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ESPIRITUALIDAD Y CIENCIA

Desde el siglo XVII hasta nuestros días la Ciencia se ha convertido cada vez
más en sinónimo de Saber, pero no de cualesquier saber, sino de aquel
considerado objetivo, analítico, empírico y fáctico; es decir, un saber que
parte de los hechos y siempre vuelve hacia él, que intenta describir los hechos
tal como son, sin mediaciones emocionales o comerciales.

No hay saber científico sin análisis, y no hay Ciencia sin un ordenamiento del
saber, es decir, sin una metodología de análisis tendiente a la búsqueda de la
Verdad, la cual no puede obtenerse si el sujeto, al relacionarse con el objeto, lo
afecta o destruye. La Ciencia, por tanto, trabaja con el objeto tal como se
presenta en la realidad.

Sin embargo, hay quienes piensan que la pretensión de la Ciencia de conocerlo


todo es ilusoria, pues ella está limitada por el campo de estudios que ella misma
ha definido. Y, si bien es cierto, que la Tecnología, ha aportado enormes
beneficios a la humanidad, también es cierto que ha generado catástrofes de
proporciones. La Ciencia no dice nada acerca de la manera de regir su propia
existencia. En sí misma, la Ciencia es un instrumento que no es ni bueno ni
malo. Su fuerza puede matar, como también puede salvar vidas. Los
científicos se enfrentan, como todo el mundo, a los problemas éticos que
generan sus propios descubrimientos.

Así como la sabiduría se marchita sin conocimiento, cualesquier actividad es


peligrosa sin ética y, sin espiritualidad carece de sentido.

La práctica religiosa ha decaído en las sociedades laicas y democráticas, y a


menudo se ha radicalizado en las sociedades gobernadas por religiones de
Estado. Aquello que normalmente debería constituir la esencia de la religión
( el amor y la compasión ), en ocasiones ha experimentado trágicas
desviaciones.

Las grandes religiones, dogmáticas o experimentales, ofrecían reglas éticas


que proporcionaban puntos de referencia, a veces esclarecedoras, a veces
limitadoras. En nuestros días, estos puntos de referencia se han desdibujado
y la humanidad tiende a no fundamentar ni sus pensamientos ni sus actos en
preceptos religiosos, aun cuando, por tradición se adhiera a una determinada

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fe religiosa. En general se está más dispuesto a confiar en las “luces” de la
ciencia y en la eficacia de la tecnología para resolver los problemas futuros.

Y, sin embargo, la ciencia es un instrumento que, en sí misma, no tiene


orientación ética. Elogiarla o criticarla no tiene más sentido que analizar su
fuerza. Los científicos no son ni mejores ni peores que el resto de las
personas y se enfrentan, como todo el mundo, a los problemas éticos que
generan sus propios descubrimientos. La ciencia no engendra la sabiduría. Ha
demostrado que puede influir en el mundo pero que no puede gobernarlo, sólo
las cualidades humanas engendran liderazgo y pueden orientar nuestra relación
con el mundo. Estas cualidades sólo pueden nacer de una “ciencia del espíritu”
o “espiritualidad”, la que no debe confundirse con una determinada orientación
religiosa, pues a esta última le es connatural su carácter normativo, dogmático
e instrumental.

La búsqueda de un sentido espiritual de la existencia debe ejercerse con el


rigor de la ciencia, pero la ciencia no es portadora del germen de la
espiritualidad.

En la actualidad puede constatarse un renovado interés por la vivencia de


algunas formas de espiritualidad en donde destacan, entre otros, los aspectos
pragmáticos de la experiencia contemplativa, liberada de ciertas normas y
dogmas que la lastran.

La espiritualidad brota del yo interior, de la búsqueda de la felicidad y


superación del sufrimiento, del encuentro con el “otro” considerado como par
espiritual en la vida, en pro de dar sentido a la existencia social y personal. La
felicidad no debe entenderse como un simple goce pecuniario en la vida, sino
como la auténtica realización del yo personal abrazado con el nosotros social.

La espiritualidad, concebida en esta forma, se funda en la experiencia y no en


la revelación y, siendo contradictoria con ciertas formas religiosas y
científicas, no se las percibe como antagónicas sino como nutrientes y
potenciadoras de un sentido de vida.

El diálogo entre ciencia y espiritualidad se sitúa principalmente en el campo


donde la ciencia manifiesta su mayor debilidad: en el plano de la ética, del
conocimiento de nuestra mente y de una auténtica realización espiritual.

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Siendo la espiritualidad un proceso de transformación personal, no es un simple
complemento de la ciencia, sino una necesidad fundamental de la existencia.

Numerosos científicos piensan que su trabajo consiste en explorar y descubrir,


y que la utilización de sus descubrimientos no pertenece al dominio de sus
responsabilidades. Una posición de este tipo, junto con reflejar una ilusión,
puede constituir una ceguera o, peor aún, una mala fe. El saber confiere poder
y el poder exige un sentido de responsabilidad. No puede ignorarse esta
interpenetración de la ciencia, el poder y la economía. Es del todo inexcusable
que un científico trabaje, por ejemplo, conscientemente en el desarrollo de
instrumentos de muerte y de destrucción masiva.

En medio de este debate entre ciencia y espiritualidad se encuentra la


Juventud actual que, podemos afirmar con cierto nivel de certitud, no se
encuentra atraída ni por los descubrimientos de la ciencia moderna ni por los
postulados dogmáticos o normativos de tipo religioso. La juventud actual, o por
lo menos ciertos sectores de ella, está en proceso de búsqueda de encontrarle
un sentido a su propia existencia. No lo encuentra en el mundo de los adultos
y, queriéndose apropiar de los espacios de éste, destruye cuanto encuentra a
su alcance, especialmente aquellos elementos de mayor significancia simbólica,
tales como fuerzas de orden, símbolos religiosos, del poder político y
económico y, todo aquello considerado como atentatorio de su libertad grupal e
individual. Podemos apreciar, sin temor a equivocarnos, que se busca un
sentido espiritual de la existencia, aunque éste no sea coincidente con los
parámetros espirituales clásicos del pasado y del presente adulto.

Cristián Vives
Septiembre 2006

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