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EL SECRETO DE UN ARMA

¿Se darían cuenta de que yo iba desarmado?


Mi banda era muy confiada en sus propios designios. Podría
contar numerosas historias en las que el azar que nos defendió no fue
eso sino telepatía, vibraciones, una especie de vínculo milagroso que
era fuerza, poder, precisión.
Cada uno poseía su propia arma, conseguida de manos y
mercados que rastreamos hasta sus orígenes. Un arma no puede usarse
simplemente porque sea un arma.
Un arma está cargada de plomo y demonio. Debe ser amiga de
la mano que la empuña, precisa y dócil alas intenciones de su dueño.
Pero, además, en el vértigo de un tiroteo, a veces no es el dueño sino
la mano y el arma, la unidad instantánea que define: “la cabeza fría”,
nos decíamos siempre que se planeaba una acción. Sin embargo,
muchas veces la cabeza no puede acompañar la veloz telaraña de
acontecimientos precipitados de golpe. Entonces es la mano y el arma:
habrá un pacto, por supuesto; secreto del que no sé decir nada.
Un arma, además, para ser buena no debe tener muerte encima
u otro hecho de violencia denunciado. Debe venir limpia, de fábrica o
del baúl de pacífico ciudadano. Ese arma es como un campo sin
malezas, un coche de primera mano, un cachorro para entrenar.
A mi 38 Smith Wesen lo compré en otro país, a pocos días de
entrar en el mercado público. Una hermosa pieza empavonada en
marrón. Cómo la familiaricé a mi uso sería largo de contar. Baste la
mención de que un mes, durante todos sus días, logré que desde abajo
de la almohada subiera un poco y se metiera en mi cabeza.

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Mis sueños son muy extraños a veces, y creo que ahí pongo
gran parte de mis rarezas. Porque todos las tenemos. Yo, de tenerlas en
la vida, no podría contarlas como otra gente. Las tengo en los sueños,
donde veo un país de pastores que se transforma en pueblo de
aeronautas. Pero en otra ocasión hablaré de eso.
Además, no recuerdo haber soñado en ese mes con otra cosa
más que con mi revólver. Sueños de dispara-te y sueños que parecían
obra de un general romano: mi 38 Smith Wesen siempre firme en los
cinco dedos, inseparable sombra de mi cuerpo.
Confieso que no he metido plomo en el cuerpo de nadie. Que
yo sepa, al menos. Dos veces en que hubo tiroteos, el silbido de las
balas a refilón de las sienes hizo retroceder precipitadamente a los
policías imprudentes.
En uno mataron a un compañero de la banda: lo mataron al
comienzo. Y yo no maté luego. Tuve cabeza fría para saber que
debíamos proteger la huida, no hacer venganza. Cargar con un muerto
complica las cosas. Por el casquillo queda marcada el arma. Yo
prefiero matar a cuchillo.
¿Se darían cuenta de que yo iba desarmado? El enfrentamiento
era muy probable, porque ese almacén siempre está patrullado por la
policía, y no terminamos de averiguar si alguno de los empleados
hacía guardia secreta.
Había que estar prevenidos. Al salir, todos hicimos el ademán
de calzarnos el arma. Beto debajo de la axila, Juan en la cintura, atrás,
porque siempre está rascándose los hongos de la espalda y saca el
arma más rápido que el rayo. Adela en su cartera. Yo metí la mano en
un costado del pantalón para simular. Nuestras bromas para templar el
espíritu eran tocar el arma de otro o soliviantar la cartera de Adela:

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“¡Vas distraído compañero!” decíamos. Cuando el Beto me palpó con
su mano vertiginosa yo me revolví como una fiera. Pero me tocó el
sitio donde llevaba siempre el revólver. No dijo nada, quizá le
sorprendiera mi brusco giro y eso lo despistó. No sé. Yo simulé que
volvía a acomodármelo. Simulé.
Cuando el policía agarró a Adela por el cuello, la había
encañonado por la espalda. Tan fuerte que, a dos meses, todavía tiene
una marca rosada en la segunda vértebra lumbar. Cada noche, cuando
juego con ella, le beso esa rosa: dice que mi beso le devolverá el color
de aceituna que es su color. No sé por qué, la beso y me entran ganas
de morderla.
Yo estaba detrás de un coche y le ordenaba que la soltara. Beto
y Juan habían huido. Aunque luego nos dijeron que cubrían la esquina
por si aparecía un patrullero.
—¡Soltala que te quemo!— le ordené. Y el cabrón ponía a
Adela de escudo—. ¡Soltala hijo de tu puta madre! —Y no me ofrecía
blanco. Tampoco yo me dejaba ver, porque le apuntaba con el dedo.
Los testigos declararon que “el joven de anteojos que increpaba al
policía estaba desarmado”. Figura en los diarios. Sin embargo, me dio
un par de blancos y allí sí apunté y disparé con la cabeza fría. Disparé
seguro de que le daba, y después huí a pie con Adela por la calle
Rosario, que bajaba al laberinto de la ciudad vieja. Disparé una vez y
el policía aflojó los brazos y se fue arrugando como una bolsa que
pierde el aire. Disparé sobre él, pero yo no tenía mi revólver... Lo
había dejado bajo la almohada donde luego lo vimos los cuatro de la
banda y los ojos de cuatro ven más que los de uno. Adela perdió la
cartera y su pistola, que ahora está en poder de la policía.

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Ella no disparó porque el peritaje dijo que era orificio de
revólver y no de pistola. Huimos por las calles de la ciudad nueva...
Con el dedo encañoné al pusilánime que se bajaba del coche en el que
nos fugamos.

RAFAEL FLORES MONTENEGRO

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