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Rosa Montero

EL NIDO DE LOS SUEÑOS


.
I
Gabi llevaba muchísimo tiempo escondida detrás de un árbol seco. Ya no sentía
ninguna excitación, ni el delicioso miedo a que te pillen: estaba harta de ese juego tan
tonto. Salió de su escondite y se sacudió las rodillas, manchadas de tierra. —¡Miguel,
Virginia, Diego! —gritó un poco irritada. El aburrimiento siempre la ponía de mal
humor—. ¿Dónde os habéis metido?
Miró alrededor: no se veía ni la menor señal de sus hermanos. Junto al río aún
quedaban algunas personas, pero el pinar estaba mucho más vacío que cuando Gabi se
escondió tras el árbol. Ahora que lo pensaba, debía de ser ya bastante tarde: el sol estaba
muy bajo y en las sombras empezaba a hacer frío.
—¡Miguel, Virginia! —volvió a gritar. Pensó con amargura que sus hermanos
habían dejado de jugar sin siquiera molestarse en avisarla. Eran unos brutos: muchas
veces le hacían faenas semejantes.
Se frotó los brazos desnudos. Sólo llevaba una camiseta de manga corta y los
vaqueros. El día, un brillante domingo de primavera, había sido muy caluroso, pero
ahora el relente del crepúsculo le ponía la piel de gallina. Las sombras eran cada vez
más profundas, sombras azules, de montaña. En la furgoneta, recordó Gabi con alivio,
tenía un jersey de lana. Apretó el paso. No pensaba volver a dirigirles la palabra a
Miguel, a Virginia y a Diego en toda la tarde.
Remontó el río por el caminito de la ribera, llegó a la poza grande en donde
nadaban en verano —mamá no les había dejado bañarse esa mañana, decía que el agua
era de deshielo y estaba todavía demasiado fría— y torció hacia las grandes peñas
planas de la derecha, que era donde sus padres se habían instalado ese día para comer. Y
cuando llegó allí descubrió que no quedaba nadie, ¡nadie! No estaban ni sus padres ni
ninguno de sus hermanos; no estaban las cestas, ni las mantas viejas que su madre
extendía sobre el suelo para poner la comida y para sentarse. Gabi se mordió las uñas,
preocupada: entonces era sin duda culpa suya, seguramente la estuvieron llamando y
ella no les había oído, ahora estarían esperándola junto a la furgoneta con todo ya
guardado, impacientes y furibundos. Papá le soltaría uno de sus discursos habituales
sobre la falta de responsabilidad y el egoísmo y el no pensar en los demás, y hasta era
posible que mamá le arreara uno de esos capirotazos que solía pegar, Mamá Mano Dura.
Echó a correr hacia el aparcamiento, pensando en las excusas que podría poner. Pero no
tuvo ocasión de decir nada, porque la furgoneta no estaba.
Se habían ido.
Quizá me he equivocado, se dijo. Quizá aparcamos en otro lugar, un poco más a
la izquierda o a la derecha. Gabi revisó cuidadosa y ansiosamente todos los vehículos de
la última fila. No, no estaba.
Se habían ido.
Frenética, con el corazón brincándole en el pecho, la niña recorrió todo el
perímetro del aparcamiento, fue a la fuente, se acercó al puesto de los helados —estaba
ya cerrado—, regresó a las peñas planas del almuerzo y se asomó a la maloliente y
enfangada caseta de los servicios, como si alguien hubiera podido esconder la furgoneta
debajo de los lavabos.
Se habían ido y la habían abandonado.
Volvió al lugar en el que el coche había estado aparcado. Se acordaba
perfectamente del sitio, porque era en un rincón y justo al lado comenzaba la vereda que
bajaba a la poza. En el suelo había una pequeña mancha de aceite y la caperuza roja de
un rotulador barato, el rotulador con el que su madre había estado haciendo los
crucigramas del periódico. Cogió la caperuza y la apretó dentro del puño, tan fuerte que
se le clavó en la palma y le hizo daño. Así es que se habían ido. Quizá la estuvieran
castigando. Por haberse retrasado jugando al escondite. En su casa los retrasos estaban
muy mal vistos; como eran once hermanos, la vida en común estaba organizada con la
más estricta de las disciplinas. Así es que a lo mejor simplemente la estaban castigando
y estaban todos metidos en la furgoneta y escondidos en algún recodo del camino; y
dentro de unos minutos regresarían y se burlarían de ella por haberse asustado.
Gabi miró alrededor. Tuvo que parpadear varias veces porque lo veía todo
borroso, y así se dio cuenta de que estaba llorando. En el aparcamiento quedaban ya
pocos coches, y las gentes se afanaban en recoger todos los bártulos para marcharse.
Familias enteras. Padres guardando sillas plegables en el maletero, niños comiendo el
bocadillo de la merienda, madres colocando termos, sacando jerséis, doblando manteles.
También había abuelos y abuelas con las narices enrojecidas por el sol. Y perros.
Familias enteras. No, pensó Gabi, sus padres no estaban castigándola. No estaban
escondidos. No iban a volver. Ella era la hija pequeña del grupo de los mayores, es
decir, era la sexta. Los hermanos pequeños habían formado un grupo, y los mayores
otro, y ella, Gabi, se había quedado sola en medio, y no la admitían en ninguno de los
dos bandos. «Eres una patosa», le repetían sus hermanos, sus padres: «Estás siempre
distraída, no miras por dónde vas, pareces boba, en qué estarás pensando...». Quizá
habían aprovechado todos la ocasión y, hartos de ella, la habían abandonado.
«No importa, Balbalú, peor para ellos», se dijo Gabi a media voz.
Balbalú era su otro nombre, su personalidad secreta. Cuando estaba sola, o
cuando estaba acompañada y no le gustaba la compañía; cuando estaba triste o cuando
estaba alegre, o sea casi siempre, Gabi se sentaba en un rincón y se ponía a imaginar la
trepidante vida de Balbalú. Se podía estar horas así, quieta como un lagarto y soñando
despierta. «¡Ya está pensando en las musarañas!», gruñían entonces sus padres. Pero no.
Pensaba en Balbalú. Y Balbalú era fuerte, intrépida, infatigable; recorría sin miedo los
mundos más extraños, hacía siempre lo que se le antojaba y todas las personas, todas sin
excepción, la amaban y admiraban. Prefería con mucho ser Balbalú a ser Gabi. Pero hoy
ni siquiera este recurso le servía. Tenía la cabeza seca y no era capaz de imaginarse
nada. Hoy estaba horriblemente asustada y tenía frío.
Pronto se haría de noche. Al ir cayendo la tarde, los pinos parecían haber
aumentado de tamaño. Ahora la rodeaban, oscurísimos y espesos, tan altos que el cielo
se veía allí a lo lejos, muy pequeño, como un cuadradito de tela de un azul casi
transparente que alguien hubiera encerrado dentro de un marco negro. Y por el suelo del
aparcamiento reptaban las sombras, las sombras de la noche. Algunos de los
domingueros rezagados encendían, antes de marcharse, los faros del coche. Y con las
luces de los faros las sombras engordaban y engordaban. Eran unas sombras que olían a
humedad y a matorral salvaje. A bosques tenebrosos y terribles.
—¿Te pasa algo, guapa?
Gabi se sobresaltó: una mujer rechoncha y de cara redonda se inclinaba solícita
sobre ella. Era claramente una madre, una madre de otras niñas y otros niños,
sorprendida de verla sola y llorando en el aparcamiento.
—¿Puedo ayudarte en algo? ¿Dónde están tus padres? ¿Es que te has perdido?
—seguía diciendo persuasivamente la mujer.
Tenía una buena cara de madre, y Gabi estuvo tentada de confiárselo todo. Pero
¿qué le iba a decir? ¿Que su familia se había marchado sin ella? No se había perdido;
sabía perfectamente dónde habían aparcado el coche. Pero sus padres la habían
abandonado. ¿Cómo iba a contarle eso a nadie? Antes se moriría de vergüenza.
—No, no me pasa nada, gracias —balbució Gabi, mientras intentaba inventar
rápidamente alguna excusa—. Es que... es que he perdido el jersey que mis abuelos me
acaban de regalar por mi cumpleaños, y mis padres han ido a buscarlo junto al río...
Lo del jersey era una mentira especialmente ingeniosa, porque Gabi había visto
la suspicacia con que la madre miraba su camiseta de manga corta, tan poco apropiada
para el frío que ahora estaba haciendo.
—Ah, bueno, entonces no te preocupes, seguro que lo encuentran... —dijo
amablemente la mujer. Y, dando media vuelta, se subió a un coche que la esperaba unos
metros más allá, cargado con sus hijos y sus hijas. Con todos sus hijos y sus hijas.
Después de eso Gabi no quiso arriesgarse a más preguntas y se escondió detrás
del puesto de los helados. Ahí acurrucada, sujetando aún el capuchón rojo del rotulador
de su madre, tiritando, Gabi vio cómo la noche y sus terrores se acercaban, solitarios y
oscuros. Apretó los párpados: no quería ver, no quería oír, no quería pensar. Ojalá se
pudiera dormir de repente. Ojalá le cayera el sueño encima como un rayo. Un sueño sin
sueños y sin miedo, un sueño para siempre.
Entonces, justo entonces, cuando apenas quedaban tres o cuatro coches en la
gran explanada y todo parecía ya perdido, una furgoneta dobló a toda velocidad el
recodo de la carretera y se metió en el aparcamiento. No se había apagado aún el ruido
del motor cuando una mujer se bajó apresuradamente del vehículo.
—¡Gabriela! ¡Gabriela!
Era su madre.
Gabi salió de su escondite, entumecida. Sus padres la abrazaron: parecían
aliviados de verla. Pero se les notaba nerviosos y un poco raros. Envarados, incómodos.
Como cuando coincidían en el ascensor con esos vecinos con los que no se hablaban
desde que su hermano Diego les quemó la puerta jugando a los indios.
—Gracias a Dios que no ha pasado nada... —exclamó la madre.
—¿Qué querías que le pasara? No hemos tardado mucho más de media hora —
refunfuñó su marido.
—Te has quedado helada. Te dije que te pusieras el jersey —se lamentó la
mujer, cogiendo las frías manos de Gabi entre las suyas.
—Lo siento, hija, pensábamos que ibas en el coche y... —se disculpó el padre
vagamente, para añadir en tono de censura—: Si hubieras estado atenta, no habría
pasado esto.
—Bueno, bueno, no la regañes, que bastante susto se ha llevado. Es que creímos
que ibas sentada atrás, ¡como siempre vas tan callada! —intervino la madre.
—Estábamos ya en la entrada a la autopista. Hemos tenido que volvernos desde
la entrada a la autopista. Y con la caravana que hay. Sólo te podía pasar a ti, Gabriela,
hija. Pero mira que eres despistada. ¿Dónde te habías metido? —remachó el hombre con
creciente disgusto.
Dentro de la furgoneta reinaba el caos. Los pequeños estaban excitadísimos, los
mayores muertos de risa. A todos les había parecido muy divertido y emocionante el
tener que regresar a recogerla. Miguel, siempre tan fanfarrón, alardeaba de haber sido él
quien advirtió su ausencia.
—Y como estábamos tan aburridos con el atasco, agarré tu jersey, que estaba en
el asiento de atrás, y le até las mangas y lo enrollé bien para que pareciera una pelota, y
empecé a tirárselo a los demás y tal —decía Miguel—. Y al ratito me extrañó no oírte
chillar y darme la vara con que si te estropeaba el jersey, y todo eso, así es que miré por
todas partes y no te vi. Y entonces fue cuando dije: «ahí va, se nos ha olvidado
Gabriela...»
Gabi se acurrucó en su asiento. Por lo menos dentro del coche se estaba caliente.
Al otro lado de la ventanilla ya era noche cerrada.
«Mira, Balbalú», se dijo Gabi, adormecida, «Están apareciendo las primeras
estrellas».
II
Gabi estaba ya resignada a que sus familiares se equivocaran a menudo y la
llamaran con el nombre de alguna de sus hermanas: Virginia, Ingrid, Jimena, Lucía,
Ana o incluso Mini, la pequeña, que no era más que un bebé, aunque desde luego fuese
mortificante que sus padres se acordaran más del nombre de esa criaturita, una recién
llegada, que de su propio nombre, con la de años que Gabi llevaba ya en la familia. Pero
bueno, ya se había acostumbrado a ello, qué remedio. Ahora bien, que la olvidaran en el
bosque era mucho peor. Que la hubieran dejado atrás sin que nadie lo advirtiera ni la
echara de menos era algo tremendo, insoportable. Gabi se pasó toda la semana llorando
por las noches, a escondidas. Gabi lloraba mucho, pero no lo sabía nadie. Estaba
orgullosa de su capacidad para ocultar los sentimientos: jamás dejaba ver a los demás
que se sentía dolida.
No le era difícil ocultarse. Compartía la habitación con Ana y Jimena, dos de las
hermanas pequeñas, que como eran eso, más pequeñas, se quedaban dormidas en
seguida. Gabi no tenía más que esperar unos minutos hasta que las niñas empezaban a
resoplar, y entonces, al fin sola, podía darse un banquete de lágrimas. Era un placer.
Escondía tan bien Gabi sus sentimientos que había conseguido engañar a todo el
mundo: «Esta chica tiene sangre de horchata», decían sus padres; «le da todo lo mismo,
nada le importa nada», comentaban sus tías; «Gabi es una pelma, una pánfila, una
pasota, un aburrimiento, está siempre parada», se quejaban los hermanos. Ella les
escuchaba impávida. Sentía un raro placer en engañarlos. ¿Que su familia no la quería?
Pues bueno, no les iba a dar encima el gusto de ver que con eso le hacían daño. Era una
especie de venganza.
Porque estaba claro que no la querían. No es que le extrañara mucho: tampoco
ella se gustaba a sí misma. A Gabi no le gustaba ser como era, ni le gustaba su vida;
pero lo que más le desagradaba era su familia. Se pasaba los días envidiando la vida de
los demás. Siempre le parecía, por ejemplo, que las casas de sus compañeros de colegio
eran mucho más acogedoras que su propia casa. Que eran más tranquilas, más risueñas,
más frescas en verano, más tibias en invierno. Que las lámparas de los demás difundían
una luz dorada y cálida, y no esa luz de neón fría y horrible de la cocina de su casa. Que
los helados de postre que servían las madres de sus amigos eran más cremosos, más
dulces y más ricos que las duras barras rechinantes e insípidas que compraba su madre
los domingos. Por no hablar de las habitaciones. Casi todos sus compañeros y
compañeras de colegio tenían un cuarto propio, dormían solos. Cómo les envidiaba ese
privilegio fantástico.
Había una compañera, especialmente, en la que Gabi pensaba todos los días. No
eran amigas: Gabi nunca se atrevió a acercarse. Pero sabía todo de ella, o casi todo. Se
llamaba Reyes y era muy guapa. Con el pelo negro y rizado natural, los ojos grises.
Ella, en cambio, Gabi, se consideraba bastante feúcha: pelo castaño liso, ojos castaños...
todo muy vulgar. Gabi tenía la sensación de que nadie podía recordar su cara. Su
nombre era el último que se aprendían los profesores, y un día se encontró en el
supermercado con el monitor de gimnasia con el que había estado dando clase durante
tres años y no la reconoció. Pero no era eso, la belleza, lo que más envidiaba en Reyes,
sino otras cosas más profundas, más importantes. Que fuera una chica tan popular, por
ejemplo; que tuviera siempre tantos amigos. Y que fuera hija única. Sus padres eran
jóvenes y tenían un aspecto estupendo. La madre no parecía una madre: estaba delgada,
vestía muy moderna y era tan guapa como Reyes. Nada que ver con la madre de Gabi,
que después de tener tantos hijos se había quedado con un barrigón considerable, ni con
el padre, que estaba todo calvo. Pero lo más envidiable era que Reyes y sus padres
estaban todo el día juntos. La madre la venía a buscar al colegio por las tardes, y
regresaban a su casa paseando. A veces Gabi las seguía a lo lejos: hablaban y reían.
Reyes vivía en la urbanización El Bosque, una colonia de chalés adosados que acababan
de construir al otro lado de la carretera. Cuando Gabi, que vivía en el quinto y último
piso de su edificio, se asomaba a la ventana, veía primero la rugiente autopista, que les
pasaba justo al lado; luego, la entrada a El Bosque, y al fondo, medio oculto por los
árboles, un piquito del tejado de Reyes. Todos los tejados de El Bosque eran iguales,
como eran iguales todos los chalés, diminutos y pulcros; pero Gabi sabía identificar el
de su compañera porque la casa de Reyes estaba en el centro justo de la urbanización,
allí donde había una rotonda con dos grandes cipreses; y sus copas, afiladas y negras,
enmarcaban el tejado de la chica como dos enormes signos de admiración.
Muchas veces, en sus vagabundeos solitarios, Gabi se iba a merodear por las
cercanías de la casa de Reyes. Se conocía la urbanización como la palma de su mano, lo
cual era toda una hazaña, porque un equipo de guardias privados vigilaba la zona a
todas horas y se entretenía echando a la calle a los niños que, no perteneciendo a la
urbanización, intentaban colarse para disfrutar de las piscinas y las instalaciones
deportivas de El Bosque. Particularmente feroz era el guardia que estaba en la entrada,
en la caseta: un hombrón de brazos muy largos y con las narices y las orejas llenas de
pelos negros. Un día Gabi vio cómo este bruto atrapó a un niño vecino suyo, y cómo le
llevó agarrándole del cabello y dándole cachetes con su mano tremenda hasta
depositarle todo enrojecido y lloriqueante en la autopista.
Se había corrido de tal modo la fama de la dureza de estos guardias que los
chicos y chicas más valientes del barrio de Gabi habían convertido en una cuestión de
honor el cruzar la autopista y colarse en la flamante urbanización: ya no lo hacían por
bañarse gratis en las piscinas, sino por fastidiar a los pistoleros; y todos los días un
puñado de chicos se dejaba las orejas en el heroico intento. A Gabi siempre se le dio
bien entrar en El Bosque. Nunca la habían cogido, ni el energúmeno de la puerta ni los
que patrullaban en coche por las calles, a pesar de que iba allí muy a menudo. Si sus
hermanos y sus compañeros de clase hubieran sabido la facilidad con que Gabi burlaba
al enemigo se habrían quedado patidifusos. Pero no lo sabía nadie, Gabi siempre iba
sola, y no tenía amigos íntimos a quienes poder contar algo semejante. Además Gabi no
creía que lo que hacía tuviera ningún mérito; pensaba que, por una vez, su rostro vulgar
y borroso le era de utilidad, y que los vigilantes simplemente ni se fijaban en ella. Y, en
todo caso, la hazaña no era suya, sino de Balbalú. Era cuando se convertía en Balbalú
cuando Gabi se sentía audaz y poderosa.
Ésa era su vida secreta. Su verdadera vida. Llegaba Gabi del colegio, dejaba los
libros en casa, cogía la merienda y, si podía escaparse (sus hermanos mayores siempre
intentaban endilgarle el cuidado de los pequeños), se volvía a marchar corriendo. Y al
pisar de nuevo la acera ya era Balbalú. Como Balbalú, tenía un mundo propio, una
geografía que se había inventado. Durante años, Gabi había ido bautizando los
alrededores de su casa con nombres distintos y creando en el interior de su cabeza un
territorio inmenso en el que había ríos, cataratas, desfiladeros, lagos; había prósperas
ciudades y pueblos diminutos y remotos, y líneas férreas de complejo trazado sobre las
que resoplaban poderosos trenes centelleantes.
En viejos cuadernos escolares, Gabi pintaba minuciosos mapas en colores de ese
país imaginario. Una vez nombrado un lugar, ese lugar duraba para siempre: Gabi nunca
se equivocaba y respetaba escrupulosamente las reglas del juego. Es decir, si, por
ejemplo, jugaba a subirse al tren que atravesaba imaginariamente El Bosque, Gabi sabía
que no podía andar por cualquier lado, sino solamente por el itinerario del ferrocarril,
recorriendo una tras otra todas las estaciones que ella misma se había inventado; y, si un
extremo de su calle estaba cortado por la gran cadena montañosa de los Zarayanes, Gabi
sabía que sólo podía cruzar esa zona por el cañón de Dhay, que caía en la acera
izquierda, bien arrimado a la pared; de modo que los vecinos ya se habían acostumbrado
a la visión de una niña que, al llegar a un punto determinado de la calle, siempre se
pegaba al muro como un molusco y caminaba así un buen rato sobre las puntas de los
pies (el paso de Dhay era muy estrecho y había un horrible precipicio). En el barrio se la
consideraba un poquito extravagante.
Nombrar un lugar, es decir, crearlo, tenía su rito y sus reglas. Primero escribía el
nombre en una pequeña tira de papel; luego, impermeabilizaba y protegía el papel
cubriéndolo con varias capas de cinta adhesiva transparente y después, por último,
depositaba la tira en el nuevo lugar y la dejaba allí para siempre, escondida en un
agujero de un árbol, en la grieta de un ladrillo, bajo el pico roto de un adoquín. Así creó
Orgen, el Río Maldito («Orgen» es «Negro» leído al revés), que era la autopista, a la
cual Gabi odiaba, enterrando una noche el papelito en la carretera entre unos granos de
grava que al día siguiente asfaltaron. Y creó Andarán, el viejo Puente Imperial,
metiendo la tira de papel en un hierro hueco del paso elevado de la autopista. Inventó
así ciudades como Dovomir y Zulan o desiertos como el de Nadogui; ocultó sus tiras de
papel en las calles, en los portales, en los supermercados. Junto a la casa de Reyes, en el
centro de la urbanización El Bosque, enterró un cartelito que decía: Reino de Ulablab.
Así, poco a poco, sus mapas se habían ido haciendo cada vez más detallados y se habían
llenado de accidentes geográficos. Y sucedía una cosa curiosa: cuanto más triste estaba
Gabi, más lugares solía inventar.
Los días después de que la olvidaran en el pinar, Gabi se sentía precisamente
muy, muy triste, y le rondaba por la cabeza un par de ideas nuevas para su mundo
imaginario. Pero estaba con los exámenes de fin de curso en el colegio, y anduvo tan
ocupada que no pudo escaparse en toda la semana. Cuando al fin llegó el sábado se
levantó muy de mañana, desayunó deprisa y, tras meterse en el bolsillo del vaquero
unas cuantas tiras de papel, un lápiz mordisqueado y la cinta adhesiva, se bajó a la calle.
Lo primero que hizo fue acercarse al edificio en obras que había en la esquina
para buscar a Bicho; y, para su alegría, el perro estaba ahí y salió a recibirla meneando
la cola y dando brincos. Bicho era un chucho callejero de color canela con el hocico
negro. Tenía el pelo corto y era de tamaño medio, aunque, como estaba bastante
delgado, parecía más pequeño. Había aparecido por la obra cuatro meses atrás, un día de
lluvia y viento, aterido de frío y muerto de hambre y, como era un animal listo y
simpático, se ganó la amistad de los obreros, que le daban las sobras de sus bocadillos
de media mañana y le permitían dormir en el edificio en construcción, al abrigo de la
estufa del vigilante. Los obreros le habían empezado a llamar Bicho, y con Bicho se
quedó. El animal iba y venía, y a veces desaparecía un par de días, pero siempre volvía
a la obra, como si la considerara su propia casa. Lo malo era que el edificio estaba a
punto de ser terminado; los obreros se marcharían pronto y el perro, al perder su cobijo,
tendría que buscarse la vida en otro sitio.
Y esto era terrible, porque Gabi adoraba a Bicho. Siempre le encantaron los
perros, aunque nunca le dejaron tener uno. Pero con Bicho era como si fuera suyo. Gabi
había empezado a bajarle las sobras de la comida de su casa, y pronto se hicieron
amigos. Al poco tiempo, el animal la seguía fielmente en sus vagabundeos por el barrio
y se comportaba en todo como si ella fuera su ama. Era un perro muy afectuoso y
educado, pero tenía un defecto: era muy chulo y pendenciero con los demás perros, y no
podía ver pasar un macho sin retarle. Aunque delgado, Bicho era ágil y musculoso, y
estaba tan pagado de sí mismo que se atrevía a pegarse con perros mucho más
corpulentos. Eran unas peleas terribles que aterraban a Gabi y la sacaban de quicio,
pero, por mucho que habló con Bicho, no consiguió que dejara ese vicio. A veces, tras
una de esas escapadas de un par de noches en las que se iba en busca de novia, Bicho
volvía todo lleno de heridas de alguna pelea especialmente dura; y se dejaba curar
dócilmente por Gabi la oreja desgarrada o el cuello mordido, permaneciendo muy
quieto y poniendo cara de arrepentimiento y de vergüenza. Pero no, no se arrepentía ni
se enmendaba: a los pocos días volvía a lo mismo. Cuando acabaran la obra y Bicho se
marchara, ¿quién le iba a curar las heridas? Dos semanas atrás, Gabi, angustiada, había
pedido permiso en casa para quedarse con el animal. Pero su madre había puesto los
ojos en blanco: «¡Con once hijos y encima quieres meter un perro! ¡Sólo faltaba eso!»
Así es que Gabi se tenía que limitar a ver a Bicho en la calle y a pasar con él sus
ratos libres, como la mañana de ese sábado. Tras saludarse los dos con unos cuantos
lametones y carantoñas, Gabi le puso delante el paquete de comida que le traía de casa.
El perro se desayunó golosamente, devorando hasta la última miga. Después se lamió
con pulcritud los bigotes y brincó junto a Gabi, mirándola con expresión expectante y la
lengua fuera: ya estaba dispuesto a ir de paseo con ella a cualquier parte. Quien no
estaba del todo preparada era ella. Sí, tenía el proyecto de bautizar un nuevo lugar...
pero sentía cierto reparo por el nombre que había escogido. Hasta entonces, quién sabe
por qué, no había inventado ningún lugar para su propia casa; el espacio que ocupaba el
edificio de apartamentos en el que residía no estaba marcado en sus mapas de colores,
era una zona en blanco en su país imaginario. Pero ahora se le había ocurrido un nombre
para ese lugar, un nombre terrible: Zascatún, la Ciudad en Ruinas. Y durante toda la
semana, por las noches, después de hartarse de llorar, se había divertido imaginando que
un terremoto espeluznante hundía la ciudad, el suelo brincando bajo los pies, las paredes
rajándose, los techos partiéndose en dos como galletas y desplomándose sobre las
cabezas de sus padres y de sus diez hermanos, Virginia, Ingrid, Miguel, Jimena, Diego,
Lucía, Ana, los gemelos, incluso de Mini, la pequeña. ¿O Mini se salvaría, pobrecita,
con lo chiquita que era? No. Mini también caería. Todos quedarían sepultados
irremisiblemente bajo toneladas de cascotes. Y la ciudad se convertiría en una ruina. En
Zascatún.
La idea de inventar semejante cataclismo atraía mucho a Gabi, pero, al mismo
tiempo, se sentía inquieta, un poco culpable. Regresó hacia su casa muy despacio y
pensando en el asunto, con Bicho brincando alegremente a su costado. Se sentó en el
escalón del portal y sacó una tira de papel. No debía de estar ni pizca bien imaginar que
toda tu familia cae víctima de un terremoto horripilante. Escribió la palabra Zascatún en
el papel. Claro que, al fin y al cabo, no era más que un juego. Cogió la cinta adhesiva y
recubrió con cuidado el minúsculo cartel. Estaba bonito.
—¿Qué te parece, Bicho? —preguntó, enseñando el papel al perro—: Está bien,
¿verdad? ¿Y sabes lo que te digo? Que lo voy a poner. Y si no les gustan los terremotos,
que se fastidien.
El perro la miraba muy fijamente con la cabeza ladeada, como si estuviera
haciendo un esfuerzo por entenderla. Gabi se levantó e introdujo la tira entre las rendijas
de la vieja y holgada cerradura de hierro del portal: siempre había pensado que ése era
un buen sitio para guardar un nombre. Dio un paso hacia atrás y contempló su obra
satisfecha: no se veía el papel por ningún lado. Entonces palmeó eufóricamente la
cabeza de Bicho, saltó con los pies juntos dos losetas de la acera sin pisar la raya y
decidió acercarse a El Bosque a dar una vuelta. Pero no había dado ni tres pasos cuando
oyó a sus espaldas un estruendo terrible.
¡ZASCATUMMMMMMM!, retumbó el mundo detrás de ella. Y el suelo
empezó a ondularse y a brincar como si fuera una cama elástica.
—¡Nooooooo! —gritó Gabi, espantada, volviéndose a contemplar su casa—:
¡Yo no lo decía en serio, no lo decía en serio!
Pero el terremoto, porque era un terremoto, estaba ya en todo su apogeo. Ahora
bien, lo que crujía, se sacudía, se agitaba y se desmoronaba ante sus ojos no era el viejo
y modesto edificio en donde estaba su casa, sino unas altas y delicadas torres de vidrio,
que tintineaban al chocar entre sí y se rajaban con ruido de copas rotas, dejando caer
una lluvia de cascotes centelleantes.
Las fuertes sacudidas del terremoto arrojaron a Gabi al suelo, o quizá se tiró ella
misma, de puro terror. El caso es que se mantuvo tumbada boca abajo, con las manos
sobre la cabeza, hasta que pasó todo. Cuando las trepidaciones terminaron y el ruido se
extinguió, Gabi se puso en pie, medio muerta de miedo y toda ella temblando. No sólo
había desaparecido su casa, sino la calle entera, la autopista, El Bosque, la ciudad. Gabi
no reconocía dónde estaba: a su alrededor no había sino desolación, una inmensa
planicie cubierta de cascotes y ruinas. No se veía un solo ser vivo, ni un árbol, ni tan
siquiera un pájaro; y lo único que se mantenía en pie entre tanto estropicio era una
inmensa y pesada puerta de bronce labrado, situada más o menos en el sitio en donde
unos minutos antes había estado su viejo portal. Delante de la puerta había un cartel de
madera en el que alguien había escrito «Zascatún» con pintura blanca y letra primorosa.
Gabi contempló atónita ese paisaje horripilante y ahogó un sollozo.
—Bueno, nena: ahora sí que la hemos fastidiado —dijo a su lado una voz ronca
y masculina.
Gabi dio un chillido y se volvió de un salto.
Pero no había nadie.
—Que digo que esto sí que es un buen follón —repitió la voz.
Y a Gabi casi se le salieron los ojos de las órbitas. Porque era Bicho quien
hablaba, mientras se lamía displicentemente el arañazo que un cascote le había dejado
en una pata.
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-¡Bicho! ¡Estás hablando! —exclamó Gabi, pasmada.
—Pues claro —contestó él, escupiendo jactanciosamente por un colmillo.
—¡Pero los perros no hablan!
—Tonterías: claro que hablamos, lo que pasa es que los humanos no sabéis
entendernos.
—Pero, entonces, ¿por qué ahora sí que puedo comprenderte? —insistió la
desconcertada Gabi.
—Mira, nena, yo sé muchas cosas, pero ésta, precisamente, todavía no la he
reflexionado. Además, eso ahora no importa. Lo importante es saber dónde estamos,
salir de aquí y regresar a casa.
—¡A casa! —gimió Gabi—. Ya no tengo casa. Nunca volveré a ver a mis
padres. Ha sido todo culpa mía...
—Bah, bah, bah... —se impacientó el perro—: No me vengas con esas
monsergas: estoy seguro de que tienes casa... Lo que no sé es dónde diantres está.
Gabi y Bicho callaron durante unos instantes, mientras contemplaban el
desalentador paisaje que se extendía en torno a ellos: un horizonte circular, achatado y
reseco, cubierto de polvorientas ruinas. Gabi se dejó caer de rodillas:
—¡Ohhhhhhh! —lloriqueó.
—¡Nada de lágrimas! —ladró Bicho, muy serio—. Llora cuando te lo puedas
permitir. Ahora necesitamos mantener la cabeza fría y conservar toda nuestra energía.
Tenemos que buscar agua... porque aquí no parece que haya. Y algo de comer. Y un
refugio para pasar la noche.
Gabi miró hacia arriba: sí, el cielo tenía un aspecto descolorido y amarillento,
como si se acercara una noche muy negra. De sólo pensar en esto a Gabi se le
multiplicaron las ganas de llorar; pero dio un profundo suspiro y se sorbió las lágrimas.
El perro tenía razón: había que ahorrar fuerzas y hacer acopio de coraje.
—¡Así está mejor! —sonrió Bicho; y tímidamente, como de pasada, le dio un
animoso lametón en la mejilla—. Ahora la cuestión es decidir hacia dónde vamos... Si
tú no tienes ninguna otra preferencia, yo creo que lo mejor sería ir hacia allí.
Gabi miró en la dirección que Bicho marcaba con su pata, y no vio sino más
llanura desierta, más cascotes, más ruinas.
—¿Por qué?
—Porque es el único lugar de todo el horizonte en donde hay una pequeña nube,
una especie de bruma. Posiblemente ahí haya agua.
Qué listo, pensó Gabi: hay que ver lo que se aprende siendo un perro callejero.
Y, sintiéndose algo más segura en compañía de Bicho, echó a caminar por entre los
muros derribados, las columnas partidas, los escalones rotos.
Zascatún, la Ciudad en Ruinas, era un lugar enorme. Anduvieron y anduvieron
durante horas, siempre bajo este cielo amarillento, bajo el mismo crepúsculo; y no sólo
no llegaban a ningún lado, sino que ni tan siquiera parecían salir de Zascatún. Gabi tenía
hambre, tenía sed, le dolían los pies, estaba cansada. De nuevo se sentía agobiada y
tristísima. Caminaba tropezando con los cascotes y haciendo pucheros.
—Venga, ánimo, Balbalú, que no se diga... —terció Bicho al verla tan alicaída.
—¿Cómo sabes lo de Balbalú? —se maravilló la niña.
—¿Cómo no iba a saberlo? Soy tu amigo. He ido contigo muchas tardes. Y yo
siempre te escuchaba, y te entendía. Eso es lo que se espera de un amigo. Cosa que, por
cierto, tú no has hecho conmigo...
—Hombre, pero es que tú eres un perro...
—¡Toma! Y tú una niña mocosa, mira qué gracia —se picó el animal.
—Oh, Bicho, perdona, no he querido ofenderte, sólo quería decir que yo creía
que los perros no pensaban y que...
—Tú creías, tú creías... —refunfuñó Bicho—. Ya me conozco yo el «yo creía»
de los humanos. ¡Ja! Menudos egoístas. No veis más allá de vuestro propio rabo. ¡Ja!
Os creéis el centro del mundo y sois el animal más sucio, más bruto y más descuidado
que conozco...
—¡Bravo! ¡Muy bien dicho! ¡Pero que muy requetebién! —aplaudió alguien con
entusiasmo a sus espaldas.
Gabi y Bicho se volvieron de un salto. Junto a ellos, tumbada patas arriba en un
montón de desperdicios, había una silla panzona y redondita. En realidad se trataba de
una pequeña butaca: los brazos y las patas eran de una madera oscura y muy arañada,
mientras que el asiento y el respaldo estaban tapizados con ramajes y floripondios de
tono rosa y ocre, todo muy descolorido y desgastado.
—Muy bien dicho —repitió la silla con su voz de soprano—. Tiene usted toda la
razón, señor perro.
—Gracias —contestó Bicho cortésmente. Pero se le veía intrigado, y al cabo
añadió, sin poder contenerse—: ¡Por todos los huesos y todas las ternillas! No sabía yo
que las sillas hablasen...
—Oh, pues claro que hablamos —contestó la butaca—. Lo que pasa es que los
seres de sangre caliente no sabéis entendernos.
—Eso es exactamente lo que yo he dicho hace un par de minutos —contestó el
perro con cierta suspicacia. Aunque buenísimo. Bicho era un ser fácilmente irritable.
—Pues por eso, pues por eso —respondió la silla, cantarina.
A estas alturas, y con el día tan duro que llevaba, a Gabi ya no le sorprendía lo
más mínimo que una butaca soltara un discurso o que se bailase un zapateado. Ella lo
único que quería era volver a casa.
—Perdone usted, señora silla, pero ¿sabría usted decirnos dónde estamos? —
interrumpió la niña cortésmente.
—¿Y tú me lo preguntas, Balbalú? —se admiró la butaca—. ¡Estamos en
Zascatún!
—Oh, ¿usted también sabe lo de Balbalú? —exclamó la niña, un poco molesta al
ver lo poco secreto que era su nombre secreto.
—¡Pues claro! Por estas tierras eres muy conocida.
—Pero ¿qué tierras son éstas? ¿En qué mundo estamos? —insistió Bicho.
—Oh, pues está claro, estamos en... En un lugar, ahí es donde estamos —
contestó la butaca.
—¡Vaya una respuesta más tonta! —se irritó el perro—. Eso ya lo sabíamos.
—Pues por eso —remachó incongruentemente la butaca.
No había manera de entenderse con ella.
—Pero ¿cómo se sale de este lugar? —se desesperó Gabi.
—Bueno, eso depende del lugar del que quieras salir —contestó la silla—.
Porque, como todo el mundo sabe, hay lugares y lugares. Lo mejor, en cualquier caso,
es ir poquito a poco. Por ejemplo, estáis a punto de salir de Zascatún, ¿no os habéis
dado cuenta?
Bicho y Gabi miraron atentamente en derredor y advirtieron que, en efecto, las
ruinas de Zascatún eran aquí menos densas y estaban más diseminadas, y que, un poco
más adelante, la llanura parecía despejarse por completo.
—Bueno, por lo menos vamos a abandonar este sitio tan roto y tan horrible —
suspiró Gabi, algo aliviada—. ¿Y hacia allá qué hay?
—Yo nunca lo he visto, pero tengo entendido que hacia allá está el Orgen —
respondió la butaca.
—¿Orgen? ¡La autopista! —se emocionó la niña, pensando que había
encontrado el camino de vuelta.
—¿La autoqué? Orgen es el Río Maldito. Un lugar terrible, según me contó mi
abuelo, que era un respetable sillón Chéster y que, en su juventud, llegó hasta el Orgen
con intención de buscar fortuna. Pero no pudo cruzarlo y se volvió.
Por muy maldito que fuera el río, al menos habría agua, y ellos estaban
sedientos. Así es que dieron media vuelta, dispuestos a seguir su camino, cuando la
silla, muy agitada, los llamó de nuevo.
—¡Eh, eh, eh! No tan deprisa, por favor. No podéis abandonarme así. Os ruego
que me ayudéis y que apartéis estos cables que me tienen cogida...
Miraron entonces con atención a la butaca y descubrieron que sus patas traseras
estaban enredadas y atrapadas en los hierros engarabitados de unos forjados rotos.
Bicho y Gabi tuvieron que emplear toda su habilidad y su fuerza para desanudar el lío,
mientras la silla iba dirigiendo las operaciones con voz quejosa y campanuda:
—¡Con cuidado! Empujad los dos ahora por abajo... ¡Despacio, despacio, que
me arañáis las patas! Ahora el alambre de la derecha... ¡Ojo con el respaldo! Eso es...
Muy bien... Perfecto.
Al fin consiguieron liberarla. La silla se puso en pie, se estiró y se sacudió el
polvo de su rolliza panza.
—¡Fijaos cómo tengo la tapicería! ¡Qué desastre! —se lamentó coquetamente—.
¡Un desgarrón aquí, todo lleno de manchas...! Y la madera, ¡fijaos en mi bonita madera,
qué cantidad de arañazos! Daría uno de mis muelles por una buena mano de cera. En
fin, qué se le va a hacer...
Dio la butaca unas cuantas pataditas en el suelo, para desentumecerse, y luego,
volviéndose hacia Gabi y Bicho, hizo una airosa reverencia.
—Gracias por ayudarme. Permitidme que me presente: Me llamo Inmaculada
Cretona, aunque con lo sucísima que ahora estoy os parecerá quizá un nombre
inadecuado. De todas maneras todo el mundo me conoce como doña Macu, y espero
que también vosotros me llaméis así. Os ruego que me dejéis acompañaros: con el
terremoto he perdido todo lo que tenía, y he de buscar un nuevo hogar en el que
acomodarme...
Gabi y Bicho se miraron. En realidad, y estando tan mal las cosas como estaban,
el que los acompañara una silla rechoncha y algo loca no podía hacerles mucho daño.
—Bueno —contestó Gabi.
—¡Estupendo! —canturreó triunfalmente doña Macu.
Y, sin perder más tiempo, los tres echaron a caminar hacia la única nube que
flotaba perezosamente en el horizonte, una nube cada vez más grande y más redonda.
2
Doña Macu caminaba verdaderamente como un pato, con exagerado contoneo y
un meneo de caderas bastante ridículo, pero no daba señales de cansancio y mantenía
siempre el mismo paso, de modo que el grupo avanzaba ligero.
Muy pronto dejaron atrás las últimas ruinas de Zascatún, y se internaron en una
especie de llano desértico. El suelo era todo de roca, aunque muy plana, muy desgastada
y pulida por el tiempo: grandes lajas lisas de una piedra parduzca con hendiduras y
pequeños salientes de cuando en cuando. En las fisuras de la roca, allí donde se
depositaba un poco de polvo, crecían unas pequeñas matas resecas y oscuras, tan duras
que, si te tropezabas con ellas, te pinchabas. Era un paisaje horrible, un sitio inhóspito y
tristísimo.
Al principio no hacía ni frío ni calor, y no era ni de noche ni de día: el cielo
seguía estando de un color apagado y amarillento. Pero a medida que avanzaban por el
llano el aire se iba oscureciendo y enfriando. Pronto se dieron cuenta del porqué: sobre
sus cabezas se iba formando poco a poco una pequeña nube. En realidad era como si la
gran nube redonda hacia la que se dirigían, y que parecía estar ya bastante cerca,
hubiera lanzado hacia ellos un chorro de bruma; porque la nube pequeñita se unía a la
grande por una fina línea neblinosa. Fuera como fuese, el cielo pronto adquirió un
aspecto de tormenta; pero, cosa curiosa, sólo estaba nublado encima de ellos. Entonces
estalló un relámpago y se puso a llover. Llovía muchísimo, era un auténtico diluvio. En
un primer momento casi lo agradecieron, porque estaban sedientos y pronto pudieron
beber hasta hartarse de los charcos formados en las oquedades de las rocas. Pero luego
la cosa empezó a convertirse en un fastidio.
Hacía frío y estaban empapados. Llovía tanto que el agua se les metía en los ojos
y los cegaba. Pero lo más desesperante era que sólo llovía sobre ellos. Unos metros más
allá, hacia delante o hacia atrás, hacia la derecha o hacia la izquierda, el llano seguía
estando tan reseco como antes; pero cuando ellos intentaban salirse de la tormenta, y
correr hacia la zona despejada, la maldita nube los seguía, negra, diminuta y rabiosa,
pegada a sus cabezas todo el rato, lanzándoles encima unas gotas tan pesadas y tan
duras que a los pocos minutos ya les dolía todo el cuerpo. Era como caminar dentro de
una ducha de tamaño gigante.
Y aún sucedía algo peor: el agua, al caer sobre los matojos canijos y resecos,
producía en ellos un formidable efecto, haciéndoles estremecerse y crecer de modo
instantáneo. Crecían y crecían a ojos vistas, estiraban amenazantemente las ramas
leñosas, multiplicaban las espinas; se agitaban, puntiagudos y negruzcos, al paso de
doña Macu, Gabi y Bicho; se enganchaban en las ropas, en la tapicería y en el pelo,
arañaban y herían. Se habían convertido en un auténtico problema.
Anduvieron así durante cierto tiempo, perseguidos por la nube, tiritando,
esquivando como podían los matorrales. Estaban agotados, pero no podían pararse a
descansar porque, a sus espaldas, los arbustos seguían creciendo hasta juntarse los unos
con los otros y convertirse en un bosque de espinos impenetrable. No tenían más
remedio que avanzar lo bastante deprisa como para poder pasar antes de que las matas
hubieran crecido demasiado.
—¡Que la Santa Carpintería me guarde! —rezongó doña Macu, bamboleándose
y crujiendo toda—: ¡Con tanta lluvia me acabaré desencolando!
Poco a poco los arbustos fueron clareando hasta desaparecer por completo, y el
suelo se llenó de cantos rodados de tamaños diversos. El cielo se había oscurecido aún
más: ahora estaban ya debajo de la gran nube. Al repiqueteo de la lluvia se había unido
un extraño sonido, un gargajeo apagado y húmedo.
—Ya estamos en el Orgen —dijo Bicho.
Y tenía razón: habían llegado al Río Maldito. La silla empezó a ponerse muy
nerviosa.
—Es un lugar peligroso. Un lugar muy peligroso, mi abuelo lo dijo...
Se acercaron a la orilla con cautela. Era un río grande y caudaloso, con el cauce
lleno de desniveles y con grandes rocas partiendo la corriente. Pero no había espuma ni
se escuchaba el vibrante sonido de las aguas rápidas, porque el agua del Orgen era tan
negra, tan espesa y tan densa como la brea.
—¡Parece petróleo! —dijo Gabi: el río le recordaba los reportajes que había
visto en televisión sobre los mares contaminados.
Era un líquido viscoso y repugnante. Se deslizaba pesadamente sobre las rocas y,
en vez de formar pequeñas cascadas, caía a pegotones haciendo un ruido gomoso. Flop,
flop, flop.
—Tiene un aspecto de lo más mosqueante... —dijo Bicho, husmeando el agua
alquitranada con hocico de asco—. No sé cómo nos las vamos a arreglar para cruzarlo.
—¿Y para qué queremos cruzarlo? —preguntó Gabi.
—Bueno, no sé... Aquí no hacemos nada y la otra ribera tiene mejor aspecto...
Tenía razón. Al otro lado del río, y a medida que te alejabas de la orilla, el
mundo recuperaba una apariencia normal. Había hierba, y árboles hermosos, y la gran
nube parecía acabarse, de modo que al fondo, muy al fondo, se atinaba a ver un
pellizquito de cielo azul y un poco de sol. Sí, el otro lado tenía un aspecto mucho más
atractivo. Pero, claro, había que cruzar el Orgen, y Gabi no estaba dispuesta a meter un
solo dedo en esa espesa y asquerosa sustancia. La niña se inclinó sobre la orilla y
escudriñó con curiosidad el apestoso río; porque la sustancia aquella olía mal, olía así
como a basuras, vagamente a podrido. Era como una gelatina negra, con una superficie
lisa y mate, y tan densa que no se transparentaba nada a través de ella. Aunque no, un
momento, un momento, sí se veía algo... Gabi se inclinó un poco más. Se
transparentaban unas formas, algo vivo, algo que se movía, seguramente un pez... Pero
no, era una cara. Era su propia cara, pensó Gabi. Es el reflejo de mi cara en la
superficie, mira que soy tonta, no haberlo visto antes. Y, en efecto, en el líquido negro
se veía con toda claridad su rostro, como si se estuviera mirando en un espejo. Pero un
momento, ¡un momento! Ese rostro del agua, ¿no tenía un gesto extraño? ¿Una mirada
burlona, una risa perversa? Porque la cara se estaba riendo. ¡Se estaba riendo y hacía
muecas! ¡No era un reflejo! Ahí, bajo la superficie, en el viscoso líquido, ¡había algo
que tenía exactamente su mismo rostro!
Gabi dio un grito y se sintió invadida por el pánico. Y, en ese mismo instante, el
Orgen lanzó un tentáculo de agua alrededor del cuello de la niña, una lengua de gelatina
negra que se enroscó rápidamente en torno a su víctima. Gabi advirtió el tacto frío y
resbaladizo del Orgen en sus mejillas y, aterrada, se sintió arrastrar hacia las
profundidades. Pero doña Macu se aferró a la cintura de Gabi, mientras clavaba con
resolución sus cuatro patas en el suelo; y Bicho, por su parte, consiguió cortar, con
cuatro bocados, el tentáculo líquido. Una vez libres, los tres se alejaron de la orilla a
trompicones, Bicho todavía escupiendo, con gesto asqueado, negros grumos de grasa, y
Gabi frotándose el dolorido cuello, todo aceitoso ahora tras el horrible abrazo del
Orgen.
—Ya os dije que era peligroso —balbució la butaca, sin resuello.
—Esto lo pone todo más difícil —gruñó Bicho.
Porque su situación estaba empeorando por momentos. Detrás de ellos, los
matorrales leñosos habían seguido creciendo y creciendo, y ahora formaban un oscuro e
insalvable muro de espinos todo a lo largo de la ribera. Entre la línea de los arbustos y el
Orgen sólo había la estrecha franja de tierra en la que estaban, franja que, por otra parte,
se achicaba cada vez más, porque los matojos seguían avanzando. De seguir así, los
espinos los terminarían arrojando al río en un par de horas.
No tenían mucho tiempo que perder, así es que empezaron a correr río abajo, lo
más lejos del agua que podían, por ver si el muro de espinos se abría en algún momento;
y no habían avanzado ni un par de kilómetros cuando, para su gran alivio y alegría,
vieron aparecer un puente en la distancia. Apretaron el paso y pronto llegaron junto a él;
era un puente de estructura ligera y aspecto muy antiguo, todo hecho en madera. El
suelo era una plataforma rígida de tablas atadas entre sí con fuertes cuerdas, y los
pasamanos, a ambos lados de la plataforma, estaban hechos con gruesas cañas de bambú
ricamente labradas. En sus orígenes, en tiempos muy remotos, el puente debió de ser
una construcción lujosa y estar brillantemente decorado: en los bajorrelieves del bambú
todavía se veían restos de pintura dorada y laca roja. Pero ahora tenía un aspecto
ruinoso, tristón y modesto. A la entrada se veía un cartel de madera que chocaba por lo
nuevo y lo flamante, en el que, en letras blancas, se leía: «Puente Imperial de Andarán».
—¡Pues claro, Andarán! —se pasmó Gabi.
Porque ella había bautizado así al puente sobre el Orgen, esto es, al paso elevado
sobre la autopista. Por eso la otra orilla del río se veía tan verde y tan llena de árboles
hermosos: porque era el bosque, es decir, la urbanización El Bosque, en donde vivía
Reyes, su adorada compañera de colegio. Recordar a Reyes le levantó los ánimos.
—¡Estupendo! Crucemos —gritó a sus amigos.
Pero la silla se plantó a la entrada del puente rascándose dubitativamente la
cabeza.
—No sé yo, no sé yo...
—¿Qué sucede? ¿Qué es lo que no sabe? —se impacientó Bicho.
Al animal, estaba claro, no le caía nada bien la butaca. Quizá sentía celos,
porque los perros son siempre muy celosos, de la atención que Gabi prestaba a doña
Macu.
—Si no lo sé, ¿cómo quieres que te lo diga, cabecita de depredador? —contestó
la silla con sorna.
—¡¿Qué me ha llamado?! ¡¿Qué me ha llamado?! —bufó Bicho, erizando el
cogote. No sabía lo que quería decir la palabra «depredador», pero no le había gustado
nada el tono de doña Macu.
—¡Ya está bien, Bicho! ¿Por qué eres siempre tan pendenciero? ¡Te he dicho
miles de veces que no me gusta que te portes así! —le regañó Gabi.
Y Bicho, que adoraba a la niña, bajó las orejas todo contrito y la miró con cara
de perro apaleado.
Doña Macu, mientras tanto, se paseaba de un lado a otro hablando sola:
—Es que no me gusta que sea un puente imperial. ¡No señor, no me gusta!
¡Desconfía de los imperios, hija mía!
—¡Qué tontería! —rezongó Bicho.
—¡Sí, sí, tontería! Aunque ahora me veáis aquí con este aspecto de humilde
butaca, provengo de una antigua y aristocrática familia de muebles. Muchos de mis
antepasados y parientes han vivido en palacios, y han servido de asiento para las más
ilustres posaderas. ¡Con deciros que dos de mis bisabuelos fueron tronos! Y uno de
ellos, del Antiguo Emperador de Entrambas Tierras. Así es que conozco muy bien, a
través de mis parientes, todos los secretos vergonzosos de las cortes imperiales. Porque,
por mucho que engañen a sus semejantes, los humanos no pueden engañar a la silla
sobre la cual se sientan. Pues por eso.
—¿Y sus parientes le dijeron que los emperadores eran malos? —preguntó Gabi.
—¡Oh, no! Ellos son todos fervientes partidarios del imperio. Son unos antiguos:
si me oyeran hablar así, se pondrían furiosos. Es que yo soy de la rama revolucionaria
de la familia.
—¡Enternecedor! —aulló Bicho, desesperado—: Los espinos están cada vez más
cerca y nosotros aquí perdiendo el tiempo. Yo, desde luego, voy a cruzar el río.
Y, diciendo esto, el perro se encaminó resueltamente a la entrada del puente.
Pero antes de que pudiera poner una pata en las tablas, el cartel que decía «Puente
Imperial de Andarán» giró sobre sí mismo y mostró su dorso, en el que había escrito un
nuevo letrero:

Aznacla et on orep, atiga es negro le Netrap es on orep, nejurc saredam sal Odagell ah
nif le euq saerc secev a euqnua Emrazurc áridepmi et odeim le etnemalos.

—¡Atiza! —exclamó Gabi.


—¡Tuétanos! —farfulló Bicho.
—¿Lo veis? Ya empezamos con las cosas raras... —dijo la butaca, con triunfal
tonillo de sabihonda.
—Bueno, pues es lo mismo: con cartel o sin cartel tenemos que irnos —urgió el
perro con impaciencia.
Y tenía razón: los espinos se agitaban y extendían sus ramas hacia ellos, apenas
a dos metros de la orilla.
—¡Calma y tranquilidad! —aconsejó doña Macu—. Cuanto peor estén las cosas,
más necesario es mantener la calma. Ya lo dice el viejo refrán: «En la felicidad,
agitación, y en la calamidad vete al sillón». O sea, pues por eso. Siéntate, siéntate en mi
asiento, querida Gabi; tranquilízate un poco, y reflexiona...
—Oh, no, no, nunca me atrevería a sentarme en usted, yo...
—¡Bah, bah, bah, bah! ¡Tonterías! Ven y siéntate. ¿No comprendes que ésa es
mi función? Además, siempre me han encantado los culitos de niño...
De modo que Gabi se sentó en la butaca, para gran desesperación de Bicho, que
era un perro de acción y no entendía que se pudiera perder el tiempo en reflexiones.
Pese a su aspecto viejo y deteriorado, doña Macu era una silla muy confortable. Gabi se
sintió inmediatamente cómoda y algo más calmada.
—¿Habéis visto que en la primera línea dice «negro»? —comentó la niña,
mirando el letrero—. ¿Significará también «negro», como en nuestro idioma, u otra
cosa? Es curioso, porque es precisamente Orgen al re... ¡Aaaaahhhhh!
Al escuchar el chillido de Gabi, tanto la silla como Bicho dieron un espantoso
brinco. Pero la niña ya se había puesto en pie y hablaba a toda velocidad, excitadísima.
—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ¡Es un cartel escrito al revés! Pues claro, ¿cómo
no había caído antes? ¡Es la lengua del Orgen!
Una vez descubierta la regla, fue facilísimo comprender el letrero, el cual, leído
hacia atrás, decía así:

El Orgen se agita, pero no te alcanza Las maderas crujen, pero no se parten Aunque a
veces creas que el fin ha llegado Solamente el miedo te impedirá cruzarme.

—Creo que sé lo que quiere decir —dijo Gabi lentamente—. Fue cuando me
asusté al ver mi reflejo en el agua cuando el Orgen intentó atraparme. Antes llevaba ya
un buen rato en la orilla, y el río hubiera podido cogerme en cualquier momento. Pero
no. Me atacó justo cuando me entró el pánico...
—O sea, que podremos cruzar el puente siempre y cuando no nos asustemos y
no perdamos los nervios... —dijo Bicho.
—Eso es: veamos lo que veamos, hay que mantener la calma —completó la
silla.
Se miraron los tres unos instantes; suspiraron, intentando deshacer la opresión
que la angustia les ponía en el pecho.
—Vamos —dijo Bicho, que era el más audaz.
Y entró resueltamente en el Puente Imperial, seguido por Gabi y por la silla.
Al principio todo fue bien. Nuestros amigos se internaron en el puente sin que
sucediera nada extraño, caminando con la misma seguridad con la que caminarían por el
pasillo de sus casas. Pero luego, justo cuando llegaron a la mitad del río, todo empezó a
estropearse. El suelo comenzó a bailar, como si Andarán se hubiera convertido de
repente en un puente colgante. Las tablas crujían y brincaban, se juntaban y se
separaban frenéticamente, abriendo pavorosos agujeros en el suelo por los que se podían
contemplar las pastosas y temibles aguas del Río Maldito.
—Os dije que no había que fiarse de los imperios... —rezongó la butaca,
aferrada a los pasamanos de bambú, que se retorcían como serpientes, y con la tapicería
pálida como la cera.
—No pasa nada. No pasa nada —balbucía Gabi—. Recordad que las maderas
crujen pero no se parten. No tenemos miedo. No tenemos ningún miedo.
—Yo nunca tengo miedo —se jactó Bicho. Pero algunos de sus pelos
empezaban a erizársele en el lomo.
El puente se balanceaba de un lado a otro, como si de un momento a otro fuera a
volcarse y a arrojar su carga a la corriente, y el perro, la niña y la butaca se esforzaban
en clavar la vista en la otra orilla y en seguir avanzando sin pensar en el temible Orgen.
Pero pensaban, y el Orgen comenzó a agitarse debajo de ellos. Silbaba y burbujeaba el
río a sus pies, como una enorme caldera de asfalto hirviente; y al poco empezó a lanzar
lustrosos tentáculos hacia ellos, largas lenguas de brea que restallaban en el aire a pocos
centímetros de nuestros amigos, salpicándolos de una baba caliente y aceitosa y dejando
en el ambiente una fetidez como de azufre.
—No tenemos miedo... —farfulló Gabi, casi llorando; porque el pánico la
rondaba, y estaba a punto de perder los nervios.
Entonces el Orgen empezó a formar, con sus aguas gomosas, unas raras figuras,
como si las estuviese modelando en plastilina. Al poco las figuras ya eran lo
suficientemente definidas como para poder reconocerlas: un perro negrísimo de fauces
feroces y tremendos colmillos; una silla hinchada y grotesca; una niña de sonrisa cruel.
Eran ellos. Eran las copias de Bicho, Gabi y doña Macu, los exactos retratos, sólo que
con algo deforme y monstruoso, con algo temible. Y quizá no fueran sólo copias:
porque se retorcían como si estuvieran vivos. Flotaban las criaturas del Orgen a la altura
del puente, sostenidas en el aire por lenguas del río; y allí hacían muecas, y gestos
amenazadores. Bailoteaba la silla de alquitrán una danza macabra; el perrazo negro
babeaba, y se abalanzaba sobre Bicho, como si fuera a partirle el espinazo de un
bocado; y la niña gelatinosa se reía, con unas carcajadas que helaban la sangre.
Una sacudida del puente especialmente fuerte arrojó a Gabi al suelo. Se aferró
desesperadamente a las tablas, que se ondulaban y brincaban como locas. Junto a ella, la
criatura de brea siseaba y gruñía, estirando hacia Gabi unas manos que eran como
garras, con uñas larguísimas. La niña cerró los ojos, aterrada de ver tan cerca esa cara
negra y monstruosa que, sin embargo, era la suya. No podía más. El miedo la inundaba.
No iba a ser capaz de cruzar el río. Sus últimas fuerzas se le escaparon como se escapa
el aire de un globo. Gabi apretó los párpados y comenzó a chillar. Había perdido el
control. Se había rendido al pánico.
El chillido de Gabi precipitó las cosas. Al mismo tiempo se escuchó un gemido:
era Andarán, el puente. Y un rugido triunfal, que provenía del Orgen. La criatura
viscosa agarró una pierna de Gabi y comenzó a tirar de la niña; los otros dos engendros,
el perro y la silla, se lanzaron sobre Bicho y doña Macu, y, como éstos consiguieron
esquivar sus primeras embestidas, comenzaron a destrozar el puente. Todo sucedió muy
rápidamente, en unas fracciones de segundo: el perro de alquitrán trituraba las maderas
a grandes bocados, el puente amenazaba desplomarse. Y entonces, en ese instante de
caos y de violencia, un pequeño papel salió volando de dentro de uno de los pasamanos
rotos y aterrizó delante de las narices de la niña. Era una minúscula tira de cartulina
plastificada en la que podía leerse: «Puente Imperial de Andarán».
—¡Es mi cartel! —exclamó Gabi.
Sí. Era el papel original con el que había nombrado el paso elevado de la
autopista, muchos meses atrás.
—¡Rómpelo! ¡Rómpelo, Gabi! —chilló doña Macu, mientras se peleaba con la
silla de brea.
Se escuchó un crujido terrible: el puente se partió en dos y todos empezaron a
caer hacia el Río Maldito. Pero, mientras iban por los aires, Gabi se las apañó para
cortar el papelito con los dientes. Y en ese instante, justo cuando iban a zambullirse en
el espeso Orgen, la luz del mundo se apagó y todo se borró en una oscuridad silenciosa
y compacta.
3
Cuando las tinieblas desaparecieron, segundos después, Gabi vio sobre su cara
un cielo azulísimo y brillante. La niña estaba tumbada boca arriba sobre una superficie
dura y al principio no se atrevió a moverse: todavía temía caer a las aguas del Orgen.
Pero entonces sintió un caliente lametón en una oreja y escuchó la ansiosa voz de
Bicho:
—¿Estás bien? ¿Estás bien?
Gabi se incorporó, titubeante. Doña Macu, a su lado, se palpaba con gesto de
duda todas las junturas, como si le asombrara mantenerse aún en una pieza. La niña
pensó: «no me duele nada». Y se sorprendió muchísimo.
—Sí, estoy perfectamente —contestó, abrazándose con alivio al cuello del perro
—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?
—Ni idea.
Miraron alrededor. Se encontraban sentados en mitad de una llanura roja y lisa.
El suelo, de tierra muy fina y compacta, ofrecía una superficie tan regular, tan limpia de
piedras, matorrales y accidentes de todo tipo, que parecía estar apisonado. Por encima
de ellos se extendía un cielo igual de plano, sin una sola nube, resplandeciente.
—Qué lugar tan extraño —murmuró Bicho.
—No está tan mal —contestó la silla alegremente, quizá para llevarle la
contraria—. Es un suelo bonito. ¡Parece la pista de un salón de baile!
Y, con agilidad inesperada, doña Macu se marcó unos pasos de polka y dio un
par de cabriolas.
—Y además allí hay árboles —añadió después, un poco sofocada.
La butaca tenía razón: allá a lo lejos, en el horizonte, se extendía la mancha
verde y jugosa de un hermoso bosque. Tenía todo el aspecto, por lo menos desde esa
distancia, de ser un buen bosque, un lugar luminoso y alegre, así es que se dirigieron
hacia allí. Era un camino fácil, tan llano y despejado.
No llevaban ni cinco minutos caminando cuando empezaron a escuchar unos
extraños zumbidos, algo así como el silbar de un látigo. Algunos sonaban muy lejos, y
luego desaparecían. Pero otros se oían cada vez más cerca, unos silbidos sordos,
amenazantes. Se detuvieron a escuchar, desconcertados, porque no conseguían adivinar
el origen de tan extraño ruido. Entonces el aire vibró y restalló junto a ellos, y por
delante de sus narices pasó volando, a velocidad vertiginosa, una pequeña mancha
amarillenta.
—¿Qué fue eso? —se asombró Gabi.
—No me gusta nada —gruñó Bicho.
—Puede que fuera un pájaro... —dijo doña Macu, dubitativa.
—¡Cuidado! —aulló el perro, arrojándose con brusquedad sobre la butaca.
Rodaron los dos por el suelo, mientras otro de esos objetos silbantes atravesaba el aire
como una bala justo por el lugar que antes ocupaba la silla. Doña Macu se levantó
bufando, con toda la tapicería manchada de tierra roja.
—¡Mira cómo me has puesto! —gruñó—. ¡Podías tener más cuidado!
Pero Bicho no la escuchaba. Tenía todo el lomo erizado y había empezado a
escarbar frenéticamente.
—¡Cava, Gabi, cava! —aullaba—. ¡Tenemos que hacer una trinchera!
La niña se arrodilló junto a Bicho e intentó excavar lo más deprisa posible. Pero
la tierra estaba apelmazada y no era un trabajo fácil. Doña Macu contemplaba sus
esfuerzos con una sonrisita suficiente:
—¡Pero qué exagerados sois! ¡Pasa un moscardón y perdéis la cabeza!
Ni siquiera había acabado de decirlo cuando se escuchó un nuevo zumbido y un
crujido seco. La silla se tambaleó: en su respaldo había ahora un agujero perfectamente
redondo del tamaño de una manzana. El objeto volador la había embestido y atravesado
con limpieza. Doña Macu se arrojó al suelo y se puso a cavar afanosamente junto a sus
compañeros.
—¿Se siente usted bien? —preguntó Gabi.
—Sí, oh, sí —balbució la butaca, tiritando de susto—. Afortunadamente esa cosa
no ha tocado ninguna parte vital, el armazón está intacto...
—¡Que viene! —advirtió el perro.
Y los tres se aplastaron contra el suelo en el agujero a medio hacer. Por encima
de sus cabezas pasaron, una tras otra, dos silbantes sombras amarillas.
—¡Por todos los gatos rabiosos! —se desesperó Bicho, rascuñando como loco
con sus patas delanteras—: ¡Ahora son dos! Y este suelo es tan duro...
Pero en ese justo instante hubo un pequeño derrumbamiento y la tierra cedió
bajo sus patas y sus manos. Ante ellos apareció una cavidad subterránea, una especie de
pasillo excavado en el apelmazado suelo que parecía conducir hacia las entrañas de la
tierra. No era un lugar muy agradable pero no tenían otra elección, de modo que los tres
se arrojaron adentro de cabeza con tantísima prisa y atropello que se pisaron los unos a
los otros.
—¡Uf! Creo que aquí estamos a salvo... —dijo Gabi, sacándose la cola de Bicho
de la boca y apartando una de las patas de la butaca, que se le estaba clavando en las
costillas.
Se sentaron los tres en el suelo del túnel, sin aliento, y contemplaron el exterior a
través del agujero. Habían encontrado refugio justo a tiempo, porque los atacantes se
habían multiplicado y ahora eran ya alrededor de una docena. Al ver que sus presas se
habían cobijado en una cavidad inalcanzable, las criaturas silbaban y zumbaban
frenéticamente por encima de sus cabezas, y algunas se paraban unos instantes en el
aire, vibrando como abejorros furiosos. Así pudieron ver con detenimiento a los
extraños seres: eran perfectamente esféricos, del tamaño del puño de Gabi, y tenían el
cuerpo recubierto de un pelo corto y como afelpado de color amarillento.
—Parecen pelotas de tenis —exclamó la niña; e inmediatamente se avergonzó de
haber hecho un comentario tan idiota.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? No podemos pasarnos el resto de nuestras vidas
metidos en este agujero... —se lamentó la silla. El aire se le escapaba por el agujero del
respaldo y ceceaba un poco, como una señora a la que le faltaran los dientes postizos.
El diligente Bicho ya estaba olisqueando las paredes del túnel:
—Huele a humanos, y a comida —dijo con animación—. Yo creo que esto tiene
que llevar a alguna parte.
El pasillo subterráneo tenía las paredes primorosamente alisadas y era lo
suficientemente amplio como para que Gabi pudiera caminar erguida. Por un lado el
corredor ascendía y terminaba a pocos metros en una trampilla de madera que salía a la
superficie, aunque por fuera la entrada debía de estar muy bien camuflada, porque ellos
no habían visto nada en la dura y roja superficie de la llanura. Por el otro lado el pasillo
bajaba suavemente y doblaba haciendo esquina hacia la derecha.
—Habrá que ir por allí —dijo Gabi, señalando el camino descendente.
—Habrá —contestó lacónicamente la butaca, que no parecía muy feliz ante la
perspectiva de meterse en las entrañas de la tierra.
Una cabeza de mujer asomó entonces por la esquina de tierra:
—¡Vaya! ¡Ya me han roto otra vez la entrada! Ya sabía yo que esa repentina
corriente de aire no podía indicar nada bueno... —protestó la recién llegada, avanzando
por la rampa a paso vivo para verificar de cerca el alcance de los destrozos.
Esa voz... Enmudecida por el asombro, Gabi contempló a la mujer: tenía unos
cincuenta años y era bajita y robusta, morena, con el pelo rizado y una cara redonda y
expresiva. Era Carmen. No había duda, era Carmen, la portera del colegio, que vivía en
el sótano del edificio.
—¡Y menudo agujero me habéis hecho esta vez! —se lamentó la señora, puesta
en jarras.
—Carmen... Pero Carmen, ¿no me reconoce? —aventuró tímidamente Gabi, que
llevaba cinco años yendo al mismo colegio y que siempre se había llevado bien con la
portera.
La mujer detuvo sus quejas y escudriñó a la niña:
—Pues no, hija mía. No te reconozco. Aún diría yo más, ¡no te conozco! Porque
a mí no se me olvida una cara...
—Pero no puede ser... Usted es Carmen, la portera... —balbució la chica.
—Pues sí puede ser, porque yo no soy Carmen la portera, sino Menear la Bruja,
para que te enteres —contestó la mujer en un amistoso tono de burla.
—¿Bruja? —se asombraron y asustaron Gabi, Bicho y doña Macu al mismo
tiempo.
—Sí, sí, pero no hagáis caso de las habladurías de la gente... Yo soy una bruja
buena, aún diría yo más, una bruja buenísima... Fijaos si seré buenaza que me habéis
roto la casa y ni siquiera os voy a convertir en sapos...
—Oh, disculpe usted, señora Carmen, digo, Menear —se excusó la niña—. No
sabíamos que aquí debajo viviera nadie, sólo queríamos huir de esas cosas...
—Ah, sí, las Bolas Locas... —dijo la bruja mirando a las furibundas criaturas,
que aún zumbaban y se arremolinaban sobre el agujero—. La verdad es que son unos
bichos malísimos... Bueno, ea, no os preocupéis por el destrozo: ya ha pasado otras
veces y sé cómo arreglarlo. Y además, perseguidos por esas pécoras de las Bolas Locas,
¿qué otra cosa podíais hacer? Venid conmigo; primero comeréis y luego os conduciré a
una salida segura.
Dicho lo cual, Menear echó a caminar garbosamente pasillo abajo, dobló la
esquina y abrió una gran puerta de madera.
—Pasad. Estáis en vuestra casa.
Entraron en una estancia subterránea amplia y confortable, con grandes sofás de
cretona y alfombras de colores. En una esquina estaba la cocina, de muebles lacados en
blanco, y al fondo, al otro lado de un medio arco, se veían dos camas. Cuanto más
miraba Gabi la sala, más extrañeza sentía; porque había muchas cosas en ese lugar que
le recordaban la casa de Carmen, la portera, en el sótano del colegio: tenía los mismos
sofás de cretona, una alacena idéntica... Claro que también había cosas distintas. Por
ejemplo: unas estanterías de madera de pino llenas de grandes archivadores etiquetados.
Gabi leyó los nombres que venían en los rótulos: «Hadas», «Ranas Encantadas»,
«Ogros», «Espíritus Buenos», «Espíritus Malos», «Espíritus Regulín, Regulán»,
«Gnomos»...
—Qué, ¿te interesa mi archivo? —la interrumpió Menear—: Es que aquí tengo
mi casa y mi despacho.
—¿Su despacho?
—Sí, hija, sí. Es que soy una bruja con licencia 3B especial, o sea una bruja
detective.
—¡Una bruja detective!
—Pues sí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nunca se me dio bien la magia negra,
soy demasiado buenaza, ya os lo he dicho. Los cocimientos de hechicería siempre me
salieron fatal, me equivocaba en los ingredientes y las pócimas se me pegaban.
Tampoco tengo memoria para aprenderme los larguísimos conjuros, y en cuanto al
vaticinio del porvenir soy un auténtico desastre, ¡con deciros que rompí las tres
primeras bolas de cristal que me compró mi madre! Total que, como no sabía adivinar
el futuro, probé a deducir el pasado, y eso sí que se me daba bien. Y me hice detective
privado. ¡He solucionado casos importantes, aún diría yo más, importantísimos! El más
conocido quizá sea el caso del Hada Comeniños y su cómplice, el Sacamantecas
Vegetariano, puede que leyerais algo de ello en la prensa...
La gordezuela bruja era un personaje de lo más agradable. Hablaba mucho, pero
todo lo que contaba era interesante y divertido. Además era capaz de charlar por los
codos y de hacer cualquier otra cosa al mismo tiempo, de modo que les organizó una
bonita mesa con un mantel de lino bordado y les preparó un suculento almuerzo (tortitas
de maíz, huevos fritos, arroz con leche, flan de nueces y pastel de queso) del que dieron
buena cuenta en un santiamén. Mientras comían, Menear les informó de dónde estaban:
—La línea de árboles del horizonte es el Bosque Encantado; más allá empieza el
Reino de Ulablab. Y esta planicie roja en la que estamos es Ramagar.
—¡Córcholis, pues claro, Ramagar! —exclamó Gabi.
Ése era el nombre con el que ella había bautizado, un año antes, las pistas de
tenis de la urbanización El Bosque. Recordó entonces a las malignas y zumbantes Bolas
Locas: sí, ¡claro que eran como pelotas de tenis! Ella misma había advertido la
semejanza, pero había sido lo suficientemente estúpida como para no creer en sus
propias sospechas. Gabi se estremeció: los paisajes que había inventado resultaban ser,
vividos desde dentro, francamente siniestros.
La alegre cháchara de la bruja detective la sacó de sus tristes pensamientos. La
mujer estaba hablando del mundo en el que se encontraban. Se jactaba Menear de
haberlo recorrido casi por entero, y se mostró dispuesta a aconsejarles en su viaje:
—En el Bosque Encantado os encontraréis con los Guardianes, pero, como son
bastante tontos, no creo que tengáis problemas para esquivarlos. El problema está en el
bosque mismo, aún diría yo más, en el centro del bosque...
—¿Por qué? —preguntó Bicho, siempre alerta—. ¿Qué peligro hay ahí?
—Ah, eso no lo sé. Puede haber un peligro o puede no haberlo. Depende de ti
mismo, porque el centro del bosque es un nido de sueños. Ahí nacen y mueren los
deseos. Todos los deseos, incluidos los vuestros.
Pero los tres amigos no entendían lo que la mujer quería decir, de modo que sus
consejos resultaban inútiles. Impaciente, Gabi preguntó:
—Lo que más nos preocupa, señora bruja, es saber cómo volver a casa. ¿Podría
usted indicarnos el camino?
—Eso también depende —contestó Menear.
—¿Depende de qué?
—De cuál sea vuestra casa y de dónde esté. ¿Por dónde habéis venido?
Bicho, doña Macu y Gabi se miraron entre sí llenos de dudas:
—Pues por Zascatún... —contestó al fin la niña vagamente.
—No lo conozco.
—Por el Orgen...
—He oído hablar del Orgen, pero nunca he estado allí. ¿A qué distancia está y
en qué dirección?
Gabi se encogió de hombros, desesperada: ellos habían desaparecido en el
Orgen, y aparecido de repente aquí, y no tenían ni idea del camino.
—No sé...
—Pues bien, hijos míos, si no sabéis de dónde venís, ¿cómo vais a saber adonde
vais? Es elemental, elemental —exclamó triunfalmente la bruja—. En fin, intentaré
aplicar mis conocimientos deductivos y mi magia detectivesca con vosotros, a ver si
conseguimos sacar alguna cosa en claro...
Abrió Menear un cajón de la alacena y cogió una lupa grande que guardaba allí.
No era una lupa común y corriente, como la de cualquier investigador privado, sino que
debía de tener alguna propiedad brujil y mágica, porque el vidrio se nublaba y refulgía
alternativamente, como el cristal de las bolas hechiceras de buena calidad. Se acercó
entonces la mujer a Gabi enarbolando la gran lupa, y la miró de arriba abajo
manteniendo un párpado cerrado.
—Veo veo... Veo veo... Veo una niña... no, dos niñas juntas en el patio de un
colegio. Son muy parecidas... son casi iguales... Aún diría yo más, ¡son exactamente
iguales! Pero espera, una no tiene pies... Ajajá, ahora lo veo bien: una no tiene pies, sus
piernas se desvanecen en el vacío y ella flota torpemente en el aire. Y la otra niña... la
otra sí llega al suelo, pero no tiene cara, como si alguien le hubiera borrado los rasgos
con una goma. Son como tú. Son exactas a ti. La que no tiene pies se llama Balbalú, y la
que no tiene cara se llama Gabriela. Son igualitas que tú, están a medio hacer o a medio
deshacer, y se las ve muy tristes. Y ya está —dijo la bruja en tono satisfecho, bajando la
lupa—. Eso es todo.
—¡Cómo que eso es todo! —se desesperó Gabi—. Pero ¡si no entiendo nada!
¡Yo siempre he tenido pies, siempre he tenido cara! ¿De qué me está hablando?
—De tu pasado, hijita. Lo entiendas o no, vienes de ahí. Cuando sepas de dónde
vienes llegarás a algún lado.
«Debe de estar loca», pensó Gabi. Eso era lo que pasaba: que la bruja estaba un
poco chiflada. Bueno, tampoco era cosa de tomárselo a mal, con lo amable que había
sido la mujer y la comida tan rica que les había dado...
—Y ahora tú, sillita. Ven aquí —dijo Menear, enarbolando de nuevo la lupa.
Doña Macu dio un respingo. Era una butaca bastante supersticiosa y no le hacía
ninguna gracia que una bruja le hurgara en el pasado.
—Veo veo... —volvió a decir la mujer—. Veo veo una cosita...
—¿Con qué letrita? —balbució la butaca, nerviosísima.
—Venga, venga, no es hora de juegos ni de bromas —le reconvino la bruja—.
Veo una mansión noble, con muchos salones... y una silla joven, con el tapizado bien
cosido y muy nuevo. Una silla perdidamente enamorada de un sillón labrado...
—¡Ay, siiiiiiiiiiií! —suspiró doña Macu, trémula y llorosa.
—Y veo veo... Bueno, lo que estoy viendo es que estás hecha una verdadera
pena —dijo de pronto la bruja, apartando la lupa—. Con ese agujero en el respaldo, y
cubierta de polvo, y con toda la madera arañada, qué barbaridad... A ti lo que te hace
falta es una buena mano de cera...
Y, diciendo esto, sacó de la alacena un producto abrillantador de muebles y una
gamuza y, con toda diligencia y resolución, se puso a limpiar y encerar a doña Macu.
—No lo puedo remediar —explicaba Menear mientras trabajaba—. En cuanto
veo algo sucio o descolocado, me siento en la obligación de ponerme a arreglarlo. Y es
que ya me veis, yo tengo que ser a la vez bruja, detective y ama de casa. Mi marido, en
cambio, ahí lo tenéis, hecho un zángano.
—No sabíamos que estuviera casada...
—Sí, sí. Se llama Merlín. Es mago.
—¿El mago Merlín? —se admiró Gabi.
—Sí, pero no es ese Merlín. Mi marido es Merlín Pérez. No es un mago muy
bueno. Pone mucho interés el pobre, pero aprendió por correspondencia. Venía de una
familia de hombres lobos, pero a él no le gustaba la licantropía y se pasó a la magia; y,
claro, entró en el oficio tarde y mal. No es como tener una madre o un padre magos que
te enseñan desde chiquitito.
—Claro, claro —dijo Gabi, pasmada, aparentando naturalidad.
En ese momento se escuchó un estruendo increíble, y la puerta saltó en mil
pedazos. A cuatro patas en el suelo, entre los maderos rotos, apareció un hombrecito
calvo de cabeza redonda en el que Gabi reconoció inmediatamente al portero de su
colegio. Tenía un par de chichones en la frente y sangraba por una ceja rota.
—¡Pero bueno, Merlín, ya has vuelto a organizarla! —protestó Menear—. ¿Qué
van a pensar estas visitas?
—Es que estaba practicando el truco del fantasma y quería entrar a través de la
puerta cerrada, pero algo ha debido de salir mal... —se disculpó el hombrecillo
rascándose los chichones.
—Qué hombre éste... —suspiró la bruja, no sin cierto cariño—. Bueno, ya os
dije antes que estaba acostumbrada a los destrozos... En fin, será mejor que os
acompañe hasta la salida, porque nosotros tendremos que ponernos a arreglar todo
esto...
Sacó Menear a su marido de entre los cascotes y le puso hielo en los golpes y
una tirita sobre la ceja. Hecho esto, el matrimonio condujo a Bicho, Gabi y doña Macu a
la puerta de atrás, que estaba en el dormitorio, y salieron por ahí a un pasillo idéntico al
que habían recorrido al entrar, sólo que mucho más largo y con algunos túneles a
derecha e izquierda. Tras unos diez minutos de marcha el corredor ascendió suavemente
hasta una trampilla de madera. Merlín la abrió: en el túnel entró un delicioso aroma
vegetal, perfumado y fresco.
—Esta salida va a dar al Bosque Encantado. Ahí estaréis a salvo de las Bolas
Locas —dijo la bruja.
—Muchas gracias, muchísimas gracias. Han sido ustedes muy amables —
dijeron al unísono Gabi, Bicho y doña Macu.
—Oh, no es nada, no es nada... Escuchad, si algún día tenéis algún problema
grave, podéis llamarnos e intentaremos ayudaros... Sólo tenéis que decir en voz alta «La
chispa de la vida du-duá» y nosotros vendremos.
—¿«La chispa de la vida du-duá»? —se extrañó Gabi, a quien la frase le
recordaba un conocidísimo anuncio televisivo.
—Sí, hija, sí —dijo la bruja con un suspiro de resignación—. Se le ocurrió a
Merlín... No es un conjuro muy ingenioso, desde luego...
—Es que fue el primer conjuro de convocación que hice, y, claro, como son tan
difíciles... —se disculpó el hombre.
—Bueno, por lo menos tiene la ventaja de que no se olvida —dijo la bruja—. De
modo que, si os hacemos falta, no dudéis en usarlo. Y ahora, hala, marchaos de una vez,
que las despedidas siempre son un fastidio.
Abrazó Menear a la niña, palmeó el asiento de doña Macu y rascó al perro entre
las orejas. Luego Merlín los miró, y los tres sintieron una leve caricia, un agradable
roce:
—Este truquito del beso mágico sí que ha funcionado, ¿eh? —dijo el hombre,
sonriendo satisfecho.
Después agarró del brazo a su mujer y, dando media vuelta, desaparecieron los
dos galería adelante. Tras de sí dejaron, en la penumbra, un reguero de chispas azuladas.
4
El Bosque Encantado era un sitio agradable. A decir verdad, era el primer lugar
bonito que habían encontrado desde que empezó todo. No era un bosque oscuro y
amenazador, como los que describen en los cuentos; era una arboleda poco tupida, de
un color verde claro luminoso. Se escuchaba un susurro de agua, pequeños arroyuelos
que serpenteaban aquí y allá, y el sol se filtraba por entre las hojas y llenaba el bosque
de destellos.
—¡Mmmmmmmm! —exclamó con alegría Gabi, aspirando profundamente el
olor a hierba y a verano que flotaba en el aire—: Qué lugar tan precioso...
—¡Guau, guau! —contestó Bicho, que, de puro excitado, se había olvidado
momentáneamente de hablar la lengua humana. Iba y venía corriendo entre los árboles,
levantando afanosamente la pata en todos ellos; brincaba alrededor de Gabi y doña
Macu, ladraba a las ardillas y se revolcaba de cuando en cuando por el suelo.
—Qué animal tan loco... —protestó la butaca; pero también ella estaba de buen
humor, y miraba al perro con ojos benignos.
Era un instante sereno y feliz. Gabi contempló a la silla con el rabillo del ojo y
sintió que le estaba tomando mucho afecto. Deseaba saber más sobre ella.
—¿Qué es eso que le contó la bruja, doña Macu? Lo del enamoramiento con el
sillón labrado y todo eso... —preguntó la niña—. A lo mejor estoy siendo demasiado
impertinente...
—Oh, no, no. No te preocupes. No me importa hablar de ello... No me importa
hablar de mi pasado... Fue bonito. Fui feliz. Pues por eso. ¿Sabes? Yo pasé mi juventud
en un palacete, y tenía un parque que se parecía mucho a este bosque. ¡Ah, qué tiempos
aquellos! Tenías que haberme visto... Con la tapicería brillante y suave como la seda...
Sin un solo crujido en las articulaciones y con la madera tan lisa, tan barnizada y limpia
que parecía caoba... —ceceó doña Macu a través del agujero del respaldo, en tono
soñador y un poco melancólico—: Como ves, soy pequeña de tamaño, y nunca fui una
butaca lo que se dice guapa; pero resultaba atractiva, y puedes creerme si te digo que
tenía mucho éxito. Fue allí, en el palacete, donde conocí a mi gran amor. Él era un sillón
frailuno de madera oscura, joven, robusto, hermoso; y en los brazos tenía labrados dos
leones...
Doña Macu se calló, repentinamente alicaída. Caminaron un rato en silencio.
—¿Y qué sucedió con él? —preguntó al fin Gabi, picada por la curiosidad.
—Ah, es una historia triste... --respondió doña Macu lentamente—. Nos
queríamos mucho, y al principio fuimos muy felices. Él era de buena familia, y tenía un
futuro brillante. Pero era un tipo inquieto, bastante irritable, siempre insatisfecho.
Empezó a frecuentar malas compañías, descuidó sus obligaciones, se abandonó
muchísimo... Llegó un momento en que no pude soportarlo más y rompimos. Él
continuó por el mal camino, y hace unos años me enteré, fíjate qué horror, me enteré de
que había acabado convertido en sillón de dentista...
—¡Qué final tan terrible! —exclamó la niña, verdaderamente escalofriada.
Bicho las interrumpió con gesto preocupado:
—Cuidado: huelo algo que no he olido nunca antes, pero que no me gusta.
El hermoso bosque no parecía encerrar ningún peligro, pero la bruja les había
hablado de los Guardianes, y además Gabi se tomaba siempre muy en serio las
intuiciones del perro. De modo que corrieron a esconderse, y apenas se habían acabado
de acurrucar detrás de unas piedras cuando empezaron a escuchar ruidos de hojarasca y
resoplidos, y un vozarrón furioso:
—¿Dónde estáis? ¡Os he oído! ¡Fuuuuuuu! ¡He oído ladrar a un perro!
La criatura que así había hablado apareció entonces entre los árboles: era una
especie de dragón escamoso de color rojo oscuro. Tenía las patas traseras muy anchas y
fuertes, y una grandísima y oronda barriga; pero iba perdiendo volumen cuerpo arriba, y
las patas delanteras eran pequeñas, los hombros estrechos, la cabeza una birria.
Caminaba erguido, meneando patosamente las caderas y tropezando de cuando en
cuando con la cola, y era tan alto como un elefante.
—¿Dónde estáis, intrusos? ¡Salid si sois valientes! —vociferaba el animal; y
pataleaba de pura rabia por no poder encontrarlos.
Verdaderamente el dragón era un ser extraño, con ese cuerpo tan deforme y
desproporcionado. Pero lo más extraño de todo era que la cabeza, diminuta y erizada de
escamas en el cogote, tenía sin embargo rasgos humanos. Ahora que la criatura estaba
más cerca, Gabi podía distinguir con claridad los ojos, la nariz, las cejas, la boca... Era
una cara de hombre y, lo que era más inquietante, a la niña le resultaba familiar. Gabi
había visto el rostro del dragón antes de ahora.
Entonces sucedió algo sorprendente: a la izquierda de las peñas en las que se
ocultaban apareció una figura rutilante. Llevaba una armadura plateada a la que los
rayos del sol sacaban chispas y se cubría la cabeza con un casco negro y lustroso, como
los de los motoristas.
—¡Eh, dragón! —llamó el caballero en tono retador—. Estoy aquí. ¿Me andabas
buscando?
La fiera bufó y pegó un brinco. Clavó en el caballero sus ojillos oscuros y sonrió
aviesamente.
—Oh, sí, ya sé —susurró Gabi con desmayo—. Ya sé a quién me recuerda: esa
cosa tiene la misma cara que uno de los vigilantes de la urbanización El Bosque... ¿Te
acuerdas, Bicho? Aquel que iba en un coche oscuro y que nos persiguió una tarde sin
cogernos...
Comparado con el dragón, el caballero parecía diminuto. Pero era, eso sí, mucho
más ágil. Estaban los dos duelistas frente a frente, muy quietos, contemplándose con
atención el uno al otro. De pronto, el tipo de la armadura empezó a correr hábilmente y
a dar brincos alrededor del animal, atosigándole, embarullándole, pellizcándole el culo.
El dragón rugía y manoteaba, hecho una furia; y se puso tan nervioso, y era tan torpe,
que acabó por perder el equilibrio y caer por los suelos. El caballero lanzó un grito de
triunfo y se arrojó sobre la cabecita de la fiera. Pero entonces el dragón hizo restallar su
gruesa cola y golpeó con ella al atacante, que salió despedido por los aires y aterrizó
muchos metros más allá con un ruido seco. Allí se quedó, despatarrado y quieto.
El animal se puso en pie desmañadamente, se sacudió de polvo las escamas y se
rascó la opulenta barriga.
—¡Ja! Hasta aquí podíamos llegar —se jactó en voz alta.
Y luego dio media vuelta y, recogiéndose majestuosamente la cola bajo el brazo,
se alejó por el bosque muy ufano.
En cuanto el dragón se perdió de vista, Gabi, doña Macu y Bicho salieron de su
escondite y se apresuraron a socorrer al caballero, que seguía tumbado en el suelo como
muerto. La niña se arrodilló junto a él y le levantó la visera del casco, y lo que vio le
produjo tal sorpresa que dio un grito:
—¡Pero si es Carlos!
Era Carlos, sí, un niño de su edad, vecino del barrio y compañero del colegio. Al
escuchar su nombre, el chico abrió los ojos lentamente.
—¡Carlos! ¡Soy Gabi! ¿Cómo te sientes?
El niño la miró sin entender.
—Los dragones —farfulló—. Los dragones son malos, pero el Ogro es mucho
peor...
Carlos no la reconocía. La armadura del chico, advertía ahora Gabi al verla de
cerca, no era más que cartón recubierto de papel de plata.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué vas vestido así? —preguntó la niña.
—¿Que qué hago? —repitió Carlos con estupor, como si la pregunta fuera una
tontería—. Somos muchos. Venimos a retar a los dragones, y a veces también al Ogro,
al Ogro horrible que vive en su guarida... Tened cuidado con él, es muy peligroso...
—¿Pero de qué está hablando? —se desesperó Bicho.
—Somos muchos y venimos desde muy lejos para combatir en el Bosque
Encantado... Y había entre nosotros una chica especialmente hábil en estos duelos, una
chica a la que los dragones nunca pudieron atrapar. Se llamaba Balbalú... —dijo el niño
con visible y creciente fatiga.
—¿Y qué fue de ella? —preguntó Gabi con un hilo de voz.
—Desapareció... —susurró el chico.
Y, dicho esto, inclinó la cabeza a un lado y se evaporó en un abrir y cerrar de
ojos. Esto es, se puso tan transparente como un dibujo a tinta, y luego esas líneas
también se desvanecieron y se borraron. Y en donde un segundo antes estaba su cuerpo,
sólo quedaban ahora unas cuantas hierbas aplastadas y aire cálido.
5
A partir de entonces anduvieron por el bosque con mucho más cuidado. A
menudo se tropezaban con los dragones, que eran tres, uno gris, otro azul y el primero
que vieron rojo oscuro. Las criaturas patrullaban el lugar constantemente y eran muy
perspicaces, pero nuestros amigos consiguieron pasar inadvertidos. Gabi poseía un
extraño instinto para burlar a los dragones: sabía caminar despacito por el bosque sin
hacer ningún ruido, y colocarse contra el viento para que no la olieran, y borrar las
huellas que dejaban en la maleza. Y era tan clara su habilidad, tan evidente, que Bicho y
doña Macu se acostumbraron en seguida a aceptar las sugerencias de la niña, en la
seguridad de que era ella quien sabía mejor lo que había que hacer en estos casos. Hasta
la propia Gabi empezó a sentirse orgullosa de sí misma, y a menudo resonaban en sus
oídos las palabras del caballero de papel de plata: Balbalú siempre fue la mejor.
De cuando en cuando coincidían con otros niños y otras niñas que, vestidos con
livianas armaduras de cartón o de plástico, llegaban al bosque dispuestos a retar a los
dragones. Unos duraban más y otros menos, pero al final todos los paladines caían bajo
las garras de las fieras, que los zarandeaban y zurraban de una horrible manera.
Llevaban ya varios días vagando por el bosque, alimentándose de bayas y de
frutos silvestres y empezando a disfrutar de la aventura, cuando vieron un cartel de
madera que decía: «Centro del bosque». Más allá se abría un claro completamente
limpio de árboles. Era un espacio más o menos circular y bastante amplio: la línea de
vegetación al otro lado del claro se veía borrosa en la distancia.
—Vaya, vaya... Así es que en el centro del bosque no hay bosque... ¡Ja! Pues por
eso —refunfuñó doña Macu.
Estaban todos muy nerviosos pensando en las palabras de la bruja: «El centro del
bosque es un nido de sueños». No comprendían la frase y eso los asustaba.
La explanada estaba cubierta de hierba alta y jugosa. Había arbustos tan bonitos
que parecían de jardín, y muchas flores. Pero lo más interesante de todo era la casa.
Porque en mitad del claro se levantaba una casa de tejados picudos y múltiples
buhardillas. Tenía pequeñas ventanas de madera y era tan similar a las casas encantadas
de los cuentos que Gabi se inquietó un poco: todo era tan hermoso y tan perfecto que
parecía un decorado.
—No sé, no sé... Esto no acaba de gustarme... —rezongó doña Macu, como si
hubiera leído los pensamientos de la niña.
La butaca ya no ceceaba: se había hecho una cura de urgencia y había taponado
el agujero de la Bola Loca con un puñado de pajas secas y un entramado de palitos.
—Huelo a seres humanos —dijo Bicho.
La noticia los llenó de excitación y miedo. Avanzaron por el claro con cautela,
pero el día era hermoso, y los pájaros cantaban, y las flores perfumaban, y todo era tan
bello y tan apacible, en suma, que poco a poco fueron perdiendo el recelo y les fue
invadiendo esa loca euforia que se suele sentir en la primera tarde de sol de primavera.
Llegaron a las puertas de la casa en un periquete, y ahí se encontraron con otro cartel
que decía: «Ulablab». Así pudo adivinar Gabi dónde estaban: en lo que ella había
bautizado con el nombre de Reino de Ulablab, es decir, en la casa de su admirada
compañera Reyes.
—¡Ahora entiendo por qué todo esto es tan bonito...! —exclamó la niña en voz
alta, sintiendo una punzada de desconsuelo y el antiguo sabor de la melancolía y de la
envidia.
Repentinamente todo el placer y el bienestar que hasta entonces sentía comenzó
a marchitarse. Miraba Gabi la pradera verde y luminosa, miraba el perfumado seto de
madreselvas que rodeaba la casa, miraba el bebedero para pájaros, una pequeña fuente
de piedra en la que gorjeaban, chapoteaban y se atusaban las plumas un brillante puñado
de petirrojos, azulejos y mirlos, y en vez de disfrutar de todo esto se decía: «Es todo tan
bonito porque es de ella». Y ese pensamiento la llenaba de tristeza.
En realidad la casa no se parecía en absoluto a la casa en la que Reyes vivía en el
otro mundo, en la antigua urbanización El Bosque; pero Gabi estaba convencida de que
ése era, de todas maneras, el hogar de la niña.
—Bueno, venga, vámonos, ¿qué hacemos aquí? —urgió Bicho—. En este claro
estamos demasiado a la vista... ¿Y si vienen los dragones?
—Espera... —ordenó Gabi, cada vez más apesadumbrada y más inquieta.
Se acercó a la casa y, ocultándose tras el bebedero de pájaros, echó una ojeada al
interior por la ventana. El corazón le dio un vuelco: dentro se veía un bonito y alegre
dormitorio pintado de blanco y verde claro; una cama, una librería de madera, una mesa
de trabajo frente a la ventana con una silla haciendo juego, libros, juguetes, un oso de
peluche... ¡Era la habitación de Reyes, la antigua habitación, la que siempre tuvo! La
reconoció en seguida porque Gabi se había pasado muchas tardes espiando a su
compañera a través de los cristales de las ventanas. Claro que eso fue antes de Zascatún,
antes de que todo cambiara. Pero el cuarto de Reyes no había cambiado: allí dentro todo
seguía igual.
Gabi suspiró y se apoyó en el bebedero de piedra. Los pájaros habían huido,
asustados por su presencia, y el agua de la copa estaba quieta. Era un agua muy oscura.
Demasiado. En realidad, y ahora que Gabi se fijaba, parecía casi tan negra y tan espesa
como el agua del Orgen. Se asomó con cuidado y contempló el reflejo de su cara en la
superficie. Los rasgos se veían con toda claridad, pero al revés: el flequillo estaba donde
debía estar la barbilla, y la barbilla se veía en el lugar que le correspondía al flequillo.
Como si alguien hubiera vuelto la imagen patas arriba. Gabi dio un respingo y alzó la
cabeza, algo asustada. Y entonces la vio. Era Reyes. Había entrado en su habitación sin
que Gabi se diera cuenta. La niña se apretujó tras la copa de piedra: afortunadamente su
presencia no había sido descubierta. Reyes estaba distraída, buscando algo en un cajón.
Ya lo había encontrado: era un cuaderno grande, con anillas. Ahora Reyes se sentaba en
la silla, ante la mesa de trabajo. Dejaba el cuaderno frente a ella y miraba por la ventana
con rostro pensativo y ausente. «Qué guapa es», se dijo Gabi una vez más: «esos ojos
grises, esa melena tan oscura y espesa».
Entonces regresaron los miedos de siempre. La satisfacción y el orgullo que
Gabi había sentido los últimos días se borraron con la misma facilidad con que el mar
borra los dibujos de la arena en las orillas. Crecía la angustia dentro de su pecho, rugía y
batía su interior como una ola; y pensaba Gabi que sólo a ella, tan desgraciada, le podía
pasar lo que le estaba pasando; que sólo a ella, tan idiota, se le podía haber ocurrido la
maldita idea del terremoto. Que era, en fin, una chica sin suerte y sin cariño. A Reyes,
en cambio, la quería todo el mundo. La familia de Reyes nunca la habría dejado
olvidada en el campo; y la madre de Reyes vendría por las noches, cada noche, a
desearle a su hija buenos sueños en ese lindo dormitorio verde y blanco. Reyes no
necesitaba terremotos: era feliz. A Gabi se le llenaron los ojos de lágrimas: cómo
envidiaba a su compañera de colegio. Cómo deseaba estar dentro de esa casa acogedora,
de esa vida perfecta.
En ese instante se hizo la oscuridad, como si alguien hubiera apagado de repente
la luz de la tierra. En el sobresalto, Gabi se agarró de manera automática a la fuente.
Pero las tinieblas duraron muy poco: un par de parpadeos y, zas, el mundo se iluminó de
nuevo, y ella seguía ahí, aferrada al bebedero de pájaros. Pero un momento, ¡un
momento! Lo que sus manos estaban tocando no era piedra, sino madera. No era la
fuente sino ¡una mesa! Qué enorme confusión: Gabi no entendía lo que estaba viendo,
no comprendía lo que estaba pasando. ¿Dónde se encontraba? Ante ella se extendía una
mesa de madera clara. Más allá, una ventana. A través de la ventana, un jardín pequeño
y bien cuidado, una callecita solitaria, un par de cipreses. Y ella estaba sentada. Sí,
ahora se daba cuenta: ella estaba sentada a la mesa, y apoyaba los codos sobre el
tablero. Intentó entonces levantarse. Pero no pudo.
Además había un ruido extraño. Un rumor creciente, un bisbiseo profundo. Gabi
se asustó: aún no sabía bien por qué, pero todo le resultaba amenazador. Quiso mover
las manos, pero tampoco pudo. Era como si su cuerpo estuviera paralizado, o como si
sus manos no le pertenecieran. El rumor subía de intensidad dentro de su cabeza. Gabi
se estremeció: eso era, esas manos no eran las suyas. Llevaban un anillo que ella
desconocía. Y los dedos tenían otra forma. Las uñas. Las uñas también eran distintas.
¿Pero qué estaba sucediendo?
...TARDE. ¿POR QUÉ NO ME DEJA? ES UNA PENA... TODOS LOS
DEMÁS LO HACEN, YO SOY LA ÚNICA... ANTES ERA MEJOR, CUANDO
MAMÁ TRABAJABA...
Ahora el susurro había aumentado tanto de volumen que Gabi empezaba a
distinguir palabras, frases enteras. Parecía una voz de mujer... o, mejor dicho, de niña.
Una vocecita triste y fina. Era como si alguien estuviera hablando dentro de su cabeza.
SIEMPRE ENCERRADA EN CASA... YA SOY MAYOR, ¿POR QUÉ NO ME
DEJA? TODOS LOS DEMÁS LO HACEN, HASTA LOS MÁS PEQUEÑOS. Y YO
AQUÍ SIEMPRE SOLA...
La voz retumbaba en los oídos de Gabi, la desasosegaba y le impedía pensar con
claridad. Pensar. Sí, tenía que pensar. Tenía que intentar comprender lo que estaba
pasando. Dónde se encontraba. Por qué no podía moverse. Por qué se sentía tan
asustada. Era como estar dentro de una pesadilla. Como cuando estás soñando y quieres
despertar pero no puedes.
AHÍ ESTÁ ESE PERRO OTRA VEZ... OH, CÓMO ME GUSTARÍA... ¿Y
ELLA DÓNDE ESTARÁ? QUÉ SUERTE TIENE... PUEDE ENTRAR Y SALIR
LIBREMENTE... Y HACER LO QUE LE DA LA GANA, Y VIVIR AVENTURAS...
Entonces Gabi le vio. Vio a Bicho al otro lado del cristal, en el jardín. El perro la
miraba con ojos espantados: tenía las orejas muy tiesas y dos palmos de lengua fuera de
la boca, y gemía con desesperación mientras corría de una esquina a otra de la ventana.
Contempló Gabi al animal durante unos instantes con gran desconcierto; y después, de
repente, lo entendió todo. Comprendió Gabi que se encontraba en el dormitorio de
Reyes; y que el jardín que veía a través de la ventana era el jardín de la casa de Reyes,
pero de la casa de antes, de la de siempre, cuando la autopista era la autopista y ella iba
al colegio y había calles y autobuses y tiendas.
Comprendió también algo terrible: no es que hubiera una voz resonando dentro
de su cabeza, sino que era ella, Gabi, quien se encontraba incomprensiblemente
atrapada dentro de la cabeza de Reyes. Porque las manos eran de Reyes. Esas manos
que ahora se movían sobre la mesa sin que Gabi pudiera controlarlas. El cuerpo entero
era de Reyes. Y la voz. Y los pensamientos.
Y ADEMÁS CREO QUE TIENE UN MONTÓN DE HERMANOS, DIEZ O
DOCE... ¡QUÉ SUERTE! NUNCA ESTARÁ SOLA... SU CASA DEBE DE SER TAN
DIVERTIDA... Y NO COMO LA MÍA... CÓMO ME HUBIERA GUSTADO TENER
HERMANOS... Y ADEMÁS MAMÁ NO SERÍA TAN POSESIVA... ¿POR QUÉ NO
ME DEJA SALIR, POR QUÉ NO ME DEJA JUGAR EN LA CALLE, COMO TODOS
LOS DEMÁS CHICOS Y CHICAS?... QUÉ SUERTE TIENE GABI...
Comprendió Gabi, por último, lo más sorprendente, lo más increíble: Reyes
estaba hablando de ella. Y, cosa inconcebible, la envidiaba. ¡Reyes se había fijado en
ella, en Gabi, y creía que era feliz! ¿Cómo podía ser tan boba, cómo no se daba cuenta
de que no era verdad?
—¡No, no, mi vida no es como tú crees, mi vida no es ni la mitad de bonita que
la tuya, estás equivocada! —intentó decir Gabi; pero no tenía boca y sólo gritó con el
pensamiento, de manera que Reyes no la oyó.
Gabi, en cambio, sí podía escuchar a Reyes. Y ahora incluso empezaba a
advertir sus emociones. Descubría así Gabi la tristeza de la chica, y su angustia. Qué
curioso: Reyes se sentía sola, y poco comprendida, y muy a disgusto con su propia vida.
Que era como Gabi siempre se había sentido. Reyes pensaba que era la niña más
desgraciada del mundo. Lo cual no podía ser cierto, porque Gabi siempre había creído
que era ella la más desgraciada... Durante años, Gabi había estado convencida de que lo
que ella sentía no lo sentía nadie más... Y ahora resultaba que a Reyes le pasaba lo
mismo...
AHÍ SIGUE EL PERRO DE GABI... QUÉ RARO, ¿GABI DÓNDE
ESTARÁ?... OJALÁ ME DEJARA MI MADRE TENER PERRO... PERO ELLA NO
QUIERE COMPARTIRME CON NADA NI CON NADIE...
Sí, Bicho seguía al otro lado de la ventana, nerviosísimo. Con brusquedad, de
mal humor. Reyes abrió el cuaderno grande de las anillas, que era en realidad, ahora se
daba cuenta Gabi, un bloc de dibujo. Sacó entonces una caja de rotuladores de un cajón
y empezó a colorear una lámina que tenía a medio hacer. Siempre había pintado muy
bien: ésa era una de las muchas cosas en las que la bonita Reyes destacaba. Teniendo
tantas cosas como tenía, ¿cómo era posible que Reyes la envidiara a ella, a Gabi? Claro
que Reyes estaba equivocada, eso por supuesto. Por ejemplo, creía que Bicho era su
perro, y por desgracia eso no era verdad... o era sólo una verdad a medias.
MAMÁ ES BUENA, PERO ME AGOBIA. ANTES, CUANDO TRABAJABA,
LAS COSAS FUNCIONABAN MEJOR. PERO DESDE QUE DEJÓ EL EMPLEO
ESTÁ TODO EL TIEMPO ENCIMA DE MÍ. QUÉ RARO ES TODO, ELLA ESTÁ
SIEMPRE ENCIMA DE Mí Y YO ME SIENTO SIN EMBARGO TAN SOLA...
Reyes estaba pintando un tren. El dibujo se encontraba a medio hacer, y sin duda
había sido empezado en una tarde más animosa y más feliz, porque el paisaje estaba
lleno de alegres casitas y árboles muy verdes, y el tren, de colores brillantes, parecía
avanzar plácidamente soltando espesos chorros de un vapor blanquísimo. Ahora, sin
embargo, llena de desaliento como estaba, Reyes escogía los rotuladores más oscuros.
Delante del tren empezó a dibujar un paisaje sombrío: un cielo turbulento, colinas
peladas, retorcidos árboles sin hojas. A Gabi la desconcertaba la desesperación de
Reyes. «Yo también he debido de equivocarme», se dijo: «Reyes no era tan feliz como
yo pensaba». La niña estaba rellenando de sombras azules y marrones el chorro de la
locomotora, antes tan blanco. El tren había perdido su placidez y parecía avanzar a toda
velocidad por la hoja de papel, bramando ensordecedoramente y manchándolo todo con
su sucia humareda. Gabi empezó a sentirse mareada y enferma. Le resultaba angustioso
ver cómo esas manos se movían autónomamente. Estaba atrapada dentro de la cabeza de
la chica. ¿Cómo iba a poder salir de allí, si no tenía cuerpo, si no podía moverse, si no
sabía cómo había entrado? Gimió Gabi sin boca y sin sonido. Se hubiera echado a
llorar, pero tampoco tenía lágrimas.
Entonces algo se movió debajo de ellas. Reyes no lo advirtió, pero Gabi sí. Una
pequeña sacudida del asiento. Una súbita tibieza, un temblor animal.
—¡Recontraserrucho! ¡Al fin! ¡Creí que no iba a conseguirlo! —exclamó una
voz aguda.
Era doña Macu. Utilizando quién sabe qué artes, la butaca se había materializado
bajo Reyes, suplantando la silla funcional en la que la chica estaba antes sentada. De
haber tenido boca, Gabi se hubiera sonreído: tan aliviada se sentía de oír a la vieja
butaca.
—¡Doña Macu! Cuánto me alegro de verla...
—Yo también, hijita, yo también... Pues por eso.
Afortunadamente la silla podía oírla. Reyes no había advertido nada: continuaba
embebida en la pintura. El dibujo estaba prácticamente terminado, pero, como detalle
final, la niña estaba añadiendo algo delante del tren, en mitad de la vía. Una mancha. Un
objeto redondeado y oscuro.
—Hay que darse prisa —dijo doña Macu—. Hay que salir de aquí cuanto antes...
—Sí, sí, pero ¿cómo? —se angustió la niña.
—Eso sólo lo puedes saber tú. ¡Tú inventaste este mundo! Piensa, Balbalú,
piensa. Ya sabes, en la calamidad... vete al sillón.
Intentó entonces Gabi reflexionar y calmarse un poco. Bajo ella (o, mejor dicho,
bajo Reyes), doña Macu irradiaba un suave calor. Se sintió algo más serena, y gracias a
ello pudo advertir que Bicho, que seguía al otro lado de la ventana, llevaba un diminuto
papel entre los dientes.
—¡Mi letrero! ¡Bicho ha encontrado el cartelito con el que bauticé el reino de
Ulablab! —exclamó Gabi.
Había que romperlo. Había que desgarrar el papel porque estaba claro que, al
destruirlo, desaparecían de la situación presente y se materializaban en algún otro lugar
de su mundo imaginario. A Gabi no le importaba caer en cualquier sitio, ni siquiera le
importaba aparecer en el fondo del barranco del Dhay, y eso que ella había inventado
aquel lugar como un sitio terrible y asolado por los lobos hambrientos. Pero ahora todo
eso le daba igual, Gabi quería salir de la cabeza de Reyes, quería salir fuera como fuera.
MÁS GRANDE. HARÉ LA PIEDRA UN POCO MÁS GRANDE. QUE EL
TREN DESCARRILE, QUE LOS VAGONES SALGAN POR LOS AIRES, QUE
REVIENTEN TODOS...
Era una piedra, sí. Reyes estaba dibujando una terrible y enorme roca en mitad
de la vía; y el tren corría hacia ella, el tren se precipitaba, pitando lastimeramente, hacia
el desastre. Gabi se asustó: se sentía en peligro, amenazada. Y el aire parecía vibrar de
violencia y de furia. Como cuando ella creó el terremoto. Como cuando inventó
Zascatún.
—¡Rompe el cartel, Bicho! ¡Rompe el papel! —gritó Gabi sin palabras y sin
voz, intentando transmitir al perro la fuerza de su miedo y de sus pensamientos.
Y entonces Bicho arrugó el hocico, recogió el papel con la punta de la lengua y
se lo tragó. Y las luces del mundo se apagaron de nuevo.
6
Lo primero que advirtió Gabi en cuanto desaparecieron las tinieblas fue que
había recuperado su cuerpo, que sus manos eran sus manos y sus piernas sus piernas. Y
lo segundo que notó fue que Bicho no estaba. A su lado se encontraba doña Macu, patas
arriba. Pero al perro no se le veía por ninguna parte. Gabi se preocupó.
—Me parece que hemos perdido a Bicho —dijo.
La silla se atusó y recolocó las pajas con las que había taponado el agujero del
respaldo.
—Ya aparecerá...
Se hallaban en un extraño lugar que parecía una cueva natural. Las paredes eran
de roca y el techo curvo y oscuro. Desde donde se encontraban, apoyadas contra uno de
los muros, no se veía la boca de la cueva; pero frente a ellas el suelo subía y subía, en
una cuesta escarpada y llena de pedruscos, y se perdía de vista más arriba del techo. Por
allí entraba una claridad brillante y azulada, la luz del exterior: la salida tenía que estar
allí, al final de la cuesta. El lugar sólo estaba iluminado por esa luz cenital, que se iba
debilitando a medida que te internabas en la caverna. Al fondo de la cueva, que era
donde se encontraban Gabi y doña Macu, el aire era oscuro y helado, aunque había
suficiente claridad como para ver el contorno de las cosas.
—No está —repitió Gabi, acongojada, tras haber hecho una nueva y más
minuciosa inspección visual del lugar—. Bicho no está.
Tenía la angustiosa sensación de haber perdido al perro para siempre. ¿Cómo se
las iba a arreglar para encontrarle en ese mundo tan lioso, lleno de apagones y de
extraños sucesos?
—No te preocupes por Bicho... quizá sea afortunado por no estar aquí. Mira... —
susurró la butaca con voz temblorosa. Y señaló con el brazo derecho un rincón de la
cueva.
Gabi miró en la dirección indicada y se quedó sin aliento. Ahí, en la esquina más
sombría, se apilaba una torre de huesos y pellejos. Había un poco de todo, esqueletos de
perros y de gatos, patas de conejos, pajaritos resecos y tiesos, ¡incluso calaveras mondas
y pulidas que parecían humanas! Gabi se echó a temblar: ¡a ver si, después de todo, los
cuentos de los críos chicos eran verdad y existía el Ogro Comeniños! De sólo pensarlo
Gabi experimentó un terror tan tremendo que las piernas se le aflojaron; pero la
avispada doña Macu corrió a ponerse debajo de ella, de modo que Gabi cayó en blando
sobre la butaca y se quedó sentada.
—¡Ánimo, coraje, serenidad, cabeza! —farfulló doña Macu, hecha también ella
un haz de nervios—. ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes!
—¡Sí, sí! —dijo la niña. Y se puso de pie, sin saber muy bien adonde ir.
—¡Por la cuesta! —gritó la silla—. La luz viene de allí, por allí se saldrá.
Doña Macu tenía razón, así es que tiraron cuesta arriba, tropezando con las
piedras y resbalando con los cantos sueltos. Pero no habían avanzado ni un par de
metros cuando la luz se oscureció súbitamente, como si un cuerpo enorme hubiera
taponado la boca de la cueva. Alguien estaba entrando, no había ninguna duda: se
escuchaban unos profundos resoplidos y el aire olía a bestia.
—¡Ánimo, sereza, coracidad, nadeza! —repitió la silla, ya perdido el tino,
mientras giraba sobre sí misma y corría cuesta abajo hacia el rincón más oscuro de la
gruta, con Gabi trotando detrás de ella.
—¿Qué es esto, quién anda ahí? —retumbó una voz de trueno.
Y tras la voz llegó su dueño, un hombrón inmenso que se daba con la cabeza
contra el techo. Era tan ancho como largo, con unos brazos interminables, como de
orangután, y tan cargado de hombros que la cruz de la espalda le asomaba por encima
de los cuatro pelos de la cabeza. Porque el monstruo era calvo. No suelen ser calvos los
monstruos de las cuevas, sino, por el contrario, bien velludos, pero éste, cosa rara,
carecía casi por completo de cabellera. Eso sí, las narices y las orejas —que eran
picudas como las de los gnomos— las tenía tan llenísimas de pelos que parecía
imposible que la criatura se las apañara para respirar y oír a través de semejante selva.
Gabi se estremeció: la cara del monstruo le recordaba a alguien, a alguien sin duda
desagradable y malo. Esos pelazos en las narices, esa frente aplastada, esa calva
grasienta... ¿Quién era? Gabi le conocía, estaba segura; le había visto con anterioridad
en algún otro lugar, en otro espacio.
El hombrón se plantó en mitad de la cueva, los brazos en jarras, resoplando
como un cachalote. Todavía un poco deslumbrado por el sol de fuera, parpadeaba y
achinaba sus ojillos negros, esforzándose por ver en la penumbra. En seguida descubrió
a Gabi y a doña Macu, que se apretujaban contra el muro dando diente con diente.
—¡Ajajá! —bramó la criatura con tono triunfal—. ¿Qué tenemos aquí? ¡Una
niña boba que se ha metido por sí sola en la guarida!
—Bu-buenos días, caballero —dijo la butaca, tartamudeando de miedo pero
sacando mucho el respaldo y adoptando un aire muy digno—: Disculpe usted que
hayamos invadido su...
—¡Ajajá! —le interrumpió el monstruo sin hacer ni caso—: ¡Una niña retonta y
una silla pringosa! ¡Y no he tenido que cazarlas, no señor, se han cazado solitas!
—¡Mo-modere usted su lengua, señor mío! —se ofendió la butaca—: ¿A qué
viene tanto insultar? ¡Es usted un maleducado!
Gabi le dio un codazo a doña Macu:
—¡Shhhhhh! —susurró—: ¡Encima no le enfade!
Pero la criatura no pareció enojarse; muy al contrario, soltó una ensordecedora
carcajada.
—¡Pues claro que soy un maleducado! —rió—: ¡Soy el Ogro!
Dicho lo cual el monstruo se inclinó y, agarrando a Gabi con una sola de sus
grandes manazas, la levantó por los aires hasta la altura de su cara.
—¡Deja a la niña, ogro asqueroso! ¡Déjala! —gritó doña Macu mientras daba
desesperados puñetazos en las piernas del monstruo, que era el único lugar de la
anatomía del gigante que estaba al alcance de la rechoncha silla.
—¡Cállate, canija! —gruñó el Ogro.
Y de un manotazo tiró a la butaca patas arriba. Gabi chillaba, se retorcía y
gimoteaba atrapada en la zarpa. Estaba muy cerca de la cara del monstruo, tan cerca que
advirtió que había algo pequeño y blanco enredado en los pelos de las narices. Parecía
un papelito plastificado, uno de esos papeles con los que ella, Gabi, nombraba los
lugares en el otro mundo. Mientras el monstruo perseguía por toda la gruta a doña
Macu, la niña estiró el brazo y consiguió coger la cartulina. Sí, ¡sí!, era uno de sus
carteles. ¡Estaban salvadas! Lo rompería y desaparecerían de la cueva... Desplegó el
papel y leyó: «Xuxuy». Claro, Xuxuy... Un día Gabi nombró así la garita de la entrada a
la urbanización El Bosque, esa caseta en la que estaba el guardia de la puerta, el bruto
aquel, el más feroz... O sea, el Ogro. Ahora estaba claro, ahora se daba cuenta: el rostro
del Ogro era idéntico al rostro de aquel guardia borrico que arrastraba a los niños por las
orejas.
A todo eso, el monstruo había conseguido arrinconar a doña Macu. «¡He de
darme prisa!», pensó Gabi; y, retorciéndose en la mano del gigante, que cada vez
apretaba más, arrugó la cartulina y se dispuso a romperla.
Pero era tarde. El puño libre del Ogro cayó como una maza sobre doña Macu, y
la pobre butaca se hizo trizas en medio de un agudo quejido, de un crujido tremendo, las
patas por un lado, el asiento por otro, los brazos desencolados y en pedacitos. Gabi
también chilló, horrorizada; y el espanto, o las sacudidas de la mano del Ogro, hicieron
que el cartel se escurriera de entre sus dedos: arrugado y un poco desgarrado, pero aún
entero. En ese momento empezó a oscurecerse todo. No fue un súbito apagón, como las
otras veces que se habían trasladado de los lugares, sino un decrecer de la luz que duró
unos segundos. Gabi tuvo tiempo de advertir la expresión de perplejidad del Ogro y de
despedirse, con dolor, de los desperdigados trozos de la valiente silla. Y cuando al fin
llegó la oscuridad Gabi presintió que esta vez algo marchaba mal, que esta vez
encontraría problemas en su huida.
7
Estaba en un tren. Cuando la luz se hizo de nuevo, Gabi se descubrió en un tren.
Y estaba sola, ¡sola! Sin Bicho, perdido quién sabe dónde, seguramente para siempre.
Sin doña Macu, a la que había visto destrozar ante sus ojos. Gabi sintió una pena
insoportable, una especie de dolor en el estómago, un escozor vivísimo, como si le
hubieran cortado un pedazo de su cuerpo. Estaba más sola que nunca, sola de una
manera distinta y peor que cuando su familia la olvidó en el monte. Porque ahora había
tenido amigos y los había perdido. Y el recuerdo de Bicho y doña Macu la quemaba, le
ardía como arde una herida profunda.
Pensaba en todo esto Gabi, de pie en el pasillo de un tren, aturdida por el ruido,
el movimiento y la trepidación. Era un vagón antiguo, de madera oscura, muy lujoso. El
suelo estaba cubierto por una alfombra roja y los compartimientos, que se abrían en el
lateral izquierdo, tenían sillones de terciopelo y relucientes lámparas de bronce y cristal.
Estaba vacío. El vagón parecía estar vacío, y quizá estuviera vacío el tren entero. Sin
embargo avanzaba a toda velocidad, pitando desafiantemente, entre campos verdes y
pueblos pequeñitos. Puentes y rebaños, bosquecillos y granjas aparecían, se deslizaban
y se perdían por el lateral derecho, a través de los ventanales del pasillo. La locomotora
pitaba, la madera crujía, los raíles rechinaban, el pasillo se llenaba de luces y sombras
fugitivas y Gabi, que no sabía dónde estaba, se mantenía de pie de cara a la marcha y
sentía vértigo.
Entonces escuchó el resoplido. Aun antes de volverse a mirar sobre su hombro
ya había adivinado lo que era. Pero de todas maneras se volvió y miró. Allí estaba,
recién franqueada la puerta de comunicación entre vagones, avanzando como un toro
hacia ella. Allí estaba el Ogro. Había salido mal, sí, como ella se temía. No había roto el
papel del todo y no había conseguido librarse del monstruo. La niña echó a correr por el
pasillo adelante.
Corría y corría Gabi, pasaba de un vagón a otro en dirección a la máquina, y el
tren no se acababa nunca. El Ogro seguía detrás de ella, acortando las distancias poco a
poco. Trotaba el monstruo lenta y torpemente, haciendo retumbar las tablas del suelo;
pero parecía avanzar sin fatiga, mientras que a ella, Gabi, cada vez le pesaban más las
piernas, y se le afilaba la respiración, y en el pecho le crecía una montaña. Al otro lado
de las ventanas iba pasando el mundo. Atravesaban sin detenerse, tan sólo aminorando
un poco, estaciones rurales pequeñas y llenas de moscas, o enormes estaciones urbanas,
de ciudades grises como una niebla. Iba viendo Gabi los carteles: Galaila, que era un
balneario; Nadogui, un paradero polvoriento en mitad de un desierto; Dovomir y Zulan,
grandes ciudades ambas, llena de rascacielos de vidrios oscuros la primera, baja y
sombría, con canales y puentes, la segunda. Eran las paradas de la línea de ferrocarril
que ella, Gabi, se había inventado. Ella había creado las ciudades, ella había puesto
nombre a los desiertos. Y ahora estaba atrapada dentro de un tren que no se detenía
nunca, con un ogro feroz a las espaldas.
A medida que Gabi iba avanzando hacia la cabecera del tren, los siempre vacíos
vagones iban perdiendo su lustre y su esplendor. Primero desaparecieron las alfombras
rojas, después las lámparas de bronce. Ya no había maderas barnizadas, el suelo estaba
sucio, las tarimas rajadas. Todo se iba deteriorando rápidamente, y los nuevos vagones
en los que Gabi entraba estaban en condiciones lamentables: los sofás desgarrados y
enseñando el relleno, los cristales rotos, las bombillas peladas y colgando de un hilo, las
puertas arrancadas. Y olía a podrido.
Más deprisa. Iba cada vez más deprisa el tren, y más deprisa el Ogro, y más
despacio ella, que a estas alturas apenas podía despegar los pies del suelo, tan cansada
estaba, tan perdida. Pitaba la locomotora, y sonaba como el grito de una bestia furiosa.
Ahora estaban cruzando el cañón de Dhay, en la cordillera de los Zarayanes, de modo
que estaban cerca, muy cerca de su casa, de la casa de antes. Y sí, ¡sí!, ahí aparecía
ahora la ciudad, la glorieta, ¡su calle! El colegio, la tienda de la señora Manuela, el bar
de la esquina... Y su casa. Su casa deslizándose a todo correr por los cristales del tren.
El quinto piso. La ventana de su habitación. Y ella asomada a la ventana. Sí, acodada en
el alféizar, con gesto ausente y aburrido, había una niña: y esa niña era Gabi, ¡era ella
misma! Todo esto lo veía Gabi con el rabillo del ojo, a toda prisa, mientras corría por el
vagón perseguida por el Ogro, mientras el tren volaba sobre las vías. Allí se vio, y allí
atrás se quedó la otra Gabi, mientras el tren enfilaba el puente sobre la autopista y
entraba en la urbanización El Bosque, y ahora habían aparecido los dragones, las
criaturas escamosas, una azul, otra roja oscura y otra gris. Trotaban al lado del vagón,
junto a la vía, como si intentaran asaltar el tren, y hacían gestos amenazadores hacia la
niña.
Entonces Gabi se acordó, en medio de su desesperación, de la bruja Menear y su
marido Merlín. Lo habían dicho muy claro: llámanos si tienes algún problema grave. Y
esto era mucho más grave que lo más grave que Gabi podía llegar a imaginar. Sin parar
de correr, casi sin aliento, la niña farfulló el conjuro mágico:
—La chispa de la vida, du-duá...
No sucedió nada.
—La chis-pa de la vi-vida, dududuá... —repitió la niña, medio asfixiada.
Y de inmediato se tropezó con las espaldas rechonchas de la bruja y del mago,
que corrían por el pasillo del tren justo delante de ella, repentinamente materializados de
la nada.
—Vaya, vaya... —jadeó la mujer—. Desde luego sí que tienes un buen
problema...
—¿No pueden hacer nada? —dijo Gabi.
—Espera —contestó Merlín sin parar de correr—: Estoy pensando en un buen
conjuro...
Trotaban los tres por los vagones con el Ogro detrás, y la niña empezaba a
arrepentirse de haber metido al matrimonio en semejante situación. Porque, además,
estaban viejos, corrían poco y le estorbaban a ella el paso.
—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! —gritó Merlín triunfalmente. Y, volviendo la cabeza
por encima del hombro sin aflojar la marcha, el hombre miró al Ogro y le cantó:

Abra Cadabra,
Brava la Cabra.
Ni uno ni ciento,
Si he tenido tiento,
Vete con el viento.

Y en el mismo momento en que Merlín terminó de decir su conjuro, el Ogro que


los perseguía se convirtió en siete ogros idénticos.
—¡Cielos! —gimió Menear.
Así es que ahora trotaban los tres por los vagones con los siete ogros detrás. El
tropel de monstruos producía con los pies un estruendo espantoso y el astillado suelo de
madera brincaba y vibraba como si fuera a romperse. No había solución. Todo era
inútil.
Gabi ya no podía más. Le dolía el costado, le faltaba el aire, las piernas parecían
de gelatina. Iba tropezando con las maderas arrancadas de los viejos vagones, y bajo sus
pies restallaban los vidrios rotos. Los ogros estaban ya tan cerca que a la niña le parecía
sentir sus alientos ardientes en el cuello: la iban a atrapar muy pronto, eso era seguro.
—¡Tranquilidad! —rogó Merlín—. Voy a intentarlo otra vez...
—¡Ni se te ocurra! —se espantó su mujer.
—Verás que éste va a funcionar, éste es muy bueno:

Zumba zumba, Mambo mambo.


Cerramos los ojos Y ya no estamos.

Y, efectivamente, no estaban. ¡No estaban! Menear y Merlín habían


desaparecido, se habían ido tan abruptamente como habían llegado. Pero detrás de Gabi,
a sus espaldas y muy cerca, aún rugían y se relamían los siete ogros. La niña ahogó un
sollozo. Ya no podía más.
Al otro lado de las ventanas el cielo se había vuelto tormentoso y oscuro. Era un
cielo extraño, amenazante; una nube muy negra, delgada y vertical como una columna,
se levantaba por delante del tren desde el suelo al cielo. Qué raro: esa nube parecía...
Esa nube era como... Gabi se estremeció: allí arriba, en el cielo, sobre su cabeza, las
nubes formaban una figura, una imagen borrosa... Un rostro, unos hombros inmensos,
un brazo, una mano... El tren empezó a tomar una curva muy amplia y Gabi pudo ver
por vez primera la locomotora allí adelante. Y frente a la locomotora, en mitad de la vía,
una sombra muy densa. Pero no, no era una sombra, ¡era una roca! Gabi miró hacia
arriba: la figura de las nubes era Reyes. Una Reyes enorme y transparente que, acodada
en el cielo, estaba dibujando con un lápiz de brumas el obstáculo que cortaba la vía, esa
tremenda roca contra la que el tren iba a estrellarse. Se estremeció: antes, cuando estaba
metida dentro de la cabeza de Reyes, ella había visto cómo la chica dibujaba el
pedrusco. No tenían salvación: ya ni siquiera importaba que la alcanzaran los ogros,
porque en unos instantes iban a salir todos por los aires. Los monstruos, en realidad, ya
no la perseguían: estaban los siete parados en el pasillo, como ella, contemplando con
ojos espantados cómo el tren se precipitaba hacia el desastre.
Pero entonces el aire empezó a vibrar y a enturbiarse junto a Gabi, y se escuchó
un siseo. Y de pronto, en menos de lo que se tarda en decirlo, se materializaron frente a
ella dos figuras. ¡Eran Bicho y la silla! ¡Y doña Macu parecía estar un poco
despeluchada, pero entera! Antes de que la niña pudiera decir nada, el perro arrojó ante
sus pies un papel que llevaba en la boca: era la cartulina arrugada y medio desgarrada
que Gabi había perdido en la cueva del Ogro.
—¡Rómpelo, date prisa! —gritó el perro.
Y la niña rasgó el papel justo cuando la locomotora arremetía contra la piedra.
Pero ellos ya no sintieron el choque porque la oscuridad los había rescatado justo a
tiempo.
8
Estaban en un lugar muy raro- Tan raro que ni siquiera parecía un lugar. Los
rodeaba una especie de bruma algodonosa de color azul claro. No se veía objeto alguno,
ninguna superficie: era como estar dentro del agua. La luz, suave y opalina, era muy
confortable, y el lugar en sí, o el no lugar, infundía una sensación de paz y de sosiego.
Gabi se abrazó a sus amigos.
—¡Oh, qué alegría, qué alegría! ¡Creí que os había perdido para siempre!
Bicho, demasiado emocionado para poder hablar, le llenó la cara y el cuello de
húmedos lametones, y doña Macu la estrechó afectuosamente contra el respaldo.
—¡Mi primorcito, mi cuchi-cuchi, rosita de pitiminí, pimpollito precioso, ¿quién
es la nenita preferida de su butaca?! —arrulló la silla con voz pituda y dulzona.
Gabi miró a doña Macu con divertida sorpresa: sí, claro, la butaca parecía estar
muy contenta de verla, pero, la verdad, decía unas cosas muy raras, y además en un tono
muy extraño.
—No te asombres, es la miel —dijo Bicho, al advertir la sorpresa de la chica.
—¿Qué miel? —preguntó Gabi.
—La que usó este excelente, este magnífico, este monísimo perro, este perrito
lindo para curarme... —dijo doña Macu en su tonillo melifluo.
—Verás, cuando desaparecisteis de casa de Reyes os estuve buscando por todas
partes —explicó Bicho—. Me tuve que recorrer el bosque entero, pero al fin encontré
vuestro rastro en la cueva. También encontré a doña Macu hecha trocitos; pero me fijé
bien y vi que en realidad no estaba rota, sino desencolada. Así es que la pegué de nuevo
con un poco de miel que saqué de un panal de abejas, porque no tenía otra cosa a mano.
Y desde entonces está así de melosa, de cursi y de pesada.
Gabi rió y miró a doña Macu: la pobre butaca se había deteriorado mucho en el
transcurso de la aventura. Tenía el respaldo agujereado, la madera astillada y la tapicería
toda pringosa y llena de churretones de miel.
—No se preocupe, doña Macu: la arreglaremos bien en cuanto volvamos a casa
—dijo Gabi.
Y luego se sorprendió de sus propias palabras: volver a casa... ¿Pero es que
conseguiría volver algún día? Y aunque lograra encontrar el camino hacia el pasado,
hacia el otro mundo, ¿es que tenía casa a la que regresar? ¿No había visto allí, desde el
tren, a otra Gabi asomada a la ventana? Y, entonces, si Gabi estaba allá, en su
dormitorio, en su casa, en el antiguo mundo, ¿quién era ella, en realidad? ¿Balbalú? ¿Y
quién diantres era Balbalú? Se miró los pies y se tocó la cara, temiendo que unos y otra
se le hubieran borrado, que no tuviera ni piernas ni rasgos, como le había dicho la bruja
Menear. Pero no. Ahí estaban los piececitos, sólidos como siempre, metidos en la
bruma; y ahí estaban su nariz, sus ojos, sus mejillas...
—No comprendo lo que quiso decir Menear... —murmuró Gabi en voz alta.
—¿Hablas de la bruja? —dijo Bicho alegremente—. Fueron ellos, la bruja y el
mago, los que nos ayudaron. Aparecieron de repente en la cueva y Merlín hizo un
conjuro para enviarnos contigo. Y ya ves, lo consiguió. Después de todo es un mago
muy bueno.
—¿Muy bueno? —se pasmó Gabi.
Pero no pudo añadir más, porque en ese momento advirtieron algo tan
extraordinario que los dejó sin habla: ante ellos, flotando majestuosamente en la bruma
luminosa y azul, había un ganso del tamaño de un elefante, con el pico dorado y las
plumas muy blancas. Estaba de lado y clavaba en ellos un único ojo, con un gesto altivo
e imponente.
—¡Oh! —exclamó Gabi.
—¡Oh! —exclamó Bicho.
—¡Reconcholines y repampanitos! —meloseó doña Macu.
Y luego todos se callaron y durante algunos instantes miraron en silencio al ave
y el ave los miró a ellos. Al cabo el ganso habló:
—Estoy esperando —dijo. Tenía una voz profunda y melodiosa.
—¿Esperando qué? —musitó Gabi, intimidada por la magnífica presencia de la
criatura.
—Esperando a que hagáis vuestra jugada.
—¿Cómo dice usted? —se asombró la niña.
El ganso esponjó sus plumas de seda e hinchó la opulenta pechuga. Suspiró:
—Ya veo que ni siquiera os habéis dado cuenta de que estáis jugando. ¡Qué
calamidad! Las nuevas generaciones sois cada vez más ignorantes...
Calló el ave y navegó durante unos instantes en lentos y amplios círculos por la
brillante bruma. Por fin se detuvo y los contempló con aburrido desdén.
—Hay unos juegos más importantes que otros, pero, en cualquier caso, jugar es
necesario —explicó—. Uno siempre está jugando algún juego, incluso cuando lo
ignora, como os ha sucedido a vosotros ahora. Y para jugar bien es fundamental saber
las reglas. ¿Lo habéis entendido?
—S-s-sí... —mintió Gabi, que no se había enterado de nada.
—Estupendo. Pues entonces jugad. Es vuestro turno —dijo el ganso, y señaló
hacia abajo con el pico.
Ante la criatura había aparecido un gran dado de cristal del tamaño de una pelota
de fútbol. La niña lo miró, desconcertada, sin saber muy bien qué se esperaba de ella.
—Venga, ricura, nenita, dulce mía —susurró la silla a su lado—: Coge ese
monísimo dadito y arrójalo al aire...
Gabi alzó el cubo transparente. No pesaba nada.
—Recuerda que la muerte existe —dijo entonces el ganso—. Procura no caer en
la casilla de la Muerte, en donde todo acaba.
—¿La Muerte? —contestó la niña con aturdimiento—: Pero si yo no inventé la
Muerte... Quiero decir, en los lugares que nombré, en los lugares que inventé, no puse la
Muerte en ningún lado...
El ave dio un respingo y se volvió hacia ella. Sus ojos negros y redondos
despedían chispas, su pico rechinaba. Estaba furiosa.
—¿Que tú no pusiste la muerte? ¿Pero tú te crees que en el mundo no hay otro
juego que esa tontería que tú te has inventado? ¡Yo soy la Oca! ¿Entiendes? ¡La Oca! Y
hace siglos que la Humanidad juega mi Juego.
Aleteaba de indignación y la voz se le había convertido en un graznido.
—Hermosísima Oca, ánade bonito, ricura plumosa, preciosidad palmípeda,
perdonad a la niña —intercedió la silla—: Mi linda Gabi es muy joven, y no conoce
como yo a Vuestra Excelencia, no sabe de vuestra alcurnia y del antiguo linaje, aunque
he de deciros que desde luego no se os notan nada los siglos, parecéis un monísimo
pollito...
Los melifluos halagos de doña Macu calmaron a la Oca considerablemente. Se
meció el ave en la bruma y suspiró de nuevo.
—Cuanto más importante es el juego, más riesgos tiene —dijo al fin—. Por eso
te prevengo, por tu bien, de la casilla negra de la Muerte.
—¿Pero cómo voy a poder evitarla? —se lamentó la amedrentada Gabi—. Es
todo cuestión de suerte: yo no sé qué número va a salir cuando tire el dado...
—Es cierto, la suerte influye —contestó la majestuosa Oca—. Pero también
influyen tus deseos. Si deseas algo con suficiente fuerza lo conseguirás, puedes estar
segura.
Gabi dudó: el problema era que no sabía bien qué desear. Tenía aún el cubo de
cristal entre las manos, y a su alrededor todo el mundo, es decir, Bicho, doña Macu y la
Oca, parecían estar esperando su jugada. Tiró el dado al aire. Al caer marcó seis puntos.
—¡Bien! Un seis: has tenido la fortuna de caer en una de mis casillas, de modo
que de oca en oca y tiro porque me toca. ¡Arroja el dado otra vez! —ordenó el ave.
Gabi recogió obedientemente el cubo de vidrio. Tenía miedo. Tenía miedo de la
casilla de la Muerte, y de todas esas otras casillas cuyo significado aún ignoraba.
Respiró profundamente, estiró los brazos y lanzó el dado al aire. El cubo rodó sin ruido
entre la bruma y se detuvo de nuevo en el seis.
—¡Y van dos! —chilló la criatura—: Vuelve a tirar. Tienes un turno más... el
último. Y si te sale un tercer seis ya sabes lo que sucederá: volverás a la primera casilla.
Gabi se secó las manos en los pantalones: tenía las palmas sudorosas y heladas,
y se le pegaban desagradablemente a las paredes del cubo de cristal. Estaba muy
nerviosa. Tenía la sensación de que todo dependía de ella, aunque ni siquiera sabía muy
bien qué significaba ese todo ni qué estaba arriesgando en ese juego. Pero sabía que la
próxima sería la última tirada, y que, una vez jugado su juego, no habría manera de
rectificar. Apretó el gran dado contra el pecho: estaba tibio, como si fuera un organismo
vivo. Entonces, sin pararse a pensarlo, Gabi arrojó el dado hacia arriba con todas sus
fuerzas, y el cubo de vidrio subió y subió, girando y centelleando en el aire azulado, y
después bajó recto como un plomo y se quedó quieto.
—¡Otro seis! —graznó la Oca en tono triunfal—: ¡Regresáis al principio!
Dicho lo cual el ave se irguió y, desplegando las hermosas alas, comenzó a
batirlas. Así, toda estirada, la Oca parecía ser doblemente inmensa, y su poderoso aleteo
empezó a levantar un viento fortísimo, un vendaval que envolvió a Gabi, a Bicho y a
doña Macu en un tirabuzón de bruma, levantándolos bruscamente por los aires. Estaban
volando a lomos de un huracán azul, y era un vértigo y una emoción y un placer
tremendos. Volaron y volaron mucho tiempo con el ventarrón rugiendo en sus oídos,
hasta que al fin se acabó de golpe el alboroto y nuestros amigos se encontraron de pie
sobre una tierra dura, con un cielo de color apagado sobre sus cabezas. Frente a ellos, un
cartel de madera decía: «Primera casilla». Y un poco más abajo, en otra tablilla, podía
leerse: «Zascatún».
9
De modo que estaban de nuevo en Zascatún. Gabi miró alrededor y, en efecto,
reconoció la reseca llanura, el cielo grisáceo. El viento que los había transportado había
levantado sucias nubes de polvo que ahora empezaban a posarse. Delante de ellos se
extendían las ruinas. Desde luego no era un paisaje alentador.
—¡Zascatún! —gimió Bicho—: ¡No me lo puedo creer! ¡Otra vez aquí!
¡Tendremos que empezar de nuevo!
—Calma, calma, reflexionemos un poco —dijo la butaca juiciosamente—: Ya
sabéis, en la felicidad, agitación...
—Y en la calamidad vete al sillón —completó Bicho con tonillo de exasperada
burla—. Como si nos sirvieran de mucho sus refranes...
»Y, además, no hay quien se siente encima suyo, con lo pringosa que está...
—¡Oh, no, Bicho, mira! —dijo Gabi con admiración señalando a la butaca—:
¡Ya no está manchada!
Y era verdad: la silla ya no rezumaba por las junturas miel reseca, y tampoco
tenía el agujero del respaldo. La tapicería seguía estando descolorida, y la madera un
poquito arañada, pero en conjunto había rejuvenecido muchísimo: estaba exactamente
igual que cuando la habían encontrado. Doña Macu se contempló a sí misma con
embeleso y dio unos cuantos pasos, muy ufana, meneando ostentosamente el gordezuelo
asiento.
—¡Qué bien! ¡Pero qué bien! ¡Estoy estupenda!
—¡Qué mal! —contestó Bicho en tono lúgubre—: Eso viene a confirmarnos que
estamos exactamente igual que al principio. No nos ha servido de nada todo lo que
hemos pasado...
Gabi calló, confundida. ¿Tendría razón el perro? ¿No habrían servido de nada
los peligros, los esfuerzos, las angustias? ¿El cruce del Orgen, la huida de las Bolas
Locas, el encuentro con Reyes, el ataque del Ogro, el temor a la Oca? La cabeza le daba
vueltas y los oídos le silbaban por dentro, como si el huracán azul que los había
transportado hasta Zascatún estuviera aún soplando dentro de su cráneo.
—Siéntate, nena, siéntate en mí —dijo doña Macu—. Tranquilízate. Y
reflexiona.
Gabi se dejó caer sobre la butaca y contempló el paisaje con aturdimiento.
Hileras e hileras de retorcidas ruinas se extendían ante ella, como un siniestro ejército
de piedra. A la izquierda, muy cerca, solitaria y erguida en el mar de cascotes, brillaba
oscuramente la pesada puerta de bronce labrado que la niña había visto al principio de
todo. Allí, en ese mismo sitio en donde ahora estaba la puerta metálica, se había
levantado en otro tiempo, en otro mundo, el modesto portal de su casa. Su casa. Gabi
suspiró melancólicamente. Echaba de menos su casa. Su habitación, tan conocida,
aunque tuviera que compartirla con las dos enanas. ¡Pero si incluso echaba de menos a
sus hermanos! A todos, pese a lo fastidiosos que muchas veces eran. A decir verdad, ya
no le parecían tan insoportables. Y sus padres. Claro, sus padres la habían olvidado un
día en un aparcamiento de la sierra, y eso era imperdonable. Pero bueno, allá ellos. A
Gabi ya no le dolía tanto el pensar en eso. Quería volver a casa. Sí, estaba segura, quería
volver a casa. Sintió un ataque de nostalgia profundísimo.
Entonces Gabi metió la mano en el bolsillo del pantalón vaquero. Era un gesto
que nunca hacía, pero, de repente, le apeteció hacerlo. Metió la mano hasta dentro, bien
al fondo. Y sus dedos chocaron con algo: allí había unos bultos inidentificables,
pequeños objetos. Los sacó a la luz. Eran unos diminutos rectángulos de cartulina, un
rollo de cinta adhesiva transparente, una pizca de lápiz. Eran sus antiguos útiles para
nombrar el mundo: se los había metido en el bolsillo tras inventar Zascatún y no había
vuelto a acordarse de ellos.
—¡Eso es! —exclamó Gabi, poniéndose en pie muy excitada—: Ya sé cómo
podemos salir de aquí! ¡Yo nombré Zascatún, yo lo inventé! ¡Ahora sólo tengo que
cambiarle el nombre!
Y se puso a trabajar en ello inmediatamente. De rodillas en el suelo, apoyándose
en un cascote de superficie plana, Gabi alisó un cartoncito y escribió en él con todo
primor la palabra «CASA». Se quedó después pensando un buen rato, muy llena de
dudas.
—No —musitó al fin, y rompió el cartel.
Cogió otra cartulina, chupó el lápiz y escribió: «Timón 19», que era su antigua
dirección, el nombre de la calle y el número de su portal. Pero tampoco la convenció, y
ni siquiera había terminado de escribirlo cuando también rompió el papel. Ya sólo le
quedaba una cartulina.
—¿Qué he de poner? —preguntó la niña con angustia, volviéndose hacia Bicho
y doña Macu.
—Lo ignoro —respondió la silla—. Eso sólo puedes saberlo tú. Fuiste tú quien
inventó este juego. Y tú eres la dueña de tu vida.
Bajó la niña la cabeza. Pensó, y al fin se decidió. Con letra clara y redonda
escribió en el último papel la última palabra: «Gabriela». Era la primera vez que usaba
su nombre entero. Antes su nombre nunca le había gustado. Pero ahora empezaba a
parecerle suave y sonoro, no era un nombre tan feo. Plastificó con maña y con cuidado
la pequeña cartulina, usando la cinta adhesiva. Una vez listo el cartel se dirigió a la
puerta de bronce, seguida por el perro y por la silla. La puerta era enorme, y arrojaba
sobre ellos una sombra amedrentante y oscurísima. Buscaron los tres durante largo rato
algún agujerito en la superficie metálica para poder meter el papel, y al fin Bicho,
resoplando, señaló una fisura casi imperceptible que había en una esquina, bajo una flor
labrada. Allí metió Gabi el cartel, empujando hasta que no se vio ni un pedacito. Y
luego se echaron hacia atrás, contemplando la puerta con expectación.
Al principio no sucedió nada. Pero luego el aire comenzó a vibrar, como en los
días de mucho calor. En el horizonte tembló la imagen medio deshecha de unas torres
de vidrio resplandecientes, pero al instante ese paisaje se confundió con una perspectiva
de su antigua calle: allí estaban las tiendas, la glorieta, los árboles ennegrecidos por el
humo de los coches. Volvieron a aparecer las torres cristalinas y luego se borraron otra
vez bajo la imagen transparente y temblorosa de la calle Timón. Y así se alternaron
durante unos segundos los dos paisajes, ligeros e inestables, como dibujos de humo
sobre el viento; hasta que se empezó a escuchar un ruido sordo, y la tierra retumbó, y
luego se arrugó, y brincó como un animal salvaje, y la butaca, la niña y el perro cayeron
al suelo. Gritaban aterrados, porque aquello parecía ser el fin del mundo. Tanto gritaron
que, cuando de golpe se apagó la luz y se encontraron de nuevo entre tinieblas, a Gabi le
pareció escuchar aún, allá a lo lejos, un latido sordo y un alarido.
III
Estaba asomada a una ventana. Cuando la luz volvió, Gabi se descubrió a sí
misma apoyada en el alféizar de una ventana. Estaba en su casa: era la ventana de su
dormitorio, Gabi lo sabía sin tener siquiera que volver la cabeza para ver el cuarto. De
modo que había regresado a su vieja habitación, y estaba asomada a la ventana viendo
pasar un tren allí abajo. ¿Un tren? ¡Qué extraño! Desde su cuarto nunca se había visto
ningún tren. Y, sin embargo, allí estaba ahora la vía, y la locomotora de color negro
brillante, y los vagones, que crujían y se sacudían al pasar a toda velocidad delante de
ella. Gabi se asustó: desde luego ese tren antes no estaba. Después de todo, quizá la
habitación no era su habitación, ni la casa su casa. Quizá no se hubiera acabado aún la
pesadilla.
Apretó los puños y, reuniendo todo el valor del que fue capaz, dio lentamente la
vuelta sobre sí misma para ver el interior del cuarto. La cama grande suya, las dos
pequeñas literas de sus hermanas. Gabi suspiró con alivio: sí, era su dormitorio. Todo
parecía normal. Había regresado.
En ese momento se abrió la puerta y apareció su madre:
—¡Gabriela! ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué no contestabas cuando te he
llamado? —gruñó la mujer.
—No... no te oí —contestó la niña. Y, sin poderlo evitar, se arrojó al cuello de su
madre.
La mujer la abrazó torpemente, sorprendida por el repentino ataque de cariño de
su hija.
—Bueno... bueno, no importa—tartamudeó cuando se separaron—. No importa
que no me hayas oído, bonita mía... Te llamaba para decirte que... Que el otro día, en el
pinar, cuando nos marchamos todos y... Que tu padre y yo nos...
Gabi advirtió, asombrada, que las mejillas de su madre enrojecían.
—Bueno, total, da igual —dijo al fin la mujer nerviosamente—. ¿Sabes, ese
perro callejero que querías meter en casa?
—Sí... —respondió Gabi con el corazón encogido: ¿qué le había pasado a
Bicho?
—Bueno, pues nada, que sí... Que tu padre y yo hemos pensado que te lo puedes
quedar... ¡Pero te tienes que encargar tú de él, eh, de darle de comer, de lavarle, de
pasearle y de todo!
—¡Oh, sí, sí, sí, qué bien, gracias, muchas gracias! —chilló Gabi, excitadísima,
abrazándose de nuevo a su madre.
—Bueno, bueno —sonrió la mujer. Y luego, en tono nuevamente gruñón—: Y
péinate un poco y lávate esas manos, que tienes un aspecto horroroso y la comida va a
estar en unos minutos...
Y aún antes de desaparecer por la puerta, añadió:
—¡Y vete luego a ayudar a tus hermanos a poner la mesa, que hoy no has dado
ni golpe!
«Desde luego no cabía duda de que estaba en casa otra vez», se dijo Gabi. Y
sonrió encantada, porque hoy no le importaba nada tener que poner la mesa. Pensó en su
madre, y en cómo había enrojecido, y en lo nerviosa que parecía... De modo que sus
padres estaban preocupados por lo que había sucedido el domingo pasado... Sí, ahora lo
veía claro: ¡Sus padres se sentían culpables de haberla olvidado en el pinar! Y por eso
habían consentido que se quedara con el perro... Y, por cierto, ¿dónde estaría Bicho?
En ese momento oyó un suave gañido. Guiada por el sonido, Gabi se agachó
junto a su cama y levantó la colcha: y allí, acurrucado debajo de la cama, estaba el
perro.
—¡Bicho! ¿Has oído a mi madre? ¡Nos podemos quedar juntos! —exclamó Gabi
alegremente.
El perro salió reptando de su escondrijo, con medio palmo de lengua fuera y la
cola golpeando alegremente el suelo. Una vez de pie, miró a Gabi con gesto entusiasta y
dijo:
—¡Guau, guau, guau!
Porque se ve que, en este mundo, Bicho había perdido el don de la palabra. Gabi
se abrazó a su cuello y le acarició entre las orejas:
—Bueno, no importa nada que no hables. Nos entendemos igual...
No había sido un mal negocio, después de todo: que la olvidaran sus padres
durante un ratito en el aparcamiento del monte a cambio del permiso para tener a Bicho.
¡De modo que sus padres se sentían culpables! O sea que la querían. Por lo menos un
poco la querían.
En ese momento descubrió a doña Macu. Se encontraba frente a la mesa de
estudio, junto a la ventana. Gabi se extrañó: estaba segura de que antes, antes de
Zascatún y de la aventura, la silla de su mesa de estudio era eso, una silla normal,
pequeña y sin brazos. Pero ahora esa silla había desaparecido y en su lugar se
encontraba doña Macu. Porque era ella. Tenía que ser ella. El mismo tapizado de rosas
descoloridas, la misma silueta compacta y redonda.
Gabi se acercó a la butaca lentamente. La butaca no se movió. Ahora, viéndola
de cerca, a Gabi le parecía otra cosa. Una simple silla. Un pedazo de madera y cretona.
Un objeto seco y sin vida. Se sentó en ella con mucho cuidado. Era cómoda. Muy
cómoda. Poco a poco, Gabi empezó a experimentar de nuevo esa serenidad que siempre
le había infundido doña Macu. Y un delicioso calorcito en las caderas y la espalda, una
presión ligera, como si la butaca la abrazara.
—Le voy a dar montones de cera, le daré cera por lo menos una vez al mes; y le
coseré el pequeño desgarrón del asiento. Va a estar guapísima... —murmuró Gabi, llena
de cariño y de gratitud hacia la silla.
Miró entonces la niña por la ventana y se asombró: el tren había desaparecido
por completo, ni siquiera quedaba el menor rastro de la vía férrea. El paisaje que se
contemplaba a través de la ventana era ahora el de siempre: el patio trasero del edificio,
la pared medianera de la casa vecina, y más allá, una pizca de la autopista y al otro lado
las copas de los árboles de la urbanización El Bosque. Gabi sonrió: se sentía segura y
satisfecha. Una bicicleta. Después de conseguir a Bicho, lo que más deseaba en el
mundo era poder tener una bicicleta. ¿Y si volvía a perderse la próxima vez que fueran
de excursión al pinar? ¿Y si se escondía para que la dejaran rezagada? ¿No sería ésa una
buena manera de conseguir la bicicleta? Pero no, sus padres no eran idiotas, terminarían
mosqueándose. Tendría que pensarse un plan distinto.
A lo lejos resonó, cortando el aire, un silbido ronco, un ulular profundo. Podría
ser el pitido de una locomotora, o quizá la sirena de un gran barco. Pero por allí cerca
no pasaba ningún ferrocarril, y mucho menos aún un transatlántico, porque no había
mar en cientos de kilómetros a la redonda. Tendré que crearlo, se dijo Gabriela con
animación: la próxima vez que nombre un lugar me inventaré un océano.

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