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Desde un cliché o las flores- María C.

Juana. Su cara, su infinito pelo, el sol, su vestido, sus


pies descalzos, su piel rosada, el pasto. Con pasos
ligeros o andar algodonado, se desplaza por un vergel
verde inglés, flores níveas y chillonas. Cielo celeste y
nubes esponjosas, pájaros y mariposas y una canastilla de
mimbre que Juana deja caer. Con gracia de ballet voltea y
casi al compás de Tchaikovski regresa entre cristalinas
risas a recoger su canasta. La levanta, se sonríe, ojos
brillan y su corazón se enternece: en su canastilla
encuentra un conejo blanco.

Cuánta dulzura junta, ese conejito tan copo de nieve. Lo


acaricia, lo abraza, juega con él y lo llama Cariñitos. El
regordete gazapo y Juana siguen saltando y paseando, el
prado es hermoso en primavera y la muchacha había obtenido
permiso para salir a recolectar flores. Un clavel, un
tulipán, una margarita, una rosa amarilla y otra blanca,
girasoles y yerberas. Cariñitos y Juana corren libres y
felices, en paz con el mundo en una escena idílica, cuasi
paradisíaca. Están solos o parecen estarlo, todo es rosa.

Pero el día no es imperecedero, y enhorabuena el sol


comienza a ocultarse en el horizonte; Juana considera
pertinente retornar a su hogar. Canastilla con flores en
una mano y Cariñitos en otra, emprende el retorno. Juana,
su cara, su infinito pelo, el cielo oscuro y tenebroso.
Juana ya no baila un vals de Tchaikovski ni son sus pies
los de Hermes, pues ahora pesan y duelen. Y claro que iban
a doler, si estaban llenos de ampollas, flagelados por la
intemperie y la falta de calzado; sangraban casi y estaban
sucios, tan sucios como la cara de Juana. Óvalo perfecto
llevaba impresas profundas ojeras mas ningún rastro de
alegría; profundas carencias en su semblante, Juana tiene
la piel seca y lastimada. Su vestido rasgado, su pelo
sucio e infinitamente inerte, su cuerpo delgado y frágil.
Pobre Juana, su canastilla no es de mimbre sino de trapo,
sus flores no son flores sino setas y bayas, cualquier
cosa que fuera comestible. El aire pesa y oprime, hace
calor y Juana está cansada. Sólo quiere llegar a su hogar
ya que Cariñitos le pesa y lacera su débil brazo. Intenta
correr pero esos pies punzan, con lo cual no tiene más
alternativa que contentarse con una larga y lenta marcha,
de tanto en tanto tropezando con alguna piedra, de tanto
en tanto recogiendo las setas y bayas que se le escapan en
las sucesivas caídas.

Ya en las vísperas de su pueblo, divisa una destartalada


cabaña: su hogar. Paredes descascaradas, agujeros tapados
con trozos de madera que hacen las veces de ventanas, un
techo tan remendado e inservible como lo que fueran sus
zapatos, una puerta demasiado grande para su marco, barro
por doquier y unas cercas escritas y vandalizadas. Su
madre espera en la puerta, casi recostada en el piso por
el reuma; expresión vacía, imagen tanto o más miserable
que la de Juana.

La joven suspira aliviada al llegar a su domicilio. Su


madre la mira y ella asiente con la cabeza; la pobre mujer
abraza a Juana, agradece a alguien mirando el cielo, llama
a los gritos a sus otros seis hijos e imprevistamente
recobra una vitalidad perdida. Juana, por su parte, deja
su saco con setas y bayas, toma a Cariñitos entre sus
manos y le dice: “Nos harás muy felices a mamá, a mis
hermanos y a mí. Gracias”.

Ya es tarde en la noche, Juana y sus seis hermanos están


sentados alrededor de una maltrecha mesa que su madre
había decorado con algunos trapos, una suerte de mantel.
La habitación era terriblemente pobre, miserable; no
obstante, por una mágica noche esa miseria no parecía
reflejarse ya en los rostros de los ocho comensales. Y es
que estaban satisfechos, aquel había sido el primer plato
de carne que habrían ingerido en cuatro meses, ni hablar
de las setas y bayas que Juana había logrado robar en el
prado.

Estómagos llenos, el sueño sobrevino pronto. Juana y su


madre arroparon con más trapos a los seis niños pequeños,
no sin percatarse con amplia preocupación que en unos años
deberían conseguir al menos una cama más pues no serían
pequeños siempre ni cabrían en un mismo colchón.
Seguidamente, Juana ayuda a su madre a acostarse notando
esta vez que el reuma la estaba afectando más de lo que
esperaba. “Pobre mi madre” pensó con tristeza al tiempo
que la arropaba.

Terminada las tareas hogareñas, esto es limpiar y acostar


a su familia, Juana decide que es su turno de descansar.
Ella no tenía siquiera un colchón, con lo cual dormía
sobre unos montículos de paja que le había regalado el
granjero de la vuelta con demasiada simpatía. Se recuesta,
piensa, su infinito pelo todavía sucio, su piel más
ennegrecida por la mugre, su vestido más raido que ayer.
Piensa Juana y de pronto le arden los ojos, una lágrima
recorre el óvalo perfecto de su cara, el aire vuelve a
oprimir. Una sorpresa, un pequeño haz de luz, Juana lo
recuerda: se incorpora, revuelve en las profundidades de
sus bolsillos y lo encuentra. Un narciso amarillo,
perfumado y hermoso, lo coloca al lado de su montículo de
paja, allí donde lo pudiese ver hasta que el sueño cerrara
sus párpados. Pero al cansancio le ganó la tristeza y la
culpa: Juana, pequeña, se lamenta y llora a su compañero
Cariñitos.

14 de Julio 2009.

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