pensar, actuar y ser
como la mayoría de mis compañeros y personas con la que
tenía que convivir. Me sentí discriminado, se burlaban de mí,
por mi forma de vestir, hablar, por mi aspecto personal etc.
Para contrarrestar esta situación y la depresión en la que estaba
cayendo debido a la precipitada ruptura de mi compromiso con
la que era mi novia, comencé a beber más de la cuenta, a grado
tal que empecé a desarrollar el síntoma del alcoholismo; el
llamado “delirium-tremens”; que me atacaba estando
alcoholizado.

150
Debo decir que nunca he sido religioso, es decir, no creo
en la religión que practica el ser humano, porque a lo largo de
la historia las religiones son en gran medida las responsables
de las más sangrientas guerras y han sometido a pueblos al
exterminio sistemático en nombre de Dios. Los controlan de tal
manera que le dicen que se van a ir al infierno, o van alcanzar
la gloria, o que van ha vivir en el paraíso y todas esas cosas con
los que los líderes religiosos lavan el cerebro de las personas
que por naturaleza tienen un centro neurológico en su cerebro
que está hecho para creer en algo o en alguien superior, que
hizo todas las cosas que nos rodean. Yo no quiero decir con
esto que Dios no existe, al contrario; ¡Existe y es real! Solo que
la manera en que el hombre ha manipulado la creencia en Dios,
Dios mismo la rechaza, según las sagradas escritura y las
enseñanzas de su hijo Jesús cuando estuvo aquí en la tierra
donde vivió, convivió y murió como hombre dejándonos un
legado de amor, leyes y enseñanzas para vivir en armonía con
nuestros semejantes y el entorno de la naturaleza, y el hombre
hizo de esto un parte aguas para su propio beneficio y perjuicio
del mismo hombre. De tal manera que el peor enemigo del
hombre es hombre y es él mismo. Porque en nombre de la
religión y de Dios, se mata, se esclaviza, se humilla, se denigra,
se miente, se roba, se embauca, se enajena, se contamina, se

151
destruye etc. Entonces, ¿A qué Dios está sirviendo el ser
humano? Por supuesto que al dios de la iniquidad que es el
Diablo, el opositor del verdadero Dios; la antítesis de la
creación. Porque Dios creó todas las cosas que existen en el
universo bajo un orden perfecto, incluso a sus hijos celestiales
y al ser humano, pero nos creo con el libre albedrío, es decir,
nos creo con la libertad de pensar, decidir y actuar conforme
nos dicte nuestra conciencia y raciocinio, pero sin alejarnos de
lo que Dios tiene preestablecido para vivir en paz y armonía
que son sus leyes y su gobierno. Si los hombres de ciencia,
buscaran las respuestas a todo lo que aqueja a la naturaleza
sobre la base del conocimiento científico del Dios verdadero,
les sería más fácil encontrar la cura a todos las enfermedades
que diezman la salud de los seres humanos y el entorno natural
en donde vivimos. Pero ellos buscan la verdad sin la ayuda de
Dios porque muchos de ellos dicen que no existe y es por eso
que tardan años en descubrir los remedios para los males que
nos atacan y nos hacen sucumbir en la agonía y la muerte.
Todo esto lo digo por lo anterior mencionado de que no soy
religioso, pero creo en Dios. Cuando le pido algo, él me lo
concede y en cierta ocasión en la que me di cuenta que mi vida
la estaba destruyendo con mi vicio, le rogué que me ayudara a
salir adelante y sentí que me respondió; me mandó una cura

152
que dejé de beber para siempre, el remedio fue que, modificó
mi sistema inmunológico de tal forma que mi organismo ahora
no tolera el alcohol, de tal manera que no puedo tomar nada
que contenga el etílico, porque me entra una reacción alérgica
tal, que me postro en grave enfermedad y con peligro de morir
y rápidamente me curé del alcoholismo. En cierta ocasión le
hice una petición de que me diera una compañera y me
concedió mandándome a la más hermosa de las mujeres con la
que contraje matrimonio en el año de 1983 y procreé dos
mujercitas y un varón que son toda mi razón de existir. Podría
llenar muchas páginas con testimonios de la existencia del Dios
verdadero pero éste no es el caso, pues lo que escribo no es
sobre teología; solo quise explicar porque no soy religioso
como la mayoría de la gente lo es. Auque sigo siendo un
pecador e imperfecto porque soy de carne, sangre y huesos y el
pecado original está conmigo que es la imperfección heredada
de padres a hijos por medio de nuestro código genético y que
se originó de nuestro padre Adán y nuestra madre Eva cuando
desobedecieron a Dios por la influencia de Satanás el diablo. Y
si queremos revertir esa imperfección que nos hace que
cometamos hurto, asesinato, fornicación, mentir, y toda clase
de conducta relajada y por ende envejecer y morir, debemos
adquirir el conocimiento científico de Dios y de sus leyes, para

153
que nuestras futuras generaciones comiencen a ser y nacer más
perfectas hasta alcanzar la máxima purificación de la
perfección que sería el convertirnos en seres de impulsos
luminosos de pura energía. Porque hoy somos materia y de la
materia podemos extraer energía y de la energía producir
materia, cuando alcancemos la máxima purificación,
alcanzaremos la máxima perfección, llegaremos a ser pura
energía y por lo tanto nunca vamos a ser destruidos por que la
energía no se crea ni se destruye solamente se transforma; ese
es el propósito del Dios verdadero según mi manera de ver las
cosas.

154
Capítulo veintinueve

“La Labor docente”

En los veintiséis años que me desempeñé como maestro


rural en esta comunidad, traté de ser un maestro responsable en
mi trabajo, presté mis servicios educativos en la mayoría de las
comunidades de este municipio. De vez en cuando venía a mi
mente el tiempo que pasé en la montaña, principalmente en
épocas de lluvia; parecía que el ambiente de la montaña venía a
mí para hacerme una invitación de regresar otra vez con ella.
Era como si fuera una novia que yo había dejado y me llamara
con el pensamiento. Volvía a escuchar las gotas de agua
cayendo víctimas de la gravedad. El olor a humedad, selva y

155
caña empapaban mis sentidos y una necesidad imperante de
regresar se apoderaba de mí. Muchas veces intenté regresar,
pero las responsabilidades que había adquirido y familia me lo
impedían y solo quedaba de esa inquietud, la esperanza de
volver un día.
A lo largo de mi profesión conocí muchos buenos
amigos, pero como ya he dicho que no soy monedita de oro,
también hubo a quien no le agradara mi persona, pero, esas,
son otras cosas de las que no vale la pena decir nada.
Después de más de veinte años de que dejé de ver a mi
amigo Adrián, el destino nos volvió a unir, él vino a trabajar
como maestro de educación secundaria a esta región, el
reencuentro fue muy grato, pero solo venía de paso, al poco
tiempo se trasladó a Nuevo Laredo y allí sigue trabajando en la
docencia.

156
Capítulo Treinta

“La Depresión”

Allá por el año de 1998, empecé a enfermar de depresión


grave y angustia generalizada, al principio no discerní de que
se trataba, pero me iba minando mi salud poco a poco, a tal
grado que fui presa de un temor constante y una melancolía
que hasta el día de hoy la tengo y se fue complicando con
alucinaciones auditivas y conferenciadas y hasta llegué a ver
personas que no existían y que querían hacerme daño y
arremetía con cualquiera que se me acercara queriendo

157
defenderme de ellas. Yo no me daba cuenta de esto último,
hasta que un día mi esposa entró a la salita de estar y me
preguntó:
-¿Con quién tanto platicas hombre? Yo le respondí:
-Con este niño, se llama Juanito. ¿Ya lo conocías? Mi esposa
no respondió a mi pregunta, se puso pálida y se volvió a su
recámara. Ella vivía en una constate preocupación por mi
enfermedad, yo la seguí para preguntarle que le pasaba y ella
me respondió con llanto en los ojos:
-¡Es que no hay nadie allí contigo, todo está en tu mente!
-¡Tonterías tuyas, pues si yo lo miro y si mi cerebro lo capta es
que si existe!
A tanto llegó mi estado psíquico que me puse en manos de
un especialista, su diagnóstico fue: “Esquizofrenia Paranoide”
Al principio yo le alegaba a los médicos que si yo veía y
escuchaba a esos seres imaginarios para ellos, pero para mi no,
es que se trataba de seres que vivían en otra de las nueve
dimensiones que hay en el universo o en universos paralelos
como lo afirman algunos físicos y que yo tenía el privilegio de
hacer contacto con ellos; pero la realidad era otra, ellos tenían
razón. Caí victima de la locura, pero de una locura
extraordinaria, en la que al principio me resistí a creer; pero
poco a poco me fui haciendo a la idea de aceptarla y creo que

158
eso me ha ayudado a sobrellevarla y a ignorar a los personajes
que yo veo y las demás personas no. De tal manera que cuando
alguien me habla y no lo conozco, tengo que preguntarle a
alguien que sí conozco de esta manera:
-¿Ves y escuchas lo que yo veo y escucho? Y si me contestan
afirmativamente no hay problema, pero si no; solo esquivo e
ignoro a quien sea y prosigo con mis actividades.

159
Capítulo treinta y uno

“La Intriga
y la Nostalgia del Regreso”

En los últimos años de mi existencia, me hacía la


pregunta que otros me formulaban: “¿No te habrán hecho un
sortilegio o amarre por allá donde estuviste en la montaña?
”Esto me intrigó tanto como las alucinaciones de mi psique,
que resolví ir de nuevo a la región maldecida. Fue un mes de
diciembre del año 2001 cuando resolví ir a la montaña donde
empezó toda esta historia.
En uno de los periodos vacacionales del mes de
diciembre, me embargó la nostalgia por volver, esta vez si me
decidí a regresar. Tenía unas ansias de volver, que decidido a

160
todo, empaqué mi equipaje una fría mañana y le dije a mi
esposa:
-Quiero volver.
-¿Adónde? -Me interrogó.
-A la Montaña.
-¿Qué vas hacer allá? ¡Por Dios!
-Solo déjame ir por favor, vengo luego.
Y así con mi decisión tomada, nada me detuvo, no sabía
lo que iba a experimentar, de haberlo sabido no habría hecho el
viaje.
Tomé el autobús directo al puerto de Veracruz y sin
demoras me trasladé a la ciudad de Córdoba, era el 23 de
Diciembre de 2001. Una ansiedad indescriptible comencé a
sentir desde que bajé del autobús que respiraba con dificultad y
mi ritmo cardiaco se aceleró de tal manera que tuve que tomar
unos tranquilizantes que yo ya venía usando desde hace unos
tres o cuatro años a causa de una depresión y angustia
generalizada según el diagnóstico que me había dado un
médico psiquiatra. Porque me entraba un temor a la nada y una
zozobra que no podía luchar contra eso y siempre estaba con
esos calmantes para apaliar el socavón en que me encontraba.
Llegué a hospedarme en el mismo hotel al que siempre
llegaba y me sentí que me trasladé en el tiempo desde que entré

161
a la habitación. Seguía siendo la misma de cuando yo me
hospedaba en este mismo hotel, parecía que el tiempo se
hubiera detenido, era la misma cama, los mismos muebles;
todo era igual que hace veintitrés años. Y no sé si fue esto o las
pastillas que ya me habían hecho efecto, que comencé a sentir
una paz sublimemente sobre natural; volvía a ser el joven de
diez y nueve años que tiempo atrás llegó como forastero a
conquistar esta región, lo cual fue al revés “Ella” me había
conquistado y aquí me tenía otra vez a su merced.
Como ya era de madrugada cuando llegué, me dispuse a
dormir y lo primero que hice al levantarme fue dirigirme a la
tienda de Don Mario Ixtla el papá de la maestra Jovita y de
Fidel. Como ya he explicado Don Mario y su esposa Doña
Mercedes me daban hospedaje en su casa cada vez que yo
bajaba de la montaña, no les gustaba que yo me quedara en
hoteles y me decían que lo hacían por cuidarme y para que yo
no me sintiera solo por estos lugares. Conviví algún tiempo con
sus hijos: Fidel, Mario, Jovita, Meche y Ángeles ésta ultima era
un angelito como su nombre lo indica como de diez o doce
años de edad no recuerdo bien. Era una niña muy vivaracha y
alegre que me hacía recordar a mi hermana menor María de la
Luz cada vez que la miraba. Simpaticé muy poco tiempo con
esta linda familia, pero fue el suficiente para adoptar un cariño

162
muy especial hacia ellos y puedo decir sinceramente que este
clan familiar también me adoptó como su hijo y hermano.
Puedo darle las gracias a Dios por haberlos conocido, nunca
por el resto de mi existencia me voy a olvidar de ellos, seguirán
dentro de mi corazón como una esencia de agua de vida por
todos los tiempos.
Al llegar a lo de Don Mario, encontré todo cambiado, la
tienda era mas grande que antes, la administraba Fidel, Nos dio
un gusto enorme habernos encontrado otra vez,
inmediatamente él dejó sus quehaceres por atenderme y me
llevó a saludar a sus padres. La alegría que sentía de volver a
verlos se me desbordaba y filtraba por todos mis poros, como
si fuera un perfume de mágica fragancia hecho por los sabios
alquimistas de Macedonia los abracé como si fuera el hijo
pródigo que regresaba al seno de su familia.

Al día siguiente me trasladé a región de “La Montaña”,


El tiempo había sufrido un accidente, me percaté de ello
cuando abordé los mismos armatostes en los que me
trasportaban para ir al lugar que nadie me había prometido y
que si me lo entregaron sin ninguna condición. Se fue dando
tumbos y más tumbos por la brecha angosta que experimente
un “Déja-Bú”. Sentía que todo aquello ya lo había vivido o

163
soñado y hasta podía predecir con precisión hechos que estaban
por ocurrir con cinco minutos de anticipación; como el
abordaje de una mujer gorda que subía a medio camino
llevando consigo una canasta de plátanos y “garnachas”
pregonando con una voz estentórea la vendimia de : ¡Compre
sus plátanos!. ¡Lleve sus plátanos!. ¡Lleve sus garnachas
marchante, marchanta!. Era la misma muchacha alta y espigada
que tiempo atrás pregonaba las mismas viandas recorriendo los
carros del ferrocarril la primera vez que vine a esta región,
pues el ferrocarril dejó de funcionar hace muchos años por
incosteable y obsoleto como todo lo que no se actualiza o
moderniza en nuestro país y que es inadaptable en todas partes
y tiende a extinguirse.
Cuando llegué a la ciudad de Tezonapa, Esta no había
sucumbido a la inadaptación y se convirtió en un pueblo
bullicioso, donde se vendían toda clase de artículos de piratería
y alimentos tradicionales. El centro comercial estaba cubierto
por una serie de carpas de nylon donde se exhibía y ofrecía
toda clase de chucherías por mercanchifes de la realidad de
todos los días, que lo mismo ofrecían una píldora o infusión
para bajar de peso y el colesterol, como también una pomada
milagrosa para las reumas y todo tipo de ungüentos y yerbas
para los malestares del género humano y perfumes exóticos

164
para “amarrar” el amor del ser querido o plantas para espantar
los malos espíritus y curar del mal de ojo y hasta la refrescante
fruta del maracuyá cuyo poder exótico y sabor agradable podía
levantar hasta los muertos que las viudas en sus lechos
conyugales esperaban con la calentura hasta los huesos al ser
amado que se les había adelantado en el camino y que se
empapaban de un sudor y olor de fango y que al día siguiente
volvían a coger la escoba para barrer y cantar las mismas
canciones que cantaban albando al ser amado por haberlas
hecho dichosas la noche anterior.

165
Trasbordé a otro de esos camiones que nos identifican
como países del tercer mundo que me llevó hasta la comunidad
de “Laguna Grande”. Fue en esa ocasión que me di cuenta
cuánto era el trayecto para llegar a la comunidad del “Mirador”
en un señalamiento del camino que decía “El Mirador 11 Km.”
Bajé del camión y me dirigí a la tiendita del que en otros
tiempos era el mandamás de esa región y que el pueblo ya lo
había relegado a un simple ciudadano común y corriente que
come y caga como todos los mortales y que no son “Don
Poderosos”. Y que la misma pobreza e ignorancia de la gente
sin estudios son los que los idealizan y los encumbran y hasta
se sienten chiquititos frente a ese tipo de personas ilusorias.
-Buenos días – Me dirigí a dos muchachas que atendían en
tendajo.
-Buenas- Contestó una de ellas.
-¿No habrá nadie que vaya para el mirador?
- Al rato pasa mi cuñado sube en una hora, no tarda. – Me
contestó la misma del saludo.
- ¿Usted quién es?- ¿No es de por aquí verdá? -Me pregunto
sonriente.
- No. Yo soy de Laredo.
-¿Laredo Texas o Laredo México? – Me preguntó un poco
confundida.

166
- De Nuevo Laredo, Tamaulipas, México. – Le contesté palabra
por palabra, para sacarla de su confusión.
Yo trabajé por aquí hace 23 años como maestro. ¿No se
acuerda usted de mí?.
- No me acuerdo para que le voy a mentir.- Me contestó un
poco intrigada.
- A mi me decían “El Maestro Cepillín”, por flaco y porque me
dejaba una barba que cubría casi todo mi rostro.- Le expliqué.
- Ah ya recuerdo, sí ya me acordé. Oiga a la noche va haber
baile, como es veinticuatro de diciembre vamos a ir mi
hermana y yo y otras amigas, ¿No quiere acompañarnos?. Mi
mente se adelantó a los acontecimientos de esa noche y miré
mi vida como el rollo de una película en cámara rápida que se
detuvo repentinamente en medio de la pista de la cumbiamba y
cambió a cámara lenta y observé en medio de la misma el
cuerpo de alguien que no pude verle el rostro con claridad que
se desangraba con las tripas de fuera en medio de un charco de
sangre caliente formándosele un vaho que salía desde interior
de su estómago que al contacto con el aire frío de la noche se
condensaba y formaba pequeñas partículas luminosas que se
dirigían hacia un claro de luna que se asomó por entre las
densas nubes que cubrían el ancho cielo de diciembre. Había
sido asesinado por haber sacado a bailar a la mujer coqueta que

167
nunca falta en los bailongos, por un hombre encendido de celos
estúpidos que carcomen las entrañas e infla de amargura el
corazón de los que se dejan llevar por esta clase de
sentimientos absurdos y estúpidos. Había vuelto a tener otra de
las visiones que me advertían de un posible encuentro con la
muerte que siempre andaba oliéndome la bastilla pantalones
jugando conmigo sin decidirse a darme el arañazo final.
- No creo que pueda asistir, no lo tome como un desprecio, solo
que tengo la intención de pasar la noche en allá arriba en la
montaña. –Le respondí respetuosamente.
- ¿Y que viene hacer por acá después de tantos años?
- Vengo a ver a la familia de Don Pedro Rosales el esposo de
Doña Rosy. Si los conoce ¿Verdad?.
- Si los conozco.
En ese momento pasaba el conductor de un camioncito, que la
muchacha le tuvo que hacer unas señas con la mano para que
se detuviera y le gritó desde la ventanilla de la tiendita:
-¡Ruperto, Ruperto, d’ále un raid al maestro p’al “Mirador”, va
a visitar a Don Pedro! El camioncito se detuvo y yo trepé a la
parte de atrás y me fui parado todo el trayecto para ir tomando
fotografías a la exuberante montaña.

168
Cuando llegamos a la casa del señor que me hizo el favor
de darme el “aventón”, yo bajé del camioncito y me dirigí al
chofer, le di las gracias y le pregunté por donde debía caminar
para llegar a lo de Don Pedro; él me contestó muy serio:
-Váyase por este camino y luego va a toparse otra vez con la
brecha y se sigue de largo hasta encontrar una tienda a la orilla
del camino allí es la casa de Do Pedro.

169
- Muchas gracias nos vemos luego. – Le contesté expresando
mi gratitud con mi sonrisa retorcida en mi rostro.
Por el camino no encontré ninguna persona conocida ni
que me conocieran a mí, solo miraba caras de gente extrañas y
con desconfianza como la primera vez en que llegué a este
lugar. La corta travesía por la brecha se me hizo muy penosa,
porque yo ya no tenía la misma condición física de antes.
Cuando llegué a la casa de Don Pedro saludé, pero las personas
que salieron no me conocían y me preguntó una jovencita:
-¿Qué se le ofrece?. – Me pregunto un tanto tímida y
desconfiada.
- Soy el Maestro Lauro, ¿Están tus papás? En ese momento
aparecieron Don Pedro y Doña Rosy, ésta última ya un poco
acabada por los años, y aunque su esposo le llevaba 45 años de
diferencia de edad; Don Pedro seguía conservando una
juventud eterna que parecía que los años no le habían hecho
estragos en su rostro y en su salud. Conservaba la misma
sonrisa con toda su dentadura completa y el brillo en sus ojos
que emanaban paz e infundían confianza. En cambio su esposa,
ya entrada en cuarenta y cuatro años parecía que todo el peso
del tiempo le había socavado toda la alegría y borrado para
siempre su amable sonrisa. Fue ella que asombrada le gritó a
Don pedro para que saliera a ver quien acababa de llegar:

170
- ¡Mira Pedro, quién llegó! Te acuerdas que apenas la semana
pasada te estaba diciendo “Que se haría el Maestro Lauro”.
- Sí es cierto Maestro, ¿Qué anda haciendo por acá?
-Nada, que me entro la nostalgia y pues aquí me tienen, espero
que no les cause molestias.
- Como va usted a creer. Nos da harto gusto que se haya
acordado de nosotros. ¡Verdad, tú, Rosy!. Me dieron un abrazo
de bienvenida y Doña Rosy me abrazó por el cuello y me dio
un beso en el mismo, que la verdad yo no lo esperada y me
ruboricé ante aquel acto espontáneo que mis palabras se me
atragantaron y no me salió nada ni siquiera aire hasta que entré
a su casa y nos sentamos a platicar.

171
Nos acordamos de muchas cosas que vivimos juntos y
otras que yo ya había olvidado, también platicábamos de
sucesos ocurridos años después que yo me había ido de este
lugar. Estuvimos nombrando los nombres de personas que
conocí en mi estancia pasada y todas las que recordábamos ya
estaban difuntas. La muerte se las llevó trágicamente a manos
de enemigos sin gracia, pues ya les he contado que en estos
lugares se matan por insignificancias ya que la vida no tiene
ningún valor solo después de muertos se les toma en cuenta.
Toda la velada nos la pasamos hablando muertos, que a Don
Pancho lo mataron por andar de “oreja” con dos familias
rivales que si esto que si lo otro en fin. Mientras platicábamos,
Doña Rosy nos servía un posillo de café negro de grano recién
hecho, me acababa de tomar la cuarta taza de café, cuando miré
entrar por la puerta de enfrente a un hombre alto y bien dado,
parecía que él mismo había traído con su manera de andar
airoso y manoteando los costados de su cuerpo mientras
caminaba entre las sombras de la noche fría del veinticuatro de
diciembre el aguacero que se acababa de desgajar en la
montaña con truenos y relámpagos parecidos a los de la
primera noche que pasé en este lugar cuando maldije el dicho,

172
“Que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar” y partió un
árbol por la mitad mientas yo vaciaba mis inmundicias de los
nervios encrespados producidos por los fantasmas de mi
imaginación. Era José Raúl, el segundo hijo de Don Pedro y
Doña Rosy, al que yo había prometido bautizárselo y que no
pude cumplir porque me fui de este lugar casi a las voladas.
Era alto fornido y con un hablar que infundía temor, venía
acompañado de dos “amigos” que nunca supe sus nombres,
Don Pedro me lo presentó:
-Mire Maestro este que ve usted aquí es mi José Raúl, se
acuerda de cuándo lo estábamos esperando, que usted iba a ser
su padrino.
-Si me acuerdo Don Pedro, como voy a olvidarme de él.- Le
contesté muy avergonzado por no haber cumplido mi promesa.
-Mire Mi’jo, él es el maestro Lauro de quien tanto le hemos
hablado. –Se dirigió al recién llegado.
-Mucho gusto en conocerlo Profe, mis “jefes” me han contado
mucho de usted. Medió un abrazo que me sacó el aire y mis
huesos se desencajaron de su lugar.
-Pero no tiemble, que yo no mato gente que estimo y que mis
padres aprecian. –Me dijo esto porque notó un temblor de
manos y pies y el cascabeleo de mis dientes.

173
-¿O tiene frío? –Y se quitó su chaqueta que llevaba puesta y me
la acomodó en los hombros.
- Gracias. – Le contesté un poco atolondrado. Los que llegarón
con él, se sentaron en el rincón de la rustica habitación, se les
notaba que venían bebiendo guarapo fermentado desde hacía
buen rato, porque se les veía su mirada vidriosa y el timbre de
sus voces distorsionado por los efectos del alcohol. José Raíl
comenzó hablarme y presumiendo delante de sus compañeros
de parranda, que él ya había recorrido medio mundo y conocía
muchos lugares sabía hacer muchas cosas. Siguieron bebiendo
unas cervezas de las que Don Pedro vendía en su tiendita. En
un momento que se retiró porque su madre le dijo que comiera
un poco de guisado de chancho, uno de los amigos que nunca
conocí sus nombres se dirigió a mí susurrando entre dientes y
sacando de uno de los bolsillos una navaja:
- ¿Qué maestro?, ¿Me lo “echo?”. ¿Quiere que le de “carne”?.
Yo lo calmé diciéndole que no había motivos, que se
tranquilizara, que él estaba en su casa y tenía derecho de decir
lo que él quisiera y le apremié:
-Tómate la cerveza que él te está convidando y debemos ser
agradecidos con su hospitalidad, tranquilo, no pasa nada, estate
tranquilo por amor a Dios. Fue en ese momento que José Raúl
soltó como reguero de vidrios la noticia de que en el “plan”

174
acababan de matar a un hombre en el baile, que lo había
asesinado el novio de la hija de Don Artemio González, la
misma muchacha que me había invitado a quedarme para
asistir con ella a la cumbiamba. En ese momento un sudor
helado recorrió mis sienes y por el canal de mi espina dorsal.
Comencé a experimentar la misma zozobra de cuando vivía en
esta comunidad, No lograba controlar el estado agitado de mi
psique y decidí tomarme mis tranquilizantes con una dosis más
alta de lo normal y ni así logré apaciguar mis nervios, mis
anfitriones lo notaron y traté de explicarles lo que sentía, me
tendieron un catrecito y me arroparon con unas mantas para el
frío y decidí dormir cuando empezara a surtir efecto el
medicamento que no restó el zarandeo que los fantasmas me
inflingían en mi conciencia, pero que como quiera que sea
empecé a sumergirme en un estado seráfico y empecé a ver con
los ojos de la mente en el mundo de las pesadillas. Miré que
era de día, y que José Raúl cruzaba el dintel de la puerta
llevando a un niño de la mano como de cinco años de edad y le
decía a su madre:
- Aquí le encargo a mi hijo madre, mi esposa, me abandonó y
yo no puedo cuidarlo, hágame el favor de criarlo y educarlo
como Dios manda. Y de pronto se desvaneció en el centro de
la habitación. Y mientras las quimeras de mis pesadillas no me

175
dejaban en paz, yo me revolvía en el camastro tratando de
quitarme del cuerpo miles de mosquitos rojos que chupaban mi
sangre con avidez, todo esto sucedía en mi sueño todavía, pero
lo miraba y sentía tan real que el pánico no se me apaciguaba.
Me quité la camisa y los pantalones y ví que estaba tachonado
de pies a cabeza de esos mosquitos hematófagos parecidos a
los que no me dejaron dormir bien la primera noche que pasé
en la troje de Don Artemio González y que vaciaban mi cuerpo
y chupaban hasta los huesos y mis entrañas. Yo sentía que
aquello no era bueno y podía sentir la presencia del maligno y
comencé a rezar a Dios para que me protegiera del tormento al
que me sometía el demonio. De pronto al terminar de rezar, los
mosquitos comenzaron aletear y remontaron el vuelo solo para
irse a posar en la espalda desnuda de Don pedro. En mi delirio
de mi pesadilla, yo seguía creyendo que el mal no se había
retirado, entonces miré al niño que José Raúl llevaba de la
mano y me decía para mis adentros: “Si tan solo pudiera yo
ponerme en mi pecho ese niño el mal tiene que irse y dejarnos
en paz”. Luego, sin poderme levantar de mi lecho de espanto,
agarré al niño y le dije:
-Ven hijo, acuéstate aquí conmigo para que se vaya el demonio
y lo agarré por la cintura, lo levanté en el aire y lo posé poco a
poco sobre de mi pecho desnudo. Mientras yo hacía esto el

176
niño se reía y al momento de colocármelo en mi dorso con sus
brazos extendidos en forma de cruz sobre los míos y sus pies
entrecruzados como un crucifijo, comencé a orar otra vez a
Dios, implorando que me dejara y expulsara al demonio que
me atormentaba. De pronto miré como se me abría el tórax
exponiendo toda mi asadura y sentí como el niño se hundía
dentro de mí y luego mi caja toráxica se cerró después que él se
acomodó a un lado de mi corazón. Esto fue algo que no
esperaba y no pude soportar porque consideré que lo que
experimentaba era una posesión; quise volver a concentrarme
para expulsarlo y grité:
- Ayúdame Dios mío a sacar a este niño y perdóname mis
faltas. Dije esto, cuando una voz procedente de un socavón me
apremiaba:
- Ya viene el carro de las cinco Maestro. ¿Se piensa ir en él?
¿Cómo se siente ahora?. Era la voz de Don Pedro que hizo
despertarme y al hacerlo sentí una paz interior y un alivio total
que le contesté:
- Gracias Don Pedro, ya me siento mejor, me pienso regresar
en el camión de las tres de la tarde. Y desde entonces siento
que traigo al niñito dentro de mí y él me protege de los peligros
y miedos irracionales y de las voces que oigo y que me
atormentan y que los demás no oyen, pero que desde entonces

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no me dejan vivir en paz y me ayuda a luchar contra las
visiones y los miedos de mi Esquizofrenia Paranoide que me
diagnosticaron varios médicos psiquiatras.
Mi estancia en este lugar fue algo que no esperaba, me
prometí a mi mismo, que no regresaría nunca a este lugar.
Creía firmemente que en estas tierras había algo demoníaco o
de hechicería que no desea mi presencia, que se inquieta y que
me atormenta desde la primera vez que vine a vivir aquí; pero
que no logro saber que es y porque me causa daño. Estaba
cavilando en esto, cuando comencé a escuchar el ruido forzado
de un motor subiendo por la ladera de la montaña. Doña Rosy
me dijo que era el camión en el que regresaría. Me despedí de
ellos y quedó una interrogante en todos los presentes que yo
podía discernir en sus miradas y que fue Don Pedro el que
preguntó:
- ¿Cuando volveremos a verlo mi maestro?
- No lo sé Don Pedro, tal vez dentro de otros veinte años.
–Le respondí en tono de broma. El me contestó:
- Ya no me va a encontrar aquí para ese entonces Maestro. Noté
en su voz un poco de tristeza y me acerqué un poco más a
ellos, no abrazamos para demostrarnos el cariño que nos unía.
Noté que todos de alguna manera teníamos los ojos
humedecidos y fue Doña Rosy la que me volvió a dar un beso

178
en mi cuello, cuando nos separamos, noté en su mirada un
sentimiento más grande que el de dos amigos y eso me
estremeció. Quise rectificar la respuesta de mi regreso y les
dije:
- Procuraré regresar lo más pronto que pueda. Dije esto cuando
ya estaba sentado en el asiento del camión y extendí mi mano a
través de la ventanilla para decirles adiós.
Mientras el autobús hacía el trayecto de regreso, creí
escuchar unas voces cuchicheando por entre las copas de los
árboles algo ininteligible, que se fueron acercando poco a poco
hasta que las oí claramente en un sonido estereofónico un poco
arriba de mis occipitales de mi cabeza que me decían:
“No te atrevas a regresar, porque la próxima vez que lo hagas
no saldrás nunca de este lugar”. Me angustié tanto, pero oí
también la voz de “Juanito” pero no desde dentro de mí sino
que también fuera de mi cabeza y me dijo:
“No temas que yo te cuidaré”, Dijo esto y mis nervios se
tranquilizaron e hice todo el viaje de regreso sin ningún
sobresalto. Di gracias a Dios cuando llegué a mi casa. Pero yo
sentía que ya no era el mismo por dentro y por fuera. Por
dentro sentía la presencia del niño y por fuera mi rostro tenía
un aspecto de tierra agrietada como si la energía de muchos
soles la hubiera secado.

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Capítulo treinta y dos

“La investigación”

La última vez que regresé a la Montaña, lo hice para


investigar a fondo el problema mental que me aquejaba,
consideraba que si llegaba a encontrar las circunstancias que
me llevaron a este estado de alucinación, podría resolver mi
problema. Porque me decía: Esto que me pasa es un problema
y yo soy especialista en resolver problemas y tengo que
encontrar la manera de encontrar la solución.

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En el verano del 2003 me decidí regresar, “Juanito” me
advertía: “No vayas, mira que te vas a quedar atrapado para
siempre en la región embrujada”. Yo le contesté:
- Esta vez no te voy hacer caso Juanito, porque hasta a ti te voy
a expulsar de mí. Dije esto y sentí un estrujón en mi corazón
que hizo que me llevara mi mano al pecho porque sentí un
dolor intenso que me hizo sudar frío y el aire me faltaba, me
puse lívido y mis labios azulados. Y con la fuerza de carácter
que me caracterizaba le ordené:
- ¡Déjame escuincle maldito!. ¡Salte de mí!. ¡En el nombre del
Dios altísimo y nuestro Señor Jesucristo! ¡Yo te ordeno que
dejes este cuerpo que no te pertenece! – Tomé una navaja que
siempre estaba guardada en uno de los cajones del buró de la
recámara y corté mi pecho de arriba a bajo desde donde
empieza el esternón hasta el final del mismo. La sangre brotó
caliente y pegajosa y salpicó todo mi cuerpo y caí de rodillas
desfallecido, en el momento que mi esposa entraba en la
recamar y espantada por la escena soltó un grito desgarrador y
salió a la calle corriendo como una loca mas para pedir ayuda a
los vecinos. Que inmediatamente me trasladaron a una clínica
en donde me atendieron y cerraron mi pecho con suturas sin
haberme anestesiado. Al lado de la camilla se encontraba
“Juanito” espantado por lo que hice. Lo miré alejarse rumbo a

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la puerta del quirófano llorando con el característico llanto de
los niños. Todo esto ocurrió cuatro días después que yo había
dejado de tomar mis medicamentos, dispuesto a auto sanarme,
pero lo que logré fue cruzar el umbral que divide la realidad de
lo imaginario. Veinte días después, aparecí sin previo aviso en
la casa de Don Pedro. Y sin recordar como llegué hasta la
montaña. Entré sigilosamente tratando de que no se dieran
cuenta de mi presencia, y me senté en una silla del comedor de
la cocina como idiotizado. Allí estaba Doña Rosy. Al verme,
ella se espantó y del susto provocó que volteara el sartén en el
fuego con lo que estaba preparando para la comida y una
llamarada se levantó por la chimenea cuando el aceite hizo
contacto con la flama y ella botó el sartén y dio un salto atrás
para no quemarse. Fuera de sí exclamó:
- ¡Maestro!, ¿Cómo es que usted ha venido a parar aquí?
- No sé, solo sé que aquí estoy. – Le contesté fríamente.
- Usted perdone, ¿Quiere que le prepare algo para comer? Le
dije que si, que me gustaría comer lo mismo que me había
ofrecido en las veces que me invitaban a cenar cuando yo vivía
aquí. Luego la noté un tanto alterada que no se dio cuenta que
la olla de frijoles había hervido hasta que quedaron secos y el
olor a chamusquina se había impregnado en toda la casa.
Mientras ella preparaba los alimentos no nos dirigimos la

182
palabra. Fue en ese momento que miré detrás de la puerta de la
cocina un santuario con cuatro candelas encendidas y mi
fotografía en medio sobre un pañuelo blanco que ya estaba
percudido por la manipulación de tantos años. Era el mismo
pañuelo que la novia de mi juventud me regaló el día que
cumplí los dieciocho años y que yo pensaba que se me había
perdido en una de mis borracheras y era que ella se quedó con
él en una de las veces que se ofreció lavar mi ropa. Estábamos
solos en ese momento. Me incorporé de la silla como un
endemoniado con la bilis derramada por los demonios de mi
psique, pero conteniendo mis impulsos la sujeté por detrás,
apretando suavemente con mi mano derecha su garganta y con
la izquierda le arranqué las pantaletas invisibles que yo sabía
que nunca se cambiaba. Porque desde los primeros días que
familiaricé con ella me di cuenta que no llevaba puesto nada
por debajo de la falda y que un día comprobé cuando estaba
moliendo el nixtamal en el metate y llevaba puesta una falda
corta con botones por el frente, estaban tan separados uno del
otro que logré ver entre los que estaban frente a su intimidad el
interior de sus muslos y su sexo enmarañado despidiendo un
olor íntimo que me provocaba un temblor de piernas y un
endurecimiento de mis tripas a punto de reventarse. Deslice
mis dedos por en medio de su intimidad y sentí el

183
estremecimiento de todo su cuerpo como una gelatina y solo
pudo expulsar de su boca un chillido de gata en celo por el
desgarramiento en su interior en el momento que mi eje la
había penetrado sin darle tiempo de dar marcha atrás, porque
estaba unida a mí desde la primera vez que nos presentó Don
Pedro, pero que yo nunca tuve el valor de prenderla como lo
hice en esta ocasión sin darle tiempo a nada.
-¡Esto es lo que habías deseado siempre!. ¿Verdad Rosy? Le
pregunté susurrándole al oído y diciéndole todas las porquerías
que se me ocurrieron y que ella las repetía aceptando que sí,
que sí; que ella era eso y lo otro y todo lo que yo le
murmuraba. Ella hizo una pausa y su mirada la fijó en la mía y
dijo con voz susurrante:
-¡Si!. Esto es lo que he deseado siempre. – Me confirmó. Así
estuvimos toda la tarde retozando en el camastro. Cuando
terminamos de mezclar nuestros líquidos no sé cuantas veces,
me senté en la orilla de la cama. Prendí un cigarrillo y aspiré el
humo mezclado con la humedad de nuestros cuerpos desnudos.
Mientras contemplaba su cuerpo explayado sobre las sábanas
blancas del lecho conyugal. “Las voces me ordenaron algo que
me causó euforia”. Ella estaba dormida. No me sintió cuando
me incorporé. Me vestí y Fui hasta la cocina donde guardaba el
petróleo para encender el fuego de la chimenea lo esparcí en

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todos los muebles, las cortinas y todo lo que fuera inflamable
y por último la bañé a ella y empapé su cama. Cuando el olor
del combustible la hizo que se despertara, la casa ya se estaba
incendiando por completo y junto con ella se evaporó en pocos
minutos lanzando gritos desgarradores e hicieron que los
vecinos llegaran a tratar de apagar el infierno en el que se
convirtió la choza.

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Muchos años después, mientras estaba en el hospital
psiquiátrico de la ciudad de Tampico. Llegó un hombre bien
vestido. Yo estaba sentado en una de las bancas del jardín, con
mi bata blanca y con la mirada extraviada en un punto muerto
del corredor de las rosas del hospital. No le presté atención a su
presencia. Me miró fijamente unos instantes y me preguntó:
- Porque estás tú aquí. - Yo le contesté secamente:
-No sé. ¿Y tú? ¿Qué es lo que haces aquí?
- Y solo vengo de visita. - Objetó
- ¡Ah! ¡Entonces tú eres uno de los locos que viven del otro
lado de mi barda. ¿Verdad?. Me abalancé sobre de él tratando
de estrangular su cuello y unos hombres vestidos de blanco me
condujeron con camisas de fuerzas hacia el cuarto acolchonado
del que no saldría hasta una fresca mañana de marzo en que las
voces y los fantasmas endemoniados me dijeron: “Ya no nos
sirves de nada. Nos veremos en la muerte de la otra muerte
que está dentro de la misma muerte. Y entonces atrapé a las
voces que todo el tiempo me atormentaron. Me las tragué y
cerré mi boca y mis intestinos para siempre para que nunca
más se escaparan. Observé desde arriba de la habitación donde
me encontraba fluctuando cual globo furtivo con sentimientos
encontrados de tristeza y alegría cuando sacaban del cuarto

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acolchonado la camilla con mi cuerpo inerte del maestro rural,
cubierto con una sábana blanca hasta la cabeza y con los pies
descubiertos por delante. Nadie conocido fue a mi entierro.
Morí solo como yo había deseado siempre. Pues yo le rogaba a
Dios todos los días: “Déjame morir solo Dios mío. No quiero
que nadie llore en mi funeral. Prefiero morir lejos de los que
me amaron y que se escuchen las canciones de los Beatles:
“Here come the sun” y “Golden Slumbers”. ¡Y las escuché!. Sí,
las alcancé a escuchar. Pues un enfermero que me había
demostrado su aprecio y su lástima mientras estuve encerrado
en el hospital, le hice prometer, que cuando ya partiera para
siempre, me hiciera la caridad de reproducirlas en una vieja y
desarticulada grabadora que yo guardaba debajo del camastro
donde yo no dormía y solo soñaba y hablaba despierto los
mismos sueños y los mismos monólogos todos los días y todas
las noches que pasé en el psiquiátrico. Las escuché completas
mientras el rústico féretro que guardaba mi cuerpo iba
descendiendo al hoyo que había en la tierra húmeda; porque
toda la mañana había caído una cellisca pertinaz que no dejo de
escampar hasta que sepultaron mi cuerpo en la tierra que nadie
me prometió, y que sí me la dieron sin condiciones y alguien
que nunca supe quién, me dedicó por última vez la canción
“Lloviendo está” Y di gracias a Dios y me dije: “Nada es para

187
siempre”.

Fin.

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