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—¿Qué cosa será y qué cosa una vieja monstruosa que debajo de la tierra come y goza?
Todos se esforzaron, pero nadie pudo dar con la respuesta. Entonces el perrito,
orgulloso de sí, les dijo lo que era:
—Pues —la tuza, tontos, la vieja y dientona tuza, porque vive debajo de la tierra,
porque come las raíces y porque goza de su seguridad, pues aunque todos la busquen,
nadie la encuentra.
Y todos aplaudieron.
—Y ahora, ¿a quién le toca el turno? —preguntó Cihuaehecáyotl.
Todos, indecisos, se miraban a los ojos, pero nadie arriesgaba respuesta. Finalmente el
gentil y dulce Tlalocáiutl pidió a Ehécatl que repitiera la adivinanza; no terminaba aún
el dios de hacerlo cuando ya el viento que sopla del oriente les había dado la solución:
Y rió con ganas. Estaba feliz de haberla adivinado, y además porque al hacerlo también
cosechó su buena cantidad de felicitaciones.
—¿Qué cosa será y qué cosa —hablaba con lentitud para que mejor se pudiera entender
su adivinanza—: una jícara azul, oscurecida, colmada de frijoles y además luminosa?
—Es el cielo estrellado, señores, que aún azul, pero ya oscurecido, muestra muchísimas
estrellas muy blancas y brillantes.
Finalmente Mictlampa, el viento del norte, no queriendo quedarse muy atrás, también
expuso su acertijo:
—¿Qué cosa será y qué cosa la que... la que... —se olvidaba del resto, aunque pronto lo
recordó— ¡Ah, sí, la que tomada en una montaña negra, se mata en un petate blanco! —
expuso y terminó sintiéndose triunfante.
Todos querían contestar, pero como el primero en levantar la mano había sido
Huitztlampa, a él se le dio la palabra:
—¡Uuuh! —dijo—, ésa ni es adivinanza, ésa es una tontería, hasta un niño de pecho se
la sabe: es el piojo.
Apenas terminó de hablar salió volando. Sospechaba que su hermano saldría detrás de
él queriendo castigarlo. Y no se equivocaba. El viento del norte miró a su derredor
buscando algo que pudiera arrojarle; como nada encontró, salió en su persecución
mientras los otros reían a carcajadas del enojo y la simpleza de Mictlampa.