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El gallo mecánico

Era una zona urbana, no demasiada sobrepoblada y ese taller mecánico estaba instalado
en un terreno bastante grande, entre casas y edificios. Tenía un árbol frondoso a pesar
de que el suelo era una melcocha honda de aceite de coche y tierra, incrustada
abundantemente con tuercas, alambres, pedazos de motor de diversos tamaños y
también ciertas dosis de hojalata y vidrio, porque a veces allí mismo comían los
mecánicos y dejaban tiradas latas de sardinas, cascos de refresco o los envases de aceite
que ya vacíos rodaban por allí hasta hundirse en el suelo poco a poco.
¿Y cómo vivía el árbol?

Pues no era estúpido: había estirado sus raíces hacia el patio de junto, que tenía trozos
de jardín; de allí recibía agua y alimento nutritivo, incluso abono que un señor
maniático y barbudo prodigaba por la colonia de árbol en árbol.

Ese taller ocupaba el espacio donde antes se irguió una pobre casita rodeada de flores.
Fue demolida porque alquilar así el terreno vacío era más productivo. Aunque ni aun así
cabían nunca tantos coches y muchos esperaban afuera, achacosos y humeantes, a que
vinieran allí en la calle los mecánicos, para devolverles la salud.

El taller no tenía nombre. Lo cuidaba un perro grandote y poco pulcro, con las patas
llenas de aceite y los pelos medio pegosteados. De cachorro le pusieron Canelo, por su
color, pero al crecer fue cambiando y acabó negro-gris. Ese nombre, Canelo, hacía
pensar en la clientela que la mugre más oscura lo cubría y provocaba bromas muy
deprimentes de "Ya báñenlo", como si la negrura natural fuera a quitársele con agua.

Canelo estaba solo ahí, por las noches, cuidando que no viniera algún ladrón. La verdad,
nunca habían venido pero Canelo, celoso del deber, había mordido a varios clientes, por
las dudas. Y dado que sus patrones eran bien proletarios, con olor a mecánicos, había
mordido sólo a clientes ricos y perfumados. Recibió tales castigos de cintarazos que se
prometió a sí mismo ya no morder a nadie:

"Nunca he visto un ladrón. Sepa cómo será o a qué huelan. Esos riquillos de casimir
inglés yo estoy seguro que eran ladrones, trabajaban todos en el gobierno. ¡Los muerdo
y me castigan! Pues ahora, que los mecánicos muerdan ellos mismos a quien quieran:
Yo no. En las noches voy a dormir dormir, y en el día moveré la cola a todos los que
lleguen, a los ladrones en especial." Era un perro rencoroso.
Alguna vez los mecánicos jóvenes vinieron a media noche acompañados por sus novias,
para buscar ciertos objetos olvidados en algún coche oscuro: Hallaron a Canelo
roncando, ni se movió.

El empleo de vigilante y velador que el animal tenía se vio en peligro. Pensaron si sería
bueno darle menos huesos o tal vez un tazón de café al anochecer... A un cliente
ranchero se le ocurrió la idea:

—Es que ese perro está muy solo, se ha de dormir de aburrimiento. Le voy a dar un
compañero que lo mantenga despierto.

La semana siguiente trajo como regalo para Canelo: un gallo pinto de orgullosa cresta,
gran cola airosa de plumas negras y blancas y espolones medio regulares.

—Vaya. Eres mío —dijo Canelo muy satisfecho.


—Soy de mí mismo y de las fuerzas inteligentes y amorosas de la vida y del sol —dijo
el gallo— ¿Por qué tuyo?

—Porque eres un regalo que me dieron.

—Nadie puede regalar lo que no es suyo. Fui traído a vivir contigo y acepté, eso es
todo. ¿0 a poco tú eres de alguien?

—Guau, guau, soy de mis amos los mecánicos. Amo a mis amos, los reverencio, los
respeto, los quiero y soy de ellos. Me compraron con MUCHO dinero, me otorgan
huesos y caricias, los obedezco, ¡soy de ellos!

—Mmm... —dijo el gallo y pensó: "Este perro es imbécil" pero calló, para no crear, de
entrada, malas relaciones. Preguntó luego:

—¿Y... si tú eres de ellos, no habrá algo que sea tuyo?

—Sí, si, guau, guau: los coches descompuestos, las herramientas, el taller, todo es mío.
Pero voy a prestártelos. También es mío el árbol: puedes usarlo cuando quieras.

Las hojas del árbol pensaron con cólera: "perro cochino" pero el gallo entonces dijo:
"¡Gracias!" y de un vuelo se plantó en una rama y allí aleteó y cantó a todo pulmón.

—Bonita voz —dijo Canelo—. Ahora vas a oír la mía.

Y se soltó aullando en muchos tonos y volúmenes hasta que un vaso de agua que le
arrojaron los mecánicos lo hizo callar.

—No aprecian, nunca han tenido buen oído para la música, pobres —explicó Canelo.

Cantó el gallo al atardecer. Cantó en la noche, varias veces, para anunciar cambios en el
tiempo para exaltar a las estrellas, también para añorar su corral del rancho, sus
gallinas... La verdad es que lo habían desterrado para llevar en vez de él un gallo joven
y de mejor raza.

"Racistas, sucios racistas", pensaba el gallo. "No va a cuidar a mis gallinas como yo, ni
a ser justo con todas, ni a fecundar todos los huevos... y digo, ¿no les va a dar vergüenza
la horrible monotonía de tantos pollos iguales entre sí, cuando conmigo salían
variados?"

Claro que el perro veló gran parte de la noche. Se dormía y al poco rato lo despertaba un
tremendo quiquiriquí. El mejor fue para anunciar al sol:
—¡Sal, padre y patrón creador, resucítanos de la noche, rompe los malos sueños, jálanos
hacia ti a los que volamos, llénanos las pupilas con tu significado profundo, haz crecer
otro poco a los árboles y a las plantas! ¡Que viva el sol! ¡Y que viva la luz!

Los mecánicos encontraron a Canelo ojeroso de desvelo. Lo felicitaron, lo premiaron,


pero al gallo le trajeron un desayuno exquisito: semillas de maíz, pedazos de tortilla
remojada y unos granos artificiales pero muy ricos, de harina de pescado y polvo de
huesos.

Un gallo normalmente tiene el día muy ocupado: debe buscar hierbitas y gusanos para
su enorme familia (entre doce y cuarenta esposas y entre siete y veintisiete hijitos). Pica
el suelo, encuentra, llama, reparte con justicia. Debe dar picotazos a las peleoneras,
poner ejemplo de valor y dignidad a los pollitos, dar las horas de levantarse, retirarse,
reposar, dormir, debe defender el gallinero de pajarracos intrusos o animales inmundos
como las ratas, atraídas por las deliciosas sobras de comida que él, como buen jefe,
gusta después de todos o al margen, y siempre menos que los demás. Observar el sol y
las nubes, descubrir sabrosos hormigueros o gusaneras, éstas y muchas otras cosas
forman el día de un buen gallo.

El del taller se encontró en un vacío muy desagradable. Quiso rascar: salían tuercas y
engranes en lugar de lombrices; las uñas se le quedaban enterradas en el suelo
pegosteoso. El primer día, llamó al perro a comer maíz y Canelo se rió y se rió y en
cambio invitó al gallo a roer huesos por pura burla. Después, durante dos o tres días se
trataron glacialmente.
Errando entre los coches o subido en su rama, el gallo veía pasar lentamente horas
vacías. Cantaba más de lo normal, lo cual gustaba mucho a los mecánicos y a los
vecinos. Esos quiquiriquíes en la madrugada hacían soñar a los durmientes que del
asfalto de la sucia ciudad brotaban flores, que el aire se limpiaba, que a los enfermizos
gorriones habituales y a las palomas poco pulcras se unían zenzontles y calandrias y que
todos volaban y cantaban sin que ninguno cayera muerto de asfixia.

Trepado ahí en su rama o dando saltitos entre los coches, el gallo vio cómo su cola se
deslucía, las plumas pegajosas y raleantes ya parecían el penacho de una vedette
arruinada.

Inútil rascar. Atacar a picotazos a alguna descarada rata, pero Canelo era más terrible
ante ellas. Platicar recuerdos con el perro y a veces dormitar la siesta sobre su lomo,
para gusto de algunos clientes ociosos que les tomaban fotografías.

Desde su rama pues, el gallo empezó a observar el trabajo del taller: él, que tenía tan
buena relación con la mecánica de los astros, bastante más compleja que la de un coche,
pronto vio de qué se trataba todo. Rotaciones, explosiones de energía, combustiones,
bandas o alambres comunicando movimientos, energía; piezas pequeñas y perecederas
ajustando minúsculos ciclos de orden...

Al más joven mecánico, llamado Enrique, se le cayó una vez un tornillito y nada que lo
encontraba. Fastidiado, el gallo vino y en vez de dárselo, con el pico lo puso en su lugar.
Luego hizo otros pequeños ajustes y cuando Enrique alzó la cara el coche ya había sido
reparado. El gallo se volvió a la rama y el joven se quedó con la boca abierta y el gesto
a medias hasta que su padre, que no tenía buen carácter, lo despertó de un bofetón.

—¡El gallo compuso este coche!

El padre suspiró: un maestro mecánico voluminoso que gustaba de asustar y agredir a su


clientela. "Habrá que mandar con el doctor a este muchacho. No nació así, ¿se le irá a
pasar o será que ya debe casarse?"

No se habló más del asunto. Hasta que un día les trajeron


un enigmático Perestroika, flamante coche soviético muy potente y bonito pero bastante
diverso de los usuales Ford y Volkswagen. El maestro lo tomó como cosa personal:
desatornillaba aquí, jalaba alambres por allá y no acababa de asimilar aquello. El gallo
lo observaba, con fastidio: una máquina fácil, clara, infantil casi: harto de ver torpezas
voló al motor y empezó a meter pico y espolones. En menos que él mismo cantaba, el
coche estaba con el motor andando, ronroneando muy suavemente.

El maestro quedó como una enorme estatua, los ojos extraviados, la boca abierta. Su
familia entera, llorando, tuvo que venir a sacudirlo durante veinticinco minutos. Cuando
al fin pudo hablar dijo:

—El gallo compuso el coche.

—¿No me digas? ¿De veras? —le preguntó Enrique muy sarcástico.

Después de ese día, el gallo se dedicó a la mecánica pero no siempre: sólo cuando algo
verdaderamente difícil se presentaba.

Clientes había que a propósito enredaban los cables de sus coches o le echaban arena a
los motores, sólo por ver trabajar al gallo.

Creció la fama del taller, empezaron a dar servicio por cita previa solamente.

Al gallo le han hecho un techo bonito, de tejas, en el árbol y le han traído una gallina
que también esté a su lado, porque en algunos aspectos el perro no era la compañía
perfecta.

A Canelo, por sugerencia del gallo, le hicieron una perrera de caoba con música
estereofónica a ciertas horas; ambos disfrutan de alimentación selecta y finas
atenciones. Y en un rincón, donde antes había un acumuladero de fierros y basura, hay
ahora un jardincito minúsculo pero con suelo de tierra y arena, lombrices importadas del
campo y flores con gusanos sabrosísimos.

Ante la gran celebridad del gallo, al perro le consuela el orgullo de decir a todos, a
ladrido pelado:

—Este gallo es mío. Me lo regalaron a mí. Yo le enseñé el oficio.

Lo cual al aludido le importa poco. Él siempre había encontrado bastante tonto al pobre
Canelo.

—Es inocente —le decía a la gallina—, no te fijes.

Cuando canta el gallo se oyen aplausos en toda la colonia. Y el taller ya tiene un letrero
primorosamente pintado que le da nombre. Se llama ahora "El Gallo Mecánico".

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