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Jesús nos alimenta.

Alimentar nuestro cuerpo, para permanecer con vida, implica una función orgánica
fundamental. El pan representa aquel alimento básico del que participan la mayoría de
los seres humanos. Sus orígenes se remontan a la prehistoria de la humanidad. Las
primeras elaboraciones de esta comida, no llevaban levadura y su harina consistía en
granos toscamente mezclados con agua. Ha sido tan importante en la alimentación
humana, que en casi todas las culturas se considera el alimento por excelencia. Ello ha
permitido, que su presencia participe en la mayoría de los rituales religiosos y sociales
de los diversos pueblos.
Lo extraño es que después de tantos años de existencia y con tantos avances
tecnológicos, aún queden en nuestro segundo milenio, millones de personas que no
tienen su alimento asegurado. Aún el pan permanece ausente, en muchas mesas del
mundo. La desnutrición, la falta de proteínas, de minerales y vitaminas, le cuestan la
vida a más de cinco millones de niños en el mundo. La alimentación deficiente puede
generar una muerte prematura, retraso en el crecimiento, discapacidad o problemas en el
aprendizaje. En nuestro país, uno de cada cinco chicos es desnutrido, siete de cada diez
nacen en un hogar pobre y cuatro de cada diez viven en la indigencia. Hay unos nueve
millones de niños que no pueden acceder a una alimentación básica y sufren el hambre.
Alrededor de ocho niños mueren por día, en un país como el nuestro, donde los
alimentos abundan. Entonces, vemos que es fundamental conseguir que todos los
ciudadanos tengan algo de pan. Pues si no tenemos un cerebro intacto y sano, no hay
forma de educarnos, para crecer como personas. Así como Dios envió el maná a los
judíos que caminaban por el desierto, nos ha dado a nosotros una tierra fecunda y
repleta de alimentos, que no sabemos hacer llegar a quienes lo necesitan. Por lo tanto,
queda claro, que si queremos crecer y desarrollarnos como personas es fundamental
tener una buena alimentación.
Pero hay un alimento muchos más valioso, que no sólo fortalece nuestro organismo,
sino también nuestro espíritu. Un alimento que tiene la gracia de fortalecer nuestra
personalidad completa. Para recibirlo se necesita un poco de fe y confianza en quien nos
lo ha brindado. Este don es la eucaristía, que nos ha sido donada por Cristo en la última
cena. Cuando estaba llegando la plenitud de su tarea; se sentó a la mesa con sus
apóstoles y les dijo: “En verdad, he deseado ardientemente comer esta Pascua con
ustedes antes de mi pasión, porque les aseguro que ya no comeré hasta que llegue a su
pleno cumplimiento en el Reino de Dios. Y tomando una copa, dio gracias y dijo:
“Tomen y compártanla entre ustedes. Porque les aseguro que desde ahora no beberé
más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios” (Lc 22-15-18).
Queda claro entonces, que el alimento provee los elementos necesarios para
perfeccionar y reparar nuestro cuerpo físico. Mientras que la eucaristía es también un
alimento, que nos da todos los elementos que nuestra alma requiere, por encima de
nuestro conocimiento y nuestras capacidades. La comunión no es más que recibir a Dios
mismo. Ella nos proporciona todos los elementos necesarios para el desarrollo de
nuestro espíritu. Nos da la ayuda para responder al llamado de Dios a la santidad y nos
da los elementos para mantenernos en medio de la transformación que Dios va haciendo
en nosotros. Si la recibimos dispuestos y permitimos que su gracia actúe; nuestro
espíritu comenzará a asemejarse a Cristo.
La Eucaristía es nuestro alimento para el camino, que nos lleva a la gloria de la
eternidad. Se trata de una alimento Divino, que “ha bajado del cielo y da vida al
mundo” (Jn 6, 33). Mientras el pan, elaborado a partir de granos de trigo, es un alimento
básico, que da fuerza a nuestro organismo, la eucaristía es un pan espiritual que nos

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hace participar de la gloria Divina. Se trata del verdadero alimento, que nutre la
integridad del ser humano. No en vano, dice el sacerdote, antes de tomar el pan y el
vino consagrados y de repartirlo a la comunidad: “El Cuerpo y la Sangre de nuestro
Señor Jesucristo, guarde nuestras almas para la Vida Eterna”.
Para que los efectos de este alimento, puedan encarnarse en nosotros, debemos
permitirle a Jesús, entrar en nuestras vidas. Todo sacramento puede actuar “ex opere
operato”, es decir, que produce fruto independientemente de quien lo administre y
siempre es eficaz. Esto sucede, siempre que la persona no ponga obstáculos a la acción
del sacramento. Si lo aceptamos sin ponerle límites, (non ponientibus obicem),
permitiremos que nuestro espíritu se vaya transformando, para asemejarnos a Cristo. Si
lo recibimos con las disposiciones convenientes, vamos dejando que nos transforme
según su voluntad infinita. Nos vamos transformando en aquello que comemos. Así,
podemos ir imitando cada vez más a Cristo, en su manera de actuar, sentir, reaccionar y
pensar. Así puede irse haciendo realidad en nosotros la expresión de san Pablo a los
Gálatas (Gal. 2, 20): “Ya no soy yo quien vivo: es Cristo quien vive en Mí”. Así, la
presencia Divina de Jesús, recibido en la comunión eucarística, puede impregnar
nuestro ser tan íntimamente, que podemos llegar a ser lo que Dios desea de nosotros.
Mediante esta comunión, le permitimos que nos dicte su voluntad, hasta que ya no
seamos nosotros quienes decidimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros.
En el caso de la Eucaristía, este sacramento nutre al alma, aumenta la gracia y
acrecienta nuestra unión con Cristo. Pero también produce otros frutos importantes. Ella
borra los pecados veniales y nos da gracias para cumplir la voluntad Divina. Nos aleja
del pecado, nos fortalece en las tentaciones y nos aleja del mal. Mantiene al maligno
lejos de nosotros y nos conduce al bien. Nos motiva para recibir el amor de Dios y
expandirlo a nuestros hermanos. Produce la intima comunión entre quien comulga y
Cristo que se ofrece. Pero también nos hace expandir su amor a nuestro prójimo;
ejecutando actitudes semejantes a las suyas.
Para entender esto, tomemos el clásico ejemplo del vaso de agua. La cantidad de
agua que se recoja no depende solamente de la fuente de donde proviene el agua, sino
del tamaño del vaso la recibe. La fuente es la gracia del sacramento; el vaso es nuestra
alma, y su capacidad aumenta o disminuye según sean nuestras disposiciones. La
comunión, que consiste en recibir al mismo Dios, nos proporciona todos los elementos
para responder a su llamado. Es decir, que nos ayuda a ser santos y a crecer en nuestra
personalidad.
Toda la Iglesia, encuentra en la eucaristía el alimento que la sostiene en su peregrinar
hacia la eternidad. Ella la fortalece en su unidad y le da vida, puesto que Jesús eucaristía
es el centro de la vida de la Iglesia. Toda su vitalidad brota de ella.

Horacio Hernández.

http://horaciohernandez.blogspot.com/

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