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Razones para la Alegría

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 11: Nacidos para la aventura

Junto a las escaleras del «metro» que tomo todas las tardes han plantado una valla publicitaria en la que un
avispado dibujante ha diseñado un feto de seis meses que reposa feliz dentro de un óvulo, flotante dentro de un
seno que no se sabe muy bien si es maternal o intergaláctico. Está acurrucadito, tal y como estuvimos todos,
entre asustados y expectantes, soñando con la vida. Pero, por obra y gracia del agudo publicitario, el dulce-
futuro-bebé tiene algo inesperado: unos pantaloncitos vaqueros, que le ciñen mucho mejor de lo que mañana lo
harán los pañales maternos. Y nuestro genio de la publicidad ha coronado su «invento» con una frase
apasionante: «Nacido para la aventura». Todo un destino.

Yo, la verdad, siento una infinita compasión hacia cuantos trabajan en las agencias de publicidad (sobre todo
hacia los que llaman «los creativos»), que han de pasarse la vida entera exprimiéndose el cacumen para inventar
esa frase nueva, genial y diferente que, desde las esquinas de las calles, nos herirá a los sufridos transeúntes
como una estocada. ¿Y cómo encontrar un slogan nuevo sobre algo tan machacado por la competencia como los
pantalones vaqueros? ¿Cómo hallar un nuevo argumento con el que convencer a la dulce muchachada de que
ingresarán directamente en el cielo de la felicidad apenas se vistan esa arcangélico indumentaria? Todo está
dicho ya. Un año nos explicaron que con una determinada marca atraeríamos todas las miradas femeninas y nos
encontraríamos catapultados en un harén de muchachas. Nos anunciaron que los tejanos «eran la libertad», que
vistiéndolos «seríamos más» y hasta que penetraríamos más allá de las nubes. Una agencia nos contó que los
jeans nos «identifican», que con ellos estaríamos «satisfechos» porque «no hay cosa más linda». Los de otra
marca son «los que mejor se mueven» y bastaba con «dejarlos bailar». Alguien puso su pimienta tentadora y nos
explicó que esos pantalones «resistirán si tú resistes». Y hasta nos contaron que con ellos puestos Tarzán se
quedaría tamañito a nuestro lado. Realmente ya sólo faltaba que alguien batiera el récord de la imaginación (¿o
de la estupidez?) y nos hablara de los vaqueros intrauterinos, descubriéndonos -ioh gozo!- que la gran aventura
que nos espera al nacer es nada más y nada menos que vestirnos un pantalón tejano.

Comprenderán ustedes que a mí me trae sin cuidado lo que la gente vista o deje de vestir, tanto antes como
después de nacer. Me hace gracia, eso sí, que se haya cumplido tan rápidamente aquella profecía de Julio
Camba que anunciaba que en el futuro no se adaptarían los vestidos a los hombres, sino los hombres a los
vestidos; pero, por lo demás, pienso que cada uno es dueño de elegir sus tra- pitos y no seré yo quien diga a los
jóvenes, como Don Quijote a Sancho («tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelos un poco más
largos»), el modo en que deberían vestir. Me importa mucho más lo que la gente tiene dentro de la cabeza que
lo que lleva encima de las piernas. Pero sí me preocupa, y mucho, en cambio, esa máquina de guerra que ha
puesto en marcha nuestra sociedad para convencer a los muchachos de que la vida es idiotez.

. Porque lo que hay detrás de la frivolidad de ciertas publicaciones es algo mucho más serio que una manera de
vestir o una marca de pantalones. Es algo que podría definirse como «el progresivo empequeñecimiento de los
ideales».

Pepe Hierro, en uno de sus más hermosos poemas, cantaba la triste suerte de aquel pobre emigrante -«Manuel
del Río, natural de España»- que un día se murió sin saber por qué ni para qué había vivido y cuyo cadáver «está
tendido en D´Agostino Funeral Home. Haskell. New Jersey». Ante aquel cuerpo, vivido y muerto
¿inútilmente?, Hierro le recordaba que

Tus abuelos
fecundaron la tierra toda,
la empapaban de la aventura.
Cuando caía un español
se mutilaba el universo.
Y sentía ganas de llorar al recordar que
Hace mucho que el español
muere de anónimo y cordura
o en locuras desgarradoras
entre hermanos.

¿Y ahora? Ahora ¿tendremos que seguir descendiendo y decir a los muchachos que la gran aventura para la que
nacen no es ya «fecundar la tierra toda», sino ponerse una determinada marca de pantalones?

¿Deberemos sentirnos gozosos porque ya no morimos «en locuras desgarradoras entre hermanos» y pensaremos
que hemos mejorado descendiendo a esa guerra civil de la mediocre estupidez?
Me impresiona pensar en esta civilización que tienta a diario a los jóvenes con la mediocridad. Hubo tiempos en
los que se les ten- taba con la revolución, ahora se les invita a la siesta y la morfina, a infravivir, como si el lobo
ya no soñara en comerse a Caperucita, sino simplemente en atontaría y domesticarla.

Por eso me ha dolido el anuncio que han colocado sobre las escaleras de mi «metro»: porque profana dos de las
palabras más sa- gradas de nuestro diccionario: «nacer» y «aventura». A mí me encanta entender la vida como
una apasionante aventura. Creo que me mantendré joven mientras siga creyéndolo. Me apasiona entender la
vida como un reto que debo superar, como un riesgo que debo correr y en el que tengo que vivir tensamente
para realizar cada uno de sus minutos. Creo que la juventud es seguir teniendo largos los sueños y despierto el
coraje, alta la esperanza e indomeñable ante el dolor. Odio la idea de dejarme arrastrar por las horas y estoy
decidido a mantenerme vivo hasta el último minuto que me den en el mundo.

Pienso, como Santa Teresa, que aventurar la vida es el único modo de ganarla:
No haya ningún cobarde.
Aventuremos la vida,
pues no hay quien mejor
la guarde
que quien la da
por perdida.

¿Y tendré que -pensar ahora que la aventura que me esperaba a las puertas del seno de mi madre era el tipo de
pantalones que ha- bría de vestir? Hubo tiempos en los que las gentes soñaban ser santos, cruzar continentes,
dominar el mundo, multiplicar la fraternidad o, al menos, transmitir diaria y humildemente algunas gotas de
alegría. ¿Y ahora bajaremos a esa tercera división de la Humanidad, cuyas metas consisten en «realizarse»
teniendo un coche o poniéndonos una determinada marca de tejanos? Ya sólo nos falta que un publicitario
invente el último y más cruel de los anuncios: «Muchachos que ahora nacéis, dentro de quince años estaréis
todos parados. Pero no temáis, pasaréis vuestro paro sentaditos sobre unos pantalones marca no-sé-cuál.»

Mi viejo amigo Bernanos decía que «para que una habitación esté templada es necesario que el fogón esté al
rojo vivo». El fogón de nuestras vidas es la juventud. ¡Y cómo temblarán mañana de frío todos esos muchachos a
quienes hoy estamos llenando la juventud de carbones congelados!

Un mundo en el que los vicios fueran tristes y los adultos aburridos sería ya una tragedia. Pero una tierra de
jóvenes hastiados o inteligentemente atontados sería la catástrofe de las catástrofes. Y uno teme a veces que si
antaño, «cuando caía un español se mutilaba el universo», tal vez mañana en alguna tumba podrá escribirse el
más macabro de los epitafios: «Aquí descansa Fulanito de Nada, que, al morirse, dejó vacíos unos pantalones.»

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