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Michel Foucault
Quizás se podría decir que ella reconstruye la única división que todavía sea
posible en un mundo en el que ya no hay objetos ni seres ni espacios para profanar.
No es que ofrezca nuevos contenidos a gestos milenarios sino porque autoriza una
profanación sin objeto, una profanación vacía, replegada sobre sí misma, cuyos
instrumentos no se dirigen a nada diferente de ellos mismos. Ahora bien, una
profanación en un mundo que ya no reconoce sentido positivo a lo sagrado -no es
acaso lo que más o menos se podría llamar transgresión? Esta, en el espacio que
nuestra cultura da a nuestros gestos y a nuestro lenguaje, prescribe no la única
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TRADUCCION: VICTOR FLORIAN, Profesor Titular, Departamento de Filosofía, Universidad
Nacional de Colombia.
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manera de encontrar lo sagrado en su contenido inmediato sino recomponerlo en su
forma vacía, en su ausencia por esto mismo convertida en centelleante. Lo que de la
sexualidad puede decir un lenguaje si es riguroso no es el secreto natural del hombre,
no es su tranquila verdad antropológica sino que es sin Dios; la palabra que le dimos
a la sexualidad es contemporánea en tiempo y estructura con aquella por la cual nos
anunciamos a nosotros mismos que Dios había muerto.El lenguaje de la sexualidad,
desde que Sade pronunció las primeras palabras, hizo recorrer en un solo discurso
todo el espacio del que de pronto se convertía en el soberano, nos ha subido hasta
una noche en la que Dios está ausente y en la que todos nuestros gestos se dirigen a
esa ausencia en una profanación que a la vez la designa, la conjura, se agota en ella,
y se encuentra reducida por ella a su pureza vacía de transgresión.
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Bataille sabía bien qué posibilidades de pensamiento podía abrir esa muerte y
también con qué imposibilidad comprometía al pensamiento. En efecto, qué quiere
decir la muerte de Dios sino una extraña solidaridad entre su inexistencia que estalla
y el gesto que lo mata? Pero qué quiere decir matar a Dios si no existe, matar a un
Dios que no existe? Tal vez al mismo tiempo sea matar a Dios porque no existe y para
que no exista: y esto es la risa. Matar a Dios para librar a la existencia de esa
existencia que la limita pero también para reducirla a los límites que borra esa
existencia ilimitada (el sacrificio). Matar a Dios para reducirlo a esa nada que es él y
para manifestar su existencia en el corazón de una luz que la hace resplandecer
como una presencia (es el éxtasis). Matar a Dios para perder el lenguaje en una
noche ensordecedora y porque esa herida debe hacerlo sangrar hasta que brote "un
inmenso aleluya perdido en el silencio sin fin" (es la comunicación). La muerte de
Dios no nos restituye a un mundo limitado y positivo sino a un mundo que se desata
en la experiencia del límite, se hace y deshace en el exceso que lo transgrede.
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transgresión franquea y no cesa de traspasar una línea que detrás de ella pronto se
cierra en una ola de poca memoria retrocediendo así nuevamente hasta el horizonte
de lo infranqueable. Pero este juego pone en juego mucho más que estos elementos,
los sitúa en una incertidumbre, en certezas pronto invertidas en donde el pensamiento
rápidamente se desconcierta al querer captarlos.
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ruptura o el establecimiento de una separación o la medida de un distanciamiento y
dejarle solamente lo que en sí puede designar el ser de la diferencia.
Se perfila así una experiencia con la que Bataille quiso dar el giro, en todas las
vueltas y revueltas de su obra, experiencia que tiene el poder "de poner todo en tela
de juicio sin descanso admisible" y de indicar "al ser sin aplazamiento" allí donde ella
se encuentra lo más cerca de sí misma. Nada le es más extraño que la figura de lo
demoníaco que justamente "niega todo". La transgresión se abre a un mundo
centelleante y siempre afirmado, un mundo sin sombra, sin crepúsculo, sin ese
deslizamiento del no que muerde las frutas y hunde en su corazón la contradicción de
ellas mismas. Ella es el revés solar de la denegación satánica; tiene parte ligada con
lo divino o más bien abre el espacio en el que se juega lo divino a partir de ese límite
que indica lo sagrado. Que una filosofía que se interroga por el ser del límite recupere
una categoría como aquella es evidentemente uno de innumerables signos de que
nuestro camino es una vía de retorno y de que todos los días llegamos a ser más
griegos. Ese retorno no hay que entenderlo todavía como la promesa de una tierra de
origen, de un primer suelo en el que nacerían, es decir, en el que se nos resolverían
todas las oposiciones. Al colocar de nuevo la experiencia de lo divino en el corazón
del pensamiento, la filosofía sabe bien, desde Nietzsche, o debería saberlo, que ella
interroga un origen sin positividad y una apertura que ignora las paciencias de lo
negativo. Ningún movimiento dialéctico, ningún análisis de las constituciones y de su
suelo trascendental puede ayudar a pensar una experiencia semejante o incluso el
acceso a esa experiencia. El juego instantáneo del límite y la transgresión sería acaso
en la actualidad la prueba esencial de un pensamiento del "origen" al que Nietzsche
nos condenó desde el comienzo de su obra -de un pensamiento que sería
absolutamente y en el mismo movimiento una Crítica y una Ontología, de un
pensamiento que pensaría la finitud y el ser?
Este pensamiento del que todo nos desvió hasta el presente pero como para
llevarnos hasta su retorno, nos viene de qué posibilidad, de qué imposibilidad toma
para nosotros su insistencia? Indudablemente se puede decir que nos viene de la
apertura practicada por Kant en la filosofía occidental el día en que articuló el discurso
metafísico y la reflexión sobre los límites de nuestra razón de una manera todavía muy
enigmática. Semejante apertura el mismo Kant terminó por encerrarla de nuevo en la
cuestión antropológica a la que refirió, en fin de cuentas, toda la interrogación crítica;
y sin duda en lo sucesivo se la entendió como plazo acordado indefinidamente a la
metafísica porque la dialéctica sustituyó el juego de la contradicción y la totalidad por
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el cuestionamiento del ser y el límite. Para despertarnos del sueño mezclado de
dialéctica y antropología fueron necesarias las figuras nietzscheanas de lo trágico y
de Dyonisos, de la muerte de Dios, del martillo del filósofo, del superhombre que se
acerca a paso de paloma, y del Retorno. Pero porqué el lenguaje discursivo se en-
cuentra hoy tan desprovisto cuando se trata de tener presentes esas figuras y de
mantenerse en ellas? Por qué ante ellas está reducido o casi al mutismo y como
constreñido, para que continúen encontrando sus palabras, dándole la palabra a esas
formas extremas de lenguaje de las que por el momento Bataille, Blanchot, Klossovski
hicieron las moradas y las cimas del pensamiento?
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oscila en el ojo arrancado. Allí donde la muerte de Bataille viene a colocar su lengua-
je. Ahora cuando esa muerte nos remite a la pura transgresión de sus textos y estos
garantizan cualquier intento por encontrar un lenguaje para el pensamiento del límite.
Que quizás sirvan ya demorada a ese proyecto en ruinas.
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Pero qué lenguaje puede nacer de semejante ausencia? Y sobre todo cuál es,
pues, ese filósofo que toma entonces la palabra? "Qué es de nosotros, cuando,
desintoxicados, aprendemos lo que somos? Perdidos entre charlatanes en una noche
en la que no podremos más que odiar la apariencia de luz que viene de las
charlatanerías". En un lenguaje dialectizado, en el corazón de lo que dice, pero
también en la raíz de su posibilidad, el filósofo sabe que "no lo somos todo" pero hace
conocer que el filósofo mismo no posee la totalidad de su lenguaje como un dios
secreto y omni-hablante; descubre que hay a su lado un lenguaje que habla y del que
no es dueño; un lenguaje que se intenta, que fracasa y se calla y que no puede ya
poner en movimiento; un lenguaje que él mismo habló en otro tiempo y que ahora se
alejó de él y gravita en un espacio cada vez más silencioso. Y sobre todo descubre
que en el momento mismo de hablar no siempre está colocado de la misma manera al
interior de su lenguaje y que en emplazamiento del sujeto hablante de la filosofía
-cuya evidente y charlatana identidad nadie había cuestionado desde Platón hasta
Nietzsche- se abrió un vacío en el que se ata y se desata, se combina y se excluye
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una multiplicidad de sujetos hablantes. Desde las lecciones sobre Homero hasta los
gritos del loco en las calles de Turín quien ha hablado, por tanto, ese lenguaje
continuo, tan obstinadamente el mismo? El viajero o su sombra? El filósofo o el
primero de los no-filósofos? Zaratustra, su mono o ya el superhombre? Dionysos,
Cristo, sus figuras reconciliadas o, en fin, ese hombre que veis aquí? El hundimiento
de la subjetividad filosófica, su dispersión dentro de un lenguaje que la despoja pero
la multiplica en el espacio de su laguna es probablemente una de las estructuras
fundamentales del pensamiento contemporáneo. Aun ahí no se trata de un fin de la
filosofía sino más bien del fin del filósofo como forma soberana y primera del lenguaje
filosófico. Y quizás a todos los que se esfuerzan por mantener la unidad de la función
gramatical del filósofo -al precio de la coherencia, de la existencia misma del lenguaje
filosófico- se les podría oponer la ejemplar empresa de Bataille quien con saña no
cesó de quebrar en sí mismo la soberanía del sujeto filosófico. Por lo cual su lenguaje
y su experiencia fueron un suplicio. Primer descuartizamiento cuidadoso del sujeto
que habla en el lenguaje filosófico. Dispersión de estrellas que rodean a una
medianoche para hacer surgir allí palabras sin voz. "Como un rebaño cazado por un
pastor infinito, el cabrilleo balante que somos huiría, huiría sin fin del horror a una
reducción del ser a la totalidad".
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posibilidades. Lenguaje no dialéctico del límite que no se despliega sino en la
transgresión de aquel que lo habla. El juego de la transgresion y del ser es
constitutivo del lenguaje filosófico que lo reproduce e indudablemente lo produce.
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De esta manera ese lenguaje de peñascos, ese lenguaje inevitable, al cual son
esenciales ruptura, escarpadura, perfil desgarrado, es un lenguaje circular que remite
a sí mismo y se repliega sobre un cuestionamiento de sus límites, como si no fuera
nada diferente de un pequeño globo de noche del que salta una extraña luz señalan-
do el vacío de donde ella viene y enviando allá fatalmente a todo lo que alumbra y
toca.
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distancia, en el vacío sin medida dejado por el sujeto exorbitado.
Pero lo que merece ser mirado no es ningún secreto interior, ningún otro
mundo nocturno. Arrancado del lugar de su mirada, vuelto hacia su órbita, el ojo ahora
ya no esparce su luz sino hacia la caverna del hueso. El arrancamiento de su globo
no revela tanto la "pequeña muerte" sino la muerte a secas de la cual hace la expe-
riencia con esa acción de manar allí mismo en el lugar que lo hace oscilar. Para el ojo
la muerte no es siempre la línea levantada del horizonte, sino en su emplazamiento
mismo, en la cavidad de todas sus miradas posibles, el límite que no cesa de
transgredir, que lo hace surgir como límite absoluto en un movimiento de éxtasis que
le permite rebotar del otro lado. El ojo arrancado descubre el vínculo del lenguaje con
la muerte en el momento en que traza el juego del límite y del ser. Quizás la razón de
su prestigio está justamente en que fundamenta la posibilidad de dar un lenguaje a
ese juego. Las grandes escenas en las que se detienen los relatos de Bataille qué
son sino el espectáculo de esas muertes eróticas en donde ojos extraídos hacen
visibles sus blanco a límites y oscilan hacia órbitas gigantescas y vacías? Con
singular precisión se dibuja ese movimiento en El Azul del Cielo. Uno de los primeros
días de noviembre cuando las velas y sus cabos rompen en forma de estrella la tierra
de los cementerios alemanes, el narrador se acostó entre las losas con Dorotea y al
hacer el amor en medio de los muertos ve a su alrededor la tierra como un cielo de
noche clara. Y por encima de él el cielo formando una gran órbita vacía, un cráneo en
el que reconoce su fin último por una transformación de su mirada en el momento en
el que el placer hace oscilar los cuatro globos de carne: "Debajo del cuerpo de Doro-
tea la tierra se abría como una tumba, su vientre se abría a mí como una tumba
reciente. Estábamos anonadados haciendo el amor sobre un cementerio sembrado de
estrellas. Cada una de sus luces anunciaba un esqueleto en una tumba y formaban
un cielo vacilante tan turbio como nuestros cuerpos empalagados... yo desabrochaba
a Dorotea, manchaba su ropa blanca y su pecho con la tierra fresca que se había
pegado a mis dedos. Nuestros cuerpos temblaban como dos filas de dientes que
crujen una con otra".
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metáfora como no es metafórica en Descartes la percepción clara de la mirada o esa
punta aguda del espíritu que él llama acies mentis. En verdad el ojo arrancado, en
Bataille, no significa nada en su lenguaje por la sola razón de que le señala el límite.
Indica el momento en que el lenguaje llegado a sus confines hace irrupción fuera de
sí mismo, explota y se cuestiona radicalmente en la risa, las lágrimas, los ojos
agitados del éxtasis, el horror mudo y exorbitado del sacrificio, y de esta manera
permanece en el límite de ese vacío hablando de sí mismo en un lenguaje segundo
en el que la ausencia de un sujeto soberano dibuja su vacío esencial y fractura sin
cesar la unidad del discurso. El ojo desentrañado o invertido, es el espacio del
lenguaje filosófico de bataille, el vacío en el que se explaya y se pierde pero no deja
de hablar, un poco como el ojo interior, diáfano e iluminado de los místicos o
espirituales señala el punto en el que el lenguaje secreto de la oración se fija y se
ahoga en una maravillosa comunicación que lo hace callar. Igualmente pero de modo
invertido, el ojo de Bataille dibuja el espacio de pertenencia del lenguaje y la muerte,
allí donde el lenguaje descubre su ser en el franqueamiento de sus límites: la forma
de un lenguaje no dialéctico de la filosofía.
En ese ojo, figura fundamental del lugar desde donde habla Bataille y donde su
lenguaje roto encuentra su morada ininterrumpida, la muerte de Dios (sol que
oscila y gran párpado que se cierra sobre el mundo), la prueba de la finitud (acción de
manar en la muerte, torsión de luz que se apaga al descubrir que el interior es el
cráneo vacío, la ausencia central) y la vuelta sobre sí mismo del lenguaje en el
momento de su desfallecimiento, encuentran una forma de vínculo anterior a todo
discurso, que sin duda no tiene equivalente más que en el nexo familiar a otras filoso-
fías, entre la mirada y la verdad o la contemplación y el absoluto. Lo que se revela a
ese ojo que al dar vueltas se cubre para siempre es el ser del límite: "Nunca olvidaré
lo que de violente y maravilloso se liga a la voluntad de abrir los ojos, para ver al
frente lo que es, lo que sucede".
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Sin duda el siglo XX habrá descubierto las categorías parientes del gasto, del
exceso, del límite, de la transgresión: forma extraña e irreductible de esos gestos sin
retorno que consumen y destruyen. Dentro de un pensamiento del hombre de trabajo
y del hombre productor -como lo fue la cultura europea desde fines del siglo XVIII- el
consumo se definía por la sola necesidad y la necesidad se medía solamente por el
modelo del hambre. Habiéndose prolongado en la investigación del beneficio (apetito
de aquel que ya no tiene hambre) el consumo introducía al hombre en una dialéctica
de la producción en la que se leía una antropología simple: el hombre perdía la
verdad de sus necesidades inmediatas en los gestos de su trabajo y los objetos que
creaba con sus manos, pero era también aquí como podía descubrir su esencia y la
satisfacción indefinida de sus necesidades. Pero indudablemente no hay que com-
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prender el hambre como ese mínimun antropológico indispensable para definir el
trabajo, la producción y el beneficio, la necesidad tiene sin duda un estatuto diferente
y obedece al menos a un régimen cuyas leyes son irreductibles a una dialéctica de la
producción. El descubrimiento de la sexualidad, el cielo de irrealidad indefinida en el
que Sade la colocó desde el comienzo, las formas sistemáticas de prohibición en
donde ahora sabemos que está agarrada, la transgresión de la que es objeto e
instrumento en todas las culturas, indican de una manera suficientemente imperiosa la
imposibilidad de contribuir a la experiencia más importante que constituye para
nosotros un lenguaje como el milenario de la dialéctica.
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Quizás el lenguaje define el espacio de una experiencia en la que el sujeto que
habla, en lugar de expresarse, se expone, va al encuentro de su propia finitud y bajo
cada palabra se encuentra remitido a su propia muerte. Un espacio que haría de toda
obra uno de esos gestos de "tauromaquia" de la que hablaba Leiris pensando en sí
mismo pero sin duda también en Bataille. En todo caso es en la playa blanca de la
arena (ojo gigantesco) donde Bataille hizo esa experiencia, esencial para él y caracte-
rística de su lenguaje, donde la muerte comunicaba con la comunicación y donde
el ojo arrancado, esfera blanca y muda, podía devenir el germen violento en la noche
del cuerpo, y hacer presente esa ausencia de la que no cesó de hablar la sexualidad
y a partir de la cual ella no ha dejado de hablar.
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