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Éxodo 20
C. H. Mackintosh
“La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron
por medio de Jesucristo” (Juan 1:17) es la forma en que breve y
solemnemente la Biblia nos presenta el cambio —o más bien el contraste
— en los caminos dispensacionales de Dios con el hombre como
consecuencia de la venida del Hijo de Dios al mundo.
“El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos
muere irremisiblemente” (Hebreos 10:28).
La verdad, tal como nos enseña la Biblia, es que “la ley se introdujo para
que el pecado abundase” (Romanos 5:20). Esto nos demuestra muy
claramente cuál es el verdadero objeto de la ley: ella vino a fin de
demostrar que el pecado es “sobremanera pecaminoso” (Romanos 7:13).
La ley, en cierto sentido, era como un espejo perfecto descolgado desde el
cielo para revelar al hombre su desorden moral. Si yo me miro ante un
espejo con mis vestidos desordenados, el espejo me mostrará el
desorden, pero de ninguna manera lo compondrá. Si mido una pared
torcida con una plomada perfectamente justa, el plomo me revelará las
desviaciones de la pared, pero no la enderezará. Si, durante una noche
oscura, salgo con una luz, ésta me dejará ver todos los obstáculos y
asperezas de mi camino, pero no los quitará. Sin embargo, ni el espejo, ni
la plomada ni la luz crean los males que tan diáfanamente puntualizan; no
los crean ni los quitan, sino que simplemente los manifiestan. Lo mismo
ocurre con la ley; ella no crea el mal en el corazón del hombre ni tampoco
lo quita, sino que simplemente lo revela con una infalible exactitud.
“Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los
discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido
llevar?” (Hechos 15:10). Este lenguaje es grave y serio. Dios no quería
que se pusiese “un yugo” “sobre la cerviz” de aquellos cuyos corazones
habían sido libertados por el Evangelio de paz; antes, al contrario,
deseaba exhortarles a permanecer firmes en la libertad de Cristo para no
estar “otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gálatas 5:1). Dios no
quería enviar a aquellos que Él había recibido en su seno de amor “al
monte que se podía palpar” para aterrarles con el ardiente “fuego”, “la
oscuridad”, “las tinieblas” y “la tempestad” (Hebreos 12:18). ¿Cómo
podríamos admitir jamás la idea de que Dios quisiera gobernar por la ley
a los que ha recibido en gracia? Pedro dice: “Antes creemos que por la
gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos” (Hechos
15:11). Los judíos que habían recibido la ley, y los gentiles que no la
recibieron, todos debían ser en adelante salvos por la gracia. Y no
solamente debían ser salvos “por gracia”, sino que debían “estar firmes”
en la gracia, y “crecer en la gracia” (Romanos 5:1-2; 2 Pedro 3:18).
Enseñar otra cosa es tentar a Dios. Estos fariseos derriban el fundamento
de la fe del cristiano; y lo mismo hacen todos aquellos que procuran poner
a los creyentes bajo la ley. No hay un mal peor ni más abominable ante
los ojos de Dios que el legalismo. Escuchemos el lenguaje enérgico y los
acentos de justa indignación de que se sirve el Espíritu Santo, respecto a
estos doctores de la ley:
Cuando Dios, desde lo alto del Sinaí, proclama las duras exigencias del
pacto de las obras, se dirige exclusivamente a un solo pueblo; su voz fue
oída solamente dentro de los estrechos límites del pueblo judío. Pero
cuando Cristo resucitado envió sus mensajeros de salvación, les dijo:
“Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos
16:15; comp. Lucas 3:6). El caudaloso río de la gracia de Dios, cuyo lecho
había sido abierto por la sangre del Cordero, debía desbordar, por la
irresistible energía del Espíritu Santo, mucho más allá del estrecho recinto
del pueblo de Israel, y derramarse en abundancia sobre un mundo
manchado por el pecado. Es necesario que “toda criatura” oiga, en su
propia lengua, el mensaje de la paz, la palabra del Evangelio, la nueva de
salvación por la sangre de la cruz. Y por fin, para que nada falte para dar
a nuestros pobres corazones legales la prueba de que el Sinaí no era de
ninguna manera el lugar donde los secretos de Dios fueron revelados, el
Espíritu Santo ha dicho por boca de un profeta y por la de un apóstol:
“¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que
anuncian buenas nuevas!” (Isaías 52:7; Romanos 10:15). En cambio, el
mismo Espíritu dice de aquellos que querían ser doctores de la ley:
“¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!”
¿A qué regla se refiere? ¿La ley? No, sino la nueva creación. En el capítulo
20 de Éxodo, no se trata de “nuevas criaturas”; al contrario, ese capítulo
se dirige al hombre tal como es, en su estado natural que pertenece a la
vieja creación, y le pone a prueba para saber lo que verdaderamente está
en condiciones de hacer. Por tanto, si la ley fuese la regla por la cual los
creyentes deben andar, ¿a qué se debe que el apóstol pronuncie una
bendición sobre los que andan según una regla totalmente diferente? ¿Por
qué no dice: «A todos los que andan conforme a la regla de los diez
mandamientos»? ¿No es, pues, evidente que, según este pasaje, la
Iglesia de Dios tiene una regla más elevada conforme a la cual debe
andar? Sin ninguna duda. Aunque, incuestionablemente, los diez
mandamientos forman parte del canon de los libros inspirados, nunca
podrían ser la regla de vida para aquel que, por la gracia infinita, ha sido
introducido en una nueva creación y ha recibido una nueva vida en Cristo.
Tales son los principios con los cuales termina el Espíritu Santo esta parte
tan notable del libro inspirado. ¡Dios quiera que queden estos principios
grabados en nuestro corazón, a fin de hacernos comprender de un modo
más claro y cabal la diferencia esencial que existe entre la ley y la gracia!
C. H. M.
NOTA: Las notas completas de C.H.M. sobre el Éxodo, así como los
estudios completos de los cinco libros de Moisés, pueden obtenerse en
español en la editorial EDICIONES BÍBLICAS
NOTAS
http://www.verdadespreciosas.com.ar/documentos/CHM_miscelaneos_II/Ley_y_gr
acia.htm