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IER.

CAPÍTULO El camino del guerrero


Miguel Ángel Villar Pinto
www.villarpinto.com

Japón, año 1548 d. C.


Los europeos arriban a estas tierras con el fin de conquistarlas.
En medio de una época dominada por continuos enfrentamientos,
el daimyo del clan Takeda tendrá que hacer frente a grandes
dificultades para que perviva la cultura de sus antepasados.

«El camino del guerrero es una novela histórica que refleja


fielmente una época convulsa y de grandes transformaciones.
Asimismo, los personajes que en ella intervienen, aunque existan
multitud de paralelismos con los reales en los que están basados,
han sido concebidos con la intención de expresar el contraste
entre un mundo en comunicación con la naturaleza y la armonía
del espíritu, y otro recién nacido que reniega de ello buscando tan
sólo el interés propio y material»

© Corona borealis, 2006


Capítulo I

El tamaño de los árboles, las montañas, las nubes, los mares,


subraya la grandiosidad de la naturaleza, en la que el hombre
sólo es un diminuto ser, inapreciable en la inmensidad del
paisaje, o un suspiro entre existencias realmente longevas. Basta
con detenerse a admirarlos un instante, para que cualquier
hombre, por sencillo que sea, pueda sentirlo.
Pero para quien ha llegado a vislumbrar la armonía, esta
manifestación sólo marca el principio de la espiritualidad. Se debe
olvidar la apariencia, el exterior de las cosas, para llegar a la
esencia de las mismas, a la única verdad, donde todo se
simplifica porque todo es uno. Desde allí, desde esa
contemplación profunda, se comprende por qué los árboles, las
montañas, las nubes, los mares, el hombre, no son ni más
grandes ni más pequeños, ni siquiera distintos, porque todos son
lo mismo. Todos, unos y otros, son emanaciones de idéntica
procedencia.
Por eso Takeda Matsumora, meditando en la orilla del
lago Kawaguchi-ko, con su katana al lado y el reflejo del
imponente Fujisan sobre las aguas, sentía que el sonido de los
pájaros piando y del líquido flotando, el olor de las flores y de los
árboles, la sensación de una suave brisa que mecía su larga y
negra cabellera y, al tiempo, llegaba a su piel a través de la fina y
bruna tela del kimono, estaban dentro y fuera de él. Su mente
estaba embargada por la unión con la naturaleza, de la que
Takeda, como todo a su alrededor, formaba parte.
Así, en este instante él no sólo era las aguas tranquilas
del más bello de los cinco lagos, sino también la venerada y
sagrada montaña de Japón, cuyos caracteres kanji (Fu
‘abundancia’, ji ‘guerrero’ y san ‘montaña’) conforman la
representación escrita de «La montaña que abunda con los
guerreros». Era cada uno de los ocho pétalos de su cima, así
como la perfecta simetría de su silueta, los bruñidos brezales y la
profusa vegetación que crecen en sus laderas y, no menos
importante, era el símbolo que entrelaza los misterios de los
cielos con las realidades de la vida cotidiana.
Él era todo eso y más, porque sentía la armonía, y en ella
podía permanecer indefinidamente, como si fuera capaz de unir
la vida con la muerte, lo efímero con lo eterno.

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Sin embargo, su abstracción se vio interrumpida por un
sonido de pasos, todavía bastante lejanos, mas perceptibles para
él. Eran cortos, pero ascendían apresurados por el sendero hacia
el lago. Al rato, y sin que los pasos cesaran, más cerca oyó el
crujido de una rama seca, y luego el movimiento de los
matorrales a su espalda. Esperó, todavía sin abrir los ojos, a que
pudiera verle aquel que producía estos sonidos para decir:
—Has tardado.
—¡Sí, padre! —le respondió emocionado un niño de unos
cinco años—. Es que cuesta llegar hasta aquí.
Takeda, en ese momento, relegó a un segundo plano todo
lo demás para centrar la atención en su retoño. Se giró, miró para
él y sonrió.
—Es cierto —le respondió con cariño al tiempo que se
incorporaba—, siempre es así. Ven, ¡dame un abrazo!
El niño se lanzó a los brazos protectores de su padre, y
en ellos quedó envuelto mientras percibía su fuerza y amor.
Apenas recordaba las facciones del hombre que había generado
el impulso natal de su vida, pues había transcurrido demasiado
tiempo desde la última vez que lo vio, y además, por aquella
entonces, era tan joven como su memoria, frágil e inmadura. No
obstante, por mucho que los sentidos no enlacen directamente
con los recuerdos, el espíritu nunca olvida.
—Estás ya muy mayor —le confesó Takeda a su hijo—.
Has crecido mucho desde mi marcha, Katsuyori.
—¡Pues aún voy a crecer mucho más! —le contestó con
toda naturalidad el chiquillo.
—¡Claro que sí! —exclamó el padre, y ambos rieron.
Tras recoger Takeda su arma, echaron a andar agarrados
de la mano, felices por el reencuentro. Caminaron un breve
trecho por la orilla del lago, a la vez que el padre escuchaba las
preguntas del hijo y les daba respuesta en la medida de lo
posible, hasta que apareció ante ellos un pequeño templo de
madera.
La decoración del mismo era austera y sencilla, sobria y
simple, indiferente al placer sensual, como la visión intuitiva e
instantánea de la iluminación. Su planta cuadrada representaba
la tierra, y el techo, ampliado en ángulo hacia arriba, la montaña
sagrada, cuya cima evoca el firmamento. La entrada al templo,
sin puerta, indicaba que este lugar se encontraba en conformidad
con la naturaleza, pues era un lugar abierto a todos los seres.
Katsuyori se detuvo a admirar el conjunto. El templo
parecía ser un componente más del paisaje, un árbol cualquiera

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entre la floresta que, a la vera del lago, extraía de éste su fuerza
y vigor. Dirigió la mirada al entorno y, extasiado ante la belleza
sublime del paraje, le preguntó como por encanto a su progenitor:
—¿Qué lugar es éste, padre?
—Este lugar, hijo mío —le respondió Takeda—, es el
santuario de nuestra familia, el lugar donde tu abuelo me instruyó
por primera vez en el bushido, el camino del guerrero, e igual que
él hizo su padre, y el padre de éste, y así hasta los albores de los
tiempos. Hoy eres tú el heredero, la hoja más tierna de las ramas
de nuestra familia, y yo, tu padre, he de enseñarte secretos por
los cuales un simple hombre pasa a ser un guerrero, uno con el
mundo.
Tras estas palabras, los dos guardaron silencio. Katsuyori
supo que este momento habría de ser, sino el más importante,
uno de los más memorables en su vida, y no quería dejar sin fijar
en su mente un solo detalle. Takeda, a su vez, evocó la figura de
su padre, y recordó aquello que Katsuyori intentaba ahora
retener. Se vio a sí mismo allí delante, escrutando aquel lugar
como si quisiera aprehenderlo y llevarlo dentro para siempre.
También él tenía entonces cinco años, y pisaba, con el mismo fin,
donde lo habían hecho todos sus antepasados. Luego vendrían
duros y disciplinados años de entrenamiento, de comprensión sin
necesidad de acudir a libros, argumentaciones o filosofías, pues
acabaría por comprender que el mejor camino hacia el
conocimiento está en uno mismo.
—Pero eso será a partir de mañana —manifestó
finalmente Takeda, en parte continuando con lo que
anteriormente había dicho, en parte hablando consigo mismo—.
Hoy debemos ir a otro lugar, pues además de ser yo tu padre, y
tú mi hijo, somos el presente y futuro daimyo del clan Takeda.
Hay otras responsabilidades que no podemos omitir.

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ISBN: 9788495645807
El camino del guerrero
Miguel Ángel Villar Pinto

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