Antología poética
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Antología poética - Antonio Cisneros
COORDINADA POR
JULIO ORTEGA
AULA ATLÁNTICA es un lugar para el encuentro de todas las orillas de la lengua: América Latina, el Caribe, España, Estados Unidos. Compilados por especialistas universitarios, estos libros —clásicos, modernos, contemporáneos— suman una colección que provee a estudiantes, maestros y lectores de títulos y perspectivas capaces de renovar el gusto por la lectura compartida de nuestro territorio franco: las imaginaciones creativas más intensas y afortunadas del idioma.
Antología poética
Antonio Cisneros
Edición de
Peter Elmore
Primera edición, 2012
Primera edición electrónica, 2013
Fotografía de portada: Isabel Ruiz Santillán
Todos los poemas fueron tomados de Antonio Cisneros, Poesía, PEISA, 2000, excepto la última sección, Un crucero a las islas Galápagos
.
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672
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ISBN 978-607-16-1367-7
Hecho en México - Made in Mexico
Sumario
PRÓLOGO
Antonio Cisneros: cantos y comentarios, por Peter Elmore
BIBLIOGRAFÍA SELECTA
ANTOLOGÍA POÉTICA
David (1962)
Comentarios reales (1964)
Canto ceremonial contra un oso hormiguero (Premio Casa de las Américas, 1968)
Agua que no has de beber (1971)
Como higuera en un campo de golf (1972)
El libro de Dios y de los húngaros (1978)
Crónica del Niño Jesús de Chilca (1981)
Monólogo de la casta Susana y otros poemas (1986)
Las inmensas preguntas Celestes (1992)
Un crucero a las islas Galápagos (nuevos cantos marianos)
ÍNDICE DE PRIMEROS VERSOS
ÍNDICE GENERAL
Prólogo
ANTONIO CISNEROS: CANTOS Y COMENTARIOS
DESDE DESTIERRO (1961) hasta Un crucero a las islas Galápagos (2005), la obra del poeta peruano Antonio Cisneros se revela, en sus varias escalas, como la crónica lírica de una experiencia cuyo signo es el viaje. De la distancia y los encuentros, así como de los hallazgos y los extravíos, da cuenta una escritura que se orienta en las aguas —con frecuencia agitadas— de la historia comunitaria y personal. Carta de navegación y cuaderno de bitácora, la obra de Cisneros fija con inteligencia sus coordenadas para trazar los avatares y las aventuras de un sujeto a la vez único y plural.
Figura mayor de la llamada Generación del 60 —sin duda, una de las promociones poéticas más fértiles e innovadoras en el Perú—, Antonio Cisneros da forma en su obra a una aguda conciencia de la índole a la vez íntima y social de la palabra lírica. Puesta en escena (y en cuestión) del yo que participa en la comedia humana, la poesía de Cisneros se distingue por su amplio reparto de voces: el versátil reparto que la habita y la gama de registros que en ella resuena hacen que la escritura cobre un carácter dialógico y colectivo. En ese teatro imaginario, el testigo convive con el cronista, el poeta satírico con el elegiaco, el personaje anónimo con la figura histórica, el antihéroe con la heroína y el hombre contemporáneo con su ancestro. Esas presencias múltiples exigen un lenguaje vario y diverso, que con agilidad y sin inhibiciones sabe desplazarse entre el tono patético y el irónico, la dicción culta y la conversacional, el topos clásico y el tropo posvanguardista, la manera pública y la íntima: en el despliegue elástico y virtuoso de esas tensiones radica la peculiar vivacidad del estilo de Cisneros.
Ya desde las primeras entregas de Antonio Cisneros, es evidente que los volúmenes están concebidos como conjuntos orgánicos, dotados de una coherencia flexible pero innegable. Así, cada libro es más que la suma de sus partes, porque éstas se traman en una red de afinidades y diferencias. Por lo demás, en Cisneros el texto poético no se ofrece como una mera prolongación de las emociones, las ideas y las actitudes de un sujeto soberano, idéntico a sí mismo, cuya realidad precede al discurso; por el contrario, el yo se urde en los poemas y es, de hecho, la más importante de sus creaciones. Apunto con esto a una clave mayor de la poética de Antonio Cisneros: la subjetividad lírica se construye como presencia dramática, como persona que muestra su presencia y representa su condición —alienada o solidaria, celebratoria o melancólica— en el mundo.
La modernidad poética sospecha, desde sus inicios, del yo empírico. En esa actitud, crítica y trágica al mismo tiempo, se advierte un marcado sesgo antirromántico. Hugo Friedrich remonta esa toma de posición a Baudelaire, a quien le atribuye el inicio de la despersonalización de la lírica moderna, por lo menos en el sentido de que la palabra lírica no surge de la unidad de poesía y persona empírica, como lo habían pretendido los románticos, en contraste con la lírica de muchos siglos anteriores
.¹ Fue Baudelaire, en efecto, quien sostuvo en Les foules
que el poeta goza del incomparable privilegio de ser otro o él mismo, según su voluntad
.² Yo es otro
, afirmó Rimbaud, por su parte, en la célebre carta a Izambard del 13 de mayo de 1871,³ mientras que Valéry conjeturó, en el prólogo a Mélange, que acaso el yo no fuera más que una convención. A ninguno de estos poetas suele asociarse la obra de Cisneros, más próxima a la órbita del altomodernismo anglosajón. Es perceptible en ella el estímulo de una lectura imaginativa y perspicaz de Ezra Pound y T. S. Eliot; tampoco es azaroso el aire de familia que Como higuera en campo de golf, por ejemplo, comparte con cierta poesía beatnik —no me refiero sobre todo a Allen Ginsberg sino, más bien, a Corso y Ferlinghetti—. En el contexto hispanoamericano, se le puede vincular a Nicanor Parra, Ernesto Cardenal, Enrique Lihn y José Emilio Pacheco, entre otros. En todo caso, la apertura a la tradición moderna angloamericana es un rasgo común entre varios de los poetas de la llamada Generación del 60 en el Perú, desde Rodolfo Hinostroza a Luis Hernández, sin olvidar a Javier Heraud, Marco Martos o Mirko Lauer; se trata de un dato reconocido asiduamente por la crítica y por los mismos creadores, aunque a veces se pierda de vista que el élan cosmopolita y las lecturas compartidas de los poetas no condujeron a una ortodoxia generacional.
En T. S. Eliot, Ezra Pound y, particularmente, en Bertolt Brecht, halló Cisneros pistas y propuestas que habría de incorporar a su escritura: el monólogo dramático le permitió franquear los límites de un yo confesional y autobiográfico para, desde el ejercicio verbal, explorar no solamente la expresión de vidas ajenas e imaginar la circunstancia de los otros, sino también —y esto resulta, a la larga, lo más significativo—para elaborar en su obra versiones y visiones de su propia identidad. La persona del poeta no se esconde ni se pierde en la sociedad de las personas poéticas; por el contrario, negocia y conquista su sitio entre ellas: la relación del individuo con la colectividad es menos una preocupación declarada, un tema sobre el cual se pronuncia el autor, que una condición inscrita en la fábrica misma de los poemas. Así, el acto de enunciar y la naturaleza del enunciador se ponen de relieve en una poesía que, en vez de ofrecer el perfil confidencial de un ego aislado, postula a través de su despliegue de máscaras el carácter problemático y paradójico del sujeto. En la poética de Cisneros, la subjetividad no es una esencia única que la palabra lírica descubre, sino una posición en un inquieto campo de fuerzas donde litigan y se encuentran lo singular y lo plural, el pasado y el presente, lo público y lo privado, lo masculino y lo femenino. A la larga, las permutaciones del discurso, los vaivenes y desplazamientos de las voces, permiten definir la imagen del poeta: la variedad cifra la identidad.
De su obra precoz, Antonio Cisneros no reivindica Destierro (1961), la plaquette con la que celebró el ritual iniciático de la primera publicación. Distingue a ese delgado volumen un intimismo casi hermético, de linaje simbolista, que impregna los versos con un temple melancólico, serenamente grave: un haz de presencias (la casa, el padre, el viento y el mar) solicita a una voz lírica que, característicamente, se siente en duelo por la pérdida del lugar propio. El volumen no es derivativo, aunque las huellas de las lecturas hacen borrosa la especificidad del poeta. La dicción engañosamente simple y la manera alusiva, oblicua, de José María Eguren afloran, por ejemplo, en estos versos: Ahora, los arcos muertos / en la piedra, / sólo vuelven su rostro / hacia la playa
. Las invocaciones al padre y la condición existencial del exilio remiten a Marinero en tierra, de Rafael Alberti. Cisneros reniega de la plaquette con la cual se estrenó en las letras peruanas, pero esa decisión no vuelve irrelevantes los poemas que forman Destierro. El cuidado artesanal del verso menor y el uso deliberadamente misterioso de una imaginería austera muestran ya a un creador consciente de los recursos a su disposición. Más aún, el acento en la materialidad de las cosas, en las cualidades sensoriales de los objetos, se insinúa ya en algunas imágenes de Destierro, cuya plasticidad sugiere con soltura y solvencia un estado de ánimo crepuscular (que, en esa escala temprana de su obra, el autor parece considerar que es el propio de la poesía): Perduran / cuerdas atadas / en la sombra / ruinas de muelles / y navíos
. A pesar de sus méritos, la primera entrega de Cisneros no llega a