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La palabra sagrada. Antología
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La palabra sagrada. Antología

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La presente antología de relatos, prologada y compilada por José Agustín, que ya fue compilador de la obra literaria de Revueltas en su primera edición completa, en 1967, y también guionista de la película {El apando} de Felipe Cazals, quiere poner al alcance de los lectores en un solo volumen los mejores cuentos de José Revueltas publicados en {Di
LanguageEspañol
PublisherEdiciones Era
Release dateJun 20, 2020
ISBN9786074451337
La palabra sagrada. Antología
Author

José Revueltas

José Revueltas nació en Durango, en 1914, y murió en la ciudad de México en 1976. Escritor, guionista y activista político. Participó en el Movimiento Ferrocarrilero en 1958; fue una de las figuras centrales del movimiento estudiantil de 1968, por lo cual fue encarcelado en Lecumberri (El Palacio Negro), lugar donde escribió El apando. Su obra ofrece un amplio abanico de temas, pero, particularmente, el de la condición humana en sus aspectos más crudos y oscuros.

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    Un escritor Mayor de la literatura mexicana. Literatura de "a de deveras"

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La palabra sagrada. Antología - José Revueltas

sagrada

José Agustín

Los relatos de José Revueltas

En 1960, cuando yo tenía quince años de edad, cayó en mis manos Los muros de agua, el primer libro de José Revueltas. La unión de personajes marginales y de presos políticos en el penal de las Islas Marías, así como la intensidad narrativa de la novela, me impresionaron hondamente. Supe entonces que José era hermano de Rosaura, Fermín y Silvestre Revueltas, y que era un comunista empedernido, al grado de que en su adolescencia fue a dar al reformatorio y después a la cárcel, lo cual le dio tema para su primera novela. Tam bién me enteré que era un bebedor de alcances malcolmlowrianos. Me costó algún trabajo, pero conseguí las novelas El luto humano y Los días terrenales, y los cuentos de Dios en la tierra. Un año después, Ficción Veracruzana publicó Dormir en tierra y, en 1964, el Fondo de Cultura Económica dio a conocer Los errores.

Estos seis libros constituían una obra solidísima, y Revueltas, para mí, sin duda era uno de los autores mayores de la literatura mexicana. Para entonces ya estaba muy compenetrado con su estilo y su visión del mundo, en los que cohabitaban el marxismo, el existencialismo y una religiosidad dostoievskiana. Sus seres brotaban de la oscuridad, untados de muerte; de atmósferas sórdidas, opresivas, encerradas, o de plano del submundo en su condición de underworld y de underground. A Revueltas le gustaban las situaciones límite, definitorias, y, como Sartre, recurría a un cierto tremendismo y efectismo, pero los trascendía, o más bien, los manejaba sabiamente. Narraba desde profundidades muchas veces insondables y era oscuro, profundo y poético, pero no se perdía en sus propios códigos porque era muy apto para sacarse de la manga excelentes historias, a veces insólitas y casi siempre notablemente bien armadas, que ocurrían en el campo, en la guerra, en barcos, en cárceles, en hogares de provincia o de clase media urbana, y que él narraba con alta intensidad.

Su estilo era profuso, abundante en reflexiones, de tramos largos y numerosos adjetivos, que en su caso eran perfectamente justificados, pues se convertían en matices importantes. Oscuro, profundo y poético, de finales noqueadores, tocaba el fondo de las situaciones y los personajes, a los que trataba sin el menor asomo de sentimentalismo y muchas veces sin piedad, como un solitario y terrible demiurgo, de ahí que Emmanuel Carballo dijese que la literatura de Revueltas era horrorosamente bella.

Reflejaba la realidad con minuciosidad, desde adentro y desde afuera, y muchas veces la interpretaba desde el mismo texto, que se convertía así en literatura de ideas. Como era célebre, Revueltas profesaba la fe marxista y buena parte de su vida militó en el comunismo mexicano desde posiciones de disidencia, pues fue antiestalinista en tiempos de Stalin y varias veces fue expulsado del Partido Comunista e incluso de la Liga Leninista Espartaco, que él fundó. Sin embargo, en su literatura le era imposible seguir un canon ideológico porque su naturaleza era crítica y la doctrina le habría impedido tocar el fondo de lo que trataba. Por tanto, en obras como Los días terrenales o Los errores, criticó a fondo al comunismo real mexicano, desde el militante de base hasta los dirigentes, lo que le motivó serios problemas con la burocracia comunista y que Pablo Neruda lo viniera a regañar.

En los años sesenta era un autor único en nuestro país y su propuesta literaria no se parecía a la de nadie, si acaso hacía pensar en Dostoievski, Faulkner u Onetti. Sin embargo, se hallaba muy mal cotizado en la bolsa de valores literarios y era vilmente subestimado, si no es que francamente vetado, por el establishment cultural de la época, que no quería saber de realismo, mucho menos crítico, en la literatura. Como se sabe, el grupo que tomó el poder cultural en los años sesenta pensaba que fuera de sus círculos todos eran retrasados mentales, y creía que su misión histórica consistía en hacerle ver al medio artístico cuál era el camino correcto, por supuesto el suyo, con lo que fomentaba una aburridísima uniformidad en el gusto y la apreciación artística. Para ellos, José Revueltas era un buen ejemplo de lo que no debía hacerse y, cuando se llegaban a ocupar de él ya que normalmente era sometido al ninguneo, decían que escribía muy mal.

La sensibilidad artística estaba cambiando en México, como se pudo ver cuando un grupo de nuevos narradores (Gustavo Sainz, Juan Tovar, Gerardo de la Torre, René Avilés Fabila, Parménides García Saldaña, Jorge Portilla y yo mismo) coincidimos en que se trataba a Revueltas injustamente y con una definitiva falta de respeto. Escribimos artículos entusiastas sobre su obra literaria, que nos parecía a la altura de la de Rulfo, Martín Luis, Arreola o Vasconcelos, aunque su estilo fuera absolutamente distinto. Revueltas arriesgaba más, porque su unicidad lo apartaba de los moldes tradicionales. En todo caso, a nosotros nos tocó iniciar una corriente de revaloración y a mí en lo personal se me encomendó la edición y epilogación de la Obra literaria, que en 1967 publicó Empresas Editoriales, de Rafael Giménez Siles, con prólogo de Emmanuel Carballo, y que significó el fin del ninguneo a Revueltas. A partir de entonces estuve cerca de él y vi con enorme gusto que en los años setenta fue altamente valorado por su obra literaria, pero también por su condición de leyenda viva, que se intensificó después de su participación en el movimiento estudiantil de 1968 y de su último encarcelamiento, el cual pavimentó el camino de su muerte, que ocurrió en 1976.

Por otra parte, aunque las cuatro novelas, especialmente Los errores, me atrajeron, me inquietaron y me parecieron magníficas, no dejé de advertir que los límites del relato le caían muy bien a Revueltas, quien, sin perder sus profusiones oscuras y adjetivales que venían de un espacio mítico, cósmico y bíblico, ceñía el estilo y evitaba disgresiones, aunque no se privaba de las tiradas reflexivas o de plano filosóficas si le parecían necesarias. A fin de cuentas, Revueltas publicó cuatro libros de narraciones cortas: Dios en la tierra, Dormir en tierra, Material de los sueños y El apando, que se sitúa en la frontera del cuento largo y la novela corta. En las Obras completas que editó Era también se encuentra Las cenizas, el cual reúne diversos materiales aparecidos en revistas y periódicos pero que no llegaron a formar parte de los volúmenes que Revueltas publicó en vida.

Dios en la tierra apareció en 1944 y reúne los primeros cuentos, escritos entre los veinte y los treinta años. En éste ya se encuentran, entre otros menos buenos, varios relatos extraordinarios, como el que da título al libro y que muestra a Revueltas en uno de sus temas favoritos, Dios en su modalidad fuerte y terrible, hostil y sordo, de piedra ardiendo, de sangre helada, que conecta al arquetipo divino con la crítica social y que, a pesar de ser un texto juvenil, ofrece un estilo de plena madurez.

De este libro también me parece espléndido La conjetura, un relato de los que ya no se escriben, sobre marineros y en especial sobre el Amarillo, un ancestro de Elena de Los errores y El Carajo de El apando. ¿Qué hacía ahí, por qué había nacido ese hombre? ¿Qué madre infernal lo había parido?, se pregunta Revueltas, asombrado de haber concebido a un ser miserable, espantoso, que puebla varias de sus narraciones y que quintaesencia la extrema fealdad y la vileza, la inocencia de una puta de doce años de edad. Igualmente, me inclino por El hijo tonto y ¿Cuánta será la oscuridad?, en los que rigen las noches largas como túneles sin fin y domina la muerte, otro tema favorito del maestro que empezó a desarrollar en su alucinante novela El luto humano, en la que los personajes viven como muertos en la oscuridad y la tormenta en torno al cadáver de una niñita. El hijo tonto tiene mucho de esto, pero es más despiadado e incluso la esperanza es contemplada con un tinte desolador. ¿Cuánta será la oscuridad?, por su parte, es un cuento tremendo sobre la intolerancia religiosa y está muy ligado a Dios en la tierra.

José Revueltas abrió la década de los sesenta con Dormir en tierra, un libro de madurez, en el que aparecen relatos magistrales como La palabra sagrada, un cuento de ironía oscura que logra un profundo estudio sicológico de la clase media mexicana, en este caso un maestro, que se precipita al sacrificio y a la posible inmolación, y una sobrina y su tía, cuya interconexión abre la red de significados del texto. La frontera increíble es otro relato perturbador sobre la muerte, al igual que Los hombres en el pantano, que tiene lugar en una guerra de Corea oscura y sin sonidos, donde morir a cuchilladas es una ternura violenta y silenciosa. Por su parte, La hermana enemiga, un relato perfecto, es una especie de perverso cuento de hadas sobre la maldad, la injusticia, y, de nuevo, la voluntad de sacrificio, y Dormir en tierra, además de una historia redonda y una atmósfera fascinante, tipo La mujer del puerto, ofrece la ironía inmisericorde de un niño que odia a quien le salvó la vida. Este segundo libro de relatos de Revueltas no podía pasar desapercibido y finalmente se le reconoció como uno de los más importantes del género.

En 1969, y desde la cárcel, Revueltas publicó El apando, una de las obras más altas de la literatura mexicana, en la que llevó su estilo a su máxima depuración y conjuntó lo mejor de sus cuentos y de sus novelas en una narración que a la vez es ambas cosas. Se trata de un texto hermético, una profusión de metáforas y símbolos, increíblemente intenso y perfecto, que logra la palabra justa y se abre en múltiples significados filosóficos, políticos y estéticos. Algunos de los planteamientos son muy interesantes, como la idea de que la sociedad es una cárcel porque impide la verdadera libertad de los seres humanos, y las rejas y las barras con las que someten a Polonio y Albino sugieren una geometría enajenada, un invisible tendido de rejas sobre el mundo, pero tan real como las coordenadas geográficas. Por otra parte, si afuera es igual que adentro, sólo que aquí no hay coches, claramente los policías están presos y los presos son policías, así como los que vigilan son vigilados por cabezas ladeadas, que parecen decapitadas. En El apando entonces la cárcel no es sólo la física, Lecumberri, sino la metafísica, pues los personajes son prisioneros de la droga; también se refiere al tema de la rebelión a travésde la huelga que deciden Meche y La Chata y que culmina con la muerte de los gladiadores, Polonio y Albino.

Irónicamente, el que a fin de cuentas tiene alguna posibilidad de liberación es El Carajo, tullido y tuerto (no valía ni un soberano carajo), ya que su madre, una mujer vieja, enorme, morena, que tiene la carta cortada y hace pensar en la Coatlicue, es la que le proporciona la droga, la cual significativamente se mete en las verijas. Cuando El Carajo la delata al final también se corta el suministro, así es que o se muere o verdaderamente acaba de nacer, como lo sugiere la escena en la que, con esfuerzos que recuerdan un parto, el tullido asoma la cabeza por el postigo y el sol ilumina el ojo tuerto.

Ya en los años setenta, poco antes de morir, José Revueltas publicó su último volumen de cuentos, Material de los sueños, que resultó más misceláneo, pues combina textos y relatos. Para mí, lo mejor está en "Hegel y yo..., en el que el mismo Revueltas está encerrado en la cárcel con un Hegel jorobado y sin piernas, una variación de El Carajo, y teje ideas, naturalmente hegelianas, con un humor rarísimo y corrosivo, como cuando el narrador se divierte impulsando con fuerza el carrito del amputado para que rebote contra la pared o cuan do El Fut aduce que se llevó a patadas la cabeza del que asesinó porque cómo iba a tomarla con las manos. El cuento también se propone narrar lo inenarrable o al menos sugerir lo inexpresable, y establece una relatividad de la realidad y un formidable juego del tiempo. El final es perfecto, inesperado, y sugiere muchas cosas, entre ellas la desesperante sensación de que se ha entrevisto algo trascendente y quizá pavoroso. En realidad, Hegel y yo... es un principio de novela, pero funciona muy bien como unidad autónoma. También es muy bueno La sinfonía pastoral", que empalma cuatro niveles: a) la película basada en la novela de Gide (a su vez inspirada en la sinfonía de Beethoven); b) el marido y la mujer en el cine; c) el amante encerrado en el refrigerador y d) el autor que reflexiona. El cuento tiene mucho de cinematográfico peo también algo de artificioso, aunque se cierra muy bien cuando el marido toma el control del desenlace.

José Revueltas fue un maestro de la narración corta, y con Juan Rulfo y Juan José Arreola escribió cuentos que hasta el momento significan el suelo y el techo del género en México. Esperemos que esta selección se convierta en una vía para que las nuevas generaciones descubran la obra literaria de este gran escritor.

Dormir en tierra

1

Pesado, con su lento y reptante cansancio bajo el denso calor de la mañana tropical, el río se arrastraba lleno de paz y monotonía en medio de las dos riberas cargadas de vegetación. Era un deslizarse como de aceite tibio, la superficie tersa, pulida, en una atmósfera sin movimiento, que sobre la piel se sentía igual que una sábana gigantesca a la que terminaran de pasar por encima una plancha caliente.

Las casitas de madera del puerto, montadas en zancos sobre la orilla del río para quedar a salvo de las crecientes, parecían temblar, con ligeras y cambiantes distorsiones, vistas a través del vaho abrumador, quieto, de un aire que no se movía, de un aire que estaba ahí, empozado, muerto como el agua de un estanque. De las casitas se elevaba trabajosamente, vertical y despacioso, trazando sobre el agresivo azul del cielo una apenas ondulada línea blanca de gis, un humo concreto, corporal, macizo, que no terminaría de salir nunca de las pequeñas chimeneas de lámina que se veían encima de los techos. Aquellas casas formaban, paralelas al Coatzacoalcos, la primera fila de un conjunto de callejuelas miserables, en la proximidad del muelle.

La calle, tendida al borde del río con sus tabernas, sus burdeles, sus barracas para comer, tenía una quietud extraña, un ruido, una delirante inmovilidad ruidosa, con aquella música de la sinfonola, en absoluto una música no humana, que no cesaba jamás, como si la ejecutaran por sí solos unos instrumentos que se hubieran vuelto locos. Eso hacía que las propias gentes –también los perros y los cerdos, irreales hasta casi no existir– parecieran más bien cosas que gentes, materia inanimada desprovista totalmente de pensamiento, en medio del calor absurdo que lo impregnaba todo.

Nadie abrigaba el menor propósito, ni lo abrigaría en este mundo, de que la música se dejase de oír un solo instante, pero lo que era más extraordinario todavía, que dejara de ser la misma canción inexorablemente repetida y, sin embargo, ya tan soberana y autónoma como una ley de la naturaleza.

La tortuguita se fue a pasear...

Los obreros sin trabajo, despedidos de la refinería de petróleo unos meses antes, escuchaban como muertos, sentados a la sombra de las casas, casi sin hablar, hartos los unos de los otros, con una indiferencia pesada y triste de esclavos. Parecían tener una cierta convicción sorda, instintiva, de que ya no podrían abandonar esta calle, este refugio desamparado, igual que si estuvieran sujetos por un cepo, unidos por la indolente esperanza de un barco que descargar o cualquier otra ocupación improbable, inconcreta, que pudiese serles remunerativa, pero de la que les resultaba imposible precisar nada. Allá en sus hogares, entretanto, sus mujeres acumularían lentamente hacia ellos ese rencor herido, resignado, de darles algo de comer, en cualquier forma –rajándose el alma–, a su horrible, a su vil regreso cada día, puntuales como si salieran de la fábrica. Esa calle. Esa calle.

La tortuguita se fue a pasear...

La calle de los sintrabajo y de las prostitutas baratas, sin zapatos, de las prostitutas que no tenían zapatos.

Ahí estaban algunas de ellas en lo alto de sus casas, a horcajadas sobre el pasamanos en la parte superior de la escalera, o apoyadas sobre un hombro en el marco de las puertas, con los vestidos de tela corriente que les ceñían los cuerpos desnudos en absoluto por el sudor, jadeantes extrañas vacas sagradas y sucias, lentas, ociosas, todas con la misma expresión de desesperanzado aburrimiento, húmedas.

Miraban sin moverse, con atenta y anhelante estupidez, hacia el río, donde El Tritón, un viejo remolcador, maniobraba para sujetar una gran barcaza averiada que había traído desde Puerto México. Una mirada entendida, sabia, que deducía con precisión, del estado de la maniobra, cuándo terminaría la faena, en espera de que después vinieran algunos de los diez o doce tripulantes, antes de zarpar nuevamente El Tritón, a poseerlas, apresurados y sumisos, a cambio de las toscas monedas de cobre y los pegajosos billetes que llevarían encima.

–¡Les faltan como seis horas! –comentó alguna, la entonación vacía, lenta, llena de paciencia desesperada.

Nadie añadió una palabra más; no había por qué hacerlo. La cosa era segura, de cualquier modo. Vendrían. Los tripulantes de El Tritón vendrían antes de zarpar. Ellas miraban, solamente. Eso era lo único que les quedaba en la vida por ahora: no apartar los ojos de aquel remolcador negro, ese feo barco ancho, y como mutilado. Ahí estaba y no podían hacer otra cosa que mirarlo, mirar ese destino que se aproxima, quedarse quietas ahí, como a mitad de la vía por donde viene la locomotora que no podrá salirse nunca de sus rieles.

Entre las prostitutas y los tripulantes del barco existía aquella prerrelación íntima, concreta, casi doméstica y familiar, que existe entre el astrónomo y el cuerpo cósmico que inevitablemente entrará en la órbita de la tierra y que entonces se

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