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AULLIDOS

El frío viento danzaba furibundo arrastrando a su colérico frenesí a los raquíticos

árboles de la estepa; la escena recordaba a algún horror primigenio, hundido en los

oscuros recovecos de la infancia humana, cuando la vida era indefensión y miedo. Los

lobos unían gustosos sus aullidos a la letanía, cual cantos de sirena anunciando el final

de los marinos, el abrazo gélido de la muerte, el violento y brutal regreso al abotargado

vientre de la madre Naturaleza. Ni siquiera el Sol osaba interrumpir con su presencia la

macabra danza, y como niño atemorizado se escondía tras las

grises nubes, asomando de vez en cuando, sin poder resistirse a mirar. Aquel era el

teatro de los elementos, y se representaba un gran drama, el de los estúpidos hombres

que habían llevado la muerte atroz a la inmensidad siberiana, la muerte estúpida,

antinatural, del egoísmo y la ignorancia.

En eso pensaba Nikolai plantado en mitad del campo de concentración, mientras la

empapada mortaja que algunos llamaban uniforme le metía el frío, el dolor, el

entumecimiento, por todo el cuerpo. A su alrededor, el cuadrado perfecto que era

aquella gran tumba, como una herida abierta en mitad de la salvaje belleza del paisaje.

Desde el primer día que llegó al lugar, hacía un mes, el entramado de alambradas,

gruesas torres de vigilancia y destartalados barracones, le parecieron realmente

estúpidos. Bastaba con soltar a un hombre en aquella desolación para que acabara

muriendo en cuestión de horas a causa del frío; pero también sabía que aquello no era

suficiente castigo para él, sus verdugos querían regodearse del sufrimiento y del llanto,

del desfallecimiento y la enfermedad, y que los que esperaban en la cola del sacrificio al

gran líder vieran de antemano lo que también a ellos les iba a acontecer. Lejos quedaban

en su mente los tiempos de unidad, del calor de la esperanza, del alborozo de la victoria,
cuando toda la Avenida Nevski bullía de gente abrazándose, besándose, discutiendo,

enarbolando las banderas rojas que representaban las cadenas de toda una eternidad

rotas para siempre. O eso pensábamos, añadió para sí mismo Nikolai, mirando con

melancolía al grupo de personas que le acompañaban. Hombres y mujeres famélicos

cuyo único atributo aún intacto era la dignidad, la ardiente determinación de no

capitular, de no darles esa última satisfacción a los asesinos, a las hienas que devoraban

día a día los frutos de su lucha. Sin embargo, pese a su entereza, no podían sino

romperse por dentro, resquebrajar su alma, ante la presencia de los seres queridos a su

lado; era el cruel destino que tenían preparado para ellos, que toda su familia, incluidos

los niños a partir de doce años, compartieran con los traidores a la revolución el indigno

final que era la muerte en aquel apartado lugar. Nikolai había perdido a toda su

familia en la guerra civil o en las terribles hambrunas de los años 20, y ahora se
alegraba

de ello, porque pensaba que era mejor morir en una trinchera o de inanición que ser

tiroteado como a un perro, como a un traidor.

A su lado, Nadja miraba furibunda a sus verdugos, apretando los puños y mordiéndose

los labios hasta sentir el sabor de su propia sangre. Ni siquiera las torturas ni las

privaciones habían apagado el fuego de su odio, que nacía de las llameantes calderas

albergadas en su memoria, de los sacrificios que ella y sus compañeras de las fábricas

de Moscú habían hecho por la revolución.. La sangre de su

hermana, caída en los escarceos callejeros de la capital, fluían una y otra vez en sus

sueños, y empapaban sus manos mientras se retorcía en horribles pesadillas acostada en

las frías y húmedas noches en los catres. Tenía que hacer titánicos esfuerzos por no caer

en la negrura del derrotismo, porque sabía que si aceptaba que todo aquello no había

servido para nada, no necesitaría de verdugos para morir, porque lo habría hecho ella

misma arrancándose el corazón. Tan sólo encontraba la paz en los brazos de Nikolai,
cuando sus patéticos y sucios cuerpos se enzarzaban en un jadeante intercambio de vida,

escondidos de las miradas indiscretas de los guardias y los presos en el fondo del

barracón para hombres. Ella abrasaba con su fuego el alma de Nikolai, y le

salvaba de la ensoñación, de perderse en el pasado y la melancolía; él, por su parte,

calmaba ese fuego que amenazaba con abrasarla por completo antes de tiempo, con la

paz que sólo pueden proporcionar las palabras susurradas al oído por parte de un ser

querido.

Los niños miraban a su alrededor con ojos inocentes, que ni siquiera la brutalidad de

todo aquello había podido mancillar. Escuchaban atentos cada quejido del

viento, cada vuelo rasante de los cuervos que atestaban las inmediaciones del campo, y

que servían de entretenimiento para los Dragunov de los francotiradores apostados en lo

alto de las torres. Los lobos habían aprendido ya el mortífero lenguaje de esas armas, y

de la famosa puntería de los hombres que las empuñaban, y sólo se acercaban al

perímetro del recinto cuando la entrada principal se abría con un nuevo grupo de

personas a los que dirigían dentro del bosque para fusilarlos; los animales sabían que en

ese momento estaban a salvo, que de hecho estaban invitados al acto, porque muchas

veces los soldados dejaban alguno moribundo para ver como eran rematados

salvajemente por la manada.

Por fin, la sirena principal emitió una aguda señal, anunciando el comienzo del final;

mujeres y hombres, no pudiendo resistir, caían al suelo ocultando las lágrimas con sus

sucias manos, y aferrando con fuerza a los despistados niños, que también se unieron al

coro de lamentos. Nikolai, Nadja y otros cuantos más, miraron al frente con

determinación, las mandíbulas en tensión. Los “viejos bolcheviques” les llamaban el

resto de presos, a pesar de que muchos no llegaban a la cuarentena; sin embargo, todos

ellos habían participado de la Gran Revolución, habían mandado a cientos de hombres


en la guerra, o se habían dirigido a los trabajadores en incontables mítines en las

fábricas a lo largo y ancho de todo el país. “Trotskistas” les escupían con desprecio los

oficiales y comisarios del campo de exterminio. Aquellos hombres habían consagrado

sus vidas a la revolución, y muchos consideraban justo caer con ella, y la pena y la

melancolía dejaron paso al orgullo. Uno a uno, primero en susurros, comenzaron a

entonar la Internacional mientras eran dirigidos fuera del recinto; las voces comenzaron

a cobrar fuerza a medida que notaban la de al lado acompañando. Ni siquiera los

altavoces del campo que ladraban una y otra vez las falsedades y mentiras de su traición

conseguían acallar el cántico, y cientos de voces desde los barracones se unieron a la

catársis, elevando el último grito por la libertad que harían en sus vidas. Los soldados

que acompañaban al grupo, inquietos, no se atrevían a reprimir por la fuerza aquello,

como si interrumpir la canción pudiera desatar la ira de algún colérico dios.

Apresuradamente los internaron en el bosque, y decidieron no caminar los treinta

minutos habituales, sino acabar la tarea lo antes posible, lo que fuera para apagar los

remordimientos que saeteaban a muchos de los encargados de ajusticiar a aquellos

hombres y mujeres. Fueron colocados uno al lado del otro, los hombres con sus esposas,

los niños junto a sus madres. Nadja y Nikolai se aferraron fuerte las manos, y con una

última mirada fugaz se dijeron adiós para siempre, fuego y agua se mezclaron por

última vez, ira y paz se reencontraron tras siglos de desavenencias gracias al amor de

dos personas. El comisario político dio la orden, los fusiles rugieron, cincuenta personas

perdieron sus vidas. No hubo regocijos, bromas de los soldados, presos moribundos, y

los lobos, a diferencia de otras veces, aullaron al cielo las miserias de la revolución

traicionada.

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