Lo prometido es deuda, amigas, acá va la breve nota sobre un asunto
que me es muy próximo y que tiene, como dije, mucha pertinencia en nuestro diálogo. Van a perdonar que me ponga un poco técnico, pero creo que el tema lo amerita. El círculo hermenéutico, problema complejo urdido por Heidegger y que en Gadamer, su discípulo, alcanza más ricos y estimulantes tonos, se refiere a la descripción del proceso de la comprensión de un texto. Lo describo a continuación: el individuo se encuentra frente al texto y entre ambos ocurre una acción dialógica; el individuo proyecta hacia el texto sus propios prejuicios y el texto, por contraste, proyecta al individuo las características de su estructura y su sentido. El prejuicio es el motor principal del acto interpretativo y no tiene esa connotación negativa que posee en el habla corriente; el prejuicio es una presunción, un supuesto que todo lector posee y que se finca en el mundo de su propia experiencia. Por ejemplo, cuando una persona va al cine a ver una película de un actor que admira, anticipa lo que habrá de ver y en el momento de observar la pantalla la película misma habrá de corroborar o echar por tierra sus prejuicios. Lo más común es que algunos prejuicios sean confirmados y otros tantos sean desmentidos; es decir, se realiza una negociación de significados, un proceso. El lector proyecta sus prejuicios y el texto proyecta su estructura, como he dicho recién; así parecería que todo termina, que en realidad el problema no es tan arduo. La verdad es que el asunto dista de terminar aquí: lo que hemos descrito es un proceso que habremos de insertar en un contexto envolvente, la historia. Tanto el lector como el texto son trozos de madera a la deriva en el océano y van desplazándose. Imagine que dos personas caminan muy lentamente -una hacia la otra- en una de esas bandas de los aeropuertos, y uno ve desde lejos la toma y observa cómo se demoran en encontrarse y cómo el fondo detrás de ellos también va modificándose. Aún más, imagine que usted mismo se encuentra en otra banda paralela y que su posición de observador no es fija. Ahora sí las cosas se han puesto complicadas. Los lectores tenemos condiciones históricas que definen nuestra aproximación al texto. El horizonte de lectura está fijado en la historia, en las circunstancias concretas y, sin ser un determinista, creo que no podemos soslayar esta realidad de nuestro ser. Nosotros mismos hemos estado hablando acá de un cambio epocal de los paradigmas pedagógicos, asunto ya prácticamente incuestionable. La lectura, pues, se realiza desde la historia, desde la comunidad de interpretación que podemos identificar como una generación. Ahora bien, traslademos este modelo teórico al aula: El profesor y el alumno se leen mutuamente, proyectan sus propios prejuicios y sus propias estructuras de sentido. En el proceso de la enseñanza- aprendizaje nada está fijo, nada se sostiene para siempre; se hace menester que se recomponga sobre la marcha y se dinamice toda experiencia. El alumno, lector principal de este círculo hermenéutico-pedagógico, habrá de aproximarse desde su experiencia concreta al profesor y habrá de corroborar o desechar, libre y voluntariamente, sus propias intuiciones. Entre el profesor y su clase se deriva una escala de aproximaciones posibles, lecturas analogadas o proporcionales. Pensemos que en una escala de matices que se van separando del color que sirve de referente y que eventualmente habrá de convertirse en un color distinto. El principio de lectura analógica implica un momento de ruptura. No se trata de la diseminación del saber sino de su natural jerarquización. Para terminar: creo que existe, además del obvio aspecto técnico de la información, un carácter ético en la enseñanza. El alumno debe reconocer el liderazgo de su mentor, pero no de una manera ciega, sino crítica y dialogada. Sólo una cosa cabe mencionar sobre este último punto que no por último es menos importante: los liderazgos se ejercen desde su realidad personal, nunca se inventan.