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IV.

MOISÉS
EL LIBERADOR DE ISRAEL
(Prudencio García Pérez)

INTRODUCCIÓN

El libro del Génesis, con los episodios de los orígenes y de los patriarcas, es una
introducción a los acontecimientos del Éxodo, que presentan la creación de Israel como
pueblo de Dios. Las promesas de Dios a Abraham, renovadas a Isaac y Jacob, finalmente
se van a cumplir en el nacimiento de ese pueblo que, de la mano de Moisés, tomará en
posesión la tierra prometida.
Pero antes de hablar de las aventuras de Moisés, el personaje central de nuestro
estudio, conviene recordar cómo llegaron Jacob y sus hijos al territorio de Egipto. El
hombre clave de esta entrada de los hebreos fue José (‘Dios añade’), como se nos cuenta
en Génesis 37-50 por medio de un lenguaje narrativo de tipo sapiencial o didáctico
repleto de detalles anecdóticos y emotivos. La historia de José nos muestra como Dios se
sirve de los pecados de los hombres para traer la salvación al pueblo elegido. Así lo
intuyó el mismo José cuando se dio a conocer a sus hermanos en Egipto, los mismos que
le habían vendido como esclavo: “Dios me ha enviado delante de vosotros para que
podáis sobrevivir en la tierra y para salvaros la vida mediante una feliz liberación” (Gn
45,7). Y también dice: “Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para
bien, para hacer sobrevivir a un pueblo numeroso” (Gn 50,20). La figura de José está
repleta de virtudes humanas como el amor fraterno y paterno, el perdón generoso y la
integridad de vida, todas ellas fundadas en una confianza inamovible en Dios. Por esto,
José es uno de los personajes más nobles de la Biblia.
¿Qué más podemos decir de la figura de José y de la situación histórica de su
época? José entró probablemente en Egipto hacia el año 1700 a. C. en tiempos de los
Hicsos, tribus de origen semítico surgidas del desierto siro-arábigo. Estas tribus estaban
dirigidas por una aristocracia militar, poseían un armamento superior al de los pueblos
vecinos (arco doble, carros ligeros de combate tirados por caballos) y disponían de un
sistema de defensa muy eficaz basado en la fortificación de murallas. Éstos, pronto se
adueñaron de Siria, Canaán y Egipto. Instalaron su capital en Avaris (cerca de la
desembocadura del Nilo con el mar Mediterráneo), conocida más tarde como Pi-Ramsés.
Los egipcios los llamaron con el nombre de Hicsos que significa ‘reyes extranjeros’.
Estos retuvieron el poder por unos 150 años, hasta el 1560 a. C. aproximadamente. Estos
datos históricos nos ayudan a comprender que un hombre como José, extranjero y semita,
fuese encumbrado al puesto de Visir o Virrey, o simplemente al de Ministro de
Agricultura (Gn 41,37-49), y que su padre Jacob y familia, unas 70 personas, fuesen
acogidos en la región de Goshen, la nordeste del delta (Gn 47,1-6). Jacob y sus hijos
acostumbrados a la vida seminómada de los pastores de ovejas, vida austera y dura, desde
este instante van a descubrir la comodidad y relajación de la vida sedentaria en una tierra
muy rica y propicia para la multiplicación del ganado y de los miembros del clan.
Con la expulsión de los Hicsos de Egipto de manos de un príncipe nacionalista de
Tebas llamado Ahmosis (1580-1558) se da inicio a cinco siglos de oro en los que Egipto

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ensancha sus fronteras hasta Mesopotamia y se convierte en la primera potencia mundial
con los prestigiosos nombres de los Tutmosis, los Amenofis y los Ramsés (faraones de
Egipto).
¿Por qué fueron los hebreos reducidos a la esclavitud? Mientras los hebreos se
multiplicaban en Goshen, sobrevino un brusco cambio de política en Egipto según el
texto bíblico: “Se alzó en Egipto un nuevo rey, que nada sabía de José” (Ex 1,8). La
expresión parece hacer referencia a Ahmosis, quien derrotó a los Hicsos y los expulsó de
Egipto, por lo que el odio de los egipcios hacia estos invasores envolvió también a los
hebreos, sus protegidos. Pero la verdadera persecución comenzó siglos después con
Ramsés II, faraón conocido por sus ansias de grandeza, cuyo reinado se extendió durante
todo el siglo XIII a. C. (1290-1224). La finalidad de esta persecución era evitar que los
hebreos siguieran multiplicándose, pues eran ya muy numerosos. El pretexto o motivo
para llevarla a cabo era la seguridad nacional, pues los hebreos ocupaban la región
fronteriza del noreste y, en caso de una nueva invasión, éstos podían aliarse con el
enemigo (Ex 1,10). De ahí, que el faraón decidiera aplicar dos medidas efectivas de
opresión contra este pueblo: 1) bajo el látigo cruel de los capataces, trabajos obligatorios
en la fabricación de ladrillos para la construcción de las ciudades-almacén de Pitom y Pi-
Ramsés y duras tareas agrícolas (Ex 1,11-14); 2) el decreto real de que todos los recién
nacidos varones hebreos fuesen echados a los canales del Nilo (del cual no tenemos
testimonios extra-bíblicos).
Sobre este trasfondo dramático surge la figura de Moisés, un hombre que llenará
todo el libro del Éxodo y la historia de Israel.

4.1. ¿QUIÉN FUE MOISÉS?

Moisés nació en Tanis hacia el año 1300 a. C., cuando la opresión de los egipcios
hacia los hebreos era terriblemente dura e insoportable. Su madre se llamaba Yokebed y
su padre Amram, de la tribu de Leví (Ex 6,16-20). Tenía dos hermanos mayores, Aarón y
Myriam (Nm 26,59).
Nació en la época en que, según la Biblia, el faraón de Egipto había promulgado
un decreto real en el que condenaba a muerte a todos los varones hebreos recién nacidos.
Para liberarlo de la muerte, su madre y su hermana, lo metieron dentro de una cesta que
dejaron sobre las aguas del río Nilo, en donde fue encontrado y salvado por la hija del
Faraón, quien le puso el nombre de Moisés1, que significa ‘de las aguas lo he sacado’ (Ex
2,3-10). La hermana de Moisés, Myriam, se comprometió con la hija del faraón a buscar
a una mujer hebrea, su madre, para que lo criase durante los primeros años de su vida.
La infancia y juventud de Moisés es un misterio, no sabemos nada. Sobre la
educación recibida, tampoco tenemos datos históricos o bíblicos. Es muy posible que, al
ser adoptado por la hija del faraón y vivir en la corte, frecuentara la ‘escuela de los
1
El significado del nombre de Moisés, según la etimología de la lengua hebrea, no se corresponde con lo
que dice el texto bíblico, pues ‘mocheh’ (participio pasivo del verbo ‘mashah) se traduce por ‘el que saca’.
Por otra parte, dado que la princesa egipcia no hablaba hebreo, es más probable que le diese el nombre
egipcio de ‘mose’ que significa ‘hijo’, que se encuentra a menudo en los nombres teóforos de los faraones:
Ahmosis, ‘hijo de Ah’; Tutmosis, ‘hijo de Tut’; Ramsés, ‘hijo de Ra’. Por tanto, la tradición hebrea es
posible que haya recortado su nombre para evitar la alusión a otros dioses distintos del único Dios de Israel.

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escribas de la corte’, recibiendo la educación y formación propia de un escriba, es decir,
convertirse en un funcionario público especializado en el difícil arte de la escritura
jeroglífica y cuneiforme, y en las demás disciplinas de la época (así lo afirma el libro de
los Hechos de los Apóstoles 7,22: “Moisés fue educado en toda la sabiduría de los
egipcios...”; en Ex 11,3 también se dice que “Moisés era un gran personaje en la tierra
de Egipto...”). Esta formación le será muy útil en el futuro, a la hora de preparar y
promulgar las leyes de su pueblo.
Su educación y la buena vida de la corte no fueron motivos suficientes para que se
olvidara de los suyos y rompiera los lazos que le unían a su pueblo. De hecho, nos dice
Ex 2,11-15 que “cuando Moisés fue ya mayor, fue a visitar a sus hermanos, y comprobó
sus penosos trabajos; vio también cómo un egipcio golpeaba a un hebreo, a uno de sus
hermanos. Miró a uno y a otro lado, y no viendo a nadie, mató al egipcio y lo escondió
en la arena”. Pero la noticia del asesinato se supo y tuvo que huir de Egipto para salvar
su vida. Pasó la frontera y se internó en el desierto sinaítico hasta llegar a Madián, en el
vértice el golfo de Aqaba. Allí fue acogido por el jefe de un clan al quien se denomina
con distintos nombres según distintas tradiciones: Reuel (‘pastor de Dios’ en Ex 2,18 y de
tradición Yavista); Jetró (‘príncipe’ en Ex 3,1 y de tradición Elohista); Jobab, que parece
ser su propio nombre (Jue 1,16), mientras que los otros dos serían más bien títulos. Según
Ex 18,1-12, Jetró conocía y bendecía el nombre de Yahvé, por lo cual se supone que los
madianitas conservaban la antigua fe de Abraham.
Moisés se casó con la hija de Jetró, Séfora, y tuvo dos hijos: Guershom y Eliezer
(Ex 18,1-4). Se convirtió en pastor de los rebaños de su suegro. Ese período de destierro
en el desierto fue para él un largo retiro espiritual. La soledad del desierto era propicia
para la reflexión, para el encuentro del hombre consigo mismo y con Dios.
Durante su estancia en Madián murió el faraón, probablemente Ramsés II y “los
hijos de Israel, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor subió hasta Dios.
Oyó Dios sus gemidos y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob” (Ex 2,25-
24). En todos los tiempos y lugares Dios oye el grito de los oprimidos, la esclavitud de su
pueblo, y acordándose de su promesa a los patriarcas, va a romper su silencio y a
intervenir para remediar la situación trágica del pueblo explotado.

4.2. LA VOCACIÓN Y MISIÓN DE MOISÉS (Ex 3,1-4,17)

1. LA MANIFESTACIÓN DE DIOS (teofanía)

Un día, mientras conducía el rebaño, llegó Moisés hasta el pie del monte llamado
Horeb (trad. Elohista y Deuteronomista) o Sinaí2 (Trad. Yavista y Sacerdotal), donde vio
una zarza que ardía y no se consumía. Se trata por tanto de una visión sorprendente que
sirve para atraer la atención de Moisés. Una vez que la visión de la zarza a cumplido su
objetivo (atraer la atención del curioso), se establece un diálogo donde lo importante ya
no es el ‘ver’, sino el ‘escuchar’ y el ‘hablar’:
“- Moisés, Moisés!

2
El nombre del Monte Sinaí quizás provenga del término hebreo ‘seneh’ que significa ‘zarza’, pues fue en
ese monte donde Moisés recibió la revelación de Dios por medio de la zarza encendida que no se quema.

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El respondió: - Heme aquí.
Le dijo la voz: - quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es
tierra sagrada. El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto la opresión
con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío al faraón, para que saques
a mi pueblo de Egipto”. (Síntesis de Ex 3,4-11).

Quien se revela a Moisés no es un desconocido, sino el Dios de sus padres


Abraham, Isaac y Jacob, un Dios ligado a su pueblo por una historia de amor y unas
promesas. Dios toma la iniciativa de salvar a su pueblo. La situación de opresión del
pueblo es constatada por Dios con tres verbos: he visto, he oído y conozco. Sigue la
decisión de intervenir de Dios con otros tres: voy a bajar, liberarlo y llevarle a una tierra;
esta tierra es definida con tres adjetivos: buena, espaciosa y fértil.

2. LOS MIEDOS DE MOISÉS

La misión que le encomienda Dios es sobrehumana y Moisés lógicamente intenta


resistirse. Moisés teme lo desconocido y sabe que su pueblo es cabezota. Ante la
resistencia, los miedos y las dudas de Moisés, Dios le invita a poner la mirada en el
futuro, animándole a la acción y prometiéndole su asistencia en dicho proyecto.
La primera duda de Moisés es la más radical: “¿Quién soy yo para ir al faraón y
sacar de Egipto a los israelitas?” (Ex 3,11-12). Moisés, el pastor de ovejas, es consciente
de su propia incapacidad. Es un huido de la justicia, un pobre hebreo marginado, un
pastor y un asesino despreciable para los egipcios. La respuesta de Dios consiste en una
promesa de ayuda constante (“yo estaré contigo3”) y un signo que mira al futuro
(“cuando hayas sacado al pueblo de Egipto daréis culto a Dios en este monte”). Dios le
invita a abandonarse en sus manos, a creer en la misión y en su éxito. Dios recuerda a
Moisés que sólo es un instrumento en sus manos, la realización de la misión es obra de
Dios, él lo tiene todo preparado y conoce el desenlace.
La segunda duda está en relación con el nombre de Dios, Moisés quiere conocer
el nombre de quien lo envía: “No sé tu nombre. Dios respondió: Yo soy el que soy” (Ex
3,13-15). La pregunta de Moisés quizás mira al pasado, quiere saber quién es ese Dios
que ha abandonado a su pueblo en la esclavitud y opresión de Egipto y si se puede fiar de
él. Y también mira al futuro, pues cuando le pregunten necesitará dar explicaciones, no
quiere dejar cabos sueltos. Sin embargo, el nombre de Dios: “Yo soy el que soy” (en
hebreo “Eyeh ‘aser ‘eyeh”), es un juego de palabras con el verbo ‘ser’. En realidad no es
el nombre de Dios, ni dice nada de su esencia; lo único que indica es que ese Dios es
misterioso, trascendente, imposible de comprender para la mente humana, el Dios de sus
antepasados y que las acciones que va a realizar en Egipto serán las que revelen su
nombre y su poder.
La tercera duda de Moisés está relacionada con sus hermanos israelitas en Egipto:
“No van a creerme, ni escucharán mi voz; pues dirán: ‘no se te ha aparecido Yahvé’”
3
La fórmula “Yo estoy contigo” se dice a quienes Dios elige como instrumentos para llevar a cabo una
misión importante dentro de su plan salvífico. Y así se dice que Dios está con Jacob (Gn 28,15), con José
(Gn 39,21), con Moisés (Ex 3,12), con Josué (Jos 3,7), con los jueces (Jue 2,18), con Samuel (1Sm 3,19),
con David (1Sm 18,12), con Ezequías (2Re 18,7), con Jeremías (Jr 1,8.19), con María (Lc 1,28), con Juan
Bautista (Lc 1,66), finalmente con los apóstoles (Hch 11,21) y sus sucesores hasta el fin del mundo (Mt
28,20).

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(Ex 4,1). En realidad, Moisés pone como excusa a sus compatriotas para ocultar su
incredulidad, pero Dios le convence con signos que anuncian los futuros prodigios: el
bastón se convierte en serpiente, la mano leprosa y el agua convertida en sangre. Estos
signos legendarios revelarán a todos, al pueblo, al faraón y al mismo Moisés, quien es el
Señor. El pueblo los necesitará para creer y el faraón para doblegarse ante Dios.
La última duda de Moisés es la incapacidad para expresarse, de persuadir, el no
saber hablar: “Yo no he sido nunca hombre de palabra fácil, ni aún después de haber
hablado tú con tu siervo; soy torpe de boca y de lengua... Por favor, envía a otro” (Ex
4,10.13). A petición de Moisés, Dios consiente que Aarón sea el portavoz de sus palabras,
pero Moisés sigue siendo la boca de Dios y el bastón es el instrumento a través del cual
se manifestarán los prodigios divinos. En definitiva, lo decisivo no es la capacidad del
enviado sino la palabra que Dios que se debe comunicar4.

4.3. LA VUELTA DE MOISÉS A EGIPTO

1. EL ENCUENTRO CON EL FARAÓN (Ex 5-6)

La vuelta de Moisés a Egipto da inicio a su vida pública. Se presenta ante el


faraón, que sería Merneptah, el hijo de Ramsés II, y en principio sólo le pide permiso
para pasar la frontera con el fin de ir al desierto a ofrecer un sacrificio de primavera que
los pastores tenían por costumbre. El faraón le niega el permiso, pues sospecha con razón
que aquella salida sea un pretexto para escapar de Egipto, perdiendo así para sus
construcciones públicas tan abundante mano de obra gratuita.
Con el fin de evitar que los israelitas ocupen su mente en temas religiosos o en la
esperanza de liberación que trae Moisés, el faraón ordena endurecer las condiciones de
los trabajos forzados: tienen que producir la misma cantidad de adobes al día, pero
además deben buscar la paja para mezclarla con el barro. El enfrentamiento entre las dos
fuerzas antagónicas se agudiza: el estado tiránico, representado por el faraón, tiene el
ejército y el látigo; el pueblo oprimido, representado por Moisés, tiene la razón y la
asistencia divina. Ahora comienza la verdadera lucha o pulso de fuerza, unos para obtener
la libertad y otros para mantener al pueblo en la esclavitud. El faraón se obstina en
denegar el permiso de salida. Rotas las negociaciones pacíficas y dialogantes, empieza la
lucha por la libertad, pero no será con las armas en la mano, sino que será Yahvé quien
luche en favor de su pueblo.

2. LAS PLAGAS DE EGIPTO (Ex 7-11)

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En esta sección de la vocación y misión de Moisés, se notan una serie de curiosidades lingüísticas: en Ex
3,2-7 domina la terminología ‘ver-visión’ (7veces); en Ex 3,10-15, ‘enviar’ (5 veces); en Ex 4,1-9, ‘creer’
(4 veces); en Ex 4,10-17, ‘hablar’ (7veces) y ‘boca’ (7 veces).

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La sección de las plagas forma un arco que parte de la esclavitud del pueblo para
llegar a la libertad gracias al Señor que libera a los suyos y castiga al faraón. Estas 10
pruebas, desgracias, signos o prodigios revelan el poder divino contra la fragilidad del
hombre, incluso contra la de aquellos que se consideran poderosos. Al mismo tiempo,
indican las oportunidades que Dios ofrece al faraón para cambiar su actitud hacia el
pueblo.
Si tenemos la paciencia de recorrer estos cinco capítulos, encontraremos un
montón de detalles que, tomados al pie de la letra, nos dejarían bastante perplejos o
sorprendidos. Las plagas comienzan a golpe de bastón, unas veces en manos de Moisés, y
otras en manos de Aarón. Golpean el Nilo, y se convierte en “sangre” no sólo el agua del
río, sino también las vasijas caseras en todo Egipto. Extiende Moisés su vara, y ejércitos
de ranas salen del río, invaden las casas, los dormitorios, los hornos, etc. Otro día golpea
Moisés el polvo del suelo y todo el polvo se convierte en mosquitos. Ahora es Yahvé
quien envía enjambres de tábanos sobre todo Egipto, excepto la región de Goshen donde
están los hebreos. Yahvé manda una peste que mata a todo el ganado de los egipcios, pero
el ganado de los hebreos queda intacto. Moisés y Aarón echan ceniza al aire, y se cubren
de heridas y úlceras los hombres y el ganado de Egipto. Moisés levanta el bastón, y cae
una tempestad de granizo y pedrisco sobre el país. Extiende la mano, y la langosta devora
todas las cosechas y durante tres días densas nieblas cubren todo Egipto; sin embargo,
sobre la región de Goshen brilla la luz del día. Finalmente, Moisés anuncia al faraón que,
si no deja salir al pueblo hebreo, morirán todos los primogénitos del país, desde el hijo
del faraón hasta el primer nacido del ganado.
No podemos tomar al pie de la letra un relato tan terrorífico y sobrecogedor. Las
plagas son en el fondo fenómenos naturales conocidos en Egipto y que no extrañan a
quien conoce la geografía y la climatología del país. Las inundaciones anuales del Nilo
explican el color rojizo del agua (barro y limos), la muerte de los peces, las plagas de
ranas y mosquitos que provocan llagas en personas y animales; el pedrisco, la plaga de
langostas y una tormenta de arena que oscurece el sol (producida por el siroco, viento del
desierto), completan la relación. Estos fenómenos naturales comunes en Egipto fueron
interpretados por los hebreos como signos o señales del poder de Dios sobre el faraón,
símbolo del poder materialista, opresor, terco e hipócrita.
Si tenemos en cuenta que la redacción final del libro del Éxodo fue llevada a cabo
a finales del siglo V a. C. y que estos relatos fueron celebrados y repetidos de generación
en generación durante más de 800 años, es fácil comprender que este drama épico-
sagrado con un núcleo histórico se fue adornando con muchos detalles exagerados,
novelísticos, literarios y litúrgicos hasta llegar a la forma actual. Por tanto, estos signos
son el resultado de una reflexión religiosa de ciertos acontecimientos naturales, donde lo
milagroso se impone a lo real e incluso a lo verosímil. El protagonista es Dios, quien con
su poder consigue la liberación para su pueblo oprimido por el poder egipcio. El
antagonista es el faraón, quien con su obstinación en la maldad y opresión atrae la
desgracia sobre los suyos.
Desde el punto de vista de la composición literaria del relato, se observa un
esquema uniforme bien marcado, donde las repeticiones, paralelismos y estribillos
reflejan la intencionalidad del mismo:
• “Deja salir a mi pueblo, para que me dé culto en el desierto” (Ex 7,16.26; 8,16;
9,1.13; 10,3).

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• “Se endureció el corazón del faraón” (Ex 7,14.17; 8,11.15.18.28; 9,7.12;
10,20.27; 11,10).
• “Conocerás que yo soy el Señor-Yahvé” (Ex 7,17; 8,6.18; 9,14; 10,2).

Estos estribillos nos descubren el sentido teológico de la narración: a) Dios está


decidido a sacar a su pueblo de la esclavitud para que le pueda dar culto en libertad; b) El
hombre es libre en sus decisiones y, por tanto, responsable de su obstinada resistencia a la
voluntad de Dios; c) Pero la obstinación del hombre no podrá impedir que Dios realice
sus designios o proyectos. En definitiva, el Dios de Israel es un Dios liberador, que se
enfrenta a la tiranía en favor de los oprimidos.

3. LA FIESTA DE LA PASCUA (Ex 12)

El origen de la fiesta es pre-israelita. Era la fiesta de primavera de los pastores


seminómadas, en la que se ofrecía a la divinidad un cordero o un cabrito para asegurar la
fecundidad y preservación del rebaño. Se celebraba en la estación del año en que paren
las ovejas y se sale para la trashumancia. Los hebreos, pastores también, la celebraban ya
antes de la salida de Egipto, yendo cada año tres días en peregrinación al desierto (Ex
3.18; 5,1-3), probablemente al gran oasis de Cadés-Barnea, en el Négueb.
El ritual de la fiesta consistía en separar del rebaño días antes un cordero o cabrito
macho de un año, y se inmolaba al ponerse el sol, cuando los pastores volvían del
pastoreo. Lo comían asado, condimentado con hierbas del desierto, y sin romperle ningún
hueso, simbolizando así que Dios lo haría ‘revivir’ por medio de la fecundidad del
rebaño. La fecha era la más adecuada, la noche del 14 de Nisán, primera luna llena de la
primavera (marzo-abril), la noche más clara para emprender el camino desde los pastos
de invierno a los de verano, pero también arriesgada por el peligro de las fieras y de los
salteadores. De aquí el rito de marcar con sangre los palos de las tiendas para que el
peligro ‘pase de largo’, que es lo que significa el término “pascua” (en hebreo ‘pesaj’; en
arameo ‘pasja’). La manera de comer el cordero también es típica de quienes iban a
emprender un rápido y largo viaje: ceñida la cintura con un cinturón para remangarse los
pliegues de la túnica, las sandalias puestas y el bastón de pastor en la mano.
Pero aquel año, por la obstinada negativa del faraón de dejarlos salir del territorio
egipcio, Yahvé les ordena celebrar en Egipto los ritos acostumbrados la misma noche del
14 de Nisán, que será la salida definitiva coincidiendo con la última plaga, la muerte de
los primogénitos. Las casas de los hebreos, marcadas las jambas y los dinteles con la
sangre del cordero, son ‘pasadas’ de largo por el ángel exterminador, o sea, la peste (2Sm
24,15-17; 2Re 19,35). De este modo, aquellos ritos primitivos se desligan de una fiesta de
primavera o naturalista, para quedar vinculados al acontecimiento histórico-salvífico de
la salida de la esclavitud de Egipto.

4. LA FIESTA DE LOS ÁZIMOS (Ex 12,15-20)

La pascua y los ázimos aparecen fusionados en una sola fiesta, pero


originariamente eran dos fiestas independientes. Así como la pascua era la fiesta de los
pastores semi-nómadas, los ázimos (matsot) era la de los agricultores sedentarios. Se
celebraba también en primavera, y consistía en ofrecer a la divinidad las primicias de la

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siega de la cebada en forma de tortas sin levadura, porque nada viejo debía ofrecerse,
sino un producto totalmente nuevo.
Pero aquel año, esta fiesta se asoció a la del cordero pascual, añadiéndole un
nuevo significado: la salida de Egipto fue tan apresurada que la pasta no tuvo tiempo de
fermentar (Ex 12,39). Más adelante, el ‘pan de la prisa’ será también el ‘pan de la
aflicción’, pues les recordará los años de la esclavitud (Dt 16,3). Cuando hayan llegado a
la tierra prometida, Palestina, y celebren en familia la pascua con los ázimos el 14 de
Nisán, será una cena de ambiente alegre y religioso. Será para siempre el ‘memorial’ o
recuerdo de la prodigiosa actuación de Yahvé a favor de su pueblo: el ‘paso’ de Dios que
libera de toda servidumbre.

Antes de concluir, un par de observaciones. En primer lugar, el paso de la pascua


no puede separarse del paso del mar Rojo. El mismo relato bíblico une los dos
acontecimientos: el Dios que ‘pasa’ es el mismo Dios que ‘hace pasar’ a través del mar.
En la vivencia de estos dos sucesos, Israel tuvo conciencia de que Yahvé es el Dios que
hace pasar de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida. En segundo lugar, la
pascua es en la actualidad la fiesta mayor de judíos y cristianos, ambas coinciden en la
misma época del año, pero la pascua cristiana es la plenitud de la judía: el Dios salvador
que actuó en el éxodo de Egipto es el mismo que actuó en la muerte y resurrección de
Jesús: en la pascua judía liberó a un pueblo, en la cristiana libera a la humanidad entera.
Como ‘memorial’ de la nueva pascua instituyó Jesús la eucaristía, en la que él mismo es
el cordero con cuya sangre hemos sido liberados (1Cor 5,7; Jn 19,32-36; 1Pe 1,18-19).

4.4. LA SALIDA DE EGIPTO (Ex 13-14)

El acontecimiento decisivo para que el faraón permitiera la salida de los hebreos


de Egipto fue la muerte de todos los primogénitos del país, desde los hombres hasta los
animales (Ex 12,29-30). Como ya sabemos, la Biblia a menudo atribuye a Dios acciones
que tienen su origen en otras circunstancias. Así, en esta última plaga la causa natural
omitida fue probablemente el brote de una peste: muere el hijo del faraón y se extiende a
las demás familias del país. Obviamente el afirmar que ‘murieron todos los primogénitos’
es una exageración propia del género literario de la epopeya nacional. Con todo, este
evento fue el golpe de gracia que cambió el corazón del faraón para dejar salir a los
israelitas, quien incluso les apremiaba para que se marcharan cuanto antes del país.
¿Cuántos israelitas abandonaron Egipto? La tradición sacerdotal, aficionada a las
estadísticas, dice que unos 600.000 hombres de a pie, sin contar los niños dejaron el país
(Ex 12,37; Nm 33,3). La expresión ‘hombres de a pie’ se refiere a aquellos capaces de
tomar las armas; ahora bien, con los ancianos, mujeres y niños, supondría una multitud
de unos tres millones, tantos como la población actual de Israel. La cifra es irreal.
Probablemente la palabra original “elef” no deba traducirse por ‘mil’, sino por grupo o
familia (como en 1Sm 10,19), lo cual correspondería a unas 700 familias, resultando un
número alrededor de 25.000 ó 30.000 personas, cifra más cercana a lo real.
¿Quiénes formaban esa multitud liberada? Actualmente se admite que sólo una
parte de las 12 tribus de Israel y una multitud abigarrada abandonaron la tierra de Egipto.

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Algunos grupos de israelitas ya habían vuelto a Canaán, tal vez en ocasión de la
expulsión de os Hicsos en el año 1560 a. C. También se considera muy probable que
algunas tribus del norte de Palestina, como Zabulón, Neftalí y Aser, nunca bajaran a
Egipto. El texto bíblico también habla de una “multitud abigarrada” (Ex 12,38), es decir,
todo tipo de gente: egipcios, extranjeros y gente oprimida que aprovecharon la ocasión
para escoger la libertad (cf. Lv 24,10). Todos estos grupos de gente serán los que
formarán el futuro pueblo de Israel.
¿Cuándo tuvo lugar la salida de Egipto? Actualmente se defienden dos
cronologías. Los partidarios de la cronología larga afirman que el éxodo tuvo lugar en el
siglo XV a. C. con Tutmosis III (1502-1448) como faraón opresor y con Amenofis II
(1448-1414) como faraón de la salida. La razón que dan es que el templo de Jerusalén
comenzó a construirse 480 años después de la salida de Egipto (ver 1Re 6,1), y puesto
que Salomón empezó su construcción hacia el año 960 a. C., tenemos 480 + 960 = 1440
a. C. En cambio, los defensores de la cronología corta ubican el éxodo en el siglo XIII,
con Ramsés II (1292-1225) como faraón opresor y Merneptah (1225-1214) como faraón
de salida. Son varias las razones que aportan:
1. La cifra de 480 años de 1Re 6,1 suena un tanto artificial: 12 generaciones de
40 años; 12 y 40 son números muy simbólicos y poco reales.
2. El relato bíblico dice que los faraones opresores del éxodo residían en el delta
del Nilo. Ahora bien, sólo Ramsés y Merneptah tenían la capital allí, mientras
que Tutmosis y Amenofis residían en el sur del país, en Tebas.
3. Hacia finales del siglo XIII a. C., Palestina sufrió una gran violencia
‘cultural’, donde como ha demostrado la arqueología, las ciudades de Betel,
Lakish, Eglón y Jasor fueron incendiadas, ciudades conquistadas por Josué.
4. Además, en la estela de Merneptah de 1220, conmemorativa de la campaña
militar de Palestina, habla por primera vez de Israel diciendo: “Israel ha sido
destruido, su semilla ya no existe”. Esta expresión puede aludir a la
destrucción de la parte de Israel que nunca salió de Canaán, o también al
grupo que acababa de salir de Egipto y que andaba errante por el desierto.

Por estas razones, hoy día se acepta casi con unanimidad que la fecha del éxodo
es el siglo XIII a. C., bajo Ramsés II faraón opresor y Merneptah faraón de la salida.
¿Cuál fue el itinerario que siguieron en su salida? El camino más lógico y rápido
era salir por el mismo que entraron: el de la costa mediterránea, la ruta normal de las
caravanas comerciales. Sin embargo, el camino hacia la libertad elegido por Dios tenía
que ser más largo y desconcertante. Les conduce hacia el sur, les hace cruzar el mar Rojo,
y los introduce en el desierto durante unos 40 años para que tomen conciencia de su
identidad nacional y religiosa, para que rompan todo contacto con otros pueblos y sus
dioses y aprendan a ser el pueblo de Dios (Lv 20,26). El texto bíblico nos presenta unas
bellas imágenes o metáforas para indicar la forma en que Dios conduce y protege a su
pueblo: caminaba delante de ellos (Dt 1,30); iba al frente, de día en columna de nube y de
noche en columna de fuego para iluminarlos (Ex 13,21); los llevaba por el camino como
un padre lleva a su hijo (Dt 1,31), como un águila lleva la nidada sobre sus alas
desplegadas (Ex 19,4; Dt 32,11); el ángel de Yahvé los guiaba (Ex 14,19). El líder
carismático que dirige al pueblo es Moisés.

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El lugar donde acamparon los hebreos antes de cruzar el mar Rojo no se conoce
con certeza, pero los exegetas actuales ubican los puntos geográficos de Ex 14,2 cerca de
los Lagos Amargos, lagunas poco profundas que se comunicaban con el mar Rojo. Esta
prolongación del mar es lo que se llama en el texto hebreo “yam Suf” (mar de las cañas)
y en los documentos egipcios “pi Tuf” (casa de los papiros). Parece ser que la intención
de Moisés era proseguir hasta un lugar llamado Clysma, el actual Suez, donde había un
vado o acceso poco profundo utilizado por los obreros egipcios que trabajaban en las
minas de cobre y turquesa del Sinaí. Pero no tuvo tiempo de alcanzarlo. El faraón había
cambiado de opinión, y para evitar la fuga había enviado un fuerte destacamento de
carros de combate. Los israelitas sienten pánico al verse acorralados entre el mar y el
ejército egipcio, pero Moisés les exhorta a tener fe y a eliminar el miedo, pues Dios va a
intervenir una vez más para salvarles del peligro (Ex 14,13-14).
¿Qué ocurrió en realidad en el mar Rojo? Dos tradiciones entremezcladas nos
cuentan la misma historia de dos maneras distintas: la Yavista y la Sacerdotal. El autor
Yavista nos dice que “Yahvé hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del este,
que secó el mar” permitiendo el paso de los hebreos. Al amanecer, los egipcios se
lanzaron en su persecución, pero las ruedas de los carros se atascaban en el barro.
Entonces cesó el viento providencial y las aguas volvieron a su nivel habitual,
sumergiendo a los egipcios. Éste es el relato más sobrio, más antiguo y más histórico 5 (Ex
14,21.24-25). El relato del autor Sacerdotal es más reciente y está más adornado por la
tradición: “Moisés extendió su mano sobre el mar y las aguas se dividieron, formando
una muralla a derecha e izquierda” (Ex 14,21a.22-23.29). Se trata claramente de una
exageración de un hecho histórico, que gusta mucho a los que hacen ilustraciones de las
historias sagradas y a los productores de Hollywood. Sería sin embargo mucho más
exegético y pedagógico presentar al Dios que salva al pueblo con una sencillez de
medios, en los que la fe de Israel vio la intervención de Dios y creyó en su poder y en su
bondad (Ex 14,31).
Después de esta angustia, ya en la otra orilla sanos y libres, el pueblo estalló en un
canto de victoria y acción de gracias al Señor. Es cierto que todos estos sucesos, salida de
Egipto y paso del mar Rojo, no aparecen en los anales de Egipto, pero el pueblo de Israel
recordará estos acontecimientos decisivos como el inicio de su existencia como pueblo
libro. No cabe duda que la salida de Israel de Egipto es un hecho histórico, una creencia
tan antigua y enraizada que se grabó para siempre es su memoria.

4.5. EL CAMINO POR EL DESIERTO Y LA ALIANZA EN EL SINAÍ (Ex 16-24)

1. EL DESIERTO DEL SINAÍ

Después de pasar el mar Rojo, el pueblo se adentra en el desierto del Sinaí, lugar
que Moisés conoce bien de su época de pastor. Este desierto forma un triángulo invertido
de 400 kilómetros de largo con montañas que alcanzan los 2600 metros por encima del

5
Los autores modernos están generalmente de acuerdo en que la Providencia se sirvió en esta ocasión de
una serie de fenómenos naturales para atravesar el mar: el agua estaba más baja de lo habitual.

10
nivel del mar. La pobreza del suelo y de sus pocos habitantes no podía tentar a ningún
conquistador. Toda la gloria del Sinaí le viene de la Biblia, que no de la historia.
El desierto del Sinaí no es un ondulante arenal como el Sahara, sino una estepa
árida y accidentada. A medida que se avanza hacia el sur por sus senderos pedregosos,
parece que los montes escarpados van a cerrar el paso, pero siempre hay alguna estrecha
garganta que permite el paso. La vegetación es muy escasa. Sólo alegra la vista algún
palmeral de los contados oasis, algún bosquecillo de tamariscos y retamas, junto con
zarzas al lado de los torrentes secos. De vez en cuando se divisan algunas tiendas de
beduinos, algunas cabras dispersas y algunos camellos que comen las hojas de alguna
acacia solitaria. Pero lo que fascina es la belleza salvaje de sus imponentes montañas
graníticas de color rojo y sin ninguna vegetación, parecen recién nacidas bajo un cielo
intensamente azul.

2. LAS TENTACIONES DEL DESIERTO

Ante un paisaje como este, el relato del éxodo es realista. A medida que los
hebreos se adentran lentamente por los senderos pedregosos, empiezan a experimentar la
sed y el hambre, la fatiga y la inseguridad. Esta es la prueba del desierto, la tentación de
mirar atrás. Y surgen inevitablemente las murmuraciones contra Moisés y Aarón. A la
libertad con hambre preferirían volver a la esclavitud con ajos y cebollas: “Ojalá
hubiéramos muerto a manos de Yahvé en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos
junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan en abundancia! Vosotros nos habéis
traído a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud” (Ex 16,3). “Cómo nos
acordamos del pescado que comíamos de balde en Egipto, y de los pepinos, melones,
cebollas y ajos!”(Nm 11,5). El desaliento por la dureza del camino les lleva también a
dudar de Dios: “¿Está Yahvé entre nosotros o no?” (Ex 17,7). A las comprensibles quejas
del pueblo, Dios responde con tres gestos de bondad: las codornices, el maná y el agua.
Las codornices son aves migratorias que en otoño vuelan del Europa a África,
donde invernan, para emprender en primavera el viaje de regreso. Cruzan el mar Rojo en
grandes bandadas, y buscan descanso en la península del Sinaí. Cuando se posan,
exhaustas por el viaje, es fácil cogerlas con las manos. Se trata, pues, de un fenómeno
natural, milagroso en las circunstancias de oportunidad y abundancia.
La Biblia describe el maná como “una cosa menuda, como granos, de color
blanco y con sabor a torta de miel” (Ex 16,14.31). Ahora bien, existe en los cauces del
Sinaí un tamarisco denominado en botánica “Tamarix mannifera”, alto hasta los cinco
metros, que destila de mayo a junio una sustancia parecida a la descrita en la Biblia. Un
insecto llamado “Traburtina mannipara” pica durante la noche la corteza de las ramas del
tamarisco para extraer la savia. De las picaduras brota una secreción blanquecina que en
parte gotea y cae al suelo junto con el rocío, solidificándose en forma de granos de arroz.
Los beduinos lo recogen por la mañana antes que el sol lo derrita o que las hormigas lo
coman. En tiempos buenos se pueden recoger muchos kilos (hasta 600) y los beduinos lo
muelen y lo usan como azúcar para hacer pasteles. Este es un alimento que no conocían
los hebreos y cuando lo vieron les pareció un prodigio, pero es imposible afirmar que
vivieron del maná durante 40 años, como afirma el autor Sacerdotal (Ex 16,35).
El milagro del agua consiste también en la oportunidad y abundancia más que en
la cosa en sí. Los guías del desierto, conscientes de la importancia vital del agua, hacen

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acampar en los oasis que ellos conocen. De hecho Moisés hacía acampar al pueblo en
lugares donde había fuentes: Mará, Elim, Rafidim, Cadés. Pero las fuentes de agua no son
como las nuestras, sino venas subterráneas que unas veces salen a la superficie y otras no.
Entonces hay que remover las piedras hasta dar con el agua. Podemos, por tanto,
imaginar que, ante las quejas del pueblo en Masá (tentación) y Meribá (acusación o
querella), Moisés, guiado por su experiencia o intuición, remueve las piedras hasta
descubrir el agua (Ex 17,1-7; Nm 20,1-11).

3. LA ALIANZA EN EL SINAÍ (Ex 19-24)

Estos seis capítulos que vamos a analizar brevemente son el corazón del Éxodo y
el eje del AT. Todo lo que precede es preparación para este momento y todo lo que sigue
es consecuencia. La alianza condicionará el destino histórico de Israel: será feliz o
desgraciado en la medida en que sea fiel o infiel al pacto que va a sellar en el Sinaí.

El Señor propone la alianza

El Señor toma una vez más la iniciativa, convoca a Moisés y le pide que
comunique al pueblo su proposición a una comunión de vida. La propuesta divina, en
estilo poético, con ritmo y lógica, es la clave de interpretación de todo el ciclo. Destaca
su aspecto dialogal: el uso de los pronombres ‘yo-vosotros’ indica una relación muy
estrecha entre el Señor y el pueblo. Tenemos que resaltar también el aspecto temporal: la
propuesta tiene tres estrofas y cada ellas contemplan un tiempo distinto: pasado, presente
y futuro, es decir, la totalidad (Ex 19,4-6).
La primera estrofa, con tres partes, mira al pasado, a las hazañas divinas de que
han sido testigos los israelitas: “Habéis visto lo que he hecho con los egipcios (el poder
liberador de Dios), y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila (su asistencia
amorosa en el desierto) y os he traído a mí (una llamada a vivir en intimidad con él)”.
La segunda estrofa mira al presente y tiene forma dialogal: “Ahora, pues, si de
veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza...” Dios no impone sus dones, los ofrece, y
al hombre corresponde aceptarlos libremente. Dios considera al pueblo capaz de una
relación personal y libre, por eso los invita a ser sus aliados y condiciona el pacto a su
cumplimiento.
La tercera estrofa mira al futuro de Israel, también en tres proposiciones: “Si de
veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal
entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de
sacerdotes y una nación santa”. En otras palabras, Dios les propone ser el pueblo
elegido. “Mi propiedad personal” (en hebreo ‘segulá’= posesión) indica la parte del
rebaño propiedad del pastor, bajo cuya tutela hay otras ovejas. El pastor es responsable de
todas las ovejas, pero esa parte le pertenece y no tiene que dar cuentas a nadie de lo que
hace con ellas. Por tanto, Dios elige a Israel como su heredad predilecta, no porque sea el
pueblo más merecedor, sino por su amor totalmente libre y por fidelidad a las promesas
hechas a Abraham. “Un reino de sacerdotes” significa que será un pueblo consagrado al
culto al Señor. Se trata de un sacerdocio colectivo, no de un grupo selecto, cuya misión es
ser testigos del proyecto universal de salvación de Dios. “Una nación santa” es la

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consecuencia lógica de su sacerdocio, porque quien está consagrado al servicio de Dios
ha de ser santo. El pueblo ha de reflejar como un espejo la santidad de Dios.
Todo el pueblo respondió a una voz aceptando la promesa: “Haremos cuanto ha
dicho Yahvé”. Y Moisés llevó a Yahvé la respuesta del pueblo. Ahora entendemos cuál es
la misión de Israel en medio de las demás naciones. Su misión es la de ser el “sacerdote
del mundo” para dar culto al Dios único y verdadero en nombre de los demás pueblos; y
de ser el “testigo de Dios” para comunicar a la humanidad entera el tesoro de la verdad
revelada. Esta elección de Israel como pueblo de Dios no es tanto un privilegio como un
servicio responsable, ya que implica unas exigencias religiosas y morales de difícil
cumplimiento.

La manifestación de Dios

La teofanía o manifestación sensible de Dios es el preludio de la promulgación


del decálogo. Al rayar el alba del tercer día, Dios se manifiesta como dueño y señor de las
fuerzas de la naturaleza en el marco de una imponente tempestad de montaña. Una espesa
nube cubrió la cima del Sinaí, el fulgor de los relámpagos lo envolvían como llamaradas
de fuego, y el retumbar de los truenos hacía estremecer la montaña y el campamento,
llenando de terror al pueblo.
La teofanía del Sinaí no fue una aparición de Dios. El fenómeno de la grandiosa
tormenta fue el medio sensible de que se sirvió Dios para manifestar su presencia y, sobre
todo, su palabra, de la que Moisés será el intermediario e intérprete.

La proclamación del decálogo

La finalidad del decálogo es hacer de Israel una nación santa. Dios que ya lo había
liberado de la esclavitud exterior, ahora quiere liberarlo de la esclavitud del pecado, esa
falta de libertad que es peor que cualquier servidumbre. Por tanto, el decálogo, los ‘diez
mandamientos’, es la carta magna de la libertad y de la dignidad humana. Nos ha llegado
en dos redacciones: la más antigua, de tradición Elohista, se halla en Ex 20; la más
reciente, de tradición Deuteronomista, en Dt 5. Ambas desarrollan con explicaciones y
motivaciones un texto primitivo obra de Moisés, más conciso y fácil de esculpir sobre
tablas de piedra6. Este texto quedaría más o menos de la siguiente forma:
Yo soy Yahvé, tu Dios,
El que te ha sacado de Egipto
1º No tendrás otros dioses fuera de mí
2º No te harás imágenes talladas
3º No tomarás el nombre de Yahvé en vano
4º Acuérdate de santificar el sábado
5º Honra a tu padre y a tu madre
6º No matarás
7º No cometerás adulterio
8º No robarás
6
El decálogo estaba escrito en tablas de piedra para significar su estabilidad como ley fundamental,
siguiendo las costumbres de la época. En Ex 31,18 se dice que las tablas de la ley fueron escritas por el
“dedo de Dios”, esta expresión corresponde a un claro antropomorfismo para subrayar la aprobación divina
de la ley escrita pro Moisés.

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9º No darás falso testimonio
10º No codiciarás la casa ni la mujer de tu prójimo.
El decálogo que tenemos en el catecismo difiere un poco del israelítico, porque ha
tenido en cuanta el progreso de la revelación que culmina en el evangelio. En la
distribución de los mandamientos hay que notar que los tres primeros regulan los deberes
para con Dios, mientras que los siete restantes regulan los deberes para con el prójimo.
Todos ellos son inseparables, puesto que la alianza se rompe tanto con la infidelidad a
Dios como con la violación de los derechos del prójimo. Veamos una breve explicación
de cada uno de ellos:
El primer mandamiento (Ex 20,3) en su aspecto positivo sería como decir
“amarás al Señor sobre todas las cosas”. Aquí se indica que después de haber
comprobado la entrega de Dios por su pueblo, éste debe amarlo como el único Dios, por
encima de todo lo demás. Esto lógicamente exige el rechazo de toda divinidad que le
haga sombra, de toda realidad que pretenda ocupar su puesto (fama, riquezas, posesiones,
poder, el materialismo, el placer, etc.): nada existe fuera del Señor.
El segundo mandamiento (Ex 20,4-6) es consecuencia del anterior: frente a una
costumbre de la época, prohíbe la fabricación de cualquier tipo de imagen divina y
prestarle culto. En su aspecto positivo proclama la trascendencia de Dios que no tiene
analogía en el mundo creado y que nadie ha visto cara a cara. La única imagen divina es
el hombre, creado por él. La veneración que merecían los ídolos en otros pueblos, en
Israel sólo la merece el prójimo. Por tanto, denuncia la fuerza mágica de las imágenes,
pues si la figura puede ser vehículo de acercamiento a Dios, encierra el peligro de
fascinar mágicamente, suplantando a lo que representa.
El tercer mandamiento (Ex 20,7), defiende el nombre del Señor de cualquier
manipulación indigna: blasfemia, brujería o adivinación, falso testimonio. Pone en
guardia al hombre ante la tentación de utilizar la fe y la religión con fines egoístas.
El cuarto mandamiento (Ex 20,8-11) es el puente entre las obligaciones para con
Dios y las que se deben a los hermanos. El sábado como día de descanso y tiempo
consagrado al Señor es una institución característica de Israel. La institución del sábado,
conocida ya por los profetas, alcanza una importancia única a partir del destierro de
Babilonia (686-538 a. C.). Al consagrar el sábado, el hombre reconoce a Dios como
dueño absoluto del mismo. Ese día la persona humana se eleva por encima de cualquier
ocupación o trabajo y se asemeja a Dios: es una invitación a imitarlo, pues después de la
creación descansó. El sábado es una fecha bendita y fuente de bendición, por eso todos
los seres deben descansar junto a su Dios.
El quinto mandamiento (Ex 20,12) tiene una promesa de bendición: “Honra a tu
padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahvé te va a
dar”. El respeto hacia los padres obliga a todos, no sólo a los niños. A los padres se les
debe honor y gloria, como al Creador, por ser ellos quienes nos dieron la vida y la fe, y
también por ser los prójimos más cercanos. Se les debe atención y cariño, aunque por su
edad ya no produzcan o trabajen. No se les puede abandonar o menospreciar. Este
precepto libera al hombre de su egoísmo, haciendo que reconozca su dependencia de
otros y le invita a aceptar su vinculación a una familia y a una fe.
El sexto mira a la preservación de la vida (Ex 20,13): prohíbe la eliminación del
hombre, imagen de Dios. La traducción correcta del verbo hebreo sería “no asesinarás”,
pues se trata del mismo término que se usa para indicar el homicidio culposo, el

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asesinato. Obliga no sólo a dejar vivir, sino también a no dejar morir al hermano (véase
Ex 21,12-15; Lv 19,11; 24,17).
El séptimo (Ex 20,14) prohíbe el adulterio, defendiendo a la esposa, trasmisora de
la vida y eje del matrimonio y la familia. Recalca positivamente el amor fiel como raíz de
la pareja y el hogar (véase Lv 20,10).
El octavo es un poco ambiguo (Ex 20,15). El verbo en hebreo significa “no
tomarás para ti”, pero le falta el objeto y puede referirse tanto a personas como a cosas.
Sin descartar la interpretación normal de “robar cosas”, que se repite en el último, puede
prohibir también toda acción encaminada a privar al prójimo de su libertad (rapto) o
hacerlo esclavo. Obviamente, la libertad va detrás del derecho a la vida y a la familia y
antes de la fama y las posesiones.
El noveno (Ex 20,16), al prohibir los testimonios falsos, quiere defender la fama o
el buen nombre de los demás, cuya pérdida puede conducir a la privación de la libertad,
al aislamiento o a la muerte. Este mandamiento se refiere fundamentalmente a las
declaraciones hechas ante un tribunal de justicia que pueden comprometer el honor y la
vida del prójimo. Defiende positivamente el buen nombre de las personas, la fama, un
bien tan importante como la vida, y garantiza una justicia recta y fiable, base y centro de
una comunidad fraterna.
Finalmente, el décimo mandamiento (Ex 20,17) prohíbe todo intento de
apropiarse de las posesiones de la familia: la mujer, la casa, los siervos, los animales, etc.
En su aspecto positivo, intenta frenar los instintos egoístas y la codicia del hombre.

¿Es el decálogo un fenómeno exclusivo y original del pueblo de Israel? Los


cuatro primeros preceptos: monoteísmo, imágenes y sábado, son exclusivamente hebreos
en el sentido de que no tienen paralelos en el mundo antiguo. En cambio, los seis
restantes tienen paralelos en los antiguos códigos extra-bíblicos, pues pertenecen a la
ética natural como normas fundamentales de toda sociedad humana, por primitiva que
sea.
En Egipto, el capítulo 125 del “Libro de los muertos” (s. XVI a. C.) presenta al
difunto haciendo una confesión para probar su inocencia ante el tribunal de Osiris, dios
de los muertos: “no he sustraído tortas sagradas a los dioses; no he cazado los pájaros
sagrados de los dioses; no he adulterado; no he robado; no he mentido; no he matado a
nadie; no he quitado la leche de la boca de los niños; no he falseado las medidas; no he
desviado el agua de los canales de riego; no he ultrajado al rey; no hice llorar, etc.”.
En Babilonia, el ritual mágico “Shurpu” pregunta a los familiares del enfermo las
posibles faltas que hubiesen sido la causa de su enfermedad: “¿Ha ofendido a algún dios
o diosa? ¿Ha despreciado a su padre o a su madre? ¿Tiene odio a sus antepasados?
¿Tiene rencor a su hermana mayor? ¿Ha empleado balanzas falsas? ¿Ha derramado la
sangre de su prójimo? ¿Se ha acercado a la mujer de su prójimo? Etc.”.
Como se observa, hay en conjunto grandes semejanzas con el decálogo, incluso
en su formulación negativa. Sin embargo, esto no supone una dependencia, sino un
reflejo de la ley natural inscrita en toda conciencia humana. Se trata, por tanto, de un
compendio moral universal y la base de toda civilización basada en la justicia y el amor.
Entonces, ¿qué necesidad tenía el pueblo de Israel de darles una dimensión religiosa?
Como se sabe, la ley natural muchas veces se oscurece en las conciencias de los hombres,

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se va degradando y llevando a la confusión. Así pues, para darle mayor claridad y
firmeza, el pueblo las coloca bajo la autoridad suprema de Dios.

El código de la alianza (Ex 20,22-23,19)

Es una colección de 86 leyes que desarrollan y aplican a la vida cotidiana los


grandes principios del decálogo. El código fue escrito sustancialmente por Moisés
durante la larga estancia en el oasis de Cadés-Barnea, o quizás en las estepas de Moab
antes de morir en el monte Nebo a la vista de la tierra prometida.
Son leyes comunes al derecho vigente en antiguo Oriente Próximo. Se asemejan
notablemente al código de Hammurabi (Mesopotamia, siglo XVIII a. C.), al código de los
Hititas (s. XV) y al decreto de Horemheb (Egipto, s. XIV). Este código refleja una
sociedad arcaica, rural, que depende del ganado más que de la agricultura. Las estructuras
sociales son el clan y la familia, sin una autoridad específica. Existe el culto, pero no los
sacerdotes. Las fiestas están motivadas por el recuerdo de la salida de Egipto. Es una
sociedad pluriforme: libres y esclavos, ricos y pobres, emigrantes asociados y extranjeros.
El nivel más elevado o evolucionado del código es el de la justicia y del amor,
especialmente hacia los pobres e indefensos; por ejemplo: “No maltratarás al forastero,
ni le oprimirás, pues forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto. No vejarás a la
viuda ni al huérfano. Si le vejas y clama a mí, no dejaré de oír su clamor” (Ex 22,20-22).
De ahí el valor teológico del código de la alianza: sólo en la medida en que cada israelita
es justo y bueno con sus hermanos en la vida diaria, forma parte de la alianza con Dios. Y
para que esa relación con Dios sea sincera, es imprescindible vivir en paz y en armonía
con los semejantes.
La fórmula introductoria del código: “Dijo Yahvé a Moisés”, no significa una
revelación especial de Dios, sino que estas leyes gozan de su aprobación.

La celebración de la alianza

Este es el momento más trascendental de la historia de Israel, su nacimiento como


pueblo de Dios. En Egipto no era más que un conglomerado de tribus. Una vez liberado,
ya es un pueblo que camina unificado bajo la guía de Moisés en busca de una patria libre
bajo el sol. Ahora, en el Sinaí, en virtud de la alianza que va a sellar, Israel será el pueblo
de Dios con una ley propia y un destino de alcance universal. La escena, en su
simplicidad, es de una grandeza única. En primer lugar, Moisés escribe y lee al pueblo los
10 mandamientos que deben regular el pacto entre Dios e Israel. El pueblo acepta a una
sola voz: “Cumpliremos todas las palabras que ha dicho Yahvé” (Ex 24,3.7). Con este
“sí” queda pactada la alianza, cuya fórmula por excelencia es: “Yo seré vuestro Dios, y
vosotros seréis mi pueblo”. Y se ratifica el pacto.
Nosotros ratificamos un contrato firmando al pie del documento con tinta y
pluma. Para un semita este proceder hubiera resultado muy pobre. Un semita sella una
alianza con sangre. Para ello, unos jóvenes inmolan novillos sobre un altar improvisado.
Moisés derrama la mitad de la sangre sobre el altar, que representa a Dios, y con la otra
mitad rocía al pueblo diciendo: “Ésta es la sangre de la alianza que Yahvé ha hecho con
vosotros” (Ex 24,8). Una misma sangre une a Dios y al pueblo. Es una unión recíproca de
amor y de fidelidad, como entre los esposos. Culmina la ratificación con otro rito

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comunitario: con la carne de las víctimas inmoladas se celebra un banquete festivo de
comunión doble, del pueblo con Dios y de los miembros del pueblo entre sí (Ex 24,11).
En otras palabras, estos elementos los vamos a encontrar siglos más tarde en la misa, el
sacrificio de la nueva alianza: lectura pública de la palabra de Dios, un sacrificio y un
banquete de comunión.

4.6. LA TIENDA DE LA PRESENCIA (EX 25-40)

Dios ordenó a Moisés construir un santuario móvil para erigirlo en el centro del
campamento cuando estaban acampados. Éste sería el lugar sagrado del encuentro de
Dios con su pueblo, y su culto sería la alianza vivida día a día. En estos 16 capítulos
finales del Éxodo, la tradición del autor sacerdotal nos describe minuciosamente el
tabernáculo o tienda, su mobiliario, los ornamentos sacerdotales y las leyes del culto
litúrgico.
La tienda de la presencia sería más o menos parecida a la que usan los beduinos
del desierto: un toldo de pelos y piel de cabra levantado con palos y sujetado con cuerdas
clavadas al suelo. Con todo, la tienda de Yahvé era más rica y más grande. Una cortina de
púrpura dividía el interior en dos habitaciones: el lugar santo y el lugar santísimo,
separación común en los templos del antiguo Oriente. En el lugar santísimo está el Arca
de la alianza. En el lugar santo estaba el altar de los perfumes, el candelabro de siete
brazos y la mesa de los doce panes de la ‘presencia’ que representaban a las doce tribus.
Rodeaba la tienda un espacioso patio con el altar de los holocaustos y la pila de bronce
con el agua necesaria para las abluciones rituales de los sacerdotes. La tienda-santuario
era móvil. Los levitas la montaban, desmontaban y trasladaban de acampada en
acampada. Es una bella imagen de un Dios peregrino que acompaña la andadura de su
pueblo.
Los materiales empleados en su construcción eran ricos y abundantes (Ex 35).
Podían provenir del despojo de los egipcios, de las caravanas comerciales de madianitas
que transitaban por el desierto y sobre todo de la gran colecta ordenada por Moisés. La
aportación del pueblo fue tan masiva que Moisés tuvo que suspender la colecta. En
realidad el santuario del desierto sería más sencillo y rudimentario, en armonía con la
pobreza del lugar y de la gente.
Todo el pueblo contribuyó con entusiasmo en la empresa de construir una morada
digna para el culto divino. El autor quiere resaltar que, en Gn 1 Dios había construido la
casa del hombre; en Ex 35 el hombre construye la casa de Dios, un lugar donde Dios y el
hombre pueden encontrarse en paz y amistad como en un verdadero paraíso terrenal.

4.7. LA MUERTE DE MOISÉS (Dt 32,48-52)

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Yahvé invita a Moisés a subir al monte Nebo, al mismo tiempo que le anuncia que
va a morir allí. Desde la cima del monte contempla la tierra prometida, tierra verde y
fértil por el agua del río Jordán. Esta mirada de la tierra implica una toma de posesión
jurídica de la misma.
La vida de Moisés, lo mismo que su muerte, ha estado siempre en manos del
Señor, pendiente siempre de la palabra de Dios. Moisés, servidor fiel, realizó signos y
prodigios que le acreditaron como el más grande jefe y el profeta incomparable de Israel.
De hecho en el libro del Deutoronomio 34,10-12 leemos: “No ha vuelto a surgir en Israel
un profeta como Moisés, a quien Yahvé trataba cara a cara. Nadie ha vuelto a hacer los
milagros y maravillas que el Señor le mandó realizar en el país de Egipto... No ha
habido nadie tan poderoso como Moisés”.

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