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Lamentos

borincanos

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Lamentos borincanos • 3

J. Delgado-Figueroa

Lamentos
borincanos
Novela

Ediciones del Caribe Hispánico


Hispanic Caribbean Press
4 • Lamentos borincanos

Ediciones del Caribe Hispánico/


Hispanic Caribbean Press
P. O. Box 212722
Columbia, S.C. 29221-2722
803/561-0957

Copyright © 2001 J. Delgado-Figueroa

All rights reserved. This book, or parts thereof, may not be reproduced in
any form without written permission from the author./Quedan todos los
derechos reservados. No se permite la reproducción de tipo alguno, de
ninguna parte de este libro, sin el consentimiento del autor.

This is a work of fiction. Any resemblance to real people, dead or alive, or


events is completely coincidental./Esta es una obra de ficción. Cualquier
semejanza con personas vivas o muertas o con sucesos reales es pura
coincidencia.

Library of Congress Cataloging-in-Publication Data


Delgado-Figueroa, J.
Lamentos borincanos.
332 p. cm.
ISBN 0-9643486-3-2
Library of Congress Catalog Card No. 2001-135429

10 9 8 7 6 5 4 3 2 1
Printed in the United States of America
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Esta es la tierra estéril y madrastra.


Cunde un tufo malsano
de cosa descompuesta en la marisma
por el fuego que baja de lo alto…

Luis Palés Matos, Topografía

Solo en la noche, escucho el vago rumor


de tus fungosos fermentos, bajo la mansedumbre
lunar. Y busco perlas, como un pescador,
en tu mefítica podredumbre.

José I. de Diego Padró, Marisma


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P ri mera Part e

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I-1

CUANDO ENRIQUITO LA LLAMÓ para decírselo, Iluminada sintió toda


la emoción que produce una brisa tenue cuando se está sentado
en la sombra. ¿Qué esperaba ése que sintiera? ¿Compasión? ¿Pena?
¿Dolor en el alma por lo que le esperaba? ¿Después de la retahíla
de canalladas con que la había tratado? Eran años de desprecios,
difamaciones y abusos acumulados que ella ni podía ni sabía ni
quería perdonar. El bandolero se creía que por ser su hijo podía
aprovecharse de ella. Ya bastante había hecho con librarlo de ir a
la cárcel por pillo. ¿Qué más quería?
—Quiero irme a casa —le dijo. No tenía dónde vivir. Hacía
casi dos meses que se estaba quedando en casa de Herbert, un pa-
satiempo con corazón, que a la hora de darle una mano había ol-
vidado un nutrido repertorio de traiciones y sinsabores con los
que Enriquito le había pagado bondades previas.
El silencio era delator, calculó Iluminada y temió Enriquito.
—¿No tenías casa en Long Island? —le preguntó Iluminada
en aquel tono que conocía bien Enriquito. Era sarcasmo lupino
disfrazado de curiosidad ovina, especialidad de Iluminada. Así se
reía de quienes habían repudiado y combatido sus intentos de im-
ponérseles. Le era más natural ser así que proferir sencillamente
algo más pedestre, pero directo: ¿Ah, sí, ahora me necesitas y vie-
nes a que te ayude?
No preguntaba: encausaba.
—Hace tiempo que estaba alquilando un apartamentito en

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Manhattan —contestó Enriquito. Reprimía el deseo de decirle lo


de siempre, que ya sabía por dónde iba, que primero lo iba a hu-
millar, a sacarle en cara dos o tres de aquellas cosas que se guar-
daba la taimada, para luego sacárselas bajo especies de consejos.
Primero le formulaba preguntas para las que ella sabía o se sos-
pechaba las respuestas: no tenían fin que no fuera el de hundirle
más el puñal. Era la única venganza a la que tenía acceso
Iluminada: Enriquito estaba ya muy lejos hacía años y no podía
abanicarle la cara a bofetones ni darle de patadas por donde pu-
diera ni hacerle saltar el pellejo con cinturones de cuero. Las con-
testaciones de Enriquito le servían de camino directo a las
conclusiones que debían quedar claras. Para él no eran más que
inferencias, ilaciones, el divagar de una histérica, pero no para
ella, por supuesto. Ah, como hiciste…, como dijiste…, como es
así…, entonces... Entonces... Ah, pues lo que debes hacer...
No podía desconocer Iluminada que si la llamaba era porque
no tenía otro remedio. Se le cerraban las puertas. El mal lo había
cogido desprevenido, aunque no del todo sorpresivamente, y ame-
nazaba con acabar con él más pronto que con otros. Amebiasis,
hepatitis A y B, varias reinfecciones de gonorrea, sífilis, verrugas
venéreas, herpes simplex, epididemitis, clamida—esas enfer-
medades lo habían dejado sin defensas contra ésta. Había espe-
rado demasiado tiempo. Qué esperado: no se lo habían diag-
nosticado a tiempo. Si hubiese ido al médico antes, si se hubiese
hecho exámenes. Después de todo, era veterano y todo estaba cu-
bierto. O no sabía o no quiso saber. Y tanto fue el cántaro a la
fuente.
Había disfrutado de holgura, aunque superficial y transitoria.
Nunca guardó un centavo para un momento como éste. Porque
cuidado médico no le faltaba, pero casa, sin trabajo, no iba a
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conseguir. Y no podía seguir abusando de la confianza, de la


bondad del Herbert, que en realidad no tenía responsabilidad
ninguna de recogerlo. Cuanto dólar le había caído al bolsillo, lo
había despilfarrado en viajes por Europa. Había hecho varios
viajes a Italia después de aquella primera vez, cuando se refugió en
las afueras de Milán sin pensar que el dinero, robado o ganado,
no dura para siempre si no se suplementa, cuando sólo se usa para
gastar en lujos y en las necesidades diarias. En algún momento iba
a tener que regresar a territorio americano.
—¿Y no tenías cuentas de banco y te estabas dando la gran
vida? —le preguntó Iluminada. Sabía bien lo buchiplumas que
había sido siempre Enriquito. Iluminada disfrutaba del sonido de
los huesos de otros cuando les saltaba encima a preguntazo lim-
pio. Le sonaban como las cucarachas cuando a pie descalzo se les
paraba encima para triturarlas bajo el talón, deteniéndoles la mar-
cha apresurada por las losas del piso del cuarto de baño. Cric,
crac.
—No me queda nada —se le ocurrió decir a Enriquito. En
verdad, sus únicas posesiones eran un vasito plástico, una muda
de ropa dos tallas más grandes que él, múltiples pomos y botellas
de medicamentos de un régimen confuso y tan exigente como in-
eficaz, y aquel cuerpo maltrecho, un espantapájaros viviente exte-
nuado por complicaciones de una criptolepra a la que se había
creído inmune.
Le costaba trabajo aceptar que estaba a merced de médicos y
los pocos amigos que todavía se ocupaban de él. Desde niño había
ambicionado superar la necesidad de depender de nadie. Quería
ser él, sin trabas ni reglamentos. Violó la ley para intentarlo, sin
conseguirlo. Parecía que de algún modo seguiría bajo la sombra
de Iluminada. Cuando los apuros se convertían en asfixias, no fue
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nunca la voz de la experiencia la que oyó, sino la del deseo de que


la madre pudiera perdonarlo y tenderle la mano, aunque fuera
para apretarlo por el cuello. No era asunto de que no se lo
mereciera, no, si bastante había hecho para martirizarla por la
herida que más le dolía a Iluminada, aquella que le sangraba y le
supuraba porque Enriquito nunca la dejó controlarlo, ni aún
cuando él más necesitaba de ella. No obstante, en su pecho
Enriquito siempre albergó la esperanza de poder avivar una lla-
mita de amor incondicional que alegaban los expertos existir aun
en las cenizas del carbón que por corazón debía tener Iluminada
para él.
Al pedir asilo tras los muros del alma de Iluminada, no
comprendía Enriquito que reclamaba para sí una parcela de ca-
riño que ya Iluminada le había legado a la hija. O por lo menos
prefería no comprender, obligado a negarse la realidad ante el
apremio de las circunstancias.

Enriquito parecía estar hecho de algo que al hacer impacto


con Salvador e Iluminada producía chispas de resentimiento y
pesadumbre en ambos padres. En aquella casa donde sólo se oían
los gritos de Iluminada mandando, imputando, fustigando,
Enriquito siempre podía inyectar una broma inoportuna, aunque
en el fondo graciosa, que le acababa por destrozar los nervios a
Iluminada.
—Nunca lo ha querido —decía alguien que creía saber—.
Parece que se vació cuando nació la hija y no le quedaba nada
para el otro hijo.
Iluminada no ocultaba el apego que sentía por su Milagritos.
Vestiditos de lo mejor, zapatos de Ubarri y Velasco, clases de refi-
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namiento, lecciones de ballet, clases de violín, colegios privados,


estudios en el extranjero, grados avanzados, todo a cuenta de los
recursos superficialmente ilimitados de Iluminada, que nunca
pudo negarle nada a la hija mayor.
—Los hice a los dos igual —acostumbraba decir—, pero a
mi hija la parí por los ojos.
Cuando Enriquito la oía, sentía deseos de gritarle a la cara
que a él lo había cagado. Claro, le habría respondido con un ma-
notazo, para enseñarle a respetarla, a no ser vulgar y chabacano.
Era ella la guardiana del buen gusto, tan inaccesible para
Enriquito. Le satisfacía saber que Milagritos la había humillado y
relegado a una indiferencia de solapada hostilidad, pago por el
exceso de cariño y bienes materiales con que la sofocó Iluminada,
todo con la esperanza de que así podría comprarle a la hija la vo-
luntad también.
La alegría, el humor, la dicha de Enriquito le hacía daño a
Iluminada. No entendía sus bromas, sus gustos: parecía caído a
Tierra de otra galaxia donde no existían el buen gusto, los mo-
dales, el respeto. Tenía la lengua suelta. No sabía quedarse ca-
llado. Se inmiscuía en las conversaciones de los mayores. Sus ex
abruptos la avergonzaban. Las bofetadas que le propinaba lo ha-
cían reír, si eran por una broma de mal tono que Enriquito había
encontrado jocosa, aunque así no le hubiese parecido a nadie más.
A las quejas constantes de Iluminada de aprietos económicos,
un día le sugirió Enriquito:
—¿Por qué no te siembras una talita de marihuana ahí detrás
de la casa? La puedes vender durante la hora de recreo, en la
escuela.
Iluminada no vaciló en cortar el aire con el brazo, para de-
jarle marcados los cinco dedos en la cara al hijo.
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—¡Respeta! ¿Dónde están tus principios? ¿Tus valores, dónde


están?
Primero Enriquito se sorprendió de la reacción a un chiste
que debió ignorar Iluminada. Pero al segundo le pareció tan ex-
trema la actitud de la madre, que, frotándose la cara donde aún le
ardía, se levantó y se apresuró a cruzar el balcón, riéndose a muela
desnuda. Como siempre, eso inflamaba más la soberbia de
Iluminada, que habría querido correrle detrás y acabarle la vida
con lo que encontrara en el camino.
Iluminada cultivaba la amistad de las mejores familias del
vecindario de Alturas de Los Cerezos, a beneficio del lugar que
obtenía entre ellas para su Milagritos. Los hijos de otros maestros
de la escuela donde trabajaba Iluminada, por lo común, no eran
quiénes para alternar con su Milagritos. Tampoco lo eran los
sobrinos de Salvador, machos y hembras por igual, en vías al
alcoholismo, al suicidio más truculento y la vagancia, ni la ma-
yoría de los niños de la escuela sabatina donde Iluminada en-
señaba catecismo. Por el contrario, en su casa, los martes en la
tarde, reunía a seis o siete muchachitos, hijos de buenas familias, a
quienes enseñaba en privado los secretos de la sagrada eucaristía y
los preparaba para la primera comunión. Con esos sí podía tener
amistad su Milagritos, así como con los hijos de abogados,
profesores universitarios y comerciantes que asistían al mismo
colegio que la niña de sus ojos.
Enriquito buscaba entre los cardos de la sociedad lo que
Iluminada desechaba. Sin guía materna, siguió su instinto,
despojado del barniz del dichoso buen gusto y sin escalar las altas
esferas profesionales por donde peregrinaban Iluminada y
Milagritos. Entre sus compañeros de la escuela pública y en sus
andanzas por el pueblo, cultivó sin mucha necesidad de ferti-
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lizantes cosméticos, el apego a la hija de Pancho el Cojo, a Millín


la Monga, a un aprendiz de travesti conocido por la Calle Baja
como Capullito de Alelí, a dos de los hijos de Hilda la Loca que
por mal nombre el pueblo apelaba Pili y Mili, y la que fue su
confidente y amiga hasta la muerte, Lili Diez Tetas.
Un día en que quiso Enriquito invitar a la Diez Tetas a venir
a su casa, invocó Iluminada aquella sentencia apoteósica, de rami-
ficaciones para ella de gran alcance filosófico que había escuchado
en La violetera y que nunca dejó caérsele de los labios:
—No deje que la calle entre en su casa.
Para Salvador era otra la cuestión, no lo de los humos de
Iluminada. Su hijo iba camino a la mariconería. Los azotes que le
daba con correas de las máquinas de coser que reparaba en el
taller de costura donde trabajaba, y los manotazos que le asestaba
por la espalda, tenían como fin curarlo de males sodomitas, ha-
cerlo un macho, evitar que la gente se pudiera referir a Salvador
algún día como el padre del pato Enriquito.
Al ver fracasadas sus sesiones terapéuticas, Salvador se refugió
en el silencio y la distancia. Ver a Enriquito y mirar algo incor-
póreo que ocupa espacio sin que se pueda o se quiera o se sepa
asir, fue para Salvador la misma cosa.
I-2

ACABADOS LOS ESTUDIOS DE secundaria, terminó Enriquito por irse a


San Juan, donde más lejos podía vivir por el momento sin el
escrutinio enjuiciador y constante de Iluminada. La madre le
costeaba estudios técnicos de contabilidad que nunca terminó
Enriquito. Usaba el dinero de la matrícula y el hospedaje para
pagar el alquiler en el apartamento de un conocido del circuito
discotequero y cubrirse de la última moda, que lucía en las
discotecas clandestinas del Viejo San Juan. Allá pudo reasignarse
una personalidad y un trasfondo familiar que existía sólo en su
mente. Cuando no alcanzaba del dinero que le enviaba Iluminada
para los estudios que nadie realizaba, lo completaba con lo que
ganaba ofreciéndose a turistas de gustos crepusculares en la Plaza
de San Juan, donde pululaba sugestivamente bajo el nombre de
Johan Lubriegui.
En un coctel de aquellos que frecuentaba con nuevas y
extravagantes amistades entre las que quería olvidar su origen pue-
blerino de privaciones y restricciones, conoció Enriquito a
Catalino Queipo, con quien por algún tiempo compartió algo pa-
recido al afecto. Pero el Queipo tenía más interés en subyugar y
ver brotar sangre por lugares donde Dios nunca tuvo intenciones
de que saliera tal sustancia, y duró poco aquel facsímil de relación
entre el amo y el esclavo improbable.
Durante una cena en el penthouse de Nilda Delfaus, donde
oraba prepotente, despiadada y desdeñosa Amparo Arjona sobre

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esotéricas minuciosidades literarias desperdiciadas en la ganga al-


tanera y analfabeta de la Delfaus, conoció Enriquito a uno de los
íntimos de la fiera pitonisa, Agustín Boria. Era hábil y déspota en
igual medida aquel jesuita, que la primera noche en que conoció a
Enriquito se sintió avasallado por el clamor de la carne y permitió
que el muchacho, unos treinta años menor que él, pasara la noche
en la cama imperial que tenía en el edificio adyacente al Centro
Católico de la universidad estatal.
Nunca supo Enriquito cuál de los dos llevaba ventaja en
aquella relación, si el cura o él. El cura tenía acceso a la juventud,
el entusiasmo, la hermosura y las pocas luces del joven que podía
ser su hijo, además de que disfrutaba del órgano extraordinario de
Enriquito, otro de los grandes intereses de Boria, aparte de
aleccionar a la juventud universitaria en los escritos de Ignacio de
Loyola y propagar la fe. Enriquito se lucraba del dinero que le
proporcionaba Boria, de los contactos sociales que hacía a través
del cura, que no parecía temer las posibles repercuciones de la
evidente relación con otro casi hombre, y de los consejos que le
podía ofrecer, porque, además de sacerdote, era Boria diplomado
en consejería.
Decidió el cura que lo mejor para Enriquito era un puesto de
gerente en una sucursal de agencia de viajes que su primo
Edgardo Solá Boria estaba por abrir en las afueras de Bayamón.
Edgardo y Agustín eran como hermanos. Se habían criado juntos
en San Lorenzo. Agustín confiaba a ciegas en el criterio del primo,
que casi santo era, y nunca se cuestionó la sugerencia que le hizo
Agustín de que pusiera la nueva agencia, un eslabón más en una
prestigiosa y exitosa cadena, en manos de Enriquito Román.
Enriquito, con un adiestramiento de semanas en una
academia de servicios terrestres para personal de agencias de viaje,
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puso en marcha el nuevo local, al principio bajo la supervisión de


una agente de experiencia con la cadena Solá. Cuando era obvio
que eran suficientes para encargarse de la agencia su don de gentes
y facilidad para vender los sueños de noches bajo mantos de es-
trellas en un crucero del Caribe, o merecidas vacaciones alpinas
para parejas retiradas, lo dejaron con una asistente para que
continuara su eficiente labor.
Pero no estaba hecho Enriquito para atender a tanto
campesino adinerado, a todos aquellos clientes exigentes cuyo
único fin en viajar por Europa y América del Sur era copiar las
vacacioncitas de quince días que habían tomado los vecinos, las
primas, los compañeritos de oficina que viajaban por la mag-
nanimidad y confianza que les daban las cooperativas de crédito,
las asociaciones profesionales, Visa, MasterCard y American
Express, aquellos muertos de hambre con ínfulas.
Enriquito estaba por encima de todo aquello. Tenía su plan
para salirse de aquel aburrimiento sin por ello dejar de apro-
vecharse de lo que tenía a su alcance. Empezó por hacer dos pres-
tamitos de mil dólares cada uno en Commoloco y Puerto Rico
Loan, garantizados con la firma de la asistente, una muchachita
que se había iniciado al mundo del trabajo abandonando planes
de estudios, por tener que mantener a una madre enferma de cán-
cer resistente a tratamientos.
—Quédate aquí en lo que vuelvo —le dijo una tarde a la
asistente, que ya para entonces conocía con razonable seguridad
los detalles de sacar reservaciones en cruceritos y viajecitos de
weekend a Venezuela y Santo Domingo para secretarias en celo.
Dieron las seis de la tarde y ni señas veía la muchacha de
Enriquito. Era hora de cerrar, pero sin la llave del cerrojo
dormido era imposible. A las siete llamó a Agustín para avisarle
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del problema. A las ocho llegó Agustín y cerró; después de llevar a


su casa a la muchacha, angustiada porque su madre había estado
sola demasiado tiempo, Agustín llamó a Enriquito al apartamento
que compartía con tres hombres más. Nadie contestó.
Al otro día, tampoco se presentó Enriquito. Nadie podía dar
cuentas de él. Agustín llamó a Edgardo para explicarle lo que
estaba ocurriendo, o por lo menos lo que le estaba ocurriendo a
él, sin información sobre el gerente de la agencia, el recomendado
de Edgardo. Éste tampoco sabía qué le podía haber ocurrido a
Enriquito. Temió que lo hubiesen atacado. Por esos días de
mediados de la década del setenta, los periódicos de la capital
chorreaban con la sangre de las noticias sórdidas de homosexuales
que habían muerto en circunstancias espeluznantes, especialmente
por los alrededores de la Universidad de Puerto Rico. Habían
encontrado a uno de los cadáveres desnudo detrás de unos ar-
bustos a pocos pies de la acera, por una calle céntrica y bastante
transitada día y noche; el joven tenía las piernas atadas con un
cinturón y la boca rellena con sus propios calcetines, víctima de
una estrangulación. Había resultado ser un estudiante de doc-
torado en estudios hispánicos. Otro de los muertos había sido un
distinguido profesor de química en la misma universidad, apa-
rentemente víctima de robo de equipo electrónico y su auto-
móvil, apuñalado a manos de un joven que había recogido en la
calle bajo la impresión de que se trataría de una transacción de
sexo por dinero.
Edgardo temía que pudiera haber caído Enriquito presa de
algo parecido y que se le perjudicara a él también la reputación,
por razones que saltaban a la vista. Podría hasta verse involucrado
como sospechoso.
—¡Ay, no, Dios mío! Eso, ¡el jamás de los jamases!
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¡Impossible, my darling! Esto me lo tengo que zapatear yo de en-


cima como saber que hay Loretta Young —dijo en voz alta.
Buscó los periódicos de la mañana, pero no había noticia
alguna de uno de aquellos temibles asesinatos. Pensó llamar a la
policía para indagar, pero el temor de poder inmiscuir su nombre
en la mala pintura de posibilidades lo contuvo. Llamó a casa de
los Román Vélez. Iluminada estaba trabajando, igual Salvador.
—¿En qué le puedo ayudar, padre? —le preguntó Milagritos,
que todavía no había salido para San Juan esa mañana.
—Bueno, mija, tú sabes que yo soy el consejero de Enriquito
—le explicó, sabiendo en el doble fondo de su alma lo que quería
decir. Cuando se encontraba en estos lances, siempre se acordaba
de las palabras de Gide: el verdadero hipócrita es el que miente
con sinceridad—. El trabajito que tiene en la Agencia Solá se lo
conseguí yo, ¿sabes?
—Sí, cómo no —contestó Milagritos, sin entender por
dónde iba la aclaración.
—Mi primo es dueño, verás, y desde ayer me dice que… Ay,
esto me tiene muy preocupado, chica. Que no aparece Enriquito.
Milagritos estaba acostumbrada a esas llamadas
desapariciones del hermano. Se desvanecía cuando algo iba mal,
cuando le parecía que era hora de hacer algo impetuosamente, sin
atenerse a las consecuencias. Una vez, todavía adolescente, había
desaparecido y reaparecido dos días después, alegadamente que-
dándose con amistades escolares, con un bronceado profundo, el
cabello teñido de rubio a fuerza del efecto del sol sobre zumo de
limón verde, y más dólares de los que podía justificar. Ya
Milagritos había encontrado cartas dirigidas a Enriquito, pero
bajo el nombre de Johan Lubriegui, en el fondo de un gavetero.
Eran de un tal James Juillerat, vendedor de seguros, a juzgar por
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el membrete de los sobres, que había conocido Enriquito en uno


de sus viajes a San Juan, un hombre evidentemente mayor que
vivía en Santa Cruz de Islas Vírgenes y que, a juzgar por el tono y
las declaraciones del hombre en las cartas, no le estaba dando
dinero a Enriquito solamente por servirle de cicerone en el Viejo
San Juan. Y si era misteriosa la desaparición para Iluminada y
Salvador, no lo era para Milagritos.
—Pues si yo fuera usted, no estaría tan preocupada. Ya
aparecerá.
—¿Tú crees? —preguntó el orientador. Delataba con la
pregunta su desconocimiento del verdadero Enriquito, el que
solamente se podía conocer cuando se le veía sin el andamiaje de
mentiras que se había construido para obtener compasión por sus
falaces desdichas y antipatía por los reputados perpetradores de
éstas, Iluminada y Salvador.
—No es la primera vez. Ya estamos curados de espanto. Déle
unos días.
—¡Huy, chica! ¿Días? ¿Y qué le digo a mi primo?
—respondió y preguntó el orientador, de repente desorientado.
Temía ahora que se contaminara su reputación ante el primo.
Después de todo, negocios eran negocios, y había sido él el res-
ponsable indirecto de lo que estaba ocurriendo.
—No es cuestión de alarmarse. Tenga paciencia —le
respondió Milagritos, que no había sido tan ingenua como su
madre al pensar que por fin estaba Enriquito en manos de un
sacerdote, jesuita ni más ni menos, que podía aclararle la vista y
llevarlo por el buen camino. La única vía por donde podía este
viejo llevar a Enriquito era rumbo recto a las bíblicas ciudades de
la llanura.
Ya empezaba a anochecer el día siguiente, cuando tocó a la
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puerta de los Román Vélez el Edgardo Solá en persona. Venía


acompañado de un detective privado. Cuando abrió la puerta
Milagritos, después de presentarse Solá y el otro hombre, supo la
hermana de Enriquito el motivo de la visita.
—Su hermano salió de la isla la tarde de ayer, hacia Italia.
Eso lo sabemos por los recibos de expedición de un boleto aéreo
que dejó en el archivo. El vuelo que tomó aquí lo llevó a Roma,
pero de ahí tomó otro hacia Milán —le explicó Edgardo Solá.
Sufría de un espasmo que le hacía temblar el párpado derecho.
Con la mano indicaba que Enriquito había alzado vuelo, como si
estuviera acostumbrado a hablarle a un sordo y necesitara el gesto
para puntualizar lo que las palabras no bastaban para expresar. El
humo del cigarrillo entre los dedos apenas podía mantener el
ritmo de los cortes que daba la mano de Edgardo Solá a través del
aire pesado de la tarde de agosto, aire cargado de humedad que
dificultaba en otros cualquier intento de movimientos rápidos.
—Llevaba por lo menos veintidós mil dólares en el bolsillo
—añadió Solá. La cadencia, ensordecida por la bocanada de
humo, demostraba que la procedencia del dinero no era legal—.
Hacía tres días que no depositaba los recibos. Y tampoco pagó el
boleto con que voló.
El otro hombre miraba endurecidamente a Milagritos, pero
permanecía callado. Ninguno de los dos visitantes tenía que
excplicarle que no se trataba solamente de robo, de abuso de
confianza. Éste era un asunto que competía al gobierno federal,
porque incluía la apropiación de un boleto aéreo.
—¿Sabía alguien aquí que iba a hacer esto Enriquito?
—preguntó Edgardo Solá, e inmediatamente pudo confirmar que
la mera suposición, la más ínfima sospecha de complicidad cau-
saba en la hermana profunda consternación.
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—¿Por quién nos toma, que se atreve a acusarnos? —le


preguntó Milagritos, aproximándose peligrosamente a Solá y el
desconocido.
No se amilanó Solá.
—Yo no los conozco a ustedes, y por los actos de su hermano
es que los juzgo.
—Pues sepa usted, so descarado, que somos gente decente y
no vamos a permitir que se nos trate de esta manera. Nosotros no
fuimos quienes le dimos el empleo a Enriquito, fue usted —le
respondió Milagritos con el aplomo de quien no toma en cuenta
lo que pudiera haber concluido, lógica o irracionalmente, el acu-
sante—. Y se lo dio con la recomendación de su primo, el proxe-
neta, ¿me entiende?
Por fin habló el desconocido:
—No estamos acusando, joven. Estamos investigando.
—Pues investigue en otro lugar. Enriquito es mayor de edad.
Hace tiempo que no vive aquí. Que sepamos, vive con su primo,
el cura Boria —le contestó Milagritos, acompañando cada sílaba
con una agitación inflexible del dedo índice, que le batía cerca de
la nariz a Solá.
—De todos modos, su hermano va a tener que responderles a
las autoridades del gobierno de Estados Unidos, y mi dinero,
aparece porque aparece —le dijo Solá a la vez que con un
malabarismo digital disparaba la colilla del cigarrillo hacia el
césped frente a la casa.
—De eso no tiene que preocuparse —le contestó Milagritos
antes de volver a entrar a la casa y tirarle la puerta a los dos
hombres—. Nosotros respondemos.
Al darse vuelta Solá y el detective, se encontraron con
Iluminada, que regresaba de una reunión de damas en las oficinas
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de Extensión Agrícola. También se le presentaron. Con aquella


mala espina que siempre acompañaba su intuición, ya curada de
espantos, cuando oía el nombre del hijo, supo de inmediato que
de nada bueno podía tratarse. Oyó con calma y mal encubierta ira
el relato de los acontecimientos que ponía en marcha Enriquito.
—Si sabemos algo, a ustedes les avisamos primero que a
nadie —fue lo único que se le ocurrió decir.
Al entrar, Milagritos le fue resumiendo lo que le habían
dicho, mientras la seguía al cuarto de baño.
—Esa araña sin alma, ese bandolero. Nunca aprendió
principios ni valores. Por más que quise enseñarle. Qué barba-
ridad —respondió Iluminada, sentada en el retrete mientras oía a
Milagritos.
Sobre el ruido del chorro de orines al hacer contacto con la
superficie del agua de la taza, oyó a la hija decir:
—Pero les dije que nosotros respondemos.
La faja, caída alrededor de los tobillos de Iluminada, se estiró
de repente bajo la fuerza tensora de las piernas.
—¿Cómo? —gritó, a la vez que se pasaba el papel higiénico
entre las piernas —. Pero, ¿tú estás loca? Yo, responder, ¿por qué?
¿Yo robé? ¿Yo lo mandé a robar? ¿Yo le di ese ejemplo aquí? ¿Por
qué vamos a responder? Y tú, ¿cómo te atreviste a compro-
meterme a mí a responder por algo que no hice, carajo?
Le sorprendió a Milagritos la reacción de la madre, pero no
del todo. Si en algo no transaba Iluminada era en tener que res-
ponder económicamente por algo que ella no había disfrutado. Es
verdad que casi siempre respondía a tiempo por las obligaciones
que contraía, pero ni en exceso ni antes de lo justamente nece-
sario.
Se levantó para salir del baño, pateando primero la faja hacia
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la pared.
—Mierda, es, coño. ¿Cómo? ¿Así porque sí? ¡Mierda es! No,
¡no, no!
Iluminada caminaba descalabrada hacia el dormitorio.
Parecía estar al borde de un ataque de nervios. Se arrepintió
Milagritos de haber dicho nada, de haberse comprometido con
nadie.
—Porque si no respondemos, va derecho a prisión federal
—le dijo a la madre, con la ilusión de atenuar la reacción.
—¡Que se joda, coño, que se joda! ¿Qué carajo me importa a
mí, coño? —gritó Iluminada, dando golpes con la palma de la
mano abierta contra la pared—. Yo he trabajado toda mi vida,
coño, para que ahora un sinvergüenza me venga a hacer esto.
Con cada manotazo parecía querer aplastar algo que nadie
más que ella veía. Se le quebraba la voz y empezó a gemir entre
gritos.
—Una se mata criando a los hijos, coño, para que sean
personas decentes, carajo, ¿para qué, coño? ¿Para que a la primera
oportunidad destacen lo que una ha hecho y hagan una poca
vergüenza como esa, coño?
Milagritos temía que se desplomara en ahogos.
—Cógelo con calma, mami —le dijo, casi entre dientes.
Iluminada se volteó hacia ella con ojos que eran dos pelotas
de lumbre. Le faltaba solamente la bocanada de fuego para
incinerar a la hija.
—Y tú, tú, que no sirves para nada más que meterte en lo
que no te importa, hija de la gran puta, coño.
En momentos así, le era difícil a Milagritos creer que fuera la
hija predilecta.
Iluminada arremetió contra la hija con los puños cerrados y
28 • Lamentos borincanos

le pegó sendos golpes en las sienes, mientras la hija trataba de pro-


tegerse como podía, con brazos que no eran suficientes para
amortiguar la lluvia de bofetones y puños. Iluminada masculló
como pudo, pujando palabras con la fuerza que le dejaba cada
puñetazo.
—¿Tú vas a pagar lo que se robó, verdad que no? Pues toma,
para que aprendas a no prometer lo que otro va a tener que
cumplir, carajo.
Sin saber cómo, pudo zafársele Milagritos y refugiarse en su
habitación. Iluminada la siguió. Trató de forzar la cerradura a
abrir, pero al no poder, rugió desde el corredor:
—Y no te atrevas decírselo a tu padre, porque si lo sabe va a
matar a ese maricón pillo. Aquí nadie va a ir a la cárcel por lo que
hizo, ¿me oyes?
Milagritos permaneció callada. Estaba de pie frente al espejo,
inspeccionándose los golpes que claramente tenía marcados en el
rostro, en el cuello y en los brazos.
—¿Me oíste? —repitió Iluminada.
—Sí, te oí —se atrevió a decir Milagritos. A los veintidós
años no se había atrevido, o no le había convenido, descolgarse de
las garras de Iluminada. Cuando todo iba bien, era su hija
querida, su adorada hija, su razón de vivir. Pero aun el amor que
le profesaba a la hija era vulnerable ante la ira inmesurablemente
ciega de la mujer. A menudo aturdida por los vaivenes emo-
cionales de la madre, prefería vivir en silencio en su casa. Hablaba
solamente cuando era necesario. Sin palabras recogía su ha-
bitación cuando Iluminada entraba—o irrumpía como un
vendaval—temprano un sábado y le gritaba:
—¿Cuándo te vas a levantar de esa cama, so vaga? Te gustan
las camas más que a las putas, coño —gritaba, escoba en mano—.
Lamentos borincanos • 29

Deja de estar ahí achochada y ponte a limpiar esta pocilga.


Al escampar la lluvia de improperios, ya estaba sintiendo
Milagritos la punta de la escoba por las piernas o por la espalda.
Se tapaba como podía y, a la primera oportunidad que le daba
Iluminada de salir de la cama, saltaba y empezaba a limpiar, a re-
coger, a pulir algo que calmara a la madre.
Pero con Enriquito, Iluminada no pudo nunca hacer lo
mismo. Si entraba a la habitación del hijo e intentaba la misma
gritería, bien podía Enriquito responderle:
—¿Qué pasó, que no te la rascaron anoche?
Iluminada trataba de saltarle encima al hijo, que siempre
sabía cómo escurrírsele.
—Me vas a respetar —le gritaba la madre— o no respondo
de mí.
A veces llegaba a sentir Enriquito la mano abierta de la
madre, pequeña, pero igualmente, dolorosamente calcinante al
golpear. Primero se le salía un quejido, pero tan pronto estaba a
distancia prudente de Iluminada, le contestaba algo que la incitara
más aún:
—Cabrona, ¿por qué no te entretienes contándote los pelos
de la chocha?
Se encerraba Enriquito entonces en el baño, desde donde se
le oían las risotadas. El resto de día era un juego al gato y al ratón,
Enriquito escondiéndose de Iluminada hasta que pudiera irse a la
calle, e Iluminada haciéndose la que no veía nada, para sor-
prenderlo con un manotazo cuando Enriquito menos se lo
esperara.
Esta vez no le había bastado con tirar la puerta. Se había
subido a un avión para volar lejos, riéndose a carcajadas de
Iluminada y a sabiendas de que alguien tendría que responder por
30 • Lamentos borincanos

sus actos, pero no él.


Iluminada recibió otra visita de Solá y el detective. Sabían
dónde estaba Enriquito, pero no iban a andarle detrás, al menos
no por el momento. No le convenía el escándalo al negocio:
¿quién iba a comprar boletos de viaje ni excursiones sabiendo que
podía desaparecer el dinero que daban de depósito? Era mejor
resolver aquello por lo bajo.
—Alguien tiene que responder por lo que hizo —le dijo Solá
a Iluminada, sentados los tres en el balcón. Iluminada temía que
repentinamente apareciera Salvador y se enterara del asunto—. Su
hijo será mayor de edad, señora, pero me imagino que no quiera
verse involucrada en un asunto que manche la reputación de la
familia entera.
Aquel hombre de bigote en línea, al lado de aquel otro
esperpento de cara de gato, la ponía nerviosa. Se veía resuelto. No
eran amenazas vanas aquellas que salían de la boca del
comerciante burlado, decidido a recuperar su dinero y a la vez, si
era posible, darle una lección al protegido de su primo. Iluminada
permanecía callada, sin ofrecer solución, esperando las sugerencias
de Solá.
—O aparece el dinero, o voy a dar parte al efe be i —dijo
finalmente Solá—. Tiene un mes para reembolsarme el dinero, o
se enteran su marido y los federales.
Al referirse Solá a las dos partes, ambas temibles por razones
diferentes, se le calentaron más aún las orejas a Iluminada. Ya veía
que iba a tener que hacer algo.
—¿Cuánto calcula usted que le debe? —preguntó, con
cuidado de no decir “que le robó”.
—Son veintiocho mil —dijo Solá con una frialdad que le
cortó el aliento a Iluminada.
Lamentos borincanos • 31

—¿Qué? —gritó Iluminada, el peso del cuerpo sobre las


nalgas, con piernas y espalda suspensas, sin apoyo del piso o del
espaldar de la butaca—. Pero, ¿cómo? Veintidós mil pagué yo por
esta casa, que usted ve. ¿De dónde voy a sacar yo todo ese dinero,
si yo no soy más que una pobre mujer con un trapo de sueldo de
maestra de escuela?
Apenas había pronunciado las últimas palabras de su
protesta, cuando se le quebró la voz y se le ahogó en el llanto de lo
imposible. No había forma de pagar ese dinero que no fuera
dolorosa e ignominiosa.
—Eso es problema suyo —le dijo Solá, que no estaba para
compadecer a la madre del ladrón.
—Mire —le dijo Iluminada, quien se dio cuenta de que ni
zapatos tenía puestos, porque al ver entrar en su casa a aquellos
dos hombres nuevamente, se le borró de la mente que no estaba
vestida para recibir a nadie—. Yo soy una persona decente. No le
debo un chavo a nadie. Nunca le he robado un chavo prieto a
nadie. ¿Usted cree que es justo que usted venga a chantajearme
para recobrar lo que se robó un empleado suyo?
—Usted será decente —le respondió Solá—, pero su hijo no
lo es. A lo mejor debió inculcarle principios diferentes, qué sé yo.
Iluminada se sintió acorralada por las sombras aplastantes de
un imponente oprobio.
—¿No transaría usted por un arreglo? —preguntó Iluminada
con voz ignorante.
—¿A qué se refiere? —preguntó Solá entre dientes, mientras
encendía un cigarrillo que vino a sustituir el que poco antes ya
había tirado al césped, crematorio tabaquero del comerciante.
—Bueno, yo no tengo ese dinero. Pero puedo buscarle una
cantidad menor, y si pudiera pagársela rápido, entonces…
32 • Lamentos borincanos

—No me falte el respeto, señora —fue la respuesta que le dio


Solá, fijando los ojos en el suelo antes de levantarse de la butaca,
como si hubiese temido no encontrar dónde poner los pies—. Ya
su hijo me estafó, y no voy a permitir que lo haga usted también.
Tiene un mes para pagarme la cantidad completa. Ni un día más,
ni un centavo menos. Si al término del plazo no tengo el dinero,
me voy a las autoridades, las de la isla y las federales. No soy de
mucho repetir. Y buenas tardes.
Salieron Solá y el detective. Detrás dejaron a Iluminada con
cara de asombro y espanto, la boca medio abierta, fija en un
lienzo expresionista donde hubiese querido ahogar un grito. No
sabía qué pensar. Tenía la mente en blanco—no, no en blanco: en
un aturdimiento causado por el vórtice de emociones y deses-
peración que le apretaban el pecho de forma tal, que parecía que
hasta los pensamientos se le habían plasmado en un mural tor-
turante y estridente. Perdió conciencia del tiempo. De las figuras
contorsionadas en su mente se escapaba la bocina de un carro.
—Eje, Ilu, ¿cuántas toronjas te dejo?
Salió Iluminada del trance hipnótico, devanando los
músculos del cuello para voltear la cabeza hacia la calle. Vio a
Ruth Colón detrás del volante del carro demasiado grande para la
fisonomía enclenque de Ruth. Era un Cadillac que había
pertenecido al hermano, una balsa que requería dos carriles para
acomodarse por la carretera del campo donde vivía Ruth. Había
heredado una casa más grande que lo que podían mantener sus
menguantes ingresos, más reducidos aún cuando el marido la
abandonó y le negó manutención a las hijas. Era una estructura
de cemento en medio de lo que fue la famosa finca de los Colón,
allá por Guardaraya. En la casa vivía con Yuya, la hermana tísica,
y las tres hijas que había tenido con el maleante Cheo Gómez. De
Lamentos borincanos • 33

los árboles de toronja que tenía en la finca reducida a patio por las
frecuentes ventas a urbanizadores, trataba de sacar la matrícula de
las hijas, que asistían a colegios privados con exigencias econó-
micas que superaban las posibilidades de la Colón. Para eso y para
el cigarrillo que siempre tenía engolado en el labio inferior.
Le costó algo de trabajo a Iluminada reconocer a Ruth,
intrusa inesperada en la zozobra en que la habían dejado Solá y la
sombra de hombre que aparecía aun en los sueños más inquie-
tantes y nublados de Iluminada. Pero sí, ahora se daba cuenta. Sí,
Ruth Colón. Toronjas. Las que traía todas las semanas. Un saco
por cinco dólares. Ruth. Las toronjas que exprimía todas las ma-
ñanas para hacer la botella de jugo. Ruth. Cinco dólares.
Pronto no tendría ni los cinco dólares de las puñeteras
toronjas.
Pero no tenía por qué decir nada ahora. Recordó cómo
anunciaba Enriquito a la debutante rotariana venida a menos
cuando la veía venir: “Mother Cow, ahí está la Rut-inaria con sus
pelotas jugosas”.
—Sí, mija —le gritó Iluminada del balcón—. Déjame un
saco.
Mientras Carmencita, la más pequeña de las hijas de Ruth,
bajaba con músculos de puro macho un saco de toronjas,
Iluminada sacaba de la carterita el billete de a cinco para pagarle.
Miró el resto de lo que tenía en la bolsita, unos cuantos billetes y
algún menudo. La precariedad de su situación, que la ponía a
caminar al filo de una navaja bajo la sentencia de Solá y su
sombra, le cayó encima como toneladas de agrias toronjas. ¿De
dónde iba a sacar aquella cantidad monstruosa, que no quería ni
pronunciar por temor a que al articular las cifras, éstas pasaran del
reino de lo improbable a la realidad más apabullante?
34 • Lamentos borincanos

—Déjalas ahí, mija —le dijo a la muchacha—. Y toma los


cinco pesos.
Batió la mano para despedir a Ruth Colón, que siguió hacia
otra de las casas de la misma línea, anunciándose con el mismo
bocinazo y la misma pregunta.
Arrastró las toronjas hasta un rincón de la cocina. Advirtió
traspasar el portal de aturdimiento, del efecto de la demanda
insólita, a una emoción que le resultaba más familiar. Sintió que
se le humedecía el bozo. Hacía calor, pero más le producía a ella
el cuerpo. No hubo palabra que no supiera Iluminada para mal-
decir, para desear la más ignominiosa suerte, para invocar la ven-
ganza más abominable, que no produjo entre dientes para lanzar
contra el hijo. Tiró de una olla y descuidadamente la lleno de
agua, derramando la mitad sobre las losas. Sacó ajo, cebolla, pi-
miento verde, tomates. Los fue cortando en pedazos pequeños,
cercenándole el corazón a cada ingrediente con que preparaba el
sofrito. Las capas de la cebolla crujían casi imperceptiblemente
con cada caída del cuchillo. Recogió el picadillo con las manos
juntas y lo vertió en el aceite caliente, de donde saltaron
chisporroteos como almas que acarrea el diablo en la distancia.
Así hubiera querido oír la piel del hijo chirrear al meterle ella las
manos en un caldero rebosante de aceite hirviendo, para que
aprendiera a no robar, para que le sirviera de lección cuando la
próxima vez sintiera el deseo de forzarla a ella a sacar de su dinero,
del dinero que no tenía y que, si tenía, era por su sudor, ni
siquiera por el de su marido, para darse él buena vida sin tener
que pagar las consecuencias de sus abusos.
Por eso sabía ella en el alma que no era merecedor de su
amor de madre, porque Dios le había dado esa suspicacia que la
había advertido desde un principio que ése no serviría para nada,
Lamentos borincanos • 35

que no agradecería nada, que se aprovecharía de ella, que iba a


salir un bandolero. Bien hizo en negarle todo lo que no fuera lo
necesario, para que la gente no hablara, para que nadie pudiera
decir que no le dio todo lo que tenía que darle como madre, que
no había sabido ella cumplir con las responsabilidades que le
imponía la sociedad. Pero, ¿quererlo? Desde la cuna supo que no
había por qué despilfarrar el amor abnegado de una madre en
aquello que había venido por error, por accidente, porque Dios la
iba a castigar inmerecidamente con aquello que desde que empezó
a gatear no hizo más que traerle desdichas y tragos amargos. Y
razón había tenido, a ver si no salió como ella lo esperaba, no, si
ella tenía un sexto sentido para aquellas cosas, que lo sabía de
siempre, que aquello siempre iba a irse hacia la cuneta, a lo bajo,
¿no lo sabía ella, que además de perspicaz tenía un minor en
psicología de la Universidad de Puerto Rico? No de balde se sabía
al dedillo lo que decían Freud, Jung y Piaget. No era por nada
que había bregado por años con los mequetrefes, con los hijos de
putas, pillos, vagonetes, tramposos de los residenciales públicos y
los arrabales del pueblo, que conocía la tela, que le vio la vuelta de
sinvergüenza y sociópata desde la cuna, y a ver si no confirmó
todo lo aque ella predijo en la mente. Se alegraba de no haberle
pagado estudios muchísimo más allá de la secundaria. Habría sido
un desperdicio, para que a la larga ni se los devolviera en gratitud
ni los aprovechara para hacerse una persona decente. ¡Tusa!
¡Vulgar! ¡Ordinario!
Sintió deseos de gritar lo que tenía en el pecho cuando se
sentaron a comer ella, la hija y el marido. Pero no dijo nada. No
iba a decirle nada a Salvador. ¿Para qué? No iba a resolver nada,
como siempre. Tendría ella que darle pecho al problema. Si se lo
decía, también tendría que afrontar la realidad de que su marido
36 • Lamentos borincanos

no iba a ayudarla en nada a proteger su casa. Porque a la larga, ya


el hijo iba por mal camino, había ido por ahí desde la cuna, y no
había nada que tratar de salvar. Era su casa, su honra, su dinero lo
que tenía que proteger, y su marido nada iba a aportar en eso,
más que la violencia contra el ladrón. Y tendría que soportar la
humillación de que su marido le indicara por inacción y falta de
palabra, que era asunto de ella la deuda.
Optó por actuar por cuenta propia. Falsificó la firma del
marido y, después de una tasación somera y privada, refinanció la
casa por la cantidad que le debía a Solá el pillo de Enriquito. Otra
vez a pagar casa. Otra vez a padecer descuentos por préstamos
hipotecarios en el talonario del cheque mensual, préstamos a una
tasa de interés mucho más alta que cuando compró la casa por
primera vez bajo arreglos financieros con la Junta de Retiro para
Maestros del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Todo por
culpa de un hijo que no se lo merecía, todo para proteger ella lo
que el hijo le había puesto en peligro. Si lo libraba de la cárcel, era
un beneficio accidentalmente marginal que a ella nada le impor-
taba. Si lo salvaba de un balazo del marido, era un beneficio de
importancia trascendental para ella, que no iba a ser la mujer del
hombre que asesinó al hijo y que se podría en una cárcel. No iba a
mancillarse la reputación por un hijo como aquel pájaro, que mal
rayo partiera.
No bien le pagó el dinero, a cambio de recibo, a Solá, un
sábado en que estaba a lo alto de una escalera tambaleante, pin-
tando los aleros de la casa bajo un sol que penetraba como ho-
guera hasta el alma, creyó oír que alguien tocaba a la puerta del
frente. Detuvo la brocha y aguzó la audición. Ya no era a la puerta
que llamaban. Era una mano sobre las ventanas miami, un mano-
tazo repetido.
Lamentos borincanos • 37

—¿Señora? ¿Hay alguien?


Era una voz de mujer, un tono entre joven y maduro. Bajó
de la escalera. Trató de limpiarse las manos, embarradas de pin-
tura, en la barriga del batín. Igual tenía mechones de pelo man-
chados de azul acuamarino acá y acullá, sin que se hubiera dado
cuenta de ello.
—Estoy pintando —dijo, caminando hacia el balcón. Creía
que era una vecina, alguien conocido que entendería la impor-
tunidad de la visita. Pero al doblar la esquina del balcón, se en-
contró con una desconocida, una mujer envejecida prema-
turamente, de viso agobiado, sin afeites.
—¿Qué era? —preguntó Iluminada.
La mujer trató de sonreír, pero o las fuerzas o la situación se
lo impidieron. Iluminada temió que fuera una Testigo de Jehová,
pero recordó que las empollonas siempre venían en parejas. Tam-
poco llevaba el maletincito de donde sobresalieran ¡Despertad! y
Atalaya.
—Buenos días. ¿Usted es Iluminada Vélez?
¿Qué vendería? Como estuviera ocupada, siempre aparecía
un buscón que no tenía nada mejor que hacer, para interrumpirle
las labores o atajarla a la salida.
—Sí, yo soy. ¿Qué desea?
El rostro de la visitante se contorsionó levemente, presa de la
indecisión: ¿sonrío o le demuestro que esto para mí es difícil, pero
no me queda más remedio?
—Yo soy Myrna Flores.
Como si me dijeras Reina de Saba, pensó Iluminada. No pre-
guntó el motivo de la visita. Era su precepto no hacer preguntas:
quien hace preguntas, se compromete, solía decir.
—Ajá —respondió Iluminada.
38 • Lamentos borincanos

—Yo trabajo en la Agencia Solá de Bayamón —continuó la


mujer y, percibiendo la indiferencia de Iluminada, se sintió obli-
gada a explicar—. Su hijo Enriquito era mi jefe. Usted ya sabe.
—No, no sé. ¿Qué?
Era siempre mejor hacerse la nueva. Y si había que preguntar,
hacerlo sólo para que explicaran, para que abundaran, no para dar
la impresión de que quería una obtener información que la hiciera
sentirse obligada a hacer algo.
Iluminada no quiso pedirle que se sentara. Mientras más
cómoda estuviera, más tiempo iba a estar allí.
—Bueno, que su hijo, pues bueno, que…
La impenetrabilidad del gesto facial de la madre de Enriquito
le impidió decir algo que iba a parecer más un juicio moral que
un hecho cuyas implicaciones la obligaban a venir hasta la casa de
la Vélez.
—Bueno, que ya él no está trabajando allí.
—Así entiendo —contestó Iluminada. Sabía que aquel huevo
quería sal, pero justo esa mañana había usado la última pizca.
—¿Me puedo sentar?
—Mire —respondió Iluminada, enseñándole las manos y
una blusa cuyas manchas delataban la labor que la había ocupado
antes de que la importunara esta… como se llamara—. Yo estoy
muy ocupada, ¿ve? Si tiene algo que decirme, dígalo pronto, que
se me seca la pintura.
Se tendría que referir a la que quedaba en la lata, pensó
Myrna, porque la que se había tirado encima ya estaba como
plasta.
—Yo no sé dónde está su hijo.
La mera mención del sinvergüenza por aquel término que la
ligaba irreparablemente a él, le cayó a Iluminada como baño de
Lamentos borincanos • 39

agua fría.
—Antes de irse a…, bueno, a donde esté, cogió dos
préstamos a financieras, cada uno de mil dólares —siguió la mu-
jer. Nada bueno traía aquel pájaro de mal agüero—. Yo le di la
firma. ¿Usted sabe? Los garanticé. No me pareció que fuera a ha-
cer lo que hizo, lo que fuera que hizo, es decir, y, además, era mi
jefe, ¿qué más iba a hacer?
Iluminada entendió perfectamente bien hacia dónde iba esto.
Resultó que la asistente tenía a su madre enferma de gravedad, el
sueldito que se ganaba no le daba para casi nada, si mire cómo
visto, con qué voy a comprar yo nada, si todo lo dejo en farmacias
y médicos y transportación, que ni un carrito me he podido com-
prar. Iluminada tenía que comprender que ella no podía echarse
también encima el pago de préstamos que ella no disfrutó, que era
una crueldad, que había pensado ir donde el padre de Enriquito,
pero, bueno, que pensó que de mujer a mujer, que Iluminada ten-
dría que entender, que, que, que y requé.
—Pero, ¿qué cree usted que me hizo a mí? —le preguntó
Iluminada sin esperar contestación. Era otra bajeza la que había
hecho el Enriquito con esta mujer, pero, bueno, ¿qué culpa tenía
ella de eso? ¿Qué responsabilidad legal tenía ella por los embrollos
de Enriquito con esta estúpida que se dejó coger de pendeja?
¿Qué responsabilidad moral? Ella no lo mandó a robar. Ya
bastante había hecho con pagarle la deuda a Solá, no porque se lo
merecieran ni Solá ni Enriquito, sino para evitar el escándalo. Esta
mosquita muerta tenía la desventaja de que ni vivía cerca de ella
ni conocía a ninguna de sus amistades ni tenía ningún documento
legal que la obligara a pagarle la deuda que se dejó hacer. Si se
hubiese dejado hacer un hijo de Enriquito, que difícil habría sido,
¿también habría tenido el descaro de venir a tratar de sacarle
40 • Lamentos borincanos

dinero a ella? Y en resumidas, Iluminada no le había dado cáncer


a la madre de aquella tonta ni tenía por qué sentir nada por esa
mala situación. Bueno, mala sería, pero la vida estaba llena de
maldades y sinsabores por los que nadie tenía que responder más
que el que tenía la responsabilidad por nexos familiares u
obligación legal. Iluminada no tenía ninguna de las dos.
—Ay, yo lo siento en el alma —terminó por responderle
Iluminada a la mujer, que empezaba a tratar de ablandarle el alma
con lagrimitas y lloriqueos—. No puedo hacer nada. Espere a que
él venga de por allá, y cóbreselos a él.
La mujer abrió los ojos, incitada por atisbos tímidos de una
como esperanza.
—¿Y cuando viene él?
De no haber sido tan absurda la pregunta, Iluminada se
habría permitido el lujo de una carcajada. Cada vez que alguien
del pueblo le preguntaba por Enriquito, le contestaba que estaba
muy bien, que estaba saliendo maravillosamente, trabajando,
fíjese, de lo má bien le va, cada vez escribe, me mandó una
tarjetita de Atenas, de Marruecos, me escribió de París, sí, las
mismas que les mandó a las Rosario y a la Piñero, ajá, así mismo,
pero está muy ocupado, pues creo que en eso de líneas aéreas, con
agencias, usted sabe, cosas de esas, a él siempre le ha gustado eso,
pero, mire, muy bien, gozando muchísimo y haciendo su vida.
Pero en la realidad que trataba ella de encubrir con un velo de
denegaciones y rechazos, no había perdido la conciencia de que ni
sabía dónde estaba el condenado ni quería saber.
—Bueno, cualquier día de estos se aparece, tenga paciencia
—le contestó Iluminada. Empezó a caminar de espaldas. Con la
distancia que comenzó a poner entre la mujer y ella, quiso indicar
que estaba lista para regresar a la pintura—. Y no se apure, que si
Lamentos borincanos • 41

viene por ahí, yo misma le voy a decir que tiene que ir donde
usted.

Pasados unos tres meses desde la visita de la asistente, levantó


Iluminada el tubo del teléfono y oyó aquellas palabras que le
helaron el alma.
—Soy yo, Enriquito.
Permaneció callada Iluminada. Oscilaba entre un universo
poblado de rencores violentos y un vacío de incredulidades entu-
mecedoras.
—¿Aló? Sé que estás ahí.
Iluminada colgó el auricular como si hubiese tenido en sus
manos la llave a la antesala del infierno y solamente con soltar
aquello pudiera escapársele.
Volvió a sonar el teléfono. Iluminada se retiró, para dejarlo
sonar. Pero Milagritos levantó nuevamente el tubo.
—Oye, ¿dónde tú estás? —preguntó. Oía con el auricular
oprimido contra la oreja, como si quisiera asegurarse de que ni
una sola sílaba de lo que decía Enriquito se le fuera a escapar.
—No sé —le oyó decir Iluminada, que escuchaba desde una
distancia lejanamente cerca—. Eso se lo tienes que preguntar a
ella... ¿Qué?… Espérate un momento.
Milagritos aguantó el auricular con una mano y señaló con el
dedo hacia Iluminada. Dobló el dedo en gancho y volvió a ende-
rezarlo, para indicar hacia el teléfono.
—¿Quién, yo? —preguntó Iluminada—. Jay, mija, yo no.
—Mami, ven, por favor. Habla con él por lo menos.
Iluminada entornó los ojos hacia el cielo, crispó las manos,
despegó los labios, juntó los dientes y dio un gruñido canino que
42 • Lamentos borincanos

asustó a Milagritos. Pero no por eso dejó la hija de decirle con la


cara que viniera al teléfono.
Se decidió Iluminada. Le arrebató el tubo a la hija y sacó
fuerzas de lo más profundo de las entrañas para gritar en el mi-
crófono:
—¿Qué? ¿Qué era?
Del otro lado oyó la voz del hijo, que entre gemidos que no
podían ser sino la traslación acústica de lágrimas de cocodrilo, le
dijo que quería regresar a la casa.
—¿Aquí? —aulló incrédula Iluminada a la vez que elevaba la
mano libre—. ¿Tú estás loco? ¿Después de lo que hiciste?
Las preguntas se le ahogaron en medio de la petición ridícula
que le hizo el hijo:
—Eso pertenece al pasado. ¿Te vas a estancar en lo que ya
pasó?
Darse cuenta de qué le estaba diciendo el hijo mientras ella
todavía le preguntaba, cuando lo retaba a justificar su osadía, y
volverse una fiera fue todo lo mismo. No captó el hijo el cambio
de mujer a bestia salvaje y le preguntó aún:
—¿Tú vas a seguir pensando en eso?
—Carajo —fue lo primero que pudo contestar Iluminada,
como siempre que se sentía acorralada por la sinrazón de una
petición que violaba su espacio de vuelo por encima de su derecho
a la consideración. Que no me quieran, pero que me respeten,
decía de su alumnos y de sus hijos. Ninguna de las dos partes la
respetaban, pero le temían, y para ella era bastante—. ¿Tú quieres
que se me olvide que tuve que pagar un dinero que tú te robaste
para irte a mariconear por Europa, so indecente? ¿Tú quieres que
además de evitar que te metieran a la cárcel, ahora te meta aquí
como si hubieses hecho la gran gracia, canto de maricón?
Lamentos borincanos • 43

—Pero sigo siendo tu hijo —le contestó impávido Enriquito,


olvidado ya el gemido que no tuvo efecto contra las
imprecaciones de Iluminada.
—Son hijos míos, como los alacranes, que acaban con la
madre al nacer, so sinvergüenza.
—Bueno, ¿vuelvo o no? —preguntó Enriquito, que había
pasado de proximidad imaginaria a la puerta de la que había sido
su casa, a la realidad mucho más inmediata de que estaba muy
lejos de ella.
—Carifresco, coño. ¿Aquí? Mientras no me pagues hasta el
último centavo que me robaste, coño, mientras no me lo pagues,
ni por la calle vas a pasar. ¡Ni muerto!
Visto estaba que apelar a lo maternal había sido una pérdida
de tiempo. Caído, pero nunca vencido y reclamante de la última
palabra, le respondió a la madre:
—Pues métete la casa por el culo, so pendeja.

Fue la última vez que oyó la voz del hijo, antes del episodio
final, años después. Supo por vecinos y familiares que había in-
gresado al ejército de Estados Unidos, que había servido en
Corea, que estuvo un tiempo en San Francisco para buscar em-
pleo que no consiguió al nivel de sus aspiraciones en una ciudad
de gastos exorbitantes, que se había ido a Nueva York, donde ha-
bía conocido a un hombre casado de Michigan, y con él se fue a
Lansing. Allá el hombre abandonó a su familia por Enriquito. Lo
mantuvo como a príncipe, hasta que supo de la deslealtad de
Enriquito, que aprovechaba las ausencias por viajes de negocios
del hombre para acostarse con otros que recogía en bares, en
baños públicos, en teatritos de películas pornográficas equipados
44 • Lamentos borincanos

con cabinas privadas donde a través de portadores anónimos


Enriquito se expuso al contagio de males venéreos que sólo apa-
recían en tomos epidemiológicos especializados. Cuando el hom-
bre lo echó a la calle, intentó probar las aguas del desafecto mater-
nal. Llamó a Milagritos, ya casada con un hombre a quien
Iluminada detestaba sin motivo aparente, para preguntarle si la
madre habría cambiado de parecer. Cerciorado de la terquedad de
la madre, le preguntó a la hermana:
—¿Tú crees que pueda venir a quedarme contigo unos días?
Milagritos se sorprendió de la pregunta. Era imposible, le
dijo. El hermano no gozaba de la simpatía del marido de
Milagritos. Como no sabía que cuatro años más tarde su marido
también le confesaría su afición por la compañía de otros hom-
bres, no supo Milagritos que la repugnancia del marido se debía a
temor de que la proximidad del cuñado le hiciera poner de ma-
nifiesto deseos que prefería, en aquel momento, mantener
ocultos.
—No, lo siento, pero aquí no puedes venir.
Enriquito apeló al gemido, instrumento que había
funcionado eficazmente con la hermana años antes.
—Tú no sabes lo mal que estoy —dijo con falso llanto—.
Estoy enfermo y no tengo a dónde ir.
—Pues lo siento, pero eres mayor de edad. Venir aquí no es
solución.
Y viendo que ya la hermana no iba a sucumbir, decidió
cortar la comunicación:
—Pues vete a la mierda.
Milagritos, al oír las primeras sílabas del mandato
escatológico, colgó sin que terminara Enriquito de hablar. Pero
no por eso dejó de enterarse, por boca de amistades que lo habían
Lamentos borincanos • 45

visto en Nueva York o en el mismo Puerto Rico, cuando venía de


visita a hospedarse en el Hilton o en el Hyatt, que tenía un ne-
gocio de bordados de canutillos y lentejuelas, que viajaba a me-
nudo por Europa, que había exhibido sus aplicaciones y bordados
de vestidos de estrellas de cine en Bloomingdale’s de Lexington
Avenue, en pleno Upper East Side de Manhattan, que vivía en la
playa con un hombre bastante mayor que él, que se había rapado
la cabeza y se veía mucho mayor de lo que era, que había perdido
mucho peso, que se veía ajado y cansado, que tenía la piel llena de
manchas, que había estado recluido en el Manhattan Veterans
Administration Hospital, que cuando hablaba se quedaba sin
respiración, que estaba postrado, que ya no vivía en el apar-
tamentito del bajo Manhattan, que lo cuidaba en la casa de la
playa uno que fue su amante anteriormente, que de lo que había
sido Enriquito de apuesto y vivaz no quedaba sino un vago re-
cuerdo, que estaba al borde de la muerte.
Milagritos se lo dijo a Iluminada. Pensó que en aquel
momento su madre, devota que rayaba en beata, catequista, lec-
tora en misa, ministro de la Eucaristía, miembro activo de la
Legión de María y de las Hijas Católicas de América, aspirante a
monja laica de las Siervas de María, se apiadaría de su hijo.
—Yo no lo mandé a coger esa enfermedad. El que anda por
la calle, jum, a eso se expone —le contestó Iluminada a la hija—.
Por andar por la calle, porque al que está quieto en su casa no le
pasa eso. ¿Esa enfermedad? Esa enfermedad no viene a buscar a
uno a su casa. Si se hubiera quedado aquí y me hubiera hecho ca-
so, como una persona decente, ¿me oyes?, nada de eso le habría
pasado.
—No va a durar mucho —apeló Milagritos sin articular
directamente la petición.
46 • Lamentos borincanos

—Pero si él tiene derecho a beneficios de veterano, ¿para qué


me necesita a mí?
Como ráfaga le cruzó a Milagritos por el pensamiento decirle
que en el hospital no iba a encontrar una mano compasiva ni una
palabra de consuelo. No valía la pena desperdiciar tanta palabra
con quien no iba a ceder. Hacía tiempo que había aprendido la
veracidad de aquel dicho que le había escuchado a una profesora
durante sus estudios de trabajo social: “No tratemos de enseñarle
a cantar a un cerdo. Nos hace desperdiciar el tiempo y mortifica
al cochino”.
Milagritos llamó a Enriquito: si él quería, que llamara a la
madre directamente. Así lo hizo Enriquito. No sabía que ya las
demás feligreses que componían su grupo de oración de los
martes le había pedido a Iluminada que perdonara al hijo. Y aun-
que no fuera su hijo, porque era su obligación cristiana el perdón.
Le dejaban saber que, por ser aquel pueblo pequeño y sin en-
tretenimiento que no fueran la pequeñez de espíritu y el chisme,
ya sabía la villa entera lo que Enriquito había hecho. Sólo Dios
podía vengarse. Su hijo necesitaba de ella.
Iluminada respondía que ya había hecho todo lo que podía
por él. Le rezaba, le mandaba a decir misas que, aunque no
figuraran en el calendario semanal de la parroquia, las dedicaba
ella en el corazón a la salud de su hijo. Por cada una de las nueve
misas había despositado cinco dólares en el cepillo de colectas.
Que se apiadara Dios de él, que no estaba en manos de ella.
—Yo fui buena con mis hijos, y no me han pagado igual
—repetía a menudo cuando alguien osaba retarle las decisiones
que tomaba en torno al hijo—. Yo fui, ahí, ahí, educándolos,
privándome de gustos, porque ellos tuvieran lo que no tuve yo.
Los críe como a ricos, para que en el mañana no pudieran decir,
Lamentos borincanos • 47

¿eh?, que su madre no les dio de todo. ¡De todo!


Mientras más la acorralaban los intercesores de Enriquito,
más novenas decía, a más misas asistía. Duplicó sus devociones a
la Virgen del Pozo; hacía peregrinaciones a la Montaña Santa, iba
a retiros mensuales.
—Yo hablé esto con un sacerdote, y me dijo que no tenía
responsabilidad, que ya mi hijo había hecho su vida —respondía
como grabadora cuando un familiar se descaraba a cuestionar su
actitud.
Se le antojó el pueblo, la isla y el mundo entero como una
unidad en dos hemisferios. En uno pululaban infames,
desalmados e irrespetuosos los que se ponían de parte de Enri-
quito. No sabían lo que había padecido ella, en silencio, por la
maldad del hijo. O quizás lo sabían, pero eran iguales que él,
gente barata, inmunda, sin conciencia. A esos sólo les interesaba la
intriga callejera, mancillar su honra y oírle los chismes a En-
riquito. En el otro vivían erguidos los menos, pero los justos, los
que le daban la razón a ella, los que se preguntaban por qué una
madre le negaba la mano a un hijo que bien podía necesitarla,
pero no la merecía. Estos eran los que se negaban a creer las in-
famias, las calumnias del Enriquito, los que la defendían aún vi-
viendo en la misma casa con otros que forman parte del
hemisferio enemigo. Porque había que ver cómo Alba Marcano
había reñido, casi a las cachetadas, con su propia madre, por
ponerse de parte de Iluminada. Igual pasaba en casa de Changuita
Algarín, donde la hija protegía el buen nombre de la Vélez contra
viento y marea, indisponiéndose hasta con su propia madre. Esos
sí, esos sí que sabían que algo muy grande había sucedido para
que una mujer justa, equilibrada como Iluminada Vélez re-
accionara de esa manera contra el hijo. Así razonaban Aidita
48 • Lamentos borincanos

Cartagena, Joaquina Pomales, Consuelo Lucas y su hija Chelo;


igual Iris Ayala y también su hija Teresa.
Entre su propia familia, le había dado la espalda su propia
hermana, Encarnación, pero no abiertamente. Era cierto que
tampoco se había esforzado por saber en qué forma podía ayudar
al sobrino: maricón era y esa enfermedad era el castigo que Dios
le mandaba por andar haciendo fresquerías con otros patos igual
que él. Pero no lo decía abiertamente con nadie, sino que prefería
la neutralidad, aunque fuera por aparentar. Las hijas de Encar-
nación desde jóvenes habían sentido asco ante el mero pen-
samiento de hombres que llevaban en sí mezclas indeterminadas
de ambos géneros. Se hubiesen puesto de parte de Iluminada,
pero ya le guardaban rencor por el desdén con que trababa a
Milagritos: la tía se había portado como una bestia con su hija y
sus nietas, y no había derecho.
Por su parte, su hermano Alejandro no hacía manifestaciones
públicas ni a favor ni en contra de Iluminada, pero ya se sabía en
qué bando militaba. Mucho antes de enterarse del padecimiento
de Enriquito, ya había discutido acaloradamente con el hijo de la
hermana, cuando un día, de buenas a primeras y sin enco-
mendarse a nadie, había movido la lengua en casa de Alejandro
para tirar chifletas contra Iluminada.
El resto de los que compartían con Iluminada y Salvador una
que otra gota de sangre, era un sancocho de guerrilleros, que unas
veces se mostraban partidarios de una causa y otras, de la opues-
ta. Así, las Blanco Vélez, que veían los puntos de Iluminada, pero
no entendían cómo podía ser tan rencorosa con el hijo enfermo.
Las Vélez Alverio, de Iluminada, menos Meche, que estaba loca y
andaba descalza por el pueblo sin saber ni qué hora era, ni las
gemelas, que vivían con traficantes de cocaína y no les interesaban
Lamentos borincanos • 49

luchas que no fueran las necesarias para asegurar predominio en


un punto clandestino de ventas. Las Pastor, de Iluminada, fieles,
como siempre, a la prima lejana. Los Vélez ilegítimos, unos de
Enriquito y otros de la madre. Los Román, de Enriquito, no por
estar de acuerdo con él, sino porque siempre habían detestado las
altanerías sin fundamento de Iluminada, con la excepción de
Olga, la hermana de Salvador que padecía de mal de Alzheimer.
Las López, frente a Iluminada hacían expresiones de firme soli-
daridad; cuando no estaba Iluminada cerca, no estaban de parte
de uno ni otro, sino que los despellejaban a ambos por igual. Se
veía, pues, Iluminada, autodesignada portaestandarte de la verdad
y la justicia, aunque marchara jalda arriba, prácticamente ya aplas-
tada por las huestes de tropas contrincantes.
Con Salvador nunca abordó el tema, pero si le preguntaban
qué pensaba el marido, no vacilaba en responder:
—Salvador me respalda ciento por ciento. Fíjese, que el otro
día me dijo: “Tanto que te sacrificaste por tus hijos, y mira”.
Porque él sabe, aunque no hable.
Empezó a colgar rosarios por la casa: no había pintura
religiosa que no tuviera colgadas las cuentas del marco. En una
esquina del comedor montó un altar dedicado a la Virgen de la
Providencia. Todas las noches, mientras Salvador se embobaba
con culebrones televisados de Venezuela y México, o con las
chabacanerías de mujeres en cueros en El Poder de la Semana,
Iluminada se hincaba frente a la Virgen a leer textos impresos al
dorso de estampitas religiosas, a recitar pasajes de libros de
teólogos recomendados en los retiros. A mitad de día, sin aparente
motivo, irrumpía en un himno religioso. Se hizo devota del Santo
Niño; cuando iba en vehículos de transportación pública, mur-
muraba rezos formulaicos o leía oraciones en voz alta, sin impor-
50 • Lamentos borincanos

tarle las miradas de los demás pasajeros. Parecía que la jubilación


iba a proporcionarle la oportunidad que haber trabajado por más
de treinta años le había negado, de dedicarse de lleno a la religión,
a las lecturas contemplativas.
Se unió a un grupo de oración que componían cuatro o
cinco mujeres del vecindario, mujeres con las que hasta entonces
no había tenido relación que no fuera la del saludo más peren-
toriamente pasajero, por considerarlas por debajo de ella y meti-
das que sólo se ocupaban de la vida de los demás. Todos los mar-
tes por la noche se reunía con el grupo en casa de alguna de ellas,
y a veces hasta en la suya.
—¿Qué sabes de Enriquito? —tuvo el parejero atrevimiento
de preguntarle una noche Ramona Encarnación, viuda de un
hombre que se desquitaba las frustraciones en la cara de la mujer.
Sus hijas, o se habían casado encinta, o no se habían casado con
quienes les hacían los hijos que acumulaban como si los anti-
conceptivos no existieran.
—Muchacha —le dijo—, está muy bien.
—¿Ah, sí? Porque me dijo Lolita, tú, sabes, la hermana de
Lili la…, tú sabes —dijo, señalándose el busto—, que estaba muy
enfermo.
Lagarta, le dijo en la mente Iluminada. Lo sabes, pero vienes
con tu panterismo de jíbara pasada de lista.
—Bueno, sí, estuvo malito, pero ya está mejor.
—¿Ah, sí? —preguntó Ramona con aquella lengua que quiso
arrancarle Iluminada—. Porque a mí me dijeron que estaba grave
allá afuera, tú sabes, en Nueva York.
Iluminada se encogió de hombros.
—Que yo sepa…
Cuando la presionaron para que se comunicara con él y trató
Lamentos borincanos • 51

ella de ofrecer las razones por las que no podía, le contestó Alicia
de León:
—El perdón es un astringente para el alma, Iluminada. Ya
verás lo bien que te vas a sentir cuando se lo des. Anda, ayúdalo a
buen morir.
Mortificada hasta la saciedad, no quiso dar el brazo a torcer.
—El mandamiento dice: “Honrarás padre y madre”. No dice
nada de honrar a los hijos.
Pausó, pero añadió:
—A mí, que no me quieran, pero que me respeten.
Interpretó el silencio de las congregantes como aceptación
tácita de sus razonamientos. Se habían confabulado contra ella,
para tenderle la emboscada del hijo sin entender las poderosas
razones por las que no quería ella ocuparse de ello.

Terminó alejándose del grupo de oración. Aquellas


chismosas, tan corrientes y plebeyas, tragadas de problemas que
no compartían con nadie, insolentes que confundían el culto con
el fanatismo, que se creían dechadas de virtudes y no eran más
que unas ineducadas sin preparación universitaria que no sabían
ni quién era Abelardo Díaz Alfaro, de matrimonios fallidos o en
ruta hacia el fracaso: ¿qué derecho tenían de juzgarle sus actos?
¿Qué sabían ellas del dolor que sintió en su alma cuando tenía
que hacer pagos de aquella segunda hipoteca por culpa del pillo
de su hijo? Estaban de acuerdo para asediarla, para hostigarla. Ha-
blaban de ella a espaldas, estaba segura. Maribel Bermúdez—que
se fijara en su propia casa, que su hijo le pegaba a la mujer y se lo
habían llevado esposado, ¿o no sabía ella que todo en este mundo
se sabe?, que el otro hijo estaba viviendo en una casa de huéspedes
52 • Lamentos borincanos

porque la mujer lo tiró a la calle, que el hijo más pequeño tenía


los cuernos que no le cabían por la puerta porque la mujercita se
la pegaba con el maestro de gimnasia de la escuela donde tra-
bajaba, que su propio marido la había corrido por las calles del
pueblo hasta que le tajeó un brazo como a una puta cual-
quiera—había dicho que Iluminada no debía comulgar, por
haberle negado el perdón al hijo. ¡Atrevida! Nadie entendía que
ése era su carácter. Tenían que respetárselo y si no podían, que se
fueran al carajo, que ella no necesitaba a ninguna de ellas.

Milagritos aprovechó un viaje de los que daba a Wáshington


en trámites de trabajo y tomó el tren a Nueva York. En la estación
la esperaba el Herbert, que la condujo hasta la casa convertida en
hospicio circunstancial. Pasó por la sala del caserón rozando
antigüedades de la América colonial y mobiliario decimonónico;
pisaba tentativa sobre vistosas alfombras persas sin saber si estaba
permitido.
—Tiene usted muy buen gusto —le dijo a Herbert, que
asintió en silencio mientras la guiaba hasta la recámara.
Al entrar y acostumbrar la vista a la semioscuridad, el
impacto de la figura del hermano, perdido en el islote de cama,
hizo sentir a Milagritos desfallecer. Alguien había reemplazado a
un ser humano rebosante y vivaz con una osamenta apenas
cubierta de un pellejo traslúcido, a no ser por lesiones púrpuras
que lo pintaban con goterones en escaso relieve. Por el pecho
descubierto, que se inflaba y desinflaba con un ronquido deses-
perante, le brotaban dos tubos de caucho rojo implantados sobre
el esternón, de donde a su vez había enroscados sendos tubos de
acceso para líquidos que gotereaban desde una bolsa colgada al
Lamentos borincanos • 53

lado de la cama. Sobre una silla permanecían las sobras de un


almuerzo de caldo que no había terminado de sorber, y medio
vaso de una solución verdigrís que había dejado por el costado del
vaso un rastro de almíbar endurecida. Y detrás, una mesa de no-
che abarrotada de pomos, botellas, sobres de origen farmacológico
desconocido para ella, jeringuillas y ampolletas. Al acercarse al en-
fermo, que difícil era saber si siquiera reconocía la presencia de
alguien en la alcoba, se arrepintió de haber venido. Ya nada podía
hacer por él y era dudoso que tuviera él consuelo al saber que
había venido su hermana a verlo.
—¿Está consciente? —le preguntó a Herbert casi entre
dientes.
—Entra y sale, como si estuviera pillado en una puerta
giratoria —respondió Herbert con más humor del que creía ella
apropiado. Milagritos miró fijamente al hombre, los bordes del
desprecio dibujados en las pupilas.
—Perdone —le dijo Herbert—. No soy tan insensible como
parece. Es que ya llevo tanto tiempo viéndolo caer en picada, que
sólo con mi mal gusto puedo sobrellevar la carga. Además, ya he
visto a docenas de conocidos bajar esta misma montaña. Uno se
acostumbra, ¿ve? No tuve intención de ofenderla.
Milagritos bajó la cabeza y se viró hacia el hermano. La
emoción la hacía dudar que fuera el mismo. Hubiese querido
encontrarse en medio de un mal sueño, en lugar de esta pesadilla
en vivo cuya imagen no podría ya más borrar de la mente.
Hubiese querido haber equivocado las señas y estar en una casa
donde fuera éste un enfermo desconocido. Pero algo la trajo de
nuevo a la realidad. Oyó el crujir de algo plástico, sin duda un
pañal. Creyó ver moverse los palillos pellejudos que habían sido
los dedos de su hermano. Lo miró a lo que una vez fue rostro,
54 • Lamentos borincanos

ahora una careta sudorosa, olvidada de algún baile de máscaras:


los ojos apagados sobre pómulos que parecían piedras pálidas,
presidiendo éstas sobre mejillas plegadas, hundidas contra encías
vacantes.
—¿Who are you? —murmuró Enriquito—. ¿The nurse
again?
Apagaba y apretaba los ojos, como queriendo plasmar mejor
en la retina los rasgos de la enfermera.
—¿Pero no ves que soy yo? —le preguntó la hermana, queda
y tentativa.
—Ya ve muy poco —intervino Herbert con su intento de
hablar un español que no dominaba, aprendido a medias en la
universidad décadas antes, pero que de algo le servía—. En rea-
lidad, creo que no ve nada. El citomegalovirus le afectó la visión.
De súbito Milagritos sintió toda la fuerza de un hedor
insoportable, algo entre sulfúrico y acre, que permeaba la
habitación entera.
—Oh, oh —dijo Herbert, interrumpido en la explicación—.
Perdóneme un segundo, Milagritos.
Avanzó a salir al corredor, desde donde Milagritos oyó correr
el agua. Al segundo estaba de vuelta en la habitación con una
toalla húmeda. De un vestidor que debió pertenecer a alguna
familia adinerada de Boston en las postrimerías del siglo anterior,
extrajo un pañal fresco. Se acercó a la cama y le preguntó a
Enriquito:
—¿Did you make another little boo-boo? Oh, it’s a big, juicy
boo-bette.
El enfermo no contestó. Milagritos se quedó tiesa. Al
arrancar los esparadrapos del pañal sucio, brotó un chorrito de lo
poco que había podido contener, un líquido amarillento que
Lamentos borincanos • 55

debía ser el origen de aquella peste que la forzó a apretarse la na-


riz, sorprendida de que no lo hiciera también Herbert.
—Oh, oh, míster man —dijo Herbert—. You really did it
now, ¿didn’t you?
Se volteó hacia Milagritos y sin dejar de limpiar las heces, le
dijo:
—Perdone, señora, pero voy a tener que cambiar la cama y
lavarlo. Si quiere, espéreme en el pasillo.
Pensó ofrecerse a ayudar, pero no tuvo el valor o tal vez le
flaqueó la habilidad para aguantar aquella toxicidad excrementicia
que flotaba en el aire de la recámara cerrada. Salió al pasillo y es-
peró. Por la cabeza le revoloteaban miles de pensamientos inco-
nexos, arrepentimientos y penas, todas impotentes ante la impie-
dad de lo que presenciaba. Al rato oyó nuevamente la voz de
Herbert, que se alejaba en dirección contraria con las sábanas
amarillentas.
—Ya puede entrar. Le he dicho que es usted —dijo de
espaldas a ella, apresurándose antes de que fuera a goterear algo.
Entró a la habitación, donde el aire era una mezcla de
efluvios fecales y un aerosol florido igualmente nauseabundo. Se
acercó otra vez a Enriquito. Éste levantó los huesos del brazo y los
acercó a la mano de la hermana. La mandíbula le temblaba y el
gemido que emitía de la garganta sonaba a ronquido.
—Mi hermanita, qué bueno que viniste. Qué bueno, qué
bueno.
Milagritos no pudo ya contener la lágrima que le merodeaba
por los párpados. Ni cuenta se dio ya de la fetidez. Una angustia
terrible le amantaba el ser entero. Le puso la mano en la frente y
se sorprendió de la temperatura, una pirexia inhumana. La remo-
vió de inmediato.
56 • Lamentos borincanos

—Fiebres de origen desconocido, dice el médico —le dijo


Herbert, anticipando la pregunta. Había entrado calladamente a
la habitación y había permanecido junto a la puerta, para no
interferir con el encuentro entre los hermanos—. De noche le su-
be más y delira. Pero ya estoy acostumbrado y le doy un anti-
pirético. Sólo puede usar acetaminofén. El ibuprofén le provoca
diarrea. De eso ya le basta con la que tiene, como usted ve.
Milagritos había enmudecido. No podía preguntarle cómo se
sentía, porque era obvio. No podía preguntarle qué podía hacer
por él, porque no estaba en condiciones de hacer más que lo que
ya estaba haciendo.
—Mijo, sí, vine a verte, pero no puedo quedarme más, ¿ves?
Tengo que regresar a Wáshington.
Enriquito asintió con la cabeza.
—Pero qué bueno que viniste —volvió a decir el her-
mano—. Qué malo que no pueda verte bien. Pero qué bueno que
viniste. ¿Y mami, cuándo viene?
Le chocó la pregunta a la hermana. Tuvo deseos de pre-
guntarle, a su vez, cómo creía él que la madre pudiera venir. La
falta de tacto que habría representado, más la sospecha de que ya
el hermano no tenía clara la mente, la condujeron a ignorar la
pregunta.
—¿Cómo yo no iba a venir? —preguntó Milagritos,
asiéndole la mano con suavidad, temerosa de la fragilidad de los
dedos del hermano—. Ya verás, cuando acabe en Wáshington,
vuelvo y pasamos más rato juntos.
—Pues vas a tener que avanzar, porque no voy a llegar
—balbuceó Enriquito.
—Ten fe, mijo, y no hables así. Ya pronto vuelvo y vas a ver
que te pones mejor.
Lamentos borincanos • 57

Salió de la casa con el ánimo derrotado. Camino a la estación


de trenes no habló sino lo necesario. Había creído estar preparada
para esto, pero nada en la vida la pudo haber provisto de aplomo
para lo que acababa de ver.
Al bajarse del carro de Herbert, le dio las gracias por traerla.
—No sé cómo agradecerle lo que hace por mi hermano —le
dijo—. No entiendo y me avergüenzo de que no seamos nosotros
los que podamos responder.
—¿Cómo dicen ustedes, hoy por ti y mañana por mí? —le
respondió Herbert.
Recordó Milagritos otra ocasión en que había comprometido
a la familia por voluntariamente tratar de responder por el
hermano.
—Nadie nunca ha respondido por él. Ni él mismo. No ha
sido muy bueno con nosotros, ¿sabe? Pero no excusa —dijo
Milagritos, sintiéndose humillada y poca cosa ante la caridad del
extraño—. Avíseme cuando… Bueno, si pasa lo inevitable.
Herbert prometió hacérselo saber. Aunque hacía semanas que
lo presentía, no sabía que lo inevitable se había convertido en lo
inaplazable. Cuando llegó Milagritos al hotel de Wáshington, ya
la esperaba el mensaje.
I-3

—POR AHÍ DICEN QUE Enriquito se murió —le dijo una tarde
Salvador al entrar a la casa.
Lo dijo cabizbajo, casi imperceptiblemente. Tenía el tufo a
cerveza que lo caracterizaba desde temprano en el matrimonio y al
que ella se había acostumbrado en cincuenta años de convivencia.
Solamente se había recrudecido cuando se jubiló del trabajo de
mecánico de máquinas de coser. El hedor a cebada fermentada y
nicotina sustituyó por completo al de aceite y otros cebos
industriales. El único mal olor que no había emanado Salvador
desde que lo conociera Iluminada era el de perfumes de otras
mujeres, porque hasta ahí habría llegado ella.
No fue gran sorpresa para Iluminada saber que se rumoraba
la muerte del hijo. Tampoco le sorprendió que no se lo hubiesen
notificado primero a ella. Hacía meses que la maquinaria
chismográfica del pueblo había ido digiriendo detalles del estado
de Enriquito Román, mediante partes que daba Lili Diez Tetas.
No obstante, incomodó a Iluminada que algo tan personal, que
debió llegar primero a ella y que ponía en entredicho las afir-
maciones que hacía de que estaba al tanto de todo lo que pasaba
con Enriquito, surgiera por la calle, sabe Dios en qué bar inmun-
do de aquellos en que se metía Salvador. Toda su vida había
sabido o había intentado mantener en el puño lo que pasaba en su
casa.
—Esto es un asunto de aquí. Cuidado con irte a estar

58
Lamentos borincanos • 59

bembeteándolo con Guané y Silverio —le advertía al marido


siempre que lo creía necesario—. Lo quiero que se quede bien
closed.
Era ella únicamente quien tenía derecho a divulgar lo que
quisiera, en la versión que le pareciera justa y conveniente. Pero
desde niño Enriquito le negó ese derecho. Cuando trataba de
empuñar las riendas de su casa, siempre en ellas encontraba
enmarañado al hijo, haciéndole enredos y halándole para donde
no quisiera ella ir. Hasta en la muerte le hizo lo mismo.
No fue al servicio religioso que le hizo Milagritos en la Iglesia
del Espíritu Santo, por allá por Santurce. También amenazó
Iluminada a la hija con denunciarla con el Departamento de
Salud si tenía la desfachatez de venir al pueblo con sus porquerías,
a esparcir las cenizas inmundas de Enriquito por la calle donde
había pasado la infancia. Y las relaciones entre madre e hija,
tirantes e incómodas desde la boda con el odioso de Eduardo
Fernández, terminaron por lesionarse irreparablemente, encha-
padas con un hálito glacial que apenas disimulaban las dos.
60 • Lamentos borincanos
Segunda Parte

61
62 • Lamentos borincanos
II-1 Salvador

AY, MAMÁ, QUÉ DOLOR éste. Ni el dolor de la rabaílla es como éste.


No sé ni dónde lo tengo. ¿Será aquí, en las manos? No. Las
manos me duelen también, pero éste es otro dolor. Deja ver, aquí,
aquí en el codo. Ay, no, si es como en el pecho y me corre por
aquí, por, bueno, por el cuello, que no me alcanzo. No puedo ni
mover bien los pies. Si pudiera, me saldría de este callejón para
llegar a la iglesia o a casa de Guané. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Jmm. ¿Serán dos días? No. Bueno, a lo mejor.
Por suerte encontré aquí este colchón viejo, aunque tenga un
boquete en el medio y se le salgan los alambres por la esquina. Me
imagino que hiede a chinche, que apesta, porque tiene unas
manchas como de sangre vieja y meados y quién sabe qué más. A
lo mejor era de cama de puta. Es una suerte no poder oler. Creía
que iba a ser malo no poder oler, con lo que me gustan los olores
de guisos y de frutas frescas. Ah, hasta el olor de un limón cuando
se corta y le sale ese humito, el zumito que dicen. Flor de saúco.
¿Cuánto tiempo hace que no huelo? Jui, ya no mi acuerdo. El
médico aquél de Veteranos, el mijuío aquél. Pendejo. Que era el
efecto de una de las píldoras, dijo. Que no iba a saberme nada
bien, porque la lengua y esas pelotitas que uno tiene, donde está
el gusto, que eso cambiaba con la medicinas que me estaba
tomando. Que no iba a oler bien. Me creía que lo decía porque
iba yo a apestar a sobaco, como las costureras del taller de don
Justo. Pero al poco tiempo ya sabía yo lo que quería decir aquel

63
64 • Lamentos borincanos

pendejito con su batita blanca. Es que no iba a poder oler. Pero a


veces eso es suerte, porque cuando se me empezó a salir la churra,
si no hubiera sido por la olla de grillos que armaba Iluminada y
por la humedad contra las nalgas y la espalda, ni cuenta me hu-
biera dado.
Ji. Jmm. Ji, ji. Quién lo habría dicho. Iluminada limpián-
dome el culo, poniendo el grito en el cielo porque me cagaba sin
darme cuenta. Esa cosita que uno tiene en el culo que le aguanta
los mojones, como que se me había jodido, porque mierda dura o
mierda blandita o el cubo de churra se me salía igual y entonces
Iluminada, mira, coño, que me manchas el colchón nuevo, carajo,
esa sábana que te acabo de poner limpia. Pero yo oía a Iluminada
como si estuviera en el otro mundo, porque cuando me cagaba
también me subía la fiebre y me moría de escalofríos y los dos o
tres dientes que me quedan en la boca me chocaban y después
empezaba a sudar y a sudar, ay, mamá, como sudé casi hasta aho-
ra, pero por lo menos este colchón se chupa el sudor y me deja
mojada la espalda, pero no como aquél colchón después que Ilu-
minada le puso el plástico para que no se le dañara el Pos-
turepedic que le había costado como mil pesos, o por lo menos
eso decía cada vez que yo me cagaba en él. Con el plástico y el
calor del cuarto, me sentía emplastado a la cama como una pelota
de cemento que respira.
Nunca sabe uno las vueltas que da la vida, eso es verdad.
Mire, caray, quién iba a decir, Iluminada limpiándome los plie-
gues del culo y secándome los vómitos verdes con una toalla de las
que bordaba como si fuera para el baúl de novia.
Cuando nos casamos no tenía nada de eso. Tenía dos trapitos
de vestidos, dos o tres falditas, dos parecitos de zapatos y dos
mudas de pantaletas que enjuagaba todas las noches cuando se los
Lamentos borincanos • 65

quitaba. Yo entraba a la letrina después de coger una buena jienda


de ron y los blumes entripados de Iluminada me daban en la cara
y yo en la oscuridad, cristiano, qué carajo es esto, hasta que me
daba cuenta que eran los blumes de Iluminada. Después ya no
hacía eso. Tenía tantos, que los metía en el canasto de la ropa
sucia para lavarlos en la máquina de lavar que le había costado
como quinientos pesos en Sears y que no me dejaba usar porque
yo todo lo rompía. Cualquiera diría, si yo, je, de eso sé yo, de
arreglar máquinas, si la dañara. A lo mejor si se hubiera casado
con Gilberto Saldaña no le habría ido tan mal como conmigo.
Porque, coño, yo todo lo hice mal. Hasta en lo de meter metí la
pata. Bueno, para qué pensar en eso, si total, ya.
Ay, si pudiera mover bien la pierna. Deja ver, si la pongo
contra ese latón de basura, ah, sí, menos mal. ¿Quién vaciará estos
zafacones? Desde que estoy aquí nadie viene a vaciarlos. Pero tam-
poco viene nadie a echarles más desperdicios. Ay, no, no debí
mover la pierna. Es peor. No se me va a quitar este dolor. Me
acuerdo de aquello que decía Iluminada cuando se quejaba de
estar cansada, ay, mis muslos de amapola. Así yo creo que los ten-
go, porque se me están ajando, como si entre el hueso y el aire no
hubiera nada que me protegiera. Así creo que tengo la cabeza
también, porque la última vez que me pude pasar la mano por el
pelo, de hábito, ¿verdad?, porque pelo, pelo, ya no tengo. Son
como unas hebritas de hilo finitito que me salen como tela de
pana, en los bordes de las llagas.
Menos mal, que no ha llovido últimamente. Debe ser la
cuaresma. Si llueve se me mojan estos trapos que tengo puestos.
Me imagino que deben apestar, si los tengo puestos desde sabe
Dios cuándo, pero como no los huelo, después que me tapen los
huesitos. Primero creía que era el peso de la camisa la que no me
66 • Lamentos borincanos

dejaba respirar bien, pero me la toqué y me di cuenta que estos


harapos no iban a pesar tanto, ni mojados, no, qué va. Ni me
acuerdo del color de la camisa, si es que era camisa, que a lo mejor
es el pijama. Pero después que no llueva, estoy bien, porque si
llueve y no me puedo mover, me va a salir musgo por las piernas y
otra pulmonía me espera y el agua se me va a meter por la nariz y
por la boca y hasta me ahogo.
Lluvia. Lluvia como la que cayó el día que nos casamos
Iluminada y yo. Me casé con Iluminada una tarde bien
borrascosa, con nubes bajititas, negrecitas como si le hubieran
dado puños a los ojos del cielo, amontonadas y lentas, aunque las
ráfagas eran como de ciclón. Y de momento se zafó un aguacero
cuando íbamos saliendo de la sacristía donde nos casó el cura, y
no teníamos con qué taparnos, pero si esperábamos más se iba a
poner peor, y nos fuimos corriendo hasta el Forito viejo de
Onofre, que me prestó para que me fuera a casar. Iluminada
parecía una varilla cubierta con un paño crema y a mí el peso del
gabán prestado empapado de agua me hacía sentir como si
debiera darme cuenta del bulto que me había echado encima. No
nada más el fardo de Iluminada y el casamiento y todo aquello,
sino también la sombra de Gilberto Saldaña, que pesaba media
tonelada. Era una tarde que nadie se iba a imaginar que sirviera
para algo importante. Bueno, algo como el matrimonio, porque
por importante, vivir era suficiente. Pero qué sabía ni yo ni nadie
nada de eso de lo significante de vivir, pero no vivir como eso de
lo que hablan los maestros de escuela y la Milagritos con su
maestría y eso, no, vivir, como por ejemplo mear, cagar y hasta
respirar, que entonces parecía sencillo y no me daba cuenta yo
que respiraba, sino que lo hacía porque así tenía que ser y ahora,
ay, coño, ahora qué difícil es.
Lamentos borincanos • 67

Si esta pelota de flema se me bajara, a lo mejor podía respirar


mejor.
No, no era eso. Es que respirar es difícil y el pecho me duele.
Anoche, ¿fue anoche o fue antenoche o fue esta mañana, porque
no sé bien, si cada vez que cierro los ojos parece que me estoy
cayendo por un precipicio y no llego a darme cuenta de si he
dormido dos días o un minuto o un segundo o si sigo despierto?,
anoche me toqué el pecho y lo que sentí fueron las costillas
cubiertas de unos vellitos ralos, no como los que tenía toda mi
vida, que me tapaban las tetillas. Creo que si tuviera más fuerza en
las manos y me hurgara entre las costillas, me podría tocar los
pulmones. O lo que me queda de los pulmones.
Ay, ¿qué es esto que me sube por la garganta?, esto que me
quema, tengo que virarme, coño, aunque me duela la pierna, aun-
que me hinque hasta el alma la cadera, ay, así, contra ese zafacón,
coño, no te vires, zafacón, que me caes encima y me tengo que
poner de lado, porque si no, me voy a asfixiar, ay, papá Dios, ay,
menos mal que me viré, porque esa pelota me iba a tapar el
buche.
Ay, Señor, qué dolor éste.
II-2 De Iluminada y Otros
Asuntos

SE CASÓ CON SALVADOR ROMÁN por despecho. No podía perdonarle


el llamado desliz a Gilberto Saldaña y le dio por la cabeza con el
certificado de matrimonio con Salvador Román. Bien por debajo
de ella estaba Salvador, no como Gilberto Saldaña, de buena
familia, ingeniero y educado. Con el tiempo había visto que
cambió chinas por botellas cuando se pegó de Salvador, pero ya
era tarde. Se tuvo que conformar con que el divorcio no era
opción aceptable y que Salvador nunca la engañó con otra. Ni
que razón tuviera. Con Iluminada Vélez pudo superar el influjo
que la calle tenía sobre él. No que él se diera cuenta. Se necesitaba
ser inteligente, como ella, se requería percepción privilegiada,
como la de ella, era imprescindible fijarse siempre en la
importancia del detalle, como lo hacía ella, que bordaba que era
un primor de precioso y delicado. Por algo ostentaba un título en
educación elemental con minor en psicología. Era una mujer
instruida, que había leído desde Sócrates a Kierkegaard. Conocía,
vivía los versos de Palés y la divina Julia de Burgos, como también
los de Gabriela, Amado Nervo y Rubén. Había hecho lecturas
bíblicas (¡esa belleza de Job!) cuando todavía les eran vedadas a
católicos. Había sido alumna de Juan Ramón Jiménez y los
hermanos García Díaz. Recitaba nada menos que a Gautier
Benítez y Lloréns Torres. El Pérez Galdós de Misericordia era su

68
Lamentos borincanos • 69

preferido; sentía por la María de Jorge Isaacs y gemía ante la


injusticia de La charca. A Unamuno y Baroja los conocía como
sus manos. Cantaba con profundo amor patrio las criollas
creaciones de Rafael Hernández, Ángel Mislán y Morel Campos,
igual que tarareaba el sabor típico de la plena y el seis chorreao,
cuando no entonaba el Oratorio de Handel. Era puertorriqueña
hasta el tuétano y educada como pocas, pero también había leído
en inglés, el difícil, a Shakespeare, las Brontë (nunca olvidaría el
desgraciado amor de Cathy por su Heathcliff) y Longfellow;
todavía recordaba pasajes completos de sus obras, que en la
soledad declamaba para darse gusto. No haber terminado un
doctorado en la Complutense de Madrid que la capacitara para
cátedras universitarias había sido gran pérdida para el Estado
Libre Asociado de Puerto Rico, del que era defensora hasta la
muerte. Más enjundiosa que Concha Meléndez y más
compenetrada que Margot Arce de Vázquez habría sido.
¿O qué se habría creído la gente? ¿Que por haber sido
víctima de un hogar roto—no roto, en realidad, resquebrajado
irreparablemente—se iba a dejar vencer por la sepsia moral y
académica de sus antepasados? Iluminada había sido hija de la
depresión con d mayúscula y minúscula. La primera, porque esa
había sido la realidad mundial que le azotó la vida desde niña; la
segunda, porque sus padres nunca supieron por qué habían
echado hijos al mundo. Si lo hubiesen sabido, no habrían sido los
témpanos de egoísmo que siempre fueron. Pero no se dejó
sucumbir ante esa tragedia: ella tenía fuerzas que nunca
sospechaba nadie y supo hacer de tripas, corazones. Su vida entera
había sido eso, un afán constante de no dejarse aplastar por la
maledicencia, las malas intenciones de los demás hacia ella y la
posibilidad de que pudiera perder control de su destino.
70 • Lamentos borincanos

Juró que sus hijos no iban a ser reflejos de lo que fue su


niñez. Ambicionaba tener una hija que pudiera criar como no la
criaron a ella, con los altos valores y principios que había
aprendido por sí misma, por su inteligencia, que recibiera de ella
todo el afecto que sus propios padres le negaron y que a cambio le
pagara con la lealtad emocional que nadie más le había demos-
trado. Una hija que no anduviera en juntillas con cualquiera, que
fijara la vista en las altas esferas de la sociedad y la preparación
universitaria. Tuvo la hija; le inculcó el aprecio por ella, la
dedicación a ella, la responsabilidad que había tenido ella en sus
estudios, en su matrimonio, en lo fiscal, en la crianza de los hijos.
Aquella Milagritos sería la vasija en que depositaría ella todo lo
que tenía que dar para que su hija fuera como tenía que ser.
Ah, pero la vida—¿qué es la vida sino un agolpamiento de
desengaños que conspiran para desbaratarnos la ilusión de que
podamos vencer las fuerzas que nos aniquilan? Muy poco le salió
a Iluminada como esperaba, como siempre creyó que tenía dere-
cho a exigir. Desde temprano tuvo esa desdicha que la hacía tem-
blar de ira y la cegaba de desprecio contra el mundo infame.
Hasta aquel hijo, aborto chapuceado tres años después del alum-
bramiento maravilloso de Milagritos, que la había llevado a la
desesperación, hasta eso había tenido que sorportar.
—Mi papá, el Ramiro Vélez, fue muy malo con nosotros
—le repitió muchas veces a Milagritos—. Por eso no fui al
entierro cuando se murió. ¡Nos hizo mucho daño, Milagritos,
nadie sabe! Fue malo con mi mamá, también. Un indecente.

Ramiro Vélez se casó con Laura Alverio cuando la joven


estaba por cumplir los dieciséis años. Él, hijo de un mayoral de
Lamentos borincanos • 71

cañaverales en las afueras del pueblo y capataz de los mismos


predios, ya tenía dos hijos en mujeres de la costa, Velecitos que no
habían conocido nunca al padre que se había aprovechado de la
ignorancia y el hambre de sus madres para prometerles lo que
nunca iba a cumplir, todo parte de un intento exitoso, pero fácil y
barato, de seducción que en la ciudad no habría funcionado. A
Laura la había adoptado un matrimonio dueño de una de las
pocas tiendas que había en el pueblo. Los padres de la muchachita
habían muerto de tifo y un vecino se la llevó a los Alverio,
sabiendo que hacía tiempo habían tratado de concebir, sin re-
sultado. Laura, bautizada Florentina Barreras, recibió mimos que
debieron hacerla engreída y orgullosa. Sin embargo, se sabía re-
cogida y en el fondo del alma llevaba ardiente una hoguera de
resentimiento que fulminaba el cariño que tuvieron para ella los
Alverio.
Ramiro se fijó en lo que heredaría Laura, no en su espíritu
huraño y emociones esquivas. La pidió y los padres, aunque rea-
cios, pensaron que aquella muchacha tal vez necesitaba más de un
marido que de padres que ya no sabían qué hacer por agradar a la
hija. La querían, sí, pero entre los dos conspiraron sin palabras
para concluir que la hija se había convertido en un peso que les
aplastaba la felicidad sin darse oportunidad a que en su pecho
floreciera el afecto por ellos, y mucho menos el agradecimiento.
Cuando el nuevo marido llevó a Laura a la que sería su casa,
se desnudó como de costumbre, mientras la muchacha estaba aún
sentada en un taburete que el vestido de novia cubría por entero.
—¿Qué hace? —preguntó Laura cuando lo vio soltarse el
cinturón y empezar a desabrochar la portañuela. El sobresalto le
colmaba la voz.
—¿Cómo que qué hago? Desvistiéndome —le contestó
72 • Lamentos borincanos

Ramiro con el aliento acre que le había dejado un champán es-


pañol que hacía rato se había convertido en parte de la sangre fría
que le corría por las venas.
La lógica de la respuesta no pudo aligerar la impresión que le
causaba a la recién casada.
—Y usted, ¿se va a quedar ahí sentada toda la noche?
Fue en ese preciso momento que se dio cuenta la noviecita
que le esperaba algo para lo que no estaba preparada. La sensación
se agudizó cuando Ramiro Vélez dejó caerse los calzones sobre los
pies deformes de juanetes y Laura vio en completo horror que no
llevaba nada debajo. Se sintió asqueada, repelida y a la vez víctima
de un martirio insospechado al ver aquel apéndice de un tono
más oscuro que el de los muslos que lo flanqueaban, aquello que
brotaba impúdico de un nido de pelosillas ralas y grifas sobre una
bolsa arrugada a la que daba forma un par de esferas des-
proporcionadamente mucho mayores que lo que descansaba sobre
ellas.
—Le dicen Ramiro el Güevón —le había susurrado Trina, la
vecina del lado, cuando supo que Ramiro la había ido a pedir sin
que de él supiera Laura ni el nombre.
—¿Por valiente? —preguntó Laura.
Trina la miró, dibujada en la cara la incredulidad de que
hubiera en el mundo una tonta como ésta.
—Sí, muchacha, de seguro. Debe ser muy valiente —le
respondió Trina. Ya pronto sabría Laura la verdad sin necesidad
de aclaraciones tan ajenas a la ingenuidad de la muchachita.
—¿Bueno? —le preguntó Ramiro. Acompañó la pregunta
con un gesto de la cabeza, una sola agitación hacia arriba, mien-
tras fijaba los ojos en donde debían estar los senos de la mujercita.
A Laura se le antojó que estaba en un cuadrilátero cuyos
Lamentos borincanos • 73

límites quedaban señalados por paredones macizos, bajo un foco


de brillantez cegadora que hacía más gigantesca aún la figura del
púgil. La esperaba con los puños desnudos y ella no tendría
escapatoria. Se levantó y apagó rápidamente el quinqué, para no
tener que corroborar con la vista lo que sospechaba que el cuerpo
habría muy pronto de sentir. Dejó caer el vestido al suelo, se
desabotonó los zapatos, se soltó el cabello hasta sentirlo rozarle la
cintura y se deslizó bajo la cubierta de la cama, con cuidado de no
tocar con su cuerpo el de aquello que le habían dado por marido
sin preguntarle a ella si le gustaba o si lo quería.
Su madre le había advertido:
—No vas a ser la primera ni la última. Todas hemos pasado
por eso. Cierra los ojos y aguanta, y en un ratito, ya se acabó. Así
mismo, aunque te parezca que dura una eternidad.
Sintió de inmediato el peso de la mano de Ramiro Vélez,
pero no la piel áspera. Para eso tuvo primero que quitarle Ramiro
Vélez el refajo y los blumes sin importarle la fineza de las piezas.
Antes de que pudiera Laura darse cuenta de lo que estaba suce-
diendo, y sin tener mucho empeño en colaborar más de lo debi-
do, sintió a Ramiro Vélez arrodillársele entre los muslos, asirle los
senos con manos de papel de lija, soltárselos para levantarle las
piernas por las corvas hasta que la dejó como una tijera humana.
Sobre el hombro se dejó caer una pierna de Laura, para localizar
con los dedos lo que evidentemente buscaba, y allí fue intro-
duciendo poco a poco, y contra la resistencia de sus partes de
mujer niña, lo que Laura ya sabía.
—Me voy a cagar… —dijo Ramiro Vélez entre dientes.
Laura sintió la mano de Ramiro Vélez volver a dirigir aquel
entumecimiento hasta forzarlo en la cavidad. De repente sintió
Laura un dolor que empezaba en la ingle y que reaparecía de
74 • Lamentos borincanos

nuevo en la boca del estómago, pasando por alto lo que quedaba


entre los dos puntos. Creyó que la sangre le nublaba los ojos al
llenarle la cabeza y se le trincó el cuerpo entero. Estuvo segura de
que se iba a vaciar en sangre por todos los orificios del cuerpo y
quiso gritar, pero era tan sobrecogedor el dolor, que se le
empapeló el aullido en la garganta y se redujo a un ronquido
aterrador.
—Ahí, ahí, ahí —respondió Ramiro Vélez al rasgamiento de
alma de Laura. Recordó Laura que su madre le había prometido
que duraba poco, aunque pareciera lo contrario, apretó los
párpados y se mordió los labios entre los dientes. Un siglo después
emitió un gemido lejano Ramiro Vélez y se retiró del cuerpo de
Laura.
No sabía Laura si debió esperar de Ramiro Vélez alguna
palabra de agradecimiento ni reconocimiento, aunque, ¿de qué?
Ella había cumplido con su deber de esposa y él había hecho lo
que todos. Se sintió absurda cuando a la mañana siguiente
mantuvo Ramiro Vélez la misma distancia de la mujer, como si la
noche anterior hubiera sido un paréntesis de conciencia, como si
nada hubiese cambiado. La procracidad de aquello que tuvo que
continuar haciendo cada noche al principio y menos frecuen-
temente después de algunas semanas, la dejaron perpleja. Se pre-
guntó si sería decepción, pero no lo era. No había ido al matri-
monio con ilusiones ni esperanzas que pudieran deshacerse con
una realidad mucho menos poética que la esperada. No, era
sencillamente un repudio interior y total a aquel acto que le
dejaba las partes privadas en carne viva y que a través de siete años
la llevó a parir tres hijos y un natimuerto.
Pero los hijos no endulzaron aquel facsímil de hogar. Peor
aún, hicieron a Laura preguntarse si habría en algún lugar algo
Lamentos borincanos • 75

mejor, algo que le llenara el vacío del pecho, alguien que no fuera
tan animal al reclamar lo que por ley le pertenecía. Los hijos se
convirtieron en obstáculos que le vedaban la posibilidad de
encontrar lo que ella sospechaba existir más allá de la estrechez
cotidiana.
Un día en que barría el balcón, cuando ya los hijos estaban
en la escuela y el marido, poseído de sí en su confianza de la pose-
sión de la mujer, conoció Laura a Daniel Piñero. Le hacía ajustes
al motor del carro del vecino de los Vélez Alverio. El sol candente
le había dado una sed tremenda y tal vez Laura le podría dar un
vasito de agua.
—Cómo no, si un vaso de agua no se le niega a nadie
—respondió Laura.
Tampoco le negó receptáculos más íntimos que Ramiro
Vélez creía de su propiedad inviolable. Una tarde, antes de que
llegaran los hijos de la escuela y el marido del cañaveral, Laura ha-
bía encontrado el hueco por dónde escaparse del encierro. Daniel,
más considerado y fogozo, más joven que ella y más aventurero
que Ramiro Vélez, le proveyó la ruta hacia un mundo que, si más
tarde resultó ser una maqueta sólo en apariencia mejorada del an-
terior, por el momento le supo a paraíso.
—Mi papá fue muy malo con nosotros —les decía Iluminada
a sus hijos—. Nosotros sufrimos mucho por culpa de él.
Si de su mente trataba de escaparse otra realidad, no era esa la
que les ofreció a sus hijos como justificación de la antipatía que
sentía hacia su padre.
—Mi mamá también sufrió mucho —les decía sobre la
abuelita Laura, que vivía sola en una casita del pueblo, por la
Barriada Marín, hasta que murió poco después de haber termi-
nado Milagritos la secundaria—. Y cómo no, ¿quién iba a sorpor-
76 • Lamentos borincanos

tar lo que ese viejo le hizo?


Porque difícil habría sido aguantar lo que ese viejo Ramiro le
hizo a la abuelita Laura, en la versión que componía, creadora,
Iluminada para sus hijos. Un día la mamá de Iluminada había
llegado a su casa y había encontrado al viejo ése acostado con una
sirvienta del frente. Acostado, se sabía, haciendo porquerías con
una jíbara patituerta que era sirvienta en la casa de enfrente, en la
misma cama que se acostaba con su esposa y en la misma casa que
compartía con sus hijos. No tuvo dignidad ni respeto. Era un
enfermo sexual, ese viejo. No se fijaba dónde metía el pajarito, el
viejo asqueroso ése. Se acostaba con lo que encontrara y tenía sabe
Dios cuántos hijos. Su mamá no pudo aguantar eso, claro, ¿quién
podía? Sufrió mucho su mamá, y por lo que ese viejo hizo,
pagaron los hijos, Iluminada, Encarnación y Alejandro. En su
casa, ¡ay, bendito!, un sinvergüenza, un cruel con sus hijos, que les
pegaba hasta hacerles saltar sangre y les abría la cabeza con palos y
lo que tuviera a la mano por cualquier cosa, como si se estuviera
cobrando algo que nadie le hizo.
Entonces la abuelita Laura se fue para San Juan, con la prima
María Luisa. Y por allá se casó con un hombre bueno, con Daniel
Piñero. Y ya los hijos de Laura estaban grandecitos y después de
sufrir tanto con el viejo enfermo sexual y la cadena de madrastras,
se fueron a vivir con Daniel y la abuelita Laura.
—Huy, el divorcio. ¿El divorcio? Eso es lo peor del mundo
—decía Iluminada—. Por el divorcio de mis padres sufrimos
mucho.
Entonces, como coda sin la que la sinfonía de temas
repetidos quedaría inconclusa, añadía Iluminada siempre que
hacía el cuento:
—Y por ese viejo sinvergüenza que le faltó el respeto a mi
Lamentos borincanos • 77

mamá. Por eso yo le he aguantado tanto a Salvador, porque el


divorcio es terrible. ¡Terrible!
II-3 Salvador

ESTA PIQUIÑA QUE TENGO encima de las nalgas, en donde empieza la


raja, debe ser la úlcera que se me pega de los calzones. O a lo
mejor lo que se me pega de los calzones es un emplasto de churra
vieja. Deja ver, si me muevo para el lado y me sacudo, ¡ay, Virgen
Santa!, es peor. Pero si me la rasco me sale más sangre y ya no es
como cuando uno se rasca y le duele bueno. Entonces me duele
malo. Esa fue la que el médico me dijo que se me quitaba con
unas pastillitas blancas, unas tabletitas que no eran ni redondas ni
cuadradas, deja ver cómo se llamaban, pero, ¿qué diache voy a
acordarme ahora? ¡Ay!, mejor es acostarme derecho. No me
hicieron nada las pastillitas aquéllas. Eso empezó con un picorcito
y unas ampollitas y a los dos o tres días era del grande de una
peseta y estaba en la carne viva, pero no podía rascarme y me
desesperaba. A Iluminada le dio con ponerme un polvo que le
había traído Joaquina Pomales, pero el médico después dijo que
eso había puesto peor la llaga, que era una lesión de herpes, y ahí
me mandó aquellas tabletitas que no me hicieron nada, y le dijo a
Iluminada que me pusiera una bolsa de hielo cuando me picara.
Pero ya Iluminada estaba que no podía ni con su alma y
cuando me encontraba rascándome, ahí mismo empezaba la
cantaleta, ¡qué bigornia!, que si yo me creía que ella era de palo
para estar dando viajes a la cocina a buscar agua, a sacar cada
píldora y cada cápsula, a buscar hielo cada vez que yo me irritaba
la llagareta, que ya estaba del grande de una hostia de consagrar,

78
Lamentos borincanos • 79

pero yo, ¿qué iba a hacer, si me picaba hasta las tripas mismas y la
pastillita no me hacía nada?
De noche era peor la desesperación, porque me picaba y
sentía que ese picor me llegaba hasta los dedos de los pies. Y ya los
pies no los sentía, los tenía como adormecidos con aquello raro
que me daba picor y que yo sentía la piel, pero estaba como
cuando a uno se le duermen las piernas, como si tuviera las
piernas hinchadas, pero me rascaba y sentía los dedos contra el
pellejo sin que se me aliviara la rasquiña de mono. Iluminada
estaba durmiendo ya, como dormía siempre antes, sin hacer ni un
ruidito y yo antes siempre creía que estaba haciéndose la dormida
cuando yo le pasaba la mano por la espalda y le ponía la mano por
la cintura para pegármela, que sintiera ella que lo tenía duro, a ver
si se volteaba y nos liábamos, pero ella seguía como bloque,
dormida, y yo sin saber, porque a veces sí se hacía la dormida,
aunque yo le sobara las tetas y tratara de darle dedo para ver si
algo se le aflojaba. Pero a veces estaba dormida de verdad. Bueno,
pero eso era antes, cuando todavía dormíamos en la misma cama,
después que yo dejé de acostarme con Milagritos hasta que se
dormía. A veces yo me dormía primero y me despertaba con el
mojadero del charco de los orines de Milagritos. Esa Milagritos,
que ahora es trabajadora social y todo, jmm. Estuvo meándose en
la cama hasta los trece años, pudriendo colchones y
despertándome si por casualidad me dormía antes que ella.
Entonces me iba para mi cama y trataba de despertar a Iluminada,
pero a veces se hacía la dormida y otras, estaba dormida de
verdad.
Deja ver. Sí, todavía tengo los pies así, dormidos, pero con
movimiento. Ahora casi ni se me mueven, pero cuando trato así,
un poquito, aunque me duelan, se me mueven. Si me rasco así,
80 • Lamentos borincanos

con el dedo grande del pie contra el talón del otro, lo siento, pero
no me quita el picor. Lo que hace ahora es que me corta la piel,
porque tengo las uñas como garfios. Iluminada trataba de cortár-
melas, pero decía que me apestaban los pies a sicote, como le
apestaban a toda mi familia. Yo no sé cómo ella sabía si le apes-
taban o no los pies a mi familia. Nunca quería estar con ellos. Los
borrachos atómicos esos, les decía. A mí me daba coraje, porque
era mi familia y yo la de ella ni la mentaba, ni a la vieja puta
aquella que la abandonó cuando chiquita y se fue con otro
hombre. Iluminada no sabía que yo lo sabía. Jmm. Pero eso, ¿qué
culpa era de ella? Por lo menos ella supo respetar su casa y
respetarme a mí, aunque mi hermana Guané dijera que yo tenía
que andar con ojo al pillo. Ni Isabel ni Onofre ni Nicolás ni
Conchita ni ninguno de mis hermanos supo nunca cómo era Ilu-
minada y lo que valía. Ella tenía su genio, coño, mal genio tenía,
sí, pero tenía cabeza y llegó lejos sin que nadie le diera la mano, y
no me engañó nunca, y aunque nunca se lo dije, yo eso se lo
agradecía. Yo no era ningún maestro de escuela, como ella, ni
tenía mucho estudio, y bebía romo Don Q y cerveza y hasta ron
pitorro como caballo pelao, y le hice aquella trastada con sus cha-
vitos, y llegaba tarde y me gustaba ligar a las mujeres y me
calentaba viéndoles los blumes a las operarias de la fábrica cuando
me metía debajo de las máquinas y tenía escondido aquel mon-
toncito de retratos y revistas frescas que me traía Plinio de Miami,
con gente chichando hasta por el culo, pero ella lo aguantaba y si
lo sabía nunca se dio ni por Pancho. A lo mejor era porque así me
metía yo en el baño de la fábrica o me encerraba en el inodoro de
casa con una de aquellas revistas y me hacía una puñeta, y la
dejaba quieta a ella de noche. Y eso fue mucho tiempo antes de
que cayera como mamao, cuando me dejé caer con la muchacha
Lamentos borincanos • 81

aquélla. Mire que después de viejo, cuando quiere uno descansar


el alma de tanto trabajo y tanta hiel, viniera yo a dejarme coger de
pendejo y llegar a estar peor que cuando no tenía ni qué comer.
¿Qué es esto? Ay, papá Dios, otra hervedera. Tengo que
mover la cabeza, porque si no, me baja el chorro caliente por el
cuello y se me pega detrás de la cabeza, pero, ¡ay!, qué trabajo me
da. Me quema eso que me sale del estómago, pero cuando desem-
bucho me siento mejor, hasta que me vuelva a subir otro. De mi-
lagro no ha aparecido una rata a comérselo. Si viene se va a poner
pimpa conmigo, porque no me puedo mover mucho. Y las ratas
son atrevidas, y más si están paridas, como la rata que encontré
una vez en el tallercito, cuando monté mi fabriquita. No me duró
mucho, pero no fue por las ratas. Fue por Miguel Ángel mi her-
mano, que me robó hasta la cruz y dejó colgando a Cristo de un
clavo. Hay ratas de cuatro patas y las hay de dos, pero cuando son
familia, el mordiscazo duele más y llega más hondo, aunque nos
lo callemos por lo que es.
Hasta en eso tuvo razón Iluminada, que me lo advirtió, pero
yo no quería oír. Yo quería demostrarle a Iluminada que no había
sido error casarse conmigo cuando rompió con Gilberto Saldaña,
aunque la familia de él tenía tierras y negocios y él era hasta
ingeniero. ¿Qué tenía yo, si papá Atanasio y mamá Yuya se mu-
rieron cuando yo era un muchachito y me tuve que ir a vivir con
mis siete hermanos a casa de tío Cipriano, que ya tenía tres hijos
de él? Yo tuve que irme a ganar mis chavitos desde chiquito. Los
hijos de tío Cipriano estudiaron y todo, pero yo me tuve que ir a
trabajar en obras cuando todavía no tenía ni sombra de un pelo
de bigote. Con aquellos hombres hoscos y brutos aprendí lo que
no me enseñaron en casa, aprendí a beber como macho viejo y
supe que vivir era echar pa’l frente a sol y sombra. Gilberto
82 • Lamentos borincanos

Saldaña le pudo haber dado más y a lo mejor hasta la hubiera


querido más que yo, pero yo la quise, aunque no se lo dijera. La
quise tanto que ojalá nunca hubiéramos tenido hijos. Yo hubiera
sido feliz con Iluminada, solitos los dos en una casita de campo,
aunque nunca se cruzara entre nosotros una palabra y aunque ella
hubiera sido tabaquera en vez de maestra de escuela. Desde que la
vi me enamoró por dentro y por fuera, que yo creo que lo que la
quería de adentro me agitaba lo de afuera.
Y no es que me diera razón para creer que me pudiera faltar
el respeto con Gilberto Saldaña después que nos casamos, pero
pensar que podía pasar y que nunca iba a ser suficiente para
Iluminada me emputecía el corazón y cuando bebía creía que eso
se me quitaba, pero, qué va, se me ponía peor. Entonces era que
llegaba a casa y armaba el escándalo y por cualquier cosa sacaba a
relucir el nombre del contrario, aunque no supiera yo si de verdad
era mi rival o no. ¡Qué mal traté a Iluminada por no poder
demostrarle que yo podía ser igual o quién sabe si hasta mejor que
aquel hombre! Por eso puse mi fabriquita, a ver si echaba pa’lante,
pero por lo que me robó Miguel Ángel y por haberme creído
capaz de algo que se me iba escapando de las manos, mi fabriquita
se me vino al suelo. Y creí que Iluminada me iba a dejar, por
soquete y bruto, pero lo que hice fue ponerla más agria, y de ahí
empezó a sacarme en cara que mi familia no servía nada más que
para darme ron y aprovecharse de mí. Me envenenó tanto que
una noche vi a Gilberto Saldaña borracho en la esquina más
oscura donde está el cafetín de Mariano Castro y sin que viera
bien quién se lo daba, le metí un puñetazo en un ojo, que cayó
patas arriba y yo oí aquello que hizo, ¡clon!, contra la acera de
cemento, y allí lo dejé y me arrepentí de habérselo dado, porque,
total, ¿qué sabía el borracho de quién lo había noqueado y por
Lamentos borincanos • 83

qué?, pero de todos modos con el puño se me hizo polvo el


bloque del alma aquella noche y seguí cuesta arriba hasta casa.
A lo mejor el pobre sintió este mismo dolor de cabeza que ya
no es de cabeza nada más, que me coge todo el cuerpo y me pone
como si tuviera una monga de toda la vida. Si así se sentía
Iluminada cuando le estaban dando el tratamiento, la pobre, ¡qué
mucho sufrió!
II-4 Transcripción del
Testimonio
de la Sospechosa

¿CÓMO QUE QUÉ HACÍA allí? ¿Qué se hace en la oscuridad de una


iglesia vacía? Ah, usted no va a la iglesia, señor oficial. Bueno.
Usted se lo pierde. No, fuera de broma. No, no, si no es relajo.
¡Mire! Cuando está llena, no se puede pensar ni rezar bien. No
hay religión, ¿me entiende? Lo que hay es viejas ricachonas apes-
tosas a polvo Maja, viejas comesantos murmurando así, ¿sabe?,
con los labios entre pegados y abiertos, con rosarios de cristal de
roca entre los dedos. Chu-chu-chu-chu, chu-chu-chu. El cura
allá, al frente, que si hablando, que si la caridad, que si el perdón,
que si hay que amar al prójimo como a sí mismo. Y las viejas, cu-
chún, con el cuchicheo, como si con ellas no fuera, ¿me entiende?

Ah, se ríe, señor oficial, ¿eh? Epria, si se ríe, pero es verdad.

Oh, ¿no es católico?

¿Adventista? Yo de eso, mire, ni pa’llá voy a mirar. ¿Esos son los


del Salón del Reino, por allí por el parque de pelota?

Ah, sí, sí. Los que no comen manteca. Perdone, pero, ¿de vez en
cuando no se comería un pastelillito volao, de esos que chorrean

84
Lamentos borincanos • 85

su mantequita y dejan el jociquito así, bien jugosito? Sí, sí, de


queso y de carne o de chapín, o una alcapurria bien rica.

¿Su cuerpo? Entonces ustedes se cuidan más el cuerpo que el


alma.

Ah, los dos. Unjú. Bueno, pues si usted tiene el alma como tiene
el cuerpo, oiga, debe tener el alma bien buena.

Pero no se ponga tan serio, si fue una broma.

Pues perdone.

Sí, estaba en la iglesia.

No había misa, pero estaba abierta.

Esperando a un amigo.

¿Qué importa?

No tiene nada que ver con esto, así que olvídese.

Segurísima estoy.

Bueno, me gusta la oscuridad, ¿oquéi?

Sí, estoy en el famoso tratamiento, pero a esa hora no tenía que


estar en el centro. Yo allá voy por la mañana y hago la fila y
después me voy por el pueblo.
86 • Lamentos borincanos

No, primero me tuve que ir al tratamiento para no sentir tanto la


necesidad de la cura. Usted sabe. La cura.

Yo no empecé de niña con brea ni inyectándome.

¡Vay! ¿Para qué sirve eso? Con la metadona y con la heroína tengo
dos adicciones. Tres, si cuento el crac.

Pero yo no soy estadística de nadie. Aquí, mire, aquí hay mucho


mono en el Departamento de Salud y en Servicios Contra la
Adicción, copiándose cosas que aquí no funcionan, ¿me entiende?
Porque nosotros somos puertorros, ¿ve?, no somos gringos ni
somos primos de Nancy Reagan. Y eso de dile que no a las
drogas, eso suena de los más mono, pero cuando uno viene a ver,
a un no que yo di, después di muchos sí.

Bueno, porque así es la vida. Todos no somos iguales.

Adiós, pero, ¿qué se cree la gente, que yo empecé tecata? ¿Ustedes


se creen que uno sale del vientre de la madre con una jeringa
colgándole de la vena?

No, si no me altero. Qué me voy a alterar. Si me altero usted me


da con esa mecana, que no es la que a mí me gustaría. Ay, ya, ya,
oquéi, no sea tan serio. Pero no se apure, que se lo voy a decir
bien bajito, ¿oquéi?

Sí, mi nombre completo es Adela Collazo Roldán, pero me dicen


Adela la Tecata.
Lamentos borincanos • 87

Ay, usted me va a perdonar, pero, ¿qué quiere, que hable alto o


que hable bajito?

Pues dígame si así está bien. Oquéi. Siga preguntando.

Me crié en el Ensanche Flores, más arribita de doña María Ferrer.


Sí, pero la casa de nosotros no cogía media cuadra, como la de
ella. Cabíamos bien los cinco, pero no cagábamos más arriba del
culo, como los Ferrer.

Perdone.

No, no siempre he hablado así. En casa me hubieran partido el


alma si hubiera usado ese vocabulario. Pero las juntillas, bueno…
Con el tiempo una habla como el resto de la gente que la rodea y
nada le parece malo. La fuerza de la costumbre, como cantaba,
¿quién era? Lolita de la Colina o una de ésas.

Ah, usted no oye música de esa tampoco. Mejor me callo.

Éramos mi papá, Bartolo Collazo, mi mamá, Alejita Roldán, mi


abuela, que en paz descanse, la mamá de mami, pero ella no
contaba, porque no vivía en casa siempre. De vez en cuando,
cuando la otra hija la botaba de la casa, y entonces mi mamá la
recogía hasta que a mi tía se le pasaba el coraje. Entonces, deje
ver. Yo tenía dos hermanos, Carmelo y Pichi.

No, no viven aquí. Carmelo se embarcó para Chicago y por allá se


quedó. Hace años que no viene para acá. Y a Pichi lo mataron
88 • Lamentos borincanos

unos tipos que traqueteaban con crac, por allá por Barrio Obrero.

Bueno, la gente decía que Pichi tenía un punto de drogas por


Villa Palmeras, y una ganga quería el punto de él. Una tarde,
según nos cuentan, ¿verdad?, porque nunca se sabe a ciencia
cierta, Pichi estaba pagando la cuenta de la electricidad y en
medio de Fuentes Fluviales allí en Santurce, ¡pun!, le pegaron un
tiro por la cabeza.

No sé si los cogieron. A lo mejor son los mismos que me la


vendían a mí, ¿quién sabe?

No, yo para San Juan no camino.

Yo no sé coger guagua para allá y además, eso cuesta, y yo tengo


que cuidarme de no gastar mis chavitos, porque los necesito para
otras cosas. Y si, total, aquí se consigue de todo lo que hay en San
Juan, ¿para qué ir hasta allá?

Bueno, de todo. No se haga, que usted es policía y sabe.


Pero dígame, ¿estoy aquí porque usted cree que yo me robé los
copones de la iglesia, o porque usted quiere saber quién vende
drogas en este pueblo?

No me venga con psicología de botica, señor oficial. Yo no seré la


más lista, pero en eso no caigo. No voy a chotear a nadie, así que
no me ponga cascaritas de guineo mongo a ver si resbalo, ¿oquéi?

Pues déjeme seguir. ¿Por dónde iba? Ah. Me crié aquí mismo.
Excepto una vez que mis papás me llevaron a Disney World,
Lamentos borincanos • 89

siempre he estado aquí.

No, no estudié en el Colegio de los Dulces Corazones de Jesús y


María.

Eran católicos, sí, mis papás eran católicos prácticos y yo hice mi


primera comunión y todo, con las riquitas, pero no estudié con
las monjitas. Estuve en la Escuela Tomasa Salavarría. Pero no se
crea que estaba en los grupos de los caseríos y de los hijos de
cuanta puta, digo, mujer de vida fácil, perdone, mujeres de ésas.
Mi maestra de primero fue Magdalena Castro, que siempre
enseñaba a los blanquitos.

Ah, ¿también fue maestra suya? Pues qué casualidad casual, ¿no?
Entonces usted era de los blanquitos también.

Ah. Era pobre, pero inteligente. Por eso es policía.

No, no me estoy mofando, si lo digo con seriedad, porque para


ser policía, ¡ay, mi madre!, qué muchos estudios hay que hacer.

Ay, bendito, pero si lo digo en serio.

Pero, ¿usted lo dice de usted o de los hombres en general, eso de


que las apariencias engañan?

No, no sé. Es difícil entender a los hombres, ¿sabe? A veces le


dicen a una algo así, como, usted sabe, bien seriotes, como si se
fuera a acabar el mundo si no le dicen eso a una: “Cuando un
hombre dice eso” o: “Cuando un hombre hace esto”, ¿verdad? Y
90 • Lamentos borincanos

una no sabe. ¿Lo dice porque se siente que es portavoz de la


masculinidad o porque se pone así como de categoría, usted sabe,
así, como si fuera el universo entero de la machería internacional
y todo?

Vay, ustedes se creen que siempre están en cámara y que si se les


olvida el diálogo no les van a dar el Oscar. Vay, si lo voy a saber
yo, que ando por el mundo desde, ¡ea!

Ah, ¿usted no me cree? Mire, míster police brutality, cuando Dios


dijo: “¡Callejeros al agua!”, yo era salvavidas.

Es un decir, ay, Virgen, Jesús manífica, usted todo lo coge por la


punta.

Oquéi. Pero primero búsqueme un poquito de agua, eh, por


favor, porque estoy estragá, si no es mucha molestia.

Aquí lo espero, no se apure, que, mire, no voy a tratar de


escaparme entre las rejas de esa ventana. Yo estoy flaca, pero no
tanto, ¿sabe?

Ay, ¡qué chulin es usted, caballero! Dios se lo pague, porque lo


que soy yo, estoy más pelá que un chucho y no le puedo pagar ni
el vasito éste de papel.

Bueno. Mi maestra de segundo fue la vieja odiosa ésa, Iluminada


Vélez. A esa sí, ¡que le tenían un odio! Decían que enseñaba
mucho, pero, mire, por cualquier cosa le daba a uno una paliza
Lamentos borincanos • 91

con lo que tuviera en la mano. Y cuando eso no era como ahora,


que los muchachos le dan a la maestra con una silla por la cabeza
y los sacan absueltos, ¿sabe? Cuando eso la maestra le daba al
muchacho una tunda, ¡pan!, ¡pan!, ¡pan!, y después venía el pay
del muchacho y le daba otra, para que escarmentara. Y esa
Iluminada Vélez, ésa se la jugaba fría, ¿sabe? ¡Ay, mi madre! Si
uno no traía lápiz, ¡pan!, dos reglazos, y después le decía, “Sácale
punta al dedo y escribe con sangre”. ¿A usted nunca se le olvidó el
lápiz?

No, claro. Usted era de los que traía tres, bien afiladitos, y le
prestaba uno al vecino. Yo me acuerdo de los que eran como
usted, ¿sabe? Aunque yo no era tan mala, oiga, pero con esa
mujer, ¡huy!, no se salvaba ni el más guapo. Esa mujer tenía la
sangre de horchata y por cualquier cosa, a burrunazo limpio le
entraba a uno sin encomendarse a nadie. Si uno quería ir al baño,
no lo dejaba. “¿Por qué no fuiste en tu casa?” Y cuando alguien se
ensuciaba encima, lo ponía frente a toda la clase y le pegaba en las
manos con un libro. No, si era tierna la señorona ésa. Blandita
como… ¿Puedo decir algo?

Oquéi: blandita como un mojón de guayaba.

Pues claro, si se creía que todo lo mejor era suyo y cagaba rosas.

Ay, perdóneme otra vez. La mala costumbre. La cuestión era que


siempre estaba poniendo de ejemplo a la hija, Milagritos.
Milagritos era perfecta. Sacaba las mejores notas. Se portaba
mejor que nadie. Y cuidado que nadie tratara de hacer amistad
con Milagritos. Porque las amiguitas de la Milagritos no podían
92 • Lamentos borincanos

ser nada más que, mire, con los dedos de una mano se pueden
contar. La hija de Manuelito Peña, el postmaster del correo, la
hija de misi Marcano, la hija del viejo aquél que andaba por el
pueblo con un Cadillac convertible, ¿cómo se llamaba?, el dueño
del teatro, este, este…

Ese mismo. Chuchito Tres Pelos. Y la hija del doctor Ares, el


sacamuelas aquél que tenía el consultorio frente a la plaza de
recreo. Y yo no sé por qué esa mujer se creía que la hija era de
porcelana, porque salió igual que todas, más educadita y
comemierda, no, no me corrija, porque eso mismo era, pero, a la
larga, dicen que hasta cachapera es. Y cuando estaba como en
sexto grado, eso debe ser cuando todavía no sabía que le gustaban
las mujeres, la cogieron en un matorral detrás de la escuela con el
hijo de misi Fela, que ya le había quitado las pantis y si no lo
atajan ligero, le vuela la tapa de la…

No, si voy a tener cuidado, no se apure. La tapa de las partes


privadas. Y la misi Vélez le metió una tunda con varas de algo,
porque la muchacha tuvo que ponerse un yáquet y todo, en pleno
agosto, con esos calores, imagínese, para que no se le vieran los
varazos que tenía marcados en los brazos. Aunque a algunos se los
enseñó, que por eso me enteré yo. Si hubiera sido modelo de algo
bueno, ¿qué varazo le habría tenido que dar la bruja de su madre,
ah? Dígame usted. Y si no se juntaba conmigo y con otras
muchachitas que eran buenas también aunque no viviéramos en
Alturas de los Cerezos, no era porque fuera mejor que nadie. A
mí, mi mamá me mandaba a la escuela que brillaba, ¿sabe?
Siempre tenía el uniforme como un espejo y planchadito. Y los
zapatos, bien brillados. Las medias blancas y sin un tiznecito. Por
Lamentos borincanos • 93

la mañana, mami me hacía dos trencitas y me las amarraba con


unas gomitas de colores, así. Bueno, no así, verdad, porque tenía
más pelo que estas cuatro greñas que me quedan en la chola. Y yo
me portaba bien, oiga, bien, bien. Eso se lo pueden decir mis
otras maestras. Ana Sotomayor, Amelia Figueroa, Dora Fidalgo.
Ahora yo no sé lo que podrán decir de mí, pero cuando yo estaba
en la escuela, yo era de las mejorcitas. Y una vez, porque le regalé
una bolita de chicle a la hija de esa misi Vélez y lo averiguó la
mamá, esa señora esperó que entrara yo al salón después del
recreo y me haló por las trenzas, hasta que me las deshizo. Y se me
pegó de la cara, así de cerca, que yo le olía la peste que tenía en la
boca, y me gritó, “Con mi hija tú no te puedes juntar. Tú no eres
quién”. Y con el dedo así, el dedo parado que casi me lo estaba
metiendo por la nariz. “Que no te vuelva yo a coger dándole
chicles a mi hija, que yo no sé de dónde los sacas. Si alguien le va
a comprar chicles a mi hija, voy a ser yo, ¿oíste?” El “oíste”
todavía me retumba en los oídos. Yo creía que me iba a entrar a
galleta limpia en plena cara.

Qué sé yo qué le pasaba. Yo había sacado el chicle de una


maquinita de esas de a centavo y se lo di a Milagritos porque
quise. Pero de ahí en adelante, ¡cristiano!, ni la volví a mirar. Cogí
mi seto, como buena cucarachita.

Bueno, con el hijo de la misi Vélez, sí tuve amistad. Pero ese era
diferente. Es que era tan pato, bendito, y la mamá, bueno, a ella
parece que no le importaba lo que hacía el hijo, a menos que la
pusiera en ridículo. Dicen que murió solo por allá por Nueva
York. A él sí lo conocí y a la mamá parece que no le importaba
que yo me juntara con él y me fuera a andareguear la seca y la
94 • Lamentos borincanos

meca con Enriquito. Fuimos estudiantes de la escuela superior a la


vez, aunque él era menor que yo.

No, si él ni fumaba ni bebía ni nada de eso, pero era un charlatán.


Lo que le gustaba era el relajo y hablar de quién lo debía tener
más largo. Me imagino que también averiguaba quién lo tenía
cómo, porque por algo era pato, ¿no?, para andar cogiendo por
detrás.

No, yo no sé de eso, pero me lo imagino.

¿Que especulo? Ay, señor policía, qué palabras feas sabe usted.

Sí, ya sé lo que quiere decir. Yo tengo dos años de universidad,


sabe. No siempre anduve por la calle como estoy ahora. ¿Ve, que
sé decir “anduve” y no “andé”? No, si yo soy una chulería en tres
patines, oiga.

No, con Enriquito no estudié, si yo creo que él ni fue a la


universidad. Pero como Enriquito se juntaba con todo el mundo,
aunque la mejor amiga de él era una que le decían Lili Diez Tetas.
Él decía todo lo que pasaba en su casa. Cuando se ponía más
jodón, digo, relajón, decía que él no sabía por qué había salido
tan fabulosa, si su mamá era más agria que un limón y el papá era
un pendejo.

Pero si eso era lo que él decía. Yo nada más lo repito.

Bueno, oquéi. Después se puso más orgulloso, pero cuando yo lo


conocí, era amigo de todos, especiamente de las muchachas.
Lamentos borincanos • 95

Cuando era chiquito, la mamá lo llevó al médico para quitarle la


patería. El médico le puso unas inyecciones de unas hormonas,
para hacerlo más macho, pero, ¡qué diablo!, si era pato de nación
y lo único que hicieron fue que le salieron pelos hasta en los ojos,
yo creo, porque era peludo como un oso. Y era de lo más cómico,
porque le gustaba vestirse de mujer, oiga, y si no fuera por todo
aquel pelo que no se afeitaba, habría parecido una mujer preciosa,
si usted supiera. Después se quedó calvo, bien calvo, pero no se le
cayeron los pelos de los brazos. Una vez lo vi por el pueblo,
aunque no sé cómo, porque ya él vivía por Nueva York y hasta
decían que se había metido al ejército, imagínese usted, tan pato
como era, y cuando me lo encontré lo saludé, pero como que no
me conocía, pero, bueno, igual me dijo que se había ido lejos de
este pueblo de mugre y se estaba dando la vida fabulosa sin que
lo… bueno, dijo otra cosa, pero lo que quiso decir fue sin que lo
molestara la mamá.

¿Usted cree que me voy por la tangente? Ah, porque usted no


sabe, señor oficial, usted ni se imagina, las vueltas que da la vida.
Porque, ¿quién iba a decir que cuando menos me lo imaginara,
iba a caer yo tan cerquita de la misi Vélez otra vez?
II-5 De Iluminada y Otros
Asuntos

SIEMPRE QUE SE REFERÍA al matrimonio de Milagritos, añadía


Iluminada:
—Pero me dejó la casa limpia.
A la afirmación le precedía un recuento más o menos
uniforme de todas las razones por las que su hija no debió nunca
casarse con Eduardo Fernández. Bastaba y sobraba con ver cómo
vivían los Fernández Ramírez en aquella casa alquilada detrás de
la torrefacción de café, en el centro de la ciudad más próxima a la
de Iluminada. Siempre tenían un lío financiero, o atrasado el
alquiler, o tan tarde habían hecho el último pago por servicio
eléctrico, que estaban a punto de que se lo suspendieran. La
hermana mayor del tal Eduardo, madre soltera, con un hijo de un
hombre casado. La hermana menor, hija de gente que tanto se las
daba de blancura y abolengo, casada por detrás de la iglesia con
un negro retinto. El hermano menor, fracasado en la universidad,
chiripeando en trabajitos y chivitos que no daban ni para
mantenerse él, mucho menos la familia que ambicionaba tener
con una muchacha tan fina y elegante como Darcia Archilla
Brenes.
Y para colmo de males, los descarados eran militantes del
Partido Nuevo Progresista, que era decir novorrepublicanos. Por
más que trataran de tapar las raíces que los vinculaban con la
coalición del 30, eran los mismos republicanos de aquellos años

96
Lamentos borincanos • 97

de injusticia y abusos, malditos republicanos, sucios republicanos,


gente sin valor. La primera vez que los visitó Iluminada, tuvo que
ir al baño. Al cerrar la puerta, se encontró, reflejado en el espejo
del botiquín, un inmenso cartel fijo a la parte interior de la
puerta, de una silueta azul de palma de coco, bordeada de
“Juventud del Partido Nuevo Progresista”. Con eso nada más
tuvo Iluminada para concluir que aquella gente nunca entraría en
su reino. Si hubieran sido del Partido Popular Democrático,
aunque vivieran como vivieran en la pocilga más inmunda y no le
pagaran deudas ni a la madre de los tomates, habría sido más
llevadera la cosa. Pero, ¿republicanos? ¿Pitiyanquis dispuestos a
entregarle a Puerto Rico a los yanquis? ¡Jamás! Esa gente no tenía
dignidad ni principios.
No tenía que sospecharlo Milagritos. Después de la primera
visita, no bien se subieron al carro de la hija, le preguntó
Iluminada:
—Esa gente, ¿es penepé?
El terror se le delineaba en cada sílaba de la interrogación que
condenaba sin dar lugar a explicaciones.
—Sí, menos don Eduardo, el papá.
—¿Qué es él, independentista?
—No, popular —respondió Milagritos, ya resignada a lo que
venía ineludiblemente.
—¿Y tú te vas a pegar de un penepé? —preguntó Iluminada
con el timbre de la incredulidad. Era igual que preguntar si la hija
iba a cegarse al hecho de que su futuro marido, por razón de sus
vínculos políticos, fuera hijo bastardo de la más sucia escoria.
En vano insistió Iluminada en que rompieran el noviazgo.
Cuando venía Eduardo a visitar a Milagritos durante la semana, a
las nueve de la noche le apagaba la bombilla del balcón y
98 • Lamentos borincanos

anunciaba que el próximo día era de trabajo, por lo que el


visitante inoportuno tenía que irse. Retó y probó la resistencia de
Eduardo, torciéndole la cara y negándole el saludo a menos que el
novio de la hija se lo diera primero. Y mientras más muestras
físicas daba Iluminada de antipatía hacia el republicano, más
fresco se ponía él, más seguro se sentía de sí y más la ignoraba.
Del rechazo por lo político, pasó Iluminada al odio por la
afrenta que representaba la mera existencia de Eduardo Fernández
en el mundo. Nadie antes se había atrevido a enfrentársele como
lo hacía aquel hombre, aquel contadorcito que todavía ni siquiera
había terminado los estudios: en secreto rogaba Iluminada que
nunca acabara el grado universitario, para así mejor convencer a la
hija de que el Eduardo nunca llegaría a nada. Bien sabía ella que
Eduardo perseveraba nada más que por darle su buen trastazo por
la cabeza, sin necesidad de palabras ni de levantar un dedo. El
rostro del hombre exudaba la certeza de quien sabe que lleva las
de ganar. Lo hacía nada más que por burlarse de ella, eso no había
que dudarlo. No podía querer tanto a la hija, completamente
segura estaba Iluminada. Si entraba en su casa era no más que por
pura desfachatez y para estrujarle la cara a Iluminada en la
realidad de que él podía más que ella: nadie que trató de hacerle
ver a Iluminada que podía equivocarse sobre las intenciones del
muchacho tuvo éxito alguno. Y todo el que apoyaba el noviazgo
mediante la complicidad del silencio o, peor aún, con palabras
que podían poner en duda sus convicciones, se convertía en
sospechoso de intrigante en vías hacia una enemistad inexorable.
Así empezó a distanciarse de su hermana Encarnación, porque le
pidió un día que se sosegara y que dejara a la hija en paz. Nunca
volvieron a ser las relaciones entre las hermanas lo que habían sido
cuando tuvieron que enfrentarse juntas a la soledad, la agresión y
Lamentos borincanos • 99

la indiferencia con que las trató su padre al verse abandonado.


¿Qué sabía Encarnación, siempre dispuesta a irse de parte de todo
el que conspiraba contra la felicidad y el sólido razonamiento de
Iluminada Vélez? ¡Ni había ido a la universidad!
Mas aun el llenarse de veneno contra la hermana y todos los
demás partidarios de Milagritos y Eduardo, en los recesos más
oscuros y tóxicos de la mente Iluminada sabía en verdad por qué
era imprescindible que Milagritos dejara su casa sin mancha de
transgresión lasciva, casándose como Dios manda. No era
solamente que en su vecindario entero no hubiese muchacha
alguna de la edad de Milagritos que hubiera ido al altar sin llevar
en el vientre el producto de lasitudes morales. No era solamente
que las demás tusitas del vecindario se habían dejado preñar de
hombres que después no respondieron por el hijo que les habían
hecho a las tontas que se dejaron seducir por la petición de que le
dieran a los novios la famosa pruebita del amor.
No. Era que en el alma vivía Iluminada alebronada bajo el
palio de la deshonra de su madre. No quería que pudiera nadie
decir que la hija había salido a la abuela en lo indiferente a la
decencia. No quería más episodios de esos en su casa. Si ella
misma había aguantado lo indecible por preservar por lo menos la
semejanza de un hogar, antes que desbaratar el matrimonio como
lo había hecho su madre, si ella había combatido la tentación de
enderezar el entuerto que se hizo en la vida al casarse con un
hombre que no fuera Gilberto Saldaña, ¿por qué no tenía todo el
derecho de exigirle a la hija que se cuidara de meter la pata con
alguien que la iba a a hacer sufrir, que no le iba a dar lo que estaba
ella acostumbrada a recibir en su casa, y que podía exigirle que se
le entregara como prueba de algo que distaba mucho de amor
alguno?
100 • Lamentos borincanos

A la larga, terminó por claudicar. Si era con aquel


pelafustanes republicano con quien quería casarse, que se casara:
estaba visto que el descaro de Eduardo Fernández podía más que
sus instintos de madre y de mujer preparada con un minor en
psicología. Ni Freud ni Jung ni Piaget la habían preparado para
esto. La idea de que la hija lo hacía por rebeldía le aleteó
pasajeramente la mente, pero no podía ser por eso, no: era por las
artimañas y la insistencia caripelada de Eduardo Fernández.
Iluminada lo anunció con sutileza flamígera. Ella le haría una
fastuosa boda, digna de única hija, con lo mejor de la isla, en el
mejor hotel de San Juan, con orquesta y comida hasta que se les
saliera por los ojos a los centenares de invitados, gente de lo más
granadito, y sin escatimar gastos. Pero que le dejara la casa limpia.

Le dolía que por cabecidura su hija fuera a parar más o


menos en el purgatorio matrimonial en que cayó ella. Culpaba a
su inexperiencia de la falta de preparación para lo que tuvo que
soportar desde recién casada. Porque inteligentísima y suspicaz
había sido toda su vida, pero, ¿de qué vale el intelecto donde no
obra la sabiduría de los años? No tuvo siquiera que esperar a llevar
cientos de años de casada para arrepentirse de haberle negado el
perdón que le pedía Gilberto Saldaña, y que ella fue incapaz de
otorgarle.
Caminando por las calles del pueblo, a los pocos meses de
casada con Salvador Román, a veces lo veía pasar en el carro que
le había regalado el padre cuando terminó los estudios de
ingeniería. La atormentaba reconocer que aquel pueblo de cuatro
calles se prestaba tan asediantemente para encontrarse con él casi a
diario, para creer que la brisa al soplar le traía un aroma a
Lamentos borincanos • 101

Gilberto, que al posar los labios suavemente contra la almohada se


los oprimían los de Gilberto en uno de aquellos besos húmedos y
tibios que le robaba el novio en la oscuridad del cine. Si cerraba
los ojos al besar al marido, siempre como preludio a un acto
sexual apresurado y breve, le divagaba la mente y, en las raras
ocasiones en que alcanzaba el clímax, era a Gilberto a quien tenía
en la pantalla contra la que proyectaba las escenas de su fantasía.
Cuando, mirando vidrieras polvorientas de una de las tiendas
frente a la plaza, se percataba del reflejo del carro color sangre en
llamas, se decía para sí:
—Ahí va. Con la que pude ser yo.
Se imaginaba que Gilberto conocía su horario. Se llenaba de
la ilusión de que Gilberto la conocía tan bien, que podía predecir
con gran acierto dónde estaría Iluminada a qué hora, y se las
arreglaba para siempre aparecer en el momento oportuno, seguro
de que si la rondaba sin descanso, al cabo del tiempo podría ella
darse cuenta de que no la había olvidado y esperaba solamente la
decisión de Iluminada.
Se lamentaba de no poder compartir aquellos pensamientos
inquietantes con nadie, aunque tal vez se hubiera avergonzado de
hacerlo. No tenía amigas íntimas, sino compañeras de trabajo. En
ninguna confiaba lo suficiente como para abrirle el corazón con
algo tan delicado. Su hermana Encarnación había emigrado a
Filadelfia con el marido poco después de graduarse de escuela
superior. Y aunque la hubiese tenido cerca, habría sido difícil
decir nada. Caminaba hasta la iglesia, y en la oscuridad de la
iglesia vacía entretenía aquellos pensamientos que sabía
pecaminosos, pero que de todos modos ya Dios había oído sin
que ella los articulara. A veces le pedía a Dios perdón y fuerzas
para combatir lo que se negaba a abandonarle el cerebro, y se le
102 • Lamentos borincanos

antojaba que las llamitas de las velas votivas eran un recordatorio


que le daba Dios de lo que le esperaba si no olvidaba el imposible
de Gilberto Saldaña y se dedicaba en el alma a respetar a su
marido.
Y entonces regresaba a la habitación que le había reservado
Guané Román a Salvador e Iluminada en la casa que alquilaban
Guané y el marido. Era una casa terrera, de las primeras que se
habían construido en el pueblo, techada de planchas de zinc y
exigiendo a gritos inútiles una mano de pintura sobre las paredes
destartaladas. En esa casucha de la calle Almodóvar, al borde de la
calle del Caracol, donde desde tiempos de la colonia habían
vivido negros escapados de cañaverales ingleses en el Caribe,
Guané había habilitado para Salvador y la nueva esposa, un
cuartito al fondo que daba a la pared sin ventanas de un
ventorrillo vecinal. A aquello que era más armario que dormitorio
sólo se podía llegar después de caminar la longitud de una galería
donde nunca llegaba más que el recuerdo del sol, y en el que a
pleno día había que mantener encendida la bombilla desnuda que
colgaba del techo como un dogal de luminosidad jadeante. Ahí
había ido a vivir Iluminada con el marido que sólo había
conocido tres meses antes del día de la boda, horror de lluvias
torrenciales y vanos arrepentimientos.
No tardó Salvador en demostrarle que el apego que sentía
por el ron permanecería intacto después del matrimonio. Si algo
podía reconocerle, era que nunca faltó al trabajo en la fábrica de
don Justo por amanecerse bebiendo en algún cafetín o en casa del
hermano, Silverio el Plomero. También tenía que agradecer que
nunca le hubiera puesto una mano encima, como le hacía Silverio
a la mujer, Esperanza Bobonis. Poco tenía que hacer Esperanza
para merecer una tunda de palos o una patada en la vejiga: sólo
Lamentos borincanos • 103

tenía que mirarlo torcida o quejarse por tener que levantarse tarde
en la noche para hacerle un arroz con jueyes a Silverio y su ganga
de borrachos. Hasta ahí habría llegado Iluminada, porque no
había nacido el hombre que la tocara. Ya su padre le había
quebrado la cabeza tres veces cuando niña: eso no se lo iba a dejar
hacer otra vez.
Pero a veces uno mismo se propina golpes sin levantar un
dedo. Iluminada se había agredido a sí misma al casarse con aquel
mecánico sin aspiraciones. Según de poco hablaba, así de torpe
era para llevar las riendas de un hogar. Con lo que ganaba era
imposible planificar algo que trascendiera el cuarto de Guané. Por
ello, tuvo Iluminada que hacerse cargo de todo. Salvador le dejaba
una miseria sobre el vestidor antes de irse a trabajar los sábados,
parte de lo que le habían pagado la tarde anterior, y poco más de
lo que dejaba en la cantinita de Maestro Paco antes de regresar
tambaleándose a casa de Guané la madrugada del sábado.
Milagrosamente no le robaban hasta el alma cuando se metía con
los hermanos y otros tipos de mala muerte a jugar al siete de topos
en el callejón detrás del barcito: el pueblo entero sabía qué hacían
allá detrás. Tampoco era secreto que la fortunita pueblerina de
Maestro Paco se debiera al corte de las ganancias del juego
clandestino, no a la venta de licor. Por suerte, tenía ella su sueldo
de maestra, que se propuso ir guardando para más tarde hacerse
de su casita. Algún día vendría una hija, y ella se iba a preparar
para ello. Pero no iba a nacer su hija de arrimada en casa de
Guané y el aplatanado de Julián, su marido.
Una vez sacaba de su sueldo y de lo que le daba Salvador para
darle a Guané lo que ésta esperaba en pago por el cuarto y las
pringosas vituallas que preparaba para los cuatro inquilinos,
guardaba casi la mitad Iluminada. Con eso podría ejecutar sus
104 • Lamentos borincanos

planes futuros. Lo escondía debajo de la última de tres gavetas, en


el rincón más remoto del fondo de un vestidor apolillado que
amenazaba con desplomarse en una de las esquinas del cuarto.
—¿Cuándo vamos a poner casa? —le preguntó a Salvador
una tarde de domingo en que estaban solos en la casa. Habían
aprovechado la libertad provisional para disfrutar de intimidad
sexual sin el riesgo de interrupción.
Iluminada quería la independencia que le proporcionaría su
propia casa. Además, se había enterado de la boda de Gilberto
Saldaña con Anitita Ramos, una mosquita muerta que siempre
estuvo pendiente de Gilberto. Ni se imaginaba Iluminada que
pudiera interesarse en ella. Cuando tuvo la oportunidad de
engañar a Iluminada con otra, no fue a Anitita a quien eligió, sino
a una compañera universitaria. Indudablemente la Anitita se le
había metido por debajo y entre las patas, porque no había otra
explicación.
No quería admitírselo, pero con el matrimonio se tuvo que
convencer de que, quisiérala o no, Gilberto no iba a esperar por
las esquinas, como lo hacía frente a la escuela donde enseñaba
Iluminada, a que la anterior novia se diera cuenta de su error y
dejara al marido. Había sorportado la estadía en casa de Guané y
otras molestias (la seguridad de que la hermana de Salvador y
Julián fisgaban por las rendijas cuando Iluminada y Salvador
hacían, no el amor, sino lo que como marido y mujer se esperaba
de ellos, la certeza de que Guané explotaba lo que le daba
Iluminada semanalmente y cocinaba alimentos muy inferiores a
los que podía comprar con el realero que le entregaba la mujer del
hermano) pensando que, si no le funcionaba, podía siempre
contar con la constancia de Gilberto, que la amaría toda la vida.
Pero el matrimonio, de seguro también contraído por las mismas
Lamentos borincanos • 105

razones que el de Iluminada con Salvador (por aquello de que si


tú puedes, yo también), le fue apagando la esperanza y
complicando las posibilidades para el futuro.
—¿Casa? ¿Qué tiene ésta de malo? —le preguntó Salvador,
sostenida la cabeza con el brazo al recostarse sobre el costado,
hacia Iluminada. Estaba verdaderamente sorprendido de que
Iluminada quisiera abandonar aquel arreglo edénico.
—Nada, pero no es de nosotros —le respondió Iluminada,
igualmente sorprendida de la satisfacción de su marido con
aquella domesticidad en extremo indeseable.
—¿Con qué voy yo a alquilar casa? —le preguntó Salvador
después de una pausa incomprensible para Iluminada.
—¿Alquilar? Ay, mijo, deja eso. Yo quiero que compremos
casa.
—Una casita. Unjú —contestó Salvador. Esperó un
momento—. ¿Y con qué vamos a comprar esa casita, si yo no
tengo en qué caerme muerto?
Iluminada vaciló antes de responder. Verdaderamente, no iba
a poder ocultar por más tiempo la existencia de sus ahorros, si iba
a seguir insistiendo en la compra.
—Yo tengo unos ahorritos.
Salvador la miró, extrañado. Parecía cuento de hadas que
hubiera podido guardar nada, con lo poco que ganaba él y con lo
que tenían que sacar para entregarle a Guané. Se dio cuenta que
nunca le había preguntado a Iluminada cuánto se ganaba de
maestra, y que ella tampoco le había dicho por voluntad propia.
—¿Y de dónde tú guardas chavos? —le preguntó.
—Yo sé ahorrar —le contestó Iluminada. Se sentó en la cama
con la espalda al marido y alcanzó el sostén. Se lo enganchó bajo
los senos y le fue dando vuelta, hasta que las copas quedaron en su
106 • Lamentos borincanos

lugar. Buscaba bajo la sábana hasta que los dedos dieron con los
blumes. Comenzaba a subírselas pierna arriba, cuando Salvador le
preguntó:
—¿Y en qué banco los guardaste sin decirme nada a mí?
Iluminada se puso de pie para permitirle a los blumes subirle
hasta la cintura y estiró la mano para asir la bata de casa que había
dejado colgada de uno de los postes enmohecidos del viejo
camastro.
—No, si no los tengo en el banco. Los tengo guardados yo.
Salvador no preguntó más. Emitió algo como de gruñido o
afirmación primitiva, mientras Iluminada salía del cuarto.

Unos días después era viernes de fin de mes. Iluminada cobró


su chequecito en la oficina de la directora de la escuela, como
siempre. Al mediodía, después de tragarse un almuerzo de arroz
con salchichas en el comedor escolar, avanzó para ir al banco a
cambiar el cheque, antes de que sonara otra vez la campana para
la sesión de la tarde, porque el banco cerraba antes de que ella
acabara el día de trabajo. Aquel cheque mensual, con el que
nunca se haría rica, representaba la recompensa por una labor
bien realizada, matándose con muchachería bruta que no tenía
ninguna disciplina, y que ascendía a mucho más de lo que se
habría ganado si su destino hubiese sido el de trabajar de
despalilladora de tabaco o cortadora de hilos en una de las pocas
fábricas del pueblo. Su sueldo le recordaba que para algo se había
sacrificado y la suerte que había tenido en una isla plagada de
hambre y miseria antes y después de la guerra, hasta graduarse de
maestra, dándoles duro a los libros, trabajando en la tienda del
padre todos los sábados para que le diera lo que la bequita del
Lamentos borincanos • 107

gobierno de Muñoz Marín no le cubría. Aquellos ciento treinta


pesos al final de cada mes le recordaban que algún día podría ella
llegar a obtener lo que otros con más privilegios y dinero
heredado también disfrutaban.
Por la tarde, como siempre el día de pago, entró a la
habitación, puso los libros sobre el camastro y sacó la parte que le
tocaba a Guané de los billetes que tenía todavía en el sobre del
banco. Puso aparte otra cantidad para los gastos de la semana y
cualquier antojito que se le presentara, alguna chuchería
insignificante. El resto lo llevó en la mano hasta el vestidorcito.
Sacó la gaveta más cerca del fondo para sustraer el sobre ajado en
que guardaba su tesorito.
Se sorprendió a sí misma cuando dijo, en voz lo
suficientemente alta como para que alguien dos habitaciones más
allá la oyera:
—¿Eh? ¿Qué pasó aquí?
Paso la mano sobre el fondo, de lado a lado. Tocó por debajo
de la gaveta, esperando que el dinero se hubiese pegado, tal vez, o
hubiese quedado pillado entre el fondo del vestidor y la gaveta.
Por último, bañada en un sudor frío y pegajoso, y con el corazón
en la boca, se arrodilló y buscó con la vista lo que ya era seguro
que no estaba allí.
Salió de la habitación sin estar segura de que estaba, de
hecho, despierta. Caminó como achocada hasta la cocina.
—¿Usted por casualidad vio un sobre que yo tenía en el
vestidor? —le preguntó a Guané, la mano alrededor de la
garganta. Trató de controlar la voz y de no delatar la ansiedad que
la estaba asfixiando.
—Yo no he visto sobre ninguno, mija —le contestó Guané
sin separar la vista de una olla en que movía, con una cuchara de
108 • Lamentos borincanos

metal descascarada de pintura blanca con pecas negras, algún


potaje de yautías o malangas y bacalao, la especialidad de Guané.
Estuvo a punto de preguntarle si estaba segura, pero se
detuvo. Si no sabía del sobre, iba a percatarse de que algo
importante había de ser.
Regresó Iluminada a la habitación. Sacó las otras dos gavetas.
Miró, escarbó con la mirada. Pasó la mano por las paredes
interiores del vestidor, para constatar con los dedos lo que la vista
ya le había confirmado.
No, no era posible. Llevaba más de dos años cebando
aquellos chavitos, que ya llegaban a casi dos mil dólares. Era su
propio premio al tesón, su boleto para volar de aquella casa que
no era suya en ningún sentido, donde podría por fin vivir como
quisiera con su marido, donde impusiera ella el orden y la
disciplina que le había faltado siempre a su cónyuge. ¿Cómo
podían esfumarse? Algún sinvergüenza había entrado a la casa
cuando no había nadie en ella y se había adueñado de su fortuna.

Esa noche cenó en silencio. Esperó balanceada al borde de la


desesperación a que llegara Salvador, para confiarle la pérdida. No
quería decírselo a nadie más. No estaba del todo segura que no
hubieran sido Guané o Julián los pillos. Si así era, no armaría el
escándalo, pero de que se iba de allí, se iba, a donde fuera, hasta
un cuartelito de los de la Calle del Caracol.
Como siempre los viernes, al fin llegó Salvador por la
madrugada, borracho y hediondo a tendidos de tela, lubricantes
de máquinas de coser y ron barato. No estaba segura Iluminada si
Salvador tendría la mente lo suficientemente despejada para
entender la seriedad de la pérdida, pero no pudo esperar.
Lamentos borincanos • 109

—Salvador, alguien me cogió el dinero que tenía guardado.


Salvador hizo una mueca con la boca, como siempre cuando
no tenía nada que agregar y se limitaba a asentir lo que alguien
más había dicho. Era un como puchero, un fruncimiento de los
labios extendidos como hocico porcino, acompañado de un
movimiento de la cabeza en afirmación muda. Se viró de espaldas
y se dispuso a quitarse los calzones.
—¿No me oíste bien? —preguntó Iluminada, que ya no
pudo reprimir más los deseos de llorar a moco tendido. No era
poco lo que le había pasado. Era imposible que el marido
despachara aquello como si se le hubiese perdido medio peso por
uno de los huecos del piso.
—Sí, te oí —respondió Salvador, barboteando la sibilancia
de la primera palabra. Se sentó en una silla desvencijada que
estaba en una esquina del cuarto. Si hubiese permanecido de pie,
no habría tenido balance para soltarse los zapatos.
—¿Y qué vas a hacer? Porque alguien aquí fue. O alguien que
entró aquí. Si hay que llamar a la policía, coño, la llamo —dijo
Iluminada, que ya no estaba solamente angustiada, sino abrasada
en soberbia. La frustración de la pérdida se había complicado con
la aparente indiferencia del marido, que le restaba importancia a
aquello tan terrible que le había pasado.
La mención de la policía pareció tener algún impacto en
Salvador. Bajó el pie descalzo y le dijo:
—Yo me los llevé.
Iluminada, que hasta ese momento no pensó que hubiese
sido su marido el ladrón que la despojó de su tesoro escondido, de
la esperanza de una casa, sintió que sin esfuerzo se le abrieron los
ojos, impulsados por actividad nerviosa ajena a su voluntad. De la
boca del estómago a la cavidad bucal le subió un alarido que
110 • Lamentos borincanos

tenían que haber oído en el pueblo entero.


—¿Qué? ¿Tú? —preguntó entre descreída y acusatoria—.
¿Tú, so atrevido, tú me cogiste el dinero, so granuja?
Despertó Salvador del marasmo, aunque no del todo.
—¿Qué, qué, qué tiene que ver que me los llevara? Lo que es
de la mujer es también del hombre. Esos chavos eran míos
también —le respondió con relativa claridad, pero no tan
convencido como debió para aplacar la ira de Iluminada.
—Coño, ¿y en qué los gastaste? —le gritó Iluminada, ya
cerca del punto en que el instinto le decía que debía saltarle
encima al marido.
—Shhh —le pidió Salvador con el dedo contra los labios.
No resultó. Con voz de trueno respondió Iluminada:
—Carajo, no me digas que me calle, coño, porque te voy a
abrir la cabeza con este taco, ¿me oíste? —le dijo, con la amenaza
de un zapato en la mano—. Dime, ¿qué hiciste con mis chavos?
—Los usé —le respondió Salvador tan bajo como su
esperanza le dijo que debía decirlo para servirle de modelo a
Iluminada.
—¿Que los usaste? ¿Y en qué, demonio? —preguntó
Iluminada a la vez que soltaba el zapato y se sentaba en el
camastro. Tenía las manos encrispadas y los ojos casi brotados.
—Los aposté —contestó Salvador.
Justo en ese momento oyeron la voz de Guané del otro lado
de la puerta:
—¿Qué pasa ahí dentro?
—Lo que no le importa, coño. Coja pa’l carajo, entremetida,
si no quiere que le parta el buche —respondió Iluminada con un
tono que hacía buena pareja con la selección de palabras. No oyó
respuesta. Era evidente que Guané había optado por alejarse y tal
Lamentos borincanos • 111

vez esperar a ver qué más ocurría, no fuera que su casa se


convirtiera en escena de algún crimen terrible.
Se puso de pie Iluminada y dirigiéndose a Salvador exigió
contestación:
—¿Que los apostaste? ¿En qué?
—A un número de bolita en casa de Maestro Paco
—respondió Salvador entre campechano y amedrentado por la
violencia que prometían los ademanes y las palabras de
Iluminada.
No era necesario aclarar qué había ocurrido con la apuesta,
pero Iluminada preguntó de todos modos:
—¿Y los perdiste, verdad?
El silencio de Salvador confirmó lo que ya sabía Iluminada.
La agitó la indiferencia con que Salvador le había destruido el
futuro en el segundo que tomó entregarle el dinero a Maestro
Paco. Iluminada irrumpió en un torrente de maldiciones y
vituperios contra Salvador y todos sus antepasados, contra su
estupidez y su bajeza social, cuyo único logro fue el de por
siempre ponerle en las manos los hilos de la culpabilidad del
marido.
—Nadie sabe lo que yo le he aguantado a Salvador —decía a
menudo y se lo repetía a Milagritos años más tarde, sin entrar en
detalles que ya no conociera la hija por la convivencia con
Iluminada—. Por eso uno tiene que escoger con mucho cuidado
con quién se va a casar, porque el divorcio, ¡huy!, el divorcio es
terrible, y una tiene que aguantar lo que nadie sabe por no llegar
ahí.
II-6 Salvador

¿EH? ¿QUÉ FUE? AH. Era un sueño, pero parecía de verdad. Era
igualito que él, el doctorcito aquel del batín blanco, aquel
mamalón que no quería que me moviera, igual que en el sueño, y
yo tenía ganas de entrarle a galletazos, ¡toma!, ahí tienes, que me
voy a mover todo lo que me dé la gana, y si no te gusta, jódete,
pero Iluminada me gritaba: “¿Tú no oyes que te estés quieto,
Salvador, que te está cortando los puntos, caramba?” Y no era que
me doliera cuando me sacaba los hilitos de la oreja donde me
cortaban aquellas pelotitas que me salen hace años, de cada dos o
tres meses, pero era que no me podía estar quieto, y me daban
unos picotazos dondequiera, y me tenía que mover, y el
mediquito aquél que se creía gran cosa me amenazaba con no
cortarme nada más, y entonces Iluminada volvía, y entre los dos
me ponían, cristiano, me ponían así, con los nervios de punta y
yo juraba que si me volvía a decir que me estuviera quieto le iba a
meter un bofetón en aquella nariz de güelestacas que tenía. Y en
el sueño, igualito que él, cogiéndome puntos en esa llagareta que
tengo encima de la raja de las nalgas, que me pica y no me puedo
rascar, esto sí es tortura.
Ahora, bueno, todavía podría ir a Veteranos aunque me
tratara el mismo mediquito aquél, pero, ¿quién me iba a llevar?
Qué cosa, tener derecho a eso que me gané sirviendo en el ejército
allá en Panamá antes de casarme, y no poder llegar hasta allí para
que me lo den. Beneficios perdidos, caray. Aunque estuviera en

112
Lamentos borincanos • 113

casa todavía, no tendría quién me llevara. Cuando Iluminada


podía, nunca me dejaba faltar a una cita. Se amanecía y nos
íbamos por carro público hasta la misma puerta del hospital.
Debe estar la computadora llena de no show al lado de mi nombre
por cada cita que no cumplí. La Milagritos me hubiera podido
llevar, pero, ésa, jmm. Ahora con su trabajito de alto postín, ni se
acuerda de mí. Desde lo de la mujercita aquélla, ni se apareció
más. Y si la volviera a llamar alguien, a lo mejor, bueno, no. La
última vez que la llamó Joaquina Pomales se hizo la ocupada y ni
se molestó. Coño, y ella me hubiera podido ayudar, ella y esa
doctora que le alquila la mitad de la casa allá en San Juan, que
hasta trabajó en Veteranos también, la muchacha aquélla del pelo
como un machito que siempre anda ahora con Milagritos y hasta
le lleva las hijas a pasear por Disney World. Pero desde lo de la
mujer que venía a casa cuando Iluminada no estaba y ea, la vez
que Iluminada le dijo a Milagritos que a casa no podía volver con
aquella mujer y la Milagritos le dijo que donde no cabía la otra no
cabía ella tampoco, casi ya no la volvimos a ver, y menos a la
doctora amiga de ella, la que le alquilaba la mitad de la casa,
porque Milagritos sola no podía pagarla desde que el marido le
había dicho que no le iba a dar un solo centavo más para
mantenerla ni a ella ni a las hijas y que las mantuviera la amiga
que le alquilaba la mitad de la casa. Y Milagritos que era hasta de
eso de trabajo social y todo, con su trabajo de alto postín con el
gobierno del Estado Libre Asociado, pero no le daba lo que
ganaba para mantener a las hijas, aunque siempre estaba ocupada
y por eso no podía venir a visitarnos a Iluminada y a mí. Y
después de lo de Iluminada, ya ni el pelo le volví a ver.
¿Qué es eso que se oye? Si los pudiera mover bien, podría ver
por encima de los pies. Ah, es la gente que cruza por la acera al
114 • Lamentos borincanos

final del callejón. Debe ser hora de entrar al trabajo y a la escuela.


Esa gente lleva prisa. Son como celajes que corren contra la luz de
sol al otro lado del callejón, chun, cuchún. Aquí nadie me ve, en
esta oscuridad a pleno día, pero veo los cuerpos pasar allá donde
desemboca el callejón. Ay, si me pudiera sentar, si pudiera
arrastrarme aunque fuera hasta la acera, a lo mejor alguien me
veía y le decía a Guané o a Silverio dónde estoy. Aunque Silverio,
vay, ¿qué puede hacer Silverio si yo creo que está hasta peor que
yo? Lo único, que Silverio debe estar en su casa, en su cama, con
Esperanza de esclava día y noche, con miedo de que Silverio se
cure y le entre a patadas por el culo si no lo atiende, como antes.
Pero Silverio no se va a curar del cáncer que le empezó en la
próstata y ya le carcomió las tripas. Es que Esperanza siempre ha
vivido temblando de lo que Silverio le pueda hacer, como la vez
que la arrastró escaleras abajo por el pelo y cuando llegó a la calle
le metió una patada por la vejiga que se la sacó de sitio. Y la otra
vez que la tiró contra la pared porque no quiso dejar de planchar
para hacerle un jugo de chinas, y ella salió gritando con el brazo
partido hasta la plaza de mercado a comprarle las chinas y volver
rápido a hacerle el jugo con la mano buena, para entonces irse al
hospital público a que la enyesaran. Debe estarse diciendo:
“Bueno, por si acaso éste se cura, que no me vaya a sacar un ojo
con el bastón cuando se pueda levantar”.
Y Guané, ¿quién sabe?, encerrada en aquel mirador sin
abrirle la puerta a nadie desde que se murió Julián. Y Nicolás.
Ése, ¿para qué va a servir? No sabe ni quién es, como si estuviera
perdido dentro de sus cuatro huesos, que se mira en el espejo y ni
se reconoce. Por lo menos está en el asilo y allí lo cuidan. Pero yo,
que estoy aquí con el pecho como si tuviera a uno sentado encima
y los brazos que tengo como amarrados a algo que no me los deja
Lamentos borincanos • 115

mover, yo estoy solo, pudriéndome en vida, como otra basura


entre estos otros desperdicios de tiendas y bares y cafeterías con
esas velloneras que de noche no me han dejado dormir, aunque,
¿quién va a poder dormir con todos estos dolores y malestares?
Si pudiera alzar la voz, a lo mejor alguien en el barcito del
lado me oiría. Pero es difícil, con ese escándalo de salsa y
merengue que tienen, que no son ni siquiera Gardel ni Daniel
Santos, y la docena de altoparlantes ambulantes que pasan el día
entero anunciando de todo desde descuentos en ventas de gomas
de carro hasta los muertos del día, y tanta bocina de carro y tanto
mandulete a boca de jarro cagándose en la madre del que lo ataja
por una calle que se hizo para que cupieran dos Foritos de los de
manigueta y ahora quieren pasar vagones de mercancía y
limosinas.
Me acuerdo cuando yo iba a ese barcito. Antes no tenía aire
acondicionado ni velloneras con discos de esos compactos ni
mesitas de hierro. Cuando Miguel Ángel y yo nos amanecíamos
bebiendo romo con Silverio y la ganga, aquello era un cuartito,
antes de que el dueño nuevo comprara el edificio del lado y lo
extendiera hasta la esquina. Maestro Paco nos servía ron barato en
conitos de papel, palos de a quince chavos y de a peseta, y si
conocía bien a todo el que estaba allí y no tenía miedo de que
fuera alguien de Rentas Internas, nos servía ron caña, que
destilaba en la misma casa y lo fermentaba con sabe Dios qué
porquerías. Y entre palo y palo, una tiradita de topos en el
callejón detrás del negocio, con Pedro el Tuerto de vigía, por si
acaso se aparecía un guardia de a los que Maestro Paco no les
pasaba la luz para que lo dejaran quieto. Y los martes, cuando
tiraban la lotería grande, nos íbamos derechos de la fábrica de don
Justo a ver si el número que le habíamos apostado a la bolita de
116 • Lamentos borincanos

Maestro Paco se daba, y si se daba, allí mismo lo gastábamos en


palos de a quince y a peseta en conitos de papel. Después la cosa
se puso más seria y las apuestas de los topos eran de gente que
venía de Nueva York y estaban acostumbrados a ver más billetes,
y a mí me dio aquello, coño, una cosa que, mire pa’llá, yo estaba
seguro de que si tuviera billetes largos la suerte me iba a tocar a mí
y no iba a tener que trabajar más alquilado para don Justo y hasta
pondría mi propia fabriquita y todo, Iluminada iba a ver que yo
era mejor que lo que ella dejó cuando se casó conmigo, y me traje
lo que Iluminada tenía guardado, y lo aposté a un siete que,
demonio, qué iba a salir el condenado, si yo soy la misma salazón
y lo que salió fue un tres. Y adiós ahorritos de Iluminada y good-
bye fabriquita y welcome la vergüenza y el desprecio de Iluminada.
Y de ahí en adelante tuve que vivir con la cabeza baja para que
Iluminada no me siguiera sacando en cara que le cogí los chavitos
y se los desperdicié y que nunca llegaría a nada.
II-7 Transcripción del
Testimonio
de la Sospechosa

SÍ, ASÍ MISMO . L A rueda, mire, la rueda del mundo va así, chinguín,
chinguín, y ¡fua! Lo que estaba arriba, de momento, ¡pun!, pa’
abajo. Y lo que estaba coloradito y hermoso de salud, de
momento, enfermo y chavao. Y dígamelo a mí, que con todo y
puyarme el brazo, y el muslo, y aquí, ve, ¿por las venas de los
pies?, a pesar de todo, no estaba tan mal. Ahora, vay, ahora…

Bueno, sí, un poquito flaca y eso, pero, por lo demás, nada. Y de


momento me dio esto otro y hasta los dientes se me están
cayendo. ¿Ve, aquí atrás, sin muelas?

Ay, perdone. ¿No tiene un pedacito de tishu? Es que me sangran


las encías. Por eso ya ni el cepillo… Ah, gracias, caballero.

No, no se asuste. Me lo voy a echar aquí, ¿ve?, en el bolsillo. No


vaya a ser que lo toque alguien y haya que hacerle diecisiete
exámenes de sangre.

Oquéi. Bueno, decir así, ¿verdad?, casa, casa, yo no tengo. Yo


duermo donde me coge la noche. Antes había un refugio por allí,
al otro lado del río, usted sabe, al pie casi del Walgreen’s. Unjú,

117
118 • Lamentos borincanos

por esa fábrica. Pero cuando una llegaba casi estaba lleno y
cerraban las puertas para hacer que los refugiados se acostaran a la
hora que se acuestan las gallinas.

Porque ellos querían que una estuviera allí dentro desde


temprano, ¿ve? Entonces venían los bautistas o los mormones o
los pentecostales con la Biblia a darle sermones a una, y yo lo que
necesitaba era la cura, no capítulos y versículos, ¿me entiende?

Huy, perdón. Se me olvida que usted… Bueno, la cuestión era


que para llegar al refugio había que cruzar el puente, y de ahí casi
nunca pasaba. Debajo del puente estaban unos panas míos que
por cualquier cosita dejaban a una darse una chupadita de la pipa
del diablo, ¿usted sabe, de aquello? Y cuando venía a ver,
amanecía y me había quedado dormida debajo del puente, sin
llegar al refugio. Y para que vea, no estaba tan mal allí,
durmiendo en los cartones. Bueno, a menos que cayera un diluvio
o viniera una tormenta, ¿verdad?

No, si yo no era la única mujer. Y total, yo a ellos no les tengo


miedo, si yo soy una de las que las mamás apuntan con el dedo
cuando se creen que una no las está mirando, y les dicen a los
hijos: “Ten cuenta con ésa, que es una narcómana maleante”. El
cuco no le tiene miedo al cuco.

¿Quién más? Deje ver. A veces estaba Gloria la China, hasta que
la apuñalaron. Pero no fue debajo del puente que la mataron,
¿sabe?, no crea. Fue a la orilla del río, más abajo, por allí por
donde terminan los escalones que dan a lo que era la calle de El
Caracol. Y la mataron unos jeques de los grandes, porque les
Lamentos borincanos • 119

debía, eh, un fracatán de chavos. Ella vendía y usaba y parece que,


bueno, ¿qué sé yo? Yo sé que la encontraron muerta y la identificó
una hermana que también tenía punto de drogas. Supo quién era
por un tatuaje que tenía en el ombligo, porque ya estaba más
hinchada que la pata de Quintín y tenía la cara llena de cardenales
de los puños que le habían metido. Pero ésa no era de los
residenciales públicos, ¿sabe? Gloria la China era hija de
Herminio Bocanegra y sobrina de Alfonso Angulo, los mandamás
de ya usted sabe dónde y los dueños de medio pueblo. La China
fue una vez la reina del carnaval del Casino de San Juan. Esa
misma. Ah, ¿ya usted…? Bueno, si es policía y todo, ¿cómo no va
a saber?

Y entonces, ¿por qué me pregunta?

Ah, ya veo. La grabadora. ¡Qué moderna está la policía en Puerto


Rico, oiga! Mire pa’llá, grabadora digital y todo. ¿No tendrán
una camarita ahí encima escondida, eh?

Bueno, pa’ salir en cinta con usted, señor oficial… Ay, no se me


ponga tan serio, Jesús manífica. Cualquiera diría. Yo no soy de
esas merengueras sexy como Olga Tañón, oiga, pero tampoco soy
Alicia Moreda, no crea, si yo soy de lo más fotogénica, fíjese…

Bueno, oquéi. Siga entonces y arrempújese sin miedo, que yo no


muerdo. A menos que usted quiera, ¿sabe?

A veces también iba Moncha la Culibajita. Ésa era pilla, pero era
pilla antes de entrar en el vicio. Después lo que hizo fue robar más
para mantenérselo. Ésa tenía un brazo podrido cuando yo la
120 • Lamentos borincanos

conocí, a punto de gangrena, que yo creo que se lo tuvieron que


cortar. Se inyectaba en el cuello, por aquí, ¿ve? A la Culibajita yo
le tenía miedo, porque me miraba como si yo le fuera a coger algo
y un día me dijo que si yo no estuviera por allí, sobraba más para
ella. Pero yo no competía con ella, ¿sabe? Siempre andaba con
una Gillette o con una gurbia así de larga y era capaz de pasarse al
más lindo como bacalao frito. Ésa, jmm, ésa se la jugaba fría. Yo
le sacaba el cuerpo y cogía mi seto. Si la Culibajita no tenía con
qué pagar, se bajaba los pantalones y se tiraba de espaldas contra
el cartón del suelo y empezaba a gritar: “¡La doy por una
fumadita! ¡Coño, que me la metan por una fumadita, carajo!”
Pero, qué va, si tenía una peste del diablo, porque ésa era la mujer
más puerca. Mire, durmiendo debajo del puente, con toda el agua
que pasaba por allí, nunca se le ocurrió ni ñangotarse a echarse
agua en aquello, ¡que lo tenía! Por el mosquero la iban a
encontrar. Y los chamacos que estaban allí o los que habían
venido nada más que a fumar un rato, usted sabe, los hijos de la
jai clas de Alturas de Aquí y Jardines de Allá, la veían y se reían
con asco. Uno solo, un tipo que apestaba igual que ella y que no
sabía si la luz estaba prendida o apagada, ése fue el único que una
vez se le tiró encima delante de todos y le hizo el favor. Después
resultó que eran primos hermanos, porque él era hijo de una
señora que vivía por allí por la Placita de los Chupones, que era
familia de la mamá de la Culibajita. Y la Culibajita era hermana
de un secretario del Departamento de Hacienda, allá en San Juan.

No, si le digo. La droga no sabe si uno tiene humos en la cabeza.


Es como los piojos, que a cualquiera se le pegan.

Hace tiempo que no veo a la Culibajita, no. A lo mejor, mire,


Lamentos borincanos • 121

cruic, por el cuello o por el pecho le han dado ya un plomazo.

Este, deje ver… A sí, Catalina la Pinta. Ésa era de mi edad, pero
estaba en el Colegio de los Dulces Corazones de Jesús y María.
Ésa era…, o no sé si es, porque no la veo tampoco hace, ea, un
fracatán de tiempo y creo que hasta se fue para Orlando, a donde
va a parar toda la basura con dinero de este pueblo. Catalina la
Pinta era hija de Blanca Molina, la del Cash and Carry
Supermarket.

Sí, nieta de Laureano Molina, el dueño de la cantera. Bien


blanquita y pará era ésa. Pero la adicción, ¿qué sabe la adicción de
colores de pellejo ni de cuentas de banco ni de debut en sociedad
allá en la Casa de España? Cuando una le coge el gusto a estar
embalao y empieza a leer con una mariguanita, después estudia
otras asignaturas y termina ejerciendo muchas profesiones, a veces
todas a la vez. Profesiones con la letrecita hache, profesiones con
la sílaba co, profesiones con la palabra crac, a veces jarabe para la
tos, yerbas, sellitos ácidos, píldoras, cápsulas, tabletas rojas, verdes,
azules, blancas, lo que se encuentre, doméstico o importado de
México, de Colombia, de Bolivia, de Tailandia, de la luna, vay.
Esa profesión no discrimina. Es una vocación con igualdad de
oportunidades.

Sí, como a mí. Tiene razón. No lo niego. ¿Agua?

¿Quién dijo que siento orgullo? No es orgullo, señor oficial. Es


realidad. Yo estoy en esto. Ésa es mi vida y ahora es la única que
conozco.
122 • Lamentos borincanos

Ya traté. Pero volví a caer. No sé. A lo mejor éste es mi destino,


como el suyo es el de ser policía adventista, de no comer manteca,
de cantar himnos allá abajo en la iglesita aquella al pie del garage
de gasolina. Pero no crea, a veces una tiene dos destinos que
corren así, mire, uno al lado del otro, y de momento se cruzan, y
una ni cuenta se da, porque al principio sólo se tocan y cuando ya
se han convertido en uno solo, pero uno más fuerte que los dos
por separado, ¿cuando eso pasa?, ni cuenta se da una. Al principio
es un juego, una escapadita, algo extraño y bien suave, bien
cheverón, y una quiere seguir viviendo ese momento, que cada
vez dura menos y le exige más, ¿ve? Y de repente una tiene que
pasar cada día más trabajo para hacer que el momento dure o que
ese ratito se repita, pero una, ¿qué cuenta se da?, si ya no hay
regreso, como si una hubiese estado corriendo en dos pistas que se
han unido, así, clonc, y siguen hacia una estación que cada vez se
aleja más y si una se arrepiente del viaje, no importa, porque ya
no hay regreso.

No, no lo hay. Para mí, ya no. Aunque la ingenua ésa de Servicios


Contra la Adicción venga por las escuelas diciéndoles a los niños:
“Dile que no a las drogas”, y aunque los padres vivan creídos de
que sus hijitos, tan limpiecitos y tan educaditos que no rompen
un plato, que nunca son de los que van a caer en eso que es de
gente barata, de la orilla, gente sin principios, que si en sus casas
les hubieran enseñado algo mejor, no estarían en eso. Ya ve, mi
único amigo en esta vida, Tulio el Pelú, cuñado del obispo, que
dejó a la mujer y a los hijos. La mujer ni sabía que él se inyectaba
aquí, ¿ve?, debajo de la lengua, en esta vena, y cuando lo cogió
con la aguja en la mano, lo tiró abajo, ¡bam!, le cerró la puerta.
Lamentos borincanos • 123

Tulio perdió el trabajo y andaba por la calle pidiendo para la


droga. Pero, ¿quién va a conseguir para una cura con lo que la
gente le tira de lejito, ¡toma y vete!, para que la dejen quieta?
Tuvo que empezar a robar, un hombre que había estudiado en
Estados Unidos y tenía hasta maestría en comercio. Y entonces
fue a la cárcel, y en el presidio sí que hizo la fiesta, si en Puerto
Rico los presos mandan en la cárcel, como si los payasos fueran
dueños del circo. Allí aprendió más pocas vergüenzas, a la mala, se
inyectó más, lo vendieron de mujer esclava de preso en preso a
cambio de dos o tres cigarrillos, y salió comidito de SIDA a robar
más y a morirse por la calle. ¿De qué orilla venía Tulio? Vay, a la
orilla llegó cuando la mujer lo puso de patitas en la calle. Ya usted
ve.

No, si no es el único. Millie Caballero, la hija de la principal de la


Escuela Ramón Mantero, y Cuto el Comenenes, hijo de aquel
viejo que tenía la ferretería en la calle de Los Amuletos, y Pitito el
de la mueblería, Jaime Collazo, que le decían Pinga Dulce y se
quería con los dos hijos de Rosita la Patigambá. Todos cayeron
más o menos igual.

¿Usted cree? No sé. Que una encuentre un modelo que imitar.


Oiga, eso sí está flojo y difícil en Puerto Rico. Un modelo que
imitar. ¿Qué sugiere usted?

Pero Roberto Clemente está muerto. Y una no sabe a dónde


habría podido llegar, si hay tanto pelotero profesional borrachón
y craquero.

Boxeadores. ¿Qué, que quiere que me meta en un ring a que me


124 • Lamentos borincanos

den de arroz y de masa hasta entre las greñas que me quedan?

¿Sor quién?

Pero esa era una vieja millonaria, aunque fuera monja.

¿Felisa qué? ¿Rincón?

Ah, ¿la que era alcaldesa? ¿Usted quiere que yo siga de modelo a
un político?

¿Héroes? ¡Ay, señor oficial, no me haga reír, que se me salen los


orines! En Puerto Rico no hay héroes.

No, no es cinismo ni ocho cuartos. El héroe depende del partido


político que esté en la casa del gobernador, allá en La Fortaleza. Si
usted es penepé, y me imagino que lo sea, y no se me haga ni me
lo niegue, que no me importa, si usted es penepé, sus héroes son
Luis Ferré, y el boca de frangollo ése, el Asesino de la Loma
Sorprendente, ¿no?

Ay, ¿cómo que no?

Ah, si es independentista, su héroe es aquél, el que grita mucho y


de cada cuatro años se queda con el fondo electoral, aunque ni
tres gatos en Puerto Rico lo quieran ni de morrocoyo, menos de
gobernador ni presidente de la República del Tostón Frito, ¿sabe?
Y entonces usted se iría, como él, usted cogería el barco, para
estudiar en Estados Unidos o Europa con el dinero de papi y
mami, porque usted nunca ha dado un tajo ni en defensa propia y
Lamentos borincanos • 125

lo que le interesa es, mire, el leque leque, con mucha palabra de


domingo que no significa nada a menos que uno esté tripeao con
ácido. Y por allá se casa con una sueca o una alemana o una de
esas mujeres que parecen cucarachas blancas escurrías, y tienen las
nalgas como pencas de bacalao, porque las mujeres del país no le
llaman la atención y hay que mejorar la raza. Y anda en Volvo o
en bi-em-dóbol-iu, ¡purm!, a las millas de choflán, porque esos si
son carros que gritan: “¡Eje, hay billes!”, por dondequiera que una
pasa. Y se va a vivir a una urbanización rodeada de una verja
eléctrica, con guardias de palito en la entrada, para que no lo
molesten los que piden por la calle ni los adictos ni los vendedores
ambulantes ni los Testigos de Jehová. Y entonces grita: “¡Abajo la
injusticia yanqui! ¡Hay que rescatar la patria! ¡Arriba Puerto Rico
libre!”, y cuelga una bandera verde y blanca de las rejas de la casa,
las rejas que mandó montar para que la calle no le ensucie la casa.
Y monta tribuna en la universidad y en las escuelas superiores,
para reclutar a cuanto güelío quede todavía en esta isla que vive de
los cupones federales de alimentos. ¡Qué vivan los héroes! ¡Los
yanquis me espantan, pero el güelféar me aguanta!

Pero, ¿me va a decir que no es verdad? Ah, sí, ¿ve que tengo
razón? No, no se tape la boca, ríase todo lo que quiera, que se ve
lo más mono cuando se ríe y aquí no somos más que usted y yo y
lo que pase aquí, mire, aquí se queda, ¿me entiende? Ríase hasta
que se le vea el galillo.

Ah, si es estadolibrista… Bueno, quiere pan, tierra y libertad, pero


que se los compren los yanquis y después le devuelvan el dinero. Y
que le respeten su casa, porque el mero hecho de mantenerlo a
usted y a toda su familia a cambio de dejarlo servir en el ejército
126 • Lamentos borincanos

de Estados Unidos para que le enseñen una ocupación y le den


beneficios de veterano, eso no les da derecho a los gringos de
violar su soberanía de pueblo, mire, su espíritu de pueblo,
¿verdad?, de nación del taparrabo taíno, y de reventarles los oídos
a los viequenses con prácticas de tiro, oh, no, a los viequenses
usted no les pone ni un trapito de hospital ni los ayuda en nada,
pero cuando la marina yanqui viene dos o tres días a disparar en
mar abierto, ¡sálvase el que pueda! ¡Agresión yanqui contra la
voluntad del pueblo! Y mire, salen los héroes hasta de las cloacas,
pero se confunden con las iguanas y las lapas. Mire, abajo los
héroes y arriba la heroína.

Mire, yo de eso de filosofía no sé mucho, pero la mota no me ha


comido el cerebro todavía, y de vez en cuando pienso, ¿ve?,
aunque éstas no son conversaciones que yo tengo por ahí debajo
del puente ni cuando estoy buscando mi piedrita de crac. Pero le
puedo decir que en esta isla, el héroe de uno es automáticamente
el enemigo de otro. Para los gringos, no importa de qué partido
político sean, Jorge Wáshington es un héroe. Pero aquí, qué va,
Betances es Mahoma y De Diego es el dios de los
independentistas, aunque era abogado de las centrales azucareras
de los yanquis, y eso lo tiene que saber cualquiera que sepa
historia de aquí. Albizu Campos mandaba a otros a hacer lo que a
él le faltaban cojones para hacer, y después decía que los gringos
lo atacaban con rayos láser.

¿Verdad? Medio tostao estaba ya el viejo. Odiaba a los yanquis,


pero, mire, cuando se paraba en una esquina de la plaza de Ponce
a hablar idioteces, al puertorriqueño que no le hacía caso le decía
cada cosa. Eso lo leí yo en un librito que había en la biblioteca
Lamentos borincanos • 127

escolar, que tenía los discursos del héroe éste. A Albizu lo que le
gustaba era que lo oyeran, porque lo que él tenía que decir era ley
y, mire, ¡cuidado con el que no le hiciera caso! Y después, cuando
se murió, la viuda, ¡a cángana!, se montó en una yola y se fue a
meter en Cuba. Ésa si que era patriota, ¿verdad? Allá fue, a que la
mantuvieran los cubanos.

Yo no sé, pero, mire, me imagino que tenía miedo que la


montaran en un cohete y la mandaran para Marte. Esa gente ve
chanchullos hasta en la marifinga de maíz. Si le gustaba tanto la
patria, ¿por qué no se quedó aquí? Mire a ver si Lolita Lebrón se
fue para Cuba cuando la indultaron. No, qué va, se vino para acá
a darle candela a Romero Barceló. Ésa sí, que hablaba con los
ovarios bien puestos.

Yo no soy de ninguno, señor oficial. Ninguno de ellos me deja


nada. Allá que se muerdan el rabo los unos a otros. Ahora, yo sí
veo de afuerita y me río de todos. Mire, para los estadistas, Ferré
es Cristo. Para los populares, Muñoz caminaba por el agua. Pero
para los estadistas y los nacionalistas, Muñoz es el traidor. Para los
populares, Ferré es la Vieja de la Autopista y besajoyo de los
americanos, porque hay que ver cómo tiene la nariz embarrá de
tan dentro que se la tiene por el trasero a los gringos, y eso es
verdad. Y así por el estilo. Aquí nadie le reconoce virtudes a nadie
que no sea de su partido.

¿Patriotismo? No, es que aquí no hay más entretenimiento que las


merengueras, la política y la droga.

Ah, ¿no sabía eso? Pues entérese, oiga. Ese Albizu era un
128 • Lamentos borincanos

acomplejado que nunca se repuso del prejuicio que le tenían por


negro allá en Estados Unidos. Y Barbosa el pitiyanqui ahora dicen
los penepés que era hasta blanco, para que se parezca más a los
gringos, aunque Puerto Rico nunca va a ser el estado
cincuentaiuno, porque los yanquis no quieren más negros que los
que ya tienen en Alabama. Pero dígale a un popular que Barbosa
y Cabeza de Pescado son héroes, para que vea lo que le va a
contestar, porque, ¿para los populares?, para esos Muñoz Marín
fue el que le hizo a Dios los planos del Jardín del Edén.

No, si no es blasfemia. Bueno, usted me preguntó, y yo le digo,


¿sabe? No, si a mí eso de política antes me gustaba, no crea. Hasta
debajo del puente a veces monto tribuna.

¿Cómo que no? Mire, de cada cuatro años Puerto Rico hace una
redada de los héroes de la administración que perdió las elecciones
y los declara delincuentes. De milagro no los montan a todos en
un barco, como hizo Fidel, y los manda a la Florida. Aunque ya la
Florida debe estar que se desborda de cuanto atorrante
puertorriqueño ya no cabía aquí. Yo no tengo héroes.

¿Mi papá? Bueno.

No, nada.

No, es que yo nunca he pensado en mi papá como héroe ni de la


toalla blanca, como Pedro Albizu Campos.

Ah, usted no sabe de eso. Bueno, olvídese… Oiga, yo tengo que


hacer una necesidad. ¿Dónde está el baño?
Lamentos borincanos • 129

¿Mi casa, donde yo me crié? Bueno, como cualquiera. No éramos


ricos, pero teníamos de todo. Carro, televisores, Nintendo, Sega,
vi-ci-ar, ci-di pléier, enciclopedia World Book. Computadora no,
porque eso de computadoras es de un tiempo para acá, pero
teníamos Atari.

Sí, nos llevábamos bien, mis hermanos y yo. Y mi papá y mi


mamá.

Secretaria legal. Y mi papá era dependiente de una tienda de


zapatos en Caguas, pero después fue gerente.

Sí, yo creo que sí, que eran cariñosos con nosotros y nos atendían
bien. Por lo menos nos compraban todo lo que se nos antojaba,
¿ah? Eso sí.

No, qué va. A mí no me dejaban tirar ni a la calle. Si jugaba con


mis amiguitas, tenía que ser en casa, cuando mami estaba.
Cuando llegaba de la escuela, si mi abuela estaba, me preparaba
un juguito de guayaba Lotus con galletitas Ritz y jalea de uva
Welch. Y a mis hermanos, también. Entonces hacía las
asignaciones de la escuela. Si no había nadie en casa, me
preparaba yo misma un vasito de leche o un jugo, y después de
hacer las asignaciones me iba al patio. Teníamos un columpio
hecho de sogas y una tabla, que colgaba de un árbol así grande, de
aguacate. Mi papá criaba gallinas y siempre teníamos tres o cuatro
por allí piando. Era un patio grande, sabe, con verja de bloques de
cemento, así que no veíamos a los vecinos. Allá detrás me mecía
130 • Lamentos borincanos

un rato. Después, cuando salieron los Atari y eso, ya no salía tanto


a columpiarme. Ya ahí empecé a dejar las asignaciones para más
tarde, porque llegaba a casa y me sentaba frente a la Atari a jugar,
hasta que me salió un callo en los dos pulgares, ¿ve? De tanto
apretar los botones.

No, mis hermanos tenían el suyo también, porque mi mamá no


quería peleas. Ellos peleaban como el diablo, pero mi mamá no
dejaba que ellos me tocaran, así que, bueno, les compraron una
máquina a ellos.

Sí, yo creo que esa fue mi primera adicción, porque había que
amenazarme con un correazo si querían que me despegara para ir
a comer o a bañarme. Papi me escondía los cartuchos de los
juegos, pero yo siempre los encontraba, y me decía: “Bueno, voy a
jugar hasta que venga mami, y entonces los escondo otra vez
donde estaban”. Pero no podía. Siempre me quedaba pegada de
aquello y no me daba cuenta que llegaba nadie hasta que mami
me gritaba: “¡Lita! ¿No te dije que no jugaras tanto eso? Lo voy a
vender, ya verás. Vete a hacer las asignaciones y a cambiarte el
uniforme, mira para allá, ¡qué cabuya tienes por falda,
muchacha!”

Me ponían de castigo, pero se les olvidaba.

Antes de los juegos de Atari y Nintendo y eso, mis amiguitas


venían a jugar a veces, si estaba mami. A mí no me dejaban ir a
casa de algunas de ellas.

Dos de ellas. Bueno, una más que otra. En casa de una, la mamá
Lamentos borincanos • 131

vivía con un novio o algo así. Eso decía mami, ¿ve?, pero yo creo
que era que mi amiguita Lourdes era hija de aquel señor que no
vivía con ellas, y que el señor era casado y vivía con la esposa en
otro lado del pueblo. Usted sabe que de esos arreglitos está este
pueblo lleno. Mire, el papá de la amiguita mía se llamaba Víctor
Meléndez, el dueño del edificio aquél que queda por donde era el
escul soplái de Trina Castro, ¿usted sabe cuál?

Ése mismo. El papá de Lourdes yo creo que era el Víctor ése, que
tenía dos o tres cortejas por el pueblo. De ése, jmm, de ése tengo
yo otras historietas, pero no cuando yo vivía en la Barriada, sino
después.

Y de mi otra amiguita, que se llamaba Amparito Mulero, decían


que el papá, que era juez, pero era un enfermito y que mandaba a
Amparito a traer a las amiguitas a la casa para él ponerse a
toquetearlas. A mi mamá se lo había dicho misi Facunda, que era
orientadora en la escuela y había oído los cuentos. Mire, si en este
pueblo, lo que usted no quiere que se sepa, mejor es que no lo
haga, porque aquí, si no lo saben se lo inventan, así que, ¿qué será
de lo que saben de verdad? Le añaden y lo ponen diez veces peor,
pero como sea, se sabe y se resabe.

A mí, no, nunca me tocó.

Ah, no. Eso fue, ea, muchos años después, cuando yo ya estaba en
el vicio, y me iba por la calle a pedir chavitos. Una vez me paré en
la puerta del negocio de lámparas del tal Víctor Meléndez. Me
dijo que en los bolsillos no tenía, aunque tenía las manos en ellos
y algo se estaba buscando, pero que entrara, que debía tener unas
132 • Lamentos borincanos

moneditas en la parte de atrás. Yo lo seguí, culebreando entre


tanta lámpara fea que tenía aquel hombre allí, mire, y así de gordo
era el polvo que tenían encima. Yo creo que no vendía ni dos
lámparas al año. Bueno, y terminamos en un cuartito donde tenía
más cajas y basura de la que vendía. Carero, que era aquel
hombre. Y cuando estábamos allá, me dice: “Te doy cinco pesos si
te encargas de esto”, y allí tenía entre las manos el aparato. Y yo
que hacía rato necesita la cura, con aquel hombre que me estaba
ofreciendo cinco billes, ¿qué me iba a hacer la melindrosa, si,
total, no iba a ser la primera vez? Y le pregunté: “¿En dónde me
acuesto?”, y él dice: “No, si no te tienes que acostar. Arrodíllate
ahí”, y entonces me di cuenta de qué era lo que quería aquel viejo
que podía ser mi papá. Pero, bueno, usted sabe, billetes son
billetes, así que cerré los ojos y arremetí contra aquella cosa
apestosa de viejo arrugado, ¡mire!, como moco de pavo, así, ¿ve?,
así se le tambaleaba a lado y lado, pero, qué va, aquello ni duro se
puso, y al rato me lo saqué de la boca y le dije: “¿Usted cree que se
va a tardar mucho?”, y el viejo me agarró por la cabeza, y me dijo:
“Cállate y mama, tecata de mierda, o no te voy a dar nada”. Y,
pues, ¿qué iba a hacer? Ya me dolía el cuello de estar así, pa’lante,
pa’trás, como un robot, y tenía anestesiados los labios de tratar de
aguantar aquella cosa que parecía un juguete de goma, y tenía
ganas de mordérselo y en medio de la gritería que iba a formar
robarle hasta los clavos, pero no quería líos con la policía y en este
pueblo, iba a tener que pasar por esa calle otra vez, aunque no
volviera a caer de boba con este viejo que a lo mejor ni me iba a
dar los cinco pesos. De momento me cogió por la nuca y me
estrujó la cara en los pelos que se le salían por el zipper y me peló
la nariz con los dientes del zipper, pero, por fin, aquel hot dog
muerto por fin había explotado en una baba rala que yo escupí en
Lamentos borincanos • 133

el piso. El viejo me empujó la cabeza, me dio los cinco pesos y me


dijo: “Toma, y vuelve el martes, pero si está la hija mía allá al
frente, sigue de rolo y no te pares, porque te boto y llamo a la
policía, ¿oíste?”. Pero no tenía que preocuparse, porque aunque
después se paraba en la puerta y se sobaba cuando me veía venir,
yo cogía la otra acera y miraba para otro sitio, si de casualidad caía
en esa calle. Pero, está dormido, señor oficial? ¿Tanto lo enzorré
con mi cuento?

Me pareció que se estaba durmiendo.

Pues está ileto y se oye como si estuviera a punto de roncar, así


con la quijada en el suelo casi.

Sí, con otros he hecho cosas así. Y hasta peores. Este pueblo está
lleno de hombres de dos y tres caras, que no dejan que una se
junte con su familia por temor al contagio de la cuneta, pero
cuando están solos son otra cosa muy distinta. Otro hombre me
pagaba porque me le orinara encima.

¿Cómo que no es verdad?

Ah, lo que pasa es que usted ha tenido la cabeza demasiado


metida entre San Mateo y San Lucas, señor oficial. Claro que eso
pasa. ¿Ése que le digo de los orines? Ése era el papá de una
compañera mía de universidad que ahora es supervisora en la
fábrica de aspirina en Las Piedras.

Adiós, ¿cómo no? Yo sí fui a la universidad, pero dos años y


medio nada más.
134 • Lamentos borincanos

No, por bruta no. Oiga, ¿usted cree que yo soy bruta?

Ah, bueno. Más respeto. Jmm.

Me gradué de escuela superior con altos honores, para que lo


sepa. Con medalla de matemática. Y por eso creía que la droga
nunca se iba a apoderar de mí, ¿sabe?, porque yo era inteligente.
Fue como en décimo grado que mi novio me dio a probar el
primer pitillo de yerba y como no me hizo nada, me fumé tres
más y entonces sí que la cosa se puso de lo más linda, y me gustó
aquello, pero no sentía gran necesidad de estar fumando mota día
y noche, nada más que cuando me sentaba con él en el carro que
le había regalado el papá.

No, nada más no fumábamos, señor oficial. ¿Usted no fue


estudiante?

Ah, usted era de los seriecitos. Bueno, algunos que pasaban por
seriecitos también se daban su jaladita de vez en cuando y se
tomaban su cervecita, no crea.

No, de las fumaditas en el carro terminamos en otras cosas. Yo le


decía que no, que si lo sabía mi papá me iba a matar, que yo era
señorita y que no podía, pero él, que si yo te quiero, que si no te
voy a hacer daño, que si tengo un condón, que no te va a doler, y
una, oiga, que una no es de madera, sabe, aunque los hombres
parece que se creen que una tiene que resistir como si no le diera
su picorcito de vez en cuando, pues yo, este, bueno, por fin un día
en la playa nos fuimos detrás de unas uvas playeras, por un
Lamentos borincanos • 135

mangle, y así mismo, de pie, me hizo el daño. Y como vi que a los


dos meses no había quedado encinta ni se me notaba nada,
temblando que estaba yo, me puse más descuidada y una noche
que habíamos salido para el cine, nos fuimos detrás del parque de
pelota. Ahí, encima de una colcha vieja que tenía en el baúl del
carro, yo, fíjese como son las cosas, yo que estaba segura de que
no estaba en peligro, aunque la matemática me falló con todo y
ser tan buena en álgebra, puse las patas en el aire y pa’ encima
gallo bolo, que no se muere na, ¿entiende?

Bueno, usted nunca entiende.

Porque usted es bien serio, claro, si ya me lo dijo. ¿Entonces no


quiere que le diga más?

Esto, ¿es parte de eso, de la investigación?

Ah.

Bueno, ¿qué iba a pasar, oiga? Que salí premiada en aquella


lotería detrás del parque. Con dos pitillos en la cabeza y una lata
de cerveza en la barriga, quedé encinta.

Él me dijo que no me preocupara, que él se encargaba, pero yo,


¿qué quería que él se hiciera cargo del entierro cuando mi papá lo
supiera? Pero lo que él decía no era hablar con nadie más que con
el papá de él, que parece que se creyó que estaba de lo más bien
que su hijo de dieciséis años demostrara lo macho que era
preñando a la novia, que pato no era, ¿ve?, mire qué alivio, y se
136 • Lamentos borincanos

ofreció a darnos la firma para que nos casáramos y fuéramos a


vivir a casa de él y todo, como si eso fuera cosa de él decidirla,
miren qué bonito. A mí eso me dio miedo, porque yo no quería
estar encinta ni criar beibis ni estar viviendo en un cuarto en casa
de nadie. Entonces mi novio habló con un primo que trabajaba
en el hospital de Patillas y el primo le dijo que aquí mismo había
un médico abortero. Mire, y si miedo me dio tener que decírselo
a mi papá y a mi mamá, más miedo me dio pensar que me iban a
sacar al muchacho en una oficina de un médico carnicero, que
podía matarme o dejarme vaciar en sangre, con la única ventaja de
que entonces no tendría que presentarle la cara a nadie en mi
familia. Pero, ¿qué más podía hacer, si el terror a mi papá era más
grande que el temor a la muerte? El papá de mi novio dijo que si
eso era lo que yo quería, que allá yo, que él por su hijo respondía,
y le dio los quinientos pesos para llevarme al doctor Castillo de la
Parra, al consultorio en la esquina de la calle de Los Millonarios,
usted sabe dónde, con lo ilegal que es eso y demás, que yo no
habría podido ir a quejarme a donde nadie si el aborto salía mal.

Sí, me lo hizo. Entré por la puerta de atrás y en un santiamén me


sacó la burundanga, y al rato me mandó para casa, pero yo para
casa no iba. Me fui a casa de mi novio hasta por la tardecita, y
cuando me sentía mejor me llevó a casa. Le dije a mi mamá que
tenía dolor de así, que había caído mala, y que me iba a acostar
con una bolsa de agua caliente, pero no pude dormir, porque
tenía miedo que aquel doctor que yo no sé de dónde era, pero de
aquí no, aquel carnicero con diploma me hubiese hecho algo mal
y de momento empezara a sangrar y todo el lío se supiera.

No, no me pasó nada. Pero no volví a darle a mi novio la dichosa


Lamentos borincanos • 137

pruebita del amor, que fue lo que por fin me había pedido para
convencerme de que iba a ser solamente evidencia de lo mucho
que yo lo quería. Y parece que, ¡ay, mi madre, lo que son las
cosas!, la pruebita y el susto del aborto lo escamaron, porque ya
ahí rompimos y él empezó a salir con otra un día y con otra otro
día. Casi ya al graduarme me dijo mi amiga Lydia Pacheco que él
les decía a otras que yo era fácil y que conmigo nunca se hubiera
casado, porque según se la di a él, sabe Dios a cuántos más
también le había abierto las patas. Fíjese, yo que era señorita y fue
él el que me hizo el daño.

Sí, se casó. Con Pilarita Serrano, la hija de Plácido el de la


farmacia. Por aquí cerca del cuartel vive, ¿sabe? Ahora es auditor
del municipio y tiene dos hijas, y permita Dios que un día de
estos venga uno a pedirles la pruebita del amor y pasen lo que yo.

No, si no es maldición. Es deseo, señor policía.

Sí, como le dije, llegué a la universidad. Fui al recinto que queda


aquí cerca. Iba a estudiar química ambiental, que me llamaba la
atención.

Para ayudar a limpiar esta isla tan asquerosa y tan contaminada de


mercurio y de desperdicios de farmacéuticas y de petroquímicas.
Eso era cuando me preocupaban más los demás que yo, y creía en
el futuro. En la química me quedé, después de todo, pero no
exactamente de la misma, ¿entiende?

El verano antes del segundo año, cuando ya iba a entrar en el


programa de química. Empecé a tener juntillas con una gente de
138 • Lamentos borincanos

Loíza y de San Lorenzo. Yo no había disfrutado mucho de mis


años de tinéyer, ¿sabe? Bueno, con cerveza y cigarrillos y un pitillo
de vez en cuando, pero, por lo demás, en casa eran más estrictos
de lo que parece. Yo no había conocido gente como aquella. Sin
ton ni son, se sacaban una jira a la playa a mitad de semana, y se
traían un tocadiscos portátil, una neverita con cerveza,
chicharrones volaos, guineítos verdes y una hamaca, y cuando
venía a ver, iba yo con ellos, como diez en un carro, para el
balneario de Humacao o para Luquillo, a pasar el día. Y
gozábamos en cantidad, ¿por qué lo voy a negar? Todo estaba de
lo más chévere, pero al principio yo me preocupaba más por los
estudios y no podía hacer las dos cosas. Las notas me bajaron y
estuve a punto de perder la beca, y mi papá estaba furioso, y mi
mamá quería ayudarme, que qué me pasaba, que no entendía, y
yo, que si esto es fuerte, mami, que yo no sabía, que no estaba
bien preparada de escuela superior y aquello era bien duro todo,
pero que yo iba a salir bien, que era en lo que me acostumbraba.

Yo no sé si fue la tensión o la tentación.

Bueno, sí, pasé el segundo año raspando, pero ya no me iba


preocupando como antes. Las jiritas playeras ya eran un poquito
diferentes. Se nos unió otra gente, unos colombianos que no se
sabía de dónde sacaban tanto dinero, con carros del año, y unas
tipas de la Urbanización Santa María, allá en San Juan, amistades
de una de las del grupito de nosotros, y empezaron a traer cosas
que no venían en lata, ¿usted sabe? Con sus espejitos y navajas
para cortar el polvo en los vestidores del balneario, mucho, ¡ssssp!,
nariz arriba, y toma, prueba, si no es nada, te da un jai, te pones
bien chévere, bien gozadora, tú sabes, eléctrica y cuando vine a
Lamentos borincanos • 139

ver, me estaba interesando más el polvito por la nariz que los


estudios por la cabeza.

Bueno, sí, una piensa, pero, mire, cuando una tiene que escoger
entre estudios para algo que puede o no pasar en el mañana, y
algo que le hace sentir como si el mundo fuera el alfeñique de
ochenta kilos en los anuncios de Charles Atlas y una fuera la
Mujer Maravilla después de pasar el curso de tensión dinámica,
echándole arena en la cara al flaco, ¡toma!, ¡coge ahí, flaco ñemao!,
una cree que de verdad le va a patear arena en la cara a la vida y a
la vez va a sentirse chévere. Hasta cree que eso va a ayudar a una a
estudiar, a arrasar con premios y a entender todos los secretos de
la existencia, ¿sabe? Una saca lo que le sobra de la beca federal y lo
va gastando en dulces para la nariz, como yo le decía. Y no se da
cuenta que poco a poco aumenta el deseo del polvito y de sentirse
cada vez más chévere según disminuye la importancia de libros ni
estudios ni de todas esas cosas que resultan ser importantes para la
gente aburrida como mi papá y mi mamá, que se creen que el
mundo es para trabajar como mulas y a la larga, ¿tener qué? Un
carro en una casa de dos marquesinas, dos televisores con cable y
satélite, un sillón reclinable y muchas figuritas de Lladró en
repisas por la casa. ¿Y eso es vida? ¿Llegar a la casa del trabajo,
pegarse de la estufa a cocinar arroz con habichuelas y bisté, día a
día, así, esa machaca, para después sentarse a ver novelas
venezolanas la noche entera, hasta que le tejan telarañas en la
cabeza? ¿Eso es vivir?

Bueno, ahí no puedo discutir. La mía tampoco lo es. Yo no supe


coger la vida que otros quisieron que yo cogiera, pero nunca me
pregunté cuál hubiese querido coger. Esto que es mi historia me
140 • Lamentos borincanos

ha enseñado que rechazar no es lo mismo que escoger. Yo rechacé


consejos y lo que me daba repelillo de la vida de mis papás, pero
no me pregunté cuál me habría hecho para mí ni qué tenía que
hacer para llegar hasta donde quería. Pero lo aprendí demasiado
tarde, cuando estaba ya empezando a sudar y temblar porque
necesitaba la cura. Soy igual que Puerto Rico, que no quiere ser
estado ni quiere ser república, y escoge no ser, en lugar de ser. No
quiere tirarse al agua, pero tampoco sabe si le gusta estar seco, ¿ve?
No suelta la teta yanqui, pero tampoco quiere doblar el lomo para
ordeñar su propia vaca y recuperar la dignidad, ¿usted sabe?, que
cuesta trabajo después que una misma se la ha pisoteado. Y en vez
de decidirse por algo, se aprieta el mollero y con una aguja sucia y
embotada se inyecta la heroína del estado libre asociado… ¿Qué
mucho sé, verdad? ¡Qué profunda, mi pana! Unjú. Pero para lo
que me ha servido ahora ser tan lista, vay. Total, ¿qué vale lo que
piense una narcómana puta como yo?

Usted no me lo dice, pero me lo digo yo, que me reconozco.

Oiga, eso es lo mejor que nadie me haya dicho hace años, pero lo
que usted me da con la derecha me lo quita con la zurda. Yo no sé
si es tan bueno que me diga que soy un desperdicio, así que no se
tire muy cerca a la orilla, que se puede caer de cabeza.

Sí, oquéi. Oiga, ¿cuánto más voy a estar en este cuartito?

Pues pregunte y avance, porque yo creo que pronto me voy a


tener que ir a hacer algo que no puedo hacer en el cuartel de la
policía, ¿sabe?
Lamentos borincanos • 141

Bueno, si todavía no se ha dado cuenta que me colgué en la


universidad, no entiendo cómo es detective. Bien colgadita me
quedé. Con mis amistades encontré que la heroína me calmaba lo
que la cocaína me erizaba, y ya después, ¿quién tenía tiempo para
leer ni estudiar ni ir a clases, si lo que tenía era sueño o desvelo y
ansias por encontrar lo que me daba o me quitaba una cosa o la
otra?

Por colgarme no fue que me botaron de casa. Bueno, que


tampoco me botaron. Mis papás se dieron cuenta de algo raro y
mi hermano Pichi fue quien les dijo lo que era. Pichi sabía, claro,
porque él también andaba en los mismos pasos, pero eso no lo
dijo. Pichi decía que estaba trabajando en San Juan, aunque
nunca se sabía bien en qué, sólo que aparecía con carros
deportivos de último modelo con ventanas ahumadas que no se
sabía si adentro iba un chófer o el Fantasma de la Autopista, y un
bíper, teléfono celular que sonaba día y noche, y mis papás,
bueno, yo creo que preferían no preguntar más de lo que debían.
A lo mejor tenían miedo de que si preguntaban demasiado, las
cosas no iban a estar muy claras y entonces iban a tener que
aceptar que el hijo no era ningún magnate con un diploma de
escuela superior. Entonces, me metieron en un programa de
rehabilitación por allá por las montañas más allá de Caguas, pero
salí y como las únicas amistades que tenía eran las del grupito, en
eso volví a caer. En casa me dijeron que si quería vivir allí tenía
que ser una persona decente, que tenía que llegar temprano, que
tenía que buscarme un trabajo, y así. Bueno, terminé yéndome,
porque nada de eso iba a pasar. Yo ya tenía mi vida sin haberla
escogido, porque a veces creo que ella me eligió a mí. No era
buena, pero ya no iba a cambiar.
142 • Lamentos borincanos

No, pilla no soy. Eso sí que no se lo permito.

Usted me tendrá aquí por sospechosa de eso, pero yo, ¿pilla?, no


señor. Tecata, contagiada, irresponsable, apestosa, desahuciada,
indigente, puta, todo lo que usted quiera, pero pilla no soy.

Vuelvo a decirle que no fui yo quien se robó los copones. Yo


estaba en la iglesia para otra cosa, esperando a alguien que nunca
llegó. O si llegó, fue después que ustedes me encontraron y me
arrestaron. Pero busque a ver dónde tengo yo copones, si ni los he
visto y todo lo que tengo en el mundo está en la bolsa de basura
que ustedes me quitaron.

Estaba esperando a un amigo que de vez en cuando me trae


dinero y un sangüichito, para que lo sepa.

No puedo decirle.

Oquéi, no quiero decirle.

Porque se me complica la cosa y él no tiene nada que ver con esto,


ni con copones ni con drogas.

Júreme que si se lo digo no va a hacerle daño.

¿Me lo jura, señor policía? ¿Por quién me lo jura?

Olvídese de los diez mandamientos, que no es por Dios por quien


tiene que jurar, es por su madre. Esto es entre usted y yo.
Lamentos borincanos • 143

Si no me lo jura, no.

Estaba esperando a Salvador Román.


II-8 De Iluminada y Otros
Asuntos

TERMINADA LA CONSTRUCCIÓN DE marquesina y garage de la casa casi


en Alturas de Los Cerezos, se dio Iluminada a la tarea de pintar
ella misma la casa entera. Era una casa enorme, muy distinta a la
última que habían ocupado los Román Vélez en el pueblo, en la
calle Baldorioty de Castro: comodísima, de sala y comedor
separados, un baño donde se podía dar un baile, cocina equipada,
tres dormitorios y balcón donde cabía un jueguito de muebles de
hierro forjado. Lo único que le faltaba, aparte de la pintura y el
acondicionamiento de la grama, era una altísima verja de bloques
de cemento, el garage y la marquesina. Por fin, ahora no faltaba
más que la altísima verja de bloques de cemento, que le
obstaculizara la vista a los vecinos por tres lados. En cuanto a la
pintura, no iba a esperar seis años más, como había tenido que
esperar para ver las estructuras por las que había pagado doble.

—Esta casa se nos va a caer encima —le repetía al sordo de


Salvador cuando todavía vivían en la casa de la calle Baldorioty de
Castro, aunque esa fuera de su propiedad—. Entre la polilla y
cualquier tormentita platanera, adiós casa y nos quedamos en la
calle.
Pasaron el gran susto con la tormenta de Santa Clara.
Cuando empezaron los avisos de vientos huracanados, Salvador se

144
Lamentos borincanos • 145

vistió temprano y se fue a ayudar a Guané, que tenía cinco hijos


varones crecidos en su casa y para nada necesitaba a Salvador ni a
Juan de los Palotes, a clavetear ventanas y planchas sueltas de zinc.
Después se fue con martillo a rastro, a ayudar a Silverio, a Miguel
Ángel y a Onofre. Cuando empezó el viento a colarse por las
rendijas de las paredes carcomidas de su casa, y las celosías de las
ventanas se estremecían como si el tren de la central azucarera
estuviera encima de Iluminada y los dos niños, Salvador estaba
guareciéndose en casa de Onofre. No oía a Milagritos gritar,
metida bajo el brazo de Iluminada, que protegía espantada a
Enriquito detrás de un ropero que había empujado hasta una
esquina del más grande de los diminutos dormitorios de la casa.
De repente se oyó un desgarramiento metálico e Iluminada
supo que se estaba yendo por lo menos parte del techo, cuando
no la mitad.
—Cierra los ojos, Milagritos —le decía a la hija, apretando
contra el seno a Enriquito—. Ya mismo pasa, no te apures, que
no nos va a pasar nada.
Pero no fue tan rápido que pasó aquello. Era una eternidad
lo que duraba el ulular, el traqueteo de puertas que amenazaban
con abrirse y de paredes que parecían estar a punto de salir
volando.
En la calma, salieron del escondite, Iluminada temerosa de
que al abrir la puerta de la habitación encontrara los escombros
del resto de la casa. Pero no fue así. Solamente había más claridad
que de costumbre en la parte de atrás, hacia la cocina que era más
un pasadizo donde estaban una estufa de queroseno de dos
hornillas, una neverita que con la caída de los alambres eléctricos
hacía rato que había dejado de funcionar, y la puerta a un cuarto
de baño de paredes desnudas, húmedas y desconchadas. El viento
146 • Lamentos borincanos

se había llevado las planchas de zinc de atrás, pero lo demás estaba


seco. Las puertas milagrosamente habían resistido los embates de
viento y lluvia.
—Vente, avanza —le dijo a Milagritos, que estaba petrificada
detrás del armario—. Tenemos que salir de aquí antes de que
venga el rabo de la tormenta.
—¡No! —gritaba la niña, con la cara desfigurada del
terror—. ¡Nos lleva el viento!
—No, no, no, vente, si ahora no hay. ¿Oyes algo? ¿Verdad
que no? Vámonos a casa de Hilda, vente, que la casa de ella es de
cemento y vamos a estar seguros.
A penas podía Iluminada sostener en brazos a Enriquito, que
se le escurría hacia el suelo.
Por fin pudo convencer a Milagritos. Iluminada empujó con
el pie, donde estaba gastada a fuerza de patadas, la puerta que
daba al callejón. Detrás y en volandas le siguió Milagritos, con la
jaulita de canarios que tenía en su cuarto. Chipi y Chapa
revoloteaban por la jaula tan atemorizados como su dueña.
La calle estaba irreconocible. Pedazos de tablas, ramas de
árboles, porciones caídas aún sin desprenderse completamente de
postes de alambrado eléctrico, planchas de zinc enmohecidas:
todo estaba revuelto sin que se supiera bien dónde empezaba una
cosa y terminaba la otra. El techo de la tiendita de Güico
Martínez había volado a saber Dios dónde. Aunque no se veía un
alma calle abajo, el río se había desbordado y las aguas enlodadas
estaban ya a punto de cubrir las bombas de la gasolinera de don
Erasmo, lo que quería decir que las chozas de lata y cartón de Los
Chanchuyos se tenían que haber ido río abajo. Se oían gritos y
ayes, pero no era posible precisar de dónde ni si eran de alguien
en tierra firme o de algún desgraciado que colgaba precariamente
Lamentos borincanos • 147

de la rama de un árbol, desafiando el torrente que bajaba


enlodado de los montes. Iluminada se echó a Enriquito al
hombro y con la otra mano halaba calle arriba a Milagritos. Miró
al cielo, no ya tan negro como hacía unos minutos, pero
igualmente siniestro y móvil, y entró en la marquesina de Hilda.
—¡Hilda, Jacobo! ¡Caridad, auxilio! ¡Déjennos entrar, auxilio!
—gritaba Iluminada, ahora insegura. A lo mejor se habían ido a
guarecer a otro sitio y la casa estaba vacía. Y si no había nadie, ¿a
dónde iba a ir con dos muchachitos y en medio de aquello, antes
de que empezara otra vez el viento y los cogiera por la calle? Y el
sinvergüenza de Salvador, ¿dónde estaría ajumándose de ron con
los hermanos y haciendo la fiesta sin pensar en ellos?—. ¡Hilda,
Jacobo! ¡Auxilio!
La boca le sabía a pavor. Creyó que las rodillas se le doblaban
y que se iba a desplomar bajo su propio peso. No quería volver a
la casa, pero estaba visto que tenían que regresar y esperar de la
misericordia divina que no se fuera la casa por el aire con ellos
dentro.
—Muchacha, ¿qué haces por la calle con esos nenes? —le
gritó la voz que por fin salía por una rendija en la persiana del
balcón de Hilda y Jacobo—. Madre santa, déjame buscar la llave,
espérate.
Al oír a la vecina, Iluminada sintió que le volvía el alma al
pecho. Al instante oyó dar vuelta el cerrojo de la puerta y, al
abrirse, vio la calva de Jacobo detrás de la figura enteca de Hilda,
el cabello canoso enmarañado y los pies descalzos, metidos en
medias de nena.
—¿Ustedes han pasado todo esto ahí dentro? —le preguntó
Jacobo. Asintió Iluminada.
—.¿Y dónde está Salva?
148 • Lamentos borincanos

—Con la familia —respondió Iluminada casi avergonzada.


Hilda y Jacobo se miraron en silencio.
—Pues entra, entra, y déjame cerrar bien —dijo Hilda—.
Nosotros estábamos metidos dentro del closet, para no oír tanto
ruido, pero, por lo demás, mira, mija, esta casa no se la lleva ni
esta tormenta ni diez.
Iluminada sintió que le estaba echando en cara que la suya
no aguantaba, que vivía Iluminada, una maestra con tanto
prestigio en la comunidad, que debía vivir mejor, en un cubujón
de porquería. Hilda se había aprovechado de la situación para
venir a echárselas de tener más que ella, Hilda, que no había
llegado ni a sexto grado, que si no fuera por el marido que era
inspector de rentas internas, ¿dónde estaría viviendo? Creyó que
debía sentir agradecimiento, pero el alivio que sintió de no estar
ya a merced de la tormenta se fue convirtiendo vertiginosamente
en resentimiento contra Hilda. Esta mujer flaca y sin diploma de
cuarto año, ¿cómo se atrevía venir a estrujarle en cara a Iluminada
Vélez que tenía más que ella? ¿Por qué le hacía la caridad, para
entonces hacerla sentir como una refugiada, como arrimada? Con
ésa no se iba a quedar.
—No, si ahí no pasamos un año más —le respondió
Iluminada—. Estábamos esperando en lo que los nenes estaban
más grandecitos, ¿sabes?, pero ya no se puede esperar. Tan pronto
las cosas se normalicen, nos vamos a Alturas de Los Cerezos.
Hilda y Jacobo volvieron a mirarse en silencio.
—Qué bueno, muchacha —contestó Hilda. Miró a
Milagritos, que todavía tenía en las mejillas la sal de las lágrimas
de terror—. Mi amor, ¿quieres tomarte un juguito?
Milagritos bajó la cabeza al asentir y soltó el gancho de la
jaula, colocando con cuidado los canarios en el piso.
Lamentos borincanos • 149

—¡Qué pajaritos tan graciosos! —le dijo Hilda a


Milagritos—. ¿Son tuyos?
Volvió a asentir la niña sin palabras
—Y este muchachón, ¿no quiere algo? —le preguntó Jacobo
a Enriquito, que permaneció en el hombro de Iluminada, y con la
cabeza agachada rehusó silenciosamente la oferta.
—Iluminada, ¿te sirvo un cafecito?
—¿Y usted tiene electricidad? —preguntó, porque sabía que
Hilda y Jacobo tenían estufa eléctrica, no como la de ella, de
queroseno. Encender la imitación de estufa y asfixiarse con la
humareda y los gases del combustible era todo una misma cosa,
por lo que la estufa estaba frente a la ventana. Asimismo, había
que protegerla con una tabla contra la brisa que soplaba por la
ventana, porque cuando uno se descuidaba, se apagaba la llama y
la comida se quedaba a medio hacer.
—No, pero tengo una hornillita con queroseno —respondió
Hilda—, que me remedia cuando se va la luz. ¿Te lo preparo?
—No, no, déjelo. Gracias, si no tengo hambre —respondió
Iluminada, consciente de que la hornillita de Hilda era la mitad
de la estufa que tenían los Román Vélez en aquella imitación de
cocina que con el rabo de la tormenta iba a volar por el aire. Y,
¿por qué tenían esa porquería de estufa? Por el poco espacio de la
cocinita y por las maceterías de Salvador, que mientras algo
sirviera, aunque fuera para remendar y resolver lo mínimo, no
veía la necesidad de cambiar nada. Pero, ¿cómo se iba a preocupar
por la estufa, si no se preocupaba ni por lo que les pasara, por el
peligro al que estaban expuestos en aquel palacio de la polilla y el
moho, mientras él se ocupaba del resto de los atorrantes hermanos
de él?
150 • Lamentos borincanos

Pasó el huracán de Santa Clara, que el día doce de agosto


salió por Arecibo y se perdió por el Atlántico. Regresó Salvador a
su casa ya tarde la mañana de ese día, cuando del viento no
quedaba más que el pavoroso recuerdo. Milagritos y Enriquito se
habían quedado dormidos en la cama de los padres, después de
asegurarles Iluminada que no quedaban más rabos de tormenta,
que ya todo había pasado, que al otro día tendrían electricidad y
podrían apagar las velas.
—Ave María, qué bueno es así —le dijo Iluminada cuando
entró Salvador al cuarto—. Nosotros aquí pasando malos ratos y
tú, bebiendo ron con tus sobrinos.
—Si fue que me cogió el viento en casa de Onofre y no pude
salir —respondió Salvador, casi sin poderse sostener de pie,
ojeroso y desaliñado.
—¿Y hasta ahora no encontraste el camino?
—Tuve que buscar una calle que no estuviera llena de cables
caídos —respondió Salvador, haciendo aquella mueca que
Iluminada debía entender como la que decía que de tratar, trató,
pero contra los elementos, ¿qué podía él hacer?
Nada más que por no despertar a los hijos, no la armó
Iluminada bien grande, bien caliente, pero no pudo aguantar y le
dijo al marido:
—La próxima vez que te dé con hacer esto, de irte con tu
familia y dejarnos solos a que nos parta un rayo, te puedes quedar
donde estés, que para lo que tú das, aquí no haces ninguna falta.
Segura estaba de que el marido no podría nunca vivir sin ella.
Más segura aún estaba de que el divorcio no sería opción. Mas no
por eso iba a permitir que él siguiera atropeyándola y tratándola
como si no valiera nada. Que se diera cuenta de que él, sin ella,
Lamentos borincanos • 151

no valía nada. Que de no ser por ella, estaría todavía viviendo en


una esquina en casa de Guané, casado sabe Dios si con una de
aquella operarias de la fábrica, con la Jaboncito de Olor o con la
Piel Canela, con cualquiera de aquellas tusas que estaban más a la
altura de los Román y de un borracho sin ambiciones.
Por su parte, visto estaba que a Salvador no le hacía ni pío la
cantaleta de Iluminada. Habría vivido mil años en aquella casita
de la calle Baldorioty de Castro, que nada le había costado.
—¿Qué tiene de malo esta casa? —le preguntaba incólume a
Iluminada cada vez que ponía el tema gastado de la mudanza a
otro lugar del pueblo.
No hacían en él mella los razonamientos de Iluminada, que
enumeraba con los dedos de la mano los muchos defectos de
aquella casucha mal avenida a su posición de maestra. No podían
permanecer allí. Los hijos estaban criándose entre gente que no
era de lo mejorcito, en una calle en que ni a jugar podían salir,
porque el estrecho balcón daba a una cintita de acera que caía
cuatro pies hasta una calle por donde pasaba todo el tráfico de
camiones de caña y vagones de carga. Era peligrosa, polvorienta,
sucia física y moralmente aquella calle.
—¿Y por qué se la compraste a tu mamá? —le preguntó
Salvador.
—Porque si por ti hubiera sido, todavía estaríamos dando
tumbos de una casa alquilada a otra, pagándole casa a otro sin
poder ahorrar ni un centavo para la de nosotros, y porque me la
vendió barata, por eso, vay. Mi, que por qué, con el descaro que
me lo preguntas.
La casa había sido de Laura Alverio y del segundo marido,
Daniel Piñero. Cuando por fin pudieron casarse los adúlteros,
una vez Ramiro Vélez le concedió el divorcio a Laura a cambio de
152 • Lamentos borincanos

que nada reclamara de lo que pudo tocarle por matrimonio, le


hicieron un préstamo a una hermana de Daniel y pusieron un
negocio de mecánica de carros. El negocio prosperó, Daniel y
Laura le pagaron el préstamo a la hermana, y se hicieron de una
casa en la calle Baldorioty de Castro. No era gran cosa, pero
estaba cerca del negocio, tan próxima que no pudo Daniel
esconder ya más los amoríos que en ocasiones se le presentaban en
el negocio mismo. Laura no pudo soportar más que casi le pasara
a las noviecitas por debajo de la nariz, y le presentó la demanda de
divorcio. A Laura le tocó la casa y una mesada.
—Te la vendo por lo que me costó —le ofreció Laura la casa
a la hija—. No quiero bregar con particulares, y esta casa ya es
muy grande para mí. Además, están los recuerdos, dolorosos y…
Y con lo poco que había logrado ahorrar Iluminada, más una
cantidad que le fue pagando de mes en mes a Laura, haciéndose
de cuenta que más estaría pagando por un alquiler y que, a la
larga, la casa sería de ella, por fin fue suya la casa. No obstante,
siempre tuvo claro que no sería en esa casa donde habría de criar a
sus hijos ni vivir hasta el fin de sus días. Era un trampolín hacia
mejores vecindarios, lejos de la envidia de otros que no tenían lo
que ella, que no habían podido llegar a donde había llegado ella,
que donde le veían los pies, quisieran verle la cabeza, porque
reconocían que ella estaba por encima de todos los que la
rodeaban.
Estaban viviendo en una casita al pie de la Loma del Apóstol
cuando quedó embarazada la primera vez. Pudo convencer a
Salvador, como lo había hecho cuando vivían de huéspedes en
casa de Guané, sacándole en cara que, de no ser por la falta de
respeto y la bajeza que le había hecho Salvador robándole los
ahorros, habrían tenido algo mejor en qué vivir hacía años.
Lamentos borincanos • 153

Fueron a parar a un mirador de dos dormitorios al final de la calle


Elpidio Goytía. Allí nació Milagritos y vivieron dos años.
Iluminada trabajaba mientras una sirvienta le cuidaba a la nena.
Por más que se cuidó, le falló la cuenta a Iluminada y
terminó lamentablemente encinta cuando Milagritos tenía dos
años.
—Aquí no vamos a caber —le dijo una noche a Salvador.
—¿Cómo no? Ponemos una cunita en el cuarto de nosotros
—le dijo Salvador. No estaba como para volver a poner los
tereques en la camioneta de Silverio y cambiar otra vez de casa.
No entendía por qué esta mujer tenía esa manía de estar
cambiando de casa, como si le dieran hormigas. Pero ella sabría.
Siempre eran mejores las decisiones de Iluminada, aunque él se
opusiera. Lo mejor habría sido que ella fuera menos jodona, pero,
después de todo, ella era maestra, era inteligente y tenía que saber
mejor por qué había que hacer las cosas. Siempre terminaba la
mujer saliéndose con la suya, porque la necesidad que tenía él de
aquietarse y por fin quedarse puesto en un sitio nunca era tan
importante como la de ella de tener algo más grande.
Cuando nació Enriquito, habían estado viviendo alquilado,
en una casa de esquina en medio del pueblo, por la calle
Fraternidad. Pero coincidió el nacimiento de Enriquito con la
liquidación de bienes de Laura y Daniel, y surgió la oportunidad
de comprársela a Laura por casi nada.

La casa de Fraternidad tenía una covachita atrás, con entrada


por el callejón. Una tarde apareció Salvador en la camioneta de
Silverio, con unas cajas de cartón que iba a guardar en la
covachita.
154 • Lamentos borincanos

—¿Qué es eso? —preguntó Iluminada, asomada por la


ventana de la cocina, cuando lo vio descargar las cajas.
—Una mercancía —le contestó Salvador sin querer darle
importancia a la pregunta. En verdad, temía que Iluminada fuera
a oponerse al almacenamiento de las cajas. Más todavía lo
amedrentaba tener que explicarle que había gastado cien pesos en
comprar aquello.
Iluminada se puso los zapatos y se tiró al callejón. Se acercó a
la covachita y trató de abrir una de las cajas.
—¿Qué mercancía?
—Guantes y carteras —respondió Salvador—. Muévete, que
se me cae esta caja.
—¿Guantes y carteras? ¿De quién? —preguntó Iluminada. Le
pasó por la mente que la consecución de aquella mercancía no
fuera legal.
Salvador puso la última caja en la covachita y se dispuso a
volver a montarse en la camioneta. Se detuvo, pero no
completamente, como si un hilo invisible estuviera halándolo
lentamente hacia la calle.
—Son de un remate. La fábrica de guantes de Leo Silverstein
quebró, y compré estas cositas en el remate.
—¿Que compraste qué? —subió Iluminada el tono para
preguntar.
—Compré esto para revenderlo —le dijo Salvador—.
Espérate, que ahorita vuelvo. Tengo que devolverle la camioneta a
Silverio.
Al salir Salvador, Iluminada se acercó a la covachita y abrió
una de las cajas. Sacó, como si fuera una sabandija exótica, unos
mitones verde chatrés, con dos hileras de dobletes hasta el codo.
No sabía si tenía pareja. Envueltos en un lío donde no se sabía ni
Lamentos borincanos • 155

tamaño ni estilo ni largo, había guantes de los colores más


extraños y de telas que en el trópico no servirían más que de
sudoríferos. Había adefesios malva, verde limón, azul añil, grises,
mostaza, de tela de pana, fieltro y lanilla. Soltó el lío como si
padeciera de lepra, y escarbó por el lado, donde encontró más de
lo mismo.
No bien entró Salvador a la casa más tarde, lo atacó
Iluminada con la pregunta:
—¿De dónde tú sacaste chavos para comprar esas porquerías?
—¿Cómo que de dónde? De mis chavitos —mintió Salvador.
La verdad era que se los había cogido prestados a Miguel Ángel,
prometiéndole que tan pronto vendiera los guantes y las carteras,
le saldaba.
—¿Y de cuándo a acá tú tienes con qué estar comprando
mercancía en remate, si no tienes ni para pagar la cuenta de
electricidad?
—Los tenía guardados para este negocito —volvió a mentir
Salvador.
—Bueno, ¿pero a ti te falta un tornillo, Salvador? ¿Cuánto
pagaste por esos trapos sucios?
—Cincuenta pesos.
—¿Cincuenta pesos! ¿Tú sabes para lo que dan cincuenta
pesos aquí? ¿Tú sabes cuántos potes de leche pudiste comprarles
con cincuenta pesos a tus hijos?
Salvador siguió hacia el fondo, pero no era tan larga la casa
como para perderse y dejar de oír a Iluminada. Trataba de ignorar
la voz que no le permitía el lujo de la indiferencia y le seguía
detrás para gritarle su estupidez.
—No, si qué vas tú a saber, si para lo que tú das. ¿Con qué te
crees tú que se paga aquí lo que se comen tus hijos, ah? Tú dejas
156 • Lamentos borincanos

tu diarito ahí, unos trapos de quince pesos, y yo tengo que


completar lo que falta. Así es muy lindo, no, si es de lo más bello.
Y entonces tú tienes con qué pagar esas porquerías.
Salvador entró al baño. Le dio la espalda a Iluminada, que no
le había permitido cerrar la puerta, y se paró a orinar, fija la
mirada en el chorro y calientes las orejas de la tunda de cocotazos
que le estaba dando Iluminada sin tener que tocarlo.
—¿Y a quién tú le vas a vender esos guantes, ah?
Sin dejar de descargar la vejiga, le respondió Salvador:
—Ea, eso se vende al por mayor por allá por San Juan, y uno
le saca el doble o hasta el triple de lo que pagó. Yo sé lo que voy a
hacer.
—¿Qué diablos sabes tú lo que vas a hacer, si tú no sabes
hacer nada, coño? Desperdiciar dinero en ron y en porquerías que
otro bota, eso es lo que tú sabes hacer.
Salvador se sacudió por enésima vez. No le podía quedar una
sola gota. Estaba esperando que Iluminada saliera del baño, para
subirse el zipper corriendo y salir por la puerta de atrás. Pero no le
daba tregua la mujer. Ya era absurdo seguir allí dentro, como si
hubiese tenido un río Grande de Loíza en la vejiga y tuviera que
seguírselo sacudiendo. Se lo guardó, se subió el zipper creyendo
oír cada engrane de los dientes hasta subir al tope, y se dio la
vuelta. Iluminada estaba cuadrada en el pasillo.
—¿Tú no piensas, Salvador?
Pero ya había acorralado Iluminada demasiado al marido. La
miró, volteó la cabeza a cada lado cuando le vio en los ojos el
desprecio por la ridiculez de atreveserse Salvador a pensar que
pudiera hacer algo más que no fuera arreglar máquinas de coser.
No era ira lo que sentía Salvador, sino vergüenza por ser tan
retardado.
Lamentos borincanos • 157

—Bueno, ya veremos —le contestó a Iluminada, y se fue a la


cocina a servirse el plato de arroz con habichuelas que le había
guardado la mujer.
Tuvo razón Iluminada. No había quién le metiera el diente a
aquellos guantes polvorientos y hasta húmedos, como si en un
huracán hubiesen dejado las existencias mojarse. Apestaban a
hongo, pero no había que olerlos para desarrollar una resistencia
inmediata a los guantes. Por mejor que los tratara de presentar
Salvador, que había pasado tardes incontables separando los
guantes y tratando de encontrarles pareja, no aparecía comprador.
Y tampoco era cuestión de venderlos por la calle, porque, ¿quién
iba a comprar aquello en el pueblo?
¿Y qué decir de las carteras? Tenían el mismo mal olor de los
guantes, al que se le unían la fealdad de los estilos, la debilidad de
los broches, la mano de obra ordinaria y lo repelente de los
colores. Salvador escogió la menos fea y se la regaló a Iluminada.
—¿Y tú te crees que yo voy a salir a la calle con eso? —le
respondió Iluminada—. La puedes tirar a la basura.
Las cajas entraron y salieron de la covachita, cada vez con la
esperanza de no volver, pero, como si estuvieran ligadas a las
paredes, allí volvían cada sábado por la tarde, después de darse el
paseo hasta el Barrio Cantera, Villa Palmeras, y hasta la calle De
Diego en Río Piedras. Hasta los quincalleros menos exigentes
rechazaron guantes, mitones y carteras. Al final de cada viaje,
regresaba Salvador con el corazón alicaído e igual de malolientes
las cáscaras desinfladas de manos, en renovada promiscuidad
multicolor dentro de las cajas de cartón, que empezaron a
simbolizar el fracaso empresarial de Salvador.
158 • Lamentos borincanos

Con el tiempo, ya instalados en la casa que había sido de


Laura Alverio, se reanudó la amenaza de mudanza. No se habrían
ido de esa casa, de no ser por la insistencia renovada de
Iluminada.
—Nos vamos —dijo un día.
A la resistencia muda de Salvador, respondió:
—Tú, si te quieres quedar aquí, por mí, aquí te pudres. Yo
me voy y me llevo a mis hijos, que en esta casa no sigo viviendo.
Iluminada había sacado cuentas. Con lo que se estaba
ganando mensualmente, le daba para el pagaré mensual de la casa
nueva, si la financiaba por la Junta de Retiro para Maestros del
Estado Libre Asociado de Puerto Rico. La Junta ofrecía préstamos
hipotecarios a interés más bajo que los bancos. Era todo parte de
aquellos planes que tenía el gobierno de Puerto Rico, desde que
había subido al poder el Partido Popular Democrático. Era el
momento oportuno para hacerse de su casa en un buen sitio, con
Salvador o sin Salvador. Estaba claro que era ella quien tenía que
echar pa’lante, porque el marido era un aplatanado a quien
cualquier cosa le bastaba. Ella no podía conformarse con criar a
los hijos fuera de los círculos de gente mejorcita, de otros
profesionales como ella. Porque la envidia y el presentamiento de
los vecinos que tenían en la Baldorioty de Castro, ¿qué más se
podía esperar de aquella gente, que había salido de la orilla? Si no
fuera por tanta fábrica y tanta oportunidad que les daba Muñoz
Marín, ¿dónde estarían viviendo? En algún arrabal, comiendo
panas con bacalao y con las barrigas hinchadas de bilharzia, allí a
orillas del río.
—¿Y a dónde te quieres ir ahora? —le preguntó Salvador.
—Pues mira, no me tienes que preguntar con sorna ni
sarcasmo —le respondió Iluminada—, para que lo sepas. Tú no
Lamentos borincanos • 159

sabes con quién te estás dando.


Salvador no preguntaba con sorna, sino por curiosidad. De
sobra sabía que si Iluminada había empezado a hablar otra vez de
mudarse y ahora hasta de comprar otra casa, era porque hacía
tiempo que venía pensándolo. En eso su mujer era muy distinta a
él. Cuando venía a hacer algo, era porque se le presentaba y se
veía como algo que valía la pena hacerlo. No era hombre de
mucho plan que no fuera el de saber cómo asegurarse las
habichuelas. La de organizar el futuro y cada paso meses antes de
darlo, ésa era Iluminada, que era inteligente y sabía lo que hacía.
Razón tenía, a lo mejor, cuando le decía la mujer que él para nada
servía. A lo mejor un día iba a demostrarle que él sí servía, pero
ella siempre llevaba la delantera.
No contestó nada Salvador.
—Marta Merced y el marido se mudan para Guayama
—dijo Iluminada sin que apuntara Salvador—. La casa de ellos
casi hace esquina con Miranda, donde empieza Alturas de los
Cerezos. Eso es casi en la urbanización.
Permaneció callado Salvador.
—Ahí viven los Arzuaga del Parral, los Arrigoitía Wilshing,
los Salamán —contaba Iluminada con los dedos de la mano—,
los Bocanegra, los Angulo.
Extenuadas las posibilidades con una mano, pasó a la otra.
—Los Biascochea Ruibal, los Mediavilla Roig, los Dalmau
Aragón, los Corrada Emperador. Y si ellos pueden, yo también.
Contra esa lógica, no pudo Salvador.
—Me encontré a Marta el domingo en misa, y me dijo lo de
la mudanza. Ella se va a trabajar en la escuela superior de
Guayama y el marido consiguió trabajo por allá. Como todavía
no han puesto la casa en venta, eso no lo sabe nadie, y está bien
160 • Lamentos borincanos

closed.
Ahí estaba esa maldita palabra que había recogido Iluminada
en algún sitio. Cuando las cosas estaban closed, no las sabía más
que ella, que nunca pensaba que si estuvieran tan closed, ni ella se
habría enterado. Pero Salvador suponía que le daba un aire de
dominio a la mujer creerse en posesión de algo a lo que tenían
acceso sólo los privilegiados. A ella la había escogido alguien,
como Dios a María, entre todas las mujeres, para hacerla
merecedora de un dato que estaba, por el momento, closed. Sería
inteligente y todo lo que se quisiera, pero no pensaba Iluminada
que en aquel pueblo que era como un organismo humano, con
una boca por donde se entraba, un estómago donde se digería y
un culo por donde se salía, todo, a la larga, estaba bien open.
—La casa no está en la urbanización misma, pero está al otro
lado de la calle, como quien dice, al filito. Y para ahí nos vamos,
porque se la voy a comprar a Marta Merced.
Con el aplomo que nunca parecía fallarle, un día le dijo
Iluminada a Salvador que iban para San Juan a cerrar el negocio
de la casa, con préstamo hipotecario a baja tasa de interés anual,
por veinticinco años, con la Junta de Retiro. Y así fue. Había
puesto en venta la casa de la calle Baldorioty, y enseguida había
aparecido comprador, un empleado de la Farmacia Alcázar de
Granada. Con un prestamito que hizo, garantizado por sus
acciones, en la Cooperativa de Crédito de los Maestros de Puerto
Rico, y con lo que le sobró de la venta de la casa de la Baldorioty
de Castro, se fue a la Mueblería Estela y a la New York
Department Store de Caguas. Compró camas nuevas, muebles de
la sala, muebles de balcón de hierro forjado, camitas para
Milagritos y Enriquito, gaveteros, estufa eléctrica, nevera, ollas,
platos, mapos, escoba, cortina de ducha, alfombritas de baño,
Lamentos borincanos • 161

sábanas y fundas, máquina de lavar y hasta un tocadiscos jai fai


marca Silvertone de Sears.
En plena mudanza, vio Iluminada a Salvador dirigirse a un
cuartito de desahogo detrás de la casa, con la intención de montar
las fungosas cajas en el camión.
—¡Eh, te veo! —le gritó Iluminada—. ¿A dónde tú te crees
que vienes con eso?
No respondió Salvador. Soltó la caja que tenía en brazos y
regresó a la casa, para ver qué más tenía todavía que sacar.
Cuando llegó el momento de irse a la casa que antes
perteneció a Marta Merced y abandonar para siempre la ínfima
bazofia de la calle Baldorioty de Castro, los nuevos dueños de la
que abandonaban los Román Vélez tuvieron la oportunidad de
hacerse de cientos de mitones y guantes, así como de carteras cuyo
lustroso hule ya mostraba los estragos del musgo y el tiempo.
—Oiga, cristiano —dijo el hombre que ya había empezado a
descargar sus pertenencias y meterlas en la casa—, llévese eso de
aquí, que yo quiero la casa limpia y sin cachivaches.
Salvador acabó por montar las cajas en la camioneta de
Silverio y llevárselas al vertedero municipal. Se subió al remolque
y aguantó la respiración para no arrojar. Fue levantando las cajas
una a una, impulsando los brazos para que saltara el contenido al
aire. Así vio caer los guantes en una lluvia de manos deshuesadas
sobre el amasijo amontonado de los demás desperdicios del
pueblo: latas, cartones, cajas roídas, bolsas plásticas, plastas de
comida, toallas sanitarias oscurecidas de sangre seca, papel
sanitario ajado por el uso y manchado de heces, porciones de
perros muertos ya roídos por ratas y otras alimañas y, entre tales
coles, una que otra lechuguita aterciopelada verde chatrés, malva,
cereza, turquesa, azul añil y mostaza.
II-9 Salvador

AY, SEÑOR, QUÉ SED y qué hambre tengo. Pero de nada vale que
coma. Si me echo algo al estómago, me va a salir igual. Ya no van
a ser las hervederas éstas. A lo mejor un buchito de café me
vendría como flor de saúco. Por lo menos me mojaría las costras
de los labios. ¿Desde cuándo no tomo nada? Ea, si ya el sol ha
pasado de un lado al otro al final de este túnel. Y ayer, ¿fue ayer?,
cuando caí aquí ya estaba de noche, ¿entonces? Pues no he
probado ni un bocaíto desde…
Y ahora, ¿qué? ¿Me estará empezando otra vez el
corrimiento? Ya parece que no va a ser por la noche nada más. Así
mismo me empieza, con este frío a mitad de día, con el calor que
debe estar haciendo. Ay, no, mamita, la temblequera otra vez, no.
La oscuridad. Pero si ahorita mismo se veía tanta claridad.
¿Será lluvia? Ea, Virgen Santísima, si llueve ahora, entonces sí.
Jmm, lo que es la vida. No hace un año tuvimos las sequías
aquéllas y la gente andaba casi en rogativas. La grama se nos puso
como paja y el gobierno empezó a racionar el agua, porque en
Carraízo no caía ni una gota hacía, ea, casi un año. Y de momento
se zafaron aquellos diluvios que se llevaron medio Aguas Buenas y
la mitad de Yabucoa. Porque no es cuando uno quiere ni cuando
a uno le conviene, es cuando Dios o el diablo quieran.
¿Habrá una frisa por aquí? Qué va a haber. A lo mejor si me
abrazo así y me acurruco bien pegaíto, se me quita esta
temblequera. Si tuviera dientes se me estarían haciendo gofio.

162
Lamentos borincanos • 163

No, no es cuando uno quiera. Si estuviera en las manos de


uno, ¿qué no habría hecho yo? Uno propone y la vida le
descompone, así es.
¿Está lloviznando? Si me mojo sí que me voy a quedar frito
aquí. Como la vez aquélla de la tormenta, Santa Clara. Jmm, que
por poco la pasé a la intemperie, con planchas de zinc volando y
cuanta basura suelta había por la calle dándome en la cara.
Iluminada me hacía en casa de Silverio y Guané. La pobre, con
los nenes, allí en aquella casa que yo creía que iba a llegar y no los
iba a encontrar. Pero no le podía decir nada. Ya había
escarmentado con los lotecitos de remate de aquellos guantes tan
bonitos y las carteritas que yo estaba seguro de que lo iba a vender
todo. Con tanto reinado de belleza que hay en Puerto Rico, tanto
carnaval, tanta carroza y tanto cotillón, ¿cómo que no iba a
vender todo aquello? Aquellos guantes hasta el codo, con piedritas
y todo. Aquello se iba a ver bonito en una de esas muchachas que
coronan en la Casa de España y en el Casino de Puerto Rico. Y el
Día de San Juan.
Pero no eran aquellos guantecitos los que quería nadie.
Serían los que compraban en Velasco o se mandaban a coser a la
medida. Se los haría Carlota Alfaro o Fernando Pena o uno de
esos modistas de El Condado. No iban a ir a los cinco y diez
donde yo creía que me los iban a comprar.
Y cuando Iluminada los vio, me lo dijo así mismo, que eran
unas porquerías y que yo había desperdiciado el dinero. Tuvo
razón. Terminaron en el basurero.
Ah, no, no es llovizna. Eran unos picotazos que sentía por la
cara. No sé por qué cuando me da esta temblequera me dan
también esos picotazos, como agujitas que se me meten por la
piel.
164 • Lamentos borincanos

Si le hubiera dicho lo de las máquinas de coser y el equipo de


cortar tela y las mesas de tender, entonces me habría tirado a la
calle. No podía decir nada de todo aquello que tenía almacenado
en los garages de Monche Cruz. Le habría tenido que decir que lo
había comprado con un dinerito que había cogido a plazos en la
financiera de Caguas y con unos chavos que me habían prestado
Guané y mi primo Cheo. El día que trajimos todo aquello lo
teníamos que guardar en un sitio seguro y lo descargamos del troc
de Manolín López en uno de los garages de Monche, que me lo
alquiló por poquito. Por los chivitos de plomería que yo le había
hecho en la casa a la corteja que tenía por Ceiba Sur.
Eje, aquí vuelve esto que sabe… ay, Cristo Rey… no sabe
más que a bilis, esta cosa pegajosa y amarga. Menos mal que
todavía puedo virar la cabeza, aunque se me esté corriendo debajo
del cuello.
Ay, Dios mío. Qué malo es esto.
Unjú. En el garage lo guardamos todo y en la mente ya yo
tenía hasta el localcito donde iba a montar mi fabriquita de
pantalones, por la Placita de Los Chupones, en una casa que tenía
vacía Félix Cuadrado, que era una casa larga y estrecha y me servía
para poner en un lado la mesa de tender tela para cortar y en el
otro una fila de máquinas, primero la de pespunte, después de la
entrepiernas, la de cierre, la de tirillas, ea, que ya tenía una
máquina de cada cosa, y atrás una oficinita con un escritorito, un
archivito y una maquinita de sumar, con sobres de pago y libretas
de pedidos y facturas. Y en un cuartito al lado de la letrina, una
calderita que tenía vista en un almacén de piezas industriales
usadas, y en el otro cuartito, anaqueles para materiales, palos de
hilo, rollos de tela. Y en cada máquina, una mujer que iba a coser,
que las iba a sonsacar de la fábrica de don Justo. Iba a empezar
Lamentos borincanos • 165

con Migdalia para entrepiernas, La Rajá para filiteo, aunque me


diera asco cómo se metía el cigarrillo en la rajadura que tenía en el
labio cuando cosía, y mi hermano Miguel Ángel para cortar tela.
Y les iba a vender los pantalones a las tiendas entre Caguas y
Fajardo, las mismas que le compraban los pantaloncitos de
segunda a don Justo, porque los míos iban a ser mejores, más
finos, más a la moda, pero baratos, para que se vendieran rápido.
Les iba a pagar bien a las operarias y a mi hermano, y lo que
sobrara me lo iba a pagar yo por ser dueño y mecánico a la vez.
Pero todo lo tenía que mantener en secreto. No había
problema con que Iluminada se enterara por mis hermanos. Ella
no visitaba a ninguno y ninguno de ellos la visitaba a ella. Decía
que para lo único que servían era para aprovecharse de mí y
darme romo. Que no tenían ninguna profesión ni aspiraciones y
que a sus hijos no los quería con ellos, porque lo único que iban a
aprender era malas costumbres y a beber como los atómicos que
eran.
En eso tenía razón, aunque yo no se la diera y me quedara
callado hasta que no podía más oírla y me iba para la calle. Mi
familia no tuvo tiempo de estudiar ni de hacerse maestros ni
doctores. Lo que aprendimos nos lo enseñó la necesidad. Tío
Cipriano no nos dio nada que no nos ganáramos doblando el
lomo desde chiquitos. Los hijos de él estudiaron en colegios
católicos y en Miami. Hasta Tutin, que yo creía que iba a salir
maricón y no iba a estudiar nada, hasta ése, que se metía en el
tallercito de costura de la may y se probaba los trajes que ella les
cosía a las clientas. Pero a los sobrinos nos puso a trabajar en
obras desde temprano. Ninguno de nosotros llegó a más de
octavo grado, y ése fui yo. Los demás, qué diablo. Guané nos tuvo
que cuidar a todos y si no hubiera sido porque Trine la mujer de
166 • Lamentos borincanos

tío Cipriano le enseñó a coser, sabe Dios qué tumbos habría


dado. Las mujeres se casaron bien o se embarcaron y por allá
conocieron maridos que las sacaron de las fábricas y les pusieron
apartamento. Los machos tuvimos que fajarnos y si no hubiera
sido porque me fui al ejército, ay, bendito, tampoco termino ni la
escuela superior por veterano.
Por eso quería tener mi fabriquita, porque con lo que yo
sabía de mecánica que me enseñaron en la vocacional, yo sabía
que podía poner mi tallercito y no trabajar más alquilado, para
que Iluminada viera que yo también podía mantenerla. No tenía
que haberse casado con Gilberto Saldaña para tener lo que ella
quisiera. Bendito, si yo tuviera una oportunidad, también le hacía
ver que yo podía. Y entonces no iba a importar que yo me llenara
los ojos con los dos mil pesos que le cogí para apostarlos en casa
de Maestro Paco, ni iba a importar que yo no tuviera estudios en
la universidad ni nada. Lo que iba a importar era que yo merecía
que ella me respetara, aunque a veces se me hacía duro creer que
alguna vez me hubiera querido. Que cada vez que yo trataba de
ablandarla para que diéramos una chichaíta, había que cogerla de
boya y a veces, ni eso, que me tenía, qué sé yo, como un asco. No
fue fácil hacerle los tres muchachos, tres con el que se murió,
aunque si por mí fuera no hubiéramos tenido ninguno, pero, pues
vinieron, y a lo hecho, pecho. Ella sí, ella quería hijos, pero del
cielo no le iban a bajar por obra y gracia del Espíritu Santo. A lo
mejor los quería que se parecieran a Gilberto Saldaña y no
conmigo, tan bruto que era.
Pero cada vez que tenía un chancecito para demostrarle que
yo no era tan animal como ella se figuraba, algo pasaba y quedaba
yo mal. Yo creo que hasta la naturaleza se confabuló para darme
candela. Cuando Santa Clara, yo tenía que asegurarme de que lo
Lamentos borincanos • 167

que tenía escondido en el garage no se me iba a mojar. Al


escape…
¿Qué es esto? Ay, Virgen Santísima, qué temblequeo. No
quiero ni pensar en esto, a ver si se me quita sin darme cuenta. Si
tuviera saliva que tragar, ni me dejaría. Aunque tenga hambre y si
me pusieran la comida ahora mismo al frente, no iba a poder
probar bocao.
…Al escape tuve que ir a comprar unas planchitas de zinc y
una libra de clavos para ir a asegurar el techo del garage, porque
Monche no iba a hacer nada. Traté de conseguir una lona, pero,
¿a quién se la iba a coger prestada a esa hora? Me fui a la ferretería
de Mingo Zayas y de allí fui con las planchas en la cabeza, hasta la
Quebrada de Los Muertos, que de seguro se iba a desbordar y a
meterse en los garages de Monche. Pero contra eso no podía hacer
nada, porque si el agua llegaba hasta allí, no iba a construir una
represa yo solo.
Cuando empezó a soplar el viento, estaba yo encaramado en
el techo del garage, tratando de clavar la última plancha de zinc
antes de que fuera a volar y me degollara. Entonces busqué por
allí unas tablas viejas y las clavé por la parte de arriba de las
paredes de planchas de zinc, para que cuando soplara el viento no
se metiera la lluvia en el garage. Y cuando vine a ver, me había
quedado varado en los garages, porque ya irse hasta el otro lado
del pueblo iba a ser un suicidio seguro, con tanta cosa volando
por encima de uno.
Me metí debajo de unos gabinetes de máquina y allí esperé a
que viniera la calma, con el viento u-ú, u-ú, y la lluvia que daba
contra las planchas de zinc como balas. Cuando la calma, salí para
irme corriendo a casa a cuidar a Iluminada y a los nenes. Iba por
la esquina del Bar La Buena Vida, todavía por allí por el garage,
168 • Lamentos borincanos

cuando me di con una viejita entripada desde los pies descalzos


hasta la cabeza, que había pasado lo peor de la tormenta tratando
de guarecerse en el balcón de la casa de doña María Ferrer, que no
le abrió la puerta. Así de mala era esa vieja Ferrer, que murió
atragantada con un hueso de pollo y ni los hijos fueron al
entierro, por miserable y orgullosa, cristiano, que se comía la ropa
vieja y cogía los botones de Alka Seltzer, que a ver si se llevó el
dinero a la tumba y no se lo tuvo que dejar a los hijos que le
hubieran querido apretar el pescuezo. Cuando vi a aquella viejita
me dio algo y me acordé de mi mamá Yuya, que así pudo haber
estado de arrugadita y chiquita si viviera. La viejita, ay, caray,
estaba casi muda del miedo, y la verdad era que solamente por un
milagro de Dios estaba todavía entre los vivos.
La levanté y la convencí de que se viniera conmigo. Ya el
viento empezaba a levantar otra vez y me cogió con la viejita en la
calle. Le dije que yo tenía un sitio donde podía pasar lo que venía.
Me miró, bendito, azorada, sin decir nada. Yo creo que cuando
sintió que volvía el viento, si me tenía miedo, se le pasó, porque
yo era hombre y más fuerte que ella, y la verdad era que para mí,
la muerte era mejor que estar allí debajo de aquel diluvio, en
plena calle, como quien dice.
Llegamos al garage y la acomodé como pude debajo de un
gabinete de máquina y le dije que se estuviera quieta, que nada le
iba a pasar. Cuando volvió el viento, la viejita gritaba tanto que se
oía por encima del traqueteo del viento contra las puertas y las
paredes del garage. Parecía que había un gigante al otro lado que
no se cansaba de tratar de abrir las puertas a la fuerza. Cristiano,
aquello me daba miedo hasta mí, qué no sería a aquella viejita que
después supe que ni casa tenía y vivía debajo del puente.
Ya por la madrugada, cuando escampó y no había ya más que
Lamentos borincanos • 169

unas rafaguitas de viento, fui a despertar a la viejita, que no sabía


yo cómo se había quedado dormida. A lo mejor se había cansado
de tanto tener miedo, la pobre. Pero me le acerqué y con la
poquita luz que empezaba a entrar por los rotitos de las puertas y
las paredes del garage le vi abierta la boca, con dos dientes negros
que le quedaban en las encías de abajo, y le vi los ojos abiertos
como bolones, como si hubiera visto al mismo Satanás, y me di
cuenta que no era cansancio, que era la muerte la que me miraba
por aquellos ojos, que habían muerto del susto. Di un brinco y
tropecé con algo, abrí la puerta como pude, con las manos
tembluzcas y sin poder agarrar bien el cerrojo de adentro para
abrirlo y salir corriendo de allí.
Fui como en chiringa, corriendo a casa de Silverio, que había
pasado la tormenta bien y estaba apagando los quinqués, y le dije
lo que tenía allí en el garage, una viejita muerta. Entre los dos la
llevamos al hospital, por encima de los escombros que había
dejado reguereteados por dondequiera la Santa Clara, y allí la
dejamos. Nadie sabía quién era ni de dónde había salido y yo
nada más dije que la había encontrado debajo de unas ramas
caídas.
Me fui para casa azorado y allí estaban Iluminada y mis hijos
sanos y salvos y dentro del pecho le di gracias a Dios, pero no dije
nada de lo otro. Iluminada estaba que se tragaba al mundo entero
y empezó a decirme lo que ella siempre decía, pero yo no dije ni
esta boca es mía de lo que había pasado. Mejor que siguiera
pensando que yo era un irresponsable que no me ocupaba nada
más que de mi familia y el romo y que nunca llegaría a nada,
como el resto de mis hermanos.
A veces me daban ganas de decirle lo que yo iba a hacer, pero
no dije nada, porque siempre que decía algo, me salía con que yo
170 • Lamentos borincanos

tenía la cabeza llena de paja y no pensaba en lo que era


importante. A veces sentía deseos de decirle que un día yo le iba a
demostrar a ella que estaba equivocada, pero era mejor esperar
para darle la sorpresa. Ya iba a ver Iluminada de lo que yo era
capaz, y ya la bocota de ella no me iba a hacer temblar.
¡Ay, mamá, que se me pase esta temblequera!
II-10 De Iluminada y Otros
Asuntos

IGUAL QUE EL DÍA en que conoció a Salvador, esa mañana al salir de


la casa para el hospital vio Iluminada una enorme mariposa negra.
Le revoloteó alrededor y trató de posarse sobre el cerrojo del
portón de la casa, justo cuando ella acercó la mano a la manija. Se
persignó: frente a mariposas negras y al pasar por cementerios,
hay que hacer la señal de la cruz, que termina en un beso liviano,
la uña del pulgar contra los labios.
Y todavía hay quien asegure que son supersticiones, se dijo
para sí.
El día antes había sufrido un desmayo en la iglesia. Fue
durante la devoción del rosario. Llevaba años haciéndola, aun
desde antes de la muerte de Enriquito y de que le sugirieran que
no volviera a la Legión de María por no perdonar a Meche Cruz.
Había sido todo una tontería, de eso trató de convencerla la
presidenta de la Legión: con haberle llamado la atención a Meche,
habría sido suficiente. No entendió la presidenta que por menos
le había dejado de dirigir la palabra Iluminada hasta a su única
hermana, Encarnación. Por menos le había retirado la confianza a
la mayor parte de su familia. No era ella de dejarse faltar el
respeto, y menos por apodos, por inocentes que fueran. No había
inocencia cuando se trataba de motejar a una persona como ella,
educada y de clase muy superior a la de la tal Meche, dependienta
del tenducho de Quintín.

171
172 • Lamentos borincanos

Que le preguntaran a María Esther Cabrera, su antigua


principal cuando todavía era maestra: por responderle torcido a
una pregunta que le hizo Iluminada en una reunión profesional,
le declaró la guerra a la Cabrera, hasta que se jubiló y no tuvo que
verle la joroba más a la parejera de María Esther. ¿Qué se había
creído la coja ésa? Que le preguntaran a su propia hija, la
Milagritos, que por faltarle el respeto, en desafío, casándose con
Eduardo Fernández, la recibía en su casa, sí, por Salvador y para
que no se le cayera la lengua a la gente. Pero se revestía de una
impenetrable capa de hielo que no habían podido derretir ni las
hijas de la que había sido su hija predilecta. Ya estaba divorciada
la hija, que pudo haberse economizado el desastre si hubiera oído
a Iluminada. Otros se conformaban con ver las cosas en la vida
como si estuvieran frente a un retrato en colores. Le veían la
brillantez de las tonalidades y la clara definición de contornos,
trucos de la vista. Pero no Iluminada: ella miraba la fotografía de
un ángulo oblicuo desde el que se ponían de manifiesto las
sombras, haciendo desaparecer los matices rosados y azulados,
como si estuviera viendo el negativo en toda su reveladora
repugnancia. Pero nadie la oía, nadie le hacía caso. Por eso le
pasaba lo que le pasaba a Milagritos, por eso había terminado mal
Enriquito, por eso fracasó Salvador con aquel embeleco de fábrica
que, a la postre, tanto más le había costado a Iluminada que a él.
Ella todo lo guardaba en el corazón y se lo ponía en las
manos a Cristo: que Él los perdonara. Desde que empezó la gente
a cuchichear contra ella por la justicia con que había tratado a
Enriquito, se había entregado más a Cristo y a su devoción de la
Virgen del Pozo. Ellos le proveían refugio tras una pesada cortina
de acero espiritual. No tenía que compartir nada con nadie. La
gente solo servía para quitarles mérito a los demás, no para darlo.
Lamentos borincanos • 173

Cuando le pasaba algo grande y demasiado malo, lo mantenía


bien closed.
A veces, con firmes promesas de discreción, soltaba una que
otra pena con Aidita Cartagena, su paño de lágrimas. Pero había
que ver lo reservada que era Aidita, su ex aliada de tragos amargos
bajo la dirección incompetente de María Esther Cabrera. Decirle
algo a ella era como callarlo. Era la única en quien confiaba
plenamente, y por la misma Aidita había conocido a dos granitos
de oro, a Joaquina Pomales y a su hija Ivelisse, tan decente, tan
inteligente, que se había superado con tanto sacrificio de su
madre. A dondequiera iba con su mamá, que adoraba. Ah, como
ésas, pocas, pero como Aidita, ninguna. Y pensar que el marido le
hizo la trastada sin ver lo que valía esa mujer.
Para favores especiales tenía a Belén Villafañe. Desde que
Iluminada había tenido que quitarle el carro a Salvador para
venderlo y que no se fuera en él a emborracharse, era Belén quien
casi siempre la llevaba de compras. Pero no confiaba mucho en
Belén. Después de todo, era republicana, penepé, como lo había
sido su familia entera, compuesta de varias jamonas como ella. A
cambio de un viajecito al supermercado, que Belén iba a dar
aunque no fuera Iluminada con ella, tenía que pagarle la gasolina
y el almuerzo. Después de ponerse como sapo en letrina en el
Sizzler, se arrellanaba Belén a comerse un helado y a darles pupila
a las muchachas que pasaban. Porque eso lo decía la gente de
Belén, pero a Iluminada, ¿qué? Con ella nunca se había
propasado. Ella era estrógeno ciento por ciento y las mujeres no le
interesaban. Si Belén algo hacía, con Iluminada no era. No
obstante, siempre sospechó Iluminada que la Belén la buscaba
para ir de compras cuando quería almorzar de cachete y que le
pagaran la mitad de la gasolina. Por otro lado, como no siempre
174 • Lamentos borincanos

estaba disponible Aidita Cartagena para darle pon al


supermercado, era mejor mantener a Belén de bateadora
emergente.
Claro, para Cristo reservaba sus penas más profundas, sus
arrepentimientos más secretos, como no haber perdonado a
Gilberto Saldaña, que después de la decepción con Anitita Ramos
hasta alcohólico se hizo. Iluminada habría podido salvarlo de ese
fin. Mas habría sido difícil perdonarle la traición, porque en todo
la ayudaban Jesús y la Virgen, menos en reconciliarse con el que
le hacía daño. Agradecía, sin embargo, que Cristo le diera todo el
apoyo que necesitaba para sentirse fuerte ante el qué dirán. Por
eso había eregido altares en su casa, por eso les oraba a la Virgen
del Pozo y a la de la Providencia y cantaba himnos del rito
litúrgico. Con ello invocaba el auxilio divino y ahuyentaba la
maldad del mundo contra ella.
En dádivas y loas se hallaba cuando se repente, en plena
devoción, sintió Iluminada que el mundo desaparecía y ya no
supo más, hasta oír aquellas voces desconocidas y desconcertantes:
—Mira, yo creo que tiene el espíritu del hijo.
—¿Cómo iba a tener el espíritu del hijo, si es mujer?
—Pero como él era pato…
—Como murió sin que ella lo perdonara.
—Abanícala duro, Monsita.
—El hijo anda por ahí, esperando que ella lo perdone. Lo
debe tener pegado, un espíritu errante.
—Shh, cállate, que ya despierta y te oye.
—¿Qué fue? —preguntó Iluminada. Sólo reconocía a una de
aquellas caras que la rodeaban sin permitirle que le llegara el aire.
—Muchacha, que te fuiste y por poco te abres la cabeza con
el filo del banco —dijo una de las mujeres, la que sostenía en la
Lamentos borincanos • 175

mano el abanico de cartón.


—¿Te sientes mejor? —preguntó otra, que Iluminada creyó
reconocer como Segunda Martínez, la Potita. Ésta se dirigió a la
del abanico:
—Échale, échale fresco. Y que alguien vaya a la casa
parroquial para que el padre le mande un vaso de agua.
—Deja, deja, si ya estoy bien —respondió Iluminada,
incorporándose sobre el piso. Logró ponerse de pie. Otra de las
devotas se ofreció a llevarla hasta Alturas de Los Cerezos.
Iluminada aceptó, temerosa de volver a perder el
conocimiento si permanecía allí. No quería dar espectáculos. Al
otro día, iba a ser la gran noticia en aquel pueblo cuya única
diversión era la vida ajena. Desde que habían cerrado el cine de
Chuchito Tres Pelos y el alcalde republicano había suspendido los
conciertos de la banda municipal—era un pato casado y había
tenido un altercado por celos con el otro pato casado que dirigía
la banda—lo único que quedaba en aquel pueblo con ínfulas
metropolitanas eran la droga y el chisme. Para algunos, el chisme
era también estupefaciente con el que rellenaban la oquedad de
sus vidas en el marasmo tropical de la aldea ilusionada. No iba a
ser Iluminada más chisme del necesario.

La mañana del próximo día, se levantó temprano y, como


siempre, sin decirle a Salvador a dónde iba ni cuándo regresaba,
abordó un carro público y fue a parar al Hospital Hermanas
Arroyo, en Hato Rey. Era el único donde se trataba desde 1953,
cuando se hizo socia de la federación gremial, Maestros de la Isla
Empleados, Recertificados, Diplomados y Activos. Era una
asociación aliada, por debajo de la mesa, al gobierno de Luis
176 • Lamentos borincanos

Muñoz Marín y en lo sucesivo respaldante de los gobernadores


del Partido Popular Democrático, aunque carecía de autoridad
para negociaciones laborales. Decían los nacionalistas envidiosos
que era un gremio de cartón, como el Estado Libre Asociado:
¿qué le importaban a ella Juan Mari Bras ni los locos como Pedro
Albizu Campos? El interés de Iluminada en pertenecer al gremio
se fundamentaba en su inalterable lealtad a todo lo que llevara,
por fuera o tras bastidores, el sello popular: la roja silueta del
perfil de un hombre contra un fondo blanco, en el que se
destacaba en carmesí brillante el típico sombrero del jíbaro
puertorriqueño, la pava. Iluminada había hecho siempre una cruz
debajo de la pava en las papeletas electorales insulares y, por lo
tanto, había ingresado al gremio, del que participaba en el plan de
servicios médicos.
No le molestaba que los muchos enemigos del gremio,
especialmente entre los republicanos estadistas de la legislatura y
los de gremios rivales, lo llamaran por sus siglas de soez
inadvertida, MIERDA. Delante de ella, que no se atreviera nadie
a llamar a los socios mierderos, porque le paraba en seco el caballo
al más lindo.
Llegó al consultorio ambulatorio antes de las ocho de la
mañana. Como paciente de emergencia, tuvo que esperar su
turno, a pesar de la longevidad de su membrecía al gremio, como
cualquier hija de vecino, en el calor cargado de vapores de Brut de
Fabergé y White Diamonds de Elizabeth Taylor. A eso de las tres
de la tarde, sin atreverse a almorzar por temor a que la llamaran y
por no estar allí pasaran al próximo, entró a una sala de examen,
donde dos moscas zumbaban haraganas, sin hallar salida. Era un
armario donde habían atacuñado un escritorio de juguete y de
una superficie tal que parecía que cuando no lo usaba un médico
Lamentos borincanos • 177

para tomar notas, lo ponían de felpudo a la entrada del edificio.


La enfermera que la condujo a la sala de muñecas la sentó en una
silla tambaleante junto al escritorio. Trató de tomarle la presión
sanguínea, pero la válvula del monitor estaba descompuesta. De
un vaso extrajo un termómetro y se lo puso a la paciente debajo
de la lengua.
Salió la enfermera enigmáticamente callada por una puerta
opuesta a la entrada desde la sala de espera, y entró un hombre de
escasa estatura, estetoscopio colgado de un enorme bolsillo en el
batín que le caía hasta las rodillas, una pieza que pedía a gritos
una lavadita aunque fuera a agua y puño. Le sacó el termómetro
de la boca y anotó la lectura en una hoja engrapada a un
cartapacio de bordes ennegrecidos de mugre dactilar.
—¿Usted es el médico? —preguntó Iluminada, entre
escéptica y curiosa. Le pareció extraño el cutis aindiado del
hombrecito, que no daba indicios ni de algo así como la pelusa de
una pepita de guamá, que pudiera confundirse con una barba.
—Sí, señora, yo soy el médico —respondió campechano y a
la vez incierto aquel hombrecito cuya entonación reveló de
inmediato su procedencia nacional. Había cruzado, induda-
blemente, a nado o en lancha, el Estrecho de la Mona, y no hacía
mucho. Le permanecieron fijos los ojos en el expediente, como si
leyese un texto invisible. Lo único que aparecía en la hoja eran el
nombre de la paciente, la fecha, el número de socio en el gremio y
la temperatura que acababa de anotar.
—¿Qué le duele? —preguntó, mirando aún la hoja, contra la
que sostenía erguida la pluma, en espera de las palabras de
Iluminada.
La paciente le explicó lo del desmayo. El aspirante a hombre
escribía sin detenerse. Le preguntó cuánto tiempo hacía desde el
178 • Lamentos borincanos

último contaje de sangre. Al decirle Iluminada que hacía casi un


año, el mediquito se puso de pie, sacó del bolsillo sin fondo un
bloque de hojas de referido y comenzó a trazar marcas de cotejo
junto a los apartados impresos en una de las hojas.
—Váyase al laboratorio —le dijo, extendiéndole la hoja a
Iluminada—. Cuando acabe, vuelva a la ventanilla de citas y déles
esto.
Le entregó la miniatura de hombre otra hoja, arrancada de
otro bloque que había sacado, esta vez de la única gaveta del
escritorio.
—¿Y no me va a recetar nada? —preguntó Iluminada con
voz que el médico, correctamente, interpretó como asombro
emplazante.
El hombrecito la miró por primera vez.
—Bueno —dijo. Metió la mano en el bolsillo de las
maravillas y al sacarla tenía en ella otro bloque. Garrapateó unos
garabatos, arrancó la hoja y se la puso en las manos a Ilumi-
nada—. Eso debe ser una infección.
Pausó, ante la mirada extrañada de la paciente.
—De la orina —explicó—. A su edad, es común. Cuando
tenga los resultados del contaje, le puedo decir cómo está de lo
demás.
Iluminada paró en la Farmacia Guarionex a comprar el anti-
biótico. Era algo nuevo, le explicó el farmacéutico, algo que debía
tomarse con mucha agua, en las comidas.
Empezó esa misma noche a tomarse aquellas balas de polvo,
pero sin fe. Los mediquitos dominicanos eran locos con recetar
antibióticos sin saber ni lo que una tenía ni lo que estaban
recetando. Iluminada detestaba las ambigüedades. Nunca había
sido amante de las aventuras en lo gris: o era una cosa o no lo era,
Lamentos borincanos • 179

pero esto de tomar antibióticos a lo loco, a ella no le hacía gracia.


Ya lo había comprado y caro que había costado, así que se lo
tomaba como fuera, porque no lo iba a desperdiciar. Dudosa
todavía, lo consultó con su paño de lágrimas, quien le dijo:
—Mira, Ilu, déjate de boberías, que si el médico te lo dio, él
sabe.
Eso la conformó. Aidita debía saber; ella también era del
gremio y se trataba en el mismo dispensario. Añoraba, sin
embargo, los tiempos del doctor Ayuso. Ése sí que era médico.
Era verdad que recetaba seis os siete potes de aguas amarillas o
verdes que sabían a centella, pero que a una la sanaban. Estos
médicos de ahora se creían que con cualquier capsulita curaban a
una. Pero si Aidita lo decía, bueno, por ser ella.
A los pocos días del tratamiento, soñaba Iluminada algo que
la inquietaba. Estaba en el taller de costura de Trine, la mujer de
Cipriano Román. Todo estaba igual que el día que conoció allí a
Salvador, que trataba de ajustarle una correa a la yegüita de
máquina de coser de Trine. Igual que en aquel momento, siglos
atrás, en que se preguntaba qué hacía ella recogiendo costuras,
cuando acababa de romper irrevocablemente con Gilberto
Saldaña, como si hubiese algún nexo entre los dos hechos. De
repente se encontraba sobre el mostrador de Trine, frente a un
charco donde flotaban y se impulsaban curvilineales cientos de
culebras negras y delgadas, tantas, que la superficie del charco era
un mosaico lustroso de víboras y no de agua, las sierpes en
movimiento rítmico constante.
—¡Tírate, que está fresca el agua y tú estás ardiendo! —le
ordenó Trine, sobresaltada.
—¿Cómo, si me muerden las culebras? —respondió desde la
orilla Iluminada, que se sentía en llamas.
180 • Lamentos borincanos

—Pues quémate entonces —le dijo Trine con desprecio.


No estaba en el charco, pensó al despertarse. Era sólo un
sueño, pero sí sentía que el calor la abrasaba. No era la noche, que
fresca estaba. Era ella, que ardía en fiebre. No bien abrió lo ojos y
sintió en ellos el impacto oblicuo del foco de la calle, se apoderó
de su vientre un dolor intenso que según acrecentaba le ocasio-
naba una presión incontrolable sobre el esfíncter.
—Pero, ¿qué es esto? —se preguntó para sí. A la misma vez
expulsaba un espesor líquido que le quemaba el recto. Yacía en
aquello tibio y viscoso, de consistencia de mezcla para freír
alcapurrias.
Se levantó como pudo, aplastada entre el temor de que no
pudiera retener la diarrea y el malestar de la fiebre. Tan pronto
puso los pies en el piso sintió salir aquello, no pudo ya más
aguantar y se encontró en un bache maloliente sin sólidos, que le
salpicó las pantorrillas. Alcanzó el interruptor de la luz y bajo el
resplandor de la luz amarillenta vio cómo la pared también había
sufrido la pintura errática de la diarrea.
—¡Salvador! ¡Salvador! —gritó, patiabierta en la inmundicia
de aquella pasta que ni ella podía resistir.
Hacía años que Salvador dormía en otra habitación donde
los ronquidos no mantuvieran despierta a Iluminada. Sólo se
despertaba al rayar el alba, cuando los gallos al otro lado de la
altísima verja de bloques de cemento empezaran a cantar. El
maldito dormía como un bendito.
—¡Salvador, Dios mío, ven acá! —volvió a gritar Iluminada.
El cuarto empezaba a dar vueltas en su derredor. No podía
quedarse de pie. Se sacudió los pies y con una punta de la frazada
se estregó la pasta que se le deslizaba por un muslo. Sacando
fuerzas no sabía de dónde, sacó la sábana de la cama hasta que la
Lamentos borincanos • 181

parte húmeda quedó colgando a los pies. Se escurrió en la cama y


se cubrió con la frazada, pero empezó a sudar y al poco rato estaba
empapada. Con los pies tiró la frazada al piso. No tenía nada de
que despojarse: dormía desnuda y, si sentía frío, se dejaba una
enagua que se subía hasta los senos, debajo de la frazada. Si
hubiera podido arrancarse el pellejo en tiras para quitarse aquel
calor, con gusto lo habría hecho.

No supo cuántas horas pasó así. Cuando los gallos de Cico se


alborotaron, los pasos de Salvador que con pie desnudo y
vacilante seguía hacia el baño le dieron la esperanza de que le
trajera una aspirina y limpiara la mogolla de churra.
—¡Salvador! ¡Salvador, ven acá! —gritó, esta vez segura de
que la oiría el marido.
En la cara de Salvador no se esbozaba la misma reacción de
espanto que otro habría registrado. Tardaba en registrar
emociones, si alguna sentía. En vez del asco que ella misma sentía,
Salvador se detuvo en el umbral de la puerta en aquellos shorts
encostrados y apestosos a orina que nunca se apeaba, y la miró
como si no viera ni oliera el resto de la habitación.
—¿Qué? —preguntó. Mientras más viejo se ponía, más
confirmaba Iluminada que el marido tenía algún grado de
retardación mental que se agudizaba con el paso de los años,
acelerada por los efectos del alcohol.
—¿No vez que me cagué? —le preguntó Iluminada, ardiendo
todavía en una fiebre que debía trascender los cuarenta grados.
—Unjú. ¿Quieres que lo limpie? —preguntó Salvador. Se
había acostumbrado a seguir órdenes, robot programado para
obedecer y evadir la ira de Iluminada. A la iniciativa que pudo
182 • Lamentos borincanos

haber sentido alguna vez la había sustituido el instinto de


preservación.
—Cógete el mapo. Lo pones en un cubo. Llena primero el
cubo de agua. ¿Me estás oyendo?
—Sí, te oigo —respondió Salvador, todavía inmóvil.
—No, primero coge un vaso de agua de la nevera. Me lo
traes. Pero primero coge una aspirina del botiquín. ¿Tú me oyes?
—Sí, que coja un vaso de agua. De la nevera. Que primero
coja una aspirina.
—Ajá. Entonces me traes la aspirina y el vaso de agua.
Salvador dio la vuelta, arrastrando los pies sobre la arenilla
del piso.
—No, pero espérate. Acuérdate de traer el cubo y el mapo.
Se detuvo Salvador. Dio la vuelta y retrocedió algunos pasos.
—¿Quieres la aspirina primero o el mapo?
—No, la as-pi-ri-na —le gritó Iluminada, convencida de que
también era sordo, además de retardado. Un hombre tan
pedestre, que desconocía los valores espirituales que sólo la
intelectualidad forjada por la educación podía impartirle al ser
humano. Cuánto hubiera deseado ella sentarse con su compañero
amante y comprensivo a recitarse los versos de Darío, el místico
dulzor de Amado Nervo y el Cantar de los Cantares, las cuitas
esperanzadamente etéreas de Bécquer, como lo había ensayado en
la imaginación con Gilberto Saldaña. Este sustituto, ¡qué criatura
de Frankenstein! No en balde había fracasado en todo lo que se
había propuesto en su vida, que no era mucho. ¡Lo que había
aguantado ella! ¿Qué mujer habría refinanciado su casa cuando ya
estaba a punto de saldarla, para ponerle en las manos diez mil
dólares al marido, para que los malbaratara mientras el pago de la
casa le subía a ella de sesenta pesos mensuales a ciento y pico, un
Lamentos borincanos • 183

pico largo, un descuento que cuando venía a ver, le había dejado


el chequecito en nada? ¿Quién habría aguantado que después,
coño, un hombre que no sabía nada más que de arreglar
máquinas de coser, para que no dijera que ella nunca le daba la
mano, que después viniera el viejo Miguel Ángel y le robara lo
que era de ella, que si venía a ver era suyo, porque era de ella el
dinero? Ese Miguel Ángel, que debe haber pensado bien desde el
principio cómo la iba a desplumar, porque, ¿qué tenía Salvador
que ella no hubiera pagado ahí, con su sudor? Fábricas de
pantalones, tras, tras. Trampas, fue lo que hicieron. Si le hubiera
hecho caso Salvador…
—¡Salvador! ¿Encontraste la aspirina?
Oyó algo que parecía afirmación, un gruñido distante.
Ni una aspirina había comprado nunca Salvador en aquella
casa. Todo, todo le pertenecía a Iluminada, desde los platos de la
cocina hasta la bolsa de enemas y la cama estilo imperial, como la
de Belén, y el bufete de tope de mármol, como uno que había
tenido doña María Ferrer. Cuando algo se rompía, toma, busca a
uno que lo arregle. Y después venía él, hacía un emborujo como
hizo con las conexiones eléctricas, que qué sabía él de electricidad,
y se embolsicaba el dinero. Cuando hubo que hacer la mar-
quesina, que dos veces le dio ella el dinero y no se sabía qué lo
hizo, para después echarse dos meses en la trapo de marquesina
con Silverio y los hijos de Onofre, que no daban un tajo si no era
con la botella de Ron Superior al lado, para hacer chapucerías que
tuvo un albañil que venir a arreglar.
Y lo bonita que se veía la casa, con su marquesina y su
garage, después de acabados. Aunque el garage lo atestó Salvador
en un abrir y cerrar de ojos de cuanto cachivache otro tiraba a la
calle. Hasta el fonógrafo aquél de cuerno y manigueta que le
184 • Lamentos borincanos

regaló la mujer de don Justo, que, ¿por qué no lo tiró a la basura?


Porque sabía que Salvador pasaba por su casa más a menudo que
los basureros del municipio y con más ánimo, a recoger
porquerías. Después Milagritos se empeñó en no dejarla pagarle a
Cleto Mantequilla para que recogiera todo aquello y lo quemara
en el monte, que aquellos libros tenían valor, que, a ver si era
atrevida, Iluminada no tenía sentido histórico y que eran
antigüedades. Le dieron ganas de hartarla a galletazos en el mismo
jocico. Un reguerete de polvo y cucarachas era lo que era aquel
Salsipuedes. Cuando vino Cleto, lo único que dejó fueron los
discos viejos de Salvador, aunque ya no se pudieran tocar, porque
cuando se descompuso el tocadiscos Silvertone de Sears, Ilumi-
nada dijo: “El que quiera oír discos, que se compre en qué to-
carlos”. Y allí enmudecieron por algún tiempo en casa de los
Román Vélez las voces ralladas y ásperas de Gardel, José Mojica,
Daniel Santos y Agustín Magaldi.
¿Y de dónde salió el dinero para los arreglitos y la altísima
verja de bloques de cemento para que no siguiera Simón el Mojón
del Valle pulgada a pulgada cogiéndole terreno al solar de los
Román Vélez y para aislar a aquella gente al otro lado del
paredón? De aquella curita que estaba allí, pegajosa de sudor de
fiebre y cagada.
—¡Salva…! Ah, bueno. ¿Cuántas me trajiste?
—Una. ¿No fue una la que me pediste?
—Y el agua, ¿está fría?
—De la nevera —le respondió Salvador, poniéndole en la
mano el vaso.
—Ay, mira, me cagué.
—Unjú.
—Pero, ¿no ves cómo está todo, hasta la sábana? —preguntó
Lamentos borincanos • 185

Iluminada, señalando hacia los pies de la cama, de donde colgaba


la sábana enlodada de excreta.
Salvador miró, hizo el puchero momentáneo y asintió con la
cabeza.
—Adiós, ¿y qué hiciste con el cubo y el mapo?
—¿No me dijiste que te trajera primero la aspirina?
—Pues vete, vete a buscarlos —le ordenó Iluminada, todavía
con la aspirina en la lengua—. Acuérdate de llenar el cubo de
agua.
Salvador siguió por el pasillo, como un carro que todavía
tiene embragado el freno de emergencia. No sabía Iluminada si
era la edad o la indolencia lo que le hacía al marido caminar tan
lento. Para irse al pueblo a meterse en cafetines y llegar a las
tantas, y dejarla a ella con los nervios de punta, para eso no le
dolía nada.
Las paredes quedaron más o menos limpias. El piso necesitó
varios enjuagues, que hizo Salvador bajo la estricta supervisión de
Iluminada, que levantaba la cabeza de vez en cuando para
asegurarse de que no se le escapaba nada al mapo que halaba
Salvador hacia un lado y otro. Hasta grave como estaba tenía que
asegurarse de que todo se hacía según debía. Si no fuera por ella,
Salvador no podría dar un paso. Mil gracias debía darle a Dios,
arrodillarse todos los días y darle gracias al Senor de que la tenía a
ella. Todo lo daba ella. ¿Y a cambio de qué? Con poco se había
tenido que conformar. El marido había sabido respetarla, eso sí.
Nunca le había cogido a otra, como el marido de Aidita y el de
Joaquina, que por eso Ivelisse no quería saber de los hombres. Y
cuando ella se dijo que ya bastaba de abrirle las patas para aquello
que sólo había hecho ella de noche y de mala gana, él no volvió a
molestarla. Nunca le hizo lo que otras maestras contaban en la
186 • Lamentos borincanos

salita de la escuela. No le había tratado de meter nada por el culo


ni por la boca. Todo lo habían hecho como Dios manda, con ella
de espaldas y esperando que acabara rápido.

Hacia eso del mediodía, vio Iluminada que no iba a ceder la


fiebre con aspirina ni con otro antipirético que mandó comprar
con Salvador. Fue otra tragedia de direcciones que estuvo a punto
de escribirle en un trozo de papel, hasta que Salvador le repitió en
voz alta la secuencia de los pasos que tenía que dar para llegar a la
farmacia, comprar el antipirético y regresar.
—Llámate a Aidita por teléfono —le pidió a Salvador—. ¿Tú
sabes dónde está apuntado el número?
—No, no sé —respondió Salvador encogido de hombros.
Inútil, calló Iluminada. Le explicó cómo hallarlo: en la cara
interior de la cubierta marmoleada de una libreta vieja que
guardaba en la segunda gaveta del vestidor al lado de la ventana, a
la izquierda, en el cuarto que había sido de Enriquito. No en el de
Milagritos. En el de Enriquito, que no se equivocara. ¿Había
oído? No la libreta nueva que estaba debajo, ésa no. La vieja. Al
lado izquierdo.
—¿Y qué le digo? —preguntó Salvador antes de llamar.
—Que me venga a buscar y me lleve al Hospital de las
Arroyo, que estoy mala. ¿Me oíste? ¿Sabes lo que le vas a decir?
Mala estaba, porque sin comer nada habían vuelto a
vaciársele las tripas, esta vez en el cubo que le había alcanzado
Salvador. Y seguía la fiebre.
Pero no encontró Salvador a Aidita. Era miércoles, recordó
Iluminada: Aidita estaba todavía trabajando.
—Pues llámame a Joaquina.
Lamentos borincanos • 187

Fue, por fin, Joaquina quien llevó a Iluminada a la sala de


emergencias del Hospital Hermanas Arroyo.
—Joaquina —le dijo Iluminada a la chófer—, no le digas
esto a nadie. Quiero que se quede bien closed.
—Sí, cómo no —respondió Joaquina a la vez que se pasaba
la mano por la barriga, aplanándose en la falda una arruga que no
tenía. Siempre que asentía a una petición que la comprometía en
su alto sentido de lealtad, la mano se le iba inconscientemente al
vientre—. Pero a Ivelisse se lo puedo decir, ¿No?
—Ay, claro —autorizó Iluminada desde la camilla donde
esperaba la llegada del médico de turno—. Y a Aidita, ¿sabes? A
Aidita se lo dices.
—Bueno, pero cuando llege a su casa, la llama usted misma
—respondió Joaquina.
—Jmm, si yo creo que a mí me van a dejar aquí —dijo
profética Iluminada. La fiebre no cedía, había tenido otro acceso
de pasta intestinal, y estaba deshidratada, por lo que le habían
puesto una bolsa intravenosa de vitaminas.
—A su edad, deshidratarse es un peligro —le dijo la
enfermera. Cuando se fue, volteó Iluminada la cabeza y le dijo a
Joaquina:
—Mira qué atrevida la dientipodrida ésa, como me ha dicho
vieja en la cara. Jmm, vieja es la madre que la parió.
No reparó en que su expediente estaba allí, a simple vista de
Joaquina. Allí anotado se veía que había nacido en 1924 y que,
por lo tanto, tenía Iluminada sus setentaicinco años largos.
Antes de salir Joaquina del cuarto donde pusieron a
Iluminada, para regresar al pueblo, le encargó la enferma que se
detuviera en Alturas de Los Cerezos y se lo dejara saber a
Salvador. Estaba recluida y no sabía hasta cuándo. Que si
188 • Lamentos borincanos

necesitaba dinero, se lo pidiera a Belén Villafañe, que ya


Iluminada respondería. Y que hablara Joaquina misma con Belén,
para que le llevara aunque fuera almuerzo, en lo que Iluminada
volvía a la casa. Aquello no podía ser más que un virus pasajero o
una reacción al maldito antibiótico dominicano.
—Y a su hija, ¿la llamo, misi?
Los ojos de Iluminada, ensangrentados por la fiebre y el
insomnio, opacos por la deshidratación, se le clavaron en los de
Joaquina.
—Y, ¿para qué? —le preguntó sin arrancarle de encima los
ojos a la samaritana.
No había pensado Joaquina que la inocente pregunta pudiera
causarle tanto malestar a Iluminada.
—Bueno —respondió Joaquina, aplanándose la barriga y
entornando los ojos—, como es su única hija y el familiar más
cercano…
—Sí, ¿y? —preguntó Iluminada.
—…y como tiene carro y vive aquí en el área metropolitana,
pensé que… Bueno, mire, mejor lo olvidamos.
—Te prohíbo terminantemente que le digas nada
—respondió Iluminada para dar punto final al proyecto de aviso.
No permitía retos. Asunto cerrado.

Desde la muerte de Enriquito hacía casi un año, no sabía


nada de la hija, aunque no se lo admitiera a la gente que
preguntaba por ella. Habían pasado Navidad, Año Nuevo, el Día
de las Madres, el Día de los Padres, y ni señas de Milagritos ni las
dos nietas. La última vez que había hablado con Milagritos habían
sostenido por teléfono una porfía de proporciones macrabras,
Lamentos borincanos • 189

según las palabras con que se la describió Iluminada a Aidita.


Iluminada amenazó a la hija con denunciarla con la Oficina de
Sanidad si osaba venir con la porquería de las cenizas de
Enriquito. Milagritos aprovechó para sacar a relucir una serie de
desaires que le había hecho Iluminada a ella y a sus hijas. Le
siguió con reproches y resentimientos milenarios, como si la
afrenta de Iluminada contra los restos del hermano hubiesen sido
la clave con qué destapar tumbas agusanadas que, lejos de guardar
huesos y polvo, vibraban aún con la carne trémula de un ser
agonizante, pero aferrado a la vida por el rencor.
Iluminada le colgó el auricular. Para la hija fue tan cortante
como el filo de la navaja que le había clavado su madre a
Enriquito para rematarlo en su lecho de muerte. Para Milagritos,
Iluminada ya no existía.
Iluminada no le perdonó la retirada. Una madre como ella,
¿por qué no podía esperar de su hija que la respetara y viera las
cosas por la óptica de la justicia? Iluminada no se había comido
un bombón mientras sus hijos carecieran de un par de medias. Sí,
los había castigado a los dos hijos, les había pegado con correas,
zapatos, la mano abierta, para que salieran personas decentes,
aunque la hija no se lo agradeciera y el hijo se mofara de sus
principios. Ahora que ella tenía hijas, que viera ella lo duro que
era tratar de criar hijos decentes, hijos que no fueran como los
sobrinos del marido, que no valían ni un peo de puerca. ¿A dónde
salía ella que no fuera al trabajo y al templo, para dedicarse a
levantar a sus hijos como era debido? Una vez al año, con
Salvador al Baile Jíbaro del Club de Leones. Una vez al año, la
excursión del Día del Maestro a un balneario cerca. De vez en
cuando, una bodita de alguna que fue estudiante suya. Fuera de
eso, trabajar como una mula era lo que había hecho toda su vida,
190 • Lamentos borincanos

para sus hijos, porque ella, ¿qué necesitaba?


Y con el desprecio se lo había pagado su hija, con la moneda
de la ingratitud. No, que no le avisaran. Si se moría, que se
enterara por el periódico. Ni a la hija ni a su hermana
Encarnación, que para nada había servido nunca que no fuera
humillarla. Ni al hermano, Alejandro, que ni por sus puertas se
había aparecido hacía meses, aun viviendo a tres calles de la suya.
Salía Joaquina con sus encargos en mente, cuando entraba la
que sería la doctora de cabecera de Iluminada por más tiempo del
que nadie imaginó.
—Buenas noches, señora —saludó la doctora, una mujer
cuyo diploma todavía debía oler a pigmentos y aceites frescos de
la tinta en el que lo imprimieron, porque parecía caída de una
cuna—. Yo soy la doctora Rafaela Trujillo.
Por el nombre, que parecía una broma de mal gusto, y por la
salmodia, supo sin lugar a dudas Iluminada que su doctora
también venía de la isla que compartían su patria de origen y
Haití. Es una plaga, se dijo para sí, sin contestar el saludo.
II-11 Salvador

QUÉ CALENTURA. ESTO PARECE que, jmm, no me va a bajar. Ay,


Señor. Así debe haber sufrido Iluminada, como estoy yo ahora. Y
yo, como siempre, sin ver. Me dejé llevar por la lástima que me
tenía a mí mismo, siempre abandonado sin que nadie pensara en
lo que yo estaba sintiendo, y me fui a meter la pata. Iluminada
tenía razón cuando decía que yo era un animal. Como animal es
que estoy aquí tirado, embarrado en vómito y churra.
Pude haberle dicho a Iluminada que la agradecía lo que había
hecho por mí, aunque lo hacía de mala gana. Para ella no existían
más que los hijos.
Ay, mamá, ahora me duelen las patas más todavía.
Los hijos… Jmm. A ver cómo le pagaron. Milagritos no sabe
ni dónde está su mamá y el otro se desapareció. Ése, hasta que
llegó a mal fin no se supo más de él. Iluminada, allí, dejando el
cuero treinta años enseñando a leer y a escribir, para sacar
adelante a los hijos. Y ahora que necesita a la hija, ni el humo de
Milagritos. A lo mejor si Iluminada hubiera sido menos dura con
ella, habrían hecho las paces y hasta se la habría llevado para San
Juan a cuidarla. Bueno, por lo menos se ocupó de mí cuando yo
estaba solo, con Iluminada en el hospital semanas y semanas,
bendito. La verdad es que no la necesitaba ya. Las vecinas se
preocupaban de mí más que ella. Ella venía y soltaba allí dos o
tres pesos, metía la nariz por la puerta a ver si todavía estaba vivo,
y se iba porque tenía que ir a hacer algo importante. A lo mejor

191
192 • Lamentos borincanos

tenía que ir a cocinarle a la doctora ésa que vive en la casa con


ella. Jmm. Unjú.
Por lo menos no fui yo quien se mató enseñándole el a-e-i-o-
u de día a la muchachería y de noche a viejos que no sabían leer.
Iluminada era toda de sus hijos y a mí que me jodiera un rayo.
Bueno, por lo menos me dio la mano con lo de la fabriquita, pero
a regañadientes y de mala gana, como me dejaba subírmele
encima de vez en cuando, para que la dejara quieta y acabara de
una vez. Le debe haber dado mucho trabajo darme los chavitos
aquellos que me dio para juntarlos con los de Fomento
Económico y poner mi fabriquita de pantalones. Más trabajo que
separar las patas para dejarme metérselo, aunque a lo mejor era al
revés, y las dos cosas, para que la dejara quieta con mi cantaleta de
que me consiguiera los chavitos.
Por no tener yo los chavitos que necesitaba fue que le cogí los
primeros pesos que me dio para la marquesina y los escondí.
Después no me dejaba ni dormir, preguntándome cuándo iba a
hacer la marquesina y el garage, qué había hecho con los chavos
que me dio, que habían sido un préstamo que hizo a la
Cooperativa de Maestros de sus acciones. Siempre creyó que yo
los había desperdiciado en ron. Yo le decía que los había usado
para unos compromisos, y ella, qué compromisos, carajo, y yo,
puñeta, unos compromisos, que esos chavos, si vamos a ver, son
míos también, porque lo que es de la mujer es del marido, y ella
seguía peleando y tirando y jalando hasta que yo me iba para la
calle, cogía una jienda y cuando volvía, si ella no se había callado,
por lo menos me echaba a dormir y no la oía más.
¿Cómo le iba a decir que los había usado para comprar más
maquinitas de coser y la calderita que iba a necesitar para poner la
fabriquita de pantalones? No podía mencionarle que las otras
Lamentos borincanos • 193

máquinas que había guardado en los garages de Monche tantos


años se habían enmohecido y las había tenido que vender como
chatarra por unos pesos nada más. Nunca le había dicho nada de
las máquinas que había protegido con mi propia vida hasta en
huracanes, porque me iba a sacar en cara todas las necesidades que
había en la casa, cosas que necesitaban los hijos, y yo
desbaratando los chavos en musarañas que nunca se iban a
cumplir.
No podía decirle que si yo ponía mi fabriquita y me iba bien,
los hijos también se nos iban a beneficiar, porque yo iba a
poderles pagar los colegios tan caros donde los tenía apuntados
Iluminada, y la ropa que se ponía Milagritos, que tenía que ser de
marca, de Velasco, de González Padín, porque ella tenía que
vestirse como se vestían las hijas de los médicos y los abogados,
aunque lo que entraba en casa fuera mi sueldo de mecánico y el
chequecito de maestra de Iluminada.
Y, ¿para qué? ¿Para que hoy día la Milagritos se lo pagara
dándole la espalda? Porque madre como Iluminada no puede
haber muchas. Ella, sí, tenía su genio endiablao y pocas veces la oí
reírse, como si siempre tuviera la cabeza llena de una
preocupación que no podía valer tanto la pena. Pero de que se
ocupó de sus hijos, eso no lo puede negar nadie. Aquel nalgas de
apio que ni con azotes cambió, que se desapareció y después salió
con que estaba en el ejército, ¿cómo se lo pagó? Y la hija, que
venía a verme a mí cuando Iluminada estaba en el hospital, pero
ni se aparecía por las puertas del cuarto de la madre para darle un
vaso de agua, ¿cómo se lo pagó, si ni a las hijas les enseñó que
aquella era su abuela, que le decían a Iluminada la mamá de mi
mamá?
Sin embargo, a mí, que me pudriera. Sabiendo tanto de
194 • Lamentos borincanos

libros y de matemática, nunca me vino a ayudar a enderezar el


papeleo de la fábrica. Tuve que poner a una muchacha que yo
creo que ni cuarto año de escuela superior tenía, a que me hiciera
los informes del Seguro Social y de Fomento Económico, porque
yo, ¿qué sabía de todo aquello? Y aunque supiera, que me tenía
que ir con las muestrecitas de pantalones por Naguabo y Las
Piedras y hasta Patillas, yo, de dueño, de mecánico y de vendedor,
que para irme a tratar de conseguir un contratito de compra tenía
que tirarme la camisa encima y sin lavarme ni las manos coger
carretera para tratar de vender aunque fuera una docena de
pantalones con mi salazón, que no vendí ni un bolsillo. Y así se
fue acabando el dinerito de Fomento en el alquiler del local, y los
chavitos que me dio Iluminada, en salarios para las cinco
operarias, porque no había que pagarles a mecánicos ni conserjes,
si allí estaba yo hasta las tantas arreglando máquinas y barriendo
el piso. Y tenía que pagarle también a Miguel Ángel, que se
llevaba su sueldo como cualquier empleado, siendo mi hermano,
que no servía nada más que para criticar todo lo que yo hacía y
ponerme en ridículo delante de la Entrepiernas y la Rajá.
Sin que lo notara siquiera cuando lo hacía, que yo lo echaba
a broma, porque estaba ciego, sí, ciego pensando que yo podía dar
para algo más que no fuera trabajar de alquiler, matándome para
otro, cuando abrí los ojos estaba ya al borde de la quiebra sin
haber pasado ni ocho meses de operaciones. Aquello me envenenó
el alma y me fui al Hospital de Veteranos. Allí me tuvieron dos
semanas, diciéndome que estaba agotado, que a mi edad, que esto
y que lo otro. Me mandaron para casa con los nervios hechos
trapos y cuando llegué, rápido fui a la fabriquita y lo que me
encontré me acabó de desgarrar el alma.
Si pudiera abanicarme aunque fuera con un cartón… Pero
Lamentos borincanos • 195

qué va. Ni un pedacito hay por aquí.


Aquello sólo tenía escombros. Las máquinas habían
desaparecido. Todo lo que no estaba clavado al piso se había
esfumado. La mesa de cortar tela estaba allí, porque no la habían
podido sacar puerta afuera, si la había hecho yo mismo, con mis
propias manos, y no podían sacarla sin desarmarla. Los poquitos
de pantalones que estaban terminados tampoco estaban allí. Hasta
una neverita que había puesto atrás para las operarias se la habían
llevado junto con la calderita. ¿Cómo podían los acreedores venir
a llevárselo todo así, tan rápido, si no tenía más que un fiador que
era el gobierno, y todavía quedaban unos cuantos pesos en el
banco?
Me fui volando a casa de Miguel Ángel y allí lo encontré,
borracho como un perro. Me lo dijo todo en la casa, pero
borracho, porque bueno y sano me lo hizo por la espalda y si yo
lo hubiera cogido lo pongo en su sitio. Bueno y sano yo lo habría
encajado en el puño, por meterse con mis sueñecitos y con las
habichuelas de mis hijos. Él lo sabía, claro que lo sabía, y como el
buey sabe del palo que se rasca, pues por la espalda y
aprovechándose de que yo estaba en una cama. Me dijo que él
había dispuesto de todo, que aquello nunca iba a echar pa’lante,
que yo no iba a sacar los pies del plato, que me olvidara de
fábricas. Les había dicho a las operarias que no volvieran, que
fueran el lunes a coger el Seguro por Desempleo y que mejor era
que yo lo hubiera pagado (¿lo había pagado aquella muchacha que
no sabía bien ni sacar por cientos?), porque si no, me iba a meter
en un jamón.
No me atreví a preguntarle qué había hecho con las
máquinas, pero él me lo dijo: eran chavos que yo iba a
desperdiciar y él los necesitaba, que se las había vendido a don
196 • Lamentos borincanos

Justo, que iba a abrir otra fábrica en Las Piedras y estaba


buscando a un mecánico. Miguel Ángel mismo le había dicho que
a partir de la otra semana, yo iba a estar buscando trabajo
también, y que de seguro iba a querer volver a trabajar para don
Justo.
Y así mismo fue. Con el rabo entre las patas volví a ser el
mecánico de otra fábrica de don Justo. Cada vez que le veía la
cara al viejo sentía que la mía me ardía de vergüenza y
humillación. Después volvía a casa. Iluminada no decía nada,
pero yo creía que con la voz de los ojos me echaba en cara el
fracaso que yo era y se burlaba de mí, que no la había oído nunca
ni le hacía caso. Encima de eso Miguel Ángel se quedó con los
chavos de lo que vendió y tuve yo que sacar de la miseria que me
pagaba don Justo para pagar también el préstamo de Fomento
Económico, sesenta pesos mensuales que pagué por diez años sin
poder disfrutar ni un bombón de aquello.
¿Qué hora será? ¿Se habrá acabado ya la misa? Si se fueron ya
las beatas, debe estar la iglesia vacía y a oscuras. ¿Quién estará allí
dentro? Si pudiera moverme, allí estaría. Pero no para rezar, ay,
Dios mío, perdóname. Si estuvieran allí los muchachos, que por
lo menos me pudieran decir dónde puedo encontrarla y decirle
que no pude venir antes porque me caí en este callejón. Yo creo
que ella vendría si yo se lo pido. No sería de gratis, porque yo
puedo pagarle de mi Seguro Social. Sería como antes, cuando
Iluminada estaba en el hospital. Con la muchacha de enfermera
podría volver a ponerme como estaba y hasta mejor. Claro, que
las vecinas van a poner el grito en el cielo, con los bochinches,
pero a mí, ¿qué me importa? Ninguna de ellas vino a cuidarme
después que me quedé solo. Bueno, al principio, sí, cuando
Iluminada estaba hospitalizada. Pero después de aquel día,
Lamentos borincanos • 197

después que volví de la iglesia con la muchacha a rastro, ya


ninguna se apareció por las puertas de la casa. Yo no había ido a
buscar a nadie, tú lo sabes, Señor. Yo había ido a prender una vela
por la salud de Iluminada, Ya hacía un mes que se la habían
llevado para Hermanas Arroyo y nadie me decía si vivía o moría,
ni me llevó nadie a verla. Yo juraba que me estaban diciendo
embustes para que no me preocupara, y que ella a lo mejor hasta
muerta estaba. Joaquina venía a traerme algo de comer y a recoger
lo que llegaba por correo. Aidita se paraba frente a la casa y sin
salirse del carro me preguntaba cómo estaba, me decía que se iba,
porque iba a ver a Iluminada. Belén me traía el almuerzo y se
metía por los cuartos, abriendo gavetas y buscando lo que no se le
había perdido. Yo la dejaba, porque si no hubiera sido por ella y
por Joaquina, me habría muerto de hambre. Ellas me compraban
café y pan y me traían unas sopas mantecosas que yo casi no
tocaba, pero algo era algo. Yo ya me había acostumbrado a los
pollitos asados de Iluminada. Aquellas carnes que me traía Belén,
forradas en una salsa que parecía gasolina con Crisco y picante
como centella, que a mí el pique, cristiano, eso nunca me ha
gustado, aquellos mejunjes me revolvían el estómago, pero,
bueno, con el hambre después me comía un pedazo.
Y me dio con ir a la iglesia y prenderle una vela a la Virgen, a
ver si Iluminada volvía, si no era que ya estaba muerta y me
estaban metiendo embustes para que no me asustara. Si yo
hubiera tenido todavía mi carrito, a Hermanas Arroyo habría ido
a parar a ver a Iluminada, pero el carrito hacía tiempo que a
Iluminada se le había metido entre cuero y carne que yo no lo
podía guiar, porque borracho me iba a matar o a matar a otro y
entonces nos iban a poner una demanda que íbamos a perder
hasta la casa, que a ella le había dado tanto trabajo saldar y cuidar
198 • Lamentos borincanos

para que en la vejez no estuviéramos por la calle, viviendo como


Silverio y el resto de mi familia, pagándole alquiler a don Chilo
Berríos por vivir en un cubujón que se estaba cayendo encima de
los inquilinos. Y así vi a otro montarse en mi carrito y llevárselo.
Iluminada metió los chavos al banco y allí me imagino que
estarán todavía, si no los gastó en ponerle piso de losas a la
marquesina de lujo, donde no permitía que subieran ningún
carro, ni en tiempo de tormenta para guarecerle el carro a Aidita,
que no tenía marquesina y que tanto la llevaba a comprar.
Pero sin carro, no me costó más remedio que esperar en casa
y a veces desesperarme por no saber qué estaba pasando. Entonces
fue cuando me metí en la iglesia un día a prender la vela. Por el
confesionario estaba metida aquella muchacha, que buen susto
me dio cuando sacó la mano y me dijo, “Papito, ¿tú no tienes por
ahí un pesito que me prestes?” En la oscuridad, después que se me
pasó el susto, le vi la cara. No podía ser muy mayor, aunque nena
tampoco es, pero tenía la mirada de una vieja bien vieja, y estaba
más jalá que un timbre de guagua. Bendito, me dio pena. Parecía
que hacía días que no comía. Pero, qué va, ¿de dónde iba yo a
sacar ni un peso ni medio para dárselo, si a mí nadie me estaba
dando ni un chavo prieto? Entonces me preguntó si no tendría en
casa, y yo le dije que no, y era verdad, ni para un bombón.
Ay, esta fiebre, ¿cuándo se me irá a bajar? Los labios me
arden. Me paso la lengua, pero la tengo casi tan seca como los
labios y me arde la garganta. Sed, sed, tengo y por aquí no hay
nada que pueda tomar. Ay, Señor. Y pensar que en casa hay dos
galones sin abrir de agua La Cotorra.
Si pudiera levantarme, ¡uf!, no, no me dan las fuerzas. Estoy
entumecido. Si alguien me hiciera la caridad de virarme de
costado, aunque fuera. Ay, ay. Si supiera ella dónde estoy, vendría
Lamentos borincanos • 199

a socorrerme y me daría agua, por lo menos, y me ayudaría a


volver a casa, y a mí qué me importa lo que diga la gente, que a la
postre ninguno de ellos me va a dar la mano.
Cuando vino la primera vez, fue que me siguió hasta Los
Cerezos. Yo la oía detrás de mí, pero no miraba. Metí la mano
por el portón y la vi de reojo, parada por el poste de la luz, con la
bolsa plástica en la mano. “¿Estás seguro que no tienes ni un
pesito por ahí tirado, papito?” Y yo le dije que no, pero que si
tenía hambre, allí había todavía un plato cubierto de papel de
aluminio y podía comerse lo que hubiera en él. Tan pronto abrí la
puerta, se metió ella detrás de mí. Le señalé el plato que me había
traído Belén, y le cayó encima como si no hubiera comido en
toda su vida. Yo le ofrecí calentárselo en el horno de microondas,
pero ella dijo que estaba bien así, que no le gustaba la comida
caliente. Yo me senté a la mesa, a esperar que acabara para que se
fuera. Me pidió un vaso de agua. Me levanté a buscarlo y cuando
volví… No, no fue así. Me dijo que tenía sed. Yo le pregunté si
quería agua, así fue, sí, porque en la nevera había una lata de
Coca-Cola, y si quería podía tomársela, pero me dijo que agua era
mejor. Yo le pregunté que si agua fresca o de la nevera, y me dijo
que la que tuviera. Entonces la vi mirando para atrás, para los
cuartos y le dije que me esperara allí sentada. Cuando volví con el
agua, no estaba en el comedor. Creía que se había ido, pero vi las
sombras que se movían en mi cuarto y fui para allá. Le pregunté
qué buscaba, para asustarla y hacer que se fuera, pero ella se
quedó como si con ella no fuera. Siguió mirando por los armarios,
por el tocador de Iluminada. Me preguntó dónde estaba mi
esposa, y yo le dije… No, primero salió del cuarto y me pasó por
el lado como si yo no estuviera allí. Entonces se metió en el que
había sido de Enriquito, donde estaba uno de los altares de
200 • Lamentos borincanos

Iluminada, y ella se echó a reír y me preguntó si yo era cura. Creo


que me reí, pero la muchacha me estaba asustando. Le dije que
eso era de mi esposa. Entonces fue que me preguntó dónde estaba
mi mujer y yo le dije. Estaba hospitalizada. Me preguntó qué
tenía y yo le dije la verdad, que yo no sabía y que no la había visto
hacía ya poco más de un mes. Ella me miró raro y me preguntó si
la puerta que estaba cerrada era el baño. Le dije que sí. Entró en el
baño con la bolsa plástica que no había soltado desde que entró, y
se sentó en el inodoro sin cerrar la puerta. Yo la vi, como se
bajaba los pantalones y los blumes sin ninguna vergüenza. Ella
sabía que yo la estaba mirando un poquito azorado. Jmm. Iba a
voltear la cara, pero hacía tanto tiempo que no veía nada de
aquello, que…
No era fea, al contrario. Lo que estaba era sucia.
Cuando terminó de orinar, delante de mí, que ella sabía que
yo estaba viéndola del pasillo, se pasó el papel higiénico y abrió
más las piernas. Me dijo: “Oye, papito, ¿a ti te molesta que yo me
dé un bañito aquí?” No. Fue: “Oye, mi papi, tú quieres que me
dé un bañito aquí”. Sí, eso fue. ¿O fue lo otro? Y yo, qué le iba a
decir, si de verdad era que necesitaba un baño y con bañarse allí
no le iba a hacer daño a nadie. Le dije que sí. Entré al baño y le
descorrí la cortina de la ducha. Le enseñé dónde estaban el jabón
y el champú. Ella no esperó y se quitó la camiseta. No tenía
brasiér, y las tetas le subieron y bajaron. Jmm. Tenían un resorte.
Cuando se dobló a desenlazarse los cabetes de los tenis negros
como el carbón de sucios, las tetas se le mecieron y le colgaron
como dos cocos con pezones. Yo me había quedado allí parado,
en caso de que necesitara que le trajera algo. Me preguntó si unas
pantaletas de mi mujer le servirían a ella, y yo me eché a reír. Le
dije que los blumes de mi mujer le iban a quedar como banastas,
Lamentos borincanos • 201

y entonces me preguntó si podía lavar los panticitos allí en el


lavabo. Le dije que sí, y se fue quitando los pantalones, después
los blumes, y los restregó con el puño, desnuda frente al lavabo,
con las nalgas hacia mí.
Colgó las pantaletas del tubo de la cortina y se metió en la
bañera. Yo salí a buscarle una toalla y me acordé que la puerta del
frente estaba abierta. Mejor era cerrarla, no fuera que Belén
entrara y la viera bañándose y fuera a creerse lo que no era y a
regarlo por Los Cerezos, que yo había metido en casa a una
mujer. Volví al baño con la toalla y la muchacha me preguntó:
“No quieres meterte aquí conmigo, papi, si el agua está bien
buena” Y yo ni lo pensé. Le dije que sí con la cabeza, me quité los
shorts y la camiseta y las chancletas que me había comprado
Iluminada en Me Salvé, y me metí con la muchacha en la bañera.
Qué cosas hace uno ya viejo, cuando lo tienta el diablo y uno
está amargado de tristeza por estar solo y sentirse que lo han
abandonado como un trapo viejo, como si la vida de uno fuera un
tango malevo. Salió volando el titubeo y se me metió en el cuerpo
un demonio que hacía tiempo yo creía habérseme muerto de
aburrimiento. Aquella muchacha, una extraña que ni me conocía
ni sabía quién yo era, me había invitado a estar allí pegadito de
ella, sin importarle si yo nunca había llegado a nada, sin
preguntarme si se me había ido al suelo la fabriquita ni si mi
familia tenía diplomas universitarios o si mis hermanos se bebían
hasta la acetona cuando se les acababa el ron. Me decía papito y
me preguntaba si me gustaba aquello que me estaba haciendo, y
yo que creía que ya nunca iba a sentir aquel hormigueo por la
ingle, y sin que nadie se lo pidiera se arrodilló, me acercó los
labios debajo de la barriga y empezó a mamármelo como un
becerro arreguindao de la ubre.
202 • Lamentos borincanos

Pero la pobre me seguía preguntado si aquello me gustaba y


ya me tenía ido, que yo no sabía si estaba de pie debajo del chorro
de agua fría o si me llevaban remolcado por el aire, con aquello
que nadie me había hecho nunca y que yo ni siquiera me
imaginaba que me iba a gustar tanto, yo, un viejo ya y con un pie
en la sepultura. Y paró de momento y me dijo lo mal que le iba,
que necesitaba unos chavitos para unas necesidades, que las cosas
estaban malas, y que si yo la ayudaba, ella me seguía haciendo
aquello y hasta me recogía en la boca lo que yo botara.
Me tenía ciego y medio de remate. Yo no tenía nada en la
casa. Iluminada tenía las cuentas de banco a nombre de ella,
porque decía que si caían en mis manos rotas, nos íbamos a
quedar en la miseria. Yo le decía que yo ya no bebía, que era que
yo siempre me había acostumbrado a tener aunque fuera cinco
pesos en el bolsillo, pero ella no transaba. Puso mi Seguro Social
en una cuenta que recibía el depósito directo de dinero del
gobierno federal, y esa cuenta no la podía tocar más que ella,
porque en el banco ya sabían lo loco que yo era, y aunque
estuviera mi firma allí, por orden de Iluminada no me daban ni la
hora los desgraciados aquéllos del banco.
Se lo dije a la muchacha, que no tenía nada. La muchacha
miró alrededor y sin secarse todavía se salió de la bañera. Yo creí
que se iba, pero salió chorreando agua por la casa y fue a parar a la
sala. Yo salí detrás de ella, para bajar las persianas, no fuera que
Belén fuera a llegar de repente y encontrara aquello entripado en
agua sobre la alfombra persa de Iluminada. La muchacha se paró
en seco delante del cuadro que estaba sobre el sofá de madera de
embulla que Iluminada había comprado en Guayama. Parecía que
había visto un fantasma, de lo jincha que se puso, y eso, que ella
no era muy colorá. La muchacha abrió los ojos y empezó a reírse.
Lamentos borincanos • 203

Me miró y apuntó al cuadro, que era en realidad una fotografía


que habían retocado hacía años en Havana Artistic Studios de
Caguas, de Iluminada más joven. Lo habían ampliado y cogía
media pared. Me preguntó si ésa era mi mujer, y cuando le dije
que sí, muerta de la risa me preguntó si era Iluminada Vélez, y yo,
pues sí, esa misma, la que era maestra. La muchacha iba a decir
algo, pero no dijo nada. Me dijo que a lo mejor había algo en la
casa que yo le pudiera dar, para ella venderlo y comprarse lo que
necesitaba.
Yo lo pensé, porque las prendas de Iluminada estaban en las
gavetas del vestidor del cuarto que era de Enriquito, y no quería
que la muchacha supiera dónde estaban. Por mi parte se las habría
dado todas, porque lo que me había hecho en un minuto, si era
una muestra de lo que me iba a seguir haciendo, valía más que los
cofres desbordados de sortijas y collares que tenía Iluminada
guardados en aquellas gavetas. Pero cuando volviera Iluminada…
¿Volvería Iluminada?
…si faltaba algo, yo iba a pagar prenda, y mejor era que no.
Le dije a la muchacha que se fuera a mi cama y me esperara allí.
Al rato volví con una pulsera de oro con brillantitos que tenía
Iluminada en uno de los cofres. Era el que le había regalado
Milagritos cuando estaba en segundo grado, el Día de las Madres.
La muchacha me preguntó que de dónde la había sacado, pero yo
le dije que de un sitio que no le podía decir. La muchacha se
recostó en la cama y se puso la pulsera. No la miró mucho
después de buscarle el estampado de quilates. Me miró a mí. Yo
me había quedado de pie al lado de la cama. Estaba esperando
que me dijera qué iba a hacer. La muchacha me dijo que aquello
valía un poquito más que la mamadita, así mismo me dijo: “Esto
vale más que la mamadita”. Abrió las piernas y me enseñó algo
204 • Lamentos borincanos

que yo nunca había visto a plena la luz del día. Mi primera vez
había sido con una negrita que me consiguió Miguel Ángel, para
que practicara antes de casarme. La segunda y última había sido
Iluminada. Nunca habíamos hecho aquello de día. Tenía que
esperar a la noche y me había acostumbrado a no ver nada, a
sentir solamente y dejarme llevar por los dedos para encontrar
dónde iba a enjorquetar la manigueta. Y de momento, caray, esta
muchacha me había hecho sudar y temblar, que yo no sé si ella
sabía que el corazón se me quería salir por la boca de ver aquello
que yo nunca había visto nada más que en las revistas frescas que
me traía Plinio de Miami cuando yo trabajaba con don Justo, y
tapado con los blumes de las operarias de la fábrica cuando me
metía debajo de las máquinas a arreglarles el motor. Esta
muchacha, coño, era como si uno de aquellos retratos borrosos y
granulosos en blanco y negro de momento respiraran y me
invitaran a que se lo hiciera.
Ay, Señor, cómo uno paga por dejarse llevar por las
calenturas de los güevos.
La muchacha era joven, por lo menos más joven que yo, pero
sabía lo que hacía. No encontraba qué hacer para complacerme
con cosas que yo ni sabía que quería. Ella me leía en la mente lo
que no estaba escrito. Ay, mamá. Aquella mujer, ¡tenía más grasa
allí dentro! Entre el metisaca y aquellos ruidos como de uno
cuando mastica con la boca abierta, que parecía que tenía una
prensa de tornillo allí dentro de apretada que estaba, y entre todo
aquello que iba diciéndome, que si papito, que si qué bueno, que
si ay, que así, que qué rico que yo ya me iba a venir, ay, mi
madre, yo creía que me había muerto y que si no me le quitaba de
encima tan pronto le di el lechazo, se me habría paralizado el
corazón. Si no fuera por esta calentura que tengo, ése habría sido
Lamentos borincanos • 205

el calentón más grande de mi vida.


La muchacha se levantó y se vistió y yo todavía estaba allí,
tendido como un lechón preparado para la vara. Ya vestida volvió
donde mí con la bolsa plástica y la pulsera en la mano, y me dijo
que iba a volver después, pero que si mi mujer estaba en la casa,
que le tenía que avisar, pero yo le dije que yo no sabía cómo
encontrarla para avisarle y ella me dijo que la esperara en el balcón
y que ella venía después y que yo le avisara con la mano si ella
estaba y yo le pregunté que cuándo era después y ella dijo, pues
después, un día de estos y yo no me atreví decirle que viniera esa
noche después que los vecinos se acostaran para que no la vieran
entrar y así podíamos dormir juntos si no tenía dónde dormir. ¿O
se lo dije? A lo mejor le dije que viniera esa noche. No, no se lo
dije, porque si no, ¿para qué me habría dicho que volvía otro día,
a lo mejor al otro día? Pero no, no me atreví nada más que a
preguntarle cómo se llamaba y me dijo que Adela.
Ay, Virgen santísima, ¡qué malo es estar solo como estoy y
tan malo que no puede uno ni levantar la voz para decirlo!
II-12 De Iluminada y Otros
Asuntos

—¿NO TIENE UNA HIJA? —preguntó Miss Palacios. El estrés se le


había dibujado en el entrecejo y le apagaba la voz.
—Sí —respondió la supervisora del tercer turno—, pero la
doctora Trujillo la llama y no viene. O dice que viene y después
no se aparece.
—Cristiano, cualquiera se aparece a bregar con esa bestia.
Las dos enfermeras permanecieron brevemente calladas. El
panel de llamadas parecía un árbol de Navidad, prende y apaga.
Se habían confabulado los enfermos todos esa noche para no
dejarlas descansar. La junta de síndicos (o como la llamaban los
enfermeros, de cínicos) había reducido más aún el personal de
Hermanas Arroyo, casi hasta bajar al punto donde se arriesgaban
a perder la acreditación del hospital. Había que ahorrar, decían
los cínicos; había que recortar para que sobrara más para el
presidente del gremio de MIERDA y toda la familia que tenía
trabajando en el hospital. Con razón los médicos le decían don
Nepo Tismo. Para todo el pabellón de medicina general sólo
había dos conserjes y tres enfermeros en cada turno. Aquella
noche hubiesen querido cortarse en dos, para atender a todos los
pacientes a la vez.
La paciente del 210 los estaba poniendo como venía
haciendo ya durante treintaisiete días: estaban al borde de la
locura. Todavía no habían dado con el origen de la fiebre, la

206
Lamentos borincanos • 207

diarrea, la palidez de retama, la pérdida de peso, la debilidad de


las piernas. Trataban los síntomas con todo lo que tenían a la
mano. La doctora Trujillo no encontraba ya a qué otro
especialista llamar. El día antes había venido la doctora
Burlington del Casado, hija y sobrina de famosos cirujanos de la
anterior generación, para evaluarla y decidir si le hacía una
operación exploratoria.
—Si la abro ahora, se me queda en el quirófano —le dijo la
Burlington del Casado a la Trujillo allí en la salita de
enfermeras—. Hazle otra biopsia y mándala a hacerse una
tomografía. Si sale algo, cógele una bipsia por aspiración para
mandar los resultados a Berkeley, a ver qué le encuentran en
California.
Ya no había terapias químicas que pudiera probar la Trujillo.
La paciente le había agotado toda su ciencia, que de acuerdo con
Miss Palacios, no era mucha. Había empezado con acetaminofén
y antibióticos, de tetracilina genérica a Keflex. Le siguió la diarrea
febril a la paciente. Le puso bismuto, otros antidiarreicos,
vitaminas y minerales para mantenerla hidratada, más potasio,
porque tenía la presión muy baja y temía la Trujillo que fuera a
sufrir un paro cardíaco. Probó con dos pacs de Prednisone, que
parecieron tener efecto, aunque pasajero, pero pusieron a
Iluminada Vélez más al borde de la sicosis de lo que ya parecía
estar, y tuvo que administrarle Haldol. Cuando cesó el efecto
antinflamatorio del Prednisone y volvió la diarrea, la Trujillo
mandó a que le pusieran metrodinazol intravenoso. La paciente
siguió perdiendo peso.
—Mira, en lo que el hacha va y viene, ponla a tomarse una
dilución de Questran, a ver si le absorbes la grasa intestinal —le
sugirió la Burlington del Casado a la Trujillo.
208 • Lamentos borincanos

Fue como magia en polvo: antes de cumplirse las veinticuatro


horas, el líquido diarreico se había convertido en un puré. Aun
después de ingerir semisólidos, Iluminada Vélez sintió alivio de
aquella agua de fuego que le tenía el ano como un botón socialista
y las aletas de la chocha, como ella misma decía, en carne viva, no
empece ungüentos y cremas demulcentes.
La fiebre, sin embargo, volvía. Lo único que se podía hacer,
mientras no tuviera la Trujillo constatación de una malignidad
que solamente podían asegurarle los patólogos de Berkeley, era
seguirle pasando acetaminofén por boca. Pero no era constante la
administración del febrífugo, porque las enfermeras variaban el
horario según sus tareas y sus regodeos. La fiebre se apoderaba de
la enferma con feral apego, la deshidrataba en sudor y orines. De
noche deliraba y gritaba; cuando recuperaba el conocimiento,
apretaba sin tregua la corneta para que viniera una enfermera a
cambiarla.
—Esa vieja se cree que tiene una enfermera para ella nada
más, carajo —le dijo Miss Palacios a Miss Fontana una noche—.
Búscame el teléfono, que yo misma llamo a la hija ésa. Coño, yo
estudié enfermería, no loquera ni sirvienta. A esa vieja la mato yo
una noche de éstas.
—No te apures —le respondió Míster Moreno Marte—.
Ahorita la achocamos con esta inyección de Alprazolam. Hasta
mañana no va a empezar a apretar la corneta otra vez. Que la
limpien las del turno de las siete.
Iluminada empezó a despertar de la modorra tarde en la
mañana, a partir de la primera noche que pasó bajo el influjo del
Alprazolam. Se preguntaba si se debía el cansancio a la
enfermedad del misterio o a algún medicamento. Se sentía entre
despierta y dormida, sin poder controlar la vejiga. No sabía si lo
Lamentos borincanos • 209

que sentía debajo, aquella frialdad, era del acondicionador de aire


que soplaba directo sobre ella desde la ventana, o de algo más.
Concluyó que era orina, pero, una orina que le llegaba hasta la
cabeza, ¿qué orina era esa? Tenía las greñas despeinadas,
conglutinadas del cráneo; como se despertaba después de pasar las
ayudantes de enfermera por la ronda del baño, se quedaba sin que
le pasaran siquiera una toalla húmeda, apestosa a orines y pegada
de la sábana rasgada.
—De seguro no son éstas las que le ponen al presidente del
MIERDA cuando se recluye aquí —pensó—. A Víctor Aguayo le
pondrán sábanas de hilo.

Desde las mañanas en que al abrir los ojos no tenía seguridad


de estar dormida o despierta, se le nublaba más la mente. Sabía
que había amanecido, porque la luz se colaba empañada por el
plástico nublado de la ventana, tratando de atravesar aquel
enorme listón de cinta adhesiva con el que alguien había
remendado un hueco que casi abarcaba el ancho entero del
plástico. Una noche, recién recluida, había creído ver dos
cucarachones saltar de la cortina al pie de la cama a la ventana y
deslizarse por el plástico hasta hacer un “¡cric!” al llegar al suelo,
pero no sabía con certeza si era la fiebre la que la hacía ver
sabandijas.
Hubiese querido tener fuerzas para ponerse de pie, pero ni las
piernas la aguantaban, ni era posible ir al baño con todas aquellas
bolsas y tubos que tenía conectados al brazo. Tenía que esperar a
la enfermera, que aparecería cuando le saliera del culo. Por eso un
día, sin poder, bajó las piernas hasta tocar las cuarteaduras del
linoleo del piso y al sentir que ya había rebasado la ingle el borde
210 • Lamentos borincanos

de la cama, se orinó en el piso, para enseñarles a venir cuando


tenían que venir y no cuando a ellas les pareciera. Para eso les
pagaban. Para eso estaban allí, no para andar dando cháchara por
los pasillos. Ella estaba allí de paciente: que la atendieran.
Bastantes cuotas le había pagado al MIERDA desde 1953, sin casi
hacer uso de los servicios, para que ahora que los necesitaba se los
dieran sin chistar.
Las enfermeras, cuyo punto de vista sobre el cuidado de la
paciente en el 210 era muy diferente, le instalaron un catéter con
una bolsa que recogía los desperdicios vesicales. Si le hubiesen
podido pegar un morral de las nalgas, o meter un tubo análogo al
catéter por el recto, ya habrían resuelto también el problema de la
diarrea antes que el Questran surtiera efecto.
Iluminada se reservaba el malestar verdadero: del que se
quejaba con los enfermeros era de lo que ellos estaban llamados a
aliviarle. Habían pasado más de treinta días y ella seguía allí,
como un mojón hediondo, pudriéndose en aquella cama que
Cristóbal Colón había traído en el Santa María. La estúpida
dominicana que la atendía no había podido dar con nada. Si no
hubiera sido por la doctora Burlington del Casado, todavía estaría
vaciándose en churra. Pero le seguía la fiebre, que se iba por unos
días y reaparecía más cruda. Al principio se entregó al Santo
Niño, al que le había levantado un altar en el cuarto que había
sido de Enriquito. Pasaban los días y era evidente que ni el Santo
Niño ni su santa madre la ayudaban. ¿Qué había hecho ella tan
malo para merecerse esto? Estaba a merced de una doctora (¿lo
sería en verdad?) a quien se le había ido su caso de las manos; el
Santo Niño le había dado la espalda. ¿Para qué seguir orando sin
respuesta? Nunca habría esperado que la desamparara así el Cristo
al que le había rezado toda su vida, como la habían abandonado
Lamentos borincanos • 211

los hijos.
Así que allí estaba tirada. Joaquina había venido un día con la
absurda idea de llamar a la cuñada, Cachita, la mujer de
Alejandro Vélez. Cachita estaba desocupada y podía venir a
quedarse con ella aunque fuera de día.
—Mira, Joaquina, ¡ni se te ocurra! Yo no puedo ver a esa
mujer ni en pintura —le respondió misi Vélez con más enojo de
lo que pudo imaginarse Joaquina—. Mejor me muero.
—Ay, cristiana, no diga eso —le respondió Joaquina.
—Pues te lo digo y te lo repito. Esa mujer me dijo algo que
yo nunca le perdonaré. ¡Jamás!
Tal vez por leer en el rostro de Joaquina la interrogativa sobre
la maldad de Cachita, que Joaquina suponía haber sido de
ocurrencia reciente, continuó Iluminada casi sin voz:
—En 1948, al poco tiempo de casarme, esa mujer dijo que
yo no debía salir encinta por… Ay, no, deja, no lo voy a repetir.
Pero desde ésa, no soporto a esa mujer. ¡Mira, que no se te ocurra
decirle nada!
—No, si está bien…
—Mira, Joaquina, yo, por eso, no ofendo, porque yo no sé
perdonar.
Joaquina no comprendió la lógica de la regla de oropel que
emitió misi Vélez. Tal vez la fiebre, el malestar, la incertidumbre
de un diagnóstico que nadie sabía ofrecer, todo la tenía así, medio
ida.
—Esa Cachita y su familia entera, a esa gente yo no la
soporto. ¿Tú conoces a Chela Padró, verdad? Sí, Chela, la que
trabajaba de secretaria de Emilio Cay, el abogado. Sí, ¿te acuerdas
ahora? Esa Cachita es prima de Chela.
Pausó. Tragó con dificultad antes de seguir.
212 • Lamentos borincanos

—Cuando Milagritos se comprometió con el Eduardo


Fernández ése, que mal rayo lo parta una y mil veces, esa Chela,
sabiendo cómo yo me oponía al matrimonio, que no lo quería,
vay, y que había permitido el compromiso por acabar con el
problema, esa Chela le dio una cena a Milagritos, porque la hija
había estudiado con Milagritos en el Colegio de San Vicente.
Joaquina asentía con la cabeza, sin saber por dónde iba todo
aquello. Se sorprendió a sí misma buscando con los ojos el reloj
de pared. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero de repente
sintió unos deseos apremiantes de irse.
—Oye, sabiendo que yo no quería hacer más de lo
absolutamente necesario para hacer la boda y que yo no quería a
ese hombre en mi casa, le hicieron una cena de canelones, que era
lo único que sabía hacer la Chela ésa. Una gente tan puerca, que
tosían encima de la comida cuando la estaban haciendo y yo creo
que nunca pasaron un mapo en aquella cocina mantecosa, coño.
¿Tú conocías a Doña Eduviges, una que vivía por la esquina del
cementerio?
Joaquina asintió nuevamente con la cabeza.
—Pues tía de la Chela. Murió tuberculosa. Esa gente, no si
todos son iguales. Y la Cachita ésa, igual. No, ¡mira, echa pa’llá!
Ni de casualidad quiero verla aquí. No quiero tampoco a
chismosos aquí. Esto lo quiero bien closed.
Algo había que hacer, aunque no fuera pedirle ayuda a la reo
del rencor de misi Vélez. Tomó nota Joaquina de nunca ofender a
misi Vélez y, si por casualidad lo hacía, pedirle perdón inmediata
y encarecidamente.

Joaquina había entrado al 210 varias veces cuando a misi


Lamentos borincanos • 213

Vélez la tenía empuñada la fiebre. La paciente se había despojado


de la bata de dormir, una de las que le había traído Aidita
Cartagena, porque el hospital no suplía batas, como no
suministraba tampoco almohadas ni frazadas, ni mucho menos
artículos de aseo personal ni chatas para evacuar. Estaba
Iluminada torcida sobre la cama, con la almohada apenas
rozándole la corona de la cabeza. Era un bulto hominoide dejado
caer al azar sobre la mancha amarillenta de la sábana
desarremangada. Con los ojos cerrados, enmarcados por greñas
pringosas que se le aglutinaban en hebrones acanados sobre las
mejillas, gritaba aquello que había hecho a Joaquina detenerse en
el umbral mismo de la puerta, sin saber de qué se trataba:
—Delia mandaba a esas nenas limpiecitas a la escuela.
Limpiecitas… Ay, agua, qué sed, me quemo, ay, un vaso de agua,
por misericordia de Dios… María era muy feliz en su casita. Muy
feliz. No le faltaba nada… Ay, Dios mío, ábranse en mi seno mis
entrañas y me quema esta fiebre, un vaso de agua, por caridad…
Porque lo sé. Mi redentor vive, y al fin se erguirá como fiador
sobre el polvo y después que la piel se me desprenda de la carne,
en mi carne veré a Dios… Delia mandaba a las nenas limpiecitas,
¡limpiecitas!
Dio Joaquina un paso hacia la cama de la misi Vélez. La
alucinante dormía, o por lo menos no estaba despierta, que en
aquel momento no se sabía dónde empezaba un estado o
terminaba el otro. Joaquina quedó suspendida en el mismo
espacio incierto donde se encontraba la paciente.
—Péganse a mi piel los huesos descarnados. Mi aliento se
hizo repugnante a mi querer y yo fétida a los hijos de mis
entrañas… Al fin mi redentor se erguirá sobre el polvo, después
que mi piel se desprenda de la carne… Ésas que llegaron ahí con
214 • Lamentos borincanos

Milagritos, son de la jai clas. Con Milagritos. Son de la jai clas…


Ay, Dios mío, una gota de agua, por amor de Dios… No tengo
nada, ¿oíste? No tengo na-da. No me encuentran na-da. No tengo
ni pío… Ese hombre se fue y aquí nunca llegó. No, nunca llegó.
No me trajo los paquetes… María era muy feliz, ¡muy feliz!, en
aquella casita… ¡Ay, agua, que me quemo!
Joaquina dejó la puerta cerrar y se acercó a la cama.
—Misi Vélez, ¿quiere un poquito de agua?
Silencio. Joaquina permaneció inerte. De repente saltó del
susto, cuando la paciente dijo, sin abrir los ojos ni mover ni una
uña:
—Sus amigas son todas de la jai clas. Ésas que llegaron con
Milagritos son de la jai clas.
Joaquina la oyó, esperando que abriera los ojos. Decidió
tocarle el hombro suavemente. Se sorprendió de la temperatura de
la paciente. Tocó la corneta para llamar a la enfermera y le
preguntó nuevamente a la paciente:
—Misi, ¿quiere un buchito de agua?
La delirante despegó los párpados. Con ojos enormes, pero
gelatinosos y profundos, trató de enfocar la imagen de Joaquina.
—Ay, Joaquinita, dame aunque sea un vasito de agua, mija,
que estoy, mira, mira como me baja el sudor por la frente, y estoy
como si me hubieran pegado fuego.
—Cómo no —le dijo Joaquina, con el alma en la mano.
Nunca había visto a nadie de esa manera. Empezó a sentir una ira
que solo con enormes esfuerzos podía contener, para no faltar a la
caridad con los pensamientos horribles que tenía contra la
Milagritos y las enfermeras, tan indolentes—. Tenga, tenga.
—Pero espérate, que me estás derramando el agua por el
cuello —dijo Iluminada, aguántandole la mano a Joaquina—.
Lamentos borincanos • 215

Mira pa’llá como me has puesto. Estás igual que esas enfermeras.
Son unas burras. Dame, dame el agua.
—Ay, perdone. Déjeme secarla. Ya. Ya está. Déjeme buscarle
el sorbeto, para que no se le derrame nada.
—Sí, porque para que se me derrame la puedo coger yo
misma.
Se disipó la ira de Joaquina. En la enfermedad había
conocido mejor a misi Vélez. Nunca la había creído capaz de tales
asperezas que rayaban en el malagradecimiento. Pero todo sería
por el malestar de la enfermedad, se había dicho Joaquina, y no
compartió su inquietud con Ivelisse, que idolatraba a su misi
Vélez.
—Sí, ¿qué era? —se oyó otra voz en la habitación. Era la
enfermera, que preguntaba por la bocina de la pared.
—¿Puede venir un momento? —le preguntó Joaquina.
—Ya voy —respondió la voz anónima.
Joaquina quedó de pie junto a la cama.
—¿Quiere que la arrope? —le preguntó a la paciente. Le
daba vergüenza que una señora como misi Vélez estuviera allí
tendida en una desnudez penosa en su obscenidad.
—¡No, no, no! —gritó la paciente entre jeremiqueos
aniñados. Con el pataleo acabó de tirar al piso la frazada que
colgaba precaria del borde de los pies de la cama.
—Pero no se aflija tanto —trató de calmarla Joaquina—, que
no la voy a arropar.
Joaquina vio el reflejo de la bombilla del pasillo en el plástico
remendado de la ventana, frente a ella. El perfil de una enfermera
se dibujaba contra la luz, parada contra el marco de la puerta.
Joaquina se volteó.
—Misi Vélez necesita que la cambien de sábana.
216 • Lamentos borincanos

Sin moverse de su sitio, le respondió la enfermera:


—Ay, oiga, deje ver si puede venir una de las ayudantes. Eso
no lo hacemos nosotras, ¿sabe? Y si fuéramos a cambiarla cada vez
que se hace una necesidad encima, no saldríamos de aquí.
—Pero traerle algo para esta fiebre tan alta, caramba, ¿eso es
responsabilidad de quién?
Joaquina preveía en el desvalido estado de la paciente su
propio futuro. Como miembro antiquísimo y activo del
MIERDA, algún día iba ella a necesitar también recluirse en esto
que llamaban hospital. Le pidió calladamente a Dios que tuviera
por lo menos un familiar que se ocupara de ella si llegaba a lo que
tenía ante sus ojos.
Sin encomendarse a nadie, acordaron Ivelisse y Joaquina
comunicarse con Milagritos. Trabajaba no muy lejos del
Hermanas Arroyo, casi a la vuelta de la esquina. Desde su
despacho podría verse el Estadio Hiram Bithorn, que también
habría podido ver Joaquina por la ventana del cuarto de misi
Vélez, a no ser por la mugre milenaria del plástico y la opacidad
de la tira remendona. No podría negarse a venir a ver a la madre,
aunque fuera de pasada. Al verla en aquello que solamente
estirando la realidad hasta absurdas consecuencias podía llamarse
cama, tendría que cambiar su actitud. El mundo estaba al borde
de un nuevo milenio, y el equipo de Hermanas Arroyo poco hacía
por tratar de acercarse a un leve atisbo de los albores del siglo que
pronto llegaba a su fin. Eso lo vería Milagritos con el ojo clínico
de su profesión, que no por nada era una de las trabajadoras
sociales que más mandaba en su agencia de gobierno.
—¿Ajá? —le oyó la Pomales decir a Milagritos cuando la
llamó—. Ay, fíjese, yo no sabía nada… Ay, bendito, y, ¿desde
cuándo?… Ay, Virgen, y uno aquí tan cerquita ¿verdad?… Pues
Lamentos borincanos • 217

no se apure, que yo paso por allá esta misma tarde, cuando salga
del trabajo, y después que busque a mis nenas allá en
Guaynabo… Sí, pues le traigo pañalitos también… Sí, de
adulto… Sí, le llevo una toallita también… Ajá, de baño, cómo
no… ¿En la farmacia consigo los pañalitos? Ahí cerca hay una,
¿verdad?… ¿Una pomadita para el cucú? Un emoliente medicado,
sí, ajá… Ay, no, al contrario, no se apure, gracias por dejármelo
saber, sí, claro…

No fue esa tarde, a saber Dios por qué. No se lo preguntó


Joaquina a misi Vélez, sino a las enfermeras cuando fue, dos días
después. Le faltaba valor para exponerle a la paciente las razones
que justificaban la visita de la hija. Era, si se iba a ver, el único
familiar cercano que podía tomar determinaciones. Salvador,
aunque tuviera la cabeza más clara, no bastaba para decidir en
caso de que sucediera lo peor. A Alejandro, ¿para qué? Tenía una
diabetes crónica y dondequiera se mareaba; si venía a verla, sería
con la esposa, la proscrita Cachita, ya condenada al destierro por
delitos verbales del año 48 contra el código iluminesco. Y a
Encarnación, la hermana, tampoco podía avisarle sin antes por lo
menos intentar que misi Vélez cambiara de opinión al ver a su
única hija acudir a su lado en aquel momento.
Además, pensaba Joaquina en aquella fijación que tenía misi
Vélez con lo que ella llamaba privacidad. Era, bien visto y hasta
acreditadamente, el temor a convertirse en el entretenimiento
público. No quería hacer de su nombre en objeto de
malabarismos de las lenguas que la harían saltar de boca en boca,
para decir lo que era y lo que no era. La maestra jubilada conocía
a su pueblo: no había en la isla, quizás en la galaxia entera, gente
218 • Lamentos borincanos

más bochinchera y traicionera. Nadie daba nada a cambio de


nada: algún interés tenían. Si no podían sacar beneficio
monetario, lo sacaban con la satisfacción de alegrarse del mal
ajeno. Si aparecían a traerle un bocado de comida a un enfermo,
era para pregonarlo a los cuatro vientos. No existía en aquel
villorrio la caridad pura, especialmente entre los feligreses de la
iglesia en la que profesaba misi Vélez su fe. Todavía andaban
arrojando su nombre como oblación vomitiva del circo de la
insidia, cada vez que mencionaban cómo murió Enriquito sin la
absolución de la cruel de Iluminada Vélez.
Pero poco había podido la voluntad de la enferma sobre los
comentarios, los rumores que mantearon el pueblo, cerniéndose
sobre el villorrio de extremo a extremo, como plumones de cuervo
lanzados al viento al reventar un prodigioso almohadón desde el
Pico de El Yunque. Iluminada Vélez se convirtió en alfa y omega
del cuchicheo y la novedad: tal vez por aquel tiempo la primera
palabra que balbucearon los niños de teta que empezaban a hacer
pinitos no fue para invocar a la madre, sino el nombre que más
oían, el de Iluminada Vélez.
En el pueblo, Iluminada Vélez se desayunaba, se almorzaba,
se merendaba, se cenaba, se inyectaba y se inhalaba, alimento y
estupefaciente gratuito, sin principio ni fin. Está grave, decían. De
ésta no sale, comentaban. Está en los huesos, ¡con una
chuuuuurra! Se ha vaciado. Me dijeron que parece un saco de
huesos. Es cáncer del cerebro, que así mismo le dio a mi hermano
y duró dos meses. Tiene podridos los intestinos, alegaban. Una
anemia perniciosa, declaraban. Ebola. Viruela negra. Peste
bubónica. Ántrax. Fiebre amarilla. Cirrosis. Dicen por ahí que le
han hecho cinco transfusiones. A mí me dijeron que seis.
Diecisiete, afirmaban en el atrio de la iglesia, después de la misa
Lamentos borincanos • 219

de diez y media. No han encontrado donantes. El marido ni sabe


cómo está ella, que ya mismo la traen a la funeraria. Los médicos
han mandado a traer plaquetas de Miami, porque no tiene. Qué
te digo, es un cáncer terminal, fulminante. ¿Dónde la estarán
embalsamando? No come. Debe ser una úlcera del esófago.
Vamos a mandarle una corona de orquídeas. Mejor una de
cabrones del monte. Oremos por ella, que de esta tarde no pasa.
Joaquina no entendía cómo podía la gente llegar a tales
conclusiones. Ella solamente le había confiado sus preocupaciones
a Aidita, que era una tumba, y a Gladys Guadalupe, la estilista
que siempre peinaba a misi Vélez. Dudaba que Gladys hubiera
hecho tales diagnósticos.
—Bueno —le dijo Aidita a Iluminada una tarde de sábado
cuando había ido a visitar a la enferma—. Me tienes que decir
qué es lo que tienes, Ilu, porque he oído tantas cosas. Y me dije,
no es posible, no puede ser que Ilu sepa algo y me lo oculte.
Iluminada se sorprendió de la pregunta. Estaba en medio de
su agenda sabatina, encargándole a Aidita los retiros del banco, los
pagos que debía hacer, los depósitos que necesitaba, todos con
fecha límite, cuánto dinero llevarle a Belén para las comidas de
Salvador, cuánto pagarle a la señora que había empezado a venir a
la casa a limpiar los sábados. Desde que estaba recluida había
seguido ordenando la administración del hogar, a veces
interrumpida por fiebres e inconciencia. Aidita estaba a cargo de
representar a Iluminada en el banco, en la Autoridad de
Comunicaciones, en la Autoridad de Energía Eléctrica, en la
Autoridad de Recursos de Agua, en Sears, en J. C. Penney, en el
Banco Popular.
Iluminada cambió de vía, para no descarrilarse de la
distribución de partidas y aún poderle contestar a Aidita.
220 • Lamentos borincanos

—Pero, ¿qué dicen?


—Ay, muchacha, Ilu, si te digo, ni lo crees. Pero me
perdonas, mija. De algún sitio se han sacado algunas de las plagas
que te achacan.
Iluminada la miró fijamente, como si no encontrara en su
repertorio de respuestas qué contestar. La verdad fue lo único que
se le ocurrió.
—Aidita, a mí no me han encontrado nada. Lo que se dice
na-da.
Lo dijo con hostilidad, no hacia Aidita, que tan bien se había
portado, sino hacia la trujillista desterrada y la recua de
medicuchos que no habían podido dar en el clavo. Después, tenía
que aguantar las parejerías, las zafierías y la incompetencia de los
enfermeros, que le faltaban el respeto y la ignoraban. Llevaba ya
semanas allí, sin ver el fin de su reclusión en aquel cuarto donde
tenía que dormir con un ojo abierto: de tarde entraba una negra y
abría el armario, el baño, las gavetas de las mesas. A Iluminada le
habían dicho que en Hermanas Arroyo robaban de noche. Tenían
razón. Aquella negra venía cuando se creía que ella dormía y
buscaba por dondequiera. Claro, como la veía allí, sin fuerzas para
salir de aquella cama, se creía con derecho a aprovecharse de
Iluminada. Por eso no abandonaba la paciente del 210 sus
responsabilidades del manejo de la casa: era imposible dejarse
arrebatar también la autonomía con que siempre había actuado en
la ejecución de sus deberes, además de haber perdido la salud, más
por la ineficiencia de los medicastros que por males que ella estaba
segura de no tener. No iba a dejar que viniera otro a ocuparse de
lo que era su provincia. En realidad, le aterraba la posibilidad de
quedar postrada y tener que depender de otros, no solamente para
asearla y cocinarle, sino para meter la uña en sus finanzas. Ni a
Lamentos borincanos • 221

Salvador se lo había permitido nunca. Sería lo último que le


quitaran, las libretas de banco y los volantes de pago, aunque
tuviera que cederle la autoridad provisionalmente a Aidita.
—Después me buscas a ver si tengo los zapatos negros
todavía en el armario, porque yo creo que la vi con ellos en la
mano. Y como no puedo pararme de aquí, ya ves, del árbol caído.
Aidita sabía de quién hablaba: era la administradora del piso,
que a diario pasaba a inspeccionar los cuartos. Tenía que
asegurarse de que habían suplido el baño de papel higiénico, que
habían desenpolvado los armarios y mapeado el piso. Y sí, los
zapatos estaban allí.
—Ah, pues —preguntó Iluminada—, ¿qué sería lo que
llevaba en la mano el día que la vi?
Aidita miró el reloj. Se le hacía tarde. No quiso continuar el
asunto de los rumores. Si no le habían encontrado nada, entonces
no le iba a prestar atención a más sandeces de pueblo. Así se lo
dijo a Joaquina y a Ivelisse: hasta que lo oyera de boca de
Iluminada misma, no quería oír más especulaciones sin
fundamento.
Joaquina, que se sentía culpable por haber incurrido en
comentarios que probablemente habían azuzado la exageración y
la curiosidad callejera, creyó que se lo decía Aidita por ella.
Prefirió callarse, no fuera que Aidita fuera a pensar que tenía ella
dos caras y no sabía guardarse esos asuntos tan delicados. ¿Qué si
llegaba a oídos de Salvador y le daba un soponcio, creyendo que
Iluminada se moría y lo abandonaba a su suerte?
Joaquina decidió que fuera Milagritos quien se ocupara de
decirle lo que pasaba al que ella eligiera. Si alguna vez se aparecía,
naturalmente.
Y apareció un viernes, ya pasados veintitantos días de estar su
222 • Lamentos borincanos

madre en Hermanas Arroyo. Al principio no la reconoció. Hacía


tiempo que no la veía, por lo menos un año, desde que se puso
malo Enriquito. Sin embargo, no era sólo el paso del tiempo:
cualquiera que fuera la enfermedad que padecía la madre, algo
gravísimo habría de ser. Aquel rostro no reflejaba ya ni el aplomo
ni la severidad que recordaba la hija. Era un pellejo translúcido
que se le adhería a los pómulos como una cáscara ámbar. Aquella
cara que siempre había mantenido su madre maquillada, no con
exageración, sino para verse limpia y aseada, carecía tanto de
afeites como de tersura. Las líneas que hacía tiempo empezaban a
insinuársele como paréntesis de las comisuras de los labios, eran
dobles zurcos profundos que se ahuecaban donde debió tener las
muelas superiores. Dormía con la boca abierta, cavernosa y
desencajada, donde no le vio Milagritos el puente que tenía desde
que ella recordara imagen alguna de su madre.
En el brazo, que le colgaba de la cama, tenía las señas de
agujazos que no habían acertado penetrar las venas para los
fluidos intravenosos: eran cuatro medallones violáceos del tamaño
de ciruelas. De una bolsa enorme colgada de una varilla en la
cabecera salía un tubito que terminaba en la aguja que tenía la
madre en la vena subclavia. Por el tubo bajaban gotitas
intermitentes hasta la aguja. Dos bolsas más pequeñas colgaban
del lado contrario del gancho, ya vacías y fruncidas obscenamente.
Milagritos sintió que el pecho se le apretaba y le faltaba el
aire. No era el sufrimiento de la compasión, sino el espanto de ver
los escombros de lo que había sido su madre. Estaba hasta
encogida: no la recordaba tan pequeña, aunque no había sido
escultural. Vaciló en llamarla para que despertara. Estuvo a punto
de hacerlo, y en un instante supo por qué la imagen de su madre
le exprimió el corazón: hacía poco más de un año que había
Lamentos borincanos • 223

tenido ante los ojos a su hermano de la misma manera, un


esqueleto enjuto al que le habían succionado la vida sin que lo
dejaran morirse en paz. No hubiera querido trazar paralelos, pero
fue imposible. Iluminada Vélez, que con renuencia titánica había
rechazado la posibilidad más remota de siquiera hablarle a su hijo
cuando los estragos de la enfermedad lo tenían en el portal mismo
de la muerte, estaba allí, como una caricatura cruel del hijo.
No sintió la hija lágrimas aflorarle a los ojos. Lo que
experimentó fue una congoja avasalladora. Se le ponía enfrente
una rueda de la fortuna, herrumbrosa y chirriante, girando
indetenible. Le había costado trabajo decidirse a venir a ver a su
madre, y ahora sabía por qué. Trató de apartar de la mente el
pensamiento insistente de la justicia divina: Dios no podía ser tan
vengativo como para pagarle a su madre con la misma moneda
que había girado ella contra su propio hijo. Era coincidencia del
destino.
Había traído unos pañales de adulto, como le había pedido la
Pomales. Obviamente los necesitaba su madre, porque yacía en
un charco de orines. En la misma bolsa había echado una toalla
que recogió cuando venía de camino, junto con unas tonterías:
sorbetos, vasos desechables, pasta de dientes, unas latas de jugo de
guanábana del que le gustaba a su madre y unas botellitas de agua.
Puso la bolsa en el piso. Respiró profundo y llamó, dudosa de que
en aquello quedara vida.
—Mami… Mami, soy yo, Milagritos.
Iluminada abrió los ojos sobresaltada.
—Eh, ¿quién?
Miró a la hija desde la profundidad artificialmente huraña,
donde escudriñaba todo lo que ocurría en desafío de su voluntad.
—¿Quién te avisó? —le preguntó, sorprendentemente lúcida
224 • Lamentos borincanos

y segura de sí.
—Misi Pomales. Joaquina Pomales, tu amiga —respondió
Milagritos, y antes de que pudiera la madre decir algo que hiciera
a la hija arrepentirse de haber venido, preguntó—: ¿Cómo te
sientes?
—Yo, de lo más bien —contestó Iluminada, que ese día no
había podido comer, porque todo le producía náusea—. No sé
por qué me tienen aquí todavía, porque yo no tengo nada. Na-da.
Si no tuvieras nada no estarías aquí, aislada y tendida como
un bulto viejo, pensó Milagritos.
—Bueno, te ves bien —mintió Milagritos.
Iluminada levantó la cabeza para otear por el cuarto,
buscando la butaca que siempre estaba en la esquina.
—Siéntate —convidó la paciente a la hija. Pausó un
momento y, antes de que la hija allegara la butaca al borde de la
cama, le preguntó—: ¿Y tus nenas?
—En casa —volvió a mentir Milagritos. Estaban en el carro,
abajo, en un estacionamiento adyacente al hospital—. Tenían
asignaciones que hacer.
Iluminada enderezó la cabeza. Con los ojos fijos en el techo,
le dijo:
—Estarán grandes, ¿verdad?
—Sí, enormes —contestó Milagritos. Era cierto: las
muchachitas parecían jugadoras de basquetból, muy altas para su
edad, pero rechonchas de tanto comer en comivetes. Su madre
nunca había sido amiga del fogón. Quien único cocinaba era la
amiga de la madre, la doctora que vivía en su casa y que era, para
fines de las hijas desprovistas de padre, otro miembro de la
familia.
—¿Todavía vive en tu casa la mujer ésa? —preguntó la
Lamentos borincanos • 225

madre, de buenas a primeras, con una dureza aspérrima que


sorprendió a la hija. O quizás no era sorpresa, porque conocía a su
madre, sino desazón por la osadía de su madre en tocar un asunto
que en nada se relacionaba con el motivo de su visita.
—Te traje unas cositas aquí —respondió Milagritos en un
tono de afilada tijera. Esperaba que la contestación le comunicara
el mensaje claramente a su madre: no es asunto que te importe ni
estoy aquí para que me hostigues—. Me dijo Joaquina que
necesitabas esto.
Milagritos fue sacando las compras de la bolsa. Iluminada
miró sin interés evidente.
—Gracias —dijo la enferma. Con la mano hizo un ademán
de despido—. Ponlas por ahí.
No necesitó más Milagritos. Sabía que era la forma de su
madre decirle que no agradecía el gesto, por más gracias que le
dijera de las muelas hacia afuera.
—Mira, como dejé solas a las nenas, me voy a ir —le dijo
Milagritos, sin atreverse a extender la mano para acariciar el brazo
amoratado de su madre—. Pero le dejé mi número de teléfono,
de bíper y de celular a la enfermera en la sala, y le dije que si hace
falta algo, que me avisen enseguida.
Notó Milagritos que no había teléfono en el cuarto.
—¿Por qué no tienes teléfono aquí? —preguntó la hija.
—Aquí ningún cuarto tiene teléfono. Hay que pagarlo aparte
—dijo la madre con la aridez que siempre recordaba
Milagritos—. Ahí viene un sángano con uniforme y lo instala
cuando uno lo pide. Quince billetes semanales. ¿Para qué? Yo no
tengo a quién llamar.
—Bueno, pero si necesitas algo, díselo a la enfermera, que
ella tiene mis números.
226 • Lamentos borincanos

Qué odio me tiene, pensó la paciente del 210. Después la


gente quiere que la busque y que la reciba con tanta alegría. En la
cara se le nota el trabajo que le dio venir. Y, ¿a qué vendría? ¿Se
creería que me había muerto? Y maldita sea la madre de la
Joaquina, después que le dije, se lo dije bien claro y con todas sus
letras: no te atrevas, Joaquina, no se te ocurra. La llamó de todos
modos, sabiendo lo mucho que me odia.
Qué odio. Qué saña me tiene, pensó Milagritos mientras
caminaba resuelta hacia el ascensor. ¿Para qué me llamó la
Joaquina ésa, sabiendo que mi madre no quiere verme? Si lleva
tanto tiempo aquí y no se le había ocurrido llamarme, ¿para qué
querían que viniera?

Pasadas ya varias semanas, la doctora Trujillo llamó a


Milagritos día y noche, pero no recibió respuesta. No quería
decirle por teléfono, y mucho menos dejarle mensajes grabados,
que el diagnóstico de su madre había llegado de Berkeley.
Necesitaba a un miembro de la familia inmediata para
comunicárselo, porque no se sabía qué iba a pasar. El doctor
Guamaní Felipe y ella habían consultado, pero era preferible no
decirle nada a la paciente del 210 hasta que estuviera también la
hija.
Tuvo la trujillista desterrada que dejarle un mensaje, el
quinto día de intentos, con la secretaria de la Milagritos Román.
Era un asunto de vida y muerte, algo sumamente delicado, y
estaban esperando por ella para tomar una determinación. Por
favor, que llamara a la doctora Trujillo o se personara al hospital
al otro día.
Imaginándose lo peor, decidió Milagritos venir al hospital y
Lamentos borincanos • 227

traer a las hijas. Llegó al anochecer, cuando la empleada retiraba la


bandeja de comida que la paciente del 210 no había tocado.
Estaba desnuda, vociferando con los ojos cerrados y brillosa de
sudor, una capa que la cubría desde el rostro hasta los pies. La luz
indirecta de un foco que penetraba desde afuera el plástico
sombrío de la ventana le daba un aspecto de colosal muñeca de
cera, algo momificado y a la vez palpitante.
—…mismo fue lo que pasó —gritaba la enferma, en un
discurso de origen temporal desconocido—. Pero siempre se lo
dije. ¡Siempre! No te metas en eso… Porque nunca me hizo caso,
nunca… No te metas, no te metas… María vivía muy feliz en
aquella casa. ¡Era muy feliz!… María vivía bien feliz… Oye, no
salgas así a la calle, que te ve la gente. Después dicen lo que es y lo
que no es… Mi redentor vive, y al fin se erguirá como fiador
sobre el polvo y después que la piel se me desprenda de la carne,
en mi carne veré a Dios… Delia mandaba a las nenas limpiecitas,
¡limpiecitas!… Mira, hay alguien ahí, detrás de la puerta,
pendiente para después irse a hablar de mí… Esa gente es mala,
¡mala! No te metas, que no te importa, no te metas en eso…
Milagritos les dijo a las hijas que la esperaran en el pasillo
mientras le echaba una frazada por encima a la madre. La paciente
despertó.
—¿Qué haces, coño? —gritó angustiada, a punto de llorar.
—Mami, te voy a echar esto por encima, porque…
—¡No, no, no! ¡No me tapes, carajo, no me tapes, puñeta!
—comenzó a gritar, pataleando. Milagritos se asustó. Temía que
la madre sufriera un quebranto mayor por culpa de ella.
—Está bien, está bien. No, si está bien —le aseguró la hija.
—¿Qué viniste a hacer? —gritó la madre, que ya estaba
ahogada en sollozos.
228 • Lamentos borincanos

—La doctora me mandó a buscar —contestó la hija.


Con marcada dificultad le preguntó la enferma:
—¿Para qué?
Ya estaba arrepentida la hija de haber abandonado los
escondites donde se había metido, evadiendo las llamadas de la
doctora Trujillo. Respondió al fin, para que no siguieran
molestando a su secretaria, que no tenía la culpa del embrollo que
era su vida cuando entraba en contacto con la de su madre.
—Tenía algo que decirte y quería que estuviera yo aquí.
Iluminada miró a la hija fijamente. Viró la cabeza y entre
lágrimas trató de lanzar una carcajada, pero se le atravesó en la
garganta y solamente produjo un gorjeo ronco. Fijó los ojos en los
huequitos de las baldosas de cachipa que formaban el falso techo
del cuarto.
—Muchacha, llegaste tarde. Si por tu presencia hubiera sido,
nunca me habría enterado —contestó.
No entendía la hija qué quería decirle la madre, pero no
tardó ésta en aclarar el misterio:
—Ya me lo dijo la doctorcita. Tengo cáncer. Es linfoma —le
dijo sin emoción. Viró la cabeza hacia la hija, que había
enmudecido—. Ahora te puedes ir por donde mismo viniste, que
no haces ninguna falta.
II-13 Transcripción del
Testimonio
de la Sospechosa

SÍ, AL MISMO, A Salvador Román.

Sí, el marido de la odiosa, la parejera Iluminada Vélez. Unjú.

Lo conocí donde ustedes me encontraron, en la iglesia.

Porque a veces nos metíamos…

Dos chamacos amigos míos y yo.

Nos metemos todavía. De día no va nadie a la iglesia. Si de


casualidad aparece alguien, casi siempre es para hincarse un rato o
a prender una vela, ¿ve? Nosotros nos escondemos por el
confesionario, o nos subimos a la plataforma del coro. Allá nunca
sube nadie de día.

Bueno, a veces echamos una siestecita.

No, qué va. A dormir nada más no, no se me haga el bobo, señor
oficial. Sí, allá arriba fumamos.

229
230 • Lamentos borincanos

Una vez, sí, una vez nos cogieron. Se nos pasó el tiempo y cuando
despertamos, oiga, a grito pelao estaba aquella mujer. La
organista. ¿Usted sabe quién es?

Se llama Luisa Figueroa.

¿Ve, que usted sí sabe? Ésa misma, la maestra de música de la


escuela superior, una negrita de lo más pará ella. Ésa es la
organista. Pascual, uno de mis panas que es de lo más ocurrente,
Pascual le decía la organillera del monito, porque el marido es un
tipo chiquitito, así de alto nada más, que le llega a ella por aquí,
por las… Por los senos. Y siempre anda con ella, cargándole la
música.

Pues una vez nos cogieron Luisa y el monito y ella empezó a


gritar, como si hubiera visto al diablo mismo tendido allí encima
de unas lonas viejas. Y nosotros que nos despertamos espantaos,
oiga, que todavía estábamos un poquito tripeaos y todo, y aquel
berrinche de Luisa la organillera. Yo creía que estaba viendo
visiones, porque vi una cosa, mire, así, ¡chun, cuchín!, como una
rata gigante que bajaba escalera abajo, y, mire, un papeleo
volando por el aire, y de momento, ¡tángana!, aquello que rueda
hasta el piso de abajo, ¡pun, pun, pun! Óigame, era el mono, que
había salido huyendo cuando empezó a gritar Luisa, y la dejó sola
allá arriba que se las entendiera con lo que fuera. Y Luisa: “Mira,
canto de pendejo, me dejaste sola, carajo”, y la voz de ella
retumba por la iglesia, y ella que pega a correr y baja las escaleras:
“¡Ay, Dios mío, sálvame!”, y al ratito: “¡Oye, so mamao, que no
sirves pa’ na, si me hubieran matado esos maleantes, coño!” Le
dio un carterazo, así, ¡bam!, por la cabeza, y el mono: “¡Ay,
Lamentos borincanos • 231

búscame entre el pelo, que yo creo que me rajé la cabeza!”, y ella:


“¡Jódete, canto de cabrón!”, y ella salió corriendo, me imagino
que a llamar a la policía o algo.

Ah, pues, ¿nosotros? Nosotros recogimos las bolsitas plásticas que


siempre teníamos y bajamos medio atolondrados.

No, ¿cómo íbamos a salir, si nos estaba velando Luisa y nos podía
coger la policía? Nos escondimos en los confesionarios. Pascual y
Lucas Castro se metieron en donde se sienta el cura en un lado, y
yo me agaché donde se mete el cura en el otro lado de la iglesia.
Yo dije, aquí nos cogen, pero ya era tarde para tratar de salir por
la única puerta que había abierta, y allí me quedé. Pero, fíjese,
nadie apareció.

¿El cura? Vay, el cura yo creo que sabía que nos metíamos allí y
nos tenía más miedo que Luisa Figueroa. ¡Qué diablo iba a venir!
Debe haber estado en la casa parroquial clavándose a un
monaguillo.

Ay, perdone, que siempre se me olvida. Usted no quiere saber de


eso. Oquéi.

¿Que el cura no hace esas cosas? ¡Ay, bendito, señor oficial, pero,
¿de qué ceiba se ha caído usted? Mire, nosotros, desde allá arriba
en el coro y por las esquinas de la iglesia cuando la parte de atrás
estaba oscura, ¡nosotros hemos visto cosas!

Pero después no me vaya a decir que no diga o que no siga.


Acuérdese que usted es el que me pregunta. Después no se me
232 • Lamentos borincanos

vaya a mosquear ahí.

¿Usted sabe quién es Ismaelito el Tumbao?

Déjeme ver… Vive por El Sapo, por allí por donde era la fábrica
de tabaco. Viste siempre de negro y anda por la calle con un misal
en el sobaco.

Sí, el mismo. Dicen que es medio retardado, pero yo creo que es


más listo de lo que parece.

Pues una noche después del rosario de las siete, que estábamos
Lucas y yo escondidos en el coro, esperando que se fuera la gente
y apagaran, de momento sale el Ismaelito apurado de la sacristía, y
el cura corriéndole detrás: “Pero ven acá, Ismaelito, mi vida, no te
me vayas así”. El Ismaelito se para por el comulgatorio y se vira, y
le dice: “No, porque me duele”. El cura se le acerca por detrás. Y
nosotros viéndolo todo entre las columnitas de la varanda del
coro. El cura le pone la mano en el hombro, y le dice: “Está bien,
mi amor, está bien. Si no quieres eso hacemos otra cosita, vente,
vente conmigo”, y se lo lleva otra vez para la sacristía. ¿Y me
puede creer que el misal no se le cae del sobaco al Ismaelito en
todo esto?

Ay, no me venga con ésas. ¿Cómo que a lo mejor era otra cosa la
que estaban haciendo, dos hombres hechos y derechos metidos en
una sacristía a lo oscuro, con eso de que le duele?

Se veía claro del coro, porque lo último que apagan son los focos
del altar. Aquello parecía un teatro, señor oficial. Lo que no
Lamentos borincanos • 233

sabían era que tenían auditorio.

¿El único? Vay, póngase usted a creer eso. Mire, el marido de


doña Usufructa Mendoza, uno que era barbero por la Cuesta del
Mime, a ése lo metía en la casa parroquial el cura también.
Nosotros lo veîamos entrar, porque nos sentábamos por allí,
frente a la plaza al oscurecer, a esperar que no hubiera moros en la
costa para escondernos en la iglesia.

A ése, sí, señor. Y uno que tiene una tienda de juguetes por allí
por la esquina de la calle Barreras, ése también.

Casado y con hijos, pero parece que no le molestaba que le dieran


por las nalgas.

Sí, el cura y él eran de eso, de, ¿cómo se llaman? Líderes de Niños


Escuchas. Parece que al tipo le gustaba que el cura lo trasteara y le
escuchara al niño.

¿Ve lo que le digo? Usted pregunta, y después no quiere que uno


le diga.

Ya no se acuerda ni por qué terminamos ahí. Pues fíjese, yo, con


el cerebro quemao de crac, me acuerdo. Le estaba diciendo qué yo
hacía en la iglesia.

Por nada. Cuando guste, señor oficial. Pero, dígame, ¿esto va a


durar mucho más?

¿Y cuánto será eso?


234 • Lamentos borincanos

Porque, usted sabe, yo necesito la cura. Déjeme que se lo diga


claramente, porque entre usted no hay tapujos, ¿verdad? Yo soy
adicta, narcómana, yonqui. Y hace rato que estamos aquí, ¿ve? Y
yo ya mismo voy a empezar a sentir ese escalofrío que empieza en
la piel y se me mete por los poros hasta la barriga. Le estoy
advirtiendo, ¿sabe? Si usted me deja poner mala aquí, entonces la
cosa se pone pelúa.

Bueno, pues siga y hágame las preguntas.

Yo estaba en la oscuridad, ¿verdad?, cuando vi al hombre que


estaba parado por las velas. Estaba como ileto, el tipo, ¿no?
Parecía un pajuato allí, con la cara alumbrada por las velas. Yo me
le acerqué y lo asusté, yo creo, porque dio un brinquito. Le pedí
un pesito, que es lo que yo siempre pido, ¿usted sabe? Porque
pido un pesito, y si sacan la cartera y les veo más, pues por ahí
sigo tratando de conquistarlos para que me echen un poquito
más. A veces me les pego un poquito y eso los pone medio
calientes o los espanta y me dan algo más para que los deje
quietos y me pierda.

Ay, señor oficial, hay que saber de todo un poco para poder
buscárselas cuando uno está en el vicio, ¿me entiende? Total,
como yo siempre digo, es todo parte de la economía del país.

Bueno, porque alguien me da un peso a mí, ¿ve?, yo se lo doy al


que tiene el punto, que le da parte al que se la vende, que le da
otra parte al que la trae aquí, que le da otra parte al que la procesó
por allá, y así.
Lamentos borincanos • 235

Bueno, algo se queda en Puerto Rico, ¿no?, en compras de


mansiones y carros de lujo y cuanta porquería electrónica nos
mandan los gringos, que con razón tenemos la tienda Penney más
grande del mundo. Así se esparce más la riqueza, ¿sabe? Porque
los traficantes grandes se compran caserones al lado de los que
compran casas en esos vecindarios exclusivos para escapárseles a
los que tienen el vicio, ¿ve? Eso es poesía democrática en acción,
óigame. Además, ¿eso del dinero que corre de Puerto Rico a
Colombia y a México, no es lo que llaman globalización de la
economía?

Ay, pero eso que usted llama economía legítima no puede


separarse de la economía, ¿cómo le dice usted?
Clandestina.

No, porque, mire, los traficantes invierten parte de las ganancias


en producir más droga, ¿ve?, y en investigar métodos mejores para
producir y mercadear, ¿no? Eso tiene que emplear a ecónomos y
científicos en alguna parte, me imagino. Y, ¿qué me dice de los
empleos en bancos? ¿Y en la policía? ¿Y en los drai cliners?

Los drai cliners, donde se lleva la ropa a lavar.

¿Usted nunca ha oído hablar del lavado de dinero?

Ah, ve, como se ríe. Jmm. Usted no es tan seriecito como se


quiere hacer pasar.

Perdone, ¿otro buchito de agua?


236 • Lamentos borincanos

¿Qué dice? Aquí siempre hay dinero. ¡Y mucho que lavar, sabe,
porque está sucio! ¡Jesús manífica! Puerto Rico vivirá de lo que le
tiran los gringos, como los perros babosos al pie de la mesa del
amo, pero para comprar drogas aquí siempre aparece. El
desempleo llegará a las puertas de San Pedro, pero, mire, aunque
la gente no tenga qué comer, para la droga siempre tienen de
dónde sacar. Aquí no hay dignidad. El que menos, vende hasta a
su madre por una bolsita de a diez de heroína.

Pero si así es, no lo niegue. ¿Usted alguna vez leyó que Muñoz
Marín decía que Puerto Rico era la vitrina del mundo?

Sí, así le decía, Vitrina del Mundo, que yo lo leí en la escuela, y


Puente de las Américas. Pues la vitrina tiene el cristal partido y en
ella no quedamos más que las migajas. Y puente, puente sí es. El
puente que va de la mata de la coca a las narices de los gringos. Y
entre un punto y el otro, esto aquí es un bazar del embeleso
chévere. Se cuela la droga en las escuelas, en los conventos, en las
agencias de gobierno, mire, hasta en la policía.

Usted no lo hará, pero no me diga que entre su gente no habrá


dos o tres que andan también con velitas de mocos y robando
para comprarse dulces para la nariz.

No, realista. Cínicos son los que ven paredes donde hay puertas,
porque después de darse tanto golpe no van a arriesgar otra
equivocación, por si las moscas. Ábrase el periódico y lea, para
que se entere de lo que le digo.
Lamentos borincanos • 237

Oquéi. Vamos a seguir, para acabar rápido. Le decía que le pedí el


pesito al hombre. Me dijo que no tenía nada. Pero yo lo seguí por
el pueblo. Cruzamos calles, doblamos por aquí, seguimos por acá,
hasta llegar a Alturas de Los Cerezos, que siempre me hace reír,
porque en Puerto Rico, ¿cerezos? ¿Dónde hay cerezos aquí? ¿Qué
cerezos ni que bigornia, si los puertorriqueños no sabemos lo que
es eso, igual que en otro pueblo, que hay Jardines de Magnolia,
que dígame, ¿qué diablo es una magnolia? ¿Por qué no le pusieron
El Guayabo Gardens o La Quenepa Heights?

Ah, así mismo, porque suena más bonito si le ponen el nombre de


una cosa que nadie ha visto. Óigame, si usted pone una
urbanización, llámela Jardines de Babilonia, para que la gente se
mate por comprar casa en un sitio así, tan exclusivo que no se
sabe ni qué demontre es. Aquí, por figurar sin poder, gasta la
gente lo que no tiene, y si le sobra, pues vengan las bolsitas de
hache.

Hay que verse exótico, señor oficial, colgarles nombres estúpidos a


urbarnizaciones y lagunas artificiales, para tapar la realidad de la
inmundicia y la suciedad. Recuerde como decían los anuncios de
televisión: Para el turista, tú eres Puerto Rico. Pero ese “tú” no lo
pueden limitar a las blanquitas que mandan al concurso de Miss
Universe, a las comemierdas que estudian en La Inmaculada y en
el Sagrado Corazón, a los racistas de los colegios jesuitas y a los
embrollados de deudas hasta la coronilla, que aunque coman
tierra tienen que verse alternando con los demás embrollados en
Palmas del Mar. Y después, mire: “Smile. You’re in Caras de
Puerto Rico”, flamante boda de debutante preñada, clic, clic, regia
238 • Lamentos borincanos

fotografía: “Cheese”, en el homenaje a Trudi Chuchinestoquin y


la Emperatriz de la Sambomba en la mansión de Etelvina Tru-
trú.

Usted se ríe, pero aquí, señor oficial, aquí todos estamos hechos
de fibras igual de auténticas que el poliéster.

¿Cómo que qué tiene que ver? ¡Muchísimo, señor oficial!


Mientras más falsos son, mientras menos se parecen por fuera a lo
que llevan por dentro, mientras más se ocupan del brillo de la cara
y menos del carbón del alma, ¿me entiende?, más necesitan
escapárseles los hijos de esas cárceles y refugiarse en otros mundos
más artificiales todavía. Y ahí nos tiene, ¡pun, de fondillo!,
arrastrándonos por callejones buscando bolsitas de a diez,
puyándonos los brazos y metiéndonos polvos por la nariz. Por
fuera, ¡epria!, somos lindísimos, pero, ¿por dentro? Por dentro
somos castillos de naipes y con la rafaguita más liviana, ¡jui, prin,
prin, prin, fua!, al piso nos venimos.

Claro que es una versión simplista de las cosas. ¿Qué se cree, que
voy a arreglar el mundo hablando aquí con usted? Total, este país
no tiene arreglo. Se lo deben regalar a los japoneses.

Porque esos japoneses, mire, con dos latas de sopas Campbell’s y


cuatro tuercas hacen un carro. A lo mejor si les entregan a Puerto
Rico, pueden hacer algo que por lo menos sirva para algo.

No, no soy yo la que se descarrila, señor oficial.

Bueno, déjeme seguir entonces. Llegamos a casa del señor.


Lamentos borincanos • 239

Terminé entrando y me comí una vianda seca que me dio. De


ahí, bueno, no lo voy a enzorrar con detalles. La cosa es que
terminamos metidos los dos en la bañera.

Yo necesita un bañito, ¿ve?, y lo invité a que se metiera allí


conmigo.

Pues claro que tenía otras intenciones, oiga. ¿Usted no va a creer


que le dije que se bañara conmigo porque me estaba enamorando
de un viejo que podía ser mi abuelo, verdad? Aquello era una
transacción, ¿ve?, una negociación. Tú me das, yo te doy. Si tú te
portas bien conmigo, yo me porto bien contigo, ¿ah? Lo que pasa
es que él no se había dado cuenta todavía. Yo estaba vendiendo
mercancía. Lo que él creyera, ya era asunto de él.

Empecé a tantearlo, pero antes de que fuera a entregarle yo lo que


tenía para el trueque, le dije que necesitaba chavitos para unas
necesidades, y que si él me buscaba algo, yo acababa lo que le
había empezado. Aquel viejo, pobre, yo creo que hacía años que
nadie se lo tocaba.

¿Qué cree usted que le estaba haciendo, de rodillas en la bañera?

Pues no me interrumpa. Él me dijo que no tenía nada. Yo me salí


de la bañera, para ayudarlo a que viera qué había por allí que me
pudiera dar, que no fuera dinero, necesariamente, ¿verdad? Fui a
la sala, ¿y qué se imagina que veo, colgando de la pared como la
reina de la comparsa, mirando desde la altura a los pobres
mortales acá abajo, eh? Pues nada menos que a Iluminada Vélez,
la mismísima diabla de mis años escolares. Esa vieja odiosa y
240 • Lamentos borincanos

malcriada, la plasta ésa que se creía gran cosa. Como no soy bruta,
me di cuenta de quién era el viejo aquél. Era el marido de la
Iluminada, que yo ni el nombre le sabía todavía, y yo estaba en
cueros y chorreando agua en medio del palacio de la Reina de Los
Cerezos. Mire, me empezaron unas ganas de reír, pero, me dije, ¿y
dónde está la vieja ésta, que si aparece de momento me agarra
aquí y se forma la grande? El viejo me dijo que estaba
hospitalizada. Y yo pensé, ¿estará muriéndose por fin? Pero no,
estaba enferma y el viejo ni sabía qué tenía. Bueno, la cosa es que
acabamos en la cama. Él sacó una pulsera de la misi Iluminada,
no sé de dónde, y cuando me la trajo, oiga, que era lo más bonita,
y yo me dije, Adela, mija, con ésta vas a estar tú gozando una
semana, porque se la iba a llevar a un tipo que compra oro viejo.
Claro, no me iba a dar lo que valía la pulsera, pero, a mí, ¿qué?
Conque me diera para comprarme un almuercito por ahí en Los
Chinos del Vedado y para comprarme una cantera de crac, me
daba. Y ahí, tuve que pagarle por la pulsera al viejo con lo único
que podía darle.

No, ¡qué va! Si no se la doy ahí mismo, después que se la prometí,


no hubiera podido volver a ver qué más tenía. No voy a ser tan
estúpida. No era cuestión de prometer sin cumplir, porque la
próxima vez el viejo podía decir, vay, ésta a lo que viene es a
cogerme de mamao, y me podía tirar la puerta en la cara. Yo
quería engancharlo y asegurarlo, para que la próxima vez tuviera
otra cosita que darme.

¡No! No se lo dije a nadie. Mire, si se lo digo a otro, me


despluman al viejo y me habría quedado yo sin nada. Nacarile,
nada, yo, ¡chitón!, con tanto águila que hay por la calle.
Lamentos borincanos • 241

Oiga, venga acá un momento. ¿Qué es eso de honor entre


ladrones? Ya le dije que no soy pilla, ¿me oyó?

Si tengo que dar diez manotazos más en la mesa, los doy. Yo soy
lo que usted quiera, y a mí qué me importa lo que piense, pero
eso de pilla, a mí no me lo puede decir, porque no le he robado
nada a nadie.

Esa pulsera me la gané, ¿me entiende?

Póngase usted en cuatro patas y deje que un viejo calvo y


hediondo se lo meta, a ver si no es ganarse la pulsera que me dio.

¡Pues no me falte usted el respeto a mí tampoco, me oye?

Yo bajo la voz si usted me respeta.

Bueno, perdonado. Usted me perdona a mí también.

Yo sabía que iba a volver, pero no le dije nada. Le dije que me


esperara en el balcón, por si el día que volviera ya había regresado
la bruja mujer suya. Yo creo que me esperó esa noche, pero yo no
volví hasta dos días después.

No, no me duró la semana lo que le saqué a la pulsera. Me duró


muchos menos, así que volví a Los Cerezos, y allí estaba el viejo,
que salió del balcón a recibirme. Yo tenía miedo que me vieran
los vecinos, porque por aquel vecindario, los que no están en la
calle pendientes de todo lo que pasa, están detrás de las persianas,
242 • Lamentos borincanos

como el diablo, al acecho.

Me metió para adentro y cerró la puerta. El viejo ya había


pensado en qué más darme, y me enseñó un collar de perlas. Pero
yo quería metálico, ¿sabe? Si uno puede sacar billetes, ¿para qué
quiere algo que después uno tiene que vender y que nunca le va a
sacar lo que vale? Y después corre el riesgo de que se lo cojan a
uno encima. Mire a ver, que sin haber yo tocado copones de la
iglesia, estoy aquí respondiendo por ellos, ¿qué hubiese sido si me
cogen encima una de las prendas de la misi Vélez?

Yo le dije que si tenía dinero, mejor. Él dijo que no, que la mujer
era quien tenía todo el dinero. Y yo le pregunté si él no podía
sacarlo del banco. Yo no sabía si me estaba cogiendo de boba, y le
dije que mejor me iba, porque yo no podía usar el collar aquél.
Entonces él trató de convencerme, ¿ve? Mira, tú sabes, que si este
collar, que si vale cientos de pesos, que si cualquiera te da
bastante, que si pito y que si flauta. Yo ya me estaba como yendo,
aunque no me iba a ir, ¿qué me iba a ir, si necesitaba algo rápido?
Yo lo que estaba era tratando de apurar al viejo, a ver si sacaba
algo.

No, no tenía nada, así que empuñé el collar, le dije al viejo que se
sentara en una silla del comedor, que se bajara los calzones, y me
le senté en los muslos, y al rato se vino y yo me fui… Perdone que
se lo pida, pero, ¿agua?

Sí, volví, ea, claro que volví. Como a los tres o cuatro días le
toqué a la puerta. El viejo salió de la cocina y me abrió. Me
Lamentos borincanos • 243

preguntó si tenía hambre y, la verdad, que hambre sí tenía. Me


dio un plato de unos macarrones con queso que sabían a centella,
pero, a caballo regalado, ya usted sabe. Me los pasé como
telegrama, porque desde la noche antes no comía nada más que la
mitad de un jambérguer frío que había encontrado en los
zafacones del Burger King, aquí cerca del cuartel. Volvimos a lo
del dinero, y él me dijo que había tratado, pero en el banco no le
habían dado ni una perra, aunque el dinero era suyo. Parece que
cuando vio que yo lo que quería era chavitos, se fue al banco y
armó un zafarrancho, gritando y diciendo que en el banco eran
unos pillos, que los chavos eran suyos, y que si patatín y patatán,
y el guardia de seguridad le dijo que si no se iba, la policía iba a
venir y se lo iban a llevar preso. Y él hasta se puso jaquetón con el
guardia y una gente que estaba allí y lo conocía lo convencieron
de que se fuera por las buenas. Oiga, la verdad es que me dio pena
con el viejo, porque él yo creo que hasta se había encariñado
conmigo, o a lo mejor era que quería asegurarse de que yo iba a
seguir viniendo. Y no sabía él, que yo iba a seguir, porque aquello
era la gallinita de los huevos de oro, y yo, chitón, a nadie le decía
nada.

No, si no me molestaba estar con él, para que vea, aunque no


fuera para tratar de sacarle algo. El viejo era de lo más gracioso.
Yo gozaba muchísimo con él, para que vea. Bueno, siempre que
no se riera mucho, porque le faltaban casi todos los dientes del
frente y me daba algo cuando se reía o cuando trataba de besarme,
que yo, ug, mire, yo no me dejaba.

Bueno, él recitaba una poesía de lo más cómica, El duelo de las


empanadas. Era de una vendedora de la calle que le da una
244 • Lamentos borincanos

empanada a uno y después el cliente no le paga, ¿verdad?


Entonces la vendedora llama a un guardia para hacer que el
hombre le pague y el hombre le dice al guardia que no tiene
dinero, que está en el gas, y que se llama… Deje ver cómo era…
¡Ah!, se llamaba Pedro. Y el guardia le dice: “Conque tú eres
Pedro, natural de Aguada”. Y resulta que eran hermanos que
hacía años que no se veían, y se abrazan ahí mismo, y se van lo
más campantes, y la vieja los maldice y les grita: “¡Tan malo es el
palo, como la jataca!”

Como yo lo digo no da gracia, pero como lo dice él, una se muere


de la risa, ¿sabe?

A veces cantaba tangos, porque le gustaba mucho Gardel. Un día


cuando llegué lo encontré en el garage, oyendo discos viejos de
tango en un tocadiscos del año del cometa. Los ponía y les
cantaba por encima. Se acompañaba con una guitarra vieja que,
mire, estaba desafinada por completo y le faltaban dos cuerdas. A
él como que no le importaba y seguía cantando y tocando, eh,
run pun pun, run pun pun, y sonaba a serenata de grillos, pero se
entretenía. La soledad, yo creo. Bueno, un día me cantó una letra
de una canción que yo sabía desde chiquita, que decía aquello de
que: “Se enamoró un pobre bardo, de una chica de la sociedad”,
ta ta ta ta ta, la la la la la la la. ¿Usted la sabe?

No, nueva no, si yo creo que es viejísima. Él la cantaba distinto y


empezaba: “Se enamoró un pobre taxi, de una guagua de la
Autoridad”, la la la la la, y por ahí la cantaba completa, hasta que
terminaba: “Qué lástima, ¿por qué no me lo dijo?, si yo lo hubiera
sabido, hasta el cloche fuera de él”. Después recitó otra cosa allí
Lamentos borincanos • 245

en la cama. Le gustaba hacerme reír, me parece, no sé. De


momento pegó: “En este mundo cruel, nadie de cagar se escapa.
Caga el cura, caga el papa”…

Bueno, déjelo entonces. Lo que le quiero decir es que aquel señor


lo que estaba era solo, ¿me entiende? Yo ahora creo que si no le
hubiera ofrecido nada, jmm, de todos modos me habría buscado
chavitos o prendas o lo que fuera, nada más que porque yo
volviera y tener alguien con quién hablar, ¿sabe? Y no era porque
la esposa estuviera en la clínica. Yo creo que aquel hombre estaba
solo hacía tiempo, aunque viviera con la mujer. No por estar en
medio del carnaval está uno acompañado, ¿sabe? Hay soledades
que se llevan a flor de piel. De eso, jmm, de eso sé yo. Tenía algo,
qué sé yo, ¿entiende?, que era como una tristeza vieja, de falta de
algo. Bueno, eso es lo que yo creo.

Ah, pues después un día vine más tarde, porque no sé qué


demontre pasó que cerrojaron la puerta de la iglesia, la primera
vez que yo recordara, y no quería irme debajo del puente. Le
toqué por la ventana y el viejo…

Sí, pero yo todavía no le sabía ni el nombre. Después fue que me


lo dijeron, cuando me agarraron las mujeres.

Ajá, así como lo oye. Fue al otro día, cuando iba saliendo de la
casa. Dormí allí aquella noche. El viejo trató de volver al ensarte,
pero yo, qué va, si estaba cansada, ¡uh! El viejo se me metió entre
las piernas y empezó a darme lengua allá abajo, y así me dormí.
No sé si el viejo lo dejó en eso, o si hizo algo más. Por la mañana
yo quería que me diera algo para vender, y él sacó una ropa de la
246 • Lamentos borincanos

mujer que parece que había buscado el día antes. Pero yo, ¿qué
iba a hacer con ropa vieja que ni me servía? Me la llevé de todos
modos, porque a alguien más le podían servir, y a lo mejor podía
hacer un truequecito con una de las tipas que tenía un punto por
la esquina de la funeraria. Entonces me dio unas pantallas de
piedras verdes, que yo creo que hasta esmeraldas eran. Estaban
montadas en oro catorce quilates y yo dije, bueno, a éstas a lo
mejor les saco más, si la piedra es genuina, así que me iba con
ellas para vendérselas a alguien que las quisiera y no al de los
empeños, que me iba a dar una basura por aquello, que, mire, se
veían bien finas. Metralla no eran, ¿sabe?

Ah, pues sí, cuando iba abriendo el portón de la casa, de


momento veo a tres tipas que vienen para encima de mí. A una yo
la conocía, porque había sido maestra en la Tomasa Echevarría.
La otra creo que era la hija, una marimacha que con mirarme
nada más me podía tumbar, porque yo, mire, mire, estos cuatro
huesos, cualquiera les da un soplón y los tumba. Y la otra mujer,
otra macha que hasta barba tenía. Las tres me hicieron un
cerquillo y me acorralaron contra la verja, pero yo veía que había
otra gente por las rejas de los balcones y por los patios, tirándose
el espectáculo. La que era maestra me pregunta: “Oye, ¿qué llevas
ahí en esa bolsa?” Y yo le digo: “Cosas mías”. Y entonces la
marimacha que se parecía a la maestra me pregunta: “Y esa ropa,
¿a dónde vas con ella?” Y yo le digo: “Voy a lavarla”. Y la de la
barba me pregunta: “¿Y quién te la dio?” Y yo le digo: “Pues el
señor de la casa”, y la barbuda me pregunta: “¿Salvador te dio esa
ropa?”, y fue cuando supe cómo se llamaba el viejo. Y la
marimacha me pregunta: “¿Y por qué te dio ropa de mujer para
lavar?”, y yo le digo: “¿Qué sé yo?, pregúntenle a él”. Y la maestra
Lamentos borincanos • 247

me dice: “Mira, yo a ti te conozco. Tú eres la hija de Bartolo el de


la tienda de zapatos. Tú eres una enviciada, una narcómana. Y tú
sabes que en este pueblo todo se sabe. Tú estás enferma, ¿verdad?”
Y yo la miré de arriba a abajo, porque me dio algo oírla decirme
aquello que a ella no le importaba y que me lo estaba restregando
en la cara en medio de la calle. Sí, yo estaba enferma. Entonces
ella me dice: “Como tú estés haciendo algo con ese señor de esa
casa, el marido de una amiga de nosotras, y tú le pegues el SIDA,
tú te las vas a ver y te las vas a desear, ¿me entiendes? Por aquí no
te vuelvas a aparecer, ¿me oyes?, porque vamos a llamar a la
policía y te va a pesar hasta haber nacido”. Y a mí me dio miedo
que me fueran a coger la bolsa y me encontraran las esmeraldas,
pero no se atrevieron, parece.

Sí, yo sé que llamaron a la policía. Pero a mí nadie me fue a


arrestar por eso, así que…

Ah, por eso fue. Ya veo. No, si es verdad. Yo no me estaba


metiendo en la casa a robar. Yo iba porque el viejo me abría la
puerta. Así que era, ¿cómo dice usted? Invitada, no intrusa. Eso
está bien saberlo, ¿sabe? Pues ya ve. Si hubiese querido robar, le
meto un trancazo al viejo y le robo hasta los rosarios que tenía
colgados la misi Vélez de las pinturas de Jesús y Maria.

Bueno, tener SIDA no es delito. Yo sé que la gente piensa que eso


nos lo merecemos, por tecatos y por mariconerías, porque los
patos son los que cogen eso. Jmm, los patos abiertos y los patos
tapaditos, ¿sabe?, que por ahí hay muchos que se meten en las
iglesias y están empoltronados bien arriba, y andan por los
matorrales cogiendo pinga hasta el capullo sin saber con quién se
248 • Lamentos borincanos

meten.

Es verdad. Oiga, yo por la cae veo y oigo mucho más que usted.

Yo sé que el delito es hacerlo con alguien sin decirle que una tiene
el virus ése. Pero a ellos, ¿quién los manda? Nadie les pone una
pistola al pecho. ¿No tienen responsabilidad también los que
saben que el SIDA existe y con todo y eso, pa’ encima gallo bolo,
que a mí no me va a dar eso, porque yo no soy pato, porque los
patos son los que andan por la calle vestidos de mujer y con el
pelo pintado, y yo soy casado y tengo dieciocho hijos? Si quieren
engañarse así, bueno, cada cuál es responsable de las
consecuencias de su fantasía, ¿no?

Sí, yo sé que actué mal. Actué mal cuando me metí en la droga, y


actué mal cuando me acosté con Salvador y lo dejé…

Oquéi, lo seduje para que me diera algo con qué comprar droga.
Saberlo y aguantarse cuando uno está aplastado bajo el tacón de la
droga, señor detective, oiga, ésas son dos cosas muy distintas.
Ruéguele a Dios que ni usted ni ningún familiar suyo llegue
nunca a esto. Pero no me juzgue mientras no esté usted
caminando desesperado por las calles de este pueblo en estos
mismos tenis desbandados que ya ni me cubren los pies podridos.
¿Ve cómo me supuran?
II-14 De Iluminada y Otros
Asuntos

—¿DE DÓNDE VIENES , AH? ¿Dónde te has pasado el día? —preguntó


Iluminada las primeras veces. Era increíble, insensiblemente cruel
que Salvador cogiera calle arriba sin reparar en la delicada
condición de Iluminada. Ella, que lo había dado todo sin esperar
nada. Ella, generosa sin reparos y hasta en desmedro de su salud.
Ella, desvelada por hijos ingratos y un marido que nunca la
respaldaba. ¿Qué más le deparaba la suerte?
Llegó a pensar que fuera castigo divino, por lo único que
reconocía injusto en su vida pasada. No por Enriquito, no. Eso ya
era un capítulo cerrado. En todo caso, actuó como tenía que
proceder. Cristo mandaba a poner la otra mejilla, pero sólo una
vez por cachete y no a diario. Bastante había soportado.
Ni a la iglesia había vuelto. Al que le preguntaba si iba para
misa, le respondía que no tenía cómo llegar. Si llovía, le achacaba
la ausencia al efecto de la lluvia sobres sus escasas plaquetas,
infundio torpe que a nadie convencía. Al que le ofrecía
transportación, le decía que se mareaba al viajar en carro. No le
importaba si luego la veían subir a la guagua para irse a poner la
quimioterapia. Nadie le pidió que resolviera la contradicción. A la
larga, dejó de interesarle qué podían pensar.
La verdad era que desde el diagnóstico hallaba poco consuelo
en la religión. Los hijos le habían fallado, los hermanos le habían
dado la espalda, el marido no sabía ni qué estaba pasando. Y

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250 • Lamentos borincanos

ahora hasta Dios se mofaba de ella. Ella, que se lo había dado


todo a Dios y que hasta monja laica era. O había sido. Ella, que se
había refugiado en la esperanza de un Dios misericordioso que
entendiera como ningún humano la amargura de no poderle
hacerles ver a sus hijos que ella era el sendero hacia la luz y la vida
recta. Y ahora…
—Estaba en la iglesia —le respondía Salvador cuando ella
inquiría sobre su paradero en momentos en que debía estar con
ella. Muy católico estaba desde que ella había regresado del
hospital. Que rezara por ambos, que bastante había orado ella
porque viera él cómo sacar los pies del plato y ser lo que debía con
ella.
Ya solamente le faltaba una dosis de quimioterapia. La
primera se la habían administrado en Hermanas Arroyo. El
doctor Felipe había decidido darla de alta, a instancias del
administrador del hospital. Llevaba ya cincuentaidós días
hospitalizada cuando la primera dosis. Los últimos cinco días los
había pasado reponiéndose de los efectos de la quimioterapia,
porque tuvo la mala suerte de sufrir todos los males habidos y por
haber a consecuencia de la terapia.
—Estas medicinas atacan las células de crecimiento rápido
—le había explicado el doctor Felipe, con la trujillista al lado—.
Lamentablemente, señora Iluminada, no saben diferenciar entre
las células buenas y las malas, y las bombardean a todas.
Eran tóxicas para otras partes del cuerpo también. Según le
iban a reducir la masa que tenía adherida al estómago, iban a
ocasionarle otras molestias, le había dicho el doctor Felipe. Dicho
y hecho. Lo primero que se apoderó de la paciente fue un
decaimiento que la acabó de postrar al camastro. Se le
adormecieron los pies, le dio una náusea implacable que
Lamentos borincanos • 251

contrarrestaron con un antiemético narcotizante; éste la dejó


inconsciente por casi dos días. Al despertar, no podía casi abrir los
ojos: se le redujeron las plaquetas a niveles alarmantes y la falta de
glóbulos rojos la dejó sin ánimo para hablar siquiera.
Transfundirle sangre fue otro drama en cuya ejecución participó
el pueblo, por obra y gracia de Aidita Cartagena. La Cruz Roja
Internacional había cerrado los bancos de sangre en Puerto Rico;
solamente operaban centros pertenecientes a asociaciones de
médicos, que habían visto en la despedida de la Cruz Roja una
oportunidad altamente lucrativa. Había que llevar un donante por
cada pinta de sangre que se preparara. Aún así, no era gratuita la
preparación, sino que había que pagar ciento veinte dólares por
unidad, cantidad a la que no aportaba ni un centavo el gremio de
MIERDA.
—Tiene que buscarse la sangre y las plaquetas —le informó
el doctor Felipe a la paciente, que no sabía ni qué hora era ni si
estaba por expirar de una vez.
Al oír esa sentencia velada, se le remontó a Iluminada la
angustia que ya sentía con aquel estado que no le permitía seguir
disponiendo del manejo de su casa a larga distancia. Pudo abrir la
boca para responderle al oncólogo ciego:
—Si yo pudiera irme por la calle a buscarlas, ya las tendría
aquí, so animal.
Se deshizo entonces en hipíos de frustración y rabia, hasta
quedarse dormida.

De Hermanas Arroyo llamaron a Aidita y a Joaquina.


Joaquina puso tantos peros, que ya era evidente su falta de interés
en tramitar la sangre. Aidita se comprometió a conseguirla.
252 • Lamentos borincanos

Contaba con otros miembros del MIERDA y los que habían sido
compañeros de la misi Vélez. No consiguió a nadie; ella tampoco
podía donar, por haber sufrido de hepatitis en su juventud.
Ninguno de los antiguos colegas de misi Vélez se prestaron para
responder a la emergencia de la enferma. Los familiares de
Salvador estaban todos tomando anticoagulantes y otros
medicamentos que los inhibían de donar sangre. No se atrevió
pedírsela a los hermanos de Iluminada, por temor a la reacción de
la paciente al saber que les debía favor alguno. A Milagritos sí la
llamó, pero el tiempo apremiaba y no pudo esperar a que la hija
respondiera, que, de hecho, nunca lo hizo. Optó por ofrecerle
cincuenta dólares a personas de su intimidad, por ir al banco a
donar sangre y especificar que era para la paciente Iluminada
Vélez. Necesitaba a cuatro donantes de inmediato y otros dos de
reserva, para más tarde, cuando fuera necesario. Hasta a tres de los
ocho que pudo encontrar los tuvo que rechazar el banco, porque
al hacérseles pruebas de elegibilidad dieron positivo de males que
no sospechaban los donantes a sueldo, inclusive uno de hepatitis
incipiente.
Aidita se apresuró a llevar la sangre a Hermanas Arroyo, pero
tres días después de haberla pedido el doctor Felipe, temerosa de
que fuera ya demasiado tarde. La depositó en el centro de
procesamiento de Hermanas Arroyo, donde a mediodía todavía
no se había presentado el técnico de transfusiones. Tuvo que subir
la caja con cuatro bolsas de sangre en hielo a la habitación 210, y
esperar allí que llamaran, dos horas después, cuando se presentara
el técnico.
Agobiada por un tratamiento que amenazaba con liquidarla
antes que el cáncer, y sumida en tristeza y cansancio, se negó
Iluminada a abandonar el lecho que parecía destinado a proveerle
Lamentos borincanos • 253

asilo hasta que llegara a buscarla la muerte.


—Tiene que salir de ahí —le dijo la doctora Trujillo—. Si
no pone de su parte, la quimio va a acabar con usted.
Iluminada la miró como solía cuando no podía darse el lujo
de insultar, pero quería aniquilar al enemigo con los puñales del
alma, que lanzaba por los ojos. No le contestó lo que le pasó por
la mente: póngase usted en mi lugar y dígame si es tan fácil tirarse
de esta cama estando así, hija de la gran puta.
—Tiene que tomar mucho líquido —le ordenó el doctor
Felipe, que estaba viendo en la enferma señales de resistencia al
régimen—. Los líquidos son importantes para limpiarle el cuerpo
de lo que queda de la quimio, y la ayudan a hidratarse.
Trató de explicarle que la quimioterapia era un incendio
líquido que quemaba las células para destruirlas. Ella tenía que
saber que el cuerpo era principalmente agua, y que tenía que
reponer el agua que evaporaba la quimioterapia, o iba a sufrir
peores efectos secundarios.
Nada puede ser peor de lo que ya me ha pasado, pensó
Iluminada. Pero se equivocaba.
Los glóbulos blancos se le redujeron a tan pocos, que
tuvieron que tomar medidas para aislarla. No se podía entrar a la
habitación 210 sin mascarillas y batines. Había que lavarse las
manos con astringentes y jabones antibacteriales especiales antes
de tocarla, aun con guantes estériles, para evitar que pudiera
exponerse la paciente a infecciones contra las que no tendría
resistencia alguna. La quimioterapia le había destrozado la
inmunología a una mujer que ya por edad no debía tener mucha.
La deshidratación le secó la boca. Le aparecieron escamas y
lesiones blanquzcas. La inflamación de la garganta no la dejaba
tragar: tuvieron que suspenderle los alimentos sólidos. Volvieron
254 • Lamentos borincanos

los antibióticos, los minerales y suplementos multivitamínicos


intravenosos, por venas que ya se habían secado. Se le inflamaban
los puntos de acceso de la aguja y tenían que seguirle buscando
venas donde solo había hilitos azulados. Se le hincharon los labios
hasta parecerle a Aidita un róbalo gigantesco y deforme.
—Déjame verme en el espejo —le pidió la paciente a Aidita
una tarde.
—Mira, Ilu, el espejo, parece que se lo robó la negra que
viene de tarde —le mintió Aidita—, porque hace días que no lo
veo.
No quería que se viera Iluminada y fuera a sufrir otro acceso
de llanto. Tampoco le dijo que el cabello de la parte posterior de
la cabeza se había ido quedando pegado de la funda de la
almohada. El que le quedaba en la corona de la cabeza también
estaba ralo, unas hebras de plata sin brillo que pronto habrían de
ceder a los efectos del tratamiento también, para quedar adheridos
a los azulejos de la ducha.
A los pocos días de haber tenido la primera dosis, no tuvo
que mentirle nadie sobre el cabello. Se pasó la mano la paciente
por la frente y pensó pasajeramente que la frente también se le
había hinchado, porque no terminaba nunca. Entonces supo que
estaba calva, que no tenía en el casco ni siquiera una vellosidad.
Los sollozos se oyeron en el pasillo. Al poco rato entró la
mapeadora, la parlanchina que no sabía cuándo dejar de dar leque
leque, con pacientes que no tenían ni deseos ni fuerzas para
hablar.
—Dígame, ¿tengo pelo? —le preguntó Iluminada nada más
que por constatar lo que el tacto le había indicado.
—Ay, misi, pareje como si la hubieran afeitao.
Iluminada no respondió. La mapeadora, animada por la
Lamentos borincanos • 255

autorización implícita para opinar sobre el asunto, dijo:


—Cuando yo era chiquita, allá en el barrio Mameye,
nojotroj noj pegábano de la ventana, y cuando pasaba un viejo
pelón que vivía maj arribita, le gritábano: “Coquipelao, ¿quién te
peló, que laj oreja te dejó?” Y ansina mejmo ejtá ujté, coquipelá.
Iluminada viró la cabeza hacia la pared, para que no le viera
las lágrimas la insolente.
—No voy para ese pueblo de burlones sin pelo —le
respondió Iluminada a la trujillista cuando le dijo que la iban a
dar de alta.
—La calvicie no es una condición médica que justifique
hospitalización, misi Vélez —le respondió la doctorcita sin
mirarla, firmando los papeles de alta—. Póngase un turbantito,
que eso vuelve a salir cuando se le acabe el tratamiento.
Se lo refirió la enferma a Aidita, que entendía la
preocupación de Iluminada sin quitarle razón a la determinación
de la doctora Trujillo.
—Mira, Ilu, con pelo o sin pelo, no te van a dejar aquí. Si ya
ellos ven que los otros tratamientos te los pueden dar
ambulatorios, tienes que irte, mija.
—Pero si no puedo caminar —razonó Iluminada, con la
esperanza de que Aidita abogara por ella.
—Mira, Ilu, eso es por estar acostada tanto tiempo. Pero ahí
te traje yo un bastón, y yo te ayudo hasta que llegues a tu casa.
Ven, baja.
Ante la resistencia de la paciente, le dijo Aidita:
—Mira, Ilu, tú llevas ya cincuentaisiete días aquí. A los
sesenta, el Medicare del Seguro Social te deja de pagar el ochenta
por ciento de la hospitalización, y paga menos de los cargos
diarios. Entonces ya el gremio no te va a pagar solamente el veinte
256 • Lamentos borincanos

por ciento de lo que autorice Medicare, mija, sino que tiene que
cubrir el aumento en la porción que deja de cubrir el gobierno
federal, sin tú tener que aportar nada, ¿entiendes?
Claro, que entendía: era cáncer lo que tenía, no retardación.
Sana o con las tripas en la mano, el MIERDA la tiraba a la calle,
para ahorrarse lo que Medicare no iba a pagar.

Accedió a irse—no que le quedara otra alternativa. Se cubrió


la cabeza con un sombrerito que le compró Aidita en una tienda
frente a Hermanas Arroyo, para no llegar con la vergüenza de la
enfermedad que los envidiosos atribuirían a algún castigo celestial,
y encima calva. A la ira se le sumó una frustración sin fronteras.
Por el camino no dijo nada.
Hubiese querido que Aidita entrara el carro a la marquesina,
para que no la vieran bajarse del carro. Recordó que había fingido
perder la llave del candado del portón que daba a la marquesina,
para que Aidita no pudiera guarecer el carro allí cuando la última
tormenta. Habría desado que fuera de noche, tarde ya, para que se
redujera la posibilidad de que la vieran llegar los curiosos de Los
Cerezos. No fue así: un sol achicharrante de verano netamente
puertorriqueño amenazaba con derretirle la piel y al sofoco de la
llegada temida se sumó la incomodidad sin brisas del bochorno de
la tarde. Alzó los ojos y se encontró con la plasta de Joaquina, que
últimamente ni se había presentado a verla en el hospital, con la
sombra de su hija, la comelona de ademanes saturados de
hormonas en conflicto con su género. Faltaba la Belén, que según
Aidita le había dejado de llevar alimentos a Salvador, aunque los
había pagado Iluminada desde el hospital, por adelantado. Se
sorprendió de que fuera en la calle donde la esperara Joaquina, tan
Lamentos borincanos • 257

amiga que era de arrellanar el culo en los muebles del balcón y


pegarse como perras de un plato de entremeses que duraba poco
cuando se trataba de ella y la virago tragona de Ivelisse.
—Ay, misi, ¿cómo se siente? —preguntó la zalamera de
Ivelisse.
—Pues mira, de lo más bien —respondió Iluminada,
apoyada del bastón y todavía adolorida del viaje, después de haber
pasado casi dos meses en cama—. No me duele ni una uña.
No habría de dar el brazo a torcer. Algo les veía en la cara a
Joaquina y a Ivelisse, algo de lo que no se había percatado antes.
Las vio como si las contemplara por vez primera, como elementos
del universo pueblerino donde no se le podía contar nada a nadie,
porque a la vuelta se oía como algo totalmente irreconocible,
adornado de detalles que añadía por diversión la insensible
humanidad. Presentía haberse equivocado en abrirles el paso a la
Pomales y a la hija a su intimidad. Algo hedía a podrido.
Tenía deseos de entrar y de acostarse. Sí, en algún momento
tendría que reanudar su vida anterior, para servirle de fregona y
control a Salvador, cuya figura vislumbraba por las ventanas del
comedor. En aquel momento, aunque no lo admitiera, necesitaba
apoyarse de algo antes de entrar a su casa y recostarse. Esperaba
poder estar más fuerte a las dos semanas, cuando tendría que
regresar a Hermanas Arroyo para la próxima dosis de
quimioterapia.
—Antes de entrar, tenemos que hablar con usted —le dijo
Joaquina.
Aidita se interpuso entre la Pomales e Iluminada.
—Oye, Joaqui, yo creo que ya es tarde. Iluminada tiene que
entrar, ¿sabes? Ha sido un día fuerte. Mejor lo dejas para
mañana.
258 • Lamentos borincanos

Iluminada miraba a la Pomales, preguntándose qué sería de


tanta urgencia.
—Pues mira, Aidita —aclaró Joaquina—. Esto es muy
importante. Se trata de la seguridad de misi Vélez, ¿no crees?
Trató de interceder por lo que consideraba cordura y
discreción, pero antes de que Aidita pudiera decir algo más, fue
Iluminada la que, apresurada por el deseo de salir de la calle antes
de que aparecieran más falsos interesados en su salud, le dio
licencia a Joaquina para que hablara de una vez.
—En su ausencia han pasado muchas cosas, bueno, cómo le
digo, este, pues bueno: desagradables, ¿sabe? Su casa no es ya su
casa, por así decirlo.
Iluminada abrió los ojos hasta proyectarlos como esferas a
punto de brotárseles de las cuencas.
—Pues fíjese, que Belén, Ivelisse y yo nos pusimos en vela, y
vimos que don Salvador, bueno, estaba haciendo algo que usted
tiene que saber, porque la pone a usted en peligro. En peligro de
varios tipos, ¿comprende?
Iluminada permaneció en silencio mientras Joaquina hacía la
relación de las travesías de Salvador por los mares de la
promiscuidad y el abandono al buen gusto y a la moral. Era algo
inaudito, terrible, alarmante. Cómo había permitido el marido de
la misi Vélez que en su ausencia entrara a su casa aquella mujer de
la calle, una drogadicta, una enferma que sabía el pueblo entero
que padecía de SIDA, eso no lo entenderían ni Joaquina ni
Ivelisse jamás. Se sentían en la obligación de hacérselo saber. Esa
mujer podía aparecerse de noche, cuando no tuviera misi Vélez
quién la protegiera, y agredirla, o hacerle algo peor.
Se vio sobrecogida Iluminada por las abominaciones que
levantaba Joaquina contra Salvador. Se sentía oprimida entre el
Lamentos borincanos • 259

cansancio y la furia que se le iba inflamando en el pecho por las


calumnias (porque no podían ser nada más). Ese viejo mamao,
que no podía ni con su alma, ¿qué fuerza iba a tener para meterse
con una mujer? ¿En qué cabeza cabía que fuera capaz Salvador de
algo así? Y aunque fuera verdad que había permitido que entrara a
la casa la mujer ésa, más que dudoso era que hubiese pasado nada
más. Loco, anormal y retardado era Salvador, pero no llegaba a
tanto. Ella lo conocía muy bien. Cómo no lo iba a conocer en casi
cincuenta años de matrimonio. Desordenado con su persona y
nave al garete era Salvador con lo fiscal y con sus obligaciones de
padre, pero, ¿eso otro? Ni aunque lo viera lo creería.
—Ay, Virgen santa, fíjense, ¿qué les digo? —fue lo que dio
Iluminada por contestación—. Ivelisse, mija, ¿me podrías bajar la
maleta del carro y llevármela adentro?
El hombre atrapado en cuerpo de mujer se aprestó a dirigirse
al carro de Aidita, pero la detuvo la voz de Joaquina.
—Ay, misi Vélez, usted me perdona, pero después de lo que
ha sucedido, yo no creo que sea prudente que nosotras entremos a
la casa.
Iluminada reprimió la carcajada irónica que quiso soltarle en
la cara a la Pomales.
—No hay problema —dijo, y se dirigió a la testigo de la
infamia de Joaquina—. Y tú, Aidita, ¿tampoco entras?
Aidita miró a Joaquina. Levemente sacudió la cabeza,
descreída de que fuera capaz Joaquina de lo que acababa de
ocurrir.
—Ay, Ilu, ¿cómo no? Ven, ven, que te ayudo a entrar y
después vuelvo por los paquetes.
Al entrar a su casa, miró fríamente a Salvador, no tanto por
lo que le acababa de contar Joaquina, sino porque en todos los
260 • Lamentos borincanos

años de martirio matrimonial no había estado separada del


hombre tanto tiempo. Lo veía como un extraño que el delirio y
los abusos inmisericordes del cáncer le habían casi borrado de la
mente, aunque siguiera ordenando la administración de marido y
hacienda hasta bajo las restricciones que le imponían el
padecimiento y la lenta recuperación. De pronto entró
nuevamente en sus cabales. Era el mismo idiota que había dejado
atrás casi sesenta días antes, del que Joaquina había referido
exageraciones cuya posibilidad, si fuera verdad, ella de todos
modos se negaba aceptar. No por dolorosos, que, a la larga, allá él,
sino por desafiantes.
Salvador la saludó mudamente, con un movimiento vertical
de la cabeza que reconocía la presencia de la mujer en la casa. No
la miró a la cara, sino a los pies.
—No caminas —observó para preguntar, poniéndose de
inmediato la punta de la lengua contra el interior de la mejilla a la
vez que miraba el bastón.
—Ay, coge para allá, caramba —respondió la mujer. Lo miró
de pies a cabeza y retiró la cabeza hacia atrás, con gesto de olfato
que protesta por efluvios ofensivos—. ¿Desde cuándo no te bañas?

Nunca le preguntó Iluminada a Salvador si era cierto lo que


le había contado Joaquina. Cuanto más se aproximó fue una
tarde, pocos días después de su regreso, cuando Salvador estaba
sentado en el balcón, revestido de una ansiedad que no reconocía
Iluminada en el marido, la mirada extraviadamente fija en un
punto desconocido del horizonte.
—¿Es verdad que aquí se metió una mujer?
Salvador interrumpió su oteo de la distancia para mirarla.
Lamentos borincanos • 261

—Sí.
Le bastó a Iluminada con la pesquisa. El que pregunta se
compromete, se dijo. ¿Qué si seguía preguntando y el marido le
decía que era todo cierto? ¿Qué tendría que hacer entonces?
¿Armar el escándalo y echarlo a la cuneta, para quedarse sola
cuando más necesitaba aunque fuera de un bulto con manos y
pies que la ayudaran? ¿A qué se comprometía con tratar de dar
con una verdad inútil?
Si el marido se lo negara, ¿le creería? Si fuera cierto y le
mintiera Salvador, ¿tendría que armar también el escarceo por
otras razones? Y si aún así sostuviera el marido su inocencia,
¿cómo quedaba ella, doblemente burlada?
No preguntó nada más. Tampoco le pidió a Aidita que lo
confirmara o lo desmintiera. La gente, la gente, ¿para qué sirve?
¿Qué sacaba ella con seguir hurgando aquella llaga que había
abierto la infame de Joaquina? ¿Para qué se lo había dicho, para
protegerla a ella, o para hacerle daño a Salvador? A saber si no era
envidia lo que sentía Joaquina de que otra estuviera disfrutando
de la compañía de Salvador. Eso era lo malo de las mujeres sin
hombres, amargadas por los sinsabores de perder al marido, que
sentían sus necesidades, pero se las callaban y se dedicaban a
destruirles la vida a las demás. Porque viejo y apestoso sería
Salvador, y medio retardado, pero feo no era. Tal vez despertaba
en la Joaquina deseos que facilitaba la proximidad a Iluminada.
A la postre, había resultado tan barata y pueblerina como el
resto de la gente con quienes no quería tener Iluminada nada que
ver.

Se encerró en su enfermedad y su recuperación. El marido


262 • Lamentos borincanos

deambulaba por la casa como una sombra, arrastrando los pies y


produciendo aquella percusión sorda contra la arenilla del piso sin
barrer. Se desaparecía por horas y luego reaparecía. Que estaba en
la iglesia, decía. Tal vez oraba por ella. Era posible que en su
silencio guardaba más preocupación por la salud de la esposa y
pedía por su recuperación. Después de todo, no le convenía que
ella quedara permanentemente postrada, y mucho menos que se
muriera.
Por su parte, Iluminada continuó su tratamiento. De cada
tres semanas se ponía su sombrerito, se tiraba a la calle y por carro
público llegaba hasta Hermanas Arroyo, donde al final de la
sesión de tratamiento, volvía a montarse en otro vehículo público
y regresaba a la casa al atardecer. Tuvo la inmensa fortuna de no
volver a sufrir efectos como los que padeció con la primera dosis.
Sí, se le redujeron los glóbulos blancos y estuvo al borde de otra
anemia, pero con unas pastillitas por aquí y otras inyeccioncitas
por allá, salía adelante.
El cansancio fue lo que más le afectó durante los tres meses y
pico que estuvo en tratamiento. Durante los días en que se
apoderaba de ella la languidez inducida por agentes químicos, se
le iba la mente junto con la fuerza de los brazos y las piernas.
Tenía sueños inquietantes, aunque no pesadillas: eran unas tramas
elaboradas que carecían de sentido, como otros estados oníricos,
pero que parecían no acabar, como si le durasen desde que se le
cerraban los párpados hasta que el hambre o las pisadas de
Salvador la sacaran de la modorra.
En la duermevela creía ver a Gilberto Saldaña, que le
mostraba el camino hacia el confesionario de una iglesia en
tinieblas. Otras veces era Gilberto el confesor, que la alentaba con
una sonrisa a que le contara por qué había hecho aquello que le
Lamentos borincanos • 263

destruyó la vida y lo indujo a adormecerse la conciencia con el


licor. Cuando en sueños tan profundos que al despertarse se
sentía agotadamente acalambrada, le parecía ver a Gilberto, tal
como cuando de novios se escondían en lo más apartado del cine
para besarse, olvidando por completo qué se proyectaba en la
pantalla telarañosa de aquella sala polvorienta. Gilberto venía a
buscarla y a curarla por completo de cáncer y mal matrimonio,
pero de repente le retiraba el hombre la mano. Sin palabras, con
lágrimas bermejas le preguntaba por qué lo hizo.
Era entonces que creía Iluminada que todos sus pesares eran
castigo mortificante de Dios, que exigía penitencia expiatoria. La
abundancia y el lujo de joyas y mobiliario no eran compensación
por la traición de la hija, el despecho del hijo, el aislamiento filial
y aquellos achaques debilitantes que la había dejado hecha un
guiñapo, despojo atormentado de lo que había sido solo meses
antes. Tal vez era verdad que Dios probaba a las almas, y cuando
se creían superiores a sus deslices, las retorcía en el fango de la
desdicha, para recordarles la omnisciencia arcana de lo divino
sobre lo humano. Dios no se quedaba con nada de nadie. En un
momento de debilitad dubitativa, en caso de que de eso se tratara,
se arrodilló y le pidió perdón a Dios por haber escrito aquellas
cartas. Nunca antes se había arrepentido: no sabía cómo. Anitita
Ramos se había llevado al hombre que le pertenecía a Iluminada
Vélez. No importaba que fuera ella quien había roto para siempre
con él. No podía dejarlo disfrutar de la vida después de haberle
hecho tanto daño con el engaño. Cuando se enteró del
matrimonio de Gilberto con Anitita, sintió asfixiarse, no sabía si
de envidia o de ira, por saberlo entregado a otra a quien podría
darle la felicidad que le negó a ella con la traición, o por sentir
que no era Anitita mujer digna ni de recoger lo que ella despreció.
264 • Lamentos borincanos

Entonces empezó a escribir las cartas anónimas. Al principio eran


notas crípticas, con alusiones encubiertas a actos que podían o no
verificarse, pero que sembraban la semilla de la discordia y la
duda. Pasaron algunas semanas sin saber Iluminada qué efecto, si
alguno, habían tenido las primeras cartas. No mucho, a juzgar por
el hecho de que permanecían juntos Anitita y Gilberto. Fue
cuando decidió Iluminada darle rienda suelta al encono rencoroso
que la consumía, sin mirar que ya estaba casada con otro a quien
debió entregarle la confianza y el afecto. En dos cartas que envió,
recriminando a Gilberto por no tener vergüenza y seguir
soportando la infidelidad de la esposa, reiteró Iluminada la frase
con la que más creía poder herir a Gilberto: “Si tuvieras los
cojones en su sitio, ya te los habrían descuajado las puntas de los
cuernos que te pega tu mujer”. Cerró la última con un consejo:
“Déjala ir, para que sea feliz con el que la satisface, si tú no tienes
con qué”.
Por trasmanos supo que Gilberto había agolpeado a Anitita
de forma tal que el hermano de la mujer había jurado coserlo a
balazos donde lo encontrara. Iluminada sintió la satisfacción de
alcanzar su objetivo en aquellas cartas que le llegaban a Gilberto al
trabajo, donde seguramente su secretaria las habría abierto, para
recrudecer la vergüenza del engaño del que se creía objeto. No fue
sino hasta que el cansancio y el delirio de la enfermedad y los
medicamentos la agobiaron, cuando Iluminada llegó a sentir el
peso de la culpa. Pero ya, ¿para qué servía? El daño estaba hecho.
Si no hubiese roto ella el matrimonio, lo hubiese hecho otra,
porque, a la larga, Anitita Ramos no era mujer para un hombre
como Gilberto Saldaña.
Lamentos borincanos • 265

El estado también debilitante de Salvador la arrebató


violentamente de la obsesión exclusiva con su enfermedad y con el
costo de la quimioterapia, que ya no pagaba el MIERDA y que le
estaba socavando los recursos económicos a Iluminada. Una
mañana, después de varios días de una tos carrasposa e incesante
que lo ahogaba, le enseñó Salvador la boca a la mujer.
—¿Qué comiste? —le preguntó Iluminada con un mohín de
asco.
—Nada, lo de siempre.
—¿Y eso te duele?
—No, pero el que tengo en la garganta no me deja tragar
bien. Me da tos, y mira —dijo, mostrándole a la mujer un
pañuelo entre cuyas señas de endurecidas mucosidades
amarillentas se veían mancharones sanguinolentos.
—¡Ay, echa pa’ llá, si estás tuberculoso! —gritó la mujer,
haciendo ademanes para apartar de la vista el pañuelo, a la vez que
retiraba la cabeza hacia la pared detrás de ella.
—¿Qué va a ser esto tuberculosis? Yo no tengo fiebre ni nada
de eso. Esto es… Parece como sapos.
—Deja ver otra vez —ordenó Iluminada.
Efectivamente, en el interior de las mejillas, la garganta y el
paladar tenía el marido cúmulos de algo de la textura del
requesón.
—Bueno, pues pa’l médico —le dijo Iluminada. Ya había
notado una palidez rara, por el rubor que siempre había
caracterizado el semblante del marido. También creía haber
percibido alguna pérdida de peso, pero pudieron ser efectos de la
dieta reducida a la que lo había sometido Iluminada, para que
comieran los dos los alimentos que le había recomendado a ella la
dietista. Era un régimen alimenticio que fortalecía el cuerpo
266 • Lamentos borincanos

contra el cáncer y contra los remedios ruinosos que le habían


administrado. Todavía se sentía débil, pero había aprendido a
aceptar el hecho de que los estragos de sus males eran, en gran
medida, irreversibles. De neoplasmas podría librarse, o por lo
menos podría controlarlos, pero no de lo que había destruido en
su cuerpo el linfoma, y ya se lo había dicho el doctor Felipe. Lo
mejor era cuidarse, no dejarse poner muy gruesa, vigilar lo que se
echaba a la boca, que fuera algo fresco, bajo en grasa y rico en
proteínas. A Salvador también lo había puesto a comer mejor, lo
que tal vez lo hacía adelgazar, pero saludablemente.
—A su edad, debe tener la inmunología baja —le dijo a
Iluminada el médico del Hospital de Veteranos sobre el origen del
hongo en la boca—. Se trata de candidosis, aftas de la mucosa
bucal. Las debe tener en el esófago; de ahí la tos. Pero no se
alarme nadie, ¿eh? Para eso tenemos unas tabletitas que se lo van a
quitar en cuestión de días.
Se fueron al pueblo después de la visita, no sin antes dejar
Salvador varios tubos de sangre que le extrajo un técnico. De las
visitas al médico, era lo más temible. Odiaba las agujas. Sentía
que se iba a marear tan sólo de pensar que le iban a introducir
algo en las venas. Torcía la cabeza y apretaba los ojos en
anticipación de la hincada. Siempre saltaba cuando, por fin, la
sentía entrar, y creía que le llegaba al codo, cuando apenas entraba
a la arteria de la corva del brazo.
Cuando regresó al Hospital de Veteranos para que le leyeran
los resultados de las pruebas de sangre, vino acompañado de
Iluminada, a quien el bastón poco hacía para ayudarle a caminar.
Ya al afeitarse había notado Salvador que los pómulos le
sobresalían, y que se le habían hundido las mejillas. Igual le
pasaba con las nalgas, que parecían írsele escurriendo hasta que
Lamentos borincanos • 267

sentía los fondos de las sillas casi tocarle los huesos de las
posaderas. Iluminada se sorprendía de cómo lo estaba ayudando
la nueva dieta, a perder toda la grasa que el cuerpo no necesitaba.
Entró el médico a la sala de examen, tan bien habilitada y
diferente a la del consultorio del MIERDA. Leyó rápidamente el
expediente y miró a Salvador y a Iluminada. Volvió a fijar los ojos
en la hoja que tenía enfrente. Miró a Iluminada y le preguntó:
—¿Qué tiene usted en las piernas?
—¿Yo? Bueno, a mí me han estado tratando un linfoma
—dijo Iluminada, un tanto sorprendida de que el médico
estuviera preguntándole a ella algo que nada tenía que ver con el
seguimiento a la visita anterior del marido—. Entre la
quimioterapia y la enfermedad, pues ya ve, me he quedado muy
débil.
—Ah —dijo el médico y pausó—. ¿No es ningún trauma
sanguíneo?
—Aparte de problemas con los glóbulos blancos…
—respondió indecisa Iluminada. Se encogió de hombros—. Que
yo sepa…
—Ah.
—¿Por qué me pregunta?
El médico, un hombre demasiado joven para ser médico, en
lo que a Iluminada concernía, miró a Salvador sin responder.
—Veterano Román. ¿Usted usa drogas intravenosas?
¿Heroína, por ejemplo?
Salvador miró a Iluminada, incrédulo de la pregunta atrevida
del mocoso aquél con estetoscopio.
—Yo no.
El médico miró detenidamente a Iluminada.
—Yo menos —le dijo Iluminada, molesta con la mera
268 • Lamentos borincanos

pregunta, tan irrespetuosa.


El médico miró nuevamente a Salvador. Parecía no atreverse
a preguntar lo que el protocolo de diagnóstico lo obligaba a
inquirir:
—Perdone la pregunta, veterano Román, pero se la tengo
que hacer —aclaró el médico, levantando la mano en ademán de
defensa contra los improperios que podía esperar del paciente—.
¿Ha tenido usted contacto sexual con otros hombres?
Palideció más aún el paciente de lo que ya estaba.
—Oiga, ¿cómo se atreve? —protestó Iluminada, antes de que
Salvador se levantara de la camilla de examen y apretara los
puños.
El médico dio un paso atrás y puso la mano en la perilla de la
puerta.
—Perdonen, pero estas preguntas son de rigor —dijo.
Levantó en la mano el expediente y añadió—: Cuando los
resultados de un examen de sangre demuestran lo que aparece
aquí, tenemos que hacer esas preguntas. Yo no conozco los
hábitos de nadie, ¿entiende?, y tengo que preguntar.
Salvador permanecía en posición que el médico
acertadamente interpretó como hostil.
—Por favor, veterano, siéntese.
Tardó Salvador en responder a la petición con el cuerpo.
—Usted ha dado positivo de exposición al virus de
inmunodeficiencia adquirida —dijo el médico, con la vista en el
expediente y ruborizado—. Usted sabe qué es eso, ¿verdad?
—¿Qué? —estalló Iluminada, asiendo el bastón con ambas
manos y aún sin poder levantarse, a pesar del esfuerzo—. ¿SIDA?
—Aquí están los resultados —respondió el médico,
señalando el expediente.
Lamentos borincanos • 269

—Pero eso tiene que ser un error —vociferó Iluminada—.


Oiga, un error, ¡y grande!
—Puede ser, pero estas pruebas se hacen dos veces, para
asegurarse de que no hay un falso positivo. Esto está confirmado y
el origen de la infección, francamente, no es asunto mío, porque
se tiene que tratar igual.
Salvador había perdido el habla, el gesto y el calor del cuerpo.
Empezó a sentir un sudor frío que le empapaba la frente.
—Pues las van a tener que hacer otra vez —exigió
Iluminada—, porque eso no puede ser. Esto es una equivocación,
mire, ¡por lo alto!
Se repitieron las pruebas. En las próximas semanas vivieron
Salvador e Iluminada en el más tenso de los silencios. Ninguno de
los dos quería hablar. Salvador sospechaba saber el origen del
contagio. Iluminada se hallaba doblemente consternada: primero,
la posibilidad de algo así era demasiado enorme para ella tan
siquiera considerarla. Algo como eso la aplastaría, acabaría con
ella como no había podido linforma alguno ni quimioterapia de la
más tóxica. Segundo, le estrellaba en la cara la veracidad del
chisme de Joaquina, que era más difícil de tragar que la noticia del
contagio mismo. Si lo hubiera cogido en la calle, donde nadie más
lo hubiera visto, qué diache. Pero lo vieron las lengüeteras del
pueblo, las bochincheras y enredadoras del vecindario, que
llegarían a conclusiones certeras y temibles al ver el decaimiento
físico que ya se le iba dibujando en el rostro al estúpido de
Salvador.
¿Qué le esperaba, una vejez de desasosiego y dolencias, sin
poder ni con su alma, para también tenerse que echar encima al
marido, un irresponsable que hasta en los años que debieron ser
los del descanso de la mujer, iban a convertirse en pesadilla?
270 • Lamentos borincanos

¿Dónde estaba la justicia del cielo, que le pagaba sus oraciones y


sus arrepentimientos con este infierno en vida? No, no podía ser.
Era una equivocación, producto de la incompetencia de imbéciles
que trabajaban en los laboratorios del Hospital de Veteranos.
—Si lo fuera —le dijo Iluminada al médico—, que yo dudo
muchísimo que lo sea, ¿eso se pega?
—Solamente por contacto sexual y por contacto con fluidos
del cuerpo —respondió el médico mientras hacia anotaciones en
el expediente—. Fluidos como la sangre y el semen.
Levantó los ojos y se encontró con el rostro apretado de
Iluminada.
—Usted debe hacerse la prueba también, señora.
Iluminada creyó que bromeaba, y dentro del malestar y la ira
se le escurrió una carcajada.
—Si es por sexo que me voy a contagiar, no tengo ninguna
preocupación.

Tuvo, por fin, que aceptar la realidad, porque no le permitió


escapatoria. Era el virus. Era todo cierto: la detección, los chismes
de Joaquina, que habían tenido un dejo de perverso cuento de
hadas. En su propia casa, mientras ella dejaba cuerpo y alma en
una cama, convaleciendo lentamente de una enfermedad tan
penosa y aniquiladora como la que sufría ella, allí había
traicionado nuevamente su marido la escasa confianza que había
depositado en él. Era la culminación de años de mentiras, de
engaños, de elaboradas traspisondas que había urdido su marido
contra ella y contra su felicidad por casi medio siglo.
Paranoica, la había llamado una enfermera sin honra ni
madre cuando estaba en Hermanas Arroyo. ¿Paranoia? ¿Es
Lamentos borincanos • 271

paranoia cuando se confirmaban en su impiedad todas las


sospechas que siempre había tenido? ¿Complejos de persecución?
¿Complejos de persecución, cuando allí, frente a sí tenía la más
contundente evidencia de la malicia del mundo contra ella,
protervia que emanaba del seno de su propio hogar, desde el
maltrato casi matricida del hijo y la indiferencia ingrata de la hija,
hasta esto que ahora le había hecho el marido?
Desde aquel momento se le multiplicó la amargura a
Iluminada. Más aún la ensañaba que él o no entendía o no le
importaba la seriedad vergonzosa del padecimiento. En accesos de
una ira depurada de afecto o resignación, arremetía con los puños
contra las paredes cuando tenía que abandonar la cama de noche
para atender a Salvador. No lo tiró a la calle porque no le daba la
gana de que la gente lo viera y lo asociara con ella. Habría sido
equivalente a aceptar que las habladurías eran ciertas: no estaba
ella para alimentar las bocas por donde la canalla arrojaba el
vómito vil de su desgracia, que ya se sabría a pesar de sus esfuerzos
por mantenerlo en la más estricta privacidad. Ni a Aidita había
ocupado para llevar a Salvador al hospital cuando lo requería una
complicación de aquella maldición o si tenía que ir a visitas de
rutina. Casi sin poder, al amanecer y bajo el manto protector de
una noche que no había terminado del todo, salía a buscar un
carro público que la llevara hasta el hospital, deteniéndose
primero a recoger a Salvador en la casa, para que no tuviera que
caminar hasta la terminal de guaguas. No era consideración del
marido, que ya estaba en los huesos, sino más bien temor a que lo
viera alguien. Cuando regresaban de la cita médica, le tiraba una
frazada por encima y lo hacía meterse en la casa de prisa: había
abierto el portón de la marquesina, para que el chofer pudiera
entrar hasta la puerta de entrada y evitar así las miradas de los
272 • Lamentos borincanos

curiosos.
Solamente la inteligencia de la mujer pudo ayudarla a llevar
el complicado régimen de medicamentos que requería el
padecimiento de Salvador. Si se lo hubiera dejado a él, habría
muerto de envenenamiento o de ingestión incorrecta de tanta
medicina. Empezó todo con relativa simplicidad, limitada la tarea
a mantener Iluminada sus cápsulas y jarabes separados de los de
Salvador. Primero vino una cápsula que debía tomarse tres veces
al día, más otra para controlar las aftas en la boca y prevenir otras
micosis. Como tenía demasiado bajas las células CD4, que
combatían infecciones más serias, tenía que tomarse un
antibiótico contra una pulmonía bacterial que podía ser mortal.
—Es una dosis doble de sulfa, veterano. Se la toma
diariamente sin falta —le había instruido el médico.
Pero al poco tiempo era evidente que la cápsula antivírica no
estaba resultando. Se le produjeron en la piel unas escamas
psoriáticas resecas en las que necesitaba Salvador ponerse pomadas
de dos tipos. Le añadieron otra tableta que debía masticar antes
de tragar, que un día equivocadamente casi se toma Iluminada, ya
abrumada por la multiplicidad de tónicos y pastillas: la textura
granulosa y la hiel de la tableta le amarraban la lengua, y le
provocaban a Salvador arcadas de náusea que le hacían imposible
seguir tomándose aquello.
Un día trató de rascarse los dedos de los pies y no los sintió.
Alarmado, hizo que Iluminada lo acompañara al amanecer para
que lo viera el médico.
—Es neuropatía —dictaminó el médico—. Lo causa la
tableta blanca, la que mastica, que se llama Videx. Le voy a dar
otra, veterano, para que pase a recogerla al dispensario
farmacéutico. No se tome más el Videx.
Lamentos borincanos • 273

Gracias dio Iluminada en silencio que el gobierno le proveía


al veterano los medicamentos gratuitamente. Su fisco estaba ya al
borde del agotamiento, con los miles de dólares que costó su
propio tratamiento. Al ver cómo se le iban los ahorros en aguas
rojizas y antieméticos, llegó a pasarle por la mente llamar a
Milagritos, a ver si la doctora que vivía con ella se los podía
conseguir más baratos. Hasta ahí había llegado su desesperación,
pero no fue necesario, agraciadamente. No sabía hasta a qué
humillaciones se habría tenido que exponer si encima de eso
hubiese tenido que costearle la enfermedad a Salvador también.
—¿Y cuándo se me va a quitar el adormecimiento? —le
preguntó Salvador amoscado al médico.
—Lo siento, veterano. Eso no se le va. Puede que no
empeore, pero lo que tiene, ahí se le queda.
Entró al panorama viricida otra cápsula. A ésa se le sumaron
una hormona para ayudar al paciente a subir de peso, porque
había perdido mucha masa muscular, y una cápsula verde de la
que tenía que tomarse dos de cada doce horas. Era para evitar que
perdiera la vista, porque con la inmunología tan comprometida,
lo iba a agarrar un citomegalovirus que podría, además, atacarle
los intestinos y enfermarlo de diarrea. La opción era recetarle una
medicina intravenosa que tendría que administrarse él mismo en
su casa dos veces al día. Para eso requería la inserción subcutánea
de un acceso, un dispositivo que tendría que mantenerse
sumamente limpio y que debía inyectar con heparina dos veces al
día para desbaratar coágulos entorpecedores del flujo del
medicamento. Si no mantenía limpio el acceso, se le podía
infectar con bacterias que iban directamente al corazón,
irremediablemente letales.
Se asustó Iluminada con los detalles someros, que ya
274 • Lamentos borincanos

representaban posibilidades con las que no estaba ella preparada


para lidiar. Se le ocurrió a Iluminada que no en balde se moría
tanta gente en Puerto Rico de SIDA: si no los mataba el virus, los
acababa el tratamiento, pasmosamente complicado, delicado y a la
vista prohibitivamente costoso. Y pensar que los pillos en el
gobierno habían acabado con los fondos del Instituto del SIDA.
¡Y qué caro salía un momento de debilidad! Se le asomó el
hijo por una de las compuertas de la conciencia, pero de
inmediato repudió el pensamiento.
—Eso no puede ser —se opuso Iluminada—. Este hombre
no sabe bregar con eso, doctor. Lo tendría que hacer yo. Si hay
otra cosa, déle esa mejor, que yo con esos aparatos no voy a
bregar.
Le retiraron la hormona, que no tenía efecto y le estaba
repuntando los senos, como a una niña premenstruante. Pero ya
se le habían complicado las dosis a tal punto, que decidió
Iluminada preparar un cartelón como los que diseñaba para
enseñar a leer fonéticamente, para colgarlo de la pared en el
cuarto que había sido de Enriquito. En lugar del ma-me-mi-mo-
mu y “Mi mamá me ama”, aparecieron en la cartulina, dispuestos
en una columna, los nombres de una docena de fármacos. En el
encabezamiento, señaló con marcador negro las horas del día. En
los encasillados que se cruzaban con encabezamiento y columna,
hizo Iluminada marcas de cotejo, al lado de las que aparecía el
número de tabletas que debía ingerir Salvador a cada hora. Con
asterisco en tinta roja, indicó cuáles eran con las comidas y las que
debían tomarse con el estómago vacío, para ordenar en torno de
éstas la hora de sentarse a comer cada día.
No tardó el cartelón en parecer un secante repleto de
tachaduras y alteraciones. Según iba reduciéndose la efectividad
Lamentos borincanos • 275

de medicamentos o confirmándose su inutilidad, y había que


aumentar o eliminarlos, trazaba Iluminada una línea negra por lo
que ya no valía, y aparecía al final de la columna una nueva
medicina, bajo los borrones de los encasillados superiores.
Cuando ya no podía leer su propia letra, comenzó Iluminada con
otro cartel.
—Aquí debo escribir: “Ni mi mamá me ama y mi mujer me
mima” —pensó en voz alta.
A los antivíricos les añadió el médico algo para aliviarle a
Salvador una tos improductiva y pertinaz que no lo dejaba
dormir, aunque tenía claros los pulmones.
—Lo salva que nunca ha fumado —dijo el médico—, pero
ha estado expuesto a toxoplasmosis. Vamos a darle una cápsula de
Biaxin dos veces al día.
Ya estaba harta Iluminada de tanto mal exótico que podía
sufrir el marido, y decidió ignorar qué era cada cosa que ni
pronunciar podía, como tantas veces ya a los cinco meses de tener
que cargar con el marido y con los seguimientos de su propio mal.
Si le estaban dando algo para prevenirlo, ¿qué le importaba a ella
cómo se llamara?
Le añadieron otro antivírico al régimen, del que tenía que
tomarse una cápsula, dos veces al día. Con el que ya tenía eran
tres, pero uno era con el estómago lleno y el otro, con el estómago
vacío. Esto forzó a Iluminada a alterar nuevamente el horario de
comidas, que resultó en un desayuno a las cinco de la madrugada,
el almuerzo a las dos de la tarde, y la cena a las cuatro, con una
merienda a eso de las diez de la noche, si todavía estaba despierto
el Salvador.
Le aparecieron al marido dos chancros en el labio superior.
Empezaron como unas ampollitas insignificantes, y a los dos días
276 • Lamentos borincanos

estaban carcomiéndole el labio.


—No le pegues la boca a vasos que no sean estos —le indicó
Iluminada, poniéndole enfrente unos vasos de espuma de
poliestireno—. Eso parece un herpes, que a mi edad y por la
quimioterapia, me puede dar también. Y no te seques la boca con
ninguna toalla nada más que la tuya, ¿oíste? Ni te laves con mi
jabón.
A todo esto respondía Salvador sin palabras, asintiendo
cabizbajo.
No tardó en aparecerle una úlcera similar en donde le
comenzaba la fisura de las nalgas, aquellas dos panderetas
celulíticas y caídas. Se habían separado tanto, que se le veía de
lejos la arrugada apertura anal, rodeada de ralos pelitos y
desprovista de la invisibilidad que anteriormente le proveyeran los
carnosos cojines de carne.
—¡Deja de rascarte el culo, so animal! —le gritaba
Iluminada, ya hastiada de tratar de controlar los impulsos
infantiles del marido—. Toma, ponte este hielo, para que se te
calme el escozor. Si te rascas, se te pone peor, carajo.
El médico, al ver aquella lesión que parecía un peso gordo,
tan irritada y en carne viva, le recetó Zovirax, pero dudaba que lo
ayudara mucho. Con el cuadro de poco refuerzo inmunológico, la
anemia que le estaban causando algunos antivíricos y la edad del
paciente, era difícil que algo surtiera efecto terapéutico.
Había comenzado a decaer el contaje de células nuevamente;
decidió el médico cambiarle el conjunto de antivíricos. Era
cuestión de encajar nuevas cápsulas en los espacios que dejaban
vacante las anteriores. Decidió no decirle nada al paciente sobre
los efectos secundarios, que no tardarían en hacerse notar.
Lamentos borincanos • 277

—¡Dios mío, me asfixio! Esto no hay quién lo aguante —dijo


un día Iluminada al entrar al cuarto que había sido de Enriquito,
donde ahora dormía Salvador. Creyó que se descascararía la
pintura de las paredes con la potencia solvente del hedor. Se
apretaba las ventanas de la nariz, pero era inútil, porque en algún
momento tenía que respirar, y por la boca no podía.
Ya había notado Salvador (¿cómo ignorarlo?) el vaho que,
invisible, flotaba en el cuarto. Recordó que tío Cipriano
acostumbraba decir: “A nadie le apestan sus peos ni sus hijos le
son feos”. Sus hijos no serían feos, pero aquello era insorportable.
Desde la noche anterior sentía que se sancochaba en seco,
ahogado en el hedor punzante de sus gases. Tampoco podía
retenerlos cuando se levantaba para ir al baño, donde
trabajosamente Iluminada le había habilitado una silla higiénica
portátil, para que no pegara la lesión de herpes del asiento del
inodoro. La separación de las nalgas tornaba el esfuerzo en vano
empeño. Al más leve estornudo, soltaba un cornetillazo o una
exhalación sibilante, un como suspiro a la inversa. Todos eran de
una pestilencia abrumadora.
—¿No te los puedes aguantar, carajo? Tú no eres un niño,
¿sabes? Eso se aguanta, so cochino —ordenaba Iluminada, pero
inútilmente. La fuerza de aquellos vapores avasallaba los intentos
de Salvador por no dejarlos salir.
En la sala de examen misma se le salieron dos de aquellos
gases de sulfúrica fulminación. Iluminada le abrió los ojos en
amonestación. Salvador bajó la cabeza.
—No se ocupe, veterano —le dijo el médico, abanicándose
agitadamente con el expediente—. Es una de las cápsulas que se
está tomando, de la que se toma tres cada ocho horas. Aquí les
278 • Lamentos borincanos

decimos “tirapéuticas”.
—¡Ay, doctor, es algo terrible! —dijo Iluminada, sintiéndose
más en libertad de protestar por la fetidez.
—Sí, terrible. Pero no podemos recetar nada para eso,
porque se neutralizaría el efecto de la medicina.
Y no solamente eran los gases. Como no podía tomarse las
cápsulas con el estómago ácido por la digestión, tenía que
despertarse a las cuatro de la madrugada, de modo que a la hora
de desayunar, no menos de una hora después de tomarse las
cápsulas, ya hubiese asimilado la medicina. También requerían las
cápsulas por lo menos ocho vasos de agua al día. La acumulación
de todos los líquidos que se echaba al estómago durante el día,
obligaba a Salvador a orinar con frecuencia que ya era excesiva
por la edad. Su vida se había reducido a ingerir y eliminar según
las exigencias de un estricto programa ajeno a su voluntad.
Al fin de siete meses de cápsulas de un tipo y de otro, unas
para atacar el virus, con humildes avances que frustraban los
intentos heroicos del médico (“Yo hago todo lo que puedo, así
que no deje de tomarse ni una sola de estas pastillas, ni de olvidar
ni una sola dosis, ¿oyó, veterano?”), se le añadieron dos
antirretrovíricos a los que llamaba Salvador bombones,
combinaciones de venenos y pócimas salvadoras. Lo mismo lo
estreñían como le desataban la más violenta diarrea, perfumada
con portentosas emanaciones que amenazaban con marchitar
hasta los helechos del distante Pico de Jayuya.
Uno empezó por producirle pesadillas alucinógenas, según le
había advertido el médico. El otro tendría otros efectos que, a la
postre, la convirtieron en ponzoña farmacéutica. La primera
noche que se tomó las tres cápsulas de uno de los fármacos, como
le indicó el médico, antes de acostarse a dormir, comprobó que
Lamentos borincanos • 279

soñaba en colores y no en blanco y negro. Se encontraba en un


cuarto barnizado todo de blanco, donde flotaba suspendido sobre
un piso de azulejos también blancos. Sintió miedo por estar en el
cuarto sin saber dónde se encontraba exactamente, pero la
levitación le produjo una sensación erotizante, semejante a un
orgasmo seco. De repente, las paredes del cuarto comenzaron a
mondarse, y el papel blanco cayó en listones enrizados que
revelaron líneas anchas pintadas de brillantísimos matices, tonos
cuya luminosidad fulgurante obstruía la visión.
Se despertó, esperando ver en el cuarto donde dormía un
colorido igual al del sueño, pero se encontró rodeado del verdor
desteñido de las paredes de la habitación que había sido de
Enriquito. La levitación, sin embargo, continuaba como en el
sueño. Se sentía desprendido de su cuerpo, como si se cerniera
sobre sí mismo, suspendido sobre la cama, mirando su propio
rostro macilento y pálido. No le molestaba sentirse así: era algo
nuevo, pero no amenazante.
No supo cuánto tiempo le duró. Cuando sonó la campana
del reloj despertador, para tomarse las cápsulas de las cuatro de la
mañana, ya había regresado al sueño común.
En los días siguientes fue reduciéndose el efecto de las
cápsulas. Durmió como de costumbre, aunque con sueños que
parecían prolongarse la noche entera. Una noche estuvo con
Enriquito en Nueva York, ciudad que nunca había visitado.
Enriquito le enseñaba dónde se encendía la calefacción, dónde se
guardaban los abrigos, cómo salir del apartamento en caso de
incendio, dónde estaban los rascacielos famosos. En el sueño,
Enriquito le advertía que no debía lanzarse al vacío desde las
terrazas de los edificios más altos, porque podía morir y no tenía
cerca a Iluminada para atraparlo en la caída. Segundos antes de
280 • Lamentos borincanos

que la campana sonara, Enriquito se perdía en las aguas turbias de


un río y le decía que se iba a hacer su vida entre las anguilas, que
no lo esperara y regresara a Puerto Rico.
En una de las últimas visitas que hizo Salvador al hospital
acompañado de Iluminada, advirtió el doctor que tenía el
colesterol y los triglicerios peligrosamente altos.
—Es la última medicina que le recetamos —dijo el médico,
como queriendo compartir con un ser ignoto la responsabilidad
del daño que las cápsulas le producían a las partes del cuerpo que
deberían funcionarle al paciente a pesar del contagio—. Puede
ocasionarle pancreatitis.
Salvador lo miró perplejo. Iluminada preguntó:
—Y eso, ¿es malo?
—En casos normales, sí. En el del veterano, puede ser
mortal.
El médico le recetó una tableta para reducir el colesterol y le
recomendó al paciente que redujera la dosis del antirretrovírico,
de tres cápsulas dos veces al día con alimento, a una sola. Sabía el
médico que al hacerlo se reducía la efectividad del antirretrovírico
y que podía recuperar el virus su potencia anterior, cuyo
crecimiento estaba relativamente detenido. Para aquel paciente,
viejo y con tantas complicaciones, aquello había sido nada menos
que un milagro. Pero no podía controlar el virus por un lado y
por el otro matar al paciente con el remedio.

Y sucedió según lo había previsto el médico. La cantidad de


virus en la sangre del paciente aumentó, multiplicándose por
factores de miles de copias por mililitro cúbico de sangre. Las
células CD4, esenciales para la contención de infecciones letales,
Lamentos borincanos • 281

comenzaron a bajar vertiginosamente, con lo que se exponía el


paciente a nuevos y tal vez desconocidos peligros.
No creyó prudente alarmar ni al paciente ni a su esposa,
aquella mujer que parecía estar atrapada entre el sentido de
responsabilidad hacia el marido y el fastidio de tener que
acompañarlo a aquellas citas de cada dos semanas. No valía la
pena decirle lo que ocurría: era cuestión de tiempo, tal vez
semanas. Ya había vivido bastante el veterano, había tenido,
seguramente, una vida plena y satisfecha, sus sueños tenían que
haberse cumplido, si algunos se había propuesto realizar, y ya
había desafiado las proyecciones estadísticas para pacientes de
SIDA de su edad.
Tampoco le dijo que tenía síntomas pronunciados de
pancreatitis. Ya no había nada que pudiera hacer la ciencia médica
por aquel veterano. ¿Para qué deprimirlo más de lo que ya estaba,
confuso como siempre se veía y nervioso más allá de lo que se
podía esperar de alguien en su estado?
Cuando no se presentó el veterano Román a la próxima cita,
se preocupó el médico. No era norma del hospital andar detrás de
quienes no cumplieran con el compromiso de sus citas: no eran
pacientes menores de edad. Sin embargo, al principio el doctor
sintió necesidad de comunicarse con el enfermo. Temía lo peor,
pero lo peor no era, para lo que le esperaba al veterano, la muerte:
lo peor era quedar desamparado y solo. Nadie contestó el teléfono
ninguna de las cinco veces que llamó el médico esa semana. Otros
casos requerían su atención. La rutina de gangrenas diabéticas y
enfisemas crónicos volvieron a ocuparle los días con la repetición
que variaba sólo en la identidad de los cuerpos que desfilaban por
la salita de examen, y sin que se diera cuenta, en la mente del
médico pasó el veterano Román al archivo donde las exigencias de
282 • Lamentos borincanos

su profesión lo obligaban a poner todo lo que careciera de


urgencia.
Tercera Parte

283
284 • Lamentos borincanos
III-1 Salvador

AY, SI PARECE QUE las tripas me van a reventar. Es como un dolor de


gases, pero peor, ay. Me baja por la barriga, por el ombligo. Ay, si
parece que me traspasa los riñones. El corazón se me quiere salir
por la boca, ay. Huy, me asusta. Esta mezcla de dolor y hambre y
sed.
Que raro que todavía sienta hambre. Me debía haber
acostumbrado ya a no comer. Desde que se llevaron a Iluminada
gritando, y nadie me trajo comida más y se olvidaron de mí
aunque me veían en el balcón, que ni a Milagritos llamaron a ver
si podía darme la mano aunque fuera un rato. Y las pastillas, un
emborujo que Iluminada era la única que lo podía entender,
bendito, tan inteligente que era y mira cómo la puse a la pobre
con mi estupidez y mi brutalidad, que yo ni sabía cuál iba
primero y cuál iba después, ni la que me tenía que tomar a mitad
de noche ni la que me hacía arrojar, hasta que me las dejé de
tomar. Si de algo uno tiene que morir, pues. Ojalá que no hubiese
sido como estoy aquí, porque mejor es la muerte que esto que
tengo y aquí como estoy.
Ay, bendito, ¿qué hora será? Ya no veo claridad. ¿Qué son
estas manchas frente a los ojos, qué son?
¿Habrá acabado la misa? Si la gente se ha ido ya de la iglesia y
ella está allá arriba, la puedo llamar de la puerta, aunque sea
arrastrándome hasta el portón. Ella me puede ayudar, pobrecita,
si yo también la puedo ayudar a ella. Si me hace mandados y me

285
286 • Lamentos borincanos

pone las pastillas en orden, yo sé que ella podría venirse a vivir


conmigo aunque no hiciéramos nada en la cama, y así tendría
dónde comer y comida que podría comprar con mis chavitos,
porque desde que se fue Iluminada, desde que se la llevaron,
pobrecita, tanto que la he querido y nunca se lo he dicho,
celándola sin que me diera motivo, del Gilberto Saldaña aquél,
que ella ya ni se acordaría, con la lástima que me dio oírla berre-
ando calle arriba, ahora que ella está en esa clínica por allá por
San Juan otra vez, el banco no me va a poder negar otra vez mis
chavos como aquella vez que se armaron y me botaron del banco
y me hicieron pasar la vergüenza, como si yo estuviera pidiendo lo
que no era mío, ¡ay, papá Dios, qué dolor, quiero vomitar y ahora
no puedo, a ver si se me sale esta pelota que me está quemando el
alma!
¡Ay, ay, estos cuchillos me están cortando las tripas! ¡Ay, Dios
santo, me quemo, me reviento, ¿por qué me duele así el pecho?,
¿dónde está el aire?, déjenme respirar, déjenme…!
Adiós, ¿de dónde tú vienes, mamá Yuya? ¿Me oíste gritar?
Tantos años, mamá, y estás igualita, ¿por qué no habías venido
antes? ¿Quién es ése que se esconde detrás de ti? Lo he visto…
Adiós, Enriquito, ¿dónde tú estabas mijo, escondiéndote para que
no te diera una paliza, si yo no te iba a dar ni te iba a castigar más,
era para asustarte y que te arreglaras, mijo? Te ves lo más bien, a
mí que me dijeron que tú estabas malito y todo, y estás de lo más
bien, sí, dame la mano, Enriquito, dame la otra, mamá, a ver si
llego a la iglesia y salgo de este colchón mojado, que estaba ahí sin
poderme mover, sí, qué bueno que viniste, mamita, qué bueno es
verte otra vez, mijito, Enriquito, qué bueno. Falta que me estaban
haciendo, qué bueno que los veo, para que me lleven a la iglesia.
III-2 Transcripción del
Testimonio
de la Sospechosa

NO, DESPUÉS QUE VOLVIÓ la odiosa misi Vélez no volví a acostarme


con Salvador Román.

Dónde hacerlo, mire, dónde hacerlo siempre encuentra el que está


buscando. Yo no me acostaba con él porque fuera un Luis Daniel
Rivera o un Mel Gibson, ¿sabe? Ya le dije por lo que era.

Porque después no hacía falta, si él me traía lo que podía.

A la iglesia me llevaba cositas. Casi a diario me traía comida y a


veces yo la compartía con el que estaba conmigo. Y mire, no era
mucho, pero, verá, su sangüichito con refresco de ajonjolí y
cositas así, siempre me traía.

No, mire, ¡quite pa’llá, qué va! No le podía decir nada a misi
Vélez. Ese hombre le tenía pánico a la mujer. Si se hubiese
enterado de que él me había dado lo que me dio aquella vez, ¡la
que se forma! Esa señora no quería cuenta con las porquerías que
tenía. Mire a ver si las vendió cuando necesitaba chavos para
pagarse el tratamiento.

287
288 • Lamentos borincanos

Me lo dijo Salvador mismo.

No, no me dijo nada más.

Parece que ella se iba reponiendo de lo que tenía, de lo que fuera.


La verdad es que parecía un huso, de flaca y jillía. Yo la veía por la
calle a veces.

Ju, pasaron después meses.

Dejó de venirme a ver, pero yo siempre lo esperaba, porque no


sabía lo que le pasaba.

Al principio no me lo imaginaba, pero después, cuando lo vi


como estaba, me di cuenta. Estaba sequecito y caminaba casi
ñangotao, pero así y todo me seguía viniendo a traer cositas, y me
las daba cuando se acababa la misa.

Comida, sí. Bueno, una vez, mire, qué ocurrente, ¿verdad?, el


pobre, que no encontraba qué darme. Yo creo que a él se le pasó
también lo de lo sexual, ¿me entiende? A lo mejor no, pero ya,
¡qué diablo!

Ah, sí. Pues una vez subió los escalones del coro cargando una
máquina vieja de coser que había sacado del garage, escondido de
la misi Vélez. Vino y, ¡pun!, la puso en el piso. Oiga, yo no sé ni
de dónde sacó fuerza para cargar aquello, porque ya estaba, lo que
le digo, que se le caían los calzones. Yo miré aquel armatoste y lo
miro a él, y le pregunto: “Don Salva, ¿qué es esto?” Y él que dice:
“¿Esto? Esto, pues. Una maquinita de coser”. Y lo le digo: “Eso se
Lamentos borincanos • 289

ve, don Salva, pero, ¿para qué la trajo?” Y él me dice, de lo más


serio, y ahí fue cuando me di cuenta de que no eran cosas de loco,
porque lo dijo con sinceridad, fíjese, y me dice: “Mira a ver si la
puedes vender por ahí”. Yo me quedé callada, ¿verdad?, porque
me dio hasta pena que él me trajera eso. ¿Cómo iba yo a cargar
aquel vejestorio, mire, aquello que yo creo que ya ni el que la
inventó sabía para qué servía, cómo iba yo a ir por el pueblo a
vender la máquina aquella? Ni en un taller de costura barato me
la iban a comprar. Si fuera una Singer doméstica con estuche y
pedal, bueno, ya eso sí. O una Bernina de las que surcen y
bordan. ¿Pero aquella cosa vieja que pesaba un quintal? ¡Esas
máquinas las había usado la mujer de Agüeybaná para coserle el
taparrabo!

Pues le dije que se la llevara, porque yo no podía ni levantar la


máquina. Lo más linda me iba a ver, mire, yo, por el pueblo
cargando con ella, con los pies como los tengo y estos chambones
sin suela que se me están cayendo en pedazos. Me dio pena,
¿verdad?, porque no quería ofenderlo después que pasó el trabajo,
pero, ¿qué más le iba a decir?

Pues mire, allí mismo la dejó, porque dijo que él no podía usarla
y que cuando volviera su bella y nunca bien ponderada Iluminada
lo iba a ver con la máquina y le iba a preguntar qué hacía con ella
por la calle.
No, de la casa no me traía comida. Me la compraba por ahí, con
la chavería que le daba misi Vélez.

Qué va, yo lo que quería era dinero, para comprarme mi crac y


mi hache y mis capsulitas de anfe, porque comida, vay, comida
290 • Lamentos borincanos

encuentro yo en cualquier zafacón de MacDonald’s y Burger


King. Mire, y hasta chino como yo, ¿sabe?, de la fondita aquella,
La Gran Muralla. Pero al pobre viejo no le iba a pedir lo que no
tenía, si aquel hombre no tenía para nada. La mujer lo tenía como
un nene de primer grado, con su meriendita y la pesetita
voladora. No me atreví a decirle que me diera los chavos en vez de
traerme comida.

Mire, yo creo que el pobre viejo era tan idiota que ni se había
dado cuenta de que yo para lo que necesitaba el dinero era para
droga, ¿entiende?

Bueno, me veía viviendo en la calle, y se creería… Qué sé yo. De


lo que casi estoy segura es de que no sabía lo del vicio.

¿Para qué se lo iba a decir?

Vay, si él lo que quería era hablar y que yo le pidiera que me


recitara El duelo de las empanadas. Bueno, a lo mejor quería otra
cosa, pero yo eso no se lo iba a dar así porque sí, porque eso para
mí es mercancía. Yo soy la intermediaria entre el capital y el
producto, ¿me entiende? Y a la vez soy algo así como una colonia:
me arrasan la materia prima y después me venden el producto
terminado al precio que les parezca.

Mi alma y mi cuerpo son la materia prima, señor oficial.

Tendría que saber de economía, ¿no?

Ah. Usted sabe de la Biblia, pero de eso no.


Lamentos borincanos • 291

También es importante, porque todavía no está en el cielo. Tiene


que informarse de lo que pasa en el planeta Tierra.

Ay, oiga, en eso usted y yo nunca vamos a estar de acuerdo, así


que vamos a dejar el tema.

No, lo seguí esperando, de todas maneras, por si las moscas. Creía


que la misi Vélez lo tenía encerrado o algo, pero no, eso no era.
Era que se había enfermado. Una que otra vez me acercaba al
vecindario de Los Cerezos, a ver si podía averiguar qué pasaba,
porque ya hacía, ea, como un mes que no lo veía, pero, ¿quién me
iba a decir a mí nada? Yo les había cogido miedo a las mujeres
aquéllas, después que me cogieron saliendo de la casa. Por si acaso
aparecían de nuevo, ¿sabe?

No, no lo vi. No sabía qué pensar. Además, entre el vicio y los


males del SIDA, yo no tengo mucho tiempo para ocuparme de
otras cosas que no sean comer y dormir.

¿Qué medicinas?

¡Pero si en este pueblo no hay ni hospital desde que los


republicanos lo vendieron y lo cerraron! ¿Usted no se ha dado por
enterado? Ah, bueno, porque usted va a un hospital privado,
cortesía del plan médico del gobierno. Aquí lo que hay es un
centro de diagnóstico y tratamiento con dos sillas y tres frascos de
aspirina. Ahora mismo yo tengo un dolor aquí, que debe ser de
estar sentada aquí tanto rato, porque me duele de la barriga hasta
las nalgas, aquí, ¿ve? Y no tengo ni para Tylenol con o sin
292 • Lamentos borincanos

codeína. En el centro ése no me iban a dar ni agua de piringa, si


no hay ni gasa para curar una llaga.

No hay medicinas gratis para el SIDA. Oiga, yo creo que usted se


cree que estamos en Cuba, porque aquí no he visto yo ni una
pildorita que me dé el gobierno. Ni cupones de alimentos me
dan, porque no tengo domicilio, como dicen los perros del
Departamento de Servicios Sociales.

En San Juan habría medicinas para pacientes, pero eso, vay, ¿a


quién se las dieron, si los republicanos se robaron los chavos del
Instituto del SIDA y lo que no, se lo embolsicaron para campañas
políticas? En este pueblo ni dieron chance a que el alcalde se
robara los chavos, porque no dieron ninguno.

Ah. Ya veo. Usted es de los que cree que somos como bolsas de
supermercado, desechables.
Claro que eso es lo que quiso decir, señor oficial. Se lo leo en los
ojos. No, súbalos, si aunque no me mire, la lengua lo traiciona.

Cuando esta isla se acabe de volver en una postema de infección y


heroína, que por ahí va, ¿qué va a hacer Estados Unidos con
nosotros, negros y enviciados y hasta podridos de SIDA?
¿Entonces nos van a hacer el estado cincuentaiuno para aliviarnos
los males y redimirnos? Siga durmiendo de ese lado, señor oficial.
Nos van a dar la patada de la independencia en el mismo culo,
para que nos jodamos solos y al garete.

No sé de otra palabra que describa las cosas mejor que ésa.


Lamentos borincanos • 293

Bueno, oquéi. No la repito.

¿Qué nos dan los yanquis que no le saquen ellos partido? Los
gringos no dan un bizcochito sin esperar que les devolvamos un
barril de harina.

¿Usted no ha oído eso de que uno tiene que tener cuidado con lo
que pide, porque puede que se lo den? Así va a pasar aquí con la
independencia, ya verá. Y los gringos nos van a decir: "¿Tú
querías independencia? ¡Pues toma independencia! ¡Coge bugalú!
¡Chúpate a Vieques hasta que te jartes! ¡Mira a ver si con eso se te
quita el SIDA y dejas la adicción!” ¿Y qué va a quedar aquí? Ni
aspirina, porque hasta eso es de los gringos. ¿Usted ve que aquí
hay días nacionales de fiesta de cada dos días? Pues eso nos va a
quedar: muchos días feriados, pero sin fiesta ni carnaval ni carroza
ni templetes del cuatro de julio, para que nos muramos sin baile,
botella y baraja, y ni trabajo ni medicinas va a haber aquí. Mire,
como bagazo nos van a tirar, para que se nos caguen las moscas
encima.

¿Y para qué nos van a dar pastillas contra el SIDA, si los que
caemos por ahí redondos somos la basura que no les deja nada?

Bueno, así lo ven ellos.

No me haga caso, señor oficial. Estoy sangrando por el tajo, como


quien dice. Yo soy la contradicción en persona. ¿Quién me hace
caso a mí, una tecata perdida al borde de la muerte?

¿Usted cree, señor oficial? Déjese de vacilarme, oiga.


294 • Lamentos borincanos

A lo mejor. Pues mire, a lo mejor debí estudiar leyes.

Yo, ¡qué va! Pero, ¿cuántas cabezas debe haber por ahí
desperdiciadas? Sabe Dios cuánto músculo atrofiado. Cuánto
talento comatoso de droga. Cuántas ganas vencidas por la
jeringuilla.

Filosófica, unjú. Qué relajo, ¿verdad? Ni Cristo que volviera.

Ea, ya le dio la currutaca a usted otra vez. Pues perdone, oiga. No


lo quiero ofender. No me haga caso.

Sí, ya sé que vuelve. A la vuelta de la esquina debe estar ya,


porque esto es el apocalipsis.

No, lista no voy a estar para el juicio final. Usted sí, ¿verdad?

Unjú.

A lo mejor Dios me declara loca arrematada que no sabe lo que


hace y me perdona y caigo en el cielo, al lado de usted. Eso sería
la gloria, estar al lado de usted por una eternidad.

¿Todavía se ríe? Usted es muy mono, señor oficial, y perdone que


se lo diga. Su esposa debe estar muy celosa de usted, trabajando el
día entero con mujeres como yo.

Vay, si le digo que somos todas locas. Aquí en la catrueca no


tenemos nada más que pajaritos preñados, ¿sabe? Loquitas,
Lamentos borincanos • 295

loquittas de remate.

¿Quién?

¿Qué? ¡Mire!

¡Ándele pa’l sirete!

¿Que se volvió loca? Pero si loca era de antes esa misi Vélez. Usted
quiere decir que se acabó de caer del techo, ¿no?

¡Mire!

¡Mire pa’llá!

¿En un hogar de enfermos mentales en San Juan?

Y la hija, ¿por qué no se ocupó de ella?

Sí, a saber dónde está ésa a esta hora.

Entonces, ¿dejó solo al pobre Salvador?

¡Ay, bendito! ¡Sin nadie que se preocupara por él! ¡Y yo no


saberlo!

Bueno, por lo menos habría hecho algo por…

¡No me diga, ay, no! Fue culpa mía. Yo se lo pegué al pobre viejo.
296 • Lamentos borincanos

No, déjeme llorar un ratito. Después voy a ir por allá, aunque me


agarren las mujeres ésas, ¿sabe?

¿Por qué no?

¡Mire, no me diga eso ni en broma!

¿Dónde?

¿Allí en el callejón del negocio de Chago Cabrera? ¿Allí, como


quien dice, al lado de la iglesia? ¡Ay, bendito, pobre viejo! ¡Y yo
sin saber nada! ¡Como un perro, allí, entre los zafacones y las
ratas!

¿A dónde llevaron el cadáver?

Bueno, eso lo averiguo después. Pobre viejo. Pobre viejo.

Ay, no me pregunte más. ¿No ve cómo me he puesto? Ay, ¿qué es


esto? Sangre. ¿De dónde? Ay, si es de aquí abajo.

No, no se me acerque, quédese donde está. Ya mate a uno, no


vaya a ser que toque esto y se contagie usted también.

Ay, no, si no hay nada que lo aguante. Es una hemorragia.

No, me había dado algo antes, pero no así. Yo creo que es lo


mismo que le dio a Yolandita, otra adicta que murió de SIDA
debajo del puente. Un médico le había dicho que tenía cáncer del
cuello de la matriz, de ahí, del útero, y a los dos o tres días le dio
Lamentos borincanos • 297

una hemorragia y allí se quedó.

Ay, no, si no me puedo levantar. ¡Y yo que quería ir a la funeraria


a ver si estaban preparando a Salvador! Oiga, si esto sigue así, a mí
me van a enterrar antes que a él.

Ay, si es verdad, ¡Dios mío, qué dolor! ¡Me vacío en sangre, señor
policía! ¡Llame a alguien, porque de aquí no me voy a poder
levantar!
III-3 De Iluminada y Otros
Asuntos

—HOY ESTÁ POÉTICA Y patriótica.


—Anteayer sonaba pedagógica.
—Literata y musical.
—Es la más pintoresca de las pacientes.
—Que quiere decir la más tostá.
—Es un popurrí ambulante de la demencia.
—Un jardín florido de mágico primor.
—Ji, ji.
—Y tú, nena, ¿qué mucho gozas con tan poco?
—Ji, ji, ji.
—Últimamente está medio religiosa.
—Obscena.
—La feligresa pornográfica.
—Ji, ji, ji, ji, ji.
—Siempre lo mezcla todo por partes iguales.
—Como el sancocho prieto. Sabe más bajezas que una
mariguanera.
—La deben haber recogido de la calle.
—No, si ésta me dijo que había sido maestra. ¿Tú no me
dijiste?
—Yo no lo digo, lo dice el récord médico.
—Sería catedrática de la universidad de la cloaca.
—Ji, ji.

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Lamentos borincanos • 299

Mi mamá me ama. Mi mamá me mima. Yo mimo a mi mamá.


Cha, che, chi, cho, chu.
Tu pay, tu pay, mija, como un maricón va a morir, por andar
chingando narcómanas. ¡Que se joda!
Yo sí, que estoy en las papas. ¡Ay, mi abuela! Ay, no, mija, yo ya
yo. Ya me curé de esa ingratitud. Desilusión cruel, eterna ingratitud,
yo no.
Frankly, my dear, I don’t give a damn.
Milagritos, hidra de mil cabezas, y todas sesihuecas. Milagritos,
Medusa con tus hijas gorgonas, caras de plato, con los dientes, así,
mira, mira, como paletas, tanto que te las echas de jai clas. Toma,
toma tu trompetilla. Prrrrrrr.
El sombrero de Rosselló, el sombrero de Rosselló, el viento se lo
llevó.
¡Heathcliff! ¡Heathcliff Saldaña, yo soy tu Cathy en estas
cumbres borrascosas!
Asunción, Asunción, ese hijo va a ser marinero.
No, jamás. Ése no era hijo mío. Era hijo de Gladys la
Criminalota. Yo se lo crié, pero no era mío. El mío me lo llevó Guané
y lo ahogó en un río.
Cachita, mira, tuve una hija alacrán, y tú que decías que no
debía tener hijos porque mi marido era retardado. ¡Y salió arácnida
en vez de anormal!
A, e, i, o, u, más sabe el burro que tú.
Anitita, mira, mira, bésame aquí donde no me da el sol. Lo
cogiste, pero no lo aguantaste. Tú no eras mujer para tanto hombre.
Qué nabos, qué coles, qué azúcar ni qué canela. Yo quiero saber
los males de Micaela. Le puso el doctor la mano en el orificio, y ella le
contestó, por ahí cabe un edificio.
¡Festéjenme, que fui la maestra del año y aquí tengo la placa!
300 • Lamentos borincanos

¡Ay, qué maja va la maga por el Paseo de la Princesa! ¡Mira qué


linda!
El gobernador quiere bronca, bronca, bronca-brón, cabrón,
cabrón.
Un haz de maricones es nuestra Asociación, hermanos en la
lucha, no tienen ni un vellón.
Qué nabos, qué coles, qué azúcar ni qué canela.
La tierra de Borinquen, donde he nacido yo, es cuchitril antiguo
en un frasco de formol.
Cortaron a Elena, cortaron a Elena, no, no, no, no, no me
toquen tus dedos, lo mucho que yo sufrí por esa ingrata mujer.
¡Ay, mire, tanto nadar, para venir a morir en la orilla!
Cuando a sus playas llegó Colón, bajó la pata y pisó un condón.
En el palo de pana vive Juana Morales, la única mujer que
come panas con aguacate.
No esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor.
Cuando la suerte que es grela, yira, yira.
¡Qué joroba, Macario! ¿Dónde metieron las libretas? ¡Denme
mis libretas de banco! ¡Pillos cabrones! ¡Yo tenía mis cuentas donde
Salvador no las pudiera tocar! ¿Qué hicieron con ellas, con mis
libretas, tramposos! ¡Mis libretas! Trampa, trampa, trampa, ¡eh!
¡Conga! Trampa, trampa, trampa, ¡eh!
Oye, Anitita, tú no vales un peo de puerca.
Veo, veo, ¿qué ves?, una cosita, ¿con qué letrecita?, con la
letrecita p, de pu.
Y yo me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía a un
gentío.
Albizu y De Diego son de un pájaro las dos alas, con billetes
yanquis de a cien, mientras otros cogen las balas.
—Ya mismo es hora de darle el calmante de las doce.
Lamentos borincanos • 301

—A lo mejor se aquieta con eso.


—Déjala que almuerce primero.
—Si le sobra de lo que tira por las paredes.
—Ji, ji, ji.
—Lo que tiró esta mañana no fue comida.
—No me digas.
—Unjú, eso mismo.
—Ay, ¡fo!
—Ji, ji, ji, ji.
El matrimonio es natural como un bollo de pan, que tiene dos
culos y no caga.
Oigan, portorriqueinyos, a mi eispousa Yaqui Kéneidi lei
toucaron La Buruqueina en La Fourtaleiza, eisei Munyouz Marín.
Yo quiero saber los males de Micaela. Le puso el doctor la mano
en el ombligo y ella le contestó, más abajo está su amigo.
Sentida nota de duelo. Las Funerarias Cariño anuncian el
sensible fallecimiento de lo que en vida fuera la chocha apolismá de
María Esther Cabrera. Orad por ella.
Arca de la Alianza de Barceló, rogad por ella. Refugio de
pescadores de Loíza Aldea, rogad por ella. Reina del Casino de Puerto
Rico, rogad por ella. Estrella de la farándula, rogad por ella. Patrona
de merengueras, rogad por ella.
Mira, cardenal soplapotes del Partido Nuevo Progresista, cógeme
las tetas, viejo dominero.
Yo fui la más cagada de todas las que hicieron el viaje hasta este
tuerto.
Juan, Pedro, Gratitud, el del peo fuiste tú.
Dijo Arturo, mojón duro, el bohemio de corazón puro y cabeza
de batea, brindo por la que me meció en su regazo, me estremeció un
sus brazos y a la hora me dijo, son diez pesos, papi.
302 • Lamentos borincanos

Si tú te creías que yo no venía, te has podido dar tremenda


jodía.
Al que tiene un radio Andrea, por el culo lo trastean.
—¿Te acuerdas de los radios Andrea?
—Del año de las guácaras.
—Me estás diciendo vieja.
—El que ají come, que se pique.
—Mi abuela tenía uno para oír a Rafael Quiñones Vidal.
—Tú eras ya mayorcita cuando los americanos desem-
barcaron por Guánica. ¿No serías del comité de bienvenida?
—Después que tú los fuiste a recibir al barco.
—Ji, ji, ji, ji.
—Ésta se lo goza todo.
—Ji, ji, ji.
Ca be eme y su reloj, ¡las diez en punto! ¡Las diez en punto!
Ramón Emeterio Betances, como mierda hasta que te canses.
Dóminus vobiscum, anticalculina de Bray, tricófero de Barry,
rásquenme el século seculórum.
En Francia fui yo una gran señora. Mis padres fueron el
Coronel Cholalisa y la Duquesa Sonrisa. Mis tíos eran Pancho y
Ramona, Milagritos, y tú que te crees tan de la jai clas.
Eje, cocaína, la chispa de la vida.
¡Qué triste sonido cuando se acaba!
If you prick me, do I not bleed, poor Yorick?
Trina Padilla, María Cadilla, Lola Rodríguez de Tio, get thee
to a nunnery.
Río Seco de Loíza, alárgate en mis nalgas y deja que te pierdas
en mi esprú tropical.
Rodéanme de palabras de odio y me combaten sin causa.
Soy el escarnio de mis vecinos, la risa y el ludibrio de los que me
Lamentos borincanos • 303

rodean.
De Yavé son los hijos; es merced suya el fruto del vientre.
Miel destilan los labios de la mujer extraña, pero su fin es más
amargo que el ajenjo.
Milagritos, tú con tus amigotas de la jai clas. Pues alegría y
muchos besos. ¡Cachaperas!
Debajo de las orejas, qué bonitos ojos tienes, cachapera salerosa.
Milagritos, ¿todavía te meas en la cama, so puerca?
Frankly, my dear.
¡Mira que te veo! ¡No te duermas! ¡De pecho con to’ y maracas!
La vida es una cosa fenomenal, lo mismo pa’l mediocre que pa’l
banal.
Mira, mira, la carreta lleva a la cuarterona por Sol trece,
interior. ¿Será Palm Sunday?
¿De quién será este zapatito, de qué dorado y sicotudo pie?
Cuando salí de Collores me fui yo a dar tres mamadas, recostada
entre las patas, arropá con Víctor Flores.
Gabriela, tu Puerto Rico, apenas posaderas de mis enaguas.
Ay, choferito, prepárate, porque yo quiero que tú me lleves a la
bahía pa’ mear.
Fo, fo, la gallina se cagó en el palo de mangó y la vieja lo limpió
con el trapo del fogón.
Y aquí, en Sábado Gigante, ¡Pumarejo y Luis Vigoreaux,
regalando Kresto y Denia con Eucaliptino setenta, tu alcoholado
preferido!
El Josco viene a La Cuchilla marca Chicago Cutlery de Macy’s
de Plaza Las Américas. ¡Hazlo gandinga!
¡Temporal, temporal, allá por el matorral!
Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ranas. Canas
verdes me han salido, esperando por mi Heathcliff Saldaña.
304 • Lamentos borincanos

¡Pa’ arriba, papi, pa’ arriba! ¡Sube el palo encebao!


Naranja dulce, limón partido, en el food processor se ven tan
lindos.
¡Fuerza, mondongo! Tiene un gusto de cinco ratones, el sancocho
de las siete carnes y el postre de las tres leches. Tiene cinco sabores y el
mejor es a mierda.
Pollito chicken, gallina hen, lápiz pencil y pluma pen. Ventana
window, puerta door, maestra teacher y piso ¡fo!
Coquí, coquí, coquí qui qui qui. El pipí, el pipí a mí me
encanta, es tan dulce el manjar de pipí.
Mambrú se fue con Chencha, y qué olor, y qué olor a penca.
Jingle bells, chinga el buey.
Melao, melamba. ¡Dale, mulata!
All that glitters is not gold, often have you heard that told. Fare
ye well, your suit is cold cream de Pond’s, con su plan de belleza de
Justino Díaz.
Frígida Milagritos, che gelida mannina, Milagritos, tu doctora
es la pelúa, que cante la pelúa, ahí viene la pelúa, pelúa por aquí,
pelúa por allá.
Por la encendida calle antillana van prostitutas tras las
macanas.
I sing of myself, I celebrate myself in the culture of zafiería by the
shores of Minnehaha. I sing of the zafios, Puerto Rico me espanta,
but la zafiería me encanta.
Adiós, Nueva York querido, con tus trenes y elevados, aquí te
dejo tu coat, y lárgate pa’l carajo.
Sale loco de contento con el culo abierto para la ciudad.
¡Las doce, compañeros! ¡A la lucha, a la lucha, compañeros a la
lucha, que no somos machos, pero somos muchas!
Ya viene el cortejo, ya se oyen los malos patines.
Lamentos borincanos • 305

Fa, fe, fi, fo, fu, fifú, fifú, esto no tiene nombre.
Miren, fui calva, pero tengo mi pelo otra vez, reluciente, que
juega con la brisa, para que lo sepan, que donde estoy calva es de aquí
abajo, para que gocen. ¡Festéjenme, que aquí tengo la placa!
Dos y tres son cinco, el culo de jinco.
Mi escuelita, mi escuelita, yo le pongo dinamita, pa’ que explote,
pa’ que explote, como una salchicha frita. Por la mañana temprano,
lo primero que yo hago, es saludar a mi maestra y mandarla pa’l
carajo.
Laura Alverio, ya sé que no lo eres, hija del sol trigueño con
ladillas, entiérrame muy hondo y ten cuidado, que las mogollas de
panas se vomitan.
Mira, Milagritos, hija del diablo, legión de demonios
cachaperos, sal de ese matorral o te voy a dar una tunda que te van a
tener que poner cebo de Flandes hasta en el chocho.
¡Perdóname, Julia, si no te nombro! Lejos de ti, mi teta seca.
Tome Carnation, la leche de vacas contentas.
¡Ubres ubérrimas de América del que siembra su maíz!
¡Los escritores se han fatigado, zafia Antígona Pérez!
Pra, pre, pri, pro, pru. Pra, pra, pra, a tiro limpio con los
maricones tapaítos.
Ña, ñe, ñi, ño, ñu. Ensanches de cuecos cuicos se ensalsan y se
ensañan tiñosos de ñáñiga ñoña ñarrativa de ñachos cañachos.
¿No es verdad, paloma mía, que en esta apartada orilla, más
puta la luna brilla y hasta se chicha mejor?
Para ser tan pipiolo, ¡qué mucho te gusta la hiel nuestra de cada
billete verde, pitiyanquii del closet!
¡My money is gone with the wind! ¡My thousand ducats!
Mi redentor vive, y al fin se erguirá como fiador sobre el polvo.
En mi carne contemplaré a Dios.
306 • Lamentos borincanos

Porque ya ves que ponen asechanzas a mi vida y se conjuran


contra mí los poderosos.
Harta de males está mi alma, mi vida al borde del sepulcro.
El que a hierro mata, se le llega el día en que el hierro ya le
clavarán.
Maribel, Maribel, tu culo es de papel, Maribel, Maribel, se te
puede romper.
—La serenata de siempre.
—Siempre sucia. Vulgar y chabacana. Le deben cepillar la
lengua.
—Por lo menos hoy va variando la cosa.
—En la variedad es que está el gusto.
—¿Sí? Yo creía que el gusto estaba en el hueso.
—Ji, ji.
—Después que no pegue otra vez con lo de Gilberto.
Ven a buscarme, Gilberto, Gilbertito, ¿por qué te tardas, si sabes
que te espero y el que espera desespera?
—Ahí tienes. Le hiciste mal de ojo.
—¡Mira, otra cucaracha!
—¡Toma, dale con esto!
You are always in my heart, Gilberto, even though you’re now so
dead.
Yo lo quise y a veces él también mi quiso, me besó tantas veces en
el cine chiquito.
Besos brujos, besos brujos, que son como azuquita, papi,
azuquita pa ti.
Dos letras tan sólo te escribo, y te diré por qué de ti me separé
cuando me fui con Mingo.
Dime tú, amado de mi alma, dónde pastoreas, dónde tomas la
siesta al mediodía, no sea que me extravíe tras los rebaños de tus
Lamentos borincanos • 307

compañeros.
Yo soy tu narciso de Sarón, una azucena de los valles. Ven y
acaricia mis senos de alabastro.
Yo soy tu camino, tu verdad y tu vida.
—Le da con la religión.
—Pero hoy no ha cantado himnos religiosos.
—Es temprano todavía.
Yo soy boricua, mi amor es el rotito, para mi islita no encuentro
zafacón.
Yo en mi tierra no soy spic and span. ¡Somos un pueblo, no un
reguerete de gente, somos nación! ¡Tenemos el derecho de nacer,
mamá Dolores! ¡Usmail! ¡Que se vaya, que se vaya, que se vaya la
Marina de Vieques! Asunción, Asunción, ese hijo va a ser marinero.
El verso es vaso sanitario: poned en él tan sólo lo que sea de
reciclaje.
—¡Mata esa cucaracha!
—¡Ay, es voladora!
—¡Mírala, se metió detrás del archivo!
—Desde ayer están revueltas. Debe venir barrunto.
—No necesitan barrunto. Aquí tú sabes que campean por sus
respetos.
—Como las ratas.
—¿Viste la que mataron ayer en la cocina? Parecía un gato.
—So, niña, que eso es pollito desmenuzado de Swanson’s.
—Ay, ¡fo!
—Ji, ji, ji, ji.
Seguridad con Dial, porque Dial es el mejor jabón de esos de
antes.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche, escribir, por
ejemplo, la mostrenca está estancada.
308 • Lamentos borincanos

Oye, Milagritos, el que habla de mí, habla de Dios y de la


madre que lo parió, bolita blanca, bolita colorá, que quieren decir,
me cago en la tuya.
Es el móvil oceano gran espejo, donde luce como aguja en un
pajar, el terruño borincano y un refresco de los que antes yo vendía en
el corral.
Créame, doctor Luzardo, si no se hubiera casado con Anitita,
otra sería mi historia.
Todo aquél que se reputa de republicano ser hijo, viene a ser a
punto fijo un hijo de la gran puta.
Traigo un ramillete, traigo un ramillete de guineos maduros,
unos son gigantes y otros rompeculos.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, descansa tú en paz! ¡Mas es mía el
Alba de Orocovis!
Ahora que somos carne de leyenda entre la grupa angosta del
caballo.
No volverán jamás felices días de amor, Filí Melé. Frankly, my
dear.
Quiero a la sombra de un ala, contar este cuento en flor, la niña
de Guatemala, que se fue para Guatepeor.
Sola, fané y descangallada la vi esta madrugada salir de La
Fortaleza.
Ah, desgraciado, si el dolor te abate, cómprate Tylenol en
gelcaps.
En el tronco de un viejo una niña posó los labios pa’ formar el
vacilón.
Si por casualidad duermes y notas que los yanquis te derrotan y
que hay un tío Sam en conjura con los bancos para hacerte
prisionero, haz como el buey castrado, ¡muge! O como el buey que no
muge, ¡déjale un bizcocho de mierda tibia!
Lamentos borincanos • 309

Borinquen, nombre al pensamiento neurálgico como el recuerdo


de Ypacaraí.
Enriquito está estudiando patología en casa de San Pedro, que
me ayudó, pa’ qué me hiciste llamarlo, y es que no puedo con ella.
Jalda arriba va cantando el popular, chogüí, chogüí, chogüí,
jalda arriba va cantando y va fingiendo.
Ya lo dijo Unamuno, ¡me duele Puertorro como si fuera un
tumor!
Y qué más da, si todo es una mentira, pues el delito mayor del
hombre es haber nacido, aborto de ovas y lamas.
¡Out, out, damned spot! ¡Bring me Ajax!
Le puso el doctor la mano en la cremallera, y ella le contestó, ay,
doctor, qué bellaquera.
Todo en ella encantaba, todo en ella atraía: su mirada, su gesto,
¿y qué carajo es esto?
Dichoso aquél que no ha visto más río que uno con agua sin
contaminación de mercurio.
Eso le pasa al que lleva amigo a su casa.
Verde luz de Marisol, hoy me alejo de tus playas apestosas, no
quiero oler, no quiero oler.
Una vieja y un viejito se metieron en un pozo, y la vieja le decía,
ay, qué viejo más cremoso.
Soñé que estaba cagando en un jardín placentero, y era tanta mi
alegría que cagué un mojón entero.
Mamita, llegó el obispo, llegó el obispo de Roma, mamita, si tú
lo vieras, qué culo grande, que cabezona.
Fuego, fuego, el mundo está en llamas, fuego, fuego, los Yankees
quieren anotar en la quinta entrada.
Yavé es mi pastor, nada me falta.
La llave, ¿dónde está la llave? Yo pongo el hielo, y yo el tostón.
310 • Lamentos borincanos

Maldición de Yavé son los hijos; castigo suyo el fruto de mi


vientre.
De lo profundo te invoco, ¡oh Señor! Si guardas la memoria de
los delitos, ¿quién podrá sobrevivir?
—¿Dónde se metió?
—¿Qué, otra cucaracha?
—No, la loca ésta, ¿dónde está?
—¡Mira, está afuera!
—¡Cuidado, que se fuga!
¡Correa Cotto me llaman! ¡Toño, Toño Bicicleta! ¡La
Chupacabras! ¡Blanca Canales!
—¡Cójanla, que llega a la avenida y la mata un carro!
—Ji, ji.
—¿Qué sacará con pararse en medio de la calle y subirse la
bata?
—Ji, ji, ji, ji, ji.
—Mira dónde está. ¡Agárrenla, que se escapa otra vez!
—¡Tráncale el portón!
¡Tuércele el cuello al cisne y arranca la ceiba del tiesto el treinta
de febrero!
¡Quiero cocaína, dame cocaína, vamos a la playa, de mota está
repleta!
¡A la verdegué, con el penepé, mi mamá no quiere que yo vote
por penepés!
—¡Llámate a los guardias!
No, no, ¡que se vayan, que se vayan! ¡No, déjenme, que me
hacen daño! ¡Milagritos, por qué me abandonaste en este infierno!
¡Gilberto, Gilberto, que me matan! ¡Ay, ahí vienen a amarrarme!
¡Ay, no, no, no, no, suéltenme! ¡Auxilio! ¡Piedad de Dios! Yo tengo mi
casa, mi casa que pagué con mi sudor, déjenme irme para mi casita,
Lamentos borincanos • 311

bendito sea mi Cristo! ¡Socorro! ¡Me están matando! ¡Piedad, Santo


Niño!
—Ay, Virgen Santísima, ¡qué malo debe ser estar loco!
—No creas. Peor sería estar cuerdo y darse cuenta dónde uno
ha venido a caer.
—¡Mira, otra cucaracha!
—¡Mátenla, que vuela!
312 • Lamentos borincanos

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