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Aznacla et on orep, atiga es negro le Netrap es on orep, nejurc saredam sal Odagell ah
nif le euq saerc secev a euqnua Emrazurc áridepmi et odeim le etnemalos.
El Orgen se agita, pero no te alcanza Las maderas crujen, pero no se parten Aunque a
veces creas que el fin ha llegado Solamente el miedo te impedirá cruzarme.
—Creo que sé lo que quiere decir —dijo Gabi lentamente—. Fue cuando me
asusté al ver mi reflejo en el agua cuando el Orgen intentó atraparme. Antes llevaba ya
un buen rato en la orilla, y el río hubiera podido cogerme en cualquier momento. Pero
no. Me atacó justo cuando me entró el pánico...
—O sea, que podremos cruzar el puente siempre y cuando no nos asustemos y
no perdamos los nervios... —dijo Bicho.
—Eso es: veamos lo que veamos, hay que mantener la calma —completó la
silla.
Se miraron los tres unos instantes; suspiraron, intentando deshacer la opresión
que la angustia les ponía en el pecho.
—Vamos —dijo Bicho, que era el más audaz.
Y entró resueltamente en el Puente Imperial, seguido por Gabi y por la silla.
Al principio todo fue bien. Nuestros amigos se internaron en el puente sin que
sucediera nada extraño, caminando con la misma seguridad con la que caminarían por el
pasillo de sus casas. Pero luego, justo cuando llegaron a la mitad del río, todo empezó a
estropearse. El suelo comenzó a bailar, como si Andarán se hubiera convertido de
repente en un puente colgante. Las tablas crujían y brincaban, se juntaban y se
separaban frenéticamente, abriendo pavorosos agujeros en el suelo por los que se podían
contemplar las pastosas y temibles aguas del Río Maldito.
—Os dije que no había que fiarse de los imperios... —rezongó la butaca,
aferrada a los pasamanos de bambú, que se retorcían como serpientes, y con la tapicería
pálida como la cera.
—No pasa nada. No pasa nada —balbucía Gabi—. Recordad que las maderas
crujen pero no se parten. No tenemos miedo. No tenemos ningún miedo.
—Yo nunca tengo miedo —se jactó Bicho. Pero algunos de sus pelos
empezaban a erizársele en el lomo.
El puente se balanceaba de un lado a otro, como si de un momento a otro fuera a
volcarse y a arrojar su carga a la corriente, y el perro, la niña y la butaca se esforzaban
en clavar la vista en la otra orilla y en seguir avanzando sin pensar en el temible Orgen.
Pero pensaban, y el Orgen comenzó a agitarse debajo de ellos. Silbaba y burbujeaba el
río a sus pies, como una enorme caldera de asfalto hirviente; y al poco empezó a lanzar
lustrosos tentáculos hacia ellos, largas lenguas de brea que restallaban en el aire a pocos
centímetros de nuestros amigos, salpicándolos de una baba caliente y aceitosa y dejando
en el ambiente una fetidez como de azufre.
—No tenemos miedo... —farfulló Gabi, casi llorando; porque el pánico la
rondaba, y estaba a punto de perder los nervios.
Entonces el Orgen empezó a formar, con sus aguas gomosas, unas raras figuras,
como si las estuviese modelando en plastilina. Al poco las figuras ya eran lo
suficientemente definidas como para poder reconocerlas: un perro negrísimo de fauces
feroces y tremendos colmillos; una silla hinchada y grotesca; una niña de sonrisa cruel.
Eran ellos. Eran las copias de Bicho, Gabi y doña Macu, los exactos retratos, sólo que
con algo deforme y monstruoso, con algo temible. Y quizá no fueran sólo copias:
porque se retorcían como si estuvieran vivos. Flotaban las criaturas del Orgen a la altura
del puente, sostenidas en el aire por lenguas del río; y allí hacían muecas, y gestos
amenazadores. Bailoteaba la silla de alquitrán una danza macabra; el perrazo negro
babeaba, y se abalanzaba sobre Bicho, como si fuera a partirle el espinazo de un
bocado; y la niña gelatinosa se reía, con unas carcajadas que helaban la sangre.
Una sacudida del puente especialmente fuerte arrojó a Gabi al suelo. Se aferró
desesperadamente a las tablas, que se ondulaban y brincaban como locas. Junto a ella, la
criatura de brea siseaba y gruñía, estirando hacia Gabi unas manos que eran como
garras, con uñas larguísimas. La niña cerró los ojos, aterrada de ver tan cerca esa cara
negra y monstruosa que, sin embargo, era la suya. No podía más. El miedo la inundaba.
No iba a ser capaz de cruzar el río. Sus últimas fuerzas se le escaparon como se escapa
el aire de un globo. Gabi apretó los párpados y comenzó a chillar. Había perdido el
control. Se había rendido al pánico.
El chillido de Gabi precipitó las cosas. Al mismo tiempo se escuchó un gemido:
era Andarán, el puente. Y un rugido triunfal, que provenía del Orgen. La criatura
viscosa agarró una pierna de Gabi y comenzó a tirar de la niña; los otros dos engendros,
el perro y la silla, se lanzaron sobre Bicho y doña Macu, y, como éstos consiguieron
esquivar sus primeras embestidas, comenzaron a destrozar el puente. Todo sucedió muy
rápidamente, en unas fracciones de segundo: el perro de alquitrán trituraba las maderas
a grandes bocados, el puente amenazaba desplomarse. Y entonces, en ese instante de
caos y de violencia, un pequeño papel salió volando de dentro de uno de los pasamanos
rotos y aterrizó delante de las narices de la niña. Era una minúscula tira de cartulina
plastificada en la que podía leerse: «Puente Imperial de Andarán».
—¡Es mi cartel! —exclamó Gabi.
Sí. Era el papel original con el que había nombrado el paso elevado de la
autopista, muchos meses atrás.
—¡Rómpelo! ¡Rómpelo, Gabi! —chilló doña Macu, mientras se peleaba con la
silla de brea.
Se escuchó un crujido terrible: el puente se partió en dos y todos empezaron a
caer hacia el Río Maldito. Pero, mientras iban por los aires, Gabi se las apañó para
cortar el papelito con los dientes. Y en ese instante, justo cuando iban a zambullirse en
el espeso Orgen, la luz del mundo se apagó y todo se borró en una oscuridad silenciosa
y compacta.
3
Cuando las tinieblas desaparecieron, segundos después, Gabi vio sobre su cara
un cielo azulísimo y brillante. La niña estaba tumbada boca arriba sobre una superficie
dura y al principio no se atrevió a moverse: todavía temía caer a las aguas del Orgen.
Pero entonces sintió un caliente lametón en una oreja y escuchó la ansiosa voz de
Bicho:
—¿Estás bien? ¿Estás bien?
Gabi se incorporó, titubeante. Doña Macu, a su lado, se palpaba con gesto de
duda todas las junturas, como si le asombrara mantenerse aún en una pieza. La niña
pensó: «no me duele nada». Y se sorprendió muchísimo.
—Sí, estoy perfectamente —contestó, abrazándose con alivio al cuello del perro
—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?
—Ni idea.
Miraron alrededor. Se encontraban sentados en mitad de una llanura roja y lisa.
El suelo, de tierra muy fina y compacta, ofrecía una superficie tan regular, tan limpia de
piedras, matorrales y accidentes de todo tipo, que parecía estar apisonado. Por encima
de ellos se extendía un cielo igual de plano, sin una sola nube, resplandeciente.
—Qué lugar tan extraño —murmuró Bicho.
—No está tan mal —contestó la silla alegremente, quizá para llevarle la
contraria—. Es un suelo bonito. ¡Parece la pista de un salón de baile!
Y, con agilidad inesperada, doña Macu se marcó unos pasos de polka y dio un
par de cabriolas.
—Y además allí hay árboles —añadió después, un poco sofocada.
La butaca tenía razón: allá a lo lejos, en el horizonte, se extendía la mancha
verde y jugosa de un hermoso bosque. Tenía todo el aspecto, por lo menos desde esa
distancia, de ser un buen bosque, un lugar luminoso y alegre, así es que se dirigieron
hacia allí. Era un camino fácil, tan llano y despejado.
No llevaban ni cinco minutos caminando cuando empezaron a escuchar unos
extraños zumbidos, algo así como el silbar de un látigo. Algunos sonaban muy lejos, y
luego desaparecían. Pero otros se oían cada vez más cerca, unos silbidos sordos,
amenazantes. Se detuvieron a escuchar, desconcertados, porque no conseguían adivinar
el origen de tan extraño ruido. Entonces el aire vibró y restalló junto a ellos, y por
delante de sus narices pasó volando, a velocidad vertiginosa, una pequeña mancha
amarillenta.
—¿Qué fue eso? —se asombró Gabi.
—No me gusta nada —gruñó Bicho.
—Puede que fuera un pájaro... —dijo doña Macu, dubitativa.
—¡Cuidado! —aulló el perro, arrojándose con brusquedad sobre la butaca.
Rodaron los dos por el suelo, mientras otro de esos objetos silbantes atravesaba el aire
como una bala justo por el lugar que antes ocupaba la silla. Doña Macu se levantó
bufando, con toda la tapicería manchada de tierra roja.
—¡Mira cómo me has puesto! —gruñó—. ¡Podías tener más cuidado!
Pero Bicho no la escuchaba. Tenía todo el lomo erizado y había empezado a
escarbar frenéticamente.
—¡Cava, Gabi, cava! —aullaba—. ¡Tenemos que hacer una trinchera!
La niña se arrodilló junto a Bicho e intentó excavar lo más deprisa posible. Pero
la tierra estaba apelmazada y no era un trabajo fácil. Doña Macu contemplaba sus
esfuerzos con una sonrisita suficiente:
—¡Pero qué exagerados sois! ¡Pasa un moscardón y perdéis la cabeza!
Ni siquiera había acabado de decirlo cuando se escuchó un nuevo zumbido y un
crujido seco. La silla se tambaleó: en su respaldo había ahora un agujero perfectamente
redondo del tamaño de una manzana. El objeto volador la había embestido y atravesado
con limpieza. Doña Macu se arrojó al suelo y se puso a cavar afanosamente junto a sus
compañeros.
—¿Se siente usted bien? —preguntó Gabi.
—Sí, oh, sí —balbució la butaca, tiritando de susto—. Afortunadamente esa cosa
no ha tocado ninguna parte vital, el armazón está intacto...
—¡Que viene! —advirtió el perro.
Y los tres se aplastaron contra el suelo en el agujero a medio hacer. Por encima
de sus cabezas pasaron, una tras otra, dos silbantes sombras amarillas.
—¡Por todos los gatos rabiosos! —se desesperó Bicho, rascuñando como loco
con sus patas delanteras—: ¡Ahora son dos! Y este suelo es tan duro...
Pero en ese justo instante hubo un pequeño derrumbamiento y la tierra cedió
bajo sus patas y sus manos. Ante ellos apareció una cavidad subterránea, una especie de
pasillo excavado en el apelmazado suelo que parecía conducir hacia las entrañas de la
tierra. No era un lugar muy agradable pero no tenían otra elección, de modo que los tres
se arrojaron adentro de cabeza con tantísima prisa y atropello que se pisaron los unos a
los otros.
—¡Uf! Creo que aquí estamos a salvo... —dijo Gabi, sacándose la cola de Bicho
de la boca y apartando una de las patas de la butaca, que se le estaba clavando en las
costillas.
Se sentaron los tres en el suelo del túnel, sin aliento, y contemplaron el exterior a
través del agujero. Habían encontrado refugio justo a tiempo, porque los atacantes se
habían multiplicado y ahora eran ya alrededor de una docena. Al ver que sus presas se
habían cobijado en una cavidad inalcanzable, las criaturas silbaban y zumbaban
frenéticamente por encima de sus cabezas, y algunas se paraban unos instantes en el
aire, vibrando como abejorros furiosos. Así pudieron ver con detenimiento a los
extraños seres: eran perfectamente esféricos, del tamaño del puño de Gabi, y tenían el
cuerpo recubierto de un pelo corto y como afelpado de color amarillento.
—Parecen pelotas de tenis —exclamó la niña; e inmediatamente se avergonzó de
haber hecho un comentario tan idiota.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? No podemos pasarnos el resto de nuestras vidas
metidos en este agujero... —se lamentó la silla. El aire se le escapaba por el agujero del
respaldo y ceceaba un poco, como una señora a la que le faltaran los dientes postizos.
El diligente Bicho ya estaba olisqueando las paredes del túnel:
—Huele a humanos, y a comida —dijo con animación—. Yo creo que esto tiene
que llevar a alguna parte.
El pasillo subterráneo tenía las paredes primorosamente alisadas y era lo
suficientemente amplio como para que Gabi pudiera caminar erguida. Por un lado el
corredor ascendía y terminaba a pocos metros en una trampilla de madera que salía a la
superficie, aunque por fuera la entrada debía de estar muy bien camuflada, porque ellos
no habían visto nada en la dura y roja superficie de la llanura. Por el otro lado el pasillo
bajaba suavemente y doblaba haciendo esquina hacia la derecha.
—Habrá que ir por allí —dijo Gabi, señalando el camino descendente.
—Habrá —contestó lacónicamente la butaca, que no parecía muy feliz ante la
perspectiva de meterse en las entrañas de la tierra.
Una cabeza de mujer asomó entonces por la esquina de tierra:
—¡Vaya! ¡Ya me han roto otra vez la entrada! Ya sabía yo que esa repentina
corriente de aire no podía indicar nada bueno... —protestó la recién llegada, avanzando
por la rampa a paso vivo para verificar de cerca el alcance de los destrozos.
Esa voz... Enmudecida por el asombro, Gabi contempló a la mujer: tenía unos
cincuenta años y era bajita y robusta, morena, con el pelo rizado y una cara redonda y
expresiva. Era Carmen. No había duda, era Carmen, la portera del colegio, que vivía en
el sótano del edificio.
—¡Y menudo agujero me habéis hecho esta vez! —se lamentó la señora, puesta
en jarras.
—Carmen... Pero Carmen, ¿no me reconoce? —aventuró tímidamente Gabi, que
llevaba cinco años yendo al mismo colegio y que siempre se había llevado bien con la
portera.
La mujer detuvo sus quejas y escudriñó a la niña:
—Pues no, hija mía. No te reconozco. Aún diría yo más, ¡no te conozco! Porque
a mí no se me olvida una cara...
—Pero no puede ser... Usted es Carmen, la portera... —balbució la chica.
—Pues sí puede ser, porque yo no soy Carmen la portera, sino Menear la Bruja,
para que te enteres —contestó la mujer en un amistoso tono de burla.
—¿Bruja? —se asombraron y asustaron Gabi, Bicho y doña Macu al mismo
tiempo.
—Sí, sí, pero no hagáis caso de las habladurías de la gente... Yo soy una bruja
buena, aún diría yo más, una bruja buenísima... Fijaos si seré buenaza que me habéis
roto la casa y ni siquiera os voy a convertir en sapos...
—Oh, disculpe usted, señora Carmen, digo, Menear —se excusó la niña—. No
sabíamos que aquí debajo viviera nadie, sólo queríamos huir de esas cosas...
—Ah, sí, las Bolas Locas... —dijo la bruja mirando a las furibundas criaturas,
que aún zumbaban y se arremolinaban sobre el agujero—. La verdad es que son unos
bichos malísimos... Bueno, ea, no os preocupéis por el destrozo: ya ha pasado otras
veces y sé cómo arreglarlo. Y además, perseguidos por esas pécoras de las Bolas Locas,
¿qué otra cosa podíais hacer? Venid conmigo; primero comeréis y luego os conduciré a
una salida segura.
Dicho lo cual, Menear echó a caminar garbosamente pasillo abajo, dobló la
esquina y abrió una gran puerta de madera.
—Pasad. Estáis en vuestra casa.
Entraron en una estancia subterránea amplia y confortable, con grandes sofás de
cretona y alfombras de colores. En una esquina estaba la cocina, de muebles lacados en
blanco, y al fondo, al otro lado de un medio arco, se veían dos camas. Cuanto más
miraba Gabi la sala, más extrañeza sentía; porque había muchas cosas en ese lugar que
le recordaban la casa de Carmen, la portera, en el sótano del colegio: tenía los mismos
sofás de cretona, una alacena idéntica... Claro que también había cosas distintas. Por
ejemplo: unas estanterías de madera de pino llenas de grandes archivadores etiquetados.
Gabi leyó los nombres que venían en los rótulos: «Hadas», «Ranas Encantadas»,
«Ogros», «Espíritus Buenos», «Espíritus Malos», «Espíritus Regulín, Regulán»,
«Gnomos»...
—Qué, ¿te interesa mi archivo? —la interrumpió Menear—: Es que aquí tengo
mi casa y mi despacho.
—¿Su despacho?
—Sí, hija, sí. Es que soy una bruja con licencia 3B especial, o sea una bruja
detective.
—¡Una bruja detective!
—Pues sí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nunca se me dio bien la magia negra,
soy demasiado buenaza, ya os lo he dicho. Los cocimientos de hechicería siempre me
salieron fatal, me equivocaba en los ingredientes y las pócimas se me pegaban.
Tampoco tengo memoria para aprenderme los larguísimos conjuros, y en cuanto al
vaticinio del porvenir soy un auténtico desastre, ¡con deciros que rompí las tres
primeras bolas de cristal que me compró mi madre! Total que, como no sabía adivinar
el futuro, probé a deducir el pasado, y eso sí que se me daba bien. Y me hice detective
privado. ¡He solucionado casos importantes, aún diría yo más, importantísimos! El más
conocido quizá sea el caso del Hada Comeniños y su cómplice, el Sacamantecas
Vegetariano, puede que leyerais algo de ello en la prensa...
La gordezuela bruja era un personaje de lo más agradable. Hablaba mucho, pero
todo lo que contaba era interesante y divertido. Además era capaz de charlar por los
codos y de hacer cualquier otra cosa al mismo tiempo, de modo que les organizó una
bonita mesa con un mantel de lino bordado y les preparó un suculento almuerzo (tortitas
de maíz, huevos fritos, arroz con leche, flan de nueces y pastel de queso) del que dieron
buena cuenta en un santiamén. Mientras comían, Menear les informó de dónde estaban:
—La línea de árboles del horizonte es el Bosque Encantado; más allá empieza el
Reino de Ulablab. Y esta planicie roja en la que estamos es Ramagar.
—¡Córcholis, pues claro, Ramagar! —exclamó Gabi.
Ése era el nombre con el que ella había bautizado, un año antes, las pistas de
tenis de la urbanización El Bosque. Recordó entonces a las malignas y zumbantes Bolas
Locas: sí, ¡claro que eran como pelotas de tenis! Ella misma había advertido la
semejanza, pero había sido lo suficientemente estúpida como para no creer en sus
propias sospechas. Gabi se estremeció: los paisajes que había inventado resultaban ser,
vividos desde dentro, francamente siniestros.
La alegre cháchara de la bruja detective la sacó de sus tristes pensamientos. La
mujer estaba hablando del mundo en el que se encontraban. Se jactaba Menear de
haberlo recorrido casi por entero, y se mostró dispuesta a aconsejarles en su viaje:
—En el Bosque Encantado os encontraréis con los Guardianes, pero, como son
bastante tontos, no creo que tengáis problemas para esquivarlos. El problema está en el
bosque mismo, aún diría yo más, en el centro del bosque...
—¿Por qué? —preguntó Bicho, siempre alerta—. ¿Qué peligro hay ahí?
—Ah, eso no lo sé. Puede haber un peligro o puede no haberlo. Depende de ti
mismo, porque el centro del bosque es un nido de sueños. Ahí nacen y mueren los
deseos. Todos los deseos, incluidos los vuestros.
Pero los tres amigos no entendían lo que la mujer quería decir, de modo que sus
consejos resultaban inútiles. Impaciente, Gabi preguntó:
—Lo que más nos preocupa, señora bruja, es saber cómo volver a casa. ¿Podría
usted indicarnos el camino?
—Eso también depende —contestó Menear.
—¿Depende de qué?
—De cuál sea vuestra casa y de dónde esté. ¿Por dónde habéis venido?
Bicho, doña Macu y Gabi se miraron entre sí llenos de dudas:
—Pues por Zascatún... —contestó al fin la niña vagamente.
—No lo conozco.
—Por el Orgen...
—He oído hablar del Orgen, pero nunca he estado allí. ¿A qué distancia está y
en qué dirección?
Gabi se encogió de hombros, desesperada: ellos habían desaparecido en el
Orgen, y aparecido de repente aquí, y no tenían ni idea del camino.
—No sé...
—Pues bien, hijos míos, si no sabéis de dónde venís, ¿cómo vais a saber adonde
vais? Es elemental, elemental —exclamó triunfalmente la bruja—. En fin, intentaré
aplicar mis conocimientos deductivos y mi magia detectivesca con vosotros, a ver si
conseguimos sacar alguna cosa en claro...
Abrió Menear un cajón de la alacena y cogió una lupa grande que guardaba allí.
No era una lupa común y corriente, como la de cualquier investigador privado, sino que
debía de tener alguna propiedad brujil y mágica, porque el vidrio se nublaba y refulgía
alternativamente, como el cristal de las bolas hechiceras de buena calidad. Se acercó
entonces la mujer a Gabi enarbolando la gran lupa, y la miró de arriba abajo
manteniendo un párpado cerrado.
—Veo veo... Veo veo... Veo una niña... no, dos niñas juntas en el patio de un
colegio. Son muy parecidas... son casi iguales... Aún diría yo más, ¡son exactamente
iguales! Pero espera, una no tiene pies... Ajajá, ahora lo veo bien: una no tiene pies, sus
piernas se desvanecen en el vacío y ella flota torpemente en el aire. Y la otra niña... la
otra sí llega al suelo, pero no tiene cara, como si alguien le hubiera borrado los rasgos
con una goma. Son como tú. Son exactas a ti. La que no tiene pies se llama Balbalú, y la
que no tiene cara se llama Gabriela. Son igualitas que tú, están a medio hacer o a medio
deshacer, y se las ve muy tristes. Y ya está —dijo la bruja en tono satisfecho, bajando la
lupa—. Eso es todo.
—¡Cómo que eso es todo! —se desesperó Gabi—. Pero ¡si no entiendo nada!
¡Yo siempre he tenido pies, siempre he tenido cara! ¿De qué me está hablando?
—De tu pasado, hijita. Lo entiendas o no, vienes de ahí. Cuando sepas de dónde
vienes llegarás a algún lado.
«Debe de estar loca», pensó Gabi. Eso era lo que pasaba: que la bruja estaba un
poco chiflada. Bueno, tampoco era cosa de tomárselo a mal, con lo amable que había
sido la mujer y la comida tan rica que les había dado...
—Y ahora tú, sillita. Ven aquí —dijo Menear, enarbolando de nuevo la lupa.
Doña Macu dio un respingo. Era una butaca bastante supersticiosa y no le hacía
ninguna gracia que una bruja le hurgara en el pasado.
—Veo veo... —volvió a decir la mujer—. Veo veo una cosita...
—¿Con qué letrita? —balbució la butaca, nerviosísima.
—Venga, venga, no es hora de juegos ni de bromas —le reconvino la bruja—.
Veo una mansión noble, con muchos salones... y una silla joven, con el tapizado bien
cosido y muy nuevo. Una silla perdidamente enamorada de un sillón labrado...
—¡Ay, siiiiiiiiiiií! —suspiró doña Macu, trémula y llorosa.
—Y veo veo... Bueno, lo que estoy viendo es que estás hecha una verdadera
pena —dijo de pronto la bruja, apartando la lupa—. Con ese agujero en el respaldo, y
cubierta de polvo, y con toda la madera arañada, qué barbaridad... A ti lo que te hace
falta es una buena mano de cera...
Y, diciendo esto, sacó de la alacena un producto abrillantador de muebles y una
gamuza y, con toda diligencia y resolución, se puso a limpiar y encerar a doña Macu.
—No lo puedo remediar —explicaba Menear mientras trabajaba—. En cuanto
veo algo sucio o descolocado, me siento en la obligación de ponerme a arreglarlo. Y es
que ya me veis, yo tengo que ser a la vez bruja, detective y ama de casa. Mi marido, en
cambio, ahí lo tenéis, hecho un zángano.
—No sabíamos que estuviera casada...
—Sí, sí. Se llama Merlín. Es mago.
—¿El mago Merlín? —se admiró Gabi.
—Sí, pero no es ese Merlín. Mi marido es Merlín Pérez. No es un mago muy
bueno. Pone mucho interés el pobre, pero aprendió por correspondencia. Venía de una
familia de hombres lobos, pero a él no le gustaba la licantropía y se pasó a la magia; y,
claro, entró en el oficio tarde y mal. No es como tener una madre o un padre magos que
te enseñan desde chiquitito.
—Claro, claro —dijo Gabi, pasmada, aparentando naturalidad.
En ese momento se escuchó un estruendo increíble, y la puerta saltó en mil
pedazos. A cuatro patas en el suelo, entre los maderos rotos, apareció un hombrecito
calvo de cabeza redonda en el que Gabi reconoció inmediatamente al portero de su
colegio. Tenía un par de chichones en la frente y sangraba por una ceja rota.
—¡Pero bueno, Merlín, ya has vuelto a organizarla! —protestó Menear—. ¿Qué
van a pensar estas visitas?
—Es que estaba practicando el truco del fantasma y quería entrar a través de la
puerta cerrada, pero algo ha debido de salir mal... —se disculpó el hombrecillo
rascándose los chichones.
—Qué hombre éste... —suspiró la bruja, no sin cierto cariño—. Bueno, ya os
dije antes que estaba acostumbrada a los destrozos... En fin, será mejor que os
acompañe hasta la salida, porque nosotros tendremos que ponernos a arreglar todo
esto...
Sacó Menear a su marido de entre los cascotes y le puso hielo en los golpes y
una tirita sobre la ceja. Hecho esto, el matrimonio condujo a Bicho, Gabi y doña Macu a
la puerta de atrás, que estaba en el dormitorio, y salieron por ahí a un pasillo idéntico al
que habían recorrido al entrar, sólo que mucho más largo y con algunos túneles a
derecha e izquierda. Tras unos diez minutos de marcha el corredor ascendió suavemente
hasta una trampilla de madera. Merlín la abrió: en el túnel entró un delicioso aroma
vegetal, perfumado y fresco.
—Esta salida va a dar al Bosque Encantado. Ahí estaréis a salvo de las Bolas
Locas —dijo la bruja.
—Muchas gracias, muchísimas gracias. Han sido ustedes muy amables —
dijeron al unísono Gabi, Bicho y doña Macu.
—Oh, no es nada, no es nada... Escuchad, si algún día tenéis algún problema
grave, podéis llamarnos e intentaremos ayudaros... Sólo tenéis que decir en voz alta «La
chispa de la vida du-duá» y nosotros vendremos.
—¿«La chispa de la vida du-duá»? —se extrañó Gabi, a quien la frase le
recordaba un conocidísimo anuncio televisivo.
—Sí, hija, sí —dijo la bruja con un suspiro de resignación—. Se le ocurrió a
Merlín... No es un conjuro muy ingenioso, desde luego...
—Es que fue el primer conjuro de convocación que hice, y, claro, como son tan
difíciles... —se disculpó el hombre.
—Bueno, por lo menos tiene la ventaja de que no se olvida —dijo la bruja—. De
modo que, si os hacemos falta, no dudéis en usarlo. Y ahora, hala, marchaos de una vez,
que las despedidas siempre son un fastidio.
Abrazó Menear a la niña, palmeó el asiento de doña Macu y rascó al perro entre
las orejas. Luego Merlín los miró, y los tres sintieron una leve caricia, un agradable
roce:
—Este truquito del beso mágico sí que ha funcionado, ¿eh? —dijo el hombre,
sonriendo satisfecho.
Después agarró del brazo a su mujer y, dando media vuelta, desaparecieron los
dos galería adelante. Tras de sí dejaron, en la penumbra, un reguero de chispas azuladas.
4
El Bosque Encantado era un sitio agradable. A decir verdad, era el primer lugar
bonito que habían encontrado desde que empezó todo. No era un bosque oscuro y
amenazador, como los que describen en los cuentos; era una arboleda poco tupida, de
un color verde claro luminoso. Se escuchaba un susurro de agua, pequeños arroyuelos
que serpenteaban aquí y allá, y el sol se filtraba por entre las hojas y llenaba el bosque
de destellos.
—¡Mmmmmmmm! —exclamó con alegría Gabi, aspirando profundamente el
olor a hierba y a verano que flotaba en el aire—: Qué lugar tan precioso...
—¡Guau, guau! —contestó Bicho, que, de puro excitado, se había olvidado
momentáneamente de hablar la lengua humana. Iba y venía corriendo entre los árboles,
levantando afanosamente la pata en todos ellos; brincaba alrededor de Gabi y doña
Macu, ladraba a las ardillas y se revolcaba de cuando en cuando por el suelo.
—Qué animal tan loco... —protestó la butaca; pero también ella estaba de buen
humor, y miraba al perro con ojos benignos.
Era un instante sereno y feliz. Gabi contempló a la silla con el rabillo del ojo y
sintió que le estaba tomando mucho afecto. Deseaba saber más sobre ella.
—¿Qué es eso que le contó la bruja, doña Macu? Lo del enamoramiento con el
sillón labrado y todo eso... —preguntó la niña—. A lo mejor estoy siendo demasiado
impertinente...
—Oh, no, no. No te preocupes. No me importa hablar de ello... No me importa
hablar de mi pasado... Fue bonito. Fui feliz. Pues por eso. ¿Sabes? Yo pasé mi juventud
en un palacete, y tenía un parque que se parecía mucho a este bosque. ¡Ah, qué tiempos
aquellos! Tenías que haberme visto... Con la tapicería brillante y suave como la seda...
Sin un solo crujido en las articulaciones y con la madera tan lisa, tan barnizada y limpia
que parecía caoba... —ceceó doña Macu a través del agujero del respaldo, en tono
soñador y un poco melancólico—: Como ves, soy pequeña de tamaño, y nunca fui una
butaca lo que se dice guapa; pero resultaba atractiva, y puedes creerme si te digo que
tenía mucho éxito. Fue allí, en el palacete, donde conocí a mi gran amor. Él era un sillón
frailuno de madera oscura, joven, robusto, hermoso; y en los brazos tenía labrados dos
leones...
Doña Macu se calló, repentinamente alicaída. Caminaron un rato en silencio.
—¿Y qué sucedió con él? —preguntó al fin Gabi, picada por la curiosidad.
—Ah, es una historia triste... --respondió doña Macu lentamente—. Nos
queríamos mucho, y al principio fuimos muy felices. Él era de buena familia, y tenía un
futuro brillante. Pero era un tipo inquieto, bastante irritable, siempre insatisfecho.
Empezó a frecuentar malas compañías, descuidó sus obligaciones, se abandonó
muchísimo... Llegó un momento en que no pude soportarlo más y rompimos. Él
continuó por el mal camino, y hace unos años me enteré, fíjate qué horror, me enteré de
que había acabado convertido en sillón de dentista...
—¡Qué final tan terrible! —exclamó la niña, verdaderamente escalofriada.
Bicho las interrumpió con gesto preocupado:
—Cuidado: huelo algo que no he olido nunca antes, pero que no me gusta.
El hermoso bosque no parecía encerrar ningún peligro, pero la bruja les había
hablado de los Guardianes, y además Gabi se tomaba siempre muy en serio las
intuiciones del perro. De modo que corrieron a esconderse, y apenas se habían acabado
de acurrucar detrás de unas piedras cuando empezaron a escuchar ruidos de hojarasca y
resoplidos, y un vozarrón furioso:
—¿Dónde estáis? ¡Os he oído! ¡Fuuuuuuu! ¡He oído ladrar a un perro!
La criatura que así había hablado apareció entonces entre los árboles: era una
especie de dragón escamoso de color rojo oscuro. Tenía las patas traseras muy anchas y
fuertes, y una grandísima y oronda barriga; pero iba perdiendo volumen cuerpo arriba, y
las patas delanteras eran pequeñas, los hombros estrechos, la cabeza una birria.
Caminaba erguido, meneando patosamente las caderas y tropezando de cuando en
cuando con la cola, y era tan alto como un elefante.
—¿Dónde estáis, intrusos? ¡Salid si sois valientes! —vociferaba el animal; y
pataleaba de pura rabia por no poder encontrarlos.
Verdaderamente el dragón era un ser extraño, con ese cuerpo tan deforme y
desproporcionado. Pero lo más extraño de todo era que la cabeza, diminuta y erizada de
escamas en el cogote, tenía sin embargo rasgos humanos. Ahora que la criatura estaba
más cerca, Gabi podía distinguir con claridad los ojos, la nariz, las cejas, la boca... Era
una cara de hombre y, lo que era más inquietante, a la niña le resultaba familiar. Gabi
había visto el rostro del dragón antes de ahora.
Entonces sucedió algo sorprendente: a la izquierda de las peñas en las que se
ocultaban apareció una figura rutilante. Llevaba una armadura plateada a la que los
rayos del sol sacaban chispas y se cubría la cabeza con un casco negro y lustroso, como
los de los motoristas.
—¡Eh, dragón! —llamó el caballero en tono retador—. Estoy aquí. ¿Me andabas
buscando?
La fiera bufó y pegó un brinco. Clavó en el caballero sus ojillos oscuros y sonrió
aviesamente.
—Oh, sí, ya sé —susurró Gabi con desmayo—. Ya sé a quién me recuerda: esa
cosa tiene la misma cara que uno de los vigilantes de la urbanización El Bosque... ¿Te
acuerdas, Bicho? Aquel que iba en un coche oscuro y que nos persiguió una tarde sin
cogernos...
Comparado con el dragón, el caballero parecía diminuto. Pero era, eso sí, mucho
más ágil. Estaban los dos duelistas frente a frente, muy quietos, contemplándose con
atención el uno al otro. De pronto, el tipo de la armadura empezó a correr hábilmente y
a dar brincos alrededor del animal, atosigándole, embarullándole, pellizcándole el culo.
El dragón rugía y manoteaba, hecho una furia; y se puso tan nervioso, y era tan torpe,
que acabó por perder el equilibrio y caer por los suelos. El caballero lanzó un grito de
triunfo y se arrojó sobre la cabecita de la fiera. Pero entonces el dragón hizo restallar su
gruesa cola y golpeó con ella al atacante, que salió despedido por los aires y aterrizó
muchos metros más allá con un ruido seco. Allí se quedó, despatarrado y quieto.
El animal se puso en pie desmañadamente, se sacudió de polvo las escamas y se
rascó la opulenta barriga.
—¡Ja! Hasta aquí podíamos llegar —se jactó en voz alta.
Y luego dio media vuelta y, recogiéndose majestuosamente la cola bajo el brazo,
se alejó por el bosque muy ufano.
En cuanto el dragón se perdió de vista, Gabi, doña Macu y Bicho salieron de su
escondite y se apresuraron a socorrer al caballero, que seguía tumbado en el suelo como
muerto. La niña se arrodilló junto a él y le levantó la visera del casco, y lo que vio le
produjo tal sorpresa que dio un grito:
—¡Pero si es Carlos!
Era Carlos, sí, un niño de su edad, vecino del barrio y compañero del colegio. Al
escuchar su nombre, el chico abrió los ojos lentamente.
—¡Carlos! ¡Soy Gabi! ¿Cómo te sientes?
El niño la miró sin entender.
—Los dragones —farfulló—. Los dragones son malos, pero el Ogro es mucho
peor...
Carlos no la reconocía. La armadura del chico, advertía ahora Gabi al verla de
cerca, no era más que cartón recubierto de papel de plata.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué vas vestido así? —preguntó la niña.
—¿Que qué hago? —repitió Carlos con estupor, como si la pregunta fuera una
tontería—. Somos muchos. Venimos a retar a los dragones, y a veces también al Ogro,
al Ogro horrible que vive en su guarida... Tened cuidado con él, es muy peligroso...
—¿Pero de qué está hablando? —se desesperó Bicho.
—Somos muchos y venimos desde muy lejos para combatir en el Bosque
Encantado... Y había entre nosotros una chica especialmente hábil en estos duelos, una
chica a la que los dragones nunca pudieron atrapar. Se llamaba Balbalú... —dijo el niño
con visible y creciente fatiga.
—¿Y qué fue de ella? —preguntó Gabi con un hilo de voz.
—Desapareció... —susurró el chico.
Y, dicho esto, inclinó la cabeza a un lado y se evaporó en un abrir y cerrar de
ojos. Esto es, se puso tan transparente como un dibujo a tinta, y luego esas líneas
también se desvanecieron y se borraron. Y en donde un segundo antes estaba su cuerpo,
sólo quedaban ahora unas cuantas hierbas aplastadas y aire cálido.
5
A partir de entonces anduvieron por el bosque con mucho más cuidado. A
menudo se tropezaban con los dragones, que eran tres, uno gris, otro azul y el primero
que vieron rojo oscuro. Las criaturas patrullaban el lugar constantemente y eran muy
perspicaces, pero nuestros amigos consiguieron pasar inadvertidos. Gabi poseía un
extraño instinto para burlar a los dragones: sabía caminar despacito por el bosque sin
hacer ningún ruido, y colocarse contra el viento para que no la olieran, y borrar las
huellas que dejaban en la maleza. Y era tan clara su habilidad, tan evidente, que Bicho y
doña Macu se acostumbraron en seguida a aceptar las sugerencias de la niña, en la
seguridad de que era ella quien sabía mejor lo que había que hacer en estos casos. Hasta
la propia Gabi empezó a sentirse orgullosa de sí misma, y a menudo resonaban en sus
oídos las palabras del caballero de papel de plata: Balbalú siempre fue la mejor.
De cuando en cuando coincidían con otros niños y otras niñas que, vestidos con
livianas armaduras de cartón o de plástico, llegaban al bosque dispuestos a retar a los
dragones. Unos duraban más y otros menos, pero al final todos los paladines caían bajo
las garras de las fieras, que los zarandeaban y zurraban de una horrible manera.
Llevaban ya varios días vagando por el bosque, alimentándose de bayas y de
frutos silvestres y empezando a disfrutar de la aventura, cuando vieron un cartel de
madera que decía: «Centro del bosque». Más allá se abría un claro completamente
limpio de árboles. Era un espacio más o menos circular y bastante amplio: la línea de
vegetación al otro lado del claro se veía borrosa en la distancia.
—Vaya, vaya... Así es que en el centro del bosque no hay bosque... ¡Ja! Pues por
eso —refunfuñó doña Macu.
Estaban todos muy nerviosos pensando en las palabras de la bruja: «El centro del
bosque es un nido de sueños». No comprendían la frase y eso los asustaba.
La explanada estaba cubierta de hierba alta y jugosa. Había arbustos tan bonitos
que parecían de jardín, y muchas flores. Pero lo más interesante de todo era la casa.
Porque en mitad del claro se levantaba una casa de tejados picudos y múltiples
buhardillas. Tenía pequeñas ventanas de madera y era tan similar a las casas encantadas
de los cuentos que Gabi se inquietó un poco: todo era tan hermoso y tan perfecto que
parecía un decorado.
—No sé, no sé... Esto no acaba de gustarme... —rezongó doña Macu, como si
hubiera leído los pensamientos de la niña.
La butaca ya no ceceaba: se había hecho una cura de urgencia y había taponado
el agujero de la Bola Loca con un puñado de pajas secas y un entramado de palitos.
—Huelo a seres humanos —dijo Bicho.
La noticia los llenó de excitación y miedo. Avanzaron por el claro con cautela,
pero el día era hermoso, y los pájaros cantaban, y las flores perfumaban, y todo era tan
bello y tan apacible, en suma, que poco a poco fueron perdiendo el recelo y les fue
invadiendo esa loca euforia que se suele sentir en la primera tarde de sol de primavera.
Llegaron a las puertas de la casa en un periquete, y ahí se encontraron con otro cartel
que decía: «Ulablab». Así pudo adivinar Gabi dónde estaban: en lo que ella había
bautizado con el nombre de Reino de Ulablab, es decir, en la casa de su admirada
compañera Reyes.
—¡Ahora entiendo por qué todo esto es tan bonito...! —exclamó la niña en voz
alta, sintiendo una punzada de desconsuelo y el antiguo sabor de la melancolía y de la
envidia.
Repentinamente todo el placer y el bienestar que hasta entonces sentía comenzó
a marchitarse. Miraba Gabi la pradera verde y luminosa, miraba el perfumado seto de
madreselvas que rodeaba la casa, miraba el bebedero para pájaros, una pequeña fuente
de piedra en la que gorjeaban, chapoteaban y se atusaban las plumas un brillante puñado
de petirrojos, azulejos y mirlos, y en vez de disfrutar de todo esto se decía: «Es todo tan
bonito porque es de ella». Y ese pensamiento la llenaba de tristeza.
En realidad la casa no se parecía en absoluto a la casa en la que Reyes vivía en el
otro mundo, en la antigua urbanización El Bosque; pero Gabi estaba convencida de que
ése era, de todas maneras, el hogar de la niña.
—Bueno, venga, vámonos, ¿qué hacemos aquí? —urgió Bicho—. En este claro
estamos demasiado a la vista... ¿Y si vienen los dragones?
—Espera... —ordenó Gabi, cada vez más apesadumbrada y más inquieta.
Se acercó a la casa y, ocultándose tras el bebedero de pájaros, echó una ojeada al
interior por la ventana. El corazón le dio un vuelco: dentro se veía un bonito y alegre
dormitorio pintado de blanco y verde claro; una cama, una librería de madera, una mesa
de trabajo frente a la ventana con una silla haciendo juego, libros, juguetes, un oso de
peluche... ¡Era la habitación de Reyes, la antigua habitación, la que siempre tuvo! La
reconoció en seguida porque Gabi se había pasado muchas tardes espiando a su
compañera a través de los cristales de las ventanas. Claro que eso fue antes de Zascatún,
antes de que todo cambiara. Pero el cuarto de Reyes no había cambiado: allí dentro todo
seguía igual.
Gabi suspiró y se apoyó en el bebedero de piedra. Los pájaros habían huido,
asustados por su presencia, y el agua de la copa estaba quieta. Era un agua muy oscura.
Demasiado. En realidad, y ahora que Gabi se fijaba, parecía casi tan negra y tan espesa
como el agua del Orgen. Se asomó con cuidado y contempló el reflejo de su cara en la
superficie. Los rasgos se veían con toda claridad, pero al revés: el flequillo estaba donde
debía estar la barbilla, y la barbilla se veía en el lugar que le correspondía al flequillo.
Como si alguien hubiera vuelto la imagen patas arriba. Gabi dio un respingo y alzó la
cabeza, algo asustada. Y entonces la vio. Era Reyes. Había entrado en su habitación sin
que Gabi se diera cuenta. La niña se apretujó tras la copa de piedra: afortunadamente su
presencia no había sido descubierta. Reyes estaba distraída, buscando algo en un cajón.
Ya lo había encontrado: era un cuaderno grande, con anillas. Ahora Reyes se sentaba en
la silla, ante la mesa de trabajo. Dejaba el cuaderno frente a ella y miraba por la ventana
con rostro pensativo y ausente. «Qué guapa es», se dijo Gabi una vez más: «esos ojos
grises, esa melena tan oscura y espesa».
Entonces regresaron los miedos de siempre. La satisfacción y el orgullo que
Gabi había sentido los últimos días se borraron con la misma facilidad con que el mar
borra los dibujos de la arena en las orillas. Crecía la angustia dentro de su pecho, rugía y
batía su interior como una ola; y pensaba Gabi que sólo a ella, tan desgraciada, le podía
pasar lo que le estaba pasando; que sólo a ella, tan idiota, se le podía haber ocurrido la
maldita idea del terremoto. Que era, en fin, una chica sin suerte y sin cariño. A Reyes,
en cambio, la quería todo el mundo. La familia de Reyes nunca la habría dejado
olvidada en el campo; y la madre de Reyes vendría por las noches, cada noche, a
desearle a su hija buenos sueños en ese lindo dormitorio verde y blanco. Reyes no
necesitaba terremotos: era feliz. A Gabi se le llenaron los ojos de lágrimas: cómo
envidiaba a su compañera de colegio. Cómo deseaba estar dentro de esa casa acogedora,
de esa vida perfecta.
En ese instante se hizo la oscuridad, como si alguien hubiera apagado de repente
la luz de la tierra. En el sobresalto, Gabi se agarró de manera automática a la fuente.
Pero las tinieblas duraron muy poco: un par de parpadeos y, zas, el mundo se iluminó de
nuevo, y ella seguía ahí, aferrada al bebedero de pájaros. Pero un momento, ¡un
momento! Lo que sus manos estaban tocando no era piedra, sino madera. No era la
fuente sino ¡una mesa! Qué enorme confusión: Gabi no entendía lo que estaba viendo,
no comprendía lo que estaba pasando. ¿Dónde se encontraba? Ante ella se extendía una
mesa de madera clara. Más allá, una ventana. A través de la ventana, un jardín pequeño
y bien cuidado, una callecita solitaria, un par de cipreses. Y ella estaba sentada. Sí,
ahora se daba cuenta: ella estaba sentada a la mesa, y apoyaba los codos sobre el
tablero. Intentó entonces levantarse. Pero no pudo.
Además había un ruido extraño. Un rumor creciente, un bisbiseo profundo. Gabi
se asustó: aún no sabía bien por qué, pero todo le resultaba amenazador. Quiso mover
las manos, pero tampoco pudo. Era como si su cuerpo estuviera paralizado, o como si
sus manos no le pertenecieran. El rumor subía de intensidad dentro de su cabeza. Gabi
se estremeció: eso era, esas manos no eran las suyas. Llevaban un anillo que ella
desconocía. Y los dedos tenían otra forma. Las uñas. Las uñas también eran distintas.
¿Pero qué estaba sucediendo?
...TARDE. ¿POR QUÉ NO ME DEJA? ES UNA PENA... TODOS LOS
DEMÁS LO HACEN, YO SOY LA ÚNICA... ANTES ERA MEJOR, CUANDO
MAMÁ TRABAJABA...
Ahora el susurro había aumentado tanto de volumen que Gabi empezaba a
distinguir palabras, frases enteras. Parecía una voz de mujer... o, mejor dicho, de niña.
Una vocecita triste y fina. Era como si alguien estuviera hablando dentro de su cabeza.
SIEMPRE ENCERRADA EN CASA... YA SOY MAYOR, ¿POR QUÉ NO ME
DEJA? TODOS LOS DEMÁS LO HACEN, HASTA LOS MÁS PEQUEÑOS. Y YO
AQUÍ SIEMPRE SOLA...
La voz retumbaba en los oídos de Gabi, la desasosegaba y le impedía pensar con
claridad. Pensar. Sí, tenía que pensar. Tenía que intentar comprender lo que estaba
pasando. Dónde se encontraba. Por qué no podía moverse. Por qué se sentía tan
asustada. Era como estar dentro de una pesadilla. Como cuando estás soñando y quieres
despertar pero no puedes.
AHÍ ESTÁ ESE PERRO OTRA VEZ... OH, CÓMO ME GUSTARÍA... ¿Y
ELLA DÓNDE ESTARÁ? QUÉ SUERTE TIENE... PUEDE ENTRAR Y SALIR
LIBREMENTE... Y HACER LO QUE LE DA LA GANA, Y VIVIR AVENTURAS...
Entonces Gabi le vio. Vio a Bicho al otro lado del cristal, en el jardín. El perro la
miraba con ojos espantados: tenía las orejas muy tiesas y dos palmos de lengua fuera de
la boca, y gemía con desesperación mientras corría de una esquina a otra de la ventana.
Contempló Gabi al animal durante unos instantes con gran desconcierto; y después, de
repente, lo entendió todo. Comprendió Gabi que se encontraba en el dormitorio de
Reyes; y que el jardín que veía a través de la ventana era el jardín de la casa de Reyes,
pero de la casa de antes, de la de siempre, cuando la autopista era la autopista y ella iba
al colegio y había calles y autobuses y tiendas.
Comprendió también algo terrible: no es que hubiera una voz resonando dentro
de su cabeza, sino que era ella, Gabi, quien se encontraba incomprensiblemente
atrapada dentro de la cabeza de Reyes. Porque las manos eran de Reyes. Esas manos
que ahora se movían sobre la mesa sin que Gabi pudiera controlarlas. El cuerpo entero
era de Reyes. Y la voz. Y los pensamientos.
Y ADEMÁS CREO QUE TIENE UN MONTÓN DE HERMANOS, DIEZ O
DOCE... ¡QUÉ SUERTE! NUNCA ESTARÁ SOLA... SU CASA DEBE DE SER TAN
DIVERTIDA... Y NO COMO LA MÍA... CÓMO ME HUBIERA GUSTADO TENER
HERMANOS... Y ADEMÁS MAMÁ NO SERÍA TAN POSESIVA... ¿POR QUÉ NO
ME DEJA SALIR, POR QUÉ NO ME DEJA JUGAR EN LA CALLE, COMO TODOS
LOS DEMÁS CHICOS Y CHICAS?... QUÉ SUERTE TIENE GABI...
Comprendió Gabi, por último, lo más sorprendente, lo más increíble: Reyes
estaba hablando de ella. Y, cosa inconcebible, la envidiaba. ¡Reyes se había fijado en
ella, en Gabi, y creía que era feliz! ¿Cómo podía ser tan boba, cómo no se daba cuenta
de que no era verdad?
—¡No, no, mi vida no es como tú crees, mi vida no es ni la mitad de bonita que
la tuya, estás equivocada! —intentó decir Gabi; pero no tenía boca y sólo gritó con el
pensamiento, de manera que Reyes no la oyó.
Gabi, en cambio, sí podía escuchar a Reyes. Y ahora incluso empezaba a
advertir sus emociones. Descubría así Gabi la tristeza de la chica, y su angustia. Qué
curioso: Reyes se sentía sola, y poco comprendida, y muy a disgusto con su propia vida.
Que era como Gabi siempre se había sentido. Reyes pensaba que era la niña más
desgraciada del mundo. Lo cual no podía ser cierto, porque Gabi siempre había creído
que era ella la más desgraciada... Durante años, Gabi había estado convencida de que lo
que ella sentía no lo sentía nadie más... Y ahora resultaba que a Reyes le pasaba lo
mismo...
AHÍ SIGUE EL PERRO DE GABI... QUÉ RARO, ¿GABI DÓNDE
ESTARÁ?... OJALÁ ME DEJARA MI MADRE TENER PERRO... PERO ELLA NO
QUIERE COMPARTIRME CON NADA NI CON NADIE...
Sí, Bicho seguía al otro lado de la ventana, nerviosísimo. Con brusquedad, de
mal humor. Reyes abrió el cuaderno grande de las anillas, que era en realidad, ahora se
daba cuenta Gabi, un bloc de dibujo. Sacó entonces una caja de rotuladores de un cajón
y empezó a colorear una lámina que tenía a medio hacer. Siempre había pintado muy
bien: ésa era una de las muchas cosas en las que la bonita Reyes destacaba. Teniendo
tantas cosas como tenía, ¿cómo era posible que Reyes la envidiara a ella, a Gabi? Claro
que Reyes estaba equivocada, eso por supuesto. Por ejemplo, creía que Bicho era su
perro, y por desgracia eso no era verdad... o era sólo una verdad a medias.
MAMÁ ES BUENA, PERO ME AGOBIA. ANTES, CUANDO TRABAJABA,
LAS COSAS FUNCIONABAN MEJOR. PERO DESDE QUE DEJÓ EL EMPLEO
ESTÁ TODO EL TIEMPO ENCIMA DE MÍ. QUÉ RARO ES TODO, ELLA ESTÁ
SIEMPRE ENCIMA DE Mí Y YO ME SIENTO SIN EMBARGO TAN SOLA...
Reyes estaba pintando un tren. El dibujo se encontraba a medio hacer, y sin duda
había sido empezado en una tarde más animosa y más feliz, porque el paisaje estaba
lleno de alegres casitas y árboles muy verdes, y el tren, de colores brillantes, parecía
avanzar plácidamente soltando espesos chorros de un vapor blanquísimo. Ahora, sin
embargo, llena de desaliento como estaba, Reyes escogía los rotuladores más oscuros.
Delante del tren empezó a dibujar un paisaje sombrío: un cielo turbulento, colinas
peladas, retorcidos árboles sin hojas. A Gabi la desconcertaba la desesperación de
Reyes. «Yo también he debido de equivocarme», se dijo: «Reyes no era tan feliz como
yo pensaba». La niña estaba rellenando de sombras azules y marrones el chorro de la
locomotora, antes tan blanco. El tren había perdido su placidez y parecía avanzar a toda
velocidad por la hoja de papel, bramando ensordecedoramente y manchándolo todo con
su sucia humareda. Gabi empezó a sentirse mareada y enferma. Le resultaba angustioso
ver cómo esas manos se movían autónomamente. Estaba atrapada dentro de la cabeza de
la chica. ¿Cómo iba a poder salir de allí, si no tenía cuerpo, si no podía moverse, si no
sabía cómo había entrado? Gimió Gabi sin boca y sin sonido. Se hubiera echado a
llorar, pero tampoco tenía lágrimas.
Entonces algo se movió debajo de ellas. Reyes no lo advirtió, pero Gabi sí. Una
pequeña sacudida del asiento. Una súbita tibieza, un temblor animal.
—¡Recontraserrucho! ¡Al fin! ¡Creí que no iba a conseguirlo! —exclamó una
voz aguda.
Era doña Macu. Utilizando quién sabe qué artes, la butaca se había materializado
bajo Reyes, suplantando la silla funcional en la que la chica estaba antes sentada. De
haber tenido boca, Gabi se hubiera sonreído: tan aliviada se sentía de oír a la vieja
butaca.
—¡Doña Macu! Cuánto me alegro de verla...
—Yo también, hijita, yo también... Pues por eso.
Afortunadamente la silla podía oírla. Reyes no había advertido nada: continuaba
embebida en la pintura. El dibujo estaba prácticamente terminado, pero, como detalle
final, la niña estaba añadiendo algo delante del tren, en mitad de la vía. Una mancha. Un
objeto redondeado y oscuro.
—Hay que darse prisa —dijo doña Macu—. Hay que salir de aquí cuanto antes...
—Sí, sí, pero ¿cómo? —se angustió la niña.
—Eso sólo lo puedes saber tú. ¡Tú inventaste este mundo! Piensa, Balbalú,
piensa. Ya sabes, en la calamidad... vete al sillón.
Intentó entonces Gabi reflexionar y calmarse un poco. Bajo ella (o, mejor dicho,
bajo Reyes), doña Macu irradiaba un suave calor. Se sintió algo más serena, y gracias a
ello pudo advertir que Bicho, que seguía al otro lado de la ventana, llevaba un diminuto
papel entre los dientes.
—¡Mi letrero! ¡Bicho ha encontrado el cartelito con el que bauticé el reino de
Ulablab! —exclamó Gabi.
Había que romperlo. Había que desgarrar el papel porque estaba claro que, al
destruirlo, desaparecían de la situación presente y se materializaban en algún otro lugar
de su mundo imaginario. A Gabi no le importaba caer en cualquier sitio, ni siquiera le
importaba aparecer en el fondo del barranco del Dhay, y eso que ella había inventado
aquel lugar como un sitio terrible y asolado por los lobos hambrientos. Pero ahora todo
eso le daba igual, Gabi quería salir de la cabeza de Reyes, quería salir fuera como fuera.
MÁS GRANDE. HARÉ LA PIEDRA UN POCO MÁS GRANDE. QUE EL
TREN DESCARRILE, QUE LOS VAGONES SALGAN POR LOS AIRES, QUE
REVIENTEN TODOS...
Era una piedra, sí. Reyes estaba dibujando una terrible y enorme roca en mitad
de la vía; y el tren corría hacia ella, el tren se precipitaba, pitando lastimeramente, hacia
el desastre. Gabi se asustó: se sentía en peligro, amenazada. Y el aire parecía vibrar de
violencia y de furia. Como cuando ella creó el terremoto. Como cuando inventó
Zascatún.
—¡Rompe el cartel, Bicho! ¡Rompe el papel! —gritó Gabi sin palabras y sin
voz, intentando transmitir al perro la fuerza de su miedo y de sus pensamientos.
Y entonces Bicho arrugó el hocico, recogió el papel con la punta de la lengua y
se lo tragó. Y las luces del mundo se apagaron de nuevo.
6
Lo primero que advirtió Gabi en cuanto desaparecieron las tinieblas fue que
había recuperado su cuerpo, que sus manos eran sus manos y sus piernas sus piernas. Y
lo segundo que notó fue que Bicho no estaba. A su lado se encontraba doña Macu, patas
arriba. Pero al perro no se le veía por ninguna parte. Gabi se preocupó.
—Me parece que hemos perdido a Bicho —dijo.
La silla se atusó y recolocó las pajas con las que había taponado el agujero del
respaldo.
—Ya aparecerá...
Se hallaban en un extraño lugar que parecía una cueva natural. Las paredes eran
de roca y el techo curvo y oscuro. Desde donde se encontraban, apoyadas contra uno de
los muros, no se veía la boca de la cueva; pero frente a ellas el suelo subía y subía, en
una cuesta escarpada y llena de pedruscos, y se perdía de vista más arriba del techo. Por
allí entraba una claridad brillante y azulada, la luz del exterior: la salida tenía que estar
allí, al final de la cuesta. El lugar sólo estaba iluminado por esa luz cenital, que se iba
debilitando a medida que te internabas en la caverna. Al fondo de la cueva, que era
donde se encontraban Gabi y doña Macu, el aire era oscuro y helado, aunque había
suficiente claridad como para ver el contorno de las cosas.
—No está —repitió Gabi, acongojada, tras haber hecho una nueva y más
minuciosa inspección visual del lugar—. Bicho no está.
Tenía la angustiosa sensación de haber perdido al perro para siempre. ¿Cómo se
las iba a arreglar para encontrarle en ese mundo tan lioso, lleno de apagones y de
extraños sucesos?
—No te preocupes por Bicho... quizá sea afortunado por no estar aquí. Mira... —
susurró la butaca con voz temblorosa. Y señaló con el brazo derecho un rincón de la
cueva.
Gabi miró en la dirección indicada y se quedó sin aliento. Ahí, en la esquina más
sombría, se apilaba una torre de huesos y pellejos. Había un poco de todo, esqueletos de
perros y de gatos, patas de conejos, pajaritos resecos y tiesos, ¡incluso calaveras mondas
y pulidas que parecían humanas! Gabi se echó a temblar: ¡a ver si, después de todo, los
cuentos de los críos chicos eran verdad y existía el Ogro Comeniños! De sólo pensarlo
Gabi experimentó un terror tan tremendo que las piernas se le aflojaron; pero la
avispada doña Macu corrió a ponerse debajo de ella, de modo que Gabi cayó en blando
sobre la butaca y se quedó sentada.
—¡Ánimo, coraje, serenidad, cabeza! —farfulló doña Macu, hecha también ella
un haz de nervios—. ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes!
—¡Sí, sí! —dijo la niña. Y se puso de pie, sin saber muy bien adonde ir.
—¡Por la cuesta! —gritó la silla—. La luz viene de allí, por allí se saldrá.
Doña Macu tenía razón, así es que tiraron cuesta arriba, tropezando con las
piedras y resbalando con los cantos sueltos. Pero no habían avanzado ni un par de
metros cuando la luz se oscureció súbitamente, como si un cuerpo enorme hubiera
taponado la boca de la cueva. Alguien estaba entrando, no había ninguna duda: se
escuchaban unos profundos resoplidos y el aire olía a bestia.
—¡Ánimo, sereza, coracidad, nadeza! —repitió la silla, ya perdido el tino,
mientras giraba sobre sí misma y corría cuesta abajo hacia el rincón más oscuro de la
gruta, con Gabi trotando detrás de ella.
—¿Qué es esto, quién anda ahí? —retumbó una voz de trueno.
Y tras la voz llegó su dueño, un hombrón inmenso que se daba con la cabeza
contra el techo. Era tan ancho como largo, con unos brazos interminables, como de
orangután, y tan cargado de hombros que la cruz de la espalda le asomaba por encima
de los cuatro pelos de la cabeza. Porque el monstruo era calvo. No suelen ser calvos los
monstruos de las cuevas, sino, por el contrario, bien velludos, pero éste, cosa rara,
carecía casi por completo de cabellera. Eso sí, las narices y las orejas —que eran
picudas como las de los gnomos— las tenía tan llenísimas de pelos que parecía
imposible que la criatura se las apañara para respirar y oír a través de semejante selva.
Gabi se estremeció: la cara del monstruo le recordaba a alguien, a alguien sin duda
desagradable y malo. Esos pelazos en las narices, esa frente aplastada, esa calva
grasienta... ¿Quién era? Gabi le conocía, estaba segura; le había visto con anterioridad
en algún otro lugar, en otro espacio.
El hombrón se plantó en mitad de la cueva, los brazos en jarras, resoplando
como un cachalote. Todavía un poco deslumbrado por el sol de fuera, parpadeaba y
achinaba sus ojillos negros, esforzándose por ver en la penumbra. En seguida descubrió
a Gabi y a doña Macu, que se apretujaban contra el muro dando diente con diente.
—¡Ajajá! —bramó la criatura con tono triunfal—. ¿Qué tenemos aquí? ¡Una
niña boba que se ha metido por sí sola en la guarida!
—Bu-buenos días, caballero —dijo la butaca, tartamudeando de miedo pero
sacando mucho el respaldo y adoptando un aire muy digno—: Disculpe usted que
hayamos invadido su...
—¡Ajajá! —le interrumpió el monstruo sin hacer ni caso—: ¡Una niña retonta y
una silla pringosa! ¡Y no he tenido que cazarlas, no señor, se han cazado solitas!
—¡Mo-modere usted su lengua, señor mío! —se ofendió la butaca—: ¿A qué
viene tanto insultar? ¡Es usted un maleducado!
Gabi le dio un codazo a doña Macu:
—¡Shhhhhh! —susurró—: ¡Encima no le enfade!
Pero la criatura no pareció enojarse; muy al contrario, soltó una ensordecedora
carcajada.
—¡Pues claro que soy un maleducado! —rió—: ¡Soy el Ogro!
Dicho lo cual el monstruo se inclinó y, agarrando a Gabi con una sola de sus
grandes manazas, la levantó por los aires hasta la altura de su cara.
—¡Deja a la niña, ogro asqueroso! ¡Déjala! —gritó doña Macu mientras daba
desesperados puñetazos en las piernas del monstruo, que era el único lugar de la
anatomía del gigante que estaba al alcance de la rechoncha silla.
—¡Cállate, canija! —gruñó el Ogro.
Y de un manotazo tiró a la butaca patas arriba. Gabi chillaba, se retorcía y
gimoteaba atrapada en la zarpa. Estaba muy cerca de la cara del monstruo, tan cerca que
advirtió que había algo pequeño y blanco enredado en los pelos de las narices. Parecía
un papelito plastificado, uno de esos papeles con los que ella, Gabi, nombraba los
lugares en el otro mundo. Mientras el monstruo perseguía por toda la gruta a doña
Macu, la niña estiró el brazo y consiguió coger la cartulina. Sí, ¡sí!, era uno de sus
carteles. ¡Estaban salvadas! Lo rompería y desaparecerían de la cueva... Desplegó el
papel y leyó: «Xuxuy». Claro, Xuxuy... Un día Gabi nombró así la garita de la entrada a
la urbanización El Bosque, esa caseta en la que estaba el guardia de la puerta, el bruto
aquel, el más feroz... O sea, el Ogro. Ahora estaba claro, ahora se daba cuenta: el rostro
del Ogro era idéntico al rostro de aquel guardia borrico que arrastraba a los niños por las
orejas.
A todo eso, el monstruo había conseguido arrinconar a doña Macu. «¡He de
darme prisa!», pensó Gabi; y, retorciéndose en la mano del gigante, que cada vez
apretaba más, arrugó la cartulina y se dispuso a romperla.
Pero era tarde. El puño libre del Ogro cayó como una maza sobre doña Macu, y
la pobre butaca se hizo trizas en medio de un agudo quejido, de un crujido tremendo, las
patas por un lado, el asiento por otro, los brazos desencolados y en pedacitos. Gabi
también chilló, horrorizada; y el espanto, o las sacudidas de la mano del Ogro, hicieron
que el cartel se escurriera de entre sus dedos: arrugado y un poco desgarrado, pero aún
entero. En ese momento empezó a oscurecerse todo. No fue un súbito apagón, como las
otras veces que se habían trasladado de los lugares, sino un decrecer de la luz que duró
unos segundos. Gabi tuvo tiempo de advertir la expresión de perplejidad del Ogro y de
despedirse, con dolor, de los desperdigados trozos de la valiente silla. Y cuando al fin
llegó la oscuridad Gabi presintió que esta vez algo marchaba mal, que esta vez
encontraría problemas en su huida.
7
Estaba en un tren. Cuando la luz se hizo de nuevo, Gabi se descubrió en un tren.
Y estaba sola, ¡sola! Sin Bicho, perdido quién sabe dónde, seguramente para siempre.
Sin doña Macu, a la que había visto destrozar ante sus ojos. Gabi sintió una pena
insoportable, una especie de dolor en el estómago, un escozor vivísimo, como si le
hubieran cortado un pedazo de su cuerpo. Estaba más sola que nunca, sola de una
manera distinta y peor que cuando su familia la olvidó en el monte. Porque ahora había
tenido amigos y los había perdido. Y el recuerdo de Bicho y doña Macu la quemaba, le
ardía como arde una herida profunda.
Pensaba en todo esto Gabi, de pie en el pasillo de un tren, aturdida por el ruido,
el movimiento y la trepidación. Era un vagón antiguo, de madera oscura, muy lujoso. El
suelo estaba cubierto por una alfombra roja y los compartimientos, que se abrían en el
lateral izquierdo, tenían sillones de terciopelo y relucientes lámparas de bronce y cristal.
Estaba vacío. El vagón parecía estar vacío, y quizá estuviera vacío el tren entero. Sin
embargo avanzaba a toda velocidad, pitando desafiantemente, entre campos verdes y
pueblos pequeñitos. Puentes y rebaños, bosquecillos y granjas aparecían, se deslizaban
y se perdían por el lateral derecho, a través de los ventanales del pasillo. La locomotora
pitaba, la madera crujía, los raíles rechinaban, el pasillo se llenaba de luces y sombras
fugitivas y Gabi, que no sabía dónde estaba, se mantenía de pie de cara a la marcha y
sentía vértigo.
Entonces escuchó el resoplido. Aun antes de volverse a mirar sobre su hombro
ya había adivinado lo que era. Pero de todas maneras se volvió y miró. Allí estaba,
recién franqueada la puerta de comunicación entre vagones, avanzando como un toro
hacia ella. Allí estaba el Ogro. Había salido mal, sí, como ella se temía. No había roto el
papel del todo y no había conseguido librarse del monstruo. La niña echó a correr por el
pasillo adelante.
Corría y corría Gabi, pasaba de un vagón a otro en dirección a la máquina, y el
tren no se acababa nunca. El Ogro seguía detrás de ella, acortando las distancias poco a
poco. Trotaba el monstruo lenta y torpemente, haciendo retumbar las tablas del suelo;
pero parecía avanzar sin fatiga, mientras que a ella, Gabi, cada vez le pesaban más las
piernas, y se le afilaba la respiración, y en el pecho le crecía una montaña. Al otro lado
de las ventanas iba pasando el mundo. Atravesaban sin detenerse, tan sólo aminorando
un poco, estaciones rurales pequeñas y llenas de moscas, o enormes estaciones urbanas,
de ciudades grises como una niebla. Iba viendo Gabi los carteles: Galaila, que era un
balneario; Nadogui, un paradero polvoriento en mitad de un desierto; Dovomir y Zulan,
grandes ciudades ambas, llena de rascacielos de vidrios oscuros la primera, baja y
sombría, con canales y puentes, la segunda. Eran las paradas de la línea de ferrocarril
que ella, Gabi, se había inventado. Ella había creado las ciudades, ella había puesto
nombre a los desiertos. Y ahora estaba atrapada dentro de un tren que no se detenía
nunca, con un ogro feroz a las espaldas.
A medida que Gabi iba avanzando hacia la cabecera del tren, los siempre vacíos
vagones iban perdiendo su lustre y su esplendor. Primero desaparecieron las alfombras
rojas, después las lámparas de bronce. Ya no había maderas barnizadas, el suelo estaba
sucio, las tarimas rajadas. Todo se iba deteriorando rápidamente, y los nuevos vagones
en los que Gabi entraba estaban en condiciones lamentables: los sofás desgarrados y
enseñando el relleno, los cristales rotos, las bombillas peladas y colgando de un hilo, las
puertas arrancadas. Y olía a podrido.
Más deprisa. Iba cada vez más deprisa el tren, y más deprisa el Ogro, y más
despacio ella, que a estas alturas apenas podía despegar los pies del suelo, tan cansada
estaba, tan perdida. Pitaba la locomotora, y sonaba como el grito de una bestia furiosa.
Ahora estaban cruzando el cañón de Dhay, en la cordillera de los Zarayanes, de modo
que estaban cerca, muy cerca de su casa, de la casa de antes. Y sí, ¡sí!, ahí aparecía
ahora la ciudad, la glorieta, ¡su calle! El colegio, la tienda de la señora Manuela, el bar
de la esquina... Y su casa. Su casa deslizándose a todo correr por los cristales del tren.
El quinto piso. La ventana de su habitación. Y ella asomada a la ventana. Sí, acodada en
el alféizar, con gesto ausente y aburrido, había una niña: y esa niña era Gabi, ¡era ella
misma! Todo esto lo veía Gabi con el rabillo del ojo, a toda prisa, mientras corría por el
vagón perseguida por el Ogro, mientras el tren volaba sobre las vías. Allí se vio, y allí
atrás se quedó la otra Gabi, mientras el tren enfilaba el puente sobre la autopista y
entraba en la urbanización El Bosque, y ahora habían aparecido los dragones, las
criaturas escamosas, una azul, otra roja oscura y otra gris. Trotaban al lado del vagón,
junto a la vía, como si intentaran asaltar el tren, y hacían gestos amenazadores hacia la
niña.
Entonces Gabi se acordó, en medio de su desesperación, de la bruja Menear y su
marido Merlín. Lo habían dicho muy claro: llámanos si tienes algún problema grave. Y
esto era mucho más grave que lo más grave que Gabi podía llegar a imaginar. Sin parar
de correr, casi sin aliento, la niña farfulló el conjuro mágico:
—La chispa de la vida, du-duá...
No sucedió nada.
—La chis-pa de la vi-vida, dududuá... —repitió la niña, medio asfixiada.
Y de inmediato se tropezó con las espaldas rechonchas de la bruja y del mago,
que corrían por el pasillo del tren justo delante de ella, repentinamente materializados de
la nada.
—Vaya, vaya... —jadeó la mujer—. Desde luego sí que tienes un buen
problema...
—¿No pueden hacer nada? —dijo Gabi.
—Espera —contestó Merlín sin parar de correr—: Estoy pensando en un buen
conjuro...
Trotaban los tres por los vagones con el Ogro detrás, y la niña empezaba a
arrepentirse de haber metido al matrimonio en semejante situación. Porque, además,
estaban viejos, corrían poco y le estorbaban a ella el paso.
—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! —gritó Merlín triunfalmente. Y, volviendo la cabeza
por encima del hombro sin aflojar la marcha, el hombre miró al Ogro y le cantó:
Abra Cadabra,
Brava la Cabra.
Ni uno ni ciento,
Si he tenido tiento,
Vete con el viento.