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ARTURO AMBROGI, EL CRONISTA

Miguel Huezo Mixco

Su pluma, afilada como estilete, yace ahora como en un estuche carcomido por la
desmemoria. Arturo Ambrogi, uno de los mejores cronistas en lengua española de su
momento, nos mira desde la galería de retratos –ecléctica y un tanto arbitraria—de la
Biblioteca Nacional. Tiene ojos claros, acuosos, como de perro. Por estos días habría
cumplido 130 años. Allí queda el dato, como un hueso sin carne, para los adictos a las
efemérides.

Ambrogi es una de las personalidades más brillantes de la literatura salvadoreña.


Después de conocer a Salarrué –quiero decir, cuando tuve el honor de enlodarme los
zapatos en el pórtico de su casa— mi autor salvadoreño favorito era Ambrogi. Después
me topé con otro caballero refinado y lúcido, Alberto Guerra Trigueros, y completé mi
trío de ases. El “tri” de la primera mitad del siglo pasado. Los tres cochinitos. Mis tres
tristes tigres. De eso, ya hace algunos años. Pero no tantos. Como sus estupendas
crónicas no han conseguido hacer un caminito de migas de pan hasta los programas
escolares, sigue allí, con su mirada amarillosa, como un icono inservible.

Antes que lo colgaran de un clavo, Ambrogi estuvo entre el grupo de locos que
embrocaron al idioma español para meterle una lavativa de sorpresas y metamorfosis
(algo que no conseguirán con todos sus discursos los respetables que se dieron cita en
Rosario). Los “modernistas” brotaron como gemas raras: en Nueva York, en Bogotá, en
Santiago, en San Salvador. Comenzaron por adueñarse de la poesía moderna europea,
en especial de la francesa. Luego, instalaron sus cuarteles en México y Buenos Aires.

Ambrogi era algo presumido. Tenía plata. Miraba a Alberto Masferrer como un
pulgoso. Soltaba palabras en francés en medio de sus escritos. (Ahora, el inglés se nos
ha pegado en la lengua con palabras feas, como “marketing”). Paseó por los bulevares
franceses para ver al fatigado y melancólico jefe modernista, su amigo, Rubén Darío;
cruzó el Canal de Suez, comió suchi en Japón y compró baratijas en la China –distintas
a las que han puesto a temblar a Occidente. Por placer, como debiera ser para todas y
todos, trabajó en periódicos de Chile y Buenos Aires.

Además de sus admirables crónicas (una selección hecha por Horacio Castellanos está
publicada en la Biblioteca Básica de Literatura Salvadoreña) tenemos que agradecerle
su decisiva influencia en dos personas que han cambiado, y seguirán cambiando, la
sensibilidad de todo aquel que se ponga en contacto con su arte: Salarrué y Toño
Salazar. Primos hermanos, casualmente, los dos.

Salarrué quedó trastornado después de leer en Nueva York el “El libro del trópico”:
evocación de paisajes, personajes y climas de Cuscatlán. En una visita con el gordo
Zaldívar a su casa de Los Planes, donde algunos han jurado no volver, Salarrué se
iluminó cuando le indicamos que un cuento suyo estaba calcado de un cuento de
Ambrogi. “No pude resistir la tentación”, nos explicaba.

El otro es Toño Salazar. Paliducho y endeble llegó a su casa a pedirle apoyo para su
primera exposición, en 1919. Ambrogi le metió el diablo. “Usted debe irse o fracasa”. Y
se fue, lejos, y volvió cuando casi todos lo habían olvidado. Salazar está borrado. No
aparece en ninguno de esos libros de arte salvadoreño. La recomendación que le hizo
Ambrogi (“váyase o fracase”) se ha convertido en una consigna más rotunda que todas
las que coreamos en la guerra. Ya sólo por eso, el nombre de Ambrogi merecería ser
más y mejor recordado.

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