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Lima-Perú
2007
Dijo María: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra». (Lc 1, 38)
2
El trabajo que se presenta a continuación tendrá como tema central el problema
del libre arbitrio de la voluntad1. El abordaje del mismo estará enmarcado en el
contexto de desarrollo general que el seminario ha planteado, aunque
concentrando la atención en San Agustín como el referente fundamental de este
ensayo. De este modo, se examinará como texto primario el De libero arbitrio,
apuntando con ello a una delimitación más precisa del problema; a saber, la
cuestión del origen del mal en Agustín. Conviene ahora, precisar la forma en que
serán presentados los temas.
La génesis del texto en cuestión, así como la estructuración del diálogo al interior
del mismo, nos ofrecen ya la primera pauta para el desarrollo del trabajo. Como
sabemos, este texto agustiniano es de origen temprano y por ello testimonia de
buen modo el tránsito que se efectúa en su pensamiento del platonismo a la
adopción de la fe cristiana. Además, tampoco es demasiado distante de la época
de su conversión, por lo que se convierte en un libro que tiene cierto tono de
contestación —como tantos otros más— a problemas que en su fase previa a la
conversión, le aquejaban. En este caso concreto, al problema del origen del mal,
contestando con ello la duda sembrada por el maniqueísmo que le otorgaba al mal
densidad ontológica y carácter de principio. Para ello, seguirá a Platón y también a
Plotino definiendo al mal como carencia de bien y restando con esto cualquier
posibilidad de que este sea principio activo de cosa alguna; aunque, claro, ese
solo será el inicio de la respuesta sugerida. Agustín era fundamentalmente un
cristiano y tenía que referir el problema a la existencia de un Dios bueno incapaz
de ser el principio del mal. La respuesta, radicará en la existencia de la libertad
como facultad y de la voluntad como la instancia dirimente para la ejecución de la
acción.
3
bien y al mal como principios. Luego, transitaremos muy brevemente las fuentes
que en Platón y Plotino nos llevan a descartar tal posibilidad, con la finalidad de
ver cómo es que la reflexión del platonismo a este respecto fue determinante en el
santo. Luego, procederemos al examen concreto de la respuesta que Agustín da
en el De libero arbitrio. El análisis de la libertad y de la voluntad nos conducirá
inevitablemente a tratar el tema del amor, más precisamente de la caridad, ya que
siendo el libre arbitrio un bien intermedio que apunta a la consecución de los
bienes en sí mismos, no hay mayor bien que amar a Dios y, por ende, al prójimo.
Así, la libertad bien conducida lleva a que la voluntad tienda adecuadamente hacia
el amor. Hecha la presentación, corresponderá hacer algunos comentarios
conclusivos que darán fin a la empresa propuesta.
I
El contexto del debate
Para una mejor comprensión del desarrollo que hace Agustín acerca del tema de
del libre arbitrio de la voluntad, es fundamental caer en la cuenta de que esta
reflexión está enmarcada en el contexto de la respuesta contundente que da el
santo al problema del determinismo. Como sabemos, Agustín se hace parte de la
secta de Manes como parte del tránsito que realiza en busca de la verdad; pero
luego de ello, él mismo se vuelve el más feroz crítico del maniqueísmo por
encontrar en este sólo “lazos diabólicos y una liga viscosa hecha con sílabas de tu
nombre, del de nuestro Señor Jesucristo [...]. Me lo decían muchas veces
[¡Verdad!, ¡Verdad!], pero jamás se hallaba en ellos, antes decían muchas cosas
falsas”2. San Agustín ataca la doctrina de Manes por encontrar en ella solo
falsedad e inconsistencia, una doctrina falaz acerca de la verdad y de Cristo. Mas
2
Agustín de Hipona. Confesiones. En: Obras completas de San Agustín. Madrid: BAC, 1974. Vol. II,
7ma. Edición, III, 6, 10, p. 139.
4
el problema radical se encuentra en la concepción que el maniqueísmo desarrolla
respecto del bien y del mal y, derivada de ella, la postura que sostienen sobre la
libre determinación: “[...] me preguntaban de dónde procedía el mal”3. La pregunta
que emanaba de la secta de Manes había calado hondo en el corazón de Agustín:
¿De dónde, pues, procede [el mal], puesto que Dios bueno hizo todas las cosas
buenas?”4. La reflexión que Agustín narra en torno al tema es tensa y transita de
ida y vuelta de la distancia a la cercanía respecto del mensaje cristiano. De
momento, nos interesa un momento particular de ese tránsito, aquel en el que el
alma del obispo “[...] fuera tras la [teoría] de las dos sustancias [el Maniqueísmo]
[...]”5. Desarrollemos brevemente el problema al que nuestro autor hace aquí casi
imperceptible referencia.
3
Ibid. III, 6, 12, p. 142.
4
Ibid. VII, 5, 7, p. 275.
5
Ibid. VII, 16, 22, p. 290.
6
Elíade, M. Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Madrid: Cristiandad, 1980. Vol. II, p.
372.
5
la mezcla del cosmos. El Padre de la Grandeza volvió a defenderse y esta vez
derrotó al reino de las tinieblas, pero no logró extirpar del reino de la oscuridad
todas las partículas de luz que antes le habían sido arrebatadas. Frente a esto, en
el tiempo intermedio el Padre de la Grandeza envió al Tercer Mensajero con la
finalidad de recuperar las partículas de luz desperdigadas en las tinieblas y así
reestablecer el orden del cosmos. Como respuesta, el reino de las tinieblas generó
al ser humano cuyo cuerpo se constituyó en la cárcel más segura para resguardar
la luz anteriormente arrebatada., esta vez en la figura del alma. El tiempo final
está constituido por la retoma del orden mediante una guerra que lleva al juicio
final donde las partes propias de cada principio vuelven a estos y la materia y
todos los elementos afines a ella son condenados7. El gravísimo problema que
aparece en esta doctrina cosmológica es el de la condenación. Para Agustín el
conflicto aparece cuando se constata que en el esquema maniqueo no existe
espacio para la libertad del hombre: todo es un constante fluir de fuerzas que no
aceptan la ingerencia humana. Es más, y esto es lo que a Agustín le parece
absurdo, el mal que tenía el mismo rango que el bien, se convierte en sujeto de
condenación y con él todo lo relativo a la materia; no obstante, el hombre ha
surgido de las tinieblas y de la materia. Como se ve, hay una evidente
contradicción8.
7
Cf. Elíade, M. Op. cit.
8
Para algunos detalles acerca de la influencia del maniqueísmo y su final destino a nivel político
en la cristiandad temprana y la cultura clásica, cf. Cochrane, Ch. Cristianismo y cultura clásica.
Mexico: FCE, 1992.
6
II
De libero arbitrio voluntatis
9
La referencia hace pensar en las dos posibles fuentes de conocimiento que podrían atribuirse en
ese momento a Evodio: la filosofía (saber) y la revelación (creer). La primera fuente imputable a los
“platónicos” y la segunda a la teología cristiana y al escrito bíblico.
10
Es interesante el tratamiento que Agustín dará a la Providencia más adelante, donde hablará de
ella en términos de la “forma inconmutable”. Cf. p. 307.
7
procedieran de la voluntad libre del hombre (Non enim iuste vindicarentur, nisi fierent
voluntate)”11.
No son pocos los elementos que conviene rescatar de este pasaje, ya que serán
determinantes para el curso de la argumentación que guiará el resto del libro;
pasemos a examinarlos con la finalidad de desbrozar de mejor modo la cuestión.
En primer término, la pregunta de Evodio acerca de la posibilidad de que sea Dios
el agente del mal. Cabe recordar a este respecto lo que dijimos sobre el
maniqueísmo y la existencia de un principio ontológico del mal: está claro que aquí
Agustín ofrece de entrada una radical toma de distancia con esta postura y con el
determinismo que de ella se desprende. Si bien esto es cierto, Agustín recurre a
un detenido y, a veces, excesivamente pormenorizado razonamiento para
sustentarlo y eso es lo que toca a ver a continuación. En segundo lugar, nuestro
filósofo distingue entre dos tipos de mal: el que es obrado y el que es sufrido. El
segundo corresponde a la justicia divina y corresponde a la administración del
castigo a las malas obras. Está claro, además, que esta es una forma de referirse
al mal en sentido lato: evidentemente este “mal” no es propiamente tal, ya que en
tanto justicia de Dios solo puede ser un bien que, a los ojos de los hombres, es
visto como una calamidad o sufrimiento. De esto se sigue, finalmente, que el mal
propiamente dicho es obra de los seres humanos y que éstos sufren castigo —es
decir, mal en sentido amplio— en la medida en que el mal que han realizado
procede de “la voluntad libre del hombre”.
Como dije hacia el inicio, este pasaje es de capital importancia en vista de que
resume el marco general de la teoría agustiniana acerca de la voluntad. No
obstante, como es obvio, este es solo un esquema que compete desplegar en su
real complejidad, ya que así expuesto puede resultar algo oscuro aún. De ello da
cuenta el mismo Evodio al interrogar a Agustín nuevamente sobre la procedencia
del mal cuando esta ya había sido atribuida a la libre voluntad de cada ser
humano: “Más no se yo que peque nadie que no haya aprendido a pecar. Y si esto
11
Agustín de Hipona. Del libre albedrío. En: Obras completas de San Agustín. Madrid: BAC, 1963.
Vol. III, 3ra. Edición, I,1,1, p. 200.
8
es verdad, dime, ¿quién es aquel de quien hemos aprendido a pecar?” 12. Agustín
replica, aduciendo que toda enseñanza (disclipinam) es un bien, argumento con el
cual Evodio está conforme. Siendo así, el mal no podría ser enseñado ya que si
así fuera, tendríamos una contradicción en los términos: se podría enseñar lo
pernicioso, cuando en la misma definición se ha dicho que la disclipinam es un
bien. Frente a esta estrategia agustiniana, Evodio replica: “No obstante, yo creo
ciertamente que hay dos disciplinas: una que nos enseña a obrar bien y otra que
nos enseña a obrar mal”13. Agustín retoma lo dicho poco antes y lo desarrolla de
modo más preciso, recurriendo, además a su fuerte influencia del platonismo:
tiene que haber un elemento que permita el discernimiento del bien y del mal, sino
nos enfrentaríamos a un regreso hacia el infinito. Este elemento es la inteligencia
(intelligentiam) que es buena y por la cual se entiende y aprende, de donde se
sigue que quien aprende y entiende hace un bien, por lo que nada de lo aprendido
o enseñado puede ser malo. Por eso dice con contundencia Agustín: “Desiste,
pues, de preguntar por no sé qué mal doctor o maestro, porque, si es malo, no es
doctor, y si es doctor, no es malo”14.
9
es el de la supeditación a la gracia de Dios; y es fundamental, porque la reflexión
que recorre toda la obra de este padre de la Iglesia esta impregnada de esta fuerte
impronta paulina: la apertura hacia la gracia. Sobre este tema volveremos con
detalle más adelante.
“[...] que creó todas las cosas de la nada (Ex quo fit ut de nihilo creaverit omnia),
mas no de sí mismo, puesto que de sí mismo engendró sólo al que es igual que Él, y
a quien nosotros decimos Hijo único de Dios, y al que, deseando señalar más
claramente, llamamos «Virtud de Dios» y «Sabiduría de Dios», por medio de la cual
hizo de la nada todas las cosas que han sido hechas” 16.
15
Ibid. I, 2, 4, p. 204.
16
Ibid.
10
antológicamente independiente. Esta tesis es claramente de influencia
neoplatónica, fundamentalmente plotiniana: el mal es sólo carencia, privación del
bien. Así, el mal se origina cuando la libre voluntad del ser humano tiende hacia la
nada, esto es, hacia las cosas por sí mismas, que sin Dios, son nada17.
Regresemos al cuerpo de nuestra reflexión. La disputa respecto del origen del mal
persiste y las preguntas de Evodio son recurrentes, esta vez acerca de aquellas
obras que pueden considerarse malas. Después de recusar el argumento de
Evodio, que asociaba el mal a lo que es castigado por la ley, Agustín afirma con
contundencia que las obras llenas de malicia proceden de la libídine (libido)18: “[...]
la libídine es el origen de toda suerte de pecados”19. En el capítulo siguiente,
Agustín iguala la libídine con la concupiscencia y con ello empezará la
estructuración más fuerte de la teoría agustiniana de la voluntad.
17
Sostiene Platón en diálogo con Adimanto:
“Entonces lo bueno no es causa de todo, sino únicamente de lo que está bien, pero no de lo
que está mal.
[...] en nuestra vida hay muchas cosas buenas que malas. Las buenas no hay necesidad de
atribuírselas a ningún otro autor; en cambio, la causa de las malas hay que buscarla en otro
origen cualquiera, pero no en la divinidad” (Platón. República. Madrid: Alianza, 2000, 379 c).
“La responsabilidad es del que elige; no hay culpa alguna en la Divinidad” (Ibid., 617 e)
“Queda, por tanto, que, si el mal existe, exista entre los no-seres, siendo como una especie
de no-ser y estando en alguna de las cosas mezcladas con el no-ser o que de cualquier
modo se asocian con el no-ser.
[...] Todas las demás cosas que participen en él y se semejen a él, digamos que se hacen, sí,
malas, pero que, estrictamente no son malas.
[...] el mal no está en cualquier clase de carencia, sino en la total” (Plotino. Enéadas. Madrid:
Gredos, 1992, I, 8, 3-5).
18
Libido: 1: ansia, deseo/ 3: inclinación ciega, deseo desenfrenado, libertinaje, lujuria (Diccionario
Latino-Español/Español-Latino. Barcelona: Bibliograf, 1970). Agustín parece inclinarse aquí, no por
ello excluyendo la primera acepción, hacia la idea de un deseo desordenado —cosa que queda
clara si tenemos en cuenta que el ejemplo es el del adulterio—. Esta aclaración es importante ya
que existe un matiz fino entre libido y cupiditas. Ambos son formas de deseo, pero la libido
asociada aquí a un deseo negativo, parece que la cupiditas es más bien un anhelo neutral cuya
ejecución a través de la voluntad hace que sea considerada como mala o buena: deseo culpable.
En esa línea, el santo introduce inmediatamente después, una equiparación entre la libídine y la
concupiscencia (cupiditatem), que bien podríamos traducir por deseo, anhelo. Inicialmente parece
haber una igualación confuda, pero luego se indica que la culpabili cupiditas es la libido. Sobre esto
nos detendremos en la tercera sección del trabajo.
19
Agustín de Hipona. Op. cit. I, 3, 8, p. 207.
11
El tema que ocupara la discusión será el de la intencionalidad o responsabilidad
de las obras malas20. Como es obvio, existen obras malas que pueden darse sin
pecado, como cuando a alguien “involuntariamente (imprudenti) y por una fatalidad
se le dispara una flecha”21. Aún así, persiste el conflicto: quizá podría darse un
crimen justificado, por ejemplo, por el ansia de verse libres del miedo. Ante el fácil
asentimiento de Evodio, Agustín objeta haciendo una determinante intervención:
“Agustín. — ¿Es posible que así te hayas convencido de que deba declararse
impune un crimen tan grande antes de ver despacio si aquel siervo no deseaba
verse libre del miedo a su señor con el fin de saciar sus desordenados apetitos?
Porque el desear vivir sin miedo no sólo es propio de los bueno, sino también de los
malos, pero con esta diferencia: que los buenos lo desean renunciando al amor de
aquellas cosas que no se pueden poseer sin peligro de perderlas, mientras que los
malos, a fin de gozar plena y seguramente de ellas, se esfuerzan en remover los
obstáculos que se lo impiden, y por eso llevan una vida malvada y criminal, que,
más bien que vida, debería llamarse muerte.
Evodio. — Confieso mi error, y me alegro muchísimo de haber visto al fin claramente
qué es aquel deseo culpable (culpabilis cupiditas) que llamamos libídine (libido).
Ahora veo con evidencia que consiste en el amor [desordenado]22 de aquellas cosas
que podemos perder con nuestra propia voluntad”23.
En esta importante distinción hecha por Agustín radica el núcleo del problema de
la libertad y del origen del mal. Uno obra mal no por tener apetitos o deseos, sino
cuando conducido por ellos, deliberadamente decide obrar el mal. Y el mal aquí es
claramente concebido con una fuerte impronta platónica: al amar las cosas del
mundo, la multiplicidad efímera de los bienes terrenos nos acercamos más a la
nada, la no-ser. Pero es importante notar que la creación en sí misma no es mala,
20
El eco aristotélico es evidente aquí. Cf. Aristóteles. Ética nicomáquea. Madrid: Gredos, 2003.
Traducción de Julio Pallí Bonet. El tratamiento de la justicia en el libro quinto de la EN coincide
perfectamente con el enfoque que presenta Agustín, aunque claro, la remisión a Dios está ausente
en el estagirita.
21
Ibid. I, 4, 10, p. 209.
22
Tanto esta mención como la que figura líneas arriba (desordenados apetitos) son añadidos del
traductor castellano. El original latino no consigna los calificativos que aparecen en el texto.
23
Ibid. I, 5, 11, p. 211.
12
ya que es obra de Dios; el problema radica justamente en su carácter de obra. En
la medida en que la obra de Dios es creación ex nihilo, queda claro que ninguna
obra de sus manos tiene densidad ontológica por sí misa, no tiene ser si este no
emana de su creador. En ese sentido, el mal se constituye cuando el hombre, a
través de su libre voluntad, decide obviar su carácter de criatura y la naturaleza
dependiente de los bienes del mundo para ensalzarse a él y estos bienes como
cosas deseables en sí mismas. Estos bienes que son efímeros y que nada son sin
el poder de Dios no merecen amor como fines, sino como medios. Cuando sucede
lo contrario, el hombre ya no vive: muere. El pecado consiste en despreciar la ley
eterna de Dios, ley que está basada en el perfecto orden que él ha establecido en
el universo: una jerarquía de lo eterno a lo mudable, que en el fondo es una
jerarquía ontológica24.
Hasta aquí se ha dilucidado con claridad el problema del origen del mal; no
obstante, Evodio con justicia añade una nueva arista al problema que veníamos
tratando: “[...] quisiera que me dijeras si el mismo libre albedrío, del que estamos
convencidos que trae su origen el poder de pecar, ha podido sernos dado por
aquel que nos hizo. Porque parece indudable que jamás hubiéramos pecado si no
lo tuviéramos, y es de temer que por esta razón pueda ser Dios considerado como
el verdadero autor de nuestros pecados”25. Efectivamente, nos encontramos frente
a un problema que el obispo de Hipona tendrá que resolver.
24
Un oscuro pasaje pareciera nublar esta afirmación. En I, 13, 27, Agustín dice que la buena
voluntad merece amor por “sobre todas las cosas sabiendo que nada hay mejor que ella”,
características obviamente atribuibles a Dios y no a las criaturas, por más que la voluntad sea de la
más excelsa de estas, el hombre. No obstante, el pasaje parece ser más bien retórico; de lo
contrario, entraría en conflicto con toda la filosofía agustiniana que poco más adelante afirma que
obra mal “no consiste en otra cosa que en despreciar los bienes eternos” (I, 16, 34). Así queda
claro que aún siendo la voluntad tan egregia, no tiene autonomía, sino que depende de Dios.
Sustancializar la voluntad no es otra cosa que considerarla como eterna y eso es lo que aduce
Agustín como lo que origina el mal.
25
Ibid. I, 16, 35, p. 246.
13
“Si el hombre en sí es un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere,
síguese que por necesidad ha de gozar de libre albedrío, sin el cual no se concibe
que pueda obrar rectamente. Y no porque el libre albedrío sea el origen del pecado,
por eso se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón
suficiente de habérnoslo dado, y es que sin él no podía el hombre vivir rectamente.
Y, habiéndonos sido dado para este fin, de aquí puede entenderse por qué es
justamente castigado por Dios el que usa se él para pecar, lo que no sería justo si
nos hubiera sido dado no sólo para vivir rectamente, sino también para poder pecar.
¿Cómo podría, en efecto, ser castigado el que usara de su libre voluntad para
aquello para lo cual le fue dada? Así, pues, cuando Dios castiga al pecador, ¿qué te
parece que le dice, sino estas palabras: te castigo porque no has usado de tu libre
voluntad para aquello para lo cual te la di, esto es, para obrar según razón? Por otra
parte, si el hombre careciese del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse
aquel bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados
y en premiar las buenas acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que
se hiciera sin voluntad libre, sería injusto el castigo e injusto sería también el premio.
Mas por necesidad ha debido de haber justicia, así en castigar como en premiar,
porque este es uno de los bienes que proceden de Dios. Necesariamente debió,
pues, dotar Dios al hombre de libre albedrío”26.
De este modo da respuesta concluyente al problema presentado por Evodio. Dios
no es el autor del pecado del hombre, es el mismo hombre autor de la maldad que
realiza. Si bien es cierto que Dios ha dotado al hombre de libre albedrío, no lo ha
hecho para que obre el mal, sino para “obrar según razón”, y esto no es otra cosa
que seguir la ley eterna que manda a amar aquello que es dignísimo de amor por
sobre todas las cosas, el único bien eterno: Dios.
26
Ibid., II, 1, 3, p. 249.
14
ello la respuesta al conjunto de las explicaciones ofrecidas en torno al problema
del mal y de su origen en la libre voluntad. Volvamos, entonces, al texto para ver
los asertos conclusivos del obispo de Hipona. Refiriéndose al papel de la verdad
como bien sumo del hombre, “mucho más sublime que nuestro espíritu y nuestra
razón”27, Agustín equipara la verdad a la felicidad e indica contundentemente
aquello en lo cual consiste nuestra plena libertad:
“En esto consiste también nuestra libertad, en someternos a esta verdad suprema; y
esta libertad es nuestro mismo Dios, que nos libra de la muerte, es decir, del estado
de pecado. La misma verdad hecha hombre y hablando con los hombres dijo a los
que creían en ella: Si fuereis fieles en guardar mi palabra, seréis verdaderamente
mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. De ninguna cosa
goza el alma con libertad, sino de la que goza con seguridad”28.
27
Ibid. II, 13, 35, p. 295.
28
Ibid. II, 13, 37, p. 296. Las cursivas pertenecen al texto y aluden a la cita del evangelio de Juan,
capítulo 8, 31-32.
29
He desarrollado con mayor amplitud el sentido en que liberación y verdad se identifican en ¿Quid
est veritas? Reflexiones en torno a la concepción cristiana de la verdad, ponencia leída en el II
Simposio Metropolitano de Estudiantes de Filosofía, Lima, 2006.
15
Recordemos que la malicia de las obras radica en el deseo de gozar (frui) de
aquello que solo puede ser usado (uti) en vista de que es temporal; cuando el ser
humano sustancializa lo efímero surgen el crimen y la maldad30.
Bien podríamos cerrar esta sección del trabajo recurriendo a otro texto Agustiniano
que aborda también el tema del origen del mal, aunque desde otra perspectiva.
Me refiero al De la naturaleza del bien: contra los maniqueos. Dice allí, Agustín,
con referencia al conocido pasaje del Génesis (2, 9) que alude al pecado de los
primeros padres:
Luego, el bien del ser humano, su felicidad plena yacerá en su unión con Dios —
esto es, en el sometimiento de la voluntad humana a la Palabra divina—; unión
que, evidentemente, no logrará su más plena realización sino hasta el día del
encuentro final en la Jerusalén celeste32. El ejemplo bíblico que por excelencia
permite dar concreción a esta idea reside en María, por ello el epígrafe inicial de
este ensayo. María en un acto profundo de fe y obediencia, incluso frente al
absurdo que pudiese haber representado la posibilidad de gestar sin haber
conocido varón, se entrega en un acto de apertura generosa a Dios: hágase en mí
30
Recordemos la cardinal distinción agustiniana entre usar y gozar. Solo podemos gozar de aquello
que tenemos con seguridad y nunca perece; ergo, solo podemos gozar de Dios.
31
Agustín de Hipona. De la naturaleza del bien: contra los maniqueos. En: Obras completas de San
Agustín. Madrid: BAC, 1963. Cap. XXXV, p. 801.
32
El tema de la unión no es tratado con demasiada profundidad por Agustín más allá del modo
típico en que lo abordaba la tradición. Quienes lo llevaron más lejos, sin duda fueron los llamados
místicos medievales.
16
según tu palabra. En esto consiste la plena libertad, es esto lo que constituye la
felicidad del ser humano33.
Hasta aquí ha quedado clara la forma en que Agustín desarrolla el tema del origen
del mal, sus implicancias respecto de la libertad y el verdadero sentido de esta
última en tanto sujeción de la voluntad a los designios divinos. A través de esta
argumentación, Agustín ha lapidado al maniqueísmo34 y ha reforzado el sentido de
libertad que el cristianismo había enarbolado desde los primeros años de la vida
primitiva, a saber, el seguimiento del Maestro, incluso hasta la cruz. Toca ahora,
finalmente, entrar brevemente a los vínculos de esta noción de libertad con el
modo en que Agustín concebía la caridad cristiana para así ofrecer una
presentación más integral del problema.
III
Caritas et voluntas
Como puede verse hasta aquí, el tema del amor apenas ha sido tocado por
Agustín en el De libero arbitrio; no obstante, he considerado fundamental
introducirlo, al menos brevemente, para que se vea el claro puente que existe
entre la verdadera libertad y el ejercicio de la caridad. Las reflexiones que se
ofrezcan de aquí en adelante tendrán como referente principal un temprano texto
de Arendt titulado El concepto de amor en san Agustín35.
Agustín define el amor como un tipo de anhelo (appetitus); así, el acto de amar “no
es otra cosa que anhelar algo por sí mismo”36. En ese sentido, nuestro autor
33
En el fondo se trata de la imitatio christi. Una entrega absoluta, incluso de la propia vida, en las
manos de Dios bajo el presupuesto confiado de que los designios divinos superan el conocimiento
humano y que la bondad de Dios está por encima de toda justicia.
34
El debate estrictamente referido a las posiciones del maniqueísmo y la forma en que Agustín las
ataca puede verse en la obra citada De la naturaleza del bien: contra los maniqueos, cfr.
especialmente el capítulo XLII.
35
Arendt, H. El concepto de amor en san Agustín. Madrid: Ediciones Encuentro, 2001.
36
Agustín de Hipona. De div, quaest. 83, 35, 1 y 2. Citado en Arendt, H. Op. cit. p. 25.
17
concibe el amor como una especie de movimiento que se dirige hacia algo, ese
algo es el bien que buscamos. Dice Arendt al respecto:
“El rasgo distintivo de este bien que deseamos es que no lo tenemos. Una vez que
tenemos el objeto, nuestro deseo cesa, a no ser que estemos amenazados por su
pérdida. En este caso, el deseo de tener (appetitus habendi) se torna temor de
perder (metus amittendi)”37.
“Sólo donde nada hay que perder, imperará la seguridad de una posesión libre de
temor. Una ausencia tal de temor es lo que el amor busca. El amor como anhelo
37
Arendt, H. Op. cit.
38
Ibid. p. 26.
18
(appetitus) está determinado por su fin, y este fin es la liberación del temor (metu
carere). Pero comoquiera que la vida aproximándose a la muerte se halla en
constante «disminución» y pérdida de sí, es esta experiencia de la pérdida la que ha
de guiar la determinación del objeto adecuado de amor (el amandum)”39.
El tema es, pues, que la vida ofrece sólo bienes efímeros que no merecen nuestra
atención ya que perecerán; por lo tanto, el bien del amor estará constituido por lo
que no puede perderse, ese es el objeto adecuado al amor. De lo contrario, lo
único que permanece en la vida es el temor de perder los bienes erradamente
amados, aquellos que nos hacen obrar criminalmente como decía Agustín en el
De libero arbitrio. Lo que tememos, entonces, es siempre el futuro, la posibilidad
de perder lo que hoy tenemos. Por eso, “solo un presente sin futuro no está sujeto
a cambio y queda sin más libre de amenaza. En un presente tal habita la quietud
de la posesión, y esta posesión es la vida misma, ya que todos los bienes existían
sólo para la vida, para protegerla de su pérdida, de la muerte. Este presente sin
futuro [...] es la eternidad”40. Por lo tanto, este bien al que hace referencia Agustín
no podrá encontrar concreción sino más allá de esta vida, después de la muerte.
Nuestro autor se refiere a este tipo de bien denominándolo caritas, al amor
equivocado del que hemos hablado en la segunda sección de este trabajo, Agustín
lo llama cupiditas. Ambos son appetitus, pero los fines que anhelan son muy
distintos.
19
embargo este no es un problema real si se atiende a dos factores fundamentales e
indesligables: la tradición y el modo en que Agustín la interpreta. Así, existe otra
forma de tratar el término caritas en el santo que permite que el problema se
resuelva, al menos preliminarmente. Existe, pues, un sentido de caritas que “es
verdaderamente de origen divino y de origen humano. Este tipo enteramente
distinto de amor es la caritas que se difunde in cordibus nostris, «el amor que ha
sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5). En este sentido caritas indica
[...] la gracia otorgada por el Creador a la criatura” 43. Como dije, a la luz de la
Tradición, de la cual Agustín es uno de los más egregios representantes, es esta la
forma más importante en la que entiende el cristianismo el amor. O quizá, para no
excluir el primer sentido de caritas como appetitus, el amor propio del ser humano
consiste en su anhelo de conseguir el sumo bien para sí, aquel que jamás perece;
pero, en esta búsqueda, es Dios quien le sale al encuentro en la historia e inunda
su presente lleno de temor, de la esperanza del amor derramado en el corazón. El
amor es, así, una dinámica interpersonal que acontece en el encuentro del don de
la gracia y la apertura de la criatura. Y esta experiencia no se da en la atención
que presta el ser humano a los bienes externos, porque como ya se ha dicho
hasta el exceso, son mudables y perecederos; por eso dice sabiamente Agustín:
“no vayas fuera de ti, antes vuelve a ti mismo. Morada de la verdad es el hombre
interior”44. La delicadeza de este fino argumento radica en la forma en que Agustín
concibe esta ruta hacia la interioridad. La vuelta hacia sí implica el encuentro de la
Verdad en la propia interioridad. Es Dios quien habita en el corazón del hombre. Y
no se trata claro de sugerir que el hombre es Dios ni que su interior es por sí
mismo divino; de lo que habla Agustín es de que Dios es la esencia del hombre, el
santo refiere al no-ser del hombre si Dios le falta. Recordemos el esquema
neoplatónico que sirvió de base a Agustín: el pecado es la opción por el no-ser, es
acercase a la nada a través de la negación del bien para el cual Dios nos ha
creado. Igualmente en este caso, el amor al hombre por sí mismo es pura vacío si
esencia del hombre está en Dios y justamente enajenarse uno mismo no es otra cosa que abrirse a
la gracia del Padre.
43
Arendt, H. Op. cit. p. 41.
44
Agustín de Hipona. De vera relig. 39, 72. Citado en Cochrane, Ch. Cristianismo y cultura clásica.
Mexico: FCE, 1992. p. 399.
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es que no se entiende que la esencia del hombre es su creador. De este modo,
cuando Agustín se pregunta: ¿Qué es, por tanto, lo que amo cuando amo yo a mi
Dios?45, cabría responder que aquello que amo es al Dios que es la esencia del
hombre en tanto es el sustrato en el cual reposa la vida humana. Es sólo en Dios
en quien el appetitus encuentra correlato, solo con Dios se corresponde nuestro
deseo de eternidad, sólo aquí acontece la caritas.
Hasta aquí queda medianamente claro el modo en que el amor es tratado por
Agustín y la relevancia que tiene dentro de su doctrina respecto de la libertad. Si
bien es cierto que podríamos entrar más en el detalle para sacar a la luz nuevos
problemas que se desprenden de lo hasta ahora expuesto, considero que sólo uno
de ellos es de relevancia para este trabajo: el amor al prójimo. La argumentación
agustiniana hasta el momento parece haber excluido por completo la figura de la
alteridad a pesar de la importancia de esta. Es más, la forma en hemos
presentado el sentido más pleno del amor parecería referir a una suerte de
solipsismo del amor que se reduce a la vuelta sobre sí con la esperanza del
encuentro con la divinidad. Evidentemente, esta lectura entra en profunda
contradicción con la obra de Agustín y con el pensamiento cristiano, es por eso
que corresponde ahora examinar este problema.
21
amar al otro en tanto tal. Luego, el amor al prójimo no debe ofrecerse a este en
tanto hombre, sino en tanto hijo de Dios. En ese sentido, cuando uno ama al
prójimo no lo ama en su condición de sujeto perecedero, sino que lo hace en tanto
creado por Dios, en el mismo sentido que uno se ama a sí mismo: esto es, porque
Dios habita en nosotros. Indica Arendt con precisión:
“El hombre, que «viene de Dios» y «va a Dios», capta su ser propio cara a Dios. El
amor al prójimo brota únicamente de esta captación retrospectiva del ser propio y
del aislamiento que de ello resulta; la captación justa de mi prójimo tiene por
precondición la captación justa de mí mismo. Sólo cuando he llegado a estar seguro
de la verdad de mi propio ser, puedo amar a mi prójimo en su verdadero ser, que es
su condición de criatura. E igual que no amo al yo que yo hice de mí por mi
pertenencia al mundo, tampoco amo a mi prójimo en razón de del encuentro
concreto, mundano, con él, sino que lo amo en creatulidad”47.
46
Arendt, H. Op. cit. p. 127.
47
Ibid. p. 128.
22
Con esto se cierra la presentación que queríamos ofrecer acerca del amor y la
voluntad en San Agustín. Hemos atravesado la cuestión desde el contexto de su
origen en la disputa maniquea para así poner de manifiesto la lucha contra el
determinismo que encabezó Agustín en su época. Luego pasamos a un trabajo
medianamente minucioso sobre la teoría agustiniana de la voluntad, que no
consiste en otra cosa que en la sujeción de la libertad a la voluntad divina,
sometimiento que constituye un acto de amor y de apertura a Dios. El amor, así,
se erigió como el eje de toda comprensión del pensamiento del doctor de la gracia.
No hay libertad ni felicidad sin la entrega amorosa de la criatura a su creador,
entrega que, a su vez, no sería posible sino a través de la alianza tendida por el
crucificado a precio de sangre en el madero. De este modo, podemos comprender
el amor al prójimo como la entrega desinteresada del ser humano a la luz de la
imitación de la obra de Cristo, quien sometiendo la propia voluntad a los designios
del Padre ofreció la vida amando hasta el extremo.
Bibliografía
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Plato II: Ethics, politics and philosophy of art and religion. New York: Anchor
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by Benjamin Jowett.
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- Rist, J. Augustine: ancient thought baptized. New York: Cambridge
University Press, 1994.
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