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ERIC HOBSBAWM UNAVIDA EN EL SIGLO XX 7 ERIC HOBSBAWM ANOS INTERESANTES UNA VIDA EN EL SIGLO XX Traducci6n castellana de Juan Rabasseda-Gascon CRITICA eS ‘83NB-Z9W-DP1 8 Primera edicién: marzo de 2003 Segunda edicién: mayo de 2003, ‘Quedan rigurosamente prohibidas, sin Ia autorizaciGn escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproduccién total o parcial de esta obra por cualquier medio 0 procedimiento, la reprografia y el tratamiento informético, y la distribucién de cjem- plares de ella mediante alquiler o préstamo piiblicas. ‘Titulo original: INTERESTING Times. A Twentieth-century Life Tlustracién de la cubierta: © Juan Esteves Fotocomposicién: Victor Igual, S.L. © Eric Hobsbawm, 2002 @ 2003 de la traduccion castellana para Espafia y América: CRMTICA, S. L., Diagonal, 662-064, 08034 Barcelona e-mail: editorial @ed-criticaes hup:/iwww.ed-critica.es ISBN: 84-8432-432-X Depésito legal: B. 23.521-2003 Impreso en Espafia 2003, — A&M Gralfic, S. L., Santa Perpetua de la Mogoda (Barcelona) PROLOGO Quien escribe su biografia debe también ser un lector de este género litera- rio. Mientras escribia este libro, me he sorprendido al observar cudntos hombres y mujeres que he conocido a lo largo de mi vida se han aventurado en la expe- riencia de publicar su propia biografia, por no hablar de esas figuras (normal- mente) mas notorias 0 escandalosas que han hecho que otros la escribieran por ellas. Esto sin incluir el gran mimero de autobiografias de personajes contempo- réneos disfrazadas de ficcidn. Quizd mi sorpresa no esté justificada, Las perso- nas cuya profesin implica escribir y comunicarse tienden a desenvolverse en un ambiente formado por ese mismo tipo de gentes. Aun asi, existen articulos, en- trevistas, prensa, cintas, 0 incluso videos, y libros como éste, muchos de los cua- les, curiosamente, son obra de hombres y mujeres que han hecho sus carreras en la universidad. Ast pues, no soy el inico. En cualquier caso, la cuestin que se plantea es por qué alguien como yo debe escribir una autobiografia y, mds concretamente, por qué alguien que no mantiene ningun tipo de relacién en particular conmigo, y que quizd ni siquiera sabia de mi existencia antes de ver la cubierta del libro en una libreria, va a pen- sar que vale la pena leer esta obra. No pertenezco a ese grupo de gentes que apa- recen clasificadas como subespecie excepcional en la seccién de biografias de las cadenas de librerias bajo el rétulo , aunque dar esas respuestas no haya sido mi objetivo. La historia podrd juzgar mi ideologta politica —de hecho ya la ha juzgado suficientemente—, los lectores mis escritos. Lo que busco es la comprensién histdrica, no el acuerdo, el beneplacito, o la simpatia del piiblico. No obstante, existen algunos motivos por los que vale la pena leerla, aparte de la curiosidad que puedan sentir los seres humanos por sus semejantes. Mi vida se ha desarrollado practicamente a lo largo del siglo mas extraordinario y terrible a la vez de toda la historia. He vivido en varios paises y he sido testigo de algunos acontecimientos ocurridos en muchos otros lugares de los tres conti- nentes. Quizds en el curso de esta larga vida yo no haya dejado en el mundo una huella tangible, aunque st he dejado un niimero considerable de huellas impre- sas en papel, pero desde que a los dieciséis afios fui consciente de ser un histo- riador, he pasado la mayor parte de mi existencia observando y escuchando, y he intentado comprender la historia de mi propia época. Cuando, tras escribir la historia del mundo entre finales del siglo xvm y 1914, emprendi ta redaccién del libro titulado Historia del siglo xx, creo que la obra se heneficié del hecho de que escribi no sélo como un especialista, sino como lo que los antropélogos denominan un cobservador participe». Fue asi por dos mo- tivos distintos. No cabe duda de que mis recuerdos personales de unos aconteci- mientos distantes en el tiempo y en el espacio acercaron la historia del siglo xx a PROLOGO i los lectores mas jévenes, mientras que reavivaban en los de mayor edad sus pro- pios recuerdos. E, incluso mds que en cualquier otra de mis obras, a pesar de lo apremiantes que puedan ser las obligaciones de los estudios de historia, ese li- bro fue escrito con la pasién que corresponde a una época de extremos.* Ambos tipos de lectores asi me lo han confirmado. Pero mds alld de este hecho existe un sistema més profundo en el que el entramado de la vida y la época de un indi duo, y la observacién de estas dos circunstancias, contribuyeron a dar forma a un andlisis histdrico que, al menos ast lo espero, resulta independiente de ambas. Eso es lo que puede hacer una autobiografia. En un sentido, este libro es la cara dos de la Historia del siglo xx: no es una historia universal ilustrada a tra- vés de las experiencias de un individuo, sino una historia universal que da forma aesas experiencias, 0 que, mejor dicho, ofrece un abanico cambiante, aunque li- mitado, de posibilidades a partir de las cuales, haciendo una adaptacién de la frase de Karl Marx, «los hombres construyen [sus vidas], pero no como a ellos les gustaria, no [las] construyen bajo circunstancias de su elecci6n, sino bajo circunstancias provenientes y transmitidas directamente del pasado» y, aiiadiria yo, del mundo que los rodea. En otro sentido, la autobiografia de un historiador o de una historiadora constituye una parte importante de la construccién de su obra. Junto ala fe en la razén y ala capacidad de diferenciar entre realidad y fiecién, la conciencia de st mismo, esto es, el hecho de situarse dentro del propio cuerpo y fuera de él, es un talento imprescindible para los que participan en el juego de la historia y de las ciencias sociales, particularmente para todo aquel historiador que, como yo, ha elegido sus objetos de estudio de forma intuitiva y accidental, pero que ha con- seguido unirlos en un todo coherente. Otros historiadores quizd presten atencién a esos aspectas mds profesionales de mi libro. Sin embargo, espero que los de- mds Io lean como una introduccién al siglo mas extraordinario de ta historia uni- versal siguiendo el itinerario de un ser humano cuya vida posiblemente no hu- biera podido tener lugar en otra época. La historia, como dijo mi colega, la fil6sofa Agnes Heller, «habla de los hechos que suceden vistos desde fuera, y las memorias hablan acerca de lo que sucede visto desde dentro». Este no es un libro en el que tengan cabida los reconoci- mientos académicos, sino sélo los agradecimientos y las disculpas. Los agrade- cimientos van dirigidos sobre todo a mi esposa, Marlene, que ha vivido la mitad de mi existencia, que ha leido y criticado todos los capttulos con esptritu siempre constructivo y que ha soportado los afios en que un marido a menudo distraido, malhumorado y a veces descorazonado, vivia, més que en el presente, en un pa- sado que se esforzaba en poner sobre el papel. También doy las gracias a Stuart Proffitt, un principe entre los editores. El niimero de las personas a las que he consuliudlo u lo largo de los aftos sobre distincas cuestiones relevantes para esta autobiografia es demasiado grande para confeccionar una nota de agradeci- mientos, aunque varias de ellas ya hayan fallecido. Todas saben por qué les doy las gracias. * El ttulo original, en inglés, de la Historia del siglo wx era The Age of Extremes. (N. del t.) 12 AROS INTERESANTES Las disculpas también van dirigidas a Marlene y a mi familia. Probablemen- te ésta no seq la autobiografia que hubieran deseado, pues, aunque estén cons- tantemente presentes en ella, al menos desde el momento en que entraron en mi vida y yo en la suya, este libro trata mds del hombre piblico que del privado. También deseo disculparme con esos amigos, colegas, estudiantes y demas per- sonas que no aparecen en estas pdginas y que quizds esperaron verse nombrados enellas, o recordados mds extensamente. Por iiltimo, quiero decir que he distribuido el libro en tres secciones. Tras una breve introduccién, los capitulos 1-16, de cardcter personal y politico, si- guen mds o menos un orden cronolégico y cubren el pertodo comprendido entre principios de los afos veinte —hasta donde llega mi memoria— y comienzos de los noventa. No obstante, no pretenden ser una crénica lana y simple. Los capt- tulos 17 y 18 tratan de mi carrera profesional como historiador; los 19-22 ha- blan de los distintos patses o regiones (aparte de mi Centroeuropa natal e Ingla- terra) con los que he estado vinculado durante largos pertodos de mi vida: Francia, Espafia ¢ Italia, Latinoamérica y otras partes del Tercer Mundo y Esta- dos Unidos. Como estos tiltimos capitulas comprenden todo tipo de relaciones mantenidas por mi parte con dichos paises, no encajan facilmente con el relato cronolégico principal, aunque se solapan con él. Por lo tanto crei oportuno que formaran.una seccién aparte. Eric HonsrawM Londres, febrero de 2002 Capitulo 1 INTRODUCCION Un dia de otoiio de 1994, mi esposa Marlene, que se encargaba de nuestra co- rrespondencia en Londres mientras yo daba un curso en la New School de Nueva York, me telefone para decirme que habfa una carta de Hamburgo que no podia leer porque estaba escrita en alemén. La remitente firmaba con el nombre de Me- litta, ;Merecfa la pena que me la mandara? Yo no conocfa a nadie en Hamburgo, pero sin Ia menor vacilaci6n supe inmediatamente quién la habia escrito, a pesar de que hacia algo asi como tres cuartos de siglo desde que viera por tiltima vez a la persona que la firmaba. S6lo podfa tratarse de la pequefta Litta —en realidad era mds 0 menos un afio mayor que yo—, de la Villa Seutter en Viena. No me equivocaba. En su carta decia que habia visto mi nombre en algiin articulo de Die Zeit, el famoso semanario intelectual alemn de corte liberal. Inmediatamente ha- bia legado a la conclusién de que yo debia ser el Eric con el que habfan jugado ella y sus hermanas hacfa tantos, tantos afios. Habfa hurgado entre sus dlbumes y habia encontrado una fotografia que adjuntaba a la carta. En ella aparecian cinco nifios posando en Ja terraza veraniega de una villa con sus respectivas Fréuleins, y las criaturas —quiza yo entre ellas— Ievaban una corona de flores sobre la ca- beza. Litta estaba alli con sus hermanas pequefias, Ruth y Eva (Susie, a la que siempre Hamdbamos Peter, todavia no habfa nacido), y yo con mi hermana Nancy. Su padre habia escrito en el dorso el afio en que fue tomada la fotografia: 1922. Litta preguntaba por Nancy. ,COmo iba a saber ella que Nancy, tres afios y medio mas joven que yo, habfa fallecido hacia dos afios? Durante mi dltima visi- ta a Viena, haba ido a las casas en las que habfamos vivido, y le habia enviado a ‘Nancy fotografias de las mismas. Crefa que era la tinica que seguia acordandose de Villa Seutter. Ahora ese recuerdo volvia a hacerse vivo. ‘Tengo también esa fotografia. En el album familiar que termina conmigo, dl- timo vestigio de mis padres y demds parentela, las instanténeas tomadas en Ia te- rraza de Villa Seuttet constituyen el segundo archivo iconogréfico de mi existen- cia y el primero de mi hermana Nancy, cuyo nacimiento tuvo lugar en Viena en 1920. El primer dato que, al parecer, consta de mi en esos anales es la fotografia de un recin nacido en el interior de un enorme cochecito de mimbre, solo, sin adultos u otro tipo de contexto a la vista, que, segiin creo, fue tomada en Alejan- 14 ANOS INTERESANTES mejor que cualquier otro. Ochen- ta aflos mas tarde tuve Ia ocasién de descubrirlo en compafiia de unos amigos triestinos, y especialmente en la de Claudio Magris, ese maravilloso rememora- dor de la Europa central y del recodo formado por el Adridtico, punto en el que convergen las culturas alemana, italiana, eslava y hiingara. Mi abuelo, que habfa venido a vernos, nos acompaiié en los Ferrocarriles del Sur hasta Viena. Ahi es donde empieza mi vida consciente. Nos alojamos algunos meses en casa de mis abuelos, mientras mis padres buscaban un piso propio. Mi padre, que trajo consigo unos s6lidos ahorros —no habfa nada més s6lido por aquel entonces que Ia libra esterlina— a un pais empobrecido con una divisa tan débil que estaba a punto de hundirse, se sentfa seguro y relativamente rico. La Villa Seutter parecié ideal. Fue el primer lugar en mi vida que senti «nuestra» Cualquier viajero que Hegue a Viena por tren desde el oeste todavia pasa de- lante de ella. Si se mira por la ventanilla de la derecha cuando el tren empieza a adentrarse en los suburbios occidentales de la ciudad, al llegar al apeadero de Hiitteldorf-Hacking, es imposible no fijarse en ese s6lido y amplio edificio situa- do en Ja falda de 1a colina con su ciipula de cuatro lados sobre una torre achatada, construido por un acaudalado empresario a finales del reinado de Francisco José (1848-1916). La finca legaba hasta la Auhofstrasse, que se dirigia hacia el este bordeando los muros del antiguo coto de caza imperial, el Lainzer Tiergarten, al cual se tenia acceso a través de una estrecha calle que subia colina arriba (la Vin- zenz-Hessgasse, actualmente Seuttergasse), en cuya cima todavia se alzaban por aquel entonces una serie de casitas con techumbre de paja. La Villa Seutter de mis recuerdos de infancia corresponde, en gran medida, a Ja parte que compartian el mayor y el menor de los Hobsbaum (pues mi apellido, a pesar del funcionario consular de Alejandrfa, se escribfa de ese modo), que al- quilaron un apartamento en el primer piso de Ia villa, y los Gold, que eran los inquilinos del apartamento situado en la planta baja. Basicamente, esa zona era la 16 ANOS INTERESANTES terraza correspondiente a uno de los flancos de la casa, en la que se Hevaba a cabo gran parte de la vida social de las distintas generaciones de las dos familias cita- das. Desde esa terraza arraneaba un sendero —en pendiente, segtin recuerdo— que conducfa a las canchas de tenis de abajo—en la actualidad se han erigido edi- ficios en ellas—, pasando junto a un drbol, gigantesco a los ojos de un nifio, pero con algunas ramas 1o suficientemente bajas para poder trepar a él. Recuerdo cémo le mostraba sus secretos a un chico que habia llegado a mi escuela proce- dente de un lugar de Alemania llamado Recklinghausen. Nos habfan pedido que lo cuidaramos, pues venia de una regi6n donde la situacién era critica. De é] s6lo recuerdo las anécdotas del rbol y su pueblo de origen, situado actualmente en el Land de Renania del Norte-Westfalia. Al poco tiempo regres6 a su pais. Aunque no fuera consciente de ello, probablemente éste fuera mi primer contacto con los grandes acontecimientos hist6ricos del siglo xx, a saber, la ocupacién francesa del Ruhr en 1923, a través de uno de los nifios evacuadas temporalmente y aco- gidos en Austria por personas simpatizantes con su causa, (Por aquel entonces to- dos los austrfacos se consideraban alemanes y, de no ser por el veto impuesto por los que firmaron la paz después de Ia Primera Guerra Mundial, hubieran votado a favor de su anexién a Alemania.) También tengo un vivo recuerdo de cémo ju- gébamos en un granero lleno de heno que habfa en la finca, pero en mi éltima vi- sita a Viena junto a Marlene, estuvimos inspeccionando Ia villa y no pudimos en- contrar el lugar de su emplazamiento. Resulta muy curioso que no tenga recuerdos del interior de la vivienda, aunque en mi cabeza ronda Ja vaga impre- sién de que no era demasiado luminosa ni confortable. Por ejemplo, no consigo acordarme de nada de nuestro apartamento ni del de los Gold, con la excepcién, quiz4, de que tenfan techos altos. Cinco niftos, que posteriormente serfan seis, en edad preescolar 0, a lo sumo, cn sus primeros afios de escuela primaria, metidos en un mismo jardin, se con- vierten en los mejores cimentadores de las relaciones entre familias. Los Hobs- baum y los Gold se Hevaban bien, a pesar de su distinta idiosincrasia, pues (pese ast apellido), estos tiltimos no eran, al parecer, judfos. En cualquier caso, se que- daron y prosperaron en Austria, que cs como decir en la Gran Alemania de Hitler, después del Anschluss. Tanto el Sr. Gold como su esposa eran oriundos de Sieg- hartskirchen, una aldea perdida de la Baja Austria, siendo é1 hijo de un agricultor y también Gnico posadero local, y ella del tinico tendero del pueblo (que vendia de todo, desde calcetines a aperos de labranza). Ambos mantenfan una estrecha relacién con sus familiares del pueblo. Su situacién econdmica en los afios vein- te era lo suficientemente holgada como para haber encargado a un pintor la ej cucién de sus respectivos retratos (tengo ante mf una foto en blanco y negro de ambos cuadros que me envié hace aproximadamente un afio una de sus dos hijas vivas). La imagen de un caballeru de aspeviv grave vestide com um taje oscute y con el cuello de la camisa almidonado no evoca en m{ ningin recuerdo, y de he- cho no tuve un contacto estrecho con él de pequefio, aunque en cierta ocasién me mostré su gorra de oficial de antes de la caida del imperio, y fue la primera per- sona que conoef que ya habia visitado Estados Unidos, pafs al que habia viajado por negocios. De alli se trajo un disco de graméfono, cuya melodia sé en la ac- INTRODUCCION 17 twalidad que era la de «The Peanut Vendor», y 1a noticia de que los norteameri- canos tenfan un modelo de automévil llamado «Buick», nombre que me pareci6, por alguna oscura raz6n, dificil de creer. Por otro lado, la imagen de una hermo- sa mujer de cuello largo con pelo corto ondulado por los lados, que observaba el mundo mirando con gravedad, aunque no demasiado segura de s{ misma, por en- cima de sus hombros escotados, hace que inmediatamente reviva en mi mente su persona. Y es que las madres son una presencia mucho més constante en la vida de Ios nifios, y Ia mfa, Nelly, una mujer intelectual, cosmopolita y culta, y Anna («Antschi») Gold, de pocos estudios, consciente siempre de sus orfgenes provin- cianos, pronto se convirtieron en buenas amigas y siguieron siéndolo hasta cl fi- nal. De hecho, segdn la hija de esta dltima, Melitta, Nelly fue la dinica amiga in- tima de Anna. Esta circunstancia quizds explique por qué en los dlbumes que poseen los nietos de los Gold que se quedaron en Viena todavia aparecen fotos de los miembros desconocidos y no identificables de la familia Hobsbawm. Una de Jas hijas de los Gold se acuerda, casi tan bien como yo, de cémo iba (con su ma- dre) a visitar a la mia en sus diltimos dias de vida. Entre sollozos, Antschi le dijo: «Nunca més volveremos a ver a Nelly». De este modo, dos personas nacidas précticamente con el corto siglo xx, em- pezaron su vida juntas y luego siguieron rumbos distintos en el extraordinario y terrible mundo del siglo pasado. Por ese motivo empiezo todas estas reflexiones sobre una dilatada existencia con los recuerdos inesperados que me produce una fotografia conservada en los dlbumes de dos familias que no tenfan nada en co- min excepto que sus vidas se vieron brevemente entrelazadas en Ia Viena de los afios veinte. Pues los recuerdos de unos cuantos afios de Ia infancia compartidos por un profesor de universidad retirado ¢ historiador peripatético y una antigua actriz, presentadora de televisién y traductora eventual jubilada («jcomo tu ma- dre!») prdcticamente s6lo tienen un interés privado para los interesados. Incluso para éstos no son més que un hilo sutilisimo de la tela de araita urdida en el enor- me hueco que se abre a lo largo de casi setenta afios de existencia en dos vidas completamente separadas y desvinculadas, que se han desarrollado sin saber nada la una de la otra ¢ incluso sin dedicarse ni un solo pensamiento consciente. Es la extraordinaria experiencia de los europeos que han vivido a lo largo del si- glo veinte lo que une esas vidas. Una infancia comin redescubierta, un volverse a poner en contacto en la vejez, son hechos que dramatizan la imagen de nuestra época: absurda, irénica, surrealista y monstruosa. Los protagonistas no la crean. Diez afios después de que los cinco nifios miraran a la cémara, mis padres ya es- taban muertos y el Sr. Gold, victima de la catastrofe econémica —précticamente Ja totalidad de los bancos de Europa central se hallaban en una situaci6n técnica de insolvencia en 1931— se dirigfa con su familia a prestar sus servicios en el sis tema bancario de Persia, cuyo sha preferfa que sus banquerus provedieran de le- janos imperios derrotados en lugar de otros mas cercanos y peligrosos. Quince afios més tarde, cuando me encontraba en la universidad en Inglaterra, las chicas de los Gold, ya de vuelta de los palacios de Shiraz, estaban —todas ellas— em- pezando sus carreras de actrices en lo que estaba a punto de convertirse en parte de la Gran Alemania de Hitler. Veinte afios después, yo vestfa en Inglaterra el 18 ANOS INTERESANTES. uniforme de soldado briténico y mi hermana Nancy censuraba correspondencia para las autoridades del Reino Unido en Trinidad, mientras Litta actuaba, bajo los bombardeos continuos de nuestra aviacién, en el Kabarett der Komiker del Ber- lin de la guerra ante un ptiblico, parte del cual probablemente hubiera acorralado a aquellos parientes mios que quizas acariciaban las cabecitas de las hijas de los Gold en Villa Seutter, para deportarlos a los campos de concentraci6n. Cinco afios més tarde, cuando yo empezaba a ensefiar entre las nuinas de los edificios bombardeados de Londres, los sefiores Gold ya habjan muerto: él, probablemen- te de hambre inmediatamente después de la derrota y la ocupacién, y ella, eva- cuada a los Alpes occidentales poco antes de que acabara la guerra, de enferme- dad. El pasado es otro pais, pero ha dejado su huella indeleble en los que una vez vivieron en él. Aunque también ha dejado su huella en los que son demasiado jé- venes para haberlo conocido, como no sea de ofdas, o incluso, en una civilizacion estructurada de forma antihistérica, para tratarlo, utilizando el nombre de un jue- g0 que goz6 de cierta popularidad a finales del siglo xx, como un «Trivial Pur- suit». Sin embargo, el historiador que escribe una autobiografia no s6lo debe vol- ver a él, sino que también debe confeccionar su mapa. Pues sin ese mapa, jc6mo podemos seguir los pasos de una existencia a través de los miltiples paisajes que Ie han servido de escenario, 0 comprender por qué y cuando tuvimos dudas y tro- pezamos, 0 cOmo vivimos entre las personas con las que estébamos vinculados y de quienes dependfamos? Pues todos estos aspectos arrojan luz no s6lo sobre la vida de un individuo, sino también sobre el mundo en general. Por Jo tanto, esta imagen puede servir de punto de partida para la tentativa de un historiador de desandar un sendero a través del espinoso terreno del siglo xx: hace ochenta afios cinco criaturas fueron colocadas por unos adultos en una te- rraza de Viena para tomarles una fotograffa, sin ser conscientes (a diferencia de sus padres) de estar rodeados de los escombros de una derrota, de unos imperios en ruinas y de un colapso econémico, sin ser conscientes (lo mismo que sus pa- dres) de que tendrfan que abrirse camino a través del perfodo mds sanguinario y a la vez mas revolucionario de la historia. Capitulo 2 UN NINO EN VIENA Mi infancia transcurrié en la empobrecida capital de un gran imperio, la cual, tras la caida de ste, pas6 a formar parte de una reducida repiblica provinciana de gran belleza, cuya existencia ella misma ponia en tela de juicio. Salvo raras ex- cepciones, después de 1918 los austriacos creian que debian formar parte de Ale- mania, y las dnicas que se lo impidieron fueron las potencias que habian impues- to el acuerdo de paz en Europa central. La crisis econémica que se vivié en los aiios de mi infancia no contribuy6 a mejorar la opinién del pueblo respecto a la viabilidad de la primera Reptblica Federal Austrfaca. El pafs acababa de conocer una revolucién, y los 4nimos se habfan calmado temporalmente bajo un régimen de reaccionarios clericales liderados por un monsefior, fundamentado en los vo- tos de una clase social rural creyente, o al menos de fuertes raices conservadoras, a la que se enfrentaba una odiosa oposicién de socialistas marxistas revoluciona- rios, apoyados en Viena (no sélo capital del pais, sino también estado auténomo de la Repiblica Federal) de forma masiva y casi undnime por todos aquellos que se identificaban a si mismos como «obreros». Ademas de la Policia y el Ejército, controlados por el Gobierno, ambas facciones estaban asociadas con grupos pa- ramilitares para los cuales Ia guerra civil simplemente habia quedado en suspen- so, Austria no s6lo era un Estado que no querfa existir, sino un avispero que no podia durar mucho tiempo asi. Y efectivamente no duré. Pero las tiltimas convulsiones de 1a primera Repti- blica Austrfaca —a destruccién de los socialdemscratas tras una breve guerra civil, el asesinato del primer ministro cat6lico a manos de los nazis insurrectos, la tan aclamada entrada triunfal de Hitler en Viena— tuvieron lugar después de que yo abandonara esa ciudad en 1931. No regresarfa a ella hasta 1960, cuando este mismo pais, bajo cl mismo sistema bipartidista de catélicos y socialistas, se habia convertido en una pequefia repdblica estable enormemente préspera y neutral, plenamente satisfecha —cabria decir incluso demasiado satisfecha—con su pro- pia identidad. Pero ésta es una visiGn retrospectiva propia de un historiador. ;Cémo trans- currfa la infancia de un nifio de 1a clase media en la Viena de los afios veinte? El problema radica en saber distinguir qué es lo que uno ha aprendido a partir de lo 20 ANOS INTERESANTES que sus contempordneos sabjan o pensaban, y en saber diferenciar las experien- cias y reacciones de los adultos de las de los nifios de aquella época. El conoci- miento que tenfa un nifio nacido en 1917 de los acontecimientos del todavia em- brionario siglo xx, tan vivos en las mentes de sus padres y abuelos —guerra, crisis, revolucién, inflacién—, se basaba en lo que los adultos le contaban 0, més probablemente, en lo que la criatura les ofa decir. El tnico testimonio directo de los hechos que poseiamos los nacidos por aquel entonces consistia en los cam- bios que se producfan en las imagenes de los sellos de correos. El coleccionismo de sellos durante los afios veinte, aunque no ofreciera una explicacién clara de los acontecimientos, pas6 a ser una buena propedéutica a la historia politica de Eu- ropa a partir de 1914. Para un niffo britdnico expatriado, la filatelia teatralizaba el contraste existente entre Ia continuidad sin cambios de la efigie de Jorge V en los sellos briténicos y el caos de las sobreimpresiones, los nuevos nombres y las nue- vas divisas en el resto del mundo, El otro nico lazo directo con la historia de la época venta de los cambios sufridos por monedas y billetes en una era de gran de- sorden econémico. Yo ya tenia edad suficiente para darme cuenta del cambio de coronas a chelines y a groschen, de billetes enos de ceros a billetes y monedas, y sabfa que antes de las coronas habja habido guiden. Aunque el Imperio de los Habsburgo habia desaparecido, seguiamos vivien- do sobre su infraestructura y dominados hasta extremos sorprendentes por presu- puestos centrocuropeos anteriores a 1914. El marido de una de las mejores ami- gas de mi madre, el Dr. Alexander Szana, vivfa en Viena y, para desgracia de la paz de dnimo de su esposa, trabajaba en un periddico de lengua alemana a unos cincuenta kilémetros al sur del Danubio en la ciudad que nosotros Ilamabamos Pressburg y los htingaros Pozsony, y que luego pasaria a ser Bratislava, la princi- pal localidad eslovaca de la nueva Repiiblica de Checoslovaquia. (Actualmente es la capital del estado de Eslovaquia, reconocido internacionalmente.) Si excep- tuamos la expulsién de los antiguos oficiales huingaros, esa ciudad no sufrié du- rante el perfodo de entreguerras la limpieza étnica en su poblacién, poliglota y multicultural, formada por alemanes, hiingaros, checos y eslovacos, judios de dos tipos, unos asimilados y occidentalizados, y otros piadosos provenientes de los Carpatos, gitanos, etc. Todavia no se habia convertido realmente en una ciudad eslovaca de «bratislavos», de los que todavia se diferenciaban como «pressbur- ‘gueses» aquellos que tenfan recuerdos anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Para ir y volver de su trabajo, el Dr. Szana tomaba el Pressburger Bahn, un tran- via que iba desde una calle del centro de Viena hasta un recodo situado en las ca- Iles centrales de Pressburg. Habfa sido inaugurado en la primavera de 1914 cuan- do ambas ciudades formaban parte del mismo imperio, un triunfo de la tecnologia modema que simplemente segu‘a funcionando; al igual que el famoso «tren de la ‘Spora», wtilizado por Ia gente cultivada de Brinn/Bmno en Moravia para acudir a Ja Opera de Viena, trayecto que se realizaba en unas dos horas. Mi tio Richard vi- ‘via a caballo entre Viena y Marienbad, donde era propietario de una tienda de ar- ticulos de fantasia. Las fronteras atin no eran impenetrables, como lo fueron des- pués de que en la guerra se destruycra el puente utilizado por cl tranvia de Pressburg para cruzar el Danubio. En 1996, cuando colaboré en un reportaje te- UN NINO EN VIENA 21 levisivo sobre este tema, todavia tuve la oportunidad de contemplar las ruinas de este puente. El mundo de 1a clase media vienesa, y por supuesto el de los judfos que en gran medida la conformaban, seguia siendo el de una vasta region poliglota cu- yos inmigrantes, en los tiltimos ochenta afios, habjan transformado la capital en una ciudad de dos millones de habitantes (después de Berlfn, era sin lugar a du- das la ciudad mas grande del continente europeo entre Paris y Leningrado). Nuestros parientes procedfan de lugares tan dispares como Bielitz (actualmente en Polo- nia), Kaschau (hoy en dfa en Eslovaquia) o Grosswardein! (en la actualidad en Rumania), y algunos seguian residiendo en estos lugares. Los duefios de las tien- das de ultramarinos donde nos abastecfamos y los porteros de los edificios de apartamentos en los que viviamos eran casi con toda seguridad checos, y nuestras. criadas y nifieras no eran vienesas de nacimiento: todavia recuerdo los relatos so- bre hombres lobo que me contaba una de ellas, oriunda de Eslovenia. A diferen- cia de los que emigraban a América, ninguno de ellos estaba o se sentia desarrai- gado de su «patria», pues para los europeos del continente el océano constitufa la gran linea divisoria, mientras que los viajes por tren, incluso los de largo recorri- do, eran algo a lo que todo el mundo estaba acostumbrado. Incluso a mi abuela, una mujer muy nerviosa, no le importaba realizar desplazamientos cortos para vi- sitar a su hija en Berlin, Era una sociedad plurinacional, aunque no pluricultural. El aleman (con sus distintos acentos locales) era su idioma, y 1a alemana (también con un toque lo- cal) era su cultura, asi como su puerta de acceso a la cultura universal, antigua y moderna. Mis parientes hubieran compartido 1a indignacién visceral que mani- festé el gran especialista en historia del arte, Ernst Gombrich, cuando, siguiendo la tendencia de finales del siglo xx, le pidieron que calificara de judfa la cultura de su Viena natal. Era simplemente la cultura de la clase media vienesa, a la que no afectaba para nada el hecho de que un buen niimero de sus representantes mAs destacados fueran judios y de que (frente al antisemitismo endémico de la regi6n) se reconoéieran como tales, como tampoco Ia afectaba el hecho de que algunos procedicran de Moravia (Freud y Mahler), de Galitzia o la Bukovina (Joseph Roth), 0 incluso de Ruse, en el Danubio bilgaro (Elias Canetti). Habrfa sido tan absurdo como buscar elementos conscientemente judios en las canciones de Ir- ving Berlin o en las peliculas de Hollywood de la época de los grandes estudios, todos ellos dirigidos por emigrantes judios: su objetivo, por lo demas logrado, consistié precisamente en componer canciones o rodar peliculas que resultaron ser una forma concreta de expresién para el cien por cien de los norteamericanos. Como hablantes de la Kulrursprache en la capital de un antiguo imperio, los nifios compartian instintivamente el sentido de superioridad cultural, si bien ya no politica, El modo de hablar alemén de los checos constitufa un rasgo de infe- rioridad y por lo tanto resultaba tan gracioso como Ia lengua checa, incomprensi- ble por su aparente acumulacién de consonantes. Con un toque de desprecio y una absoluta falta de conocimiento u opinién sobre ellos, Iamabamos a los ita- lianos Katzelmacher, Los judios de Viena emancipados ¢ integrados hablaban de los judios del este como si pertenecieran a otra especie. (Recuerdo muy bien ha- 22 ANOS INTERESANTES ber preguntado a un desconcertado pariente de edad avanzada si aquellos judios del este tenfan apellidos como nosotros, y si era asf, cudles eran, puesto que a to- das luces eran tan distintos de nosotros.) Me parece que estos detalles explican en gran medida el entusiasmo con el que los austrfacos acogieron la anexién a la Alemania de Hitler: les devolvia su sentido de superioridad politica. Por aquel entonces sdlo observé que uno o dos de mis compafieros de clase de secundaria eran Hakenkreuzler (\levaban la cruz gamada). Como yo era inglés, aunque cul- turalmente no me diferenciara de los austriacos, es evidente que aquello no me concernia de forma directa. Pero me lleva al tema politico. Como me vi atrapado desde muy joven y durante tanto tiempo por el com- promiso politico, esa pasién caracteristica del siglo xx, es Iégico preguntarse en qué medida pueden encontrarse sus raices en una infancia transcurrida en la Vie- na de los afios veinte, Resulta dificil de descifrar. Viviamos una época marcada por la politica. Aunque, tal como he apuntado con anterioridad, nos enterabamos de los temas relacionados con el mundo exterior principalmente a través de las conversaciones de los adultos, cuyo significado suele ser dificil de captar para un nifio. Recuerdo dos de ellas que probablemente tuvieron lugar alrededor de 1925. ‘Una sucedio en un sanatorio de los Alpes en el que me habjan ingresado para re- cuperarme de una enfermedad (los nifios soliamos padecer constantemente de al- gtin que otro problema de salud) bajo los atentos cuidados de mi tia Gretl, que también estaba alli convaleciente. «;Quién es ese Trotsky?» pregunté una mujer a la que recuerdo vagamente o me la imagino como una persona maternal de me- diana edad, aunque no sin un toque de satisfacciGn. «No es més que un judio lla- mado Bronstein.» Tenfamos conocimiento de la Revolucién rusa, pero qué era exactamente? Otra tuvo lugar en un certamen de atletismo al que me Ilev6 mi tio (y presumiblemente mi padre), y que result6 memorable para mf por ser la pri- mera ocasiGn que tuve de ver a un velocista de raza negra llamado Cator. «Dices que en este momento no hay ninguna guerra en el mundo —comenté alguien—, pero Zestés seguro? :no hay una revuelta en Siria?» {Qué significado tenia o po- dia tener eso para nosotros? Sabiamos que habfa habido una guerra mundial, como cualquier nifio inglés nacido en 1944 crecerfa sabiendo que habfa habido una. Dos de mis tfos de Inglaterra habjan participado en ella, nuestro vecino, el Sr. Gold, me ensefiaria su gorra de oficial, y mi mejor amigo era un huérfano de guerra (su madre conservaba la espada de su esposo colgada en una pared). Sin embargo, no conocfa a nadie, ni inglés ni austrfaco, que considerara la Gran Guerra un episodio heroico, y las escuelas austriacas no hablaban de ella, en par- te porque era un asunto de otro pais y de otra época —el viejo Imperio de los Habsburgo—, y en parte quiz también porque los ejércitos de los austriacos no se cubrieron demasiado de gloria. Hasta mi llegada a Berlin no conoceria el or- gully que seutfa cl dixeutus de aii estucla, y auliguy uficial del Ejeseity, por haber prestado sus servicios en primera linea, Hasta entonces, las imagenes mas pode- rosas que tenfa de la Gran Guerra procedian del maravilloso dramén documental Los tiltimos dias de la humanidad de Karl Kraus, que mi madre y mi tia Gretl ‘compraron tan pronto como fue publicado en 1922. Todavia conservo el ejemplar de mi madre que teleo de vez en cuando. ‘UN NINO EN VIENA 23 {Qué mas sabfamos de la época que nos tocaba vivir? Los escolares de na crefan a pies juntillas que la gente s6lo podia elegir entre dos partidos politi- cos: el cristianosocial y el socialdemécrata 0 rojo. Nuestro simplismo materialis- tanos Ilevaba a creer que si uno tenfa propiedades, votaba al primero, y si era un arrendatario, al segundo. Como la mayoria de los vieneses vivian de alquiler, esta circunstancia naturalmente hacfa de Viena una ciudad roja. Hasta el fin de la guerra civil de 1934 los comunistas tuvieron tan poca relevancia que un sector de sus militantes més entusiastas decidieron Tlevar a cabo sus actividades en otros paises donde sus objetivos tuvieran un mayor sentido: principalmente en Alema- nia, como ocurrié con los famosos hermanos Eisler: Hanns, el compositor, Ger- hart, el agente de la Internacional Comunista (o Komintern), y la formidable El- friede, més conocida como Ruth Fischer, que durante un corto periodo de tiempo lider6 el Partido Comunista Alemédn, aunque también en Checoslovaquia, como fue el caso de Egon Erwin Kisch. (Muchos afios después el pintor Georg Eisler, hijo de Hanns, se convertirfa en mi mejor amigo.) No recuerdo haberme interes do por el Gnico comunista del circulo de las antiguas hermanas Griin, que escri- bia bajo el seudénimo de Leo Lania, por aquel entonces un hombre joven que ma- nifestaba que su libro favorito era L’Oewvre de Zola, y sus héroes de ficcién y de la historia, Eugene Oneguin y Espartaco respectivamente. Por supuesto, nuestra familia no era ni negra ni roja, pues los primeros eran antisemitas y los segundos obreros, no de nuestra clase social. Ademés, éramos ingleses, por lo que ese tema no nos concern Y sin embargo, al pasar de la escuela primaria a la secundaria y de la infancia ala pubertad en la Viena de los afios veinte, tomé conciencia politica con la mis- sma naturalidad con la que empecé a ser consciente de la sexualidad, En el verano de 1930, durante mi estancia en Weyer, una aldea en la Alta Austria donde los médicos intentaron en vano tratar los pulmones de mi madre, hice amistad con Haller Peter, el hijo de la familia a la que alquilébamos nuestro alojamiento. (Se- giin la tradicién de los estados burocriticos, cuando se preguntaba a alguien ‘c6mo se llamaba, primero decia el apeltido y Iuego el nombre de pila.) famos de pesca y a robar fruta juntos, ejercicio que pensé que a mi hermana también le gus- tarfa, pero, segiin me confesé muchos afios mds tarde, en realidad le aterrorizaba. ‘Como el padre del muchacho era ferroviario, su familia era roja: en Austria, y so- bre todo en las zonas rurales, no cabfa pensar que en aquella época un trabajador que no se dedicara a la agricultura fuera otra cosa. Aunque Peter —més 0 menos de mi edad— no mostrara un interés aparente por las cuestiones politicas, daba también por supuesto que era rojo; y en cierta manera, mientras arrojébamos pie- dras a las truchas y robébamos manzanas, yo también Iegué a la conclusién de que queria serlo. Me acuerdo de otro veraneo que tuvo lugar tres anos antes, en un pueblo de Ja Baja Austria Hamado Rettenegg, en cierto momento situado vagamente en mi vida privada, pero con toda firmeza en Ia historia. Como de costumbre, mi padre no vino con nosotros, sino que s¢ quedé trabajando en Viena. Pero en el verano de 1927 los obreros de la capital, indignados por la sentencia absolutoria de unos derechistas que habfan matado a unos socialistas en el transcurso de una reyerta, 24 AROS INTERESANTES salieron a las calles cn masa y prendicron fuego al Palacio de Justicia en la Ring- strasse (el cinturén que rodea el centro hist6rico de Viena), muriendo ochenta y cinco de ellos durante la refriega. Mi padre, al parecer, se encontré en medio de la revuelta, pero logré salir de alli sano y salvo, No me cabe la menor duda de que los adultos estuvieron hablando largamente del tema (y la primera mi madre), pero no puedo decir que ese episodio me impactara lo mas minimo, a diferencia de la historia de aquella vez que —exactamente en 1908, durante un viaje a Egip- to— su barco pas6 muy cerca de Sicilia al mismo tiempo que tenia lugar el gran terremoto de Mesina. Lo que en realidad recuerdo de aquellas vacaciones es que contemplaba a unos hombres del pueblo construyendo una barca delante del lu- gar donde vivfamos y las pinedas en lo alto de la montafia que exploré en soledad, hasta que fui a dar con un aserradero, donde unos hombres me ofrecieron un poco de su Sterz, las gachas de cereales espesas que eran todo su alimento en el mon- te, Durante mi paseo vi, por primera vez en mi vida, el gran pdjaro carpintero ne- {g10, cuyos casi cincuenta centimetros de longitud coronados por un casquete de color rojo intenso estaban picoteando a ritmo de tambor un tocén en un claro del bosque, cual ermitaio diminuto en un ataque de locura, solo en medio de la quie- tud de los arboles. No obstante, serfa decir demasiado que el verano transcurrido en Weyer me politizara. Solo retrospectivamente puede contemplarse mi infancia como un pro- ceso de politizaci6n. Por aquel entonces los juegos y el aprendizaje, la familia y a escuela conformaban mi vida, al igual que conformaban la de la inmensa ma- yorfa de los nifios vieneses en la década de los veinte. Précticamente todas nues- tras experiencias legaban hasta nosotros por uno de esos conductos o se inscribfan en uno de esos marcos. . De los dos pilares sobre los que se ha fundamentado mi vida, la familia ha sido, con mucho, el mas relevante. Estaba formada por una parte vienesa mucho més numerosa, los parientes de mis abuelos y un grupo més reducido anglo-aus- triaco, dos de Jas hermanas Grin, mi madre y una hermana suya més joven, Gretl, casadas con sendos hermanos Hobsbaum, es decir mi padre y su hermano peque- iio, Sidney, que también vivieron en Viena durante casi toda la década de 1920. Por lo que respecta al colegio, no empecé a asistir a él hasta que cumplf los seis afios. Posteriormente, a medida que cambiamos de lugar de residencia, fui pasan- do por dos escuclas de primaria y tres Gymnasia, y mi hermana—que se marché de Viena antes de cumplir los diez—, por dos de primaria, En semejantes cir- cunstancias, las amistades escolares solieron ser temporales. De todos las amigos que tuve en mis cinco escuelas de Viena, sélo uno no desapareceria totalmente de mi vida posterior. La familia, por otro lado, era una red activa, unida no s6lo por los lazos sen- timentales entre madres, hijos y nictos, y entre hermanas y hermanos, sino por la necesidad econdmica. Lo que existia en los afios veinte del actual Estado de bie- nestar apenas repercutia en las familias de clase media, pues eran pocos los miembros de las mismas que estaban asalariados. ;A quién, si no, se podfa recu- mir en caso de necesidad? ;Cémo alguien podfa negarse a ayudar a un pariente en apuros, incluso en el caso de que ese pariente no fuera particularmente santo de UN NINO EN VIENA 25 su devocién? No creo que se tratara de un hecho caracteristico de las familias ju- dfas, aunque la familia vienesa de mi madre tenfa el principio de que los mish- pokhe, 0 cuanto menos los parientes que vivian en Viena, constitufan un grupo que se reunia de vez en cuando —siempre, por lo que recuerdo de uno de esos en- cuentros tan largos e increfblemente aburridos, alrededor de una serie de mesas colocadas juntas en la terraza de algtin café— para tomar decisiones familiares 0 simplemente para chismorrear. A nosotros nos daban helados, pero los placeres breves no compensan los largos ratos de tedio. Si habia una caracteristica tfpica- mente judfa en las reuniones, ésta era que todos daban por hecho que la familia conformaba una red que se extendia cruzando paises y océanos, que trasladarse de un pais a otro era algo normal en la vida, y que para la gente que se dedicaba a la compra-venta —como solia ser el caso de muchos miembros de familias ju- dias— el ganarse la vida era una cuestién incierta e imprevisible, especialmente en el perfodo de catéstrofes en el que se vio sumida Centroeuropa desde la cafda de la civilizaci6n en agosto de 1914. Como se veria mas tarde, ningtin miembro de la familia Hobsbaum-Griin necesit6 més la red de salvaci6n del sistema familiar que mis padres, sobre todo después de que In muerte de mi padre trasformara una situaci6n de crisis econémica permanente en catastréfica. Pero hasta entonces—en mi caso hasta pasados los once afios— nosotros, los niflos, apenas nos débamos cuenta de estas circunstancias. Todavia viviamos en una época en la que coger un taxi parecfa una extrava- gancia que requerfa una justificacién especial, incluso para la gente relativamen- te acomodada. Nosotros —o cuando menos yo—posefamos, al parecer, todas las Cosas que nuestros amigos solian tener, y haciamos todo lo que ellos hacfan. Sélo me acuerdo de una vez en la que tuve un indicio de lo dura que era la situacién. Acababa de entrar en la escuela secundaria (en el Bundesgymnasium XIII de la Fichtnergasse). Bl profesor encargado del nuevo curso —a todos los profesores de un instituto se les llamaba automaticamente Herr Professor, del mismo modo que automaticamente ellos nos trataban a nosotros de Sie, come a cualquier adul- 10, y no de Du, como a los nifios— nos habia dado Ia lista de los libros que debia- ‘mos comprar. Para geografia necesitabamos el Kozenn-Adlas, un libro muy volu- minoso y obviamente con un precio bastante elevado. «Esto es muy caro. {Es verdaderamente imprescindible que lo tengas?», me pregunt6 mi madre en un tono que me transmitfa claramente una sensaciGn de dificultades econdmicas, aunque s6lo fuera porque la respuesta a su pregunta era tan evidente. Por supues- to que era necesario. ;Cémo se le ocurria a mi madre plantear esa duda? Al final se comprd el libro, pero la sensaci6n de que en esa ocasiGn, cuando menos, se ha- bia hecho un sacrificio importante, siempre me ha acompaiiado. Quiz par este mo- tivo todavia conservo el atlas en las estanterfas de mi librerfa, un poco maltrecho y lleno de los dibujitos y notas al margen tipices de un nufio en los primeros cursos de secundaria, pero que sigue siendo un buen atlas que consulto de vez en cuando, Quizés otro chico de mi edad habria sido més consciente de nuestros proble- mas econémicos. Como nifio que era, no me daba cuenta de las realidades préc- ticas; y los adultos, en la medida que sus actividades e intereses no interfirieran en Jos mios, no formaban parte de la realidad préctica por lo que a mf concernfa. 26 AROS INTERESANTES En cualquier caso, yo vivia casi siempre en un mundo en el que no habia un Ii- mite claro entre 1a realidad, lo que descubria a través de la lectura y lo que crea- ba mi imaginacién. Incluso una criatura como mi bermana, con un sentido mucho mis riguroso de la realidad, no tenfa una idea clara de nuestra situacién. Simple- mente se daba por hecho que un conocimiento semejante no debia formar parte de nuestro mundo infantil. Por ejemplo, yo no tenfa la menor idea de cud era el trabajo de mi padre. Nadie se preocupaba de hablar a los nifios de esas cosas, yen cualquier caso, la forma en la que gente como mi padre y mi t(o se ganaban la vida era bastante dificil de explicar. No tenfan una profesién fija y descriptible, como los personajes que aparecen en las tarjetas de felicitacién: médicos, aboga~ dos, arquitectos, policfas, tenderos. Cuando me preguntaban qué hacfa mi padre, solfa responder vagamente de palabra 0 por escrito «Kaufmann» («comercian- te»), a sabiendas de que el término carecia de significado y de que seguramente no se cefifa a la verdad. ,Pero qué otra cosa iba a decir? Nuestra falta de conciencia —o cuando menos la mia— de la situacién finan- ciera que atravesébamos se debia, en gran medida, a la renuencia, mejor dicho al rechazo, de mi familia vienesa a reconocerla. No es que se empecinara en el dlti- mo resorte al que se aferra la gente de clase media cuando pasa por una tempora- da de vacas flacas, esto es, . Por otro lado tengo un recuerdo del doctor Strasser como una persona de carne y hueso, presumiblemente porque mi familia les conocfa tanto a él como a su familia, Curiosamente, los profesores no parecen haber pertenecido para mf al mundo de los adultos hasta el tiltimo afio que pasé en Viena, y sélo se convirtie- ron en gente con Ja que mantenfa una relacién personal a partir de mi estancia en Berlin. La escuela pertenecia estrictamente al mundo exterior. ¥ el «exterior, a fal- ta de adultos considerados personas reales, estaba formado esencialmente por otros nifios. El de los nifios, tanto el «interior» como el «exterior», era un mundo que en realidad los adultos no comprendfan, del mismo modo que nosotros no en- tendfamos sus cosas. A lo sumo, entre una generacién y la siguiente existia una aceptacién de lo que la otra hacia en la forma de «qué chiquilladas» 0 «eso es lo gue hacen los mayores». Fue la pubertad, cn la que entré durante mi Gltimo afio en Viena, la que empez6 a derribar el muro que dividia esas esferas separadas. Por supuesto, las dos esferas se solapaban en parte. Casi todos mis libros de lectura, especialmente los escritos en inglés, me los proporcionaban los adultos, aunque el Children’s Newspaper de Arthur Mee, que me enviaron desde Londres unos parientes bienintencionados, me parecié aburrido e incomprensible. Por otro lado, desde edad muy temprana lefa con avidez los libros alemanes sobre la vida de las aves y otras especies animales que solfan regalarme y, después de la es- cuela primaria, me sumergf en las publicaciones de la revista Kosmos, Gesell- schaft der Naturfreunde, una organizacién dedicada a fomentar las ciencias natu- Tales —sobre todo las relacionadas con la biologfa y la evolucién—, a la que me subscribieron. Desde muy pequefios, solfan Hevarnos al teatro a ver obras que nos resultaran divertidas, pero que también fuesen del agrado de los adultos (por ejemplo, el Guillermo Tell de Schiller —pero no el Fausto de Goethe—, obras de dramaturgos populares vieneses de principios del 1x, piezas de Raimund, tan en- cantadoras, magicas y sentimentales, y as comedias increfblemente divertidas de Johann Nestroy, cuya amargura todavia no podiamos captar). Sin embargo, nos hacian ir con otros nifios de primaria a las sesiones matinales del cine del bartio, cl Maxim-Bio (desaparecido hace ya mucho ticmpo), a ver cortometrajes de Cha- plin y Jackie Coogan, y, cosa bastante sorprendente, los Nibelungen de Fritz Lang, pricticamente un largometraje. Segdn mi experiencia vienesa, los adultos y los nifios no iban juntos al cine, Por otra parte, los nifios intelectuales normal- mente eligen los libros que len entre los que encuentran en las estanterias de sus padres y familiares, quiz4s influenciados por lo que escuchan en casa, o quizd no. UN NIKO EN VIENA 29 En esa medida, los gustos de las distintas generaciones eran los mismos. Por otro lado, se suponfa que los temas de lectura que elegfan nuestros mayores para los ni jios no eran, en general, de imerés para los adultos. A la inversa, de todos los adultos que tratébamos, s6lo los profesores (que lo desaprobaban) estaban més 0 menos al tanto de la pasi6n que suscitaban en los muchachos de trece afios los li- bros de bolsillo sobre peripecias de detectives de nombre invariablemente inglés que circulaban en nuestras clases con titulos como Sherlock Holmes, el detective universal —nada que ver con el original— de Sexton Blake, Frank Allen, el ven- gador de los desheredadas y el més popular de todos, el del detective de Berlin Tom Shark, con su compafiero Pitt Strong, que actuaban en los alrededores de la Motzstrasse, conocida para los lectores de Christopher Isherwood, pero que para los chicos de Viena resultaba tan lejana como la Baker Street de Holmes. En la Viena de mediados de Jos afios veinte, los nifios todavia aprendfan los viejos caracteres goticos, garabateando las letras en unas pizarras enmarcadas en madera, y borréndolas luego con unas esponjitas. Como la mayoria de los ma- nuales escolares posteriores a 1918 estaban impresos en los nuevos caracteres romanos, obviamente aprendimos también a leer, y luego a escribir, esta otra cali- grafia, aunque no recuerdo cémo. Cuando a los once afios pasdbamos a secunda- ria se suponfa que tenfamos nociones de Ias tres materias bisicas, a saber, leer, escribir y aritmética, pero no recuerdo qué otras cosas estudidbamos durante la escuela primaria. Evidentemente debié de parecerme interesante, pues contemplo aquellos dias de mi infancia en el colegio con agrado, evocando todo tipo de anécdotas sobre Viena y las excursiones que realizabamos por las proximidades semirrurales en busca de drboles, plantas y animales. Supongo que todo ello que- daba encuadrado en la asignatura de Heimatkunde, que, como resulta dificil en- contrar un equivalente de la palabra Heimat en su sentido més exacto, traduciré como «conocimiento de nuestro lugar de procedencia». Ahora me doy cuenta de que no fue una mala preparacién para un historiador, ya que los grandes aconte- cimientos de la historia convencional de Viena y sus alrededores constituian sélo una parte de lo que los nifios vieneses aprendian de su habitat. Aspern no era tini- camente el nombre de a batalla en la que los austrfacos detrotaron a Napoleén (la de Wagram, muy cerea de esta tiltima, y que perdieron estrepitosamente, no esta ba en la memoria colectiva), sino un lugar lejano situado al otro lado del Danu- bio, no incluido todavia en la ciudad, donde la gente iba a bafiarse en las lagunas que sc habian formado en el antiguo cauce del rio, y a observar animales como las martas 0 las aves acudticas en su estado salvaje. Los asedios a los que los tur- cos sometieron Viena eran importantes porque supusieron la llegada de café a la ciudad como parte del botin turco, y por lo tanto la de nuestros Kaffeehiiuser. Por supuesto tenfamos la gran ventaja de que Ia historia oficial del antiguo imperio austriaco habia desaparccido, s6lo quedaban los editicios y los monumentos, y la nueva Austria de 1918 todavia careefa de historia. La continuidad politica es la que tiende a reducir 1a asignatura de historia en las escuelas a una sucesién cané- nica de fechas, monarcas y guerras. El tinico hecho histérico que recuerdo haber celebrado en el colegio de ta Viena de mi infancia fue el centenario de la muerte de Beethoven. Los propios profesores sabfan que, en la nueva era, la escuela tam- 30 ANOS INTERESANTES bién debia ser distinta, aunque no tenfan demasiado claro cémo y en qué. (Como decia por aquel entonces —1925— mi cancionero escolar, «sin haber definido to- davia con claridad los nuevos métodos de ensefianza».) En el instituto de educa cién secundaria, cuyos temarios ain no se habjan emancipado del sistema peda- g6gico tradicional, iba a descubrir la historia tipo «1066 y lo que vino después». Naturalmente no tenfa nada de excitante, Las asignaturas de alemdn, geograffa, latin y, posteriormente, de griego (la cual tuve que abandonar cuando me trasla~ dé a Inglaterra) eran mucho més de mi agrado, pero, lamentablemente, no suce- dia lo mismo con las matematicas y la fisica. ¥ desde luego la religién tampoco me gustaba. No creo que este sentimiento surgiera en la escuela primaria, pero en la secundaria me parece recordar que los no catélicos, los luteranos, los evangélicos, los curiosos ortodoxes griegos, y so- bre todo los judfos, tenfan permiso para no asistir a las clases de esta materia. La alternativa para la minoria, una clase para los judios que se impartfa por la tarde cn otro lugar de 1a ciudad por una tal sefiorita Miriam Morgenstern y sus distin- tos sucesores, resultaba muy poco atractiva. Nos hablaban repetidamente de las, historias biblicas del Pentatenco, sobre las que nos planteaban preguntas sin ce- sar. Recuerdo la conmocién que causé cuando, la enésima vez que preguntaron quign era el hijo més importante de Jacob, respondi que Juda, incapaz de creer que, de nuevo, estuvieran refiriéndose a José. Después de todo, pensé, gacaso los, judios (Juden) no se Naman asi por él? Di la respuesta equivocada. También aprendf algo de! alfabeto judfo, del que ya me he olvidado, ademés de la plegaria principal para un judio, el «Shema Yisroel» (la pronunciaci6n siempre era la as- quenazf y no la sefardi impuesta por el sionismo), y un fragmento del «Manish- tana», la serie de preguntas y respuestas rituales que se supone que debe recitar cl var6n més joven de la casa durante la Pascua. Como en mi familia nadie celebra- ba la Pascua, ni observaba el Sabat, ni el cumplimiento de las demds festividades judfas, y tampoco seguia las normas de ayuno religiosas, nunca tuve ocasién de poner en préctica mis conocimientos. Sabfa que cra preciso cubrirse la cabeza dentro del templo, pero las Gnicas veces que me encontré a mi mismo en uno fue con ocasiGn de bodas y funerales. Me quedaba observando a un amigo del cole- gio que ejecutaba todo el ritual cuando rezaba al Seflor —el manto para las ora- ciones, las filacterias y todo lo demas— con ingenua curiosidad. Ademés, si nuestra familia hubiera sido practicante, una hora a la semana de clase no hubie- ra sido necesaria ni suficiente para aprender todas esas cosas. Aunque no éramos en absoluto religiosos, sabiamos que ramos, y no podia~ mos dejar de ser, judios. Al fin y al cabo éramos doscientos mil en Viena, el diez por ciento de la poblacién de la ciudad. La mayorfa de los judfos vieneses lleva- ba nombres asimilados; sin embargo —a diferencia de los que vivian en paises anglosajones— raranente canbiaban sus apellidus, por muy judfos que somaran. Desde luego, en mi infancia no se convirtié nadie que yo conociera. En un prin- cipio, durante el reinado de los Habsburgo y el] de los Hohenzollem, el abandono de una religion por otra habia sido un precio que pagaron gustosas las familias ju- dias importantes para escalar puestos en la sociedad o en la administraci6n, pero tras el hundimiento de la sociedad, las ventajas de la conversiOn desaparecieron

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