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borincanos
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2 • Lamentos borincanos
Lamentos borincanos • 3
J. Delgado-Figueroa
Lamentos
borincanos
Novela
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la pared.
—Mierda, es, coño. ¿Cómo? ¿Así porque sí? ¡Mierda es! No,
¡no, no!
Iluminada caminaba descalabrada hacia el dormitorio.
Parecía estar al borde de un ataque de nervios. Se arrepintió
Milagritos de haber dicho nada, de haberse comprometido con
nadie.
—Porque si no respondemos, va derecho a prisión federal
—le dijo a la madre, con la ilusión de atenuar la reacción.
—¡Que se joda, coño, que se joda! ¿Qué carajo me importa a
mí, coño? —gritó Iluminada, dando golpes con la palma de la
mano abierta contra la pared—. Yo he trabajado toda mi vida,
coño, para que ahora un sinvergüenza me venga a hacer esto.
Con cada manotazo parecía querer aplastar algo que nadie
más que ella veía. Se le quebraba la voz y empezó a gemir entre
gritos.
—Una se mata criando a los hijos, coño, para que sean
personas decentes, carajo, ¿para qué, coño? ¿Para que a la primera
oportunidad destacen lo que una ha hecho y hagan una poca
vergüenza como esa, coño?
Milagritos temía que se desplomara en ahogos.
—Cógelo con calma, mami —le dijo, casi entre dientes.
Iluminada se volteó hacia ella con ojos que eran dos pelotas
de lumbre. Le faltaba solamente la bocanada de fuego para
incinerar a la hija.
—Y tú, tú, que no sirves para nada más que meterte en lo
que no te importa, hija de la gran puta, coño.
En momentos así, le era difícil a Milagritos creer que fuera la
hija predilecta.
Iluminada arremetió contra la hija con los puños cerrados y
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los árboles de toronja que tenía en la finca reducida a patio por las
frecuentes ventas a urbanizadores, trataba de sacar la matrícula de
las hijas, que asistían a colegios privados con exigencias econó-
micas que superaban las posibilidades de la Colón. Para eso y para
el cigarrillo que siempre tenía engolado en el labio inferior.
Le costó algo de trabajo a Iluminada reconocer a Ruth,
intrusa inesperada en la zozobra en que la habían dejado Solá y la
sombra de hombre que aparecía aun en los sueños más inquie-
tantes y nublados de Iluminada. Pero sí, ahora se daba cuenta. Sí,
Ruth Colón. Toronjas. Las que traía todas las semanas. Un saco
por cinco dólares. Ruth. Las toronjas que exprimía todas las ma-
ñanas para hacer la botella de jugo. Ruth. Cinco dólares.
Pronto no tendría ni los cinco dólares de las puñeteras
toronjas.
Pero no tenía por qué decir nada ahora. Recordó cómo
anunciaba Enriquito a la debutante rotariana venida a menos
cuando la veía venir: “Mother Cow, ahí está la Rut-inaria con sus
pelotas jugosas”.
—Sí, mija —le gritó Iluminada del balcón—. Déjame un
saco.
Mientras Carmencita, la más pequeña de las hijas de Ruth,
bajaba con músculos de puro macho un saco de toronjas,
Iluminada sacaba de la carterita el billete de a cinco para pagarle.
Miró el resto de lo que tenía en la bolsita, unos cuantos billetes y
algún menudo. La precariedad de su situación, que la ponía a
caminar al filo de una navaja bajo la sentencia de Solá y su
sombra, le cayó encima como toneladas de agrias toronjas. ¿De
dónde iba a sacar aquella cantidad monstruosa, que no quería ni
pronunciar por temor a que al articular las cifras, éstas pasaran del
reino de lo improbable a la realidad más apabullante?
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agua fría.
—Antes de irse a…, bueno, a donde esté, cogió dos
préstamos a financieras, cada uno de mil dólares —siguió la mu-
jer. Nada bueno traía aquel pájaro de mal agüero—. Yo le di la
firma. ¿Usted sabe? Los garanticé. No me pareció que fuera a ha-
cer lo que hizo, lo que fuera que hizo, es decir, y, además, era mi
jefe, ¿qué más iba a hacer?
Iluminada entendió perfectamente bien hacia dónde iba esto.
Resultó que la asistente tenía a su madre enferma de gravedad, el
sueldito que se ganaba no le daba para casi nada, si mire cómo
visto, con qué voy a comprar yo nada, si todo lo dejo en farmacias
y médicos y transportación, que ni un carrito me he podido com-
prar. Iluminada tenía que comprender que ella no podía echarse
también encima el pago de préstamos que ella no disfrutó, que era
una crueldad, que había pensado ir donde el padre de Enriquito,
pero, bueno, que pensó que de mujer a mujer, que Iluminada ten-
dría que entender, que, que, que y requé.
—Pero, ¿qué cree usted que me hizo a mí? —le preguntó
Iluminada sin esperar contestación. Era otra bajeza la que había
hecho el Enriquito con esta mujer, pero, bueno, ¿qué culpa tenía
ella de eso? ¿Qué responsabilidad legal tenía ella por los embrollos
de Enriquito con esta estúpida que se dejó coger de pendeja?
¿Qué responsabilidad moral? Ella no lo mandó a robar. Ya
bastante había hecho con pagarle la deuda a Solá, no porque se lo
merecieran ni Solá ni Enriquito, sino para evitar el escándalo. Esta
mosquita muerta tenía la desventaja de que ni vivía cerca de ella
ni conocía a ninguna de sus amistades ni tenía ningún documento
legal que la obligara a pagarle la deuda que se dejó hacer. Si se
hubiese dejado hacer un hijo de Enriquito, que difícil habría sido,
¿también habría tenido el descaro de venir a tratar de sacarle
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viene por ahí, yo misma le voy a decir que tiene que ir donde
usted.
Fue la última vez que oyó la voz del hijo, antes del episodio
final, años después. Supo por vecinos y familiares que había in-
gresado al ejército de Estados Unidos, que había servido en
Corea, que estuvo un tiempo en San Francisco para buscar em-
pleo que no consiguió al nivel de sus aspiraciones en una ciudad
de gastos exorbitantes, que se había ido a Nueva York, donde ha-
bía conocido a un hombre casado de Michigan, y con él se fue a
Lansing. Allá el hombre abandonó a su familia por Enriquito. Lo
mantuvo como a príncipe, hasta que supo de la deslealtad de
Enriquito, que aprovechaba las ausencias por viajes de negocios
del hombre para acostarse con otros que recogía en bares, en
baños públicos, en teatritos de películas pornográficas equipados
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ella de ofrecer las razones por las que no podía, le contestó Alicia
de León:
—El perdón es un astringente para el alma, Iluminada. Ya
verás lo bien que te vas a sentir cuando se lo des. Anda, ayúdalo a
buen morir.
Mortificada hasta la saciedad, no quiso dar el brazo a torcer.
—El mandamiento dice: “Honrarás padre y madre”. No dice
nada de honrar a los hijos.
Pausó, pero añadió:
—A mí, que no me quieran, pero que me respeten.
Interpretó el silencio de las congregantes como aceptación
tácita de sus razonamientos. Se habían confabulado contra ella,
para tenderle la emboscada del hijo sin entender las poderosas
razones por las que no quería ella ocuparse de ello.
—POR AHÍ DICEN QUE Enriquito se murió —le dijo una tarde
Salvador al entrar a la casa.
Lo dijo cabizbajo, casi imperceptiblemente. Tenía el tufo a
cerveza que lo caracterizaba desde temprano en el matrimonio y al
que ella se había acostumbrado en cincuenta años de convivencia.
Solamente se había recrudecido cuando se jubiló del trabajo de
mecánico de máquinas de coser. El hedor a cebada fermentada y
nicotina sustituyó por completo al de aceite y otros cebos
industriales. El único mal olor que no había emanado Salvador
desde que lo conociera Iluminada era el de perfumes de otras
mujeres, porque hasta ahí habría llegado ella.
No fue gran sorpresa para Iluminada saber que se rumoraba
la muerte del hijo. Tampoco le sorprendió que no se lo hubiesen
notificado primero a ella. Hacía meses que la maquinaria
chismográfica del pueblo había ido digiriendo detalles del estado
de Enriquito Román, mediante partes que daba Lili Diez Tetas.
No obstante, incomodó a Iluminada que algo tan personal, que
debió llegar primero a ella y que ponía en entredicho las afir-
maciones que hacía de que estaba al tanto de todo lo que pasaba
con Enriquito, surgiera por la calle, sabe Dios en qué bar inmun-
do de aquellos en que se metía Salvador. Toda su vida había
sabido o había intentado mantener en el puño lo que pasaba en su
casa.
—Esto es un asunto de aquí. Cuidado con irte a estar
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mejor, algo que le llenara el vacío del pecho, alguien que no fuera
tan animal al reclamar lo que por ley le pertenecía. Los hijos se
convirtieron en obstáculos que le vedaban la posibilidad de
encontrar lo que ella sospechaba existir más allá de la estrechez
cotidiana.
Un día en que barría el balcón, cuando ya los hijos estaban
en la escuela y el marido, poseído de sí en su confianza de la pose-
sión de la mujer, conoció Laura a Daniel Piñero. Le hacía ajustes
al motor del carro del vecino de los Vélez Alverio. El sol candente
le había dado una sed tremenda y tal vez Laura le podría dar un
vasito de agua.
—Cómo no, si un vaso de agua no se le niega a nadie
—respondió Laura.
Tampoco le negó receptáculos más íntimos que Ramiro
Vélez creía de su propiedad inviolable. Una tarde, antes de que
llegaran los hijos de la escuela y el marido del cañaveral, Laura ha-
bía encontrado el hueco por dónde escaparse del encierro. Daniel,
más considerado y fogozo, más joven que ella y más aventurero
que Ramiro Vélez, le proveyó la ruta hacia un mundo que, si más
tarde resultó ser una maqueta sólo en apariencia mejorada del an-
terior, por el momento le supo a paraíso.
—Mi papá fue muy malo con nosotros —les decía Iluminada
a sus hijos—. Nosotros sufrimos mucho por culpa de él.
Si de su mente trataba de escaparse otra realidad, no era esa la
que les ofreció a sus hijos como justificación de la antipatía que
sentía hacia su padre.
—Mi mamá también sufrió mucho —les decía sobre la
abuelita Laura, que vivía sola en una casita del pueblo, por la
Barriada Marín, hasta que murió poco después de haber termi-
nado Milagritos la secundaria—. Y cómo no, ¿quién iba a sorpor-
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pero yo, ¿qué iba a hacer, si me picaba hasta las tripas mismas y la
pastillita no me hacía nada?
De noche era peor la desesperación, porque me picaba y
sentía que ese picor me llegaba hasta los dedos de los pies. Y ya los
pies no los sentía, los tenía como adormecidos con aquello raro
que me daba picor y que yo sentía la piel, pero estaba como
cuando a uno se le duermen las piernas, como si tuviera las
piernas hinchadas, pero me rascaba y sentía los dedos contra el
pellejo sin que se me aliviara la rasquiña de mono. Iluminada
estaba durmiendo ya, como dormía siempre antes, sin hacer ni un
ruidito y yo antes siempre creía que estaba haciéndose la dormida
cuando yo le pasaba la mano por la espalda y le ponía la mano por
la cintura para pegármela, que sintiera ella que lo tenía duro, a ver
si se volteaba y nos liábamos, pero ella seguía como bloque,
dormida, y yo sin saber, porque a veces sí se hacía la dormida,
aunque yo le sobara las tetas y tratara de darle dedo para ver si
algo se le aflojaba. Pero a veces estaba dormida de verdad. Bueno,
pero eso era antes, cuando todavía dormíamos en la misma cama,
después que yo dejé de acostarme con Milagritos hasta que se
dormía. A veces yo me dormía primero y me despertaba con el
mojadero del charco de los orines de Milagritos. Esa Milagritos,
que ahora es trabajadora social y todo, jmm. Estuvo meándose en
la cama hasta los trece años, pudriendo colchones y
despertándome si por casualidad me dormía antes que ella.
Entonces me iba para mi cama y trataba de despertar a Iluminada,
pero a veces se hacía la dormida y otras, estaba dormida de
verdad.
Deja ver. Sí, todavía tengo los pies así, dormidos, pero con
movimiento. Ahora casi ni se me mueven, pero cuando trato así,
un poquito, aunque me duelan, se me mueven. Si me rasco así,
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con el dedo grande del pie contra el talón del otro, lo siento, pero
no me quita el picor. Lo que hace ahora es que me corta la piel,
porque tengo las uñas como garfios. Iluminada trataba de cortár-
melas, pero decía que me apestaban los pies a sicote, como le
apestaban a toda mi familia. Yo no sé cómo ella sabía si le apes-
taban o no los pies a mi familia. Nunca quería estar con ellos. Los
borrachos atómicos esos, les decía. A mí me daba coraje, porque
era mi familia y yo la de ella ni la mentaba, ni a la vieja puta
aquella que la abandonó cuando chiquita y se fue con otro
hombre. Iluminada no sabía que yo lo sabía. Jmm. Pero eso, ¿qué
culpa era de ella? Por lo menos ella supo respetar su casa y
respetarme a mí, aunque mi hermana Guané dijera que yo tenía
que andar con ojo al pillo. Ni Isabel ni Onofre ni Nicolás ni
Conchita ni ninguno de mis hermanos supo nunca cómo era Ilu-
minada y lo que valía. Ella tenía su genio, coño, mal genio tenía,
sí, pero tenía cabeza y llegó lejos sin que nadie le diera la mano, y
no me engañó nunca, y aunque nunca se lo dije, yo eso se lo
agradecía. Yo no era ningún maestro de escuela, como ella, ni
tenía mucho estudio, y bebía romo Don Q y cerveza y hasta ron
pitorro como caballo pelao, y le hice aquella trastada con sus cha-
vitos, y llegaba tarde y me gustaba ligar a las mujeres y me
calentaba viéndoles los blumes a las operarias de la fábrica cuando
me metía debajo de las máquinas y tenía escondido aquel mon-
toncito de retratos y revistas frescas que me traía Plinio de Miami,
con gente chichando hasta por el culo, pero ella lo aguantaba y si
lo sabía nunca se dio ni por Pancho. A lo mejor era porque así me
metía yo en el baño de la fábrica o me encerraba en el inodoro de
casa con una de aquellas revistas y me hacía una puñeta, y la
dejaba quieta a ella de noche. Y eso fue mucho tiempo antes de
que cayera como mamao, cuando me dejé caer con la muchacha
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Ah, sí, sí. Los que no comen manteca. Perdone, pero, ¿de vez en
cuando no se comería un pastelillito volao, de esos que chorrean
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Ah, los dos. Unjú. Bueno, pues si usted tiene el alma como tiene
el cuerpo, oiga, debe tener el alma bien buena.
Pues perdone.
Esperando a un amigo.
¿Qué importa?
Segurísima estoy.
¡Vay! ¿Para qué sirve eso? Con la metadona y con la heroína tengo
dos adicciones. Tres, si cuento el crac.
Perdone.
unos tipos que traqueteaban con crac, por allá por Barrio Obrero.
Pues déjeme seguir. ¿Por dónde iba? Ah. Me crié aquí mismo.
Excepto una vez que mis papás me llevaron a Disney World,
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Ah, ¿también fue maestra suya? Pues qué casualidad casual, ¿no?
Entonces usted era de los blanquitos también.
No, claro. Usted era de los que traía tres, bien afiladitos, y le
prestaba uno al vecino. Yo me acuerdo de los que eran como
usted, ¿sabe? Aunque yo no era tan mala, oiga, pero con esa
mujer, ¡huy!, no se salvaba ni el más guapo. Esa mujer tenía la
sangre de horchata y por cualquier cosa, a burrunazo limpio le
entraba a uno sin encomendarse a nadie. Si uno quería ir al baño,
no lo dejaba. “¿Por qué no fuiste en tu casa?” Y cuando alguien se
ensuciaba encima, lo ponía frente a toda la clase y le pegaba en las
manos con un libro. No, si era tierna la señorona ésa. Blandita
como… ¿Puedo decir algo?
Pues claro, si se creía que todo lo mejor era suyo y cagaba rosas.
ser nada más que, mire, con los dedos de una mano se pueden
contar. La hija de Manuelito Peña, el postmaster del correo, la
hija de misi Marcano, la hija del viejo aquél que andaba por el
pueblo con un Cadillac convertible, ¿cómo se llamaba?, el dueño
del teatro, este, este…
Bueno, con el hijo de la misi Vélez, sí tuve amistad. Pero ese era
diferente. Es que era tan pato, bendito, y la mamá, bueno, a ella
parece que no le importaba lo que hacía el hijo, a menos que la
pusiera en ridículo. Dicen que murió solo por allá por Nueva
York. A él sí lo conocí y a la mamá parece que no le importaba
que yo me juntara con él y me fuera a andareguear la seca y la
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¿Que especulo? Ay, señor policía, qué palabras feas sabe usted.
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tenía que mirarlo torcida o quejarse por tener que levantarse tarde
en la noche para hacerle un arroz con jueyes a Silverio y su ganga
de borrachos. Hasta ahí habría llegado Iluminada, porque no
había nacido el hombre que la tocara. Ya su padre le había
quebrado la cabeza tres veces cuando niña: eso no se lo iba a dejar
hacer otra vez.
Pero a veces uno mismo se propina golpes sin levantar un
dedo. Iluminada se había agredido a sí misma al casarse con aquel
mecánico sin aspiraciones. Según de poco hablaba, así de torpe
era para llevar las riendas de un hogar. Con lo que ganaba era
imposible planificar algo que trascendiera el cuarto de Guané. Por
ello, tuvo Iluminada que hacerse cargo de todo. Salvador le dejaba
una miseria sobre el vestidor antes de irse a trabajar los sábados,
parte de lo que le habían pagado la tarde anterior, y poco más de
lo que dejaba en la cantinita de Maestro Paco antes de regresar
tambaleándose a casa de Guané la madrugada del sábado.
Milagrosamente no le robaban hasta el alma cuando se metía con
los hermanos y otros tipos de mala muerte a jugar al siete de topos
en el callejón detrás del barcito: el pueblo entero sabía qué hacían
allá detrás. Tampoco era secreto que la fortunita pueblerina de
Maestro Paco se debiera al corte de las ganancias del juego
clandestino, no a la venta de licor. Por suerte, tenía ella su sueldo
de maestra, que se propuso ir guardando para más tarde hacerse
de su casita. Algún día vendría una hija, y ella se iba a preparar
para ello. Pero no iba a nacer su hija de arrimada en casa de
Guané y el aplatanado de Julián, su marido.
Una vez sacaba de su sueldo y de lo que le daba Salvador para
darle a Guané lo que ésta esperaba en pago por el cuarto y las
pringosas vituallas que preparaba para los cuatro inquilinos,
guardaba casi la mitad Iluminada. Con eso podría ejecutar sus
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lugar. Buscaba bajo la sábana hasta que los dedos dieron con los
blumes. Comenzaba a subírselas pierna arriba, cuando Salvador le
preguntó:
—¿Y en qué banco los guardaste sin decirme nada a mí?
Iluminada se puso de pie para permitirle a los blumes subirle
hasta la cintura y estiró la mano para asir la bata de casa que había
dejado colgada de uno de los postes enmohecidos del viejo
camastro.
—No, si no los tengo en el banco. Los tengo guardados yo.
Salvador no preguntó más. Emitió algo como de gruñido o
afirmación primitiva, mientras Iluminada salía del cuarto.
¿EH? ¿QUÉ FUE? AH. Era un sueño, pero parecía de verdad. Era
igualito que él, el doctorcito aquel del batín blanco, aquel
mamalón que no quería que me moviera, igual que en el sueño, y
yo tenía ganas de entrarle a galletazos, ¡toma!, ahí tienes, que me
voy a mover todo lo que me dé la gana, y si no te gusta, jódete,
pero Iluminada me gritaba: “¿Tú no oyes que te estés quieto,
Salvador, que te está cortando los puntos, caramba?” Y no era que
me doliera cuando me sacaba los hilitos de la oreja donde me
cortaban aquellas pelotitas que me salen hace años, de cada dos o
tres meses, pero era que no me podía estar quieto, y me daban
unos picotazos dondequiera, y me tenía que mover, y el
mediquito aquél que se creía gran cosa me amenazaba con no
cortarme nada más, y entonces Iluminada volvía, y entre los dos
me ponían, cristiano, me ponían así, con los nervios de punta y
yo juraba que si me volvía a decir que me estuviera quieto le iba a
meter un bofetón en aquella nariz de güelestacas que tenía. Y en
el sueño, igualito que él, cogiéndome puntos en esa llagareta que
tengo encima de la raja de las nalgas, que me pica y no me puedo
rascar, esto sí es tortura.
Ahora, bueno, todavía podría ir a Veteranos aunque me
tratara el mismo mediquito aquél, pero, ¿quién me iba a llevar?
Qué cosa, tener derecho a eso que me gané sirviendo en el ejército
allá en Panamá antes de casarme, y no poder llegar hasta allí para
que me lo den. Beneficios perdidos, caray. Aunque estuviera en
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SÍ, ASÍ MISMO . L A rueda, mire, la rueda del mundo va así, chinguín,
chinguín, y ¡fua! Lo que estaba arriba, de momento, ¡pun!, pa’
abajo. Y lo que estaba coloradito y hermoso de salud, de
momento, enfermo y chavao. Y dígamelo a mí, que con todo y
puyarme el brazo, y el muslo, y aquí, ve, ¿por las venas de los
pies?, a pesar de todo, no estaba tan mal. Ahora, vay, ahora…
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por esa fábrica. Pero cuando una llegaba casi estaba lleno y
cerraban las puertas para hacer que los refugiados se acostaran a la
hora que se acuestan las gallinas.
¿Quién más? Deje ver. A veces estaba Gloria la China, hasta que
la apuñalaron. Pero no fue debajo del puente que la mataron,
¿sabe?, no crea. Fue a la orilla del río, más abajo, por allí por
donde terminan los escalones que dan a lo que era la calle de El
Caracol. Y la mataron unos jeques de los grandes, porque les
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A veces también iba Moncha la Culibajita. Ésa era pilla, pero era
pilla antes de entrar en el vicio. Después lo que hizo fue robar más
para mantenérselo. Ésa tenía un brazo podrido cuando yo la
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Este, deje ver… A sí, Catalina la Pinta. Ésa era de mi edad, pero
estaba en el Colegio de los Dulces Corazones de Jesús y María.
Ésa era…, o no sé si es, porque no la veo tampoco hace, ea, un
fracatán de tiempo y creo que hasta se fue para Orlando, a donde
va a parar toda la basura con dinero de este pueblo. Catalina la
Pinta era hija de Blanca Molina, la del Cash and Carry
Supermarket.
¿Sor quién?
Ah, ¿la que era alcaldesa? ¿Usted quiere que yo siga de modelo a
un político?
Pero, ¿me va a decir que no es verdad? Ah, sí, ¿ve que tengo
razón? No, no se tape la boca, ríase todo lo que quiera, que se ve
lo más mono cuando se ríe y aquí no somos más que usted y yo y
lo que pase aquí, mire, aquí se queda, ¿me entiende? Ríase hasta
que se le vea el galillo.
escolar, que tenía los discursos del héroe éste. A Albizu lo que le
gustaba era que lo oyeran, porque lo que él tenía que decir era ley
y, mire, ¡cuidado con el que no le hiciera caso! Y después, cuando
se murió, la viuda, ¡a cángana!, se montó en una yola y se fue a
meter en Cuba. Ésa si que era patriota, ¿verdad? Allá fue, a que la
mantuvieran los cubanos.
Ah, ¿no sabía eso? Pues entérese, oiga. Ese Albizu era un
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¿Cómo que no? Mire, de cada cuatro años Puerto Rico hace una
redada de los héroes de la administración que perdió las elecciones
y los declara delincuentes. De milagro no los montan a todos en
un barco, como hizo Fidel, y los manda a la Florida. Aunque ya la
Florida debe estar que se desborda de cuanto atorrante
puertorriqueño ya no cabía aquí. Yo no tengo héroes.
No, nada.
Sí, yo creo que sí, que eran cariñosos con nosotros y nos atendían
bien. Por lo menos nos compraban todo lo que se nos antojaba,
¿ah? Eso sí.
Sí, yo creo que esa fue mi primera adicción, porque había que
amenazarme con un correazo si querían que me despegara para ir
a comer o a bañarme. Papi me escondía los cartuchos de los
juegos, pero yo siempre los encontraba, y me decía: “Bueno, voy a
jugar hasta que venga mami, y entonces los escondo otra vez
donde estaban”. Pero no podía. Siempre me quedaba pegada de
aquello y no me daba cuenta que llegaba nadie hasta que mami
me gritaba: “¡Lita! ¿No te dije que no jugaras tanto eso? Lo voy a
vender, ya verás. Vete a hacer las asignaciones y a cambiarte el
uniforme, mira para allá, ¡qué cabuya tienes por falda,
muchacha!”
Dos de ellas. Bueno, una más que otra. En casa de una, la mamá
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vivía con un novio o algo así. Eso decía mami, ¿ve?, pero yo creo
que era que mi amiguita Lourdes era hija de aquel señor que no
vivía con ellas, y que el señor era casado y vivía con la esposa en
otro lado del pueblo. Usted sabe que de esos arreglitos está este
pueblo lleno. Mire, el papá de la amiguita mía se llamaba Víctor
Meléndez, el dueño del edificio aquél que queda por donde era el
escul soplái de Trina Castro, ¿usted sabe cuál?
Ése mismo. El papá de Lourdes yo creo que era el Víctor ése, que
tenía dos o tres cortejas por el pueblo. De ése, jmm, de ése tengo
yo otras historietas, pero no cuando yo vivía en la Barriada, sino
después.
Ah, no. Eso fue, ea, muchos años después, cuando yo ya estaba en
el vicio, y me iba por la calle a pedir chavitos. Una vez me paré en
la puerta del negocio de lámparas del tal Víctor Meléndez. Me
dijo que en los bolsillos no tenía, aunque tenía las manos en ellos
y algo se estaba buscando, pero que entrara, que debía tener unas
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Sí, con otros he hecho cosas así. Y hasta peores. Este pueblo está
lleno de hombres de dos y tres caras, que no dejan que una se
junte con su familia por temor al contagio de la cuneta, pero
cuando están solos son otra cosa muy distinta. Otro hombre me
pagaba porque me le orinara encima.
No, por bruta no. Oiga, ¿usted cree que yo soy bruta?
Ah, usted era de los seriecitos. Bueno, algunos que pasaban por
seriecitos también se daban su jaladita de vez en cuando y se
tomaban su cervecita, no crea.
Ah.
pruebita del amor, que fue lo que por fin me había pedido para
convencerme de que iba a ser solamente evidencia de lo mucho
que yo lo quería. Y parece que, ¡ay, mi madre, lo que son las
cosas!, la pruebita y el susto del aborto lo escamaron, porque ya
ahí rompimos y él empezó a salir con otra un día y con otra otro
día. Casi ya al graduarme me dijo mi amiga Lydia Pacheco que él
les decía a otras que yo era fácil y que conmigo nunca se hubiera
casado, porque según se la di a él, sabe Dios a cuántos más
también le había abierto las patas. Fíjese, yo que era señorita y fue
él el que me hizo el daño.
Bueno, sí, una piensa, pero, mire, cuando una tiene que escoger
entre estudios para algo que puede o no pasar en el mañana, y
algo que le hace sentir como si el mundo fuera el alfeñique de
ochenta kilos en los anuncios de Charles Atlas y una fuera la
Mujer Maravilla después de pasar el curso de tensión dinámica,
echándole arena en la cara al flaco, ¡toma!, ¡coge ahí, flaco ñemao!,
una cree que de verdad le va a patear arena en la cara a la vida y a
la vez va a sentirse chévere. Hasta cree que eso va a ayudar a una a
estudiar, a arrasar con premios y a entender todos los secretos de
la existencia, ¿sabe? Una saca lo que le sobra de la beca federal y lo
va gastando en dulces para la nariz, como yo le decía. Y no se da
cuenta que poco a poco aumenta el deseo del polvito y de sentirse
cada vez más chévere según disminuye la importancia de libros ni
estudios ni de todas esas cosas que resultan ser importantes para la
gente aburrida como mi papá y mi mamá, que se creen que el
mundo es para trabajar como mulas y a la larga, ¿tener qué? Un
carro en una casa de dos marquesinas, dos televisores con cable y
satélite, un sillón reclinable y muchas figuritas de Lladró en
repisas por la casa. ¿Y eso es vida? ¿Llegar a la casa del trabajo,
pegarse de la estufa a cocinar arroz con habichuelas y bisté, día a
día, así, esa machaca, para después sentarse a ver novelas
venezolanas la noche entera, hasta que le tejan telarañas en la
cabeza? ¿Eso es vivir?
Oiga, eso es lo mejor que nadie me haya dicho hace años, pero lo
que usted me da con la derecha me lo quita con la zurda. Yo no sé
si es tan bueno que me diga que soy un desperdicio, así que no se
tire muy cerca a la orilla, que se puede caer de cabeza.
No puedo decirle.
Si no me lo jura, no.
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Lamentos borincanos • 145
closed.
Ahí estaba esa maldita palabra que había recogido Iluminada
en algún sitio. Cuando las cosas estaban closed, no las sabía más
que ella, que nunca pensaba que si estuvieran tan closed, ni ella se
habría enterado. Pero Salvador suponía que le daba un aire de
dominio a la mujer creerse en posesión de algo a lo que tenían
acceso sólo los privilegiados. A ella la había escogido alguien,
como Dios a María, entre todas las mujeres, para hacerla
merecedora de un dato que estaba, por el momento, closed. Sería
inteligente y todo lo que se quisiera, pero no pensaba Iluminada
que en aquel pueblo que era como un organismo humano, con
una boca por donde se entraba, un estómago donde se digería y
un culo por donde se salía, todo, a la larga, estaba bien open.
—La casa no está en la urbanización misma, pero está al otro
lado de la calle, como quien dice, al filito. Y para ahí nos vamos,
porque se la voy a comprar a Marta Merced.
Con el aplomo que nunca parecía fallarle, un día le dijo
Iluminada a Salvador que iban para San Juan a cerrar el negocio
de la casa, con préstamo hipotecario a baja tasa de interés anual,
por veinticinco años, con la Junta de Retiro. Y así fue. Había
puesto en venta la casa de la calle Baldorioty, y enseguida había
aparecido comprador, un empleado de la Farmacia Alcázar de
Granada. Con un prestamito que hizo, garantizado por sus
acciones, en la Cooperativa de Crédito de los Maestros de Puerto
Rico, y con lo que le sobró de la venta de la casa de la Baldorioty
de Castro, se fue a la Mueblería Estela y a la New York
Department Store de Caguas. Compró camas nuevas, muebles de
la sala, muebles de balcón de hierro forjado, camitas para
Milagritos y Enriquito, gaveteros, estufa eléctrica, nevera, ollas,
platos, mapos, escoba, cortina de ducha, alfombritas de baño,
Lamentos borincanos • 161
AY, SEÑOR, QUÉ SED y qué hambre tengo. Pero de nada vale que
coma. Si me echo algo al estómago, me va a salir igual. Ya no van
a ser las hervederas éstas. A lo mejor un buchito de café me
vendría como flor de saúco. Por lo menos me mojaría las costras
de los labios. ¿Desde cuándo no tomo nada? Ea, si ya el sol ha
pasado de un lado al otro al final de este túnel. Y ayer, ¿fue ayer?,
cuando caí aquí ya estaba de noche, ¿entonces? Pues no he
probado ni un bocaíto desde…
Y ahora, ¿qué? ¿Me estará empezando otra vez el
corrimiento? Ya parece que no va a ser por la noche nada más. Así
mismo me empieza, con este frío a mitad de día, con el calor que
debe estar haciendo. Ay, no, mamita, la temblequera otra vez, no.
La oscuridad. Pero si ahorita mismo se veía tanta claridad.
¿Será lluvia? Ea, Virgen Santísima, si llueve ahora, entonces sí.
Jmm, lo que es la vida. No hace un año tuvimos las sequías
aquéllas y la gente andaba casi en rogativas. La grama se nos puso
como paja y el gobierno empezó a racionar el agua, porque en
Carraízo no caía ni una gota hacía, ea, casi un año. Y de momento
se zafaron aquellos diluvios que se llevaron medio Aguas Buenas y
la mitad de Yabucoa. Porque no es cuando uno quiere ni cuando
a uno le conviene, es cuando Dios o el diablo quieran.
¿Habrá una frisa por aquí? Qué va a haber. A lo mejor si me
abrazo así y me acurruco bien pegaíto, se me quita esta
temblequera. Si tuviera dientes se me estarían haciendo gofio.
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que yo nunca había visto a plena la luz del día. Mi primera vez
había sido con una negrita que me consiguió Miguel Ángel, para
que practicara antes de casarme. La segunda y última había sido
Iluminada. Nunca habíamos hecho aquello de día. Tenía que
esperar a la noche y me había acostumbrado a no ver nada, a
sentir solamente y dejarme llevar por los dedos para encontrar
dónde iba a enjorquetar la manigueta. Y de momento, caray, esta
muchacha me había hecho sudar y temblar, que yo no sé si ella
sabía que el corazón se me quería salir por la boca de ver aquello
que yo nunca había visto nada más que en las revistas frescas que
me traía Plinio de Miami cuando yo trabajaba con don Justo, y
tapado con los blumes de las operarias de la fábrica cuando me
metía debajo de las máquinas a arreglarles el motor. Esta
muchacha, coño, era como si uno de aquellos retratos borrosos y
granulosos en blanco y negro de momento respiraran y me
invitaran a que se lo hiciera.
Ay, Señor, cómo uno paga por dejarse llevar por las
calenturas de los güevos.
La muchacha era joven, por lo menos más joven que yo, pero
sabía lo que hacía. No encontraba qué hacer para complacerme
con cosas que yo ni sabía que quería. Ella me leía en la mente lo
que no estaba escrito. Ay, mamá. Aquella mujer, ¡tenía más grasa
allí dentro! Entre el metisaca y aquellos ruidos como de uno
cuando mastica con la boca abierta, que parecía que tenía una
prensa de tornillo allí dentro de apretada que estaba, y entre todo
aquello que iba diciéndome, que si papito, que si qué bueno, que
si ay, que así, que qué rico que yo ya me iba a venir, ay, mi
madre, yo creía que me había muerto y que si no me le quitaba de
encima tan pronto le di el lechazo, se me habría paralizado el
corazón. Si no fuera por esta calentura que tengo, ése habría sido
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los hijos.
Así que allí estaba tirada. Joaquina había venido un día con la
absurda idea de llamar a la cuñada, Cachita, la mujer de
Alejandro Vélez. Cachita estaba desocupada y podía venir a
quedarse con ella aunque fuera de día.
—Mira, Joaquina, ¡ni se te ocurra! Yo no puedo ver a esa
mujer ni en pintura —le respondió misi Vélez con más enojo de
lo que pudo imaginarse Joaquina—. Mejor me muero.
—Ay, cristiana, no diga eso —le respondió Joaquina.
—Pues te lo digo y te lo repito. Esa mujer me dijo algo que
yo nunca le perdonaré. ¡Jamás!
Tal vez por leer en el rostro de Joaquina la interrogativa sobre
la maldad de Cachita, que Joaquina suponía haber sido de
ocurrencia reciente, continuó Iluminada casi sin voz:
—En 1948, al poco tiempo de casarme, esa mujer dijo que
yo no debía salir encinta por… Ay, no, deja, no lo voy a repetir.
Pero desde ésa, no soporto a esa mujer. ¡Mira, que no se te ocurra
decirle nada!
—No, si está bien…
—Mira, Joaquina, yo, por eso, no ofendo, porque yo no sé
perdonar.
Joaquina no comprendió la lógica de la regla de oropel que
emitió misi Vélez. Tal vez la fiebre, el malestar, la incertidumbre
de un diagnóstico que nadie sabía ofrecer, todo la tenía así, medio
ida.
—Esa Cachita y su familia entera, a esa gente yo no la
soporto. ¿Tú conoces a Chela Padró, verdad? Sí, Chela, la que
trabajaba de secretaria de Emilio Cay, el abogado. Sí, ¿te acuerdas
ahora? Esa Cachita es prima de Chela.
Pausó. Tragó con dificultad antes de seguir.
212 • Lamentos borincanos
Mira pa’llá como me has puesto. Estás igual que esas enfermeras.
Son unas burras. Dame, dame el agua.
—Ay, perdone. Déjeme secarla. Ya. Ya está. Déjeme buscarle
el sorbeto, para que no se le derrame nada.
—Sí, porque para que se me derrame la puedo coger yo
misma.
Se disipó la ira de Joaquina. En la enfermedad había
conocido mejor a misi Vélez. Nunca la había creído capaz de tales
asperezas que rayaban en el malagradecimiento. Pero todo sería
por el malestar de la enfermedad, se había dicho Joaquina, y no
compartió su inquietud con Ivelisse, que idolatraba a su misi
Vélez.
—Sí, ¿qué era? —se oyó otra voz en la habitación. Era la
enfermera, que preguntaba por la bocina de la pared.
—¿Puede venir un momento? —le preguntó Joaquina.
—Ya voy —respondió la voz anónima.
Joaquina quedó de pie junto a la cama.
—¿Quiere que la arrope? —le preguntó a la paciente. Le
daba vergüenza que una señora como misi Vélez estuviera allí
tendida en una desnudez penosa en su obscenidad.
—¡No, no, no! —gritó la paciente entre jeremiqueos
aniñados. Con el pataleo acabó de tirar al piso la frazada que
colgaba precaria del borde de los pies de la cama.
—Pero no se aflija tanto —trató de calmarla Joaquina—, que
no la voy a arropar.
Joaquina vio el reflejo de la bombilla del pasillo en el plástico
remendado de la ventana, frente a ella. El perfil de una enfermera
se dibujaba contra la luz, parada contra el marco de la puerta.
Joaquina se volteó.
—Misi Vélez necesita que la cambien de sábana.
216 • Lamentos borincanos
no se apure, que yo paso por allá esta misma tarde, cuando salga
del trabajo, y después que busque a mis nenas allá en
Guaynabo… Sí, pues le traigo pañalitos también… Sí, de
adulto… Sí, le llevo una toallita también… Ajá, de baño, cómo
no… ¿En la farmacia consigo los pañalitos? Ahí cerca hay una,
¿verdad?… ¿Una pomadita para el cucú? Un emoliente medicado,
sí, ajá… Ay, no, al contrario, no se apure, gracias por dejármelo
saber, sí, claro…
y segura de sí.
—Misi Pomales. Joaquina Pomales, tu amiga —respondió
Milagritos, y antes de que pudiera la madre decir algo que hiciera
a la hija arrepentirse de haber venido, preguntó—: ¿Cómo te
sientes?
—Yo, de lo más bien —contestó Iluminada, que ese día no
había podido comer, porque todo le producía náusea—. No sé
por qué me tienen aquí todavía, porque yo no tengo nada. Na-da.
Si no tuvieras nada no estarías aquí, aislada y tendida como
un bulto viejo, pensó Milagritos.
—Bueno, te ves bien —mintió Milagritos.
Iluminada levantó la cabeza para otear por el cuarto,
buscando la butaca que siempre estaba en la esquina.
—Siéntate —convidó la paciente a la hija. Pausó un
momento y, antes de que la hija allegara la butaca al borde de la
cama, le preguntó—: ¿Y tus nenas?
—En casa —volvió a mentir Milagritos. Estaban en el carro,
abajo, en un estacionamiento adyacente al hospital—. Tenían
asignaciones que hacer.
Iluminada enderezó la cabeza. Con los ojos fijos en el techo,
le dijo:
—Estarán grandes, ¿verdad?
—Sí, enormes —contestó Milagritos. Era cierto: las
muchachitas parecían jugadoras de basquetból, muy altas para su
edad, pero rechonchas de tanto comer en comivetes. Su madre
nunca había sido amiga del fogón. Quien único cocinaba era la
amiga de la madre, la doctora que vivía en su casa y que era, para
fines de las hijas desprovistas de padre, otro miembro de la
familia.
—¿Todavía vive en tu casa la mujer ésa? —preguntó la
Lamentos borincanos • 225
No, qué va. A dormir nada más no, no se me haga el bobo, señor
oficial. Sí, allá arriba fumamos.
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230 • Lamentos borincanos
Una vez, sí, una vez nos cogieron. Se nos pasó el tiempo y cuando
despertamos, oiga, a grito pelao estaba aquella mujer. La
organista. ¿Usted sabe quién es?
No, ¿cómo íbamos a salir, si nos estaba velando Luisa y nos podía
coger la policía? Nos escondimos en los confesionarios. Pascual y
Lucas Castro se metieron en donde se sienta el cura en un lado, y
yo me agaché donde se mete el cura en el otro lado de la iglesia.
Yo dije, aquí nos cogen, pero ya era tarde para tratar de salir por
la única puerta que había abierta, y allí me quedé. Pero, fíjese,
nadie apareció.
¿El cura? Vay, el cura yo creo que sabía que nos metíamos allí y
nos tenía más miedo que Luisa Figueroa. ¡Qué diablo iba a venir!
Debe haber estado en la casa parroquial clavándose a un
monaguillo.
¿Que el cura no hace esas cosas? ¡Ay, bendito, señor oficial, pero,
¿de qué ceiba se ha caído usted? Mire, nosotros, desde allá arriba
en el coro y por las esquinas de la iglesia cuando la parte de atrás
estaba oscura, ¡nosotros hemos visto cosas!
Déjeme ver… Vive por El Sapo, por allí por donde era la fábrica
de tabaco. Viste siempre de negro y anda por la calle con un misal
en el sobaco.
Pues una noche después del rosario de las siete, que estábamos
Lucas y yo escondidos en el coro, esperando que se fuera la gente
y apagaran, de momento sale el Ismaelito apurado de la sacristía, y
el cura corriéndole detrás: “Pero ven acá, Ismaelito, mi vida, no te
me vayas así”. El Ismaelito se para por el comulgatorio y se vira, y
le dice: “No, porque me duele”. El cura se le acerca por detrás. Y
nosotros viéndolo todo entre las columnitas de la varanda del
coro. El cura le pone la mano en el hombro, y le dice: “Está bien,
mi amor, está bien. Si no quieres eso hacemos otra cosita, vente,
vente conmigo”, y se lo lleva otra vez para la sacristía. ¿Y me
puede creer que el misal no se le cae del sobaco al Ismaelito en
todo esto?
Ay, no me venga con ésas. ¿Cómo que a lo mejor era otra cosa la
que estaban haciendo, dos hombres hechos y derechos metidos en
una sacristía a lo oscuro, con eso de que le duele?
Se veía claro del coro, porque lo último que apagan son los focos
del altar. Aquello parecía un teatro, señor oficial. Lo que no
Lamentos borincanos • 233
A ése, sí, señor. Y uno que tiene una tienda de juguetes por allí
por la esquina de la calle Barreras, ése también.
Ay, señor oficial, hay que saber de todo un poco para poder
buscárselas cuando uno está en el vicio, ¿me entiende? Total,
como yo siempre digo, es todo parte de la economía del país.
¿Qué dice? Aquí siempre hay dinero. ¡Y mucho que lavar, sabe,
porque está sucio! ¡Jesús manífica! Puerto Rico vivirá de lo que le
tiran los gringos, como los perros babosos al pie de la mesa del
amo, pero para comprar drogas aquí siempre aparece. El
desempleo llegará a las puertas de San Pedro, pero, mire, aunque
la gente no tenga qué comer, para la droga siempre tienen de
dónde sacar. Aquí no hay dignidad. El que menos, vende hasta a
su madre por una bolsita de a diez de heroína.
Pero si así es, no lo niegue. ¿Usted alguna vez leyó que Muñoz
Marín decía que Puerto Rico era la vitrina del mundo?
No, realista. Cínicos son los que ven paredes donde hay puertas,
porque después de darse tanto golpe no van a arriesgar otra
equivocación, por si las moscas. Ábrase el periódico y lea, para
que se entere de lo que le digo.
Lamentos borincanos • 237
Usted se ríe, pero aquí, señor oficial, aquí todos estamos hechos
de fibras igual de auténticas que el poliéster.
Claro que es una versión simplista de las cosas. ¿Qué se cree, que
voy a arreglar el mundo hablando aquí con usted? Total, este país
no tiene arreglo. Se lo deben regalar a los japoneses.
malcriada, la plasta ésa que se creía gran cosa. Como no soy bruta,
me di cuenta de quién era el viejo aquél. Era el marido de la
Iluminada, que yo ni el nombre le sabía todavía, y yo estaba en
cueros y chorreando agua en medio del palacio de la Reina de Los
Cerezos. Mire, me empezaron unas ganas de reír, pero, me dije, ¿y
dónde está la vieja ésta, que si aparece de momento me agarra
aquí y se forma la grande? El viejo me dijo que estaba
hospitalizada. Y yo pensé, ¿estará muriéndose por fin? Pero no,
estaba enferma y el viejo ni sabía qué tenía. Bueno, la cosa es que
acabamos en la cama. Él sacó una pulsera de la misi Iluminada,
no sé de dónde, y cuando me la trajo, oiga, que era lo más bonita,
y yo me dije, Adela, mija, con ésta vas a estar tú gozando una
semana, porque se la iba a llevar a un tipo que compra oro viejo.
Claro, no me iba a dar lo que valía la pulsera, pero, a mí, ¿qué?
Conque me diera para comprarme un almuercito por ahí en Los
Chinos del Vedado y para comprarme una cantera de crac, me
daba. Y ahí, tuve que pagarle por la pulsera al viejo con lo único
que podía darle.
Si tengo que dar diez manotazos más en la mesa, los doy. Yo soy
lo que usted quiera, y a mí qué me importa lo que piense, pero
eso de pilla, a mí no me lo puede decir, porque no le he robado
nada a nadie.
Yo le dije que si tenía dinero, mejor. Él dijo que no, que la mujer
era quien tenía todo el dinero. Y yo le pregunté si él no podía
sacarlo del banco. Yo no sabía si me estaba cogiendo de boba, y le
dije que mejor me iba, porque yo no podía usar el collar aquél.
Entonces él trató de convencerme, ¿ve? Mira, tú sabes, que si este
collar, que si vale cientos de pesos, que si cualquiera te da
bastante, que si pito y que si flauta. Yo ya me estaba como yendo,
aunque no me iba a ir, ¿qué me iba a ir, si necesitaba algo rápido?
Yo lo que estaba era tratando de apurar al viejo, a ver si sacaba
algo.
No, no tenía nada, así que empuñé el collar, le dije al viejo que se
sentara en una silla del comedor, que se bajara los calzones, y me
le senté en los muslos, y al rato se vino y yo me fui… Perdone que
se lo pida, pero, ¿agua?
Sí, volví, ea, claro que volví. Como a los tres o cuatro días le
toqué a la puerta. El viejo salió de la cocina y me abrió. Me
Lamentos borincanos • 243
Ajá, así como lo oye. Fue al otro día, cuando iba saliendo de la
casa. Dormí allí aquella noche. El viejo trató de volver al ensarte,
pero yo, qué va, si estaba cansada, ¡uh! El viejo se me metió entre
las piernas y empezó a darme lengua allá abajo, y así me dormí.
No sé si el viejo lo dejó en eso, o si hizo algo más. Por la mañana
yo quería que me diera algo para vender, y él sacó una ropa de la
246 • Lamentos borincanos
mujer que parece que había buscado el día antes. Pero yo, ¿qué
iba a hacer con ropa vieja que ni me servía? Me la llevé de todos
modos, porque a alguien más le podían servir, y a lo mejor podía
hacer un truequecito con una de las tipas que tenía un punto por
la esquina de la funeraria. Entonces me dio unas pantallas de
piedras verdes, que yo creo que hasta esmeraldas eran. Estaban
montadas en oro catorce quilates y yo dije, bueno, a éstas a lo
mejor les saco más, si la piedra es genuina, así que me iba con
ellas para vendérselas a alguien que las quisiera y no al de los
empeños, que me iba a dar una basura por aquello, que, mire, se
veían bien finas. Metralla no eran, ¿sabe?
meten.
Es verdad. Oiga, yo por la cae veo y oigo mucho más que usted.
Yo sé que el delito es hacerlo con alguien sin decirle que una tiene
el virus ése. Pero a ellos, ¿quién los manda? Nadie les pone una
pistola al pecho. ¿No tienen responsabilidad también los que
saben que el SIDA existe y con todo y eso, pa’ encima gallo bolo,
que a mí no me va a dar eso, porque yo no soy pato, porque los
patos son los que andan por la calle vestidos de mujer y con el
pelo pintado, y yo soy casado y tengo dieciocho hijos? Si quieren
engañarse así, bueno, cada cuál es responsable de las
consecuencias de su fantasía, ¿no?
Oquéi, lo seduje para que me diera algo con qué comprar droga.
Saberlo y aguantarse cuando uno está aplastado bajo el tacón de la
droga, señor detective, oiga, ésas son dos cosas muy distintas.
Ruéguele a Dios que ni usted ni ningún familiar suyo llegue
nunca a esto. Pero no me juzgue mientras no esté usted
caminando desesperado por las calles de este pueblo en estos
mismos tenis desbandados que ya ni me cubren los pies podridos.
¿Ve cómo me supuran?
II-14 De Iluminada y Otros
Asuntos
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250 • Lamentos borincanos
Contaba con otros miembros del MIERDA y los que habían sido
compañeros de la misi Vélez. No consiguió a nadie; ella tampoco
podía donar, por haber sufrido de hepatitis en su juventud.
Ninguno de los antiguos colegas de misi Vélez se prestaron para
responder a la emergencia de la enferma. Los familiares de
Salvador estaban todos tomando anticoagulantes y otros
medicamentos que los inhibían de donar sangre. No se atrevió
pedírsela a los hermanos de Iluminada, por temor a la reacción de
la paciente al saber que les debía favor alguno. A Milagritos sí la
llamó, pero el tiempo apremiaba y no pudo esperar a que la hija
respondiera, que, de hecho, nunca lo hizo. Optó por ofrecerle
cincuenta dólares a personas de su intimidad, por ir al banco a
donar sangre y especificar que era para la paciente Iluminada
Vélez. Necesitaba a cuatro donantes de inmediato y otros dos de
reserva, para más tarde, cuando fuera necesario. Hasta a tres de los
ocho que pudo encontrar los tuvo que rechazar el banco, porque
al hacérseles pruebas de elegibilidad dieron positivo de males que
no sospechaban los donantes a sueldo, inclusive uno de hepatitis
incipiente.
Aidita se apresuró a llevar la sangre a Hermanas Arroyo, pero
tres días después de haberla pedido el doctor Felipe, temerosa de
que fuera ya demasiado tarde. La depositó en el centro de
procesamiento de Hermanas Arroyo, donde a mediodía todavía
no se había presentado el técnico de transfusiones. Tuvo que subir
la caja con cuatro bolsas de sangre en hielo a la habitación 210, y
esperar allí que llamaran, dos horas después, cuando se presentara
el técnico.
Agobiada por un tratamiento que amenazaba con liquidarla
antes que el cáncer, y sumida en tristeza y cansancio, se negó
Iluminada a abandonar el lecho que parecía destinado a proveerle
Lamentos borincanos • 253
por ciento de lo que autorice Medicare, mija, sino que tiene que
cubrir el aumento en la porción que deja de cubrir el gobierno
federal, sin tú tener que aportar nada, ¿entiendes?
Claro, que entendía: era cáncer lo que tenía, no retardación.
Sana o con las tripas en la mano, el MIERDA la tiraba a la calle,
para ahorrarse lo que Medicare no iba a pagar.
—Sí.
Le bastó a Iluminada con la pesquisa. El que pregunta se
compromete, se dijo. ¿Qué si seguía preguntando y el marido le
decía que era todo cierto? ¿Qué tendría que hacer entonces?
¿Armar el escándalo y echarlo a la cuneta, para quedarse sola
cuando más necesitaba aunque fuera de un bulto con manos y
pies que la ayudaran? ¿A qué se comprometía con tratar de dar
con una verdad inútil?
Si el marido se lo negara, ¿le creería? Si fuera cierto y le
mintiera Salvador, ¿tendría que armar también el escarceo por
otras razones? Y si aún así sostuviera el marido su inocencia,
¿cómo quedaba ella, doblemente burlada?
No preguntó nada más. Tampoco le pidió a Aidita que lo
confirmara o lo desmintiera. La gente, la gente, ¿para qué sirve?
¿Qué sacaba ella con seguir hurgando aquella llaga que había
abierto la infame de Joaquina? ¿Para qué se lo había dicho, para
protegerla a ella, o para hacerle daño a Salvador? A saber si no era
envidia lo que sentía Joaquina de que otra estuviera disfrutando
de la compañía de Salvador. Eso era lo malo de las mujeres sin
hombres, amargadas por los sinsabores de perder al marido, que
sentían sus necesidades, pero se las callaban y se dedicaban a
destruirles la vida a las demás. Porque viejo y apestoso sería
Salvador, y medio retardado, pero feo no era. Tal vez despertaba
en la Joaquina deseos que facilitaba la proximidad a Iluminada.
A la postre, había resultado tan barata y pueblerina como el
resto de la gente con quienes no quería tener Iluminada nada que
ver.
sentía los fondos de las sillas casi tocarle los huesos de las
posaderas. Iluminada se sorprendía de cómo lo estaba ayudando
la nueva dieta, a perder toda la grasa que el cuerpo no necesitaba.
Entró el médico a la sala de examen, tan bien habilitada y
diferente a la del consultorio del MIERDA. Leyó rápidamente el
expediente y miró a Salvador y a Iluminada. Volvió a fijar los ojos
en la hoja que tenía enfrente. Miró a Iluminada y le preguntó:
—¿Qué tiene usted en las piernas?
—¿Yo? Bueno, a mí me han estado tratando un linfoma
—dijo Iluminada, un tanto sorprendida de que el médico
estuviera preguntándole a ella algo que nada tenía que ver con el
seguimiento a la visita anterior del marido—. Entre la
quimioterapia y la enfermedad, pues ya ve, me he quedado muy
débil.
—Ah —dijo el médico y pausó—. ¿No es ningún trauma
sanguíneo?
—Aparte de problemas con los glóbulos blancos…
—respondió indecisa Iluminada. Se encogió de hombros—. Que
yo sepa…
—Ah.
—¿Por qué me pregunta?
El médico, un hombre demasiado joven para ser médico, en
lo que a Iluminada concernía, miró a Salvador sin responder.
—Veterano Román. ¿Usted usa drogas intravenosas?
¿Heroína, por ejemplo?
Salvador miró a Iluminada, incrédulo de la pregunta atrevida
del mocoso aquél con estetoscopio.
—Yo no.
El médico miró detenidamente a Iluminada.
—Yo menos —le dijo Iluminada, molesta con la mera
268 • Lamentos borincanos
curiosos.
Solamente la inteligencia de la mujer pudo ayudarla a llevar
el complicado régimen de medicamentos que requería el
padecimiento de Salvador. Si se lo hubiera dejado a él, habría
muerto de envenenamiento o de ingestión incorrecta de tanta
medicina. Empezó todo con relativa simplicidad, limitada la tarea
a mantener Iluminada sus cápsulas y jarabes separados de los de
Salvador. Primero vino una cápsula que debía tomarse tres veces
al día, más otra para controlar las aftas en la boca y prevenir otras
micosis. Como tenía demasiado bajas las células CD4, que
combatían infecciones más serias, tenía que tomarse un
antibiótico contra una pulmonía bacterial que podía ser mortal.
—Es una dosis doble de sulfa, veterano. Se la toma
diariamente sin falta —le había instruido el médico.
Pero al poco tiempo era evidente que la cápsula antivírica no
estaba resultando. Se le produjeron en la piel unas escamas
psoriáticas resecas en las que necesitaba Salvador ponerse pomadas
de dos tipos. Le añadieron otra tableta que debía masticar antes
de tragar, que un día equivocadamente casi se toma Iluminada, ya
abrumada por la multiplicidad de tónicos y pastillas: la textura
granulosa y la hiel de la tableta le amarraban la lengua, y le
provocaban a Salvador arcadas de náusea que le hacían imposible
seguir tomándose aquello.
Un día trató de rascarse los dedos de los pies y no los sintió.
Alarmado, hizo que Iluminada lo acompañara al amanecer para
que lo viera el médico.
—Es neuropatía —dictaminó el médico—. Lo causa la
tableta blanca, la que mastica, que se llama Videx. Le voy a dar
otra, veterano, para que pase a recogerla al dispensario
farmacéutico. No se tome más el Videx.
Lamentos borincanos • 273
decimos “tirapéuticas”.
—¡Ay, doctor, es algo terrible! —dijo Iluminada, sintiéndose
más en libertad de protestar por la fetidez.
—Sí, terrible. Pero no podemos recetar nada para eso,
porque se neutralizaría el efecto de la medicina.
Y no solamente eran los gases. Como no podía tomarse las
cápsulas con el estómago ácido por la digestión, tenía que
despertarse a las cuatro de la madrugada, de modo que a la hora
de desayunar, no menos de una hora después de tomarse las
cápsulas, ya hubiese asimilado la medicina. También requerían las
cápsulas por lo menos ocho vasos de agua al día. La acumulación
de todos los líquidos que se echaba al estómago durante el día,
obligaba a Salvador a orinar con frecuencia que ya era excesiva
por la edad. Su vida se había reducido a ingerir y eliminar según
las exigencias de un estricto programa ajeno a su voluntad.
Al fin de siete meses de cápsulas de un tipo y de otro, unas
para atacar el virus, con humildes avances que frustraban los
intentos heroicos del médico (“Yo hago todo lo que puedo, así
que no deje de tomarse ni una sola de estas pastillas, ni de olvidar
ni una sola dosis, ¿oyó, veterano?”), se le añadieron dos
antirretrovíricos a los que llamaba Salvador bombones,
combinaciones de venenos y pócimas salvadoras. Lo mismo lo
estreñían como le desataban la más violenta diarrea, perfumada
con portentosas emanaciones que amenazaban con marchitar
hasta los helechos del distante Pico de Jayuya.
Uno empezó por producirle pesadillas alucinógenas, según le
había advertido el médico. El otro tendría otros efectos que, a la
postre, la convirtieron en ponzoña farmacéutica. La primera
noche que se tomó las tres cápsulas de uno de los fármacos, como
le indicó el médico, antes de acostarse a dormir, comprobó que
Lamentos borincanos • 279
283
284 • Lamentos borincanos
III-1 Salvador
285
286 • Lamentos borincanos
No, mire, ¡quite pa’llá, qué va! No le podía decir nada a misi
Vélez. Ese hombre le tenía pánico a la mujer. Si se hubiese
enterado de que él me había dado lo que me dio aquella vez, ¡la
que se forma! Esa señora no quería cuenta con las porquerías que
tenía. Mire a ver si las vendió cuando necesitaba chavos para
pagarse el tratamiento.
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Ah, sí. Pues una vez subió los escalones del coro cargando una
máquina vieja de coser que había sacado del garage, escondido de
la misi Vélez. Vino y, ¡pun!, la puso en el piso. Oiga, yo no sé ni
de dónde sacó fuerza para cargar aquello, porque ya estaba, lo que
le digo, que se le caían los calzones. Yo miré aquel armatoste y lo
miro a él, y le pregunto: “Don Salva, ¿qué es esto?” Y él que dice:
“¿Esto? Esto, pues. Una maquinita de coser”. Y lo le digo: “Eso se
Lamentos borincanos • 289
Pues mire, allí mismo la dejó, porque dijo que él no podía usarla
y que cuando volviera su bella y nunca bien ponderada Iluminada
lo iba a ver con la máquina y le iba a preguntar qué hacía con ella
por la calle.
No, de la casa no me traía comida. Me la compraba por ahí, con
la chavería que le daba misi Vélez.
Mire, yo creo que el pobre viejo era tan idiota que ni se había
dado cuenta de que yo para lo que necesitaba el dinero era para
droga, ¿entiende?
¿Qué medicinas?
Ah. Ya veo. Usted es de los que cree que somos como bolsas de
supermercado, desechables.
Claro que eso es lo que quiso decir, señor oficial. Se lo leo en los
ojos. No, súbalos, si aunque no me mire, la lengua lo traiciona.
¿Qué nos dan los yanquis que no le saquen ellos partido? Los
gringos no dan un bizcochito sin esperar que les devolvamos un
barril de harina.
¿Usted no ha oído eso de que uno tiene que tener cuidado con lo
que pide, porque puede que se lo den? Así va a pasar aquí con la
independencia, ya verá. Y los gringos nos van a decir: "¿Tú
querías independencia? ¡Pues toma independencia! ¡Coge bugalú!
¡Chúpate a Vieques hasta que te jartes! ¡Mira a ver si con eso se te
quita el SIDA y dejas la adicción!” ¿Y qué va a quedar aquí? Ni
aspirina, porque hasta eso es de los gringos. ¿Usted ve que aquí
hay días nacionales de fiesta de cada dos días? Pues eso nos va a
quedar: muchos días feriados, pero sin fiesta ni carnaval ni carroza
ni templetes del cuatro de julio, para que nos muramos sin baile,
botella y baraja, y ni trabajo ni medicinas va a haber aquí. Mire,
como bagazo nos van a tirar, para que se nos caguen las moscas
encima.
¿Y para qué nos van a dar pastillas contra el SIDA, si los que
caemos por ahí redondos somos la basura que no les deja nada?
Yo, ¡qué va! Pero, ¿cuántas cabezas debe haber por ahí
desperdiciadas? Sabe Dios cuánto músculo atrofiado. Cuánto
talento comatoso de droga. Cuántas ganas vencidas por la
jeringuilla.
No, lista no voy a estar para el juicio final. Usted sí, ¿verdad?
Unjú.
loquittas de remate.
¿Quién?
¿Qué? ¡Mire!
¿Que se volvió loca? Pero si loca era de antes esa misi Vélez. Usted
quiere decir que se acabó de caer del techo, ¿no?
¡Mire!
¡Mire pa’llá!
¡No me diga, ay, no! Fue culpa mía. Yo se lo pegué al pobre viejo.
296 • Lamentos borincanos
¿Dónde?
Ay, si es verdad, ¡Dios mío, qué dolor! ¡Me vacío en sangre, señor
policía! ¡Llame a alguien, porque de aquí no me voy a poder
levantar!
III-3 De Iluminada y Otros
Asuntos
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rodean.
De Yavé son los hijos; es merced suya el fruto del vientre.
Miel destilan los labios de la mujer extraña, pero su fin es más
amargo que el ajenjo.
Milagritos, tú con tus amigotas de la jai clas. Pues alegría y
muchos besos. ¡Cachaperas!
Debajo de las orejas, qué bonitos ojos tienes, cachapera salerosa.
Milagritos, ¿todavía te meas en la cama, so puerca?
Frankly, my dear.
¡Mira que te veo! ¡No te duermas! ¡De pecho con to’ y maracas!
La vida es una cosa fenomenal, lo mismo pa’l mediocre que pa’l
banal.
Mira, mira, la carreta lleva a la cuarterona por Sol trece,
interior. ¿Será Palm Sunday?
¿De quién será este zapatito, de qué dorado y sicotudo pie?
Cuando salí de Collores me fui yo a dar tres mamadas, recostada
entre las patas, arropá con Víctor Flores.
Gabriela, tu Puerto Rico, apenas posaderas de mis enaguas.
Ay, choferito, prepárate, porque yo quiero que tú me lleves a la
bahía pa’ mear.
Fo, fo, la gallina se cagó en el palo de mangó y la vieja lo limpió
con el trapo del fogón.
Y aquí, en Sábado Gigante, ¡Pumarejo y Luis Vigoreaux,
regalando Kresto y Denia con Eucaliptino setenta, tu alcoholado
preferido!
El Josco viene a La Cuchilla marca Chicago Cutlery de Macy’s
de Plaza Las Américas. ¡Hazlo gandinga!
¡Temporal, temporal, allá por el matorral!
Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ranas. Canas
verdes me han salido, esperando por mi Heathcliff Saldaña.
304 • Lamentos borincanos
Fa, fe, fi, fo, fu, fifú, fifú, esto no tiene nombre.
Miren, fui calva, pero tengo mi pelo otra vez, reluciente, que
juega con la brisa, para que lo sepan, que donde estoy calva es de aquí
abajo, para que gocen. ¡Festéjenme, que aquí tengo la placa!
Dos y tres son cinco, el culo de jinco.
Mi escuelita, mi escuelita, yo le pongo dinamita, pa’ que explote,
pa’ que explote, como una salchicha frita. Por la mañana temprano,
lo primero que yo hago, es saludar a mi maestra y mandarla pa’l
carajo.
Laura Alverio, ya sé que no lo eres, hija del sol trigueño con
ladillas, entiérrame muy hondo y ten cuidado, que las mogollas de
panas se vomitan.
Mira, Milagritos, hija del diablo, legión de demonios
cachaperos, sal de ese matorral o te voy a dar una tunda que te van a
tener que poner cebo de Flandes hasta en el chocho.
¡Perdóname, Julia, si no te nombro! Lejos de ti, mi teta seca.
Tome Carnation, la leche de vacas contentas.
¡Ubres ubérrimas de América del que siembra su maíz!
¡Los escritores se han fatigado, zafia Antígona Pérez!
Pra, pre, pri, pro, pru. Pra, pra, pra, a tiro limpio con los
maricones tapaítos.
Ña, ñe, ñi, ño, ñu. Ensanches de cuecos cuicos se ensalsan y se
ensañan tiñosos de ñáñiga ñoña ñarrativa de ñachos cañachos.
¿No es verdad, paloma mía, que en esta apartada orilla, más
puta la luna brilla y hasta se chicha mejor?
Para ser tan pipiolo, ¡qué mucho te gusta la hiel nuestra de cada
billete verde, pitiyanquii del closet!
¡My money is gone with the wind! ¡My thousand ducats!
Mi redentor vive, y al fin se erguirá como fiador sobre el polvo.
En mi carne contemplaré a Dios.
306 • Lamentos borincanos
compañeros.
Yo soy tu narciso de Sarón, una azucena de los valles. Ven y
acaricia mis senos de alabastro.
Yo soy tu camino, tu verdad y tu vida.
—Le da con la religión.
—Pero hoy no ha cantado himnos religiosos.
—Es temprano todavía.
Yo soy boricua, mi amor es el rotito, para mi islita no encuentro
zafacón.
Yo en mi tierra no soy spic and span. ¡Somos un pueblo, no un
reguerete de gente, somos nación! ¡Tenemos el derecho de nacer,
mamá Dolores! ¡Usmail! ¡Que se vaya, que se vaya, que se vaya la
Marina de Vieques! Asunción, Asunción, ese hijo va a ser marinero.
El verso es vaso sanitario: poned en él tan sólo lo que sea de
reciclaje.
—¡Mata esa cucaracha!
—¡Ay, es voladora!
—¡Mírala, se metió detrás del archivo!
—Desde ayer están revueltas. Debe venir barrunto.
—No necesitan barrunto. Aquí tú sabes que campean por sus
respetos.
—Como las ratas.
—¿Viste la que mataron ayer en la cocina? Parecía un gato.
—So, niña, que eso es pollito desmenuzado de Swanson’s.
—Ay, ¡fo!
—Ji, ji, ji, ji.
Seguridad con Dial, porque Dial es el mejor jabón de esos de
antes.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche, escribir, por
ejemplo, la mostrenca está estancada.
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