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Revoluciones imaginadas: Itinerario de la idea revolucionaria en América Latina Contemporánea
Revoluciones imaginadas: Itinerario de la idea revolucionaria en América Latina Contemporánea
Revoluciones imaginadas: Itinerario de la idea revolucionaria en América Latina Contemporánea
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Revoluciones imaginadas: Itinerario de la idea revolucionaria en América Latina Contemporánea

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La revolución, acontecimiento fundador de la modernidad política en Occidente y de los estados nacionales en América Latina, ha sido a menudo considerada como una inclinación típicamente latinoamericana. ¿Reputación fundada o mito?
Este volumen colectivo abarca la historia contemporánea latinoamericana desde las revoluciones de la Independencia hasta fines de los años 1980 para explorar el por qué del lugar central que ocupa la idea revolucionaria en el pensamiento y la práctica política de los actores.
Lo que se destaca es que la revolución es efectivamente uno de los conceptos y componentes centrales del campo político latinoamericano. Sin embargo, a diferencia de la historia europea o estadounidense, esta noción no remitió siempre a un proyecto de ruptura radical postulando la refundación del orden político y social. Con frecuencia, la revolución ha sido más bien invocada para legitimar proyectos políticos regeneradores o reivindicar una concepción de la República que implicaba una participación más activa y directa de los ciudadanos en la vida política nacional. Así, Revoluciones imaginadas no es una historia condensada de las «verdaderas» revoluciones, las revoluciones que fueron realizadas, sino de la «imaginación revolucionaria» y de su carácter performativo y legitimador.
LanguageEspañol
PublisherRIL editores
Release dateJul 26, 2023
ISBN9789560113894
Revoluciones imaginadas: Itinerario de la idea revolucionaria en América Latina Contemporánea

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    Revoluciones imaginadas - Marianne González Alemán

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    Marianne González Alemán

    Eugenia Palieraki

    (comps.)

    Revoluciones imaginadas

    Itinerarios de la idea revolucionaria en América Latina contemporánea

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    Revoluciones imaginadas

    Itinerarios de la idea revolucionaria en

    América Latina Contemporánea

    Primera edición: octubre de 2013

    © Eugenia Palieraki y Marianne González Alemán, 2013

    © RIL® editores, 2003

    Los Leones 2258

    cp 7511055 Providencia

    Santiago de Chile

    Tel. Fax. (56-2) 22238100

    ril@rileditores.com • www.rileditores.com

    Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

    Impreso en Chile • Printed in Chile

    ISBN 978-956-284-896-1

    Derechos reservados.

    RIL editores

    bibliodiversidad

    Coordinación

    Marianne González Alemán

    Eugenia Palieraki

    Comité científico

    Annick Lempérière

    Alfredo Riquelme

    Samuel Amaral

    Luciano de Privitellio

    Mario Garcés

    Martín Bergel

    Roberto Merino

    Introducción

    Marianne González Alemán y

    Eugenia Palieraki

    La construcción del orden social y político latinoamericano se ha pensado con frecuencia en términos de revolución. Ese acontecimiento fundador de la modernidad política en occidente, y de los Estados nacionales en América Latina, también fue convertido en noción, proyecto y sueño. Desde comienzos del siglo XIX la idea revolucionaria ha sido creadora, por un lado, de ilusiones; por el otro de aversiones. De modo que la revolución ha sido uno de los ejes en torno a los cuales se han organizado las disputas ideales y las confrontaciones políticas en la región.

    A menudo se ha planteado que el referente revolucionario ha sido una constante de la historia política latinoamericana de los siglos XIX y XX; que América Latina sería el continente revolucionario por excelencia; la tierra donde todo es posible. La supuesta inclinación latinoamericana por la revolución, a veces identificada con el caos y la violencia y otras asimilada a la capacidad de imaginar mundos ideales, se pensó como un motivo de orgullo o como una expresión de menosprecio a la democracia representativa criolla.

    Sin embargo, si comparamos la historia política contemporánea de América Latina con la de los demás continentes dicha reputación no se confirma en los hechos. Durante el siglo XIX Europa fue incesantemente sacudida por sucesivos movimientos revolucionarios. En cuanto al siglo XX, fue en Asia donde se plasmó la mayoría de los proyectos y cambios revolucionarios, contando con mayor alcance y repercusión mundial.

    Cabe, por lo tanto, preguntarse cómo surgió y en qué se ha basado este presupuesto que asocia a América Latina con la revolución. La «leyenda negra» de la modernidad política latinoamericana es un primer elemento explicativo. Desarrollada por las elites políticas latinoamericanas decimonónicas, plasmó una representación del continente como espacio signado por la inestabilidad política y la ingobernabilidad cuyo principal síntoma sería la recurrencia de revoluciones. Si bien la inestabilidad política decimonónica no fue mayor en América Latina que en Europa, forzoso es comprobar que los actores políticos latinoamericanos, tanto en el siglo XIX como en el XX, hacen un uso sistemático de la noción, al menos más recurrente que en otras latitudes. Existe, por lo tanto, un desfase entre la realidad histórica y su representación, entre la importancia de las «revoluciones históricas»–revoluciones que tuvieron lugar– y la omnipresencia de la noción de revolución en la historia política del continente.

    Así, el estudio de la noción de revolución, de su persistencia y sus itinerarios resulta fundamental para abordar la historia contemporánea de América Latina. Es una puerta de entrada para comprender la forma en que se ha concebido, estructurado y vivido lo político en las sociedades latinoamericanas. La idea revolucionaria es un elemento central de la cultura política latinoamericana que ha conferido sentido a la acción y las prácticas a lo largo de los dos últimos siglos.

    El objetivo del presente volumen es estudiar la revolución como uno de los conceptos y componentes centrales y estructurales del campo político latinoamericano. Nos propusimos historizar la noción identificando las diferentes formas y acepciones que adquirió (algunas específicas del continente) y, por otra parte, estudiarla en su relación e interacción con otros conceptos fundamentales de lo político; nación, ciudadanía, representación, democracia y reforma, ya que no ha remitido siempre –a diferencia de la historia política europea– a un proyecto de ruptura radical que postule la refundación del orden político y social.

    Los artículos publicados aquí evidencian la existencia de dos sentidos del concepto «revolución» –uno fuerte y otro débil– que a veces se suceden cronológicamente y otras veces coexisten. Los orígenes históricos del sentido fuerte se hallan en la revolución de independencia norteamericana y en la Revolución Francesa. Como lo demuestra Gabriel Entín, este sentido se manifiesta con claridad en América Latina en el momento de las Independencias y designa, como en los Estados Unidos o en Francia, un cambio radical en la organización del poder político y la sociedad, un momento de ruptura con el pasado. Se instaura así un antes (el Antiguo Régimen) y un después, portador de utopía, regenerador de la sociedad y constructor del «hombre nuevo». Dicha noción de revolución implica una labor de reinvención y creación. En tanto etapa transitoria entre lo «viejo» y lo «nuevo», el sentido fuerte de la palabra revolución remite también a un período de indeterminación política.

    Existe al mismo tiempo un segundo sentido de la noción que remite al derrocamiento de un dirigente o un gobierno considerado ilegítimo y tiránico, que puede contar o no con una importante participación popular pero no plantea un cambio radical de las instituciones. En este sentido, la revolución es una más de las modalidades de acción política. Como lo demuestra Marianne González Alemán, la acepción débil del concepto remite a la idea republicana de las constituciones latinoamericanas que valora el derecho de los ciudadanos a oponerse por las armas a la «tiranía» para restaurar las libertades políticas suprimidas u otorgadas. La revolución se entiende, pues, como un mecanismo de restauración del orden anterior. Ese es el sentido que le otorgan a la noción los californianos marginados por el Estado mexicano a mediados del siglo XIX, estudiado por Emmanuelle Pérez.

    Ambos sentidos aluden, sin embargo, a un problema común: el de la figuración y representación del «pueblo». Como lo señala Gabriel Entín, a partir de 1810 el pueblo invocado por los nuevos gobiernos como principio de legitimidad quedó por construirse, así como las condiciones de su representación por definir. Esta indeterminación constitutiva de la modernidad política no dejó de atravesar la historia de las repúblicas latinoamericanas. El sentido débil de la noción de revolución traduce las tensiones constitutivas de la institucionalización y del ejercicio de la soberanía popular: por un lado se fundamenta en una concepción según la cual el «pueblo» es el soberano original y, por lo tanto, conserva su poder constituyente, más allá de la instancia formal de la elección; por otro lado, supone la puesta en escena de un «pueblo» tangible, figurado en su unidad.

    Si bien los dos sentidos de la palabra «revolución» se distinguen con bastante claridad en el siglo XIX, sucediéndose cronológicamente, el siglo XX se caracteriza por su coexistencia, a veces armónica y otras veces problemática y generadora de tensiones. Es el caso de «reformismo revolucionario» del Partido Comunista chileno bajo el gobierno de Salvador Allende que asocia los cambios revolucionarios con el respeto de la institucionalidad democrática, sobre el que trata Alfredo Riquelme. Maud Chirio, en su artículo sobre los militares brasileños golpistas de 1964, escribe sobre las tensiones suscitadas por la coexistencia de los dos sentidos de la noción de revolución. Los militares brasileños son herederos y partícipes de una tradición revolucionaria en el sentido débil del término (derrocamiento de un gobierno enemigo considerado como ilegítimo y tiránico), pero se ven obligados a abandonarlo provisoriamente cuando la izquierda impone en el espacio público el sentido fuerte de la palabra. Tras el golpe de estado y la neutralización de la izquierda los militares golpistas retoman inmediatamente su legado revolucionario, al usar la expresión «revolución redentora» para designar su toma del poder.

    A pesar de la evolución y mutaciones históricas en el uso del concepto a lo largo de los siglos XIX y XX, también existen en él continuidades y persistencias. En primer lugar, en toda la historia política contemporánea de América Latina la palabra «revolución» aparece como un elemento legitimante. Los años sesenta son, en este sentido, un período emblemático. De hecho, los militares estudiados por Maud Chirio, al recurrir a la estrategia de apelación descrita no solo apuntan a recuperar su legado revolucionario, sino también a legitimar la toma violenta e ilegal del poder. De la misma manera, en la Argentina de fines de los años sesenta estudiada por Humberto Cucchetti y por Moira Cristiá, el momento político fue pensado a través de dos tipos de revoluciones de signo contrario. La revolución nacional de los militares, por un lado, de índole autoritario y orientada hacia la modernización del país y, por otro, una concepción del cambio revolucionario vinculada al pensamiento de izquierda y a la idea de transformación de las estructuras de poder. Del mismo modo, en el seno del peronismo las diferentes tendencias se definieron como revolucionarias y las pugnas internas al movimiento se tradujeron en una disputa semántica alrededor de la revolución.

    Aparte del poder legitimante de la voz «revolución», un segundo elemento que explica su uso por actores políticos tan diversos es su sistemática asociación con otras nociones y valores como la reforma (véase el «reformismo revolucionario» evocado por Alfredo Riquelme y la «Revolución en Libertad» analizada por Stéphane Boisard y Eugenia Palieraki), la nación (véase el «socialismo nacional» evocado por Humberto Cucchetti) y la ciudadanía. En este sentido, es posible comprobar en América Latina una función fundamental, y tal vez particular, de la revolución: ella se convierte en una forma de concebir la ciudadanía política activa más allá de los mecanismos formales e institucionalizados de participación. En ciertos casos incluso se convierte en un medio para ampliar los derechos ciudadanos o de aplicación efectiva de los principios constitucionales de igualdad. Es el caso de California, estudiado por Emmanuelle Pérez, y de Ayacucho, lugar de emergencia del Sendero Luminoso estudiado por Daniel Iglesias. En este último, la adhesión popular al proyecto revolucionario senderista es, ante todo, percibida como una manera de remediar la exclusión y marginalidad política y social de la región dentro del Estado nación. En ciertos casos, sin embargo, se trata de una representación del sistema político en términos de amigo/enemigo y, a fin de cuentas, de la imposibilidad o incapacidad de concebir la nación, la república y sus ciudadanos en su pluralidad y de subsanar así las divisiones sin considerarlas como un peligro para la integridad de la comunidad nacional y política, como lo demuestra Marianne González Alemán.

    Si bien la trayectoria latinoamericana del concepto de revolución debe insertarse en el marco de las revoluciones atlánticas, también tiene sus especificidades. El último elemento que lo sugiere dice relación con los actores latinoamericanos que mayor uso hacen de esta noción, entre los cuales se hallan los militares. Ello se explica por la tardía profesionalización de los ejércitos y por la consiguiente supervivencia en el siglo XX de un imaginario que ve en las fuerzas armadas el «pueblo en armas» de la revolución de independencia.

    La aproximación historiográfica del presente volumen se reconoce en el reciente desarrollo de la historia política y la historia de los conceptos. Siendo este un campo historiográfico en vías de conformación y consolidación, se optó por incluir al final del volumen dos artículos que apuntan, tanto a instaurar el diálogo entre los capítulos de esta compilación, como a insertarlos en el debate historiográfico que actualmente está en evolución. Esperamos reforzar así el propósito del presente trabajo colectivo.

    Mediante un estudio comparado de casos nacionales contemporáneos, queremos proponer una primera aproximación a la historia de la idea revolucionaria en América Latina.

    La revolución como problema.

    Incertidumbres en el Río de

    la Plata a partir de 1810

    Gabriel Entin¹

    Autores

    Entre mayo y junio de 1826, el Congreso constituyente reunido en Buenos Aires durante la presidencia de Bernardino Rivadavia debatía un proyecto de ley del gobierno: la construcción en la plaza 25 de mayo de un monumento que «perpetúe la memoria de los ciudadanos que deben considerarse los autores de la revolución, que dio principio a la libertad e independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata»².

    El monumento consistiría en «una magnífica fuente de bronce, que recuerde constantemente a la posteridad el manantial de prosperidades y de glorias que abrió el patriotismo de aquellos ciudadanos ilustres». Una leyenda debía grabarse en la base: «la República Argentina a los autores de la revolución en el memorable 25 de mayo de 1810». Debajo de esta inscripción se colocarían los nombres de los autores de la «feliz y gloriosa revolución»³. Los diputados que discutían el proyecto se enfrentaban a tres problemas.

    En primer lugar, en 1826 no había Provincias unidas del Río de la Plata sino, a partir de la fragmentación de soberanías en 1820, una república dividida cuyas provincias desconocerían la constitución unitaria que aquel congreso promulgaría⁴. El monumento, señalaba un diputado, sembraría «el germen de la discordia» y era mejor suspenderlo para cuando las provincias se uniesen. Se trataba de un proyecto «justo» pero no «oportuno»⁵.

    En segundo lugar, la fuente de bronce atentaba contra el ideal republicano de austeridad y de desprecio del lujo, referencia omnipresente durante la revolución que compartían varios legisladores del Congreso; más aun, cuando la discusión se realizaba en el contexto de la guerra contra el imperio del Brasil por la Banda Oriental. «Mi corazón republicano tal vez tanto como católico, tiene otros medios de premiar a los autores de la revolución», afirmaba el diputado por Tucumán, Juan Antonio Medina, uno de los principales actores en la revolución de 1809 en La Paz. Para Medina, reemplazar la pirámide que se había establecido en 1811 para la celebración del primer aniversario del 25 de mayo significaba «un aristocracismo que choca de frente al sistema de república», una «base de la desigualdad» y un arma de los tiranos⁶.

    Medina compartía los ideales republicanos de su primo ya fallecido Bernardo de Monteagudo quien, el 25 de mayo de 1812, había identificado desde las páginas de su periódico Mártir, o Libre a los primeros autores de la revolución de 1810: el pueblo de Chuquisaca. En efecto, el 25 de mayo de 1809 aquella ciudad del Perú que integraba el virreinato del Río de la Plata abrió, según señalaba el abogado, «la primera brecha al muro colosal de los tiranos», al organizar una junta de gobierno durante la revolución en la que él mismo había participado⁷.

    Los valores republicanos de libertad, virtud patriótica, austeridad y forma de gobierno republicana serían efímeros: en 1823 –dos años antes de su asesinato en Lima–, Monteagudo los incluía en su período de «fiebre mental» que había finalizado cuando junto a San Martín defendió la monarquía constitucional como la mejor forma de gobierno para su país, que era «toda la extensión de América»⁸.

    El tercer y más importante problema de la discusión del Congreso de 1826 sobre el proyecto de la fuente de bronce eclipsaba los debates anteriores: ¿quiénes eran los autores de la revolución?, ¿quién debía decidirlo?, ¿cuáles serían los criterios para hacerlo? Un diputado proponía distinguir entre quienes concibieron la idea de la revolución, quienes la financiaron y quienes la ejecutaron; otros aducían que era la historia y las generaciones futuras quienes debían decidirlo. «Viven, señores, entre nosotros muchos de aquellos que les corresponde el honor de ser considerados autores de la revolución», contrarrestaba el ministro de Rivadavia, Julián Segundo de Agüero. Era mejor debatirlo en aquel momento con los contemporáneos y no «cuando pasen 200 años»⁹.

    En el proyecto se proponía la constitución de un jurado que determinase quiénes eran y quiénes no los autores de la revolución. «Yo temblaría si saliera para formar el jury», afirmaba el diputado opositor al proyecto Juan José Paso, uno de los nueve miembros de la Primera Junta del 25 de mayo¹⁰. «Autor de la revolución de 25 de mayo», señalaba el clérigo y diputado por Jujuy, Juan Ignacio Gorriti, era un concepto «vago e indefinido». En un sentido amplio, afirmaba, la ley podía incluir a todos, con lo cual no distinguiría a nadie y sería absurda. En un sentido restrictivo, la ley provocaría una paradoja: «los verdaderos autores de la revolución Americana», explicaba Gorriti, serían «los mayores enemigos de ella». Para el clérigo la revolución era una máquina. No solo había que ver quién la ejecutaba, sino también quién la había producido para que funcionase¹¹.

    Los primeros orfebres de la revolución, afirmaba Gorriti, habían sido el rey Carlos IV, su ministro Manuel Godoy, los virreyes del Río de la Plata Marqués de Sobremonte, Santiago de Liniers y Baltasar Hidalgo de Cisneros. Napoleón y la Junta Central también estaban incluidos en la lista. La ineptitud, corrupción o ambición de todos ellos había preparado la revolución: de esta forma, el monumento a los autores del 25 de mayo de 1810 representaría paradójicamente un homenaje a los autores de la degradación americana.

    Para Gorriti el problema se agravaría si el criterio del jurado para evaluar a los autores de la revolución fuese exclusivamente la voluntad de independencia de quienes participaron en ella. Hasta 1813 los gobiernos del Río de la Plata se habían constituido a nombre del rey Fernando VII. Según argumentaba el clérigo, la voluntad de independencia no había comenzado con la junta de Buenos Aires sino, como remarcó Monteagudo, con las juntas de Chuquisaca y de la Paz.

    Si, en cambio, el criterio de evaluación de los autores del 25 de mayo de 1810 fuese el peligro al que debieron enfrentarse los revolucionarios, entonces el monumento debía erigirse en honor a los pueblos interiores, los más expuestos a los ejércitos realistas. Buenos Aires, advertía Gorriti, no figuraba entre esos pueblos ya que nunca había tenido víctimas de la guerra. «Solo a la jurisdicción de la historia», concluía, «pertenece dar a conocer los autores de la revolución»¹².

    En un contexto de enfrentamiento entre unitarios –que defendían en el Congreso una república basada en la soberanía nacional–, y federales –que buscaban una confederación de provincias soberanas–, el debate de 1826 sobre los autores del 25 de mayo nos revela que la revolución de 1810 en el Río de la Plata constituye, ante todo, un problema.

    Conceptos

    Casi 200 años después del debate sobre los autores de la revolución, Hispanoamérica celebra el bicentenario de sus revoluciones. Con frecuencia se olvida el contexto de aquellas, con el riesgo de simplificar sus conflictos, ambigüedades e incertidumbres. Un argumento común se puede distinguir entre los discursos conmemorativos de los bicentenarios: en todo el continente se organizaron juntas populares de criollos que lucharon contra los españoles por la independencia y fundaron las naciones.

    Repensar la revolución implicaría, por un lado, apartarse de los caminos trazados a priori que establecen objetivos inevitables a las experiencias revolucionarias: la libertad, la independencia y la democracia. Esta opción, por otro lado, desafía a reconstruir las indeterminaciones constitutivas de la revolución que en toda Hispanoamérica fue asumida como una ruptura temporal entre un pasado asociado a la esclavitud, y un presente identificado a la regeneración y a la libertad. Desde esta perspectiva, la revolución de 1810 en el Río de la Plata se presenta menos como una evidencia que como un problema. Para analizarlo proponemos indagar los conceptos básicos que articularon los lenguajes revolucionarios, comenzando por el mismo término de «revolución»¹³.

    Una aclaración antes de continuar. Este ensayo no se enmarca en una historia política o institucional de la revolución que podría caracterizarse a través de la pregunta: ¿Cómo se construye el Estado argentino a partir de 1810? Por el contrario, se inscribe en una historia conceptual de lo político, donde la pregunta sería:

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