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ISBN 978-987-1844-06-7

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Ediciones Hespérides

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La Campana de Fuego
Voces en el agua
Néstor Mercerat
Lady Bordoni

El aleteo del colibrí


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La gracia, los días


María Cecilia Font

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La Puerta del Príncipe

Esperarás los jueves


Mónica Böhm y otros

Reflexiones
Néstor Mercerat

Cuentos para zentarse

Cuentos y relatos de un caminante


Mariela Migo Pizarro

Colección
La Montaña Mágica

Cuentos
La pobreza, la miseria, una de las peores enfermedades
Origen y destino endémicas del hombre. Pero para ella el gran Dios le mandó
Francisco Senegaglia
al hombre una vacuna: trabajo. Trabajar, trabajar y trabajar.
En el nombre del hijo Por eso, muchacho, cuando inicies una familia procurá
Jorge Campanaro Néstor Mercerat, platense de
que a tu señora y a tus hijos no les falte el alimento, tengan nacimiento, vivió siempre en “la
Colección
una casa que sea lo más confortable posible y que luego con más bella ciudad del mundo”, La
El Arco y la Lira el tiempo irás arreglando y arreglando. Así se mejora, de a Plata.

y relatos
Aproximaciones a la obra poco.
“Quería dejar estas expresiones
poética de Guillermo Pilía Tus hijos ya no estarán en esa miseria, en esa pobreza
P. Dómine y P. Cipolla (comp.) mías. Tal vez a alguien le sirvan
endémica, habrán salido un poquito. Ellos también deben
para algo, y ahí no habré vivido de
practicar la vacuna del gran Dios: trabajar y esforzarse. Y los
Premios Concurso Internacional
hijos de ellos, tus nietos, posiblemente irán a la facultad; gusto”.
Hespérides de Cuento y Poesía

Néstor Mercerat
cuando seas abuelo y veas eso, estarás muy satisfecho por En 2011, Hespérides publicó su
Cuento sonámbulo primer libro, Reflexiones, en el que
Alfredo Maxit haber sido el iniciador de esa familia.
Intemperie
Carmen Solís
Relatos tan breves como posibles
Ana María Pedernera
Es largo el camino, es duro, pero la recompensa es
grandiosa, hijo mío. Si querés seguir mi consejo estaré
agradecido, y al final del camino te acordarás de esto. de un caminante llevó al papel muchos de sus
pensamientos
imaginación.
y su vasta
Cuentos
y relatos
de un caminante

3
Colección
LA PUERTA DEL PRÍNCIPE

4
Néstor Mercerat

Cuentos
y relatos
de un caminante

La Plata, 2012

5
Mercerat, Néstor
Cuentos y relatos de un caminante. - 1a ed. - La Plata :
Hespérides, 2012.
104 p. ; 21x14 cm.

ISBN 978-987-1844-06-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Relatos. I. Título


CDD A863

Fecha de catalogación: 22/06/2012

Tapa: diseñadora Mercedes Nugent Rincón

© 2012 Néstor Mercerat

2012 Ediciones Hespérides


Calle 39 Nº 1129 La Plata, Argentina
(0221) 423-1597 edhesperides@gmail.com
facebook: Ediciones Hespérides

Printed in Argentina - Impreso en Argentina

No puede reproducirse ninguna parte de este libro por medio alguno, electrónico o
mecánico, incluyendo fotocopiado, grabado, xerografiado o cualquier almacenaje de
información o sistema de recuperación, sin permiso del editor.

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A la juventud, a las chicas y muchachos que terminan ya
el secundario. Que como las palomas, empiecen a dar vuel-
tas para encontrar el rumbo, el camino que seguirán en su
vida, para llegar a su destino, a su norte. Para unos será la
música, para otros la escritura, para otros el comercio. Pero
deben hacerse un plan, y seguirlo. Aunque tengan fracasos
y caídas violentas, estará la esperanza. Ese ardiente y febril
anhelo que eleva al hombre de la Tierra al cielo. Y allá con
Dios, que los iluminará y encontrarán de nuevo su camino.
Recuerden siempre no perder la dignidad, la honradez, que
sus palabras valgan más que veinte talentos de oro. Que
nunca traicionen a un amigo, ni tampoco a un enemigo,
porque no se lo merece. La traición es de gente que no tiene
sentido, que no sabe del honor.
Por eso, rechacen la droga, el alcohol, todos los vicios.
Sigan firmes y triunfarán. Te lo garantiza este pobre hom-
bre, que desde muy pequeño empezó con su camino. Tenía
una ilusión, y la cumplió. Hoy tiene su casa, su pequeño rei-
no, sus hijos, sus nietos. Verán qué hermoso que es todo eso.
Cuando uno llega a eso, dice que ha llegado.

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Gracias a la señora Cristina Calvo por haberme ayudado tan-
to a hacer este nuevo libro, a mi consejero y editor, don Pablo
Cipolla, grandes personas sin cuya ayuda yo no lo habría logra-
do, y a la diseñadora de la tapa, Mercedes Nugent Rincón.

Gracias, Dios, por haberme dado vida para llegar también a


este instante.

Agradezco a mis hijos y a mis nietos. Gracias, muchachos,


una vez más.

Dedico este libro a mi señora, que me ha iluminado y me ha


marcado siempre el camino. Con ella, ayudado siempre por ella,
he llegado hasta acá, y he pasado ya los 80 años.

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Lugares del mundo

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LOS VINOS

–Osmán, ¿otra vez bebiendo?


–Oh profeta, perdóname. Excúsame ante el Señor por mi fal-
ta, por no poder contenerme, por transgredir las normas del
Corán. Pero fíjate, tomo la copa por el tallo. Está llena de vino
hasta la mitad. Observa el color. ¡Qué color hermoso! La tomo
del tallo para no transmitirle calor; si no, el buen vino se perjudi-
ca. Lo vierto primero en la jarra para que se oree, se ventile,
salgan los fenoles y pueda, como hago ahora, percibir el perfu-
me que exhala luego de haber salido de su cuna de roble. ¡Qué
exquisito es! Me transforma. Y cuando lo bebo, mis labios se
mojan, se enriquecen, mis papilas salivales se nutren de ese lí-
quido y le producen un goce a todo el cuerpo. Mi lengua perci-
be ese sabor entre picante y ardiente. Mi estómago recibe el
alcohol que le da calor a mi cuerpo y mi sangre empieza a fluir
más rápidamente. Mi corazón palpita y el baho de los etílicos
llena mi cerebro y hace funcionar al máximo su estado y todo mi
espíritu. Por eso escribo los poemas. Porque ya empiezo a ver
mejor la salida del sol, el brillo del mar, las flores, los árboles, las
plantas. El sonido del agua del río lo escucho claramente. Sin
este elixir, profeta, no soy nadie. Por eso soy el mejor poeta del
Islam. Vengo de mi familia directamente de Ismael, el adorado
hijo de Abraham, el primer hombre que habló con Alá. Perdó-
name, excúsame ante Alá. Consígueme el permiso de poder se-
guir viviendo de esta forma, o no podré más escribir.

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–Mira Osmán, si tú me dices cuál es el mejor vino, ya que lo
aprecias tanto y sabes tanto, yo intercederé ante el Altísimo para
que te conceda el privilegio de poderme ver.
–¡Ay profeta! Yo sólo conozco los vinos griegos y algunos
italianos que llegan hasta esta tierra. En el mundo se producen
muchas cantidades de vinos. No podré yo juzgar sin haberlos
conocido.
–Bueno, yo te abriré el camino. Yo te guiaré y tú irás obser-
vando, y algún día me deberás decir cuál es el mejor vino. La
prueba está empezando a marchar. Si tú aciertas yo te concede-
ré la gracia. Si tú no aciertas no beberás más.
–Acepto, profeta. Acepto el desafío. Bajo tu protección em-
prenderé el camino, cruzaré el desierto, llegaré a Tánger y me
embarcaré.
–¡Bravo! Dile a algún hombre azul que te guíe en el desierto.
Yo me encargaré. Ya estará alguien ayudándote.
Así Osmán desembarcó en Italia. Empezó a recorrer la Sicilia.
Probó los vinos. Elegía siempre las mejores familias, los gober-
nantes, los príncipes, las fiestas más pudientes y le ofrecían siem-
pre vinos de buenas cosechas acunados en roble, en nogal, en
caoba.
Y así iba probando y probando, y fue subiendo y subiendo. Y
probó el Chanti, el Lambrusco. Y llegó a España, y estuvo en
Rioja y probó el Tempranillo y el Ramiro blanco.
Y así, y todos eran exquisitos. Él iba anotando y ya tenía va-
rios libros. Había días en que se quedaba revisándolos y no sa-
bía por cuál decidirse, porque eran vinos exquisitos, muy bue-
nos. Los tomaba con gente muy bien que se reía, gritaba, baila-
ba, y que comía manjares deliciosos.
Llegó un momento que tuvo que tener treinta sirvientes para
que le llevasen los libros acomodados.
Y siguió, llegó a Francia y probó el Pinot, el Cavernet, el
Sauvignon y el Syrah, y no sabía qué hacer. Y era una caravana

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interminable. Tenía trecientos hombres a su disposición para lle-
var libros y libros.
Fue a Alemania. ¡Oh! Probó el Fancilín, el Mosela. ¡Ay, qué
vinos!
Y un día, estando en la región de Baviera, se sentó y llamó a
los mayordomos y capataces, y tenían pilas y pilas de libros con
las anotaciones que había hecho. Entonces dijo:
–Vamos a hacer una reunión.
En eso se le apareció el profeta:
–Osmán, hace casi dos años que estás probando vinos y nunca
me has llamado. Tienes toda esta gente de la cual te he provisto
y no sabes cuál es el mejor vino.
–Mira, profeta, hay muchos vinos buenos. Pero no sé qué
decirte. Sería injusto pues yo no sé por cuál decidirme porque
son exquisitos, me falta algo.
–¿Qué te falta, Osmán?
–No sé. Estoy tratando de averiguar. Por eso me voy a hacer
leer todo lo que he escrito sobre los vinos porque algo me falta.
No sé qué busco, que no lo encuentro. Si bien son, te vuelvo a
decir, exquisitos, de laboriosa y trabajosa elaboración, me falta
algo. Son buenísimos. De gente elegante, manjares exquisitos.
No te puedo decir. No me producen la satisfacción que me pro-
ducían los vinos que tomaba allá. No sé. Será tal vez la tristeza.
Extraño a la gente.
–Bueno, Osmán, apúrate. Debes regresar. Anímate.
–No creo estar capacitado para juzgar todavía, profeta. Se-
ría una lotería. Y no quiero hacer lotería con mi vida. Quiero
estar seguro de lo que digo. Seguro para mí. No sé si acertaré,
pero quiero estar seguro para mí de que ese es el mejor vino.
Dame un tiempo más. Ya lo encontraré.
–Bueno. Empieza a regresar y embárcate, y a lo mejor en tu
tierra puedes decidir.
–Gracias profeta, gracias.

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Y así Osmán indagó en los libros, en sus escrituras y no en-
contró nada. Estaba triste. Pusieron todo en las carretas y em-
pezaron a caminar hacia Francia para encontrar un puerto. Y
fueron tomando vino en distintos lugares.
Llegó a Burdeos. ¡Qué vinos! Tampoco encontró la defini-
ción.
Le dijeron que embarcara en Marsella, que se alquilaban bar-
cos, porque ya tenía una colección inmensa y podría ir directa-
mente a Tánger. Así lo hizo. Contrató un barco e hizo cargar
todos los libros que tenía que eran una inmensa cantidad, y mien-
tras eso pasaba él bajaba al puerto. En la calle del Cangrejo vio
una taberna humilde y entró.
–Oye, mesero, ¿me sirves una jarra de vino? ¿Qué botellas
tienes?
–No señor. Tenemos vino de tonel. Se sirve en jarra de alu-
minio.
–¿Cómo? ¿El vino en jarra de aluminio?
–Señor, vale dos francos la jarra de medio litro. Es vino de
prensa, de escobajo. Después de que fermenta, salen los
escobajos arriba, que son todos los tronquitos, los hollejos, las
semillas. Todo eso se recoge, va a la prensa y se saca un 10%
más de vino. Es el vino barato que toman los marineros y los
peones del puerto. Acá no se puede vender vino caro, señor.
Por sus ropas veo que usted no es de acá.
–Bueno, traémelo. Tráeme pan, quesos y algún embutido.
Se lo trajo y un ardor acosó sus labios y su boca, la lengua le
ardía. El perfume era como el del vinagre. El estómago se le
retorció.
Estaba ahí, tenía que esperar su barco. Iba a buscar aloja-
miento. Empezó a comer algo. Se lo tomó como pudo, casi la
jarra. Se fue llenando la taberna de gente y venían como diez
marineros alborozados cantando.
–Maestro, ¿está solo en la mesa? ¿Nos deja sentar a noso-

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tros con usted? No hay otras mesas.
–Sí, señor.
–Acá, sabe, nos sentamos todos juntos, somos todos igua-
les… Usted no es marino.
–No. Yo alquilé el Montpellier que sale pasado mañana para
Tánger, donde llevo una carga.
–Eh, no me diga. Nosotros somos los marinos. Él es el con-
tramaestre.
–Mucho gusto, señor.
–¿Usted es el dueño de la carga? Ya la estamos acomodando
muy bien. Calculo que mañana terminaremos de cargar todo.
Me alegro de haberlo conocido. ¿Usted viajará con nosotros?
–Sí.
–Acá tenemos a un amigo italiano, dos amigos franceses, un
griego. Tenemos de todas las nacionalidades y usted, por su
vestimenta, es árabe.
–Sí. Soy árabe.
—Bueno, mesero, trae vino, trae comida. ¿Nos perdona se-
ñor, que comamos acá con usted?
–Sí, señor, sí. Y ya que van a ser mis marinos, coman nomás
que todo va en mi cuenta.
–¡Oh, salud, brindemos por el patrón!
–No. Yo no soy el patrón. Yo sólo escribo libros y estoy bus-
cando cosas. No soy patrón de nadie.
–Bueno, igual, brindemos. Otra jarra para el patrón.
Y así Osmán brindó y comió con ellos, y festejaron y conta-
ron anécdotas del barco y se rieron, y ya era larga la noche.
–Bueno. Tenemos que ir a dormir porque mañana tenemos
que empezar a cargar a primera hora, para ver si terminamos,
señor. ¿Usted se aloja aquí, en el puerto de Marsella?
–Sí. Tengo que ir a buscar alojamiento.
–¿Alojamiento en Marsella? ¿A esta hora?
–Sí, porque vine a tomar una jarra y me he quedado charlan-

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do con ustedes y la verdad es que la he pasado muy bien, seño-
res.
–No me diga “señor”, dígame Roque. A mí dígame Giuseppe.
Bueno, venga con nosotros. ¿Quiere dormir con nosotros? Te-
nemos alquiladas unas piezas y hay camas.
–Bueno.
Se fueron todos a dormir. A la mañana se levantaron. Se fue-
ron al puerto a seguir trabajando y Osmán quería seguir dur-
miendo, y no podía. Entonces se levantó y empezó a caminar, a
reflexionar sobre lo que había pasado.
¿Cómo era posible –pensaba– que ese vino ácido, de olor
fuerte… al principio me hiciera doler la boca, la lengua, el estó-
mago? Había tomado tantas jarras, y cada vez era mejor. ¿Sería
posible que se hubiera transformado el vino? ¿Les habrían dado
de otro tonel porque a ellos los conocían? Era un vino exquisito.
En todo el recorrido no he tomado un vino como éste. ¿Me
habré emborrachado? No descubro el sabor del vino. ¿Será
que debe tomarse en jarra de aluminio? Hoy los esperaré y co-
meré con ellos de nuevo y le pediré al mesero una copa. ¿Toma-
ré en copa? ¿Tomaré en jarra? Miraré que sea siempre del mis-
mo tonel. Veré de no estar borracho.
Fue hasta el dique, donde estaba el barco, y cuando los en-
contró les preguntó a qué hora volvían. Le dijeron la hora y él les
respondió:
–Los espero en la taberna.
–¡Bieeen! –se pusieron todos muy contentos–. ¿Ayer la pasó
bien, patrón?
–Sí. Por eso los busco. Estoy muy contento de estar con us-
tedes.
–Bueno. Allá estaremos.
Y otra vez Osmán conversó con los marinos. Hombres ru-
dos, malolientes porque volvían de trabajar. No muy bien
hablados, pero francos, nobles. Y ahí se dio cuenta de que era

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como estar en casa con sus amigos. El vino lo inspiraba, le daba
fe, confianza, le hacía ver las cosas. En cambio, los otros vinos
nunca le habían causado esa sensación. Eso era lo que él busca-
ba, lo que faltaba. Con los otros vinos sentía placer al tomarlos
porque eran buenos, suaves, exquisitos; pero observaba la mal-
dad, la ingratitud, la liviandad, la inmoralidad, la glotonería, el
abuso, la avaricia, el poder. Todas las inmundicias de la vida
juntas habían estado en esas mesas. Eso era lo que le molesta-
ba. El vino sólo provocaba embriaguez. Cuando se despertaba
le dolían los ojos, la cabeza. No tenía ganas de ver el mundo,
porque normalmente en esas reuniones se habla de la lujuria, de
la corrupción, de la ambición, de los negocios y negociados, de
la prostitución. Están demacrados, tristes por dentro, huecos.
Eso es lo que acompaña generalmente a las grandes mesas, a
los grandes festines. En cambio ahí, en la triste calle del Cangre-
jo, los humildes marineros que, oh casualidad, eran francos, no-
bles, tenían las condiciones que se deben tener para beber vino
y alegrar el corazón. No por ser pobres, trabajadores, quiere
decir que te regocijes tomando vino. Hay borrachos también. Y
también, pero muy esencialmente, en las mesas bien servidas
puede haber buen vino, buena comida y buenas personas.
Lo decía el profeta, el cristianismo, Jesús: “Es más fácil que
un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico ocupe un
lugar en el cielo”. Bueno, puede haber una aguja muy grande o
un camello muy chiquito. No se ha visto. Pero no significa que
no exista. Lo más común, los hombres francos, nobles, son aus-
teros. Eso no quiere decir que reúnan todas las condiciones,
pero Osman ahí las había encontrado.
Había encontrado a diez buenos amigos que habían bebido y
brindado. Y ese vino que al principio le pareció agrio, malo, que
era de escobajos, de prensa, la más inferior de las calidades, le
producía todas esas sensaciones como aquéllas que él sentía en
su casa o en la de sus amigos, cuando le decía al profeta que el

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vino lo iluminaba.
Llegó a Tánger. Se despidió de estos amigos con dolor, con
tristeza. Ellos también lo apreciaron porque Osmán era un gran
hombre. Y siguió camino hacia Medina.
Se encontró con el profeta, que le dijo:
–Oye, Osmán. No traes tu cargamento de libros. Has llegado
al veredicto.
–Sí, profeta. No necesito todo lo que escribí. Fue de gusto.
Yo te decía que algo me faltaba. No sabía qué, pero algo me
faltaba. Es que el vino solamente me provocaba embriaguez.
Muy poca satisfacción, pero no iluminaba mi cerebro, sólo nu-
blaba mi mente. Y lo encontré en Marsella. Ese vino barato,
servido en jarra de aluminio, con muy buenos amigos, con gente
noble a mi alrededor. Yo te digo, profeta, aunque me equivoque,
aunque tú no me permitas tomar vino jamás puesto que parece
una locura. Porque he llegado a tomar vinos exclusivos, pero
ese vino que bebí allá con mis amigos es el mejor. He descubier-
to que no es sólo lo que hay encima de la mesa. Arriba de la
mesa puede haber cosas muy modestas. Pero lo más importante
de la reunión es quiénes rodean la mesa porque entonces el vino
sabrá como un licor fabricado por los dioses. Es lo que te decía:
un elixir que ilumina mi cerebro, que conforta mi estómago y
todo mi cuerpo, que hace bullir la sangre, cuyo perfume me
embriaga. Ese es el mejor vino, profeta.
–Osmán, has tardado mucho para dar tu veredicto, pero veo
que has aprendido una lección. No has caminado en vano. Sa-
bía que lo ibas a descubrir. Te felicito, Osmán. Eres un hombre
sabio. Por eso el Altísimo te permite beber. Has elegido el mejor
de los vinos: el que se toma con amigos, sin interesar de dónde
provenga. No importa la calidad, interesa la franca conversa-
ción, la amistad. Es para eso el vino. Te estará permitido tomar
vino porque has acertado la apuesta. Recuerda siempre que el
Señor me hizo ver que tenía como amigo al caballo y al perro, y

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yo le pregunté: “Oh Señor, ¿qué debo hacer por ellos que tanto
bien me hacen?”. Dios me respondió: “Los puse, profeta, para
que siempre vivan en tu corazón. Y así se lo debes transmitir a
los hombres: el caballo y el perro son tus amigos y deben vivir en
tu corazón. Y tus amigos los humanos te hacen feliz, te hacen ver
las cosas mucho mejor”. Los hombres creen que la felicidad
está en la perfección, en la grandiosidad. No, grandioso es el
espacio, grandioso es el universo, grandioso es el Señor. De
cosas pequeñitas, pero armoniosas, se logra la felicidad. Puedes
continuar bebiendo, yo te protegeré.
Y así Osmán Al Rayan es el gran poeta del Islam que vive
porque acertó cuál era el mejor vino de todo el mundo. Aquel
que para los demás hombres era un vino barato, para borra-
chos, dicen muchos: para la plebe. Pero que sólo el profeta y su
sabio poeta lo saben degustar, calificar, apreciar. Y la gente no-
ble que lo bebe a diario y lo disfruta sin saber que está bebiendo
el mejor de los vinos, cuando muchos están perdiendo tiempo
peleando y dejando desgarrados trozos de su cuerpo y de su
vida porque deben alcanzar vinos costosos, exclusivos. ¡Pobre
gente! Lo tiene tan a mano. Es la felicidad que lleva el cartel en la
espalda. Y por querer alcanzarla no se fijan en lo que tienen al
lado. Creen que es la felicidad del otro la que tiene el cartel en la
espalda. La de ellos está caminando al lado. Por eso no la ven.
¡Pobre gente! Ojalá algún día el profeta se apiade y cuente la
lección que le dio Osmán, y la gente la aprenda y pueda, si no
llega a ser feliz, vivir bien y alegremente.

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GERMANOS

Había gran división de clases en una ciudad germana, dedica-


da a la bijouterie, a piezas de precisión, que fue bombardeada
durante toda la Segunda Guerra Mundial y que quedó converti-
da en escombro.
Un hombre, ya pasados los sesenta años, todavía muy robus-
to, muy fuerte y con sus ropas deterioradas, estaba sentado so-
bre los escombros. Lo ve una patrulla de vigilancia de los solda-
dos americanos y le dice:
–Señor, ¿qué le pasa? Venga con nosotros. Hace mucho frío
acá. Se va a congelar.
–Estoy esperando a mi nieto. Mi nieto me dijo que volvería.
¿Ustedes son soldados?
–Sí, señor.
–¿Con esa ropa? ¿Dónde ha caído Alemania? Los soldados
llevan la ropa impecable. Llevan sus armas al hombro. Usted las
lleva en la mano. Usted no es un soldado alemán o Alemania ha
caído tan bajo que ya no tiene ni soldados.
–¿De dónde va a venir su nieto, señor?
–Estuvo en Normandía. Era oficial, sabe. Oficial del Reich. Él
no era soldado. Él iba a ser un buen ingeniero mecánico, como
su abuelo. Iba a hacer máquinas, pero todavía no ha vuelto. Yo
siempre lo espero. ¿Usted no sabe qué pasó con el 41? Un
soldado un día me dijo que a Rudolph Clows lo había conocido
en Normandía. Era un gran oficial. Él estaba en el 41, pero en la

23
compañía B. Y al morir el oficial de la B le dieron las dos com-
pañías a mi nieto. Yo lo conocí a Rudolph Clows. Qué oficial,
cómo lo querían. Él me dijo que volvería. Yo lo estoy esperan-
do. Siempre lo espero.
–Venga, señor, usted está en el refugio.
–No, señor. Yo soy el encargado de la fábrica. Yo he diseña-
do la mayoría de las máquinas. Todo el mundo conoce en esta
ciudad a Karl. Yo no estoy en ningún refugio.
–Venga con nosotros, señor. Venga.
Lo llevan a la carpa que habían preparado las fuerzas norte-
americanas para aquella gente que no tenía ya dónde vivir, pues
prácticamente no había quedado una casa en pie.
–Tenga dónde refugiarse.
Habían armado los vivac de campaña, le proveían de comida
mientras se abrían las calles y se financiaba la reconstrucción de
las fábricas.
Llegado al refugio:
–¡Ay! Lo encontraron a Karl.
–Otra vez se perdió.
–Gracias soldado. Gracias, Karl, ¿qué estabas haciendo?
–Estoy esperando a Rudolf. Él me prometió que vendría.
–No es nada, Karl. Ven, ven. Vamos a comer y luego nos
iremos a dormir, que mañana tenemos mucho trabajo.
El soldado le pregunta:
–¿Qué le pasa a este hombre?
–Mire, señor, como tanta gente en Alemania, él está esperan-
do que vuelvan los fantasmas. Quien ya no ha vuelto difícilmente
volverá. Pero no todos nos resignamos a perder. Karl se ha
quedado solo. Ha trabajado toda la vida por su familia, por él,
por la patria. Todo lo ha comprendido, pero lo de ese nieto no
lo puede entender.
–¿Por qué? Cuéntenos. ¿No nos da un café, que afuera hace
mucho frío?

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–Cómo no, soldados. Karl es amigo mío desde niño. Es uno
de los hombres más inteligentes que he conocido. En Alemania
abunda la inteligencia, pero él es superior. Cuando éramos niños
íbamos a trabajar. Nosotros somos germanos, familias muy hu-
mildes. Vivíamos en la misma casa, una casa muy grande. No-
sotros nacimos en el ’80. La clase nuestra era muy pobre. Nues-
tros padres trabajaban en la fábrica esta, que estamos levantan-
do. Ya la hemos reconstruido varias veces. Fuimos juntos al co-
legio, y Karl se destacaba. Pero no podíamos ir a la escuela
secundaria, no nos dejaban. No podían ir los germanos. Prime-
ro y principal porque no teníamos dinero y segundo, porque
éramos germanos, “naturales desde siempre”, diría Karl. El pa-
dre lo hizo entrar en la escuela para aprendices y yo también
entré. Karl era un niño. Yo también, pero Karl se destacaba.
Hacía dibujos. Lo veía trabajar en las máquinas y siempre en-
contraba algo para reformar. El maestro que tenía, que era mi
hermano, lo llamó al papá y le dijo que era una lástima, que
teníamos que hacer algo para que Karl fuera al ciclo superior.
Era demasiado bueno para trabajar como obrero. Pero, pobre
viejo, como mi padre apenas si ganaba para comer, no podía
hacer nada. El profesor era muy bueno. Luchó, peleó y le con-
siguió una beca. Y Karl fue a hacer el secundario industrial, aparte.
–¿Cómo dice, señor?
–Sí, en una escuela del suburbio, porque cuando le tomaron
examen fue el mejor de todos. Entonces el director lo llamó, lo
felicitó y le dijo: “Muy bien muchacho. ¿Cómo te llamas?”. Él
dijo: “Karl”. “Eres germano puro”, le dijo. “Sí señor. Es mi gran
orgullo”, contestó. Fueron las terribles palabras que pronunció
Karl. “¿Así que eres germano puro? Muy bien, chico. Ve a tu
casa”. “¿Cómo he salido señor en el examen?”, preguntó, y le
dijo el director: “Ya te enterarás”. Le dieron una beca en un
colegio muy pobre, y lejos de su casa.
Y continuaba el relato a los soldados:

25
–Karl se levantaba tres horas antes. Se iba caminando. Vol-
vía caminando y venía a practicar con nosotros. Prácticamente
trabajaba todo el día y se adelantaba a los compañeros. El pro-
fesor lo quería y lo respetaba, y quería hacer gestiones para
ponerlo en la escuela superior, porque era mucho para la escue-
la en donde estaba. No podía, pero dio con una buena persona.
El profesor le enseñó, exclusivamente a él todo lo que sabía. Le
dijo: “Karl, yo no te puedo dar ningún título, pero vas a saber
todo lo que yo sé. No vas a ser un profesor titular, pero vas a ser
el mejor obrero que haya en esta zona y muchos ingenieros te
van a tener que pedir consejo”. Así fue como terminado el ciclo
de aprendizaje nos pusieron a trabajar en la fábrica y, al poco
tiempo, teniendo apenas veinte años, a Karl lo llevaron a diseñar
y a responder las consultas de mantenimiento. Tanto él como yo
nos casamos, y tuvimos hijos. Él tuvo una muy buena señora y
un gran muchacho. Yo también. Y cuando nos estábamos orga-
nizando, vino la guerra. Dejamos de trabajar en las maquinarias
y lo vinieron a buscar a Karl y le dijeron: “Tenemos que hacer
esto”. “¿Qué es esto?”, preguntó. “Armas automáticas”. Dijo:
“Yo no soy armero. No entiendo”. “Tenemos que hacerlas”, le
contestaron. Karl me llamó. Llamó a un ingeniero y a otro mu-
chacho más. Éramos muy amigos. Apartamos un pedazo de la
fábrica y las fuimos a copiar. Karl dijo: “No vamos a hacer un
modelo”. “¿Cómo?”, preguntamos. “Vamos a hacer tres”.
Los soldados escuchaban atentos el relato.
–“No me gusta cómo sale el proyectil”, dijo Karl, “a uno le
voy a hacer unas estrías para que el proyectil vaya rodando. Al
otro le voy a hacer unas estrías rectas. A uno en la punta le voy
a poner acero para que perfore y al otro se la voy a hacer de
plomo para que se achate, a ver qué pasa. A dos les vamos a
hacer reformas y al otro lo vamos a dejar tal cual es porque de
esto no conocemos nada nosotros. Después los vamos a pro-
bar”. Cuando vinieron los ingenieros militares y las probaron

26
lógicamente llamaron al ingeniero que las había hecho. Y les dijo:
“Ingeniero, hicimos esto, esto, esto y esto. Pero no lo hice yo, lo
hizo el señor”. Le recriminaron por qué había gastado material y
tiempo y Karl les dijo: “Primero vamos a probarlas y después
vamos a hablar”. Lo inquirieron: “¿Usted hizo esto? Usted dijo
que no era armero”. “No señor, no soy armero. Se me ocurrió.
Entre todos nosotros pudimos hacer esto. Somos el pueblo ale-
mán. Juntos podemos hacer lo que queremos. Siempre lo me-
jor”. El cáiser lo felicitó: “Desde ya, dirija la fábrica y empiecen
a hacer violentamente todo esto. Luego le mandaremos más
cosas”. Karl fue admirado. Por desgracia, jamás recompensa-
do, y llevó a toda la gente a trabajar a un ritmo infernal, porque
trabajando era bravísimo. Todos lo admiraban. Terminó la gue-
rra. Su hijo había estado en las tareas de reserva. Sufrimos la
ocupación, la miseria. Nunca nos quejamos. Karl nunca se que-
jó. Pesamos todo de vuelta. Había momentos en los que casi no
teníamos ropa. Era muy difícil comer. Su hijo, su único hijo, se
puso en el ejército pues era una manera de poder comer. Era
una especie de policía interno de Alemania, pues Alemania no
tenía ejército. Nosotros trabajábamos. Un hijo mío también. Era
compañero de él. Fuimos trabajando, creciendo.
El relator seguía recordando:
–Esta ciudad alemana creció y creció. Mejoramos, tuvimos
altibajos y llegó el ’33. Nosotros ya éramos grandes. Yo era
capataz. Karl estaba en diseño de maquinarias, porque noso-
tros nunca comprábamos maquinarias, las maquinarias se ha-
cían en la fábrica para lo que necesitábamos, y también el man-
tenimiento. Y a Karl siempre se lo consultó para todo. Llegado
el ’33, los germanos empezamos a ser tratados de otra forma,
señores. Se nos dio el verdadero lugar que le corresponde a un
ser humano. Se han hablado muchas cosas de nuestro país,
muchas. Nadie, nadie nunca ha encontrado a alguien que hable
de lo que sufrimos los verdaderos habitantes de esta tierra. La

27
fábrica creció enormemente. Karl vivía lleno de felicidad. No
por el dinero, señores, sino porque podía diseñar a gusto, crear
máquinas. Los inmuebles estaban semidestruidos y cada uno se
iba arreglando como se podía –concluyó.
Al soldado le cayó muy bien ese hombre, ese anciano que
por momentos no se daba cuenta de la realidad. Estaba en otro
tiempo. No era consciente de lo que pasaba. Le tomó afecto y,
en su ronda, donde las noches cada vez eran más frías, lo bus-
caba por miedo a encontrarlo un día congelado entre los es-
combros. Y una y otra vez lo encontró, a veces hasta tenían
tiempo de charlar un rato. Pillaje no había. La gente trabajaba a
más no poder y ya cansada se iba a dormir.
Una noche, en esas noches en que Karl sentado sobre una
piedra divagaba, tuvieron una conversación más o menos así:
–¡Oh, soldado, son soldados, vuelven de batalla! ¿Cómo y...
americanos ya no?
No lo contrarió:
–Sí, sí, volvemos de batalla. Estamos de licencia.
–¿No sabe qué pasó en Normandía? Me dijeron que mi nieto
estaba a cargo de la compañía. Ah, y él me comentó que iba a
volver porque no iba a pasar nada. Y de repente me contaban
los soldados que se llenó de barcos. Todo el canal estaba cu-
bierto de barcos que bombardeaban y cañonaban la costa. Rudolf
me prometió que volvería. ¿No sabe cómo terminó esa batalla?
–La verdad, muchos datos no tenemos, señor.
–Porque yo estoy esperando a mi nieto. Él va a venir de va-
caciones. ¿Le dije que iba a ser ingeniero, que ya le habían dado
el título y se iba a hacer cargo de la fábrica? Iba a ser uno de los
ingenieros de la fábrica. Un Clows germano desde siempre, puro
de acá. ¡Qué orgullo! Si mi padre estuviera acá ¡cómo se pon-
dría! Mi padre cómo quería las máquinas, cómo me enseñó. Las
máquinas son todo, señor. Las máquinas nos dan todo. Hay que
cuidarlas. Devuelven todo lo que uno les pone, pero en miles y

28
miles de veces. “Si usted atiende bien a la máquina”, me decía
mi padre, “la máquina va a ser su mejor amigo”. Y mi nieto va a
hacer máquinas hermosas. Yo he intentado hacer máquinas, pero
yo soy muy bruto. Yo nunca fui a la universidad, a ningún lado.
No se podía, sabe. En aquel tiempo no se podía. Yo era un
germano muy pobre como todos, como Stephan. Stephan sí
que es bueno. ¡Qué amigo! ¡Cómo trabaja! ¡Cómo sabe Stephan!
Y proseguía Karl:
–¡Ah, no le conté! ¿Qué pasó? ¿Por qué estaba usted así?
¿Por qué está todo tan roto? Esta es mi ciudad o estoy en una
prisión? ¿Usted es soldado alemán? Usted no es alemán. Usted
habla muy mal el alemán. ¿Quién es usted?
–Venga señor, Clows, venga. Vamos al refugio. Hace mucho
frío.
–¿Usted me quiere llevar preso? ¿Estoy preso? ¿Dónde es-
toy? ¿Cómo sabe que soy Clows?
–Porque lo conozco, señor Clows. Porque yo he estado con
usted.
–¿Estoy en una prisión? ¿Estoy prisionero? ¿Cómo fue? ¿Dón-
de estoy?
–Venga con nosotros señor Clows, venga con nosotros. Ven-
ga.
–¿Por qué me detienen? Yo nunca hice nada. Siempre traba-
jé. Estaba acá sentado. Creí que estaba en mi ciudad. ¿Me per-
dí? ¿Qué me pasó?
–Tiene que ir al refugio, por acá hay bombas.
–Sí, todas las noches caen bombas, señor, todas las noches.
No puedo dormir. Estoy siempre en la fábrica. Caen bombas.
Cuando trabajamos, caen bombas. Trabajo de a ratos. Me duer-
mo y trabajo. ¿Qué pasó?
–Buenas noches, señor.
–Buenas noches.
–Traemos a un compañero –anuncia el soldado en el refugio.

29
–¡Oh, don Karl, pase, pase!
–No lo deje salir, señor. Hace mucho frío.
–Gracias, soldado, muchas gracias. Buenas noches.
–Karl, ¿adónde fuiste?
–Me fui. Me querían llevar preso. Dime una cosa: ¿Estamos
en mi ciudad?
–Sí, Karl. Está todo roto. Son todos escombros. ¿Viste cuán-
tos escombros hay?
–¿No estamos prisioneros? –insistió.
–No, Karl. Ven, ven, te guardamos un poco de comida ca-
liente. Después vamos a dormir. Mañana nos esperan. Tenemos
que estar en la fábrica.
–Las máquinas, las máquinas, las máquinas, ¿están bien? –se
preocupó.
–Sí.
–Ah, le voy a decir a Fryda. Fryda me decía: “Con estos
bombardeos van a destruir todo: la fábrica, las máquinas, todo”.
El otro día volaron la guardería que cuidaba Fryda. Menos mal
que ella no estaba. Todos los chicos, cuántos chicos; pero Fryda
los está buscando. Porque Stephan me dijo: “Fryda no viene
porque está buscando a los chicos. Los chicos se fueron. Se
asustaron con el ruido”. Le pregunté: “¿Estás seguro Stephan?”.
“Sí, Karl, sí. No le ha pasado nada a nadie. Quédate tranquilo,
Karl. Quédate conmigo aquí, porque en tu casa solo qué vas a
hacer”, me dijo. “Tenés razón Stephan, gracias”, le dije, y le
pregunté si los chicos se salvaron. “Sí, Karl, sí. Están todos a
salvo. Fryda los está buscando a uno por uno para ponerlos en
otra guardería”.
–Come, Karl, come.
–Señor Stephan, qué mal que está Karl.
–Pobre, mi amigo. No quiere entender la realidad. Él vio lo
que pasó: después del bombardeo salimos del refugio de la fá-
brica. Parecía que lo presentía. Le dije: “vamos a casa a ver

30
cómo está. Vamos a ver la guardería. A ver qué pasó con Fryda”.
No se sabía dónde estaba la guardería. Eran todos escombros.
No había nadie, nadie. ¡No había nadie! Eran todos escombros.
Toda esa franja, nuestra casa de departamentos no estaba más.
No estaba más, Pablo. Karl lo sabe. No lo puede entender. De
su nieto, ¡no lo quiere entender, no lo puede entender, se resiste,
Pablo, a entenderlo! De su hijo, lo entendió. Habían traído ya
las insignias, el casco, una bandera y la identificación de Michael.
Me costó mucho. Karl me ayudó mucho. Y un día llega un tele-
grama de que Oto había sido muerto. Empezaba la guerra. Tam-
bién le trajeron todo, y lo entendió. El más chico de los nietos
era muy buen mecánico. Había un ingeniero, de los conocidos, y
se hizo cargo del mantenimiento de los panzer cuando fue Ro-
mero al África y lo invitó al chico a enrolarse para ir de mecáni-
co con los panzer. ¡Cómo sufrió! Era el nieto el que tenía al lado.
Andaban juntos, trabajaban juntos. Un buenísimo mecánico,
correcto, inteligente.
–Por eso lo elegí:
–Frank, ¿quieres ir?
–Sí abuelo.
–Bueno, ve.
Mandaron notas, mandaron cartas. Estaban contentos. Reci-
bió una felicitación. Estaba muy feliz. Karl no estaba contento.
No quería hablar de la guerra. Estaba muy triste. Como todo
joven estaba entusiasmado. La nuera de Karl se inscribió como
enfermera. Fryda fue a una guardería a cuidar chicos. Le queda-
ba Rudolf. Rudolf estudiaba muy bien. Iba a la fábrica, diseña-
ba. Hacía proyectos. Ya estaba por terminar sus estudios de
ingeniería. Faltaban oficiales.
Un día dijo que tenía que ir a Stuttgart a hacer un curso y se
fue. Como a los tres meses apareció vestido de oficial. Karl se
quedó como muerto cuando lo vio. Estaba muy orgulloso de
que su nieto fuera oficial del ejército alemán. Pero tenía el miedo

31
que toda persona consciente les tiene a las armas. Las armas
mandan la muerte. No sirven para otra cosa.
–Nosotros estábamos fabricando muerte todos los días. An-
tes fabricábamos adornos, alegrías, trabajo. Ahora fabricába-
mos muerte. Siempre lo hablábamos con Karl. No dijo nada
Karl, pero tuvo una lesión terrible en su cerebro. Nunca dijo
nada. Se alistó en el 41. Vinieron cartas. Estaba contento, era
buen oficial. En eso llega una cajita con una bandera, una gran
nota, una cadena de identificación de Frank Clows, muerto en la
batalla de Toubro mientras valientemente reparaba un tanque
para ponerlo de vuelta en marcha. Nunca dijo nada Karl, nunca
dijo nada. Pero desde ese entonces Karl no vive. Parece la muerte
caminando.
–¡Cuántos años hace que muere gente! ¡Cuánto tiempo hace
que no tomamos cerveza con Karl, que no cantamos! ¡Cuánto
hace! Parece que no fue nunca. Así es, pobre. Rudolf tampoco
vendrá. Nunca vendrá Rudolf. Él sabe. Pero de Rudolf nunca
hubo una noticia, nunca hubo una bandera, nunca hubo nada. Si
estaba vivo, si estuvo muerto, nada. De Rudolf no se sabe nada.
Aparte de ese soldado que estuvo la otra vez, que contaron.
Estaban en la compañía B, que habían estado a cargo de él y
que se entregaron juntos porque ya no tenían armas, no tenían
municiones y el ejército norteamericano y el inglés avanzaban
brutalmente. Y a él, como era el único oficial, se lo llevaron aparte
y nunca se supo más nada. Nunca se supo si había muerto, si no.
Tendría que haber llegado, Pablo. ¿Cómo llegaron estos mu-
chachos, caminando, en tren, en camión? Ellos lo llevaron por
muchos lados prisionero y al final llegaron. Pero con Rudolf pasó
algo cuando lo llevaron a otro lado, dijeron. Estaba bien. ¿Lo
habrán matado?
–No sé.
Se termina la fábrica. Ya en la ciudad alemana se habían em-
pezado a trazar las calles, a sacar muchos escombros, y venía el

32
cónsul inglés a inaugurar las fábricas terminadas. Entre ellas, en
la que estaba Karl.
El cónsul, un hombre muy bien ubicado, da un discurso. Dice:
–Junto con los norteamericanos, los franceses y el resto de la
comunidad de la alianza, hacemos entrega de todo esto a los
alemanes para que puedan trabajar, ganarse la vida honrada-
mente y le rendimos homenaje a un pueblo tan sufrido y que con
tanta valentía está volviendo a renacer –todas las cosas lindas
que se pueden decir en un discurso.
En eso, desde el grupo de los obreros sale una voz que le
dice:
–Gracias, señor, muchas gracias. Me voy a tomar la atribu-
ción de hablar en nombre de todos mis compañeros, de todos
los ciudadanos de esta ciudad. Les agradecemos todo lo que
han hecho por nosotros. Nos hubiésemos muerto de frío. No
teníamos cómo sobrevivir después de tanto desastre. Somos
una raza fuerte y trabajadora. Muchos hubiesen sobrevivido,
pero no tendríamos tan rápidamente terminado lo que más que-
remos: nuestra fábrica. Cuando estén todas listas empezaremos
las viviendas, y si nos siguen apoyando va a ver qué linda que es
esta región, qué bien que la dejaremos. Y le digo más, señor. Le
vuelvo a agradecer por las máquinas que nos han dado. Así,
honradamente trabajaremos para pagarle todo lo que le debe-
mos, para pagarle todo lo que han invertido en nosotros. Pero
eso sí, señor, yo le digo que trabajaremos todos los días ocho
horas y media. Todos los días menos el domingo, que se lo de-
dicamos al Señor. Ese día haremos examen de conciencia y es-
taremos con nuestros amigos, confrontándonos y viendo cómo
podemos hacer nuestra vivienda. Pero yo voy a hablar por mí y
por todos los germanos que habitamos este lugar: trabajaremos
todos los días cuatro horas más, no ya en la fábrica, trabajare-
mos para abrir todas las calles, para instalar todos los servicios,
para ir rehaciendo todas nuestras viviendas. La fábrica trabajará

33
todo el día. Eso se lo prometo. Soy Karl Clows.
Se escuchan grandes aplausos y Karl prosigue:
–Es más, señor, con toda humildad le digo: yo invertiré el
tiempo que me quede después de esas horas de trabajo para
diseñar máquinas, para hacer las mejores máquinas del mundo.
Las de ustedes son muy buenas, pero recuerde señor que esta
es la ciudad de la precisión, es la ciudad del oro. Nosotros so-
mos los mejores y nunca habrá mejor terminación que la de nues-
tras máquinas.
La gente se iba reuniendo y aplaudió a rabiar.
–Le pido todo el perdón del mundo, señor. Estoy muy agra-
decido con lo que usted nos da, pero créame, y usted lo sabe,
usted ha venido a comprar aquí.
A los ingleses, sus compatriotas, les hemos mandado muchas
cosas, les seguiremos mandando y apuesto a que dentro de cin-
co años, cuando sea primavera, usted vendrá y los que vivimos
aquí lo llevaremos a pasear por la ciudad, que tendrá casas con
jardines y plantas florecidas, con fábricas con todas maquinarias
alemanas. Es una promesa, señor. No es que sean malas sus
máquinas. Es que nosotros somos muy inteligentes, somos muy
orgullosos de nuestro trabajo, muy trabajadores. Somos infati-
gables. Nunca nos damos por derrotados. Trabajaremos, me
comprometo a morir trabajando, pero cumpliré mi promesa. Si
yo quedo en el camino, hay muchos amigos que van a llevar la
posta.
Hasta dentro de cinco años, señor. Recuerde, está invitado.
Haremos una gran fiesta. Está invitado usted, su familia y todos
los ingleses que quieran venir, todos los norteamericanos o fran-
ceses, para ver lo que será nuestra ciudad, que será lo máximo
como todas las ciudades alemanas. Gracias, señor, gracias.
La multitud que ya se había reunido, aplaudía y gritaba
frenéticamente. Aplaudía a rabiar a los soldados americanos, a
los soldados ingleses –parecía mentira–, y al cónsul.

34
La gente empezó a trabajar. Trabajó infatigablemente. Falta-
ban muchos puestos que cubrir en la fábrica. Faltaban hombres.
Las mujeres que quedaron cumplían la tarea a la perfección.
Fueron aprendiendo sus trabajos, y los hacían a la par de los
hombres. Trabajaban levantando escombros con las manos. Más
de uno caía rendido y había que llevarlo a la enfermería, porque
lo único que necesitaba era descansar, ponerlo a dormir para
que descansase.
Y así, poco a poco, con inteligencia, con tenacidad, con mu-
cha transpiración y trabajo, fue renaciendo una ciudad. ¿Por
qué? Porque, como dijo Karl Clows: “Esa gente tenía honor.
Tenía que pagar una deuda, tenía que resarcir lo que le habían
dado, tenía que ser agradecida y tenía que demostrarles a los
que la habían ayudado que eran capaces de revertir la situación.
Tenían fe, y orgullo por ellos mismos. No el orgullo estúpido que
puede tener un ignorante, el digno orgullo que tiene un ser que se
dedica a ser hombre, que se dedica a ser bueno en su profesión,
que todos los días aprende una lección, que siempre dice “gra-
cias, señor”.
Karl siempre esperó a Rudolf. Un día ese cabo apareció con
un oficial y le preguntaron:
–Señor Karl, ¿cómo era el asunto de su nieto?
–Mire, estoy bien, estoy trabajando. No quisiera ni recordar-
lo.
–Le presento al capitán que se va de baja a raíz de que nos
vamos retirando, y tiene otros casos similares al suyo. Por eso le
interesó. Quisiera saber los datos que usted tenga porque hay
muchos oficiales alemanes y soldados que no han regresado a
casa y se han anotado como prisioneros.
Karl accedió y le dio todos los datos que poseía dentro de lo
que humildemente había escuchado y le había hablado su nieto.
Llamaron y encontraron al cabo de la compañía B. El cabo le
dio todos los datos que poseía, cómo se lo habían llevado, dón-

35
de estaba. Este oficial hacía un trabajo que no le correspondía;
pero era un digno oficial que una vez terminada la guerra era
como un hermano. Eran oficiales y soldados de otra patria, pero
no. La contienda había terminado. Ahora eran hermanos. ¿Eran
gente común? Él había convivido con un montón de alemanes,
¿eran gente buena? ¿Qué tenía que ver el alemán con un norte-
americano? ¿Qué había pasado? ¿Había asesinos, de su mismo
grupo? No lo podía creer. No lo entendía.
Se fue. Encontró los archivos en París. Y cuando el mucha-
cho no le podía responder más, llamó al coronel:
–¿Qué hace, capitán?
–Mire, estoy buscando a esta gente que donde yo estuve asen-
tado no puede entender por qué tienen tantos, así y así.
–¿A ver?
–No sé. Llegó para el interrogatorio, pero tenía una bala en la
espalda y lo derivamos al hospital.
–¿Cómo tenía una bala en la espalda, si yo he hablado con
testigos de la misma compañía? Estaba perfectamente bien y
saludó a sus soldados antes de subir al Jeep. Acá pasa algo.
Este otro oficial:
–Ah, llegó muy mal herido.
–No. Porque se entregaron junto con un sargento y cuatro
conscriptos, cuatro soldados, y no pasó nada. Estaba perfecta-
mente bien.
–No, no. Mire el informe. Fue derivado con heridas al mismo
hospital de campaña.
–¿Y este otro?
–También.
–¿No le parece mucha casualidad, señor coronel?
–¿Qué está insinuando, capitán? Usted es un ex capitán.
¿Quiere volver a Norteamérica o quiere quedar preso acá?
–Perdón, señor. No es la forma en que usted me tiene que
contestar. Yo estoy haciendo averiguaciones. No estoy insinuando

36
nada.
–No tiene derecho a hacer ninguna investigación. No fue nom-
brado por nadie ni para nada.
–Soy un ciudadano americano, señor. Aparte, soy abogado.
Me alisté en el ejército de mi patria y fui nombrado oficial, pero
yo no soy soldado de carrera. Usted me podrá detener, me po-
drá fusilar, pero abusando de su autoridad. Legalmente usted
me tiene que dar los datos. Usted lo sabe.
–Diríjase al hospital.
–Muy bien, señor. Gracias.
Se dirige al hospital. No existe más, por supuesto: era un hos-
pital de campaña. ¿Los archivos? Pueden estar en el ejército,
pueden estar en la Cruz Roja. Va a la Cruz Roja.
–No tenemos datos, señor. De ese hospital no tenemos da-
tos. No lo tenemos registrado.A todos los hospitales los tene-
mos registrados, pero ese hospital de campaña no figura y ese
médico tampoco.
Vuelve al archivo.
–¿Usted de nuevo?
–Ese hospital no figura. O sea, busque los datos de ese hos-
pital.
–Acá lo van a atender, y basta.
–Bien, señor.
–Acá están: Hospital de campaña nº tanto.
–¿Cómo me dijo?
–Rudolf Clows, sí, entró con una perforación de bala. Se lo
intentó reanimar. Falleció.
–¿Y certificados? ¿Identificación dada a quién?
–Ah, no sé, no dice más nada.
–¿De este otro oficial, y de este otro?
–Ah, no sé, entró con lesiones muy graves, falleció antes de
que pudiéramos hacer algo por él.
–¿Y este otro oficial?

37
–Ahí está. Ese es el informe.
–Comunicación, identificación, dónde quedó.
–No dice más nada, señor. No dice más nada.
–¡Qué casualidad! ¿Era un hospital de campaña?
–Sí, señor. Acá dice. Fíjese.
–¿No sería un permiso de interrogatorio?
–No sé. Pregúntele al coronel.
El capitán vuelve a su país, Estados Unidos de América. Ya
había gente que estaba detrás de eso. Algo se sabe y mucho no
se sabe. El gran interrogante.

38
DON PASCUALE

Una tarde de sol, un matrimonio italiano.


–Viejo, están haciendo la quinta. Están replantando ajíes en
los surcos.
Y en un momento dado el hombre tosco, rudo, cansado, pero
no de trabajar, parece cansado de la vida, se sienta sobre las
plantas y le dice a su mujer:
–Angiulina, vieni cua.
–¿Qué has hecho, Pascuale? Te has sentado sobre las plan-
tas. ¿Estás loco? ¿Estás enfermo?
–Vieni cua Angiulina. Vamo hablare.
–¿Pero qué te pasa, Pascuale? ¿Por qué te sentaste sobre las
plantas?
–Porque estoy muy cansado. Cansado de la cabeza, Angiulina.
–¿Estás loco? Andá, Pascuale, vamo a la cama. Tomaste
mucho sol esta mañana. Estamo viejos ya para tomar tanto sol.
–Noooo, estoy bien. Estoy cansado de la vida, Angiulina, muy
cansado. Estoy como aquel día en Cosenza. ¿Te acordá,
Angiulina? Era jovencito. Siempre trabajamo la quinta. Mi abuelo
trabajaba la quinta, mi padre trabajaba la quinta, mis hermanos,
mis tíos. Era una tierra mala. Era una tierra pobre. Ma casi te
puedo decir: maldita. Trabajábamo y trabajábamo, siempre
trabajábamo. Allá teníamo la festa, pero siempre trabajábamo.
Cuando la cosecha iba mal era muy duro. Cuando la cosecha
iba bien venían lo que decían lo capo y te sacaban la mitá. La

39
mitá era pa ello.
Un día quería terminar de plantar cebolla, venía la tormenta.
Había hecho todo lo que decía el abuelo: les puse las piedras pa
contener porque en la montaña es bravo. Fui haciendo surcos y
canteros, y trabajaba con mis hermanos. Todos trabajábamos.
Y empezó a llover y se iban. Yo dije: “Ma non, vamo a termi-
nar”.
Y me quedé con mi hermanito menor. Y nos apurábamo y
plantábamo. Y llovía y llovió. Y cuando estábamo terminando
vino un montón de agua de allá arriba. Un montón de agua y nos
limpió todo lo que habíamos plantado: las piedras, los surcos,
nosotros, todo abajo. Cuando paramo allá abajo vi a mi herma-
nito que salía de dentro del barro:
–¿No te pasó nada?
–No, todo bene.
Yo también estaba bien; pero me arrodillé y empecé a llorar:
–¡Maldito día, qué te he hecho, qué te hago! Trabajo, traba-
jo, soy un animal de trabajo. ¿Por qué me hacé esto, día? ¿Por
qué a nosotro? Siempre a nosotro. Esta tierra está maldita. No
trabajo ma en esta tierra. Me voy. Que el abuelo se enoje. Me
voy. Manole, ¿queré venir conmigo? Ma yo me voy.
–¿Adónde te vai?
–No sé. De acá me voy. Estoy cansado. No puedo ma vivir
así. Siempre e iguale. Nunca podemo hacer nada. No podemos
salir como vivimos. El abuelo cuenta que lo abuelo de ello tam-
bién estuvieron acá. Y siempre estamo acá y siempre nos va
mal. No quiero vivire más. Quiero trabajar pero que mi trabajo
valga. Que sea para algo, poque si no, me voy a hacer vago, si
es lo mismo. ¿Qué diferencia hay con lo vago? ¿Qué tengo yo
ma que un vago?
–Vamo Pascuale, vamo pa casa.
Cuando llegué a casa estábamo todo embarrado. Mi padre
me quería castigare por haber seguido trabajando. Le dije que

40
no había problema que me castigue. Era la última ve porque me
iba.
–¿Adónde va a ir usté?
–No sé. Me voy. No sé adónde me voy. No quiero vivire
más.
–¿Ma qué le falta? Todos trabajamo acá. Toda la familia ha
trabajado acá. Siempre hemo trabajado acá. Cosenza es nues-
tra patria, nuestra casa. No conocemo otra cosa. ¿Y con
Angiulina, su novia, qué va a hacere? Ojito. Hemo dicho que se
iban a casare.
–Sí. Me voy con Angiulina. Le voy a decire.
–Ma usté está loco.
–Mañana le via’ decire.
Y así se fueron, los dos muchachos, con la bendición del abuelo
porque el padre le dijo que no volviera más, porque no los que-
ría.
Angiulina se escapó de la casa. Se agarraron de la mano y
bajaron la montaña. Bajaron a la ciudad. En la ciudad no sabían
nada de nada.
Cuando hubo alguien que decía que se podía ir a la América,
que la América era grande y era generosa, se ganaba mucha
plata, se estaba muy bien, averiguaron cómo había que hacer, se
tomaron un tren y se fueron a Génova.
Se embarcaron con un montón de gente más y con toda esa
gente en la panza del barco se vinieron para acá.
Bajaron. Estaba la gente que iba a buscar a los inmigrantes
porque eran buenos trabajadores y los llevaron justamente para
una zona de Entre Ríos a hacer la quinta.
Fueron. Veían los árboles, el río, las plantas. No lo podían
creer. Veían cómo comía la gente. Estaban felices. Para ellos
trabajar lo que se trabajaba acá era una pavada. Siempre traba-
jaban de más. Los dos trabajaban en la quinta. ¡Cómo trabaja-
ban!

41
Y así se fueron organizando. Fueron ahorrando. El patrón les
tenía simpatía porque veía cómo luchaban para progresar. Siem-
pre estaban dispuestos a todo. Siempre querían hacer el mejor
trabajo. Todo les venía bien. Daban gracias a Dios por haberlos
traído a este país. Eran cumplidores, gente de buena fe.
Tuvieron un hijo y fueron progresando. Un día el patrón le
dijo:
–Pascuale, vení. Yo te voy juntando la plata y vos tenés aho-
rrado para comprarte un pedazo de tierra que va a ser para vos.
Yo te voy a indicar lo que podés comprar y lo que tenés que
hacer porque ustedes son muy buenas personas. Me han ayu-
dado mucho sin pedir nada. Yo tengo la obligación de ayudarlos
a ustedes para que tengan su tierra.
–Oh, señor, nosotros tener una tierra. La tierra de nosotros.
Si usted me ayuda… Yo no sé bien de dinero, pero trabajaré.
–Yo te voy a ayudar, Pascuale, yo te voy a ayudar. Vos vas a
ser un quintero. Vas a ser uno de los más grandes de acá. Tenés
mucha fuerza. Sos muy buena persona.
–Gracias, señor, gracias.
Y así, con el asesoramiento del patrón, se compró una frac-
ción de tierra. Seguían trabajando en la quinta y en el tiempo
libre se empezaron a hacer una casa. Un galpón. Cuando estuvo
más o menos acomodadito, el patrón le dijo:
–Pascuale, si te querés ir, andate. Yo te voy a conseguir las
herramientas, la semilla y vos vas a tener tu quinta. Yo te voy a
enseñar. Tenés que tomar alguna gente para que te ayude.
–Oh, patrón. Yo voy a hacer una quinta lindísima: le voy a
plantar árbole, voy a tener como tiene usté acá. El riego, animale,
la gallina. Vamo a tenere de todo patrón. Usté me tiene que
enseñare con la plata y con la gente. Yo voy a trabajar. Eso sí,
voy a trabajare como yo trabajo. La Angiulina trabaja ma que
yo.
Y así fueron trabajando y trabajando. Tuvieron tres hijos. Los

42
mandaron a la escuela. Tenían una quinta prolijita. El patrón los
iba a visitar. Lo invitaban a comer. Ya era un hombre de bastante
edad. Estaba muy contento:
–Mirá, Pascuale, esto es una de las grandes alegrías de mi
vida. Ver lo que has hecho. Te lo merecés, Pascuale, te lo
merecés.
–Eh, cada uno hace lo que puede. Yo también le agradezco a
Dios. Aunque un día lo maldije, Dios me ha recompensado. Me
ha dado de todo. A vece pienso que es mucho.
–No, Pascuale. Tú has trabajado muy duro. Tu señora, tus
hijos. Son buenos chicos.
–Mire, tengo animale, tengo la leche acá, tengo lo chancho,
tengo gallina, tengo bueno perro que me cuidan. Tenemo lo
galpone, lo camione pa llevar al mercado. Riego, árbole, gente
trabajando. A vece me parece que es mucho.
Prosiguió Don Pascuale:
–Me voy, gracia Dios, me voy. Me llevo uno camione que va
a niño que no tiene que comere para que tenga pa darle. Ahora,
¿cómo no va a tener que comere acá? Ma si uno se organiza un
poco todo crece. Acá e fácil hacer crecere la planta, crece sola.
¿Cómo tienen hambre? Las gallinas se reproducen, ponen hue-
vo. Yo se lo digo al almacenero allá cuando vamo al mercado y
se lo llevo al asilo. Lo tenemo acá con nada. Con lo chancho
hacemo la fatura. La leche, porque esta gente tenía hambre. ¿Qué
le pasa? No quiere trabajar. Si es lindo trabajar. Y yo voy. Me
pongo de contento a la mañana cuando me levanto y salgo para
trabajar en la quinta. Uno pone la mano ahí en la terra, planta la
semilla, va a crecere la planta. Mira la otra, está dando flores,
tiene frutos. La gente está cortando del otro lado la espinaca. Se
llenan los bolsos. Se van camiones. Mira si mi madre hubiese
visto esto. Pobre abuelo. No poníamo contento cuando íbamo
con dos fardo pa abajo pa venderlo. Si estuviera el abuelo y
viera que están saliendo lo camione de mi quinta, no lo podría

43
creer. Se habrá muerto el abuelo hace muchos años, mamá tam-
bién, el papá también. Ver a mi hermano, e nunca ma le he escri-
to. Ma yo le escrito pues... No yo, ya cuando le escribimo era
porque los chico empezaban a escribir. Nosotro no sabíamo
escribir. A lo mejor ello no recibieron nunca la carta. No le digo
nada a Angiulina porque yo sé que Angiulina llora. Angiulina no
habla. Angiulina es como una sombra. Nunca se queja. Nunca
habla, nunca dice nada. Siempre está dispuesta a hacer de todo.
A todo dice que sí Angiulina. Ma nosotro, todo lo que hemo
hecho: he trabajado. Nacimo pa trabajar. Nos enseñaron a tra-
bajar.
Siguió reflexionando:
–Apena hemos conocido el pueblo. A vece con lo paisano
nos hacemo una festa, nos tomamo vino, cantamo. Pero no es-
toy alegre. Nunca me pude poner alegre. Mirando la gente e me
di cuenta que no me río. No sé reírme ni sé sufrir porque allá en
la Italia desde chico no sabíamos sufrir. Era así. Ni frío teníamo,
porque si decíamo que teníamo frío nos retaban. No sé. Tengo
la mano dura, muy gruesa. Trabajo con la pala, con el hacha.
Nunca me duele. No me canso. Yo veo a la gente en el pueblo.
Dice que está cansada, que está triste, que no tiene, qué sé yo.Y
yo miro y tiene auto, tiene casa, linda casa, tienen estufa, la co-
cina, ventiladore. Todo con pisos, vidrios. ¿Ma cómo no tiene
nada? Se cambian de ropa: para esto una ropa, para lo otro otra
ropa. Van a hacere lo deporte, dicen, y se ponen otra ropa. Al
trabajo van poquito. Cuando voy ahí a la oficina que he tenido
que ir, todo hablan, hablan, hablan. ¿Qué hacen? Están sentado:
“Cómo trabajé, le dice, me está matando el trabajo”. No entien-
do. No entiendo, Dios, no entiendo. ¿Se cansarán más? ¿Será
la terra de acá? ¿Nosotro seremo diferente? Ma vo sabé una
cosa: lo chico no son como nosotro, no. Desde que van al cole-
gio se juntan con otro chico y van y juegan y la quinta no le
gusta. No la quieren la terra. No entendés cómo Dios te da de

44
todo.
Y la madre:
–¿Ma cómo no va a querer la terra?
–No la quere. Yo lo veo: No quieren estare acá. No me acom-
pañan. Le tengo que decir muy fuerte para que me acompañen.
Siempre tienen que hacere. No quieren la terra. Angiulina lo deja.
A lo mejor ella tiene razón. Será una mejor vida. No quiere que
sean como nosotro, que trabajamo y trabajamo y no sabemo
ma nada que trabajare. Angiulina no dice nada, pero sabe. Pien-
sa para ella e por ahí sabe ma que yo. Lo sé. No sé qué hacere.
Yo sé plantar tomate, árbole, fruto, cuidar a la vaca, curarla,
cuándo va a tener cría. El veterinario decía: “¿Usted dónde apren-
dió?”. “Eh, con mi abuelo. Yo era chiquito, mi abuelo me ense-
ñó”. “Pero usted sabe mucho”, me dijo, y le contesté: “E no,
bruto, del campo”. “No no, así se hace, como hace usted. Mu-
chos veterinarios no sabrían hacer lo que hace usted”.
Retoma Pascuale:
–Allá no había veterinario, no había nada. El abuelo era el
que más sabía y nos enseñaba todo. La gallina, la cuido. Sé
hacere de albañile porque allá, de chiquitito, yo ayudaba. Siem-
pre hacíamo algo. La familia se agrandaba. Siempre había que
hacere algo. De las cosas así de hacer los hombres, yo no sé
nada. Nunca estuve en la ciudad. No sé cómo es. Nosotro a la
escuela no íbamo. Así que yo no sé cómo e. Angiulina tiene ra-
zón. Ella lo deja. Tiene razón.
Los chicos fueron creciendo. Estudiaron. Ma grande se fue-
ron al pueblo. Estudiaron lo secundario. Ma dice: “Tenemo que
ir a la facultá, a Buenos Aires”. “Bueno, vayan a Buenos Aires”.
Y así fue uno y le mandamo una plata. Él venía a buscarla.
Venía de vacaciones e la quinta non le gustaba. Se quedaba un
poquito, me pedía la plata e se iba de vuelta.
Despué los otro. Despué la chica dijo: “E yo también vo a
buscare en Buenos Aires voy a estudiare porque acá...”. “Vaya

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acá cerca”, dije. “¿A la facultá de acá? No hay facultá acá cer-
ca. No, son una porquería”. “Ma, vaya”. Y me dijo:
–E vayan allá. Van a ver qué bueno que es Buenos Aires.
–No, a mí mucha gente me da miedo. Yo me llevo bien con
los perros, con las gallinas, les hablo a las vacas Catalina y Ca-
rolina, como yo les digo. Me escuchan, me entienden. Vienen y
me lamen. Yo les hablo. Tomamo mate junto. Ellas hablan a su
manera. Yo acá estoy contento. E lo único que conozco. ¿Qué
voy a ir a hacere yo a Buenos aires? Me asusto.
Y así pasó el tiempo e lo chico siempre venían. Ya eran gran-
de. Siempre pedíano plata. Hasta que un día para la festa vinie-
ron. Primero uno, despué otro, e yo dije:
–Bueno, vamo a hacere la Navidá.
–Papá, yo me tengo que ir. Vine a buscar para pagar la pen-
sión.
–Ma dígame una cosa: Usté hace casi diez año que fue a
Buenos Aires. No se recibió, no tiene título, no trabaja.
–¡Eh papá, qué dice de mí! Yo hago todo lo posible, ma los
profesore, usté no sabe cómo son los profesore. Usté qué sabe.
–No sé, he estado acá siempre.
–Pero usté no sabe lo que es allá para ser dotore. Es dificilí-
simo.
–¿Ma usté estudia?
–¡Y qué me va a decire que no estudio yo! Qué me va a decir
si usté no sabe nada, es un bruto. Qué voy a hablare con usté.
–Claro, ni con su padre ni con su madre puede hablar nada, y
porque somo uno bruto. Uno bruto que le ponemo la plata para
que usté esté allá. Uno bruto que han vivido de rodilla trabajan-
do la terra para que usté estudie, para que nunca trabaje. Y así le
dice a su padre que e uno bruto. Le podría haber dicho que
nunca fue a la escuela, que no conoce Buenos Aire, que no sabe
lo que e eso que usté llama la universidá. No, su padre no sabe
eso, nada sabe. Su padre sabe de la vida. Sabe de un hombre

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honesto y de un sinvergüenza. Sabe de un hombre que tiene
palabra y sabe de un mentiroso estafador, como es usté. Usté
me ha salido un estafador. Mi padre se enojó porque yo dejé la
terra. Pero dejé la terra de mis antepasado, de mis abuelo, de
los abuelo de mis abuelos, porque era muy mala y vine acá y
trabajé más que allá. Su madre, yo y Dios sabemo lo que hemo
trabajado, lo que hemo sufrido para que usté viva mejor. Usté
ha podido estudiar, pero no es una buena persona porque ha
estudiado. No, una buena persona e una buena persona de na-
cimiento. Usté es un desagradecido porque lo primero que ten-
dría que hacer es agradecer a sus padre todo lo que han hecho
por usté, aunque yo no quiero que nadie me agradezca nada. Yo
lo hago porque me gusta. He puesto empeño para que ustede
no sufran lo que nosotro hemo sufrido. Para que vivan. Para que
vean cómo es la vida, porque con tu madre no sabemo lo que es
la vida. Nosotro sabemo esto nada ma, y hemo puesto la espe-
ranza en ustede. Y usté me dice que somo uno bruto, que no
entendo nada. Tiene razón usté. ¡Qué he hecho en mi vida! Ma
qué ha hecho Angiulina, ma qué ha hecho Pascuale. No hemo
hecho nada ni hemo sabido enseñarle a ustede. ¡Qué me viene a
echar en cara! ¡Qué se cree!
–¿Escuchás, Venancio? Tenés razón, es un viejo atorrante,
amarrete. Lo único que pensa es poner plata en el banco. (Mi-
rando al padre): Tenés la gente trabajando ahí, chupa sangre. La
matás de hambre.
–¿Ma qué dice? ¿Ma usté qué dice? ¿Mejor que lo que está
acá la gente? ¿Ma qué quiere que haga? Si he ganado una plata
es para ustede, que lo único que han hecho e que la han gastado.
Ma andá.
–¿Qué? Ahora quiere hacer la Navidad de la familia. Tiene
razón mamá. Cuando yo me fui, ¿sabés qué me dijo? Que una
mujer no tenía que estar sola allá. Yo le dije que iba a estar con
ustedes y a él no le gustó porque nunca me quiso dejar ir.

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–Ma y usté, ¿se ha recebido de algo? ¿Tiene un título, trabaja
de algo? ¿Qué hace allá?
–¿Y qué le tengo que decir a usted?, ¿qué hago? ¿Qué es
usted? ¿Mussolini es usted? ¿A usté le enseñó Mussolini allá?
¿Qué quiere, matarme, fusilarme?
–¿Ma qué dice usté?, ¿ma qué Mussolini? Si yo nunca supe
ni dónde estaba Mussolini, ni quién era.
–¿Sabé qué pasa? Es un amarrete.Va a poner dos botellas de
vino para Navidad y quiere hacer como dice él: la festa. E invita
a uno como ellos e te hablan.
–¿Qué es esto? Angiulina, ¿vos escuchá, escuchá esto? ¿Es
posible? ¿Yo escucho bene?
–Sí que escucha bien. Denos la plata y nosotros nos vamos
porque estamo hartos de estar acá, de esta porquería, de esta
basura. Tendrían que tener auto nuevo. Tendrían que ir a la ciu-
dad en la casa nueva. ¿Qué le vamo a decir nosotro a los amigo
nuestro? Que vengan acá en medio del campo a una casucha.
–¿Cómo dice? ¿Cómo dice? ¿En medio del campo? ¿Por
qué tiene vergüenza? ¿De quién? Angiulina, ¿no es cierto? ¿Qué
me pasa? ¿Qué escucho?
–¡Qué dice, viejo! ¡Qué se hace, el artista! ¿No va al pueblo?
¿No sabe lo que es una casa?
–¿Ma qué tiene esta casa? Tiene lo dormitorio, ma las camas.
Lo baño con todo. He traído al albañile para reformarla, pa ha-
cer de todo. Lo que ustedes dijeron ma la bañadera ma el coso
ma el otro coso ahí ma pa lavarse, ma la cocina. Tenemo la
cocina, todo como diqueron ustede cuando eran muchacho y
estaban acá. Son como la casa de la ciudades. ¿Pa qué ma?
¡Mirá qué cocina grande que tenemo para cuando ustede ven-
gan con sus amigo!
–¿Acá lo va a traer? ¿A la cocina? ¡Son otras casas papá,
otra forma, vaya a la ciudad, aprenda! No es que está mal, es
que se vive de otra forma.

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–Usté no está de acuerdo. Su padre e una rata. No e un
animale bueno como la vaca. E un animale maligno. Tiene que
esconderlo a su padre. No lo pueden conocer sus amigo. ¿Qué
son sus amigo? Usté esconde a su padre. No tene ma padre ni
madre. ¡Vayasé! ¡Vayasé, no lo quiero ver nunca ma!
–Mirá, papá, si Venancio se va yo también me voy y no pon-
go más los pies sobre esta casa, porque sólo has sabido ser un
amarrete y sólo querés a la gente para exprimirla, para que trabaje
para vos, para juntar plata y tener más plata y más plata, que es
lo único que te interesa. Vamos, Venancio, vamos. ¿Vos Manuel
te quedás?
–No. Me voy con ustedes. No venimos nunca más. Que tra-
bajen. Quiere la plata sólo mamá. Que se la gaste toda. Pero no
nos vas a escribir. No nos vas a pedir que volvamos. No volve-
mos nunca más.
–Recuérdenlo siempre. Ma nunca se lo olviden. Han dicho
que non vuelven nunca ma, e para Pascuale la palabra vale.
Cuando Pascuale se fue de Cosenza, su padre lo echó porque
quería dejar el hogar de la familia, pero era muy duro. Venía a
nuevas tierras…
–Lo contaste setenta veces, papá. Con eso no nos vas a po-
ner distintos para que nosotros nos quedemos. Mirá, ni aunque
nos des la plata nos quedamos.
–No. Yo sólo les digo que yo me fui para trabajar. Era un
hombre decente, trabajador y que quería esperanza para mí y
para los que me seguían, que iban a ser ustede. Para eso hice
todo. Para eso luchamos con tu madre. Para eso hasta el día de
hoy hemos trabajado para ustede. Pero veo que se van porque
solamente quieren plata. Es lo único que quieren. Nada ma que
plata. No les interesa ni su padre ni su madre, ni la terra esta que
hemo luchado tanto. Lo único que quieren es plata. Vayan a
buscarla. Nunca ma vengan por acá. Y cuando Pascuale dice
“nunca ma” e nunca ma. E primero lo han dicho ustede. Acuér-

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dense siempre que han dicho que yo los iba a ir a buscar porque
ustede nunca ma iban a venir. Quédense tranquilo: vayan.
Llevensé todo lo que quieran. Vayansé. Angiulina, decí algo. ¿Qué
quiere que hagamo? Vos so la madre, la dueña de esto. Ha
trabacado ma que yo. Vo dice. Habla Angiulina.
–Que se vayan. Si ello quiéreno irse porque no pueden traer
a sus amigo acá a ver a su padre y a su madre, que se vayan con
los amigo, como vo dijiste. Que se lleven todo lo que quieran. Si
hay plata, dale toda la plata que quieran.
–Ta bene. Así se hace, Angiulina. Mañana vamo a ir al banco
e sacamo la plata e se la damo. Esta noche váyansen al pueblo.Yo
te voy a tener la plata pa el hotele porque seguro que no tené.
Mañana, cuando abre el banco, Pascuale va a estar ahí e le voy
a decir a lo gerente que me diga cuánto hay así se la llevan. Se
vane contento. Van a pasar la Navidade contento con sus ami-
go. ¡Vayan, vayan!
Y este hombre cumplió su palabra. Fue al gerente:
–¿Pero qué pasa, Pascuale?
–Quiero sacare toda la plata.
–Pero mire que tiene así (señala una cantidad muy grande).
–Dejame lo que tengo para pagare ahora. Para que la gente
no diga que no pago. Lo que sobre...
–¿Pero qué le pasa, don Pascuale? Vamos.
–Ma, dejame la plata pa pagare. Si te debo, sí, sí. Qué le
debo a la gente lo mese, la quincena y... Vos sacá la cuenta
mejore que yo. Siempre yo he confiado en vo. Estoy muy ner-
vioso hoy. Haceme el favor. Dame esa plata.
–Está bien, don Pascuale. Quédese tranquilo. ¿Pero en efec-
tivo?
–E sí, non sé, ¿cómo se la llevan? Dame billete.
–Es bastante plata en billetes.
–Bueno, ma espera. A vere. ¿Qué hago? ¿Tre paquete? Ma
se, haga lo tre paquete, uno para cada uno con lo que hay.

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–¿Cómo dice?
–Tre paquetes iguales, e me lo da.
–¿Me espera un poco, Pascuale? Ya lo hago.
–Gracie.
–Acá están. ¿Quiere que lo acompañe, Pascuale? ¿Quiere
que vayamos hasta su casa?
–Ma non. Le doy a mis hijo acá.
–Ah, ¿están sus hijos? Vamos a conocerlos.
–Sí, están acá, en la sala de espera.
Se encuentran el gerente, Pascuale y los hijos.
–Oh, ¿cómo les va, muchachos? ¡Qué grandes que están!
–Ah, bueno, bueno. Tomá, Venancio. Tomá, Manuel. Tomá,
Ángela. Vayan a tomar el trene, rápido. Adío.
–Uy, señor gerente, un momento, me atiende que no... –soli-
cita un cliente.
–Momentito, momentito, señor. Don Pascuale, ¿qué le pasa?
Venga, venga al escritorio. Don Pascuale, ¿Qué está pasando?
¿Puedo ayudarlo?
–Ma non. Vo no me podé ayudare. Nadie puede ayudare. Ya
nadie puede. Pascuale se acaba de morire.
–Mire, vamos a hacer una cosa: usted viene conmigo. Vamos
hasta la cocina. Usted se me queda ahí un rato. El ordenanza le
va a servir un café. Yo voy a atender a la gente que está y des-
pués lo llevo a su casa. Usted no se puede ir así.
–Ma, si vo lo decí…
El ordenanza saluda:
–¡Oh, ¿cómo le va, don Pascuale?! ¡¿Qué dice usted?! ¿Me
viene a visitar?
–Me dijo el gerente que me venga a tomare uno café.
–¿Cómo anda la quinta, don Pascuale?
–Ah, están trabajando, sempre trabajando.
–¿Y la señora?
–Bene. En casa, haciendo la quinta, la comida.

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–Lo veo medio triste, don Pascuale. ¿Le ha pasado algo?
–No. A nosotros no nos pasa nada. Mirá qué mano, mirá la
cara. Sono muy dura. No no hace nada el sol. No no hace nada
el frío, ni el calor. No no pasa nada. A vece escucho que ustede
dicen: “ma a esto gringo viejo nunca le pasa nada”. E tenés razo-
ne, Mario: no no puede pasar nada. Mira qué mano: toda dura.
No no puede pasare nada. Si la pongo arriba del fuego ni se
quema.
–¿Qué tal el cafecito? ¿A ver? Pruébelo, que lo hice especial
para usted. Pascuale, usted sí que es un buen tipo. El otro día
estaba en el colegio y usted llegó con la fruta y les bajó los cajo-
nes. Todos decían: “Qué buen hombre es don Pascuale. Qué
buen hombre”. Porque usted es un tipazo. Si tuviéramos mu-
chos como usted… Usted hace todo lo que puede por la gente
de acá. La verdad, y su señora también. Mire que hace los
bollitos, las tortas. Todos los chicos lo conocen y los grandes
también, más de nombre que de verlo porque usted nunca está
por acá. ¿por qué no viene, don Pascuale, por acá? Usted tiene
que ir a las fiestas del colegio, no sólo a dejarles la fruta. Tam-
bién al asilo, que les lleva los huevos, las verduras, las frutas.
¿Sabe qué contentos se ponen los chicos cuando su señora hace
esas tortas?... Y la leche... Qué sería del asilo sin usted... ¿Por
qué no va a los actos, don Pascuale? Mucha gente lo quiere
conocer. Todos hablan de usted. Muy pocos lo conocen. Y si se
descuida, ni el apellido saben porque todos le dicen don Pascuale.
Don Pascuale y la torta de Angiulina.
–¿Para qué queré conocerme? Yo no sé hablar. Yo ¿qué le
voy a decir? Yo me visto siempre así. Ustede tiene traje, som-
brero. Yo siempre estoy de gorra. Nosotros siempre usamo go-
rra, pañuelo al cuello. No ponemo un abrigo, si hace frío, el que
tenemo. Haría medio, como dicen ustede, “de payaso”. Yo sono
muy bruto. Yo no sirvo pa la gente.
–Don Pascuale, ¿cómo va a ser bruto usted? Usted es un

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hombre inteligente. El otro día hablaban acá el gerente y el inge-
niero agrónomo que fue a ver su quinta.
–Ah, sí. Lo dotore e ingenieri agrónomo.
–Decían: “¡Uy, cómo sabe ese hombre de quinta!”, “¡Qué
buen sembrado tiene, qué bien hecho!”. ¿Y el veterinario? Lo
escuché un día que usted estaba atendiendo una vaca. Él llegó y
dijo: “Acá yo no lo hubiera hecho igual. No sé si la hubiera sal-
vado a la vaca; pero don Pascuale, ¡qué bien!”.
–Eh, ¿sabe qué pasa? Estoy todo el día ahí adentro, la cuido,
ma qué sé yo: trabajo, trabajo, nada ma. Ello son dotore, inge-
niero. Ello saben. Ello dicen así porque me ven a mí tan bruto,
tan viejo. ’Tonces dicen que yo sé. Pero non e así. Ello son lo
que saben e si no, yo no lo llamo, viste. Yo siempre quiero que
mi fruta sea buena, que la verdura sea buena. Para eso trabajo.
Ma vo hacé buen café y lo serví bene. E tu trabajo, e tené que
hacerlo bien. El hombre tiene que hacer lo que hace bien, cada
vez mejor. Tonce va viendo y mejora y a vece hace mejor y a
vece hace peor. E cuando hace peor tiene que tratar de mejo-
rarlo. Despué e con el tiempo. Tanto tiempo que llevo, tantos
años, tantos años…
–¿Cómo dice, don Pascuale?
–Ah, que decía: tantos años que llevo. E tengo que aprender,
cómo no voy a aprender.
–Don Pascuale, hay quinteros que hace generaciones que están
y no tienen ni la mitad de lo que tiene usted de bueno. Porque
usted tiene de mercadería lo mejor, todos lo dicen. Y como us-
ted que trae para el colegio, para el asilo, para la iglesia, no hay
ninguno que regale así. No hay ninguno, don Pascuale. Usted es
muy bueno, lo mismo que su señora. A los que no he visto más
es a sus hijos.
–E no. Se han ido a estudiare, vio. La ciudá es otra cosa. Tan
allá en Buenos Aire. Otra cosa. Nosotro acá, ¿qué somo?
–¿Eh, cómo qué somos? Usted, en el pueblo, donde va es

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don Pascuale.
–No, yo sono uno bruto. Por eso ma como decí vo, me es-
condo. Qué va a hacere, Mario. Don Pascuale, don Pascuale,
uf...
–Espere, don Pascuale, que me llaman. ¿Señor gerente?
–Dígale a don Pascuale que venga, que nos vamos a ir.
–Don Pascuale, venga, el gerente ya terminó.
–E ma no, señore gerente, yo vuelvo a casa solo.
–No, no, no, no, venga conmigo. El chofer va a llevar la ca-
mioneta. Usted viene conmigo en el auto. (Hace una pausa):
Hacía mucho tiempo que no veía a sus hijos, don Pascuale.
–Ah, pero ello están en la ciudá. Están estudiando no...
–¿Ya se han recibido?
–Eh, sí, sí…
–¿Qué, le dio la plata a cada uno para comprarse la casita?
Ah, don Pascuale, yo me di cuenta cuando usted me dijo que le
hiciera tres paquetes iguales. ¿Sabe que?, yo no le quise decir
en ese momento, pero mejor hubiera sido un cheque para co-
brar todo junto allá en Buenos Aires, en la casa central, porque
llevársela en efectivo es medio peligroso.
–Eh, yo, mirá, lo chico dicen así. Hacen lo que quieren.
–Ah, no, por supuesto. La plata es suya, pero, ¿usted no va a
ver allá qué...?
–Ma qué voy a ir a hacere yo allá. ¿A vo te parece?
–A ver en qué la gastan, cómo la gastan, si van a comprar la
casa bien o...
–Bah, son grande. Que hagan lo que quieran.
–Pero, don Pascuale, ahí hay muchos años de sacrificio. Ten-
ga en cuenta que ahora está en cero. Yo dejé para pagar la plata
para el proveedor de la semilla que ahora va a venir, para los
sueldos de los trabajadores. Le dejé alguna reserva para la ro-
tura de camiones, y por las dudas de que paguen tarde los
consignatarios de allá. Pero nada más. O sea, no tiene la reser-

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va, como siempre tuvo, si viene mal la cosecha...
–E ma, ¿pa qué? Si viene mal la cosecha, vendrá mal. Bah,
de algo viviremo. Tendremo pa la leche, la gallina, lo chanchito,
algo comeremo.
–Y no, don Pascuale, no, no. Yo le digo para seguir con los...
–E no trabajaremo ma.
–¿No se me ofende? Yo creo que más que gerente del banco
soy un amigo suyo. Yo lo aprecio mucho. ¿Le pasa algo grave,
don Pascuale?
–Ma non. Bueno, ¿qué me va a pasare a mí?
–Me preguntó Mario.
–Nosotro los tano viejo, como dicen ustede, somo duro. No
nos pasa nunca nada.
–Acá estamos llegando, don Pascuale. Antes de que se baje:
acá tiene un amigo. Cualquier cosa que necesite consúlteme,
dígame. Yo trataré de decirle lo mejor posible lo que tenga que
hacer. Cuente conmigo. Llámeme y yo vengo acá. Si necesita-
mos a otra persona, yo o el padre Juan, la directora del colegio,
todos están con usted. Cualquier cosa usted dice y nosotros
estamos acá o usted va allá.
–E por ahora no necesito nada. Cualquier cosa que necesite
se lo voy a decire. Tante gracie a todo.
–Buenas tardes, don Pascuale.
Agiulina recibe a su esposo preocupada.
–Eh, Pascuale, ¿qué te pasa? ¿Por qué te trajeron?
–Nada Angiulina, nada. Ya les di la plata a los chicos. Ya se
fueron. Ya está todo listo e vamo a seguir trabajando. He perdi-
do mucho tiempo.
–Señor Pascuale –interrumpe un empleado.
–Sí, Jorge, ¿qué te pasa?
–Vino el corredor de semilla para ver qué íbamos a plantar,
para hacer la reserva y traerla.
–E ma ¿hiciste el pedido?

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–No, señor Pascuale, no estaba usted.
–¿Y adónde fue?
–Dijo que iba a volver ahora, a la tarde.
–Ah, ¿qué te gustaría plantare?
–No sé, don Pascuale, eso lo ha dicho siempre usted.
–Comprá vo. Hacé como si fuese tuyo.
–Pero yo tengo miedo, don Pascuale, que...
–Animate. Hacé lo que te guste. No tengo gana hoy. Hoy no
tengo gana.
–Bueno. Lo voy a ir a buscar entonces y le hago el pedido.
–¿Ma qué tengo que hacere? ¿qué estoy haciendo? ¿Dónde
tengo que ire? ¿Qué me pasa? –reflexiona–. Vamo a caminare
por la quinta. Es grande la quinta. Qué grande que es. Tengo
mucho que hacere, pero estoy cansado. ¿Cómo es posible que
Pascuale esté cansado? ¿Por qué está cansado Pascuale? Eh
Dío, ¿qué me pasa? ¡Vamo a trabajare, vamo a trabajare! Ahí
está Angiulina con lo plantine de ajíe. Vamo a poner plantine, a
hacer lo surco; si no, se atrasa.
Trabaja un rato Pascuale y ahí se sienta sobre el surco de
plantines de ajíes donde lo ve Angiulina.
–Bene, Angiulina. Vamo a ver qué ha pasado con la quinta.
Dejá todo. Ya hemo hecho todo el trabajo. No tenemo ma nada
que hacere, Angiulina. Sentate en la buena terra. Es nuestra, nos
la hemo ganado. Nos hemo sacrificado. Está la vita de nosotro
acá y la vita se está terminando, Angiulina. Ma nosotro no
pensábamo esto, Angiulina. Tené que hablare. ¿Qué ha pasado?
–Mirá, Pascuale, nunca hablo. Siempre hago lo que vo decí.
Vo siempre hiciste lo que creíste que estaba bien y yo te ayudo.
Lo chico, lo hemo criado mal, Pascuale. Siempre decimo: la
terra te da lo que vo le poné adentro. Si lo cuidá, te sale mejor.
Por eso tenemo tan buena quinta, porque la cuidamo mucho.
Ma a lo hico, no lo cuidamo, Pascuale.
–Angiulina, ¿ma qué dice? Hemo hecho todo lo que hemo

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podido. Hemo trabajado y trabajado pa que vayan a la escuela,
pa que aprendan, para que vivan bien, para que se relacionen
con la gente, pa que se hagan amigo. ¿Qué ma, mujer? ¿Qué
ma?
–¿Sabe qué, Pascuale? Yo me di cuenta cuando se fueron a
Buenos Aires de que no eran nuestros hijos, que nosotros no
éramos los padres. Fueron los hijos de otros. Nosotros les di-
mos la plata, nada más.
–¿Ma cómo Angiulina, ma cómo me decí eso? Todo lo que
ello han querido yo se lo he dado. Lo mandamo al colegio del
pueblo. Vo lo llevaba. Iban con lo chofere. Iban en el carrito.
–Estaban con nosotro, pero no traían a lo chico a jugar acá
porque quedaba lejo, porque nosotro siempre trabajábamo,
porque no le hacíamo la festa como le hacían a lo otro chico.
Ello se divertían en otra casa, con otra gente, no con nosotro. E
despué fueron a la escuela de la ciudá. Ahí los perdimo, Pascuale,
ahí los perdimo. Ahí se quedaron pupilo. El cura era su padre.
Iban con los otro chico. Nosotro nunca íbamo al colegio. Lo
mandábamo a buscare. Venían acá y no querían trabajare. ¿Te
acordá? No querían ensuciarse. Vivían de otra forma. Estaban
siempre esperando pa irse. Hemo plantado mal, Pascuale.
–Eh, Angiulina, ma en mi casa siempre era así. Ma yo no
quise que trabajaran la quinta como yo, como vo. Yo quería que
ello fueran inteliquente, se diviertieran. Sé plantare lo tomate, la
espinaca, pero lo hijo no sé educarlo, no sé cómo se crían por-
que me crié así y allá siempre se habíamo criado así. Y de todo
esto ma yo no conocía nada. Ma yo creí que con todo esto ello
lo iban a cuidar. Iban a ser ma inteligente que nosotro. Iban a
vivire bien acá en la quinta. Teníamo de todo. Yo creí que con
eso se iban a ponere contento, como yo me ponía contento cuan-
do venía alguien a la quinta y nos daba, ¿te acordá?, una golosi-
na. ¡Qué contento! Si comía azúcar la mama gritaba y yo me
ponía de contento de quedarme sentado mirando lo pacarito.

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Yo no sabía, e vo tampoco. ¿Cómo vamo a enseñare a vivire si
nunca supimo vivire? Claro, nunca hablá, Angiulina, ma cómo te
fijá. Lo criamo male. Lo pusimo en otra cosa. Lo pusimo en un
mundo que nosotro no entendemo. Hemo hecho male. He he-
cho male porque no sabía. Nosotro vivíamo en otra forma. Mario,
el ordenanza del banco, me decía: “Casi nadie lo conoce, don
Pascuale. Todos hablan de usted, lo bueno que es. ¿Por qué no
viene a la escuela? ¡Cómo habla de usted la directora! ¡Cómo lo
quiere!”. E claro, yo le dije: “¿Qué voy a ir a hacere, de paya-
so?”.
Hace una pausa y vuelve a mirar a su esposa:
–¿Qué puedo hacer Angiulina? Yo soy uno bruto. E yo y la
terra, e la terra y yo, e nada ma. No conozco otra cosa. Pa
trabajare soy bueno, Angiulina. Creía que con eso estaba tutto
solucionato. Estoy muy male. Estoy muy cansado. Me parece
que no me voy a podere levantar.
–Vamo, Pascuale, vamo a la casa. Te acostá. Yo te traigo la
leche recién ordeñada. Le ponemo un poco de miel, pa que sea
ma dulce. E qué va a hacé, Pascuale. Hicimo todo lo que sabíamo.
Hemo perdido lo padre, la madre, los abuelo, lo hermano. No
tenemo nada. Vinimo acá. Quisimo hacer una familia. No
equivocamo, Pascuale, los do. Yo te acompañé. Qué va a hacer.
Ya está. No tenemo ma que hacere. Ya está.
Y así, ya sin las ganas, por simple rutina, siguieron adelante.
Los dos se empezaron a encorvar. Iban arrastrando las piernas.
Nada les llamaba la atención.
El encargado se extrañaba porque a todo le decían: “Bueno,
hacelo. Hacelo así. Yo no estoy bien. Manejalo vo. Hacelo así”.
Muchas veces fue don Juan, el cura, a hablarles para que
fueran con ellos a la iglesia, pero Pascuale no iba, ya no hablaba.
No tenía ganas.
Y poco a poco los dos viejos se fueron secando como se
seca una planta. Se va poniendo amarilla, pierde una hoja, otra.

58
Hasta que al final murieron los dos. El pueblo los enterró. Todo
el mundo los quería por lo que habían hecho.
Los hijos volvieron después. Lógicamente, a vender la pro-
piedad y a juntar todo lo que podían.
Años más tarde, el gerente del banco comentaba la historia
de Don Pascuale y pensaba:
–Los hijos no eran malos. Pero el excesivo trabajo de Pascuale
y Angiulina no dio sus frutos familiares, por carencias en su edu-
cación y por su ambición de salir de la pobreza, casi enfermiza,
en la que se habían criado. Los hijos no tuvieron –concluía– la
guía apropiada para desarrollarse en la vida.

59
ZENÓN

En el medio de la pampa se destaca un rancho bien construi-


do, con su alero alrededor, bordeado de árboles.
A la hora de la siesta se levanta don Zenón y le dice a su
señora:
–Eulalia, prepará unos mates. Me voy a sentar acá.
Y mirando así el horizonte observa a lo lejos a un hombre que
abre la tranquera montado en su caballo y se acerca al galopecito.
–Eulalia, parece que tenemos visita. Ahí viene un caballo al
trotecito.
Se va acercando.
–Eh, es Braulio con una mujer en el anca.
Llega, se baja, la ayuda a bajar a la dama y ata su flete en el
palenque que tienen a la sombra de la arboleda.
–¡Buenas tardes, Tata!
–¡Qué dice, Braulio! ¡Ha venido acompañao!
–Sí, Tata. Traje a la que va a ser mi compañera para toda la
vida.
–Muy bien, hijo. ¡Eulalia, vení, mirá, ha venido el Braulio!
–¡Uy, hijito mío querido! ¿Cómo está usté? ¿Y la señorita?
–Va a ser mi señora, mamá. Nos vamo’ a acollarar aquí en la
pieza que yo tenía y vamo’ a usar sus instalaciones, si me da su
bendición.
–Cómo no, hijo. Todo esto va a ser suyo. ¿Qué te parece,
Zenón?

61
–Muy bien.
–Pero Braulio, baje las cosas y yo quiero hablar con usté,
¿eh?, a solas.
–Sí, padre.
Pasa un momento, viene el Braulio y le dice:
–Padre, yo le voy a explicar.
–Sí, explíqueme porque me tiene que explicar bastante. Usté
sabe que yo con Segismundo somos muy amigos. Cuando aquí
no había nada estábamos Segismundo y yo. Nos hemos lanceao
con el indio y así hicimos nuestro campo. Por eso, cuidao. No
puedo tener una palabra con Segismundo.
–No, padre, no la va a tener. Yo le voy a dar todas las expli-
caciones. Yo con Palmira no quiero saber más nada. Ella me ha
tratao mal. Por eso yo me fui y ahora vuelvo. Y sí, le voy a
aclarar a don Segismundo porque…
–Muy bien. Así se procede, hijo, siempre de frente. A los
amigos hay que cuidarlos. ¡Eh, mira, allá viene alguien! Estamo
hablando de don Segismundo y para mí el que viene es él. La
manera del flete, viste.
En efecto, llega don Segismundo. Se baja y también ata su
caballo en el palenque. Viene con cara de pocos amigos y mo-
dales bastante rudos.
–¡A usté lo quería agarrar! Lo vi pasar allá con su tostau y
dije: ése es el Braulio. Me debe una y me la tiene que pagar.
Esto no se le hace a un hombre que como yo ha sido como un
padre, porque yo me juego por ustedes, por Zenón, mi gran
amigo. Usté me ha hecho algo feo.
–Si me deja, don Segismundo, le voy a explicar.
–Explique, Braulio. Tiene que explicar bastante.
–Mire, la última vez que yo estuve en su casa me dijo la Palmira
que se iba a acostar porque estaba descompuesta y cuando yo
salí de su casa me jui allá pa’ las aguadas. El otro día vi que se
habían ido unos cuantos animales. Me los arrié y al cruzar el

62
montecito veo dos caballos pastando. Me llamó la atención.
Entonces fui a investigar. Tenían montura, estaban equipaos y
me pareció que eran de usté. Pensé: “¿qué pasa, quién está por
acá?”. Y en eso que miro por ahí cerca, se estaban revolcando
en el pasto la Palmira y el Osvaldo, ese que tiene usté de pión,
que tanto lo apaña. Yo justamente para evitar peleas y discusio-
nes le dije a mi padre y a mi madre que me iba y me fui. Estuve
en un pueblito medio lejano que encontré, y andando así trabajé
y encontré a la muchacha que me supo corresponder. Es la que
traía en el anca cuando me vio. Me voy a acollarar con ella aquí,
en la casa de mis padres.
–Prepárese para manejar el fierro porque a usté lo achuro.
Perdoname, Zenón, pero esta me las paga. Le voy a enseñar
cómo sé defender a mi hija.
–Mire, don Segismundo, no se me enoje. Yo no le voy a res-
ponder. Si usté quiere acuchillarme, métale nomás. Yo me voy a
quedar quietito. A un gran amigo de mi padre como usté no lo
voy a enfrentar nunca. Yo no tengo la culpa. Pasó lo que le dije,
don Segismundo.
–Usté está cometiendo una falta grave. Está manoseando el
honor de mi hija. No tengo más remedio que destriparlo.
–¿Por qué no vamos a su casa o la trae para acá? Yo se lo
voy a decir delante de ella.
–Muy bien. El domingo lo espero a almorzar, y si querés ve-
nir, Zenón, vení. Nada más.
Y así fue. El domingo Braulio y don Zenón con sendos caba-
llos se fueron hasta lo de don Segismundo. Estaba la gran comi-
da como todos los domingos: los hijos reunidos, y este peoncito
que era como un hijo más, el Osvaldo. Se comió, se bebió, se
habló como siempre y cuando terminaron de almorzar, dijo don
Segismundo:
–Tomasa, no levantés la mesa. Se quedan todos acá. Tene-
mos que hablar y aclarar un asunto muy turbio. Hablá, Braulio.

63
Contá lo que me dijiste. Acá está la Palmira que va a escuchar.
Entonces Braulio se paró y comenzó el relato, como le habían
pedido. Cuando hubo finalizado, la Palmira dijo:
–¡Miente, papá! ¡Es un mentiroso! El sábado ese la ayudé a
mamá en la cocina. No salí de acá.
–Muy bien. ¿Tiene alguna prueba?
–Que te diga mamá.
–A ver, Tomasa, ¿qué dice usté?
–Y mirá, Segismundo, yo no me acuerdo. Ha pasado un tiempo
ya y no me acuerdo lo que se dijo y quién me ayudó. Pudo ser
Palmira. ¿Vos, Negra, me ayudaste?
–Mamá, yo sí.
–¿Y quién más estaba?
–Nadie, mamá, acordate –asegura la Negra–, la Palmira se
fue a dormir porque dijo que estaba cansada y un poco des-
compuesta.
–¿Cómo, Palmira? ¿No dice que le ayudó a su madre?
–Bueno, sí, le ayudé un rato. Me fui a dormir porque estaba
descompuesta, papá. Me dolía mucho el estómago.
–Y se quedó dormida.
–Sí, papá, hasta tarde. Preguntale a Teresa que me encontró
en la cama.
–¿Qué dice, Teresa?
–Sí, papá. Cuando terminé todo me fui a descansar un rato.
Ya eran como las cinco de la tarde y Palmira estaba ahí. No sé si
dormía o no, pero estaba ahí en la cama.
–¿Y usté, Osvaldo?
–Patrón, mire, cuando terminé de comer, pregúntele al
encargao de los caballos ahí en el galpón, le pedí mi caballo y
me fui pa’l puesto.
–¿Y usté se fue al puesto con su padre y su madre?
–Sí, don Zenón.
–Y se quedó durmiendo ahí.

64
–Sí, don Zenón. Si quiere los voy a buscar pa’ que le digan.
El Braulio está mintiendo.
–Muy bien. Ahora, quiere decir que el amigo Braulio ha
inventao esta historia para ensuciar a mi hija. Es un sinvergüen-
za. Yo no lo puedo dejar pasar. El honor de don Segismundo
está en juego. Voy a tener que achurarlo acá, delante suyo,
Palmira. Era el hombre con el que usté se iba a casar y me extra-
ña mucho que usté no lo defienda.
–Y no, papá, porque él miente. Él dijo una cosa que no es
cierta.
–Bueno. A ver, vayan a traerme al encargao del galpón que
estaba a cargo de los animales.
El encargado se suma a la reunión.
–Buenas tardes, don Segismundo. Me han venido a buscar y
no sé qué me quiere preguntar.
–Mirá, hace unos cuantos sábados hicimos un asado y el
Osvaldo después de comer te pidió un caballo.
–Sí, recuerdo y recuerdo también que la señorita Palmira vino
enseguida que se fue él y me pidió que le ensillara otro.
–¿Que la señorita Palmira te pidió que le ensillaras otro caba-
llo?
–Sí, señor.
–¿Y vos lo ensillaste?
–Sí, señor. Yo lo ensillé, lo preparé y le avisé: “Señorita, ya
tiene el flete preparao”, y ella salió no sé pa’ dónde. Yo no pre-
gunto, señor.
–Muy bien, ¿qué me dice, Palmira? ¿No se había ido a dor-
mir usté?
–Ah, no papá, antes de irme a dormir quise ir a alcanzarlo a
Braulio y la verdad estuve recorriendo y no lo encontré más. Fui
casi hasta la casa de ellos, di unas vueltas y no lo vi. Volví y le
dejé el caballo ahí y me fui a dormir.
–¿Y por qué no lo dijo antes? Primero dijo que había lavao

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los platos. Después dijo que se había ido a dormir porque esta-
ba descompuesta y se había olvidao que había salido detrás del
Braulio y detrás del Osvaldo, y que tardó bastante en volver.
¿Estaba enferma o no? Porque yo me pongo muy nervioso,
Palmira, y aunque no la voy a achurar a usté porque es mi hija, la
voy a echar de esta casa como corresponde porque aparte usté
está ensuciando el honor de un buen muchacho. Ah, no llore, no
llore porque llorar, hay muchos que lloran, después de hacer
muchas macanas. A mí esto me está confirmando que usté se
portó muy mal con el Braulio. Y eso que el Braulio no había
dicho una sola palabra hasta que yo lo obligué, porque quiero
aclarar las cosas y estas cosas se aclaran ahora. ¡Ah, que usté
es la novia...!
Llega don Gervasio, el padre de Osvaldo.
–Buenas tardes, don Segismundo. Acá estamos. Mire, para
aclararle que el Osvaldo ese sábado sí llegó con el flete y, no sé
la hora que sería, las cuatro, las cinco de la tarde.
–Ha tardao mucho, hijo mío, pa’ llegar hasta su casa. De acá
al puesto en quince minutos, veinte, se llega.
–¿Cómo, don Segismundo? No, mi hijo llegó a esa hora. ¿Qué
hiciste? ¿Qué has hecho para que don Segismundo esté tan eno-
jado? Antes de que te mate él te ahorco yo. Decí acá la verdad.
–Y... nos fuimos con la Palmira. Nos fuimos p’al monte. Hace
rato que íbamos seguido p’al monte porque yo la quiero a la
Palmira y la Palmira me quiere a mí.
–¿Y por qué no lo dijeron?
–Y, porque estaba el Braulio.
–Ah, ¿y prefieren meterle los cuernos al pobre Cristo y no
decir lo que está pasando?
–¿Cómo, hijo? Sos una porquería. Perdón, don Segismundo,
usté siempre me ha tenido confianza. Yo le he respondido siem-
pre porque somos así nosotros, de una pieza; pero a éste le
garantizo que lo mato a lonjazos.

66
–Gracias. Gracias, Gervasio, gracias. Yo sabía que vos me
ibas a responder porque hace muchos años que nos conoce-
mos. Vos sos uno más de la familia, un trabajador acá; pero este
crío igual que la mía han salido malditos.
Y doña Eulalia le dice:
–Segismundo, dejala a la muchacha, perdonala. Me confesó
que va a tener un hijo.
–¿Cómo?
–Sí. Dice que está embarazada del Osvaldo. Yo no quería
que esto se supiera porque sé el carácter que tenés.
–Que se vayan de esta casa. ¡Que se vayan rápido! ¡No pue-
do matar a nadie! ¡Que se vayan, les digo! ¡Que se vayan con lo
que tienen puesto! Dale un caballo a cada uno y que se vayan de
una vez. No los quiero ver más en la vida. ¿Qué me han hecho?
Y han ensuciao a un pobre muchacho… Son una porquería.
Son de lo último que hay. ¡No los quiero ver más! ¡Váyanse por
favor!
–Vamos, Osvaldo, vamos. Venga, Palmira. Vengan pa’ mi casa.
–Muy bien, Gervasio. Yo te lo agradezco, pero acá en mi
casa no los puedo tener más. ¡Que se vayan, que no vuelvan
más! No me los nombres más, Gervasio, no me los nombres
nunca en la vida. Hacé de cuenta que se han muerto. Perdoname,
Zenón… Perdoname, Braulio. Con tu padre somo amigos de
hace tantos años… Tantas cosas hicimos juntos, cuando venía
la hinchada… y nos hemos salvao de suerte. Despué hicimos la
familia y el rancho. Siempre trabajando y trabajando y el de
arriba me hace esto. Perdoname, Zenón, por haber desconfiao.
Pero qué querés, si una hija te dice eso. Perdón Braulio. Sé que
no me vas a perdonar nunca, pero qué voy a hacer. Déjenme
solo por favor. Vayan ustedes. Déjenme solo.
Así terminó ese desgraciado día. Las cosas fueron pasando.
Tiempo después la Eulalia le dijo:
–Tenemos un nietito.

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–No lo quiero ver.
–Sé bueno, Segismundo. Es la vida. También uno se equivo-
ca. Son chicos. Han hecho una macana. Perdonalos y tomá a tu
nieto en los brazos. Vamos, vamos a hacer una fiesta.
Y don Segismundo, ya viejo y encorvado, muy avejentado en
el último tiempo por la noticia, dijo:
–Vamos a invitarlos también a don Zenón, a doña Tomasa, a
Braulio y a su señora. Vamos a hacer la fiesta, vieja. Vamos a
hacerla en el pueblo. Total yo hoy o mañana me muero. Esto no
puede seguir así. Qué va a hacer. Llamámelo al Zenón.
Mandámelo a buscar por favor que me siento mal, muy mal,
Eulalia. Me siento mal. Quiero abrazarlo al Zenón. A lo mejor es
la última vez. Mandá a alguno, eh, mandá a alguien rápido.
Lamentablemente don Zenón y Braulio llegaron tarde.

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ENSEÑANZAS DE LA MISERIA

El fiscal comienza su alegato:


–Señor juez: reclamo para estos tres inadaptados, criminales,
asesinos confesos de una maldad temeraria, la pena mayor que
permite nuestro Código Penal. Fundamento esto en lo siguiente:
Han azotado la ciudad durante varios años. De los tres que es-
tamos juzgando que sobrevivieron al tiroteo, al igual que los otros
dos que perdieron sus vidas en el enfrentamiento con la policía,
tienen desde su tierna infancia robos, arrebatos, asaltos a la pro-
piedad privada, destrucción a cuanta mujer, hombre débil enfer-
mo, persona distraída pudieron. O sea, toda la gama de delitos
posibles e imaginables. Yo considero que son lacras sociales.
Como estos criminales tenemos cientos y cientos desparrama-
dos a lo largo y a lo ancho del país. La policía bien se quedó
dormida; pero una vez que los hemos encontrado a estos seño-
res y hayamos probado todo, como representante del pueblo
pido la pena máxima, y espero que se me conceda para que sea
ejemplo para los demás que, como éstos, hombres sin entrañas,
sin convicciones, no se vuelvan a repetir. Espero que mis cole-
gas hagan exactamente lo mismo y así, a fuerza de castigo y
castigo logremos que se termine el vicio, la corrupción, el cri-
men.
Se escuchan estruendosos aplausos del pueblo que está en la
sala.
El juez pide silencio y una vez serenados los ánimos, dado

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que el pueblo estaba muy enardecido por todos los aconteci-
mientos que pasados de crímenes, asaltos, violaciones, toma de
rehenes, quiere en estos criminales dar una lección
ejemplarizadora para todos los demás.
Por consiguiente, el juez llama a la defensa para hacer su des-
cargo.
El abogado defensor se pone de pie y dice:
–Señor juez, si usted nos permite y nos acepta, uno de los
inculpados quiere exponer en defensa de él y yo asistiré legal-
mente a los otros dos. Él se dirigirá a usted y al pueblo para
explicar por qué han llegado a esta instancia.
Concede el juez el pedido y entonces un muchacho de veitidós
años se para y dice:
–Me voy a dirigir al señor juez, al señor fiscal que está pre-
sente, al pueblo que recién aplaudió a rabiar, el pedido de mi
condena plena y las de mis compañero’. También solicitaría que
esta palabra se la hagan llegar a los señore’ legisladore’, al señor
gobernador, al señor presidente, a los maestro’, más que nada a
los maestro’, a todo aquel que tenga poder directriz en este, mi
país. Señor juez, yo he nacido en un hogar –lo llamo así porque
no tengo otra forma de decir–. Eso no e’ un hogar y si usted o
quien quiera no me cree o no entiende, o no sabe cómo es, si me
dan permiso quisiera llevarlos para que ustede’ vean, sientan,
oigan, perciban de dónde provenimo’, cómo nos hemo’ criado.
No digo cómo nos han criado, digo cómo nos hemo’ criado,
cómo hemo’ sobrevivido mis compañero’ y tanto y tanto com-
pañero que hay en este país, que según ustede’ somo’ crimina-
les.
El joven hace una pausa y prosigue:
–Tienen razón. Sí, señor, somo’ criminale’, somo ladrone’,
tienen razón. Pero recuerden: ustede’ son nuestro’ grande’ maes-
tros. Son quienes no han mandado a hacer eso. No nos han
dejado otra oportunidad. Nos han obligado a vivir así. No no

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dieron alternativa, señor juez. No teníamo otro camino para ele-
gir, señor juez. Es lo único que conocimo’. Es lo único donde
pudimo’ sobrevivir, señor juez. Usted, el señor fiscal, el pueblo
no me creen. Tienen toda la razón. Por eso insisto: vengan con-
migo y yo lo’ llevaré en la recorrida. Despué’, cuando volvamo’,
dentro de una semana o quince día’ porque, no, no e’ una reco-
rrida al zoológico, dar una vueltita por la jaula y tirarle’ maníe’ a
los mono’, pasto a lo’ elefante’, no. Ustede’ deberán entrar en la
jaula conmigo y convivir con mis compañero’, con mis herma-
no’, con gente que no conozco que está por acá y en otro lugare’
del país y son muchos, señor juez. Si usted me concediera esa
gracia, creo que Dios los reivindicaría de tal forma que casi po-
dría decir que lo’ coronaría como santo, porque así las autoridade’
y el pueblo sabrían lo que están haciendo con nosotro’, con los
animale’ del zoológico.
Ahora cambia el tono de voz.
–Yo le voy a contar mi pequeña historia que es real, que es
auténtica, la misma de mis compañero’ y de tanto’ y tanto’ her-
mano’ y compañeros de desgracia. Somo’ todos miserable’,
señor. y no tenemo’ otro camino, señor. Yo nací, tenía un herma-
no mayor y una hermana. Era chiquito. Correteaba en el piso de
tierra descalzo con una ropita muy frágil. Me dolían lo pies, me
decían. Despué’ me enteré que hacía frío. Estaba siempre con
los moco’. Dormía, señor juez, en el suelo. Con unas piedra’
había hecho mi hermanito un montículo al que había emparejado
y puesto unas maderas y ahí arriba, habíamo’ conseguido mu-
chos trapo’ viejos para que sea má’ blandito, y con unas manta’
que habíamo’ conseguido tiradas yo me tapaba del frío. Mi her-
mana y mi hermano tenían má’ o meno’ lo mismo. Mi mamá
tenía un elástico, le decían, puesto sobre unas piedra, y también
tenían así, vio. La luz era con velas porque no hay luz donde
nosotro’ vivimo’. La ropa, tenemo’ muy poquita. Poníamo’ cla-
vo’ en la pared y la colgábamo’ de allí. A lo mejor conseguíamo’

71
alguna’ zapatillas que nos iban más grande’ o un poquito más
chica’, pero nos poníamo’ contento cuando las conseguíamo’.
Les poníamo’ un poco de papel en las punta’ y así las usábamo’.
Agua teníamo’ que ir a buscar lejo’, que me acompañaba mi
hermanito. Él vendía diario’. Mi hermanita le iba a ayudar a las
persona’ en el barrio. Siempre conseguía algo para comer. Mi
mamá, no sé, salía y traía siempre algo para comer. Hacíamo la
comida en un brasero. El baño lo teníamo’ lejo’, era de chapa.
Así vivimo’ todo. Mi papá, no sé, trabajaba. Má’ de una vez
venía borracho. Nos pegaba. Le pegaba a mi mamá. Se acosta-
ba a dormir. Gritaba. A nosotro’ nos mandaba afuera porque
teníamo’ una pieza grande, dormíamo’ todos ahí. Despué un día
mi papá no vino má’. Venían hombre’ a visitarla a mi mamá. Se
quedaban a dormir con mi mamá. Sí, me acuerdo: mi hermanita
una mañana lloraba y yo le decía: “¿Qué te pasa, querida, qué te
pasa?”. “Nada, nada. Salí de acá. Andate salí andate andate”. Y
lloraba y lloraba. Mi mamá se peleó con ese hombre y discutía:
“Te voy a matar”. Pobrecita mi hermanita, cómo lloraba. Y bue-
no. Así fui haciendo las cosa’ y entonce’ mi hermanito me dice:
“Mirá, nosotro’ en vez de hacer mandado’ nos vamo’ ahí a la
avenida y hay un señor. Le pedimo’ plata y se la damo’ a él y él
despué’ nos da para nosotro unas moneda’. Yo que soy más
grande voy a limpiar vidrio’ de los autos”. Y entonce’ así nos
poníamo’ contentos porque nos llevábamo’ unas cuanta’ mone-
da’ a casa y nos podíamo comprar por ahí algún caramelo, un
chocolatín. ¡Qué bueno! Y bueno. Fue así que un día mi mamá
desapareció. No vino má’. Preguntamos’, preguntamo’, no vino
má’. Mi hermanita que ya tenía como catorce, quince año’, por-
que bien no sabíamo’ cuánto cumplíamo’ porque no estábamo’,
no sé, mamá decía que no se acordaba, y empezó a ponerse
gordita. “¿Por qué, qué le pasa?”. “Va a tener un nene”. “¿Cómo?
¿Cómo va a tener un nene?”. “Sí, vamo’ a tener un hermanito”.
“Uh, bueno, qué sé yo”.

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Todos escuchan atentamente el relato del joven.
–Y entonce’ un día estábamo ahí pidiendo limosna y vino la
policía y nos agarró con mi hermano. No llevaron a la comisaría.
Y ahí no’ llevaron con todo los chico’ a un lugar grandote que
dicen que era un reformatorio. Había un montón de chico’. Y
bueno, dicen: “De acá no te podés ir hasta que no venga tu papá
o tu mamá a buscarte”. Entonces mi hermanito le dice: “Sabe
qué pasa señor, que no sé, mi papá un día se fue, no vino má’”.
“¿Y tu mamá?”. “Y un día se fue de la casa y no vino. Hace
como una semana, quince día’ que no viene”. “¿Y quién está?”.
“Y, mi hermanita hace las cosa’ en mi casa. Y nosotro’ e’ lo
único que hacemo’ con un señor”. “¿Cómo ‘con un señor’? ¿No
se quedan ustedes con la plata?”. “No, hay un señor”. “Noso-
tros no vimos a ningún señor”. “Sí, un hombre grandote. Está
siempre ahí parado, y si no le llevamo’ plata nos pega”. “¿Vos
sos mentiroso?” “No señor, no”. Me dio unos cachetazo’ por
mentir. Yo me puse a llorar. Mi hermanito me agarró y me dijo:
“Vení, vení”. Y ahí nos quedamo’ arrinconadito’ porque no
conocíamo’ a nadie. Los demá’ eran grandote’, nos empujaban,
no’ pateaban. Y a la noche fuimo’ y dormimo’, mi hermanito me
protegía, dormimo’ en un rincón, sentadito’ porque no teníamo’
dónde dormir. Y así estuvimo tre’ o cuatro día’. Apena’ nos da-
ban de comer, los grandote’ no nos dejaban comer. Nos pega-
ban y nos decían: “Si le decí’ al celador te reviento”. Y vino un
señor y dijo: “Bueno, vamos a ver dónde viven ustedes. Los voy
a llevar a su casa”. Bueno, nos fuimo’ con el señor. No llevó en
el auto. Dice: “Eh, pero acá no se puede entrar. Es de barro
esto. No voy a ensuciar todo el auto”. “Y no, señor, nosotro’
vivimo’ como a cuatro cuadra’ de acá”. “Bueno, vamos a ver,
porque tengo que ver dónde viven”. Bueno. Bajamo’ con estos
do’ hombre’, eran do’, y fuimos caminando. La casa estaba toda
abierta. Ya no estaba má’ el elástico de la cama. Nos faltaba la
mesa. “¿Che pero acá quién vive?”. “No sé, tendría que estar mi

73
hermanita”. Entonce’ preguntamo’ ahí a unos vecino’. Dicen: “¿La
nena? No, la llevaron al hospital porque se había descomnpuesto”.
“¿Qué le pasaba, estaba enferma?”, le dijo el hombre. “No”,
dice, “va a tener un bebé”. “¡No! ¿y cuántos años tiene?”. “Y,
como quince”. Nos mira y nos dice a nosotro’: “¿Y ustedes dos
cómo van a vivir acá? Bueno… ¿Y dónde te habían agarrado a
vos?”. “Eh, ahí, señor”. “A ver si ese hombre que vos decís se
hace responsable por vos”. “Bueno. Vamo’ hasta la avenida y
hablamo’ con ese señor”. Él le dijo: “Sí, estos dos cachorros
trabajan pa’ mí, quédese tranquilo. No hay problema. Son bue-
no’ pibe’. No hacen nada”. “Bueno, ojo, eh, el que cae de vuel-
ta por ahí…”. Entonce cuando se fueron ellos nos dijo: “Pedazo
de pelotudos, se dejaron agarrar, tarados”. Me tiró de las ore-
jas. A mi hermano también le dio una patada en el culo. Le dijimo´:
“No no’ dimo’ cuenta. Venía un señor caminando”. “Bueno, hay
que tener cuidado. Los tiran los hijos de puta, andan así, boludos.
Hay que avivarse. Hay que olfatearlos. No hay que dejarse aga-
rrar. ¿Y vos por qué le dijiste de mí?”. “Y, porque no teníamo’ a
nadie”. “¿Cómo no tenés a nadie?”. “Y, no, mi mamá, no sé,
desapareció. Mi hermana dicen que va a tener un bebé”. “¿Cómo
que va a tener un bebé? Ah, flor de loca debe ser”. “Che, no
diga eso de mi hermana”, le dije. “Cállese la boca usté’, estúpi-
do. Bueh. Van a venir a vivir conmigo allá con los otros mucha-
cho’”. Nos pusimo contento. Creíamo’ que íbamo’ a vivir en
una casa. Entonce, bueno, a la tarde pasó en la camioneta. Y
había como diez chico má’. Subimo.
Nadie se atreve a interrumpir el relato del muchacho, que
continúa:
–Nos saludamo’ con los pibe’. “Ah, ¿qué hacés, cómo te
llamás?”. “Julio, Oscar” y así. Subimo’ a la camioneta. Los otro’
eran canchero’. Fuimo’ a la casa. Una casa vieja, destruida, os-
cura. Bueno. Había unas cuanta’ cama’ por ahí tirada. “Bueno
che, a ver, háganse la comida”, dijo el señor. “¿No me da una

74
moneda, como siempre?”, le pregunté. “¿Cómo te voy a dar
monedas, pelotudo? Te tengo acá en mi casa. Te doy de comer,
de dormir, todo. Vas a tener todo, te voy a dar para vestir, vas a
tener de todo. ¿Cómo te voy a dar monedas? No, vos trabajá.
Yo me encargo de todo”. “Bueno, y hay poca comida”. “Bueno,
fijate, verdura, qué sé yo. ¿Che, no fueron al mercado hoy?”.
“Sí, pero no había”, contestaron. “Andá a la verdulería de acá.
Ustedes vayan a ver cómo se hace. Tomá, vos comprale un kilo
de papa, un kilo de zanahoria, que lo vamos a poner todo a
hervir, un kilo de cebolla. Y vos Martín, que sos rápido, con el
Cuqui afanale la fruta por el otro lado. ¡Vamos, lo quiero rápido!
Ustedes dos no se hagan ver, que son dos pelotudos. Van a
aprender porque después lo van a tener que hacer ustedes”.
Bueno, fenómeno. Al rato vinieron los muchachos. Se morían de
risa, qué sé yo, que le habían robado un montón. Fuimo’ de
vuelta. Él nos iba dejando en las esquina’, por la avenida, tenía
todo el pedazo de la avenida. Nos escondimo’. “Nos van a lle-
var preso”, le decía a mi hermanito. “No, boludo, no”. Se pusie-
ron a charlar el hombre y otro tipo bien vestido. Charlaron un
rato. Seguimo’, los fue dejando a los muchacho’ que tenían que
parar. Nos dejó a nosotro’ en esa esquina que teníamo con otros
pibe’ má’. Se fue. “Esperen que después vengo. Ojo”, nos avi-
só. Y así fue pasando el tiempo. Y nos dice: “Pelotudo, escuchame,
fijate la vieja ésa o fijate el Eduardo. Ves, vos vas a la vieja y le
pedís limosna. Cuando la vieja abre el monedero el Eduardo
pasa corriendo y se lo arrebata”. Bueno. Y así robaban los mo-
nedero’. A los viejo’ los encerrábamo’ entre todo’, los
empujábamo’, los tirábamo’ al suelo y les sacábamo’ las cosa’.
Y así seguimo’. A veces venían algunos tipos y nos sacaban todo
lo que teníamo’. Nos gritaban. Nos subían en el auto. Nos pe-
gaban. Y despué’ de darno un paseo nos largaban en cualquier
lado. Yo una vuelta me perdí porque a mí me dejaron en un lugar
y a mi hermanito en otro. Ello’ eran má’ grande. Pero me costó

75
un trabajo bárbaro llegar. Dormí en la calle ese día. Y así. Un día
me agarraron y me llevaron a un reformatorio. Estaba solo. Lle-
varon en la camioneta a un montón de chico’. Llegamo’ al refor-
matorio. Estaban lo má’ grande. Nos mandaron a dormir. “Ah,
vos sos nuevo. Mirá este pelotudito”, dijo uno. Nos agarraron a
nosotro’ do’ también. Me da vergüenza decirlo. No’ violaron.
Se abusaron todo de nosotro’. Así era la ley del reformatorio:
“Acá cuando entrás te lo rompemos. Así sabés quién manda”. Y
yo le tenía que hacer la cama a uno. Me mandaba a traerle cosa’,
si no, me golpeaba. Y yo tenía 9. Ello’ eran grandote’, tenían
como 16, 17. “Mirá que yo maté a varios. A vos, pendejo de
mierda, te doy una patada en la panza, te parto en cuatro”, me
amenazaba. No, yo era flaquito porque siempre fui desnutrido.
Sigue el testimonio con lujo de detalles.
–“¿Vamos a usar el cuchillo?”, me dijo. “No, yo no sé usar el
cuchillo”. “Che, este boludo no sabe usar cuchillo. Vení”. Y
entonce’ me enseñó. Le dije: “Uy, me viene bien pa defender-
me”. Porque vio, señor juez, donde te agarraba uno de éstos te
violaba. Entonce me fui haciendo bueno con el cuchillo y ya no
se me acercaban así nomás, un día a uno le di un puntazo. “Éste
es medio bravo”, me dijo el que era mayor que yo. Y cuando se
vino uno a atacarlo lo encaré y se la di en la panza. Era flaquito,
rápido, ágil. Entonce’ me empezaron a respetar y me fui hacien-
do medio bueno. Y entonce’ yo ya me violaba a algún pibito. Y
un día nos escapamo’. Yo creo que nos dejaron escapar a unos
cuanto’. Y yo a mi hermanito no lo vi má’. A mi hermanita tam-
poco. Y bueno. Nos fuimo pa’ una villa, porque esto’ eran de
una villa. Ahí conseguimo’ pa’ quedarnos. Había unos tío’ de
estos. Y entonce’ salimo’ a organizarno’ nosotros. Y entonce’
agarramo’ y fuimo’ ahí. No había nadie en lo’ semáforos.
Empezamo’ a limpiar vidrio nosotro’. Y cuando vimo’ que tenían
el vidrio abierto’ los tipo’, no sé, yo le ponía el cuchillo en la
garganta. “Hijos de puta”, nos gritaban. Y me salió bien.

76
Tresciento’ cincuenta peso’ le saqué. ¡Qué panzada! Tomamo’
cerveza, vino, compramo’ masa, hicimo’ un asado. ¡Qué bárba-
ro! ¡Qué festichola! Y ya empezamo’ a vivir bien. Despué’ el
rata también embocó a una gorda. Ah, la gorda se meó. El rata
le manoteó la puerta, le puso el cuchillo en la panza y la gorda se
meó. Le sacamo’ todo a la gorda. ¡Qué plata, qué bueno! Tenía
guita en la cartera, tenía anillo, tenía una pulsera. ¡Qué bueno! Y
en una de ésas, pac, nos agarró la cana. Y bueno, a veces se
pierde. Nos dieron una paliza. En ese momento no teníamo’ gui-
ta, andábamo’ mal porque la guita nos la gastábamo’. Qué íbamo’
a guardar la guita, dónde la íbamo’ a guardar. Despué’ de la
paliza nos largaron. Fuimo’ y estaba uno que le decíamo’ el Loco.
Se consiguió un revólver. Un día se metió en una casa con el
cuchillo, qué sé yo. El tipo tenía un revólver. ¡Qué revólver lin-
do! Y ahí pasamo’ al frente. Entonce’ empezó a afanar. Ya gran-
de. Y le daba. Estábamo’ todos contento’. Sí, y si vamo’ a afa-
nar un auto tenemo’ que aprender a manejar. Bueno. Y ahí uno’
muchacho’ del barrio de la villa nos enseñaron a manejar. Eran
más grande que nosotro’. Un viejo boludo estaba sacando el
auto. “Sí sí a este hombre. Lo bajamo’”. Se bajó el Loco: “Dame
el auto. Dame el auto, hijo de puta”. Y el viejo se asustó, viste, y
este le tiró, lo reventó. Cuando el viejo se cayó, le tiró de vuelta
y salimo’ con el auto rajando. Y el Loco era loco. Cuando fue a
doblar en la plaza, ¡a la mierda!, fuimo’ contra un árbol. Mierda
lo hizo al auto. Salimo del auto ensangrentado’ todo reventado.
Tuvimo que empezar a correr. Menos mal que al que le decían el
Moncho, que nos había llevado, nos había seguido con el auto y
fuimo’ de vuelta pa’ la villa. Y así pasó. Bueno. Y así pasó uno y
otro. Bueno, sí, la verdad, nos metimo’ en alguna’ casa’. A algu-
no tuvimo’ que matar, vio. Alguna vez fuimo’ preso’. Nos cagaron
a patada’. Nos dijeron: “Bueno, escápense, pero acuérdense,
que nada es gratis en esta vida. Tarde o temprano los vamos a
encontrar. Así que es mejor que vos nos encuentres a nosotros”.

77
Y así rajamo’. Y otra vuelta fuimos al orfanato. Y una vuelta me
quedé unos cuanto’ mese’ ahí. Nos enseñaron un cacho unas
letra’. Como éramo’ grandote’ y no sabíamo’ leer… No
habíamo’ ido a la escuela. Y dónde íbamo’ a ir a la escuela,
señor. Cómo quiere que vaya a la escuela, cuándo voy a ir a la
escuela. Adónde voy a ir a la escuela. A qué escuela voy a ir…
Fui al barrio a buscar a mi hermana. No, no había vuelto má’.
Mi hermano, tampoco. Nadie sabía nada. Y bueno. Me volví
con la barra que había hecho ahí. Y qué íbamo’ a ir a trabajar.
Adónde. Si no sabíamo’ hacer nada. Tomábamo’ cerveza, nos
emborrachábamo’. Estaba la droga. Vo’ te la tomá’ y no pensás
en nada, te sentís fuerte, parece que volás. Si agarrá una mina la
reventás, te sentís valiente. Si tené’ el revólver gatillá’ como loco.
Es una fiesta.
Todo el mundo enmudece. Mientras, el joven avanza:
–Y así, nos vinieron a buscar uno’ muchacho’. Dice: “Che
vení”. Eran de la villa. “Nosotro’ vamo’ al club de fútbol, entramo’
grati’. Por ahí nos dan uno’ mango’ porque nos dan más entra-
das, entonce’ nosotro’ las vendemo’ y nos sacamo’ uno’ man-
go’. Vengan, déjense joder”. Nosotro fuimo’. “Por ahí ’ta en
otra barra, viste. Éste quiere venir a afanar lo’ trapo’ y hay que
darle algún puntazo por ahí”. Un día vino un hombre, dice, qué
sé yo dice: “Che, vengan en dos micros”. “¿Por qué, adónde
vamo’?”. “Vamo hasta San Nicolás”. “¿Y adónde vamo’ a ir en
San Nicolás?”. “Vení a San Nicolás. Hacemo’ un asado de san
puta”. Hizo un asado, vino. “Vení, te damo’ uno’ mango’, despué’
cuando venimo’”. “¿Y qué tenemo que hacer?”. “Nada, gritan.
Cuando va uno ahí que habla ustede’ gritan a favor del tipo, qué
sé yo. Acá están los trapo’. Vamo’ en el micro gritando”. “Bue-
no fenómeno, macanudo”. Pa’ nosotro e una diversión. ¡Qué
carajo nos importa! Y bueno. Así nos divertíamo, vos sabé’. Y
había elecione’, íbamo’ todos los día’ pa’ acá y pa’ allá. Y si
había alguno’ boludo’ que gritaban en contra, ¡la que se armaba!

78
Le dábamo’ unas cuánta’ trompada’, viste. Poníamo’ cartele’. Y
así fuimo’ escalando. Hacíamo’ guita. No te dura, viste. Porque
vi’te cómo es eso. Venís, te emborrachá’, tené’ cien peso’ en el
bolsillo, te emborrachá’, ¡a la mierda! Cuando te despertaste no
tené’ má’ nada. Y bueno, mala suerte. Pero siempre andábamo’
con guita porque ahí la guita está. Morfar, morfábamo’ fenóme-
no. Viajábamo’ en micro. Íbamo’ a dormir siempre a las casa’.
Ello’ nos llevaban a hotele’, nos llevaban. Bueno, hemo’ hecho
cada viaje con el Moncho y el Loco, ¡Dios me libre! Y nos hicimo’
una barra como de cuarenta, despué’. Porque despué’ íbamo’
por cuenta de nosotro’. Llenábamo’ el micro nosotro’. Y yo fui
creciendo y, como era medio rápido, me conseguí una Brodwin
un día. Lo hicimo’ mierda a un cana. Y sí, nos iba a tirar, je je. el
Loco estaba afanando y el cana apareció y le dijo: “¡Quedate
quieto, volá a la mierda que te vuelo la cabeza!”. Yo estaba
tranqui, no iba a esperar al Loco que lo aguante. Lo reventé al
cana y le saqué la pistola. Me hice de la pistola. Linda, 9 milíme-
tro’. Despué’ conseguimo’ balas, es fácil. Y andaba siempre cal-
zado, por las dudas viste, y el cuchillo. Con el cuchillo era bue-
no. Y así fue, qué sé yo. Despué’, ese señor que nos llevaba ahí
a gritar, teníamo’ los abogado’, viste. Cuando caíamo’ en alguna
’taban ellos. Había que ponerse, no te lo hacían grati’, eh, no no
no. Mire que vive mucha gente con lo que nosotro’ hacemo’.
Nosotro’ no robamo’ pa’ nosotro’ solos. Nosotro’ tenemos que
repartir mucho, entre mucha gente, ¡guarda! A vece’ nos sueltan
porque nos olvidamo’ y enpezamo’ a hablar. A veces nos matan
porque hemo’ hablado. No e’ tan fácil la cosa. Sí señor, es muy
difícil. E’ muy difícil vivir como vivimo’ nosotro’. No dormimo’
mucha’ vece’ en el mismo lugar. A vece’ por culpa nuestra, pero
a vece’ porque a lo mandamase’ de allá no le conviene o se
voltean entre ello’ y nosotro’ pagamo’ la culpa. Es así, señora –
dice el joven mirando a una mujer presente en la sala–. Usté’ tal
vez se ríe o se espanta. Tiene miedo, no ’cierto, verme tan cer-

79
ca. No la voy a matar, señora. Yo mato cuando estoy drogado,
cuando estoy encerrado. Como el tigre, ¿vio? Si usté’ al tigre lo
arrincona el tigre lo mata, tiene que escapar, señora. A mí me
pasa lo mismo. Yo no tengo como su hijo un lugar donde dormir,
una madre, un padre que me compre un auto, que me mande a
la escuela. Yo no tengo, señora. Yo soy un guacho. ’Tonces es-
toy como el tigre. A todo’ mis amigos le’ pasa lo mismo. Vamo’,
qué sé yo, de ese lugar donde nacemo’, donde vivimo’ o
sobrevivimo’, al orfanato, a la cana, de vuelta afuera, dormir en
la calle. Nunca nos espera nada, la borrachera, la droga, cantar
en un micro, gritar por alguien. No tenemo paz, señora. Nosotro’
nunca estamo tranquilos. Por eso yo los quiero llevar a ver cómo
vivimo’.
El testimonio sigue sorprendiendo a todos.
–Y no conté que encontré a mi hermana. La encontré donde
nosotro’ decimo’ un puterío. Ustede son mejor hablado’, le di-
cen un prostíbulo. Esos sinvergüenzas. Mi hermana nunca fue
una sinvergüenza, señor. Cómo lloramo’ el día que la encontré,
cómo lloramo’. Mi hermana era de buena… No era una loca,
como dicen ustede’, señora, no. Me subía en las rodillas y me
abrazaba porque yo tenía frío. Yo le decía: “Me duele, me duele
la panza”, porque no había comido, señora. “Me duelen los pie’”,
y entonce agarraba unos cachos de trapo y me lo’ envolvía y se
me ponían calentito’. Y ella me abrazaba y yo me ponía conten-
to. Y me conseguía pa’ hacerme un mate cocido, un cacho ’e
pan. Yo le daba un beso, la quería y ella me quería. Era de bue-
na… Hasta que ese señor le hizo eso. Despué’ cuando fui gran-
de entendí lo que le había hecho. Cómo lloraba ese día, pobrecita.
No era una mala chica, no. Usté dirá que mi hermana era eso
que dicen ustede’ de cuatro letra’. Yo no lo quiero decir porque
mi hermana nunca fue eso. Mi hermana era una gran mujer como
usté’, ni má’ ni meno’. Si hubiera estudiado, si hubiera tenido
una casa, yo le digo que sería como su hija; pero, claro, no tenía

80
mamá. La mamá, qué sé yo, qué sé yo… Por eso, señora, no
diga que somo’ malos, que somo criminale’. E’ como el tigre, a
uno lo arrinconan. No tenemo’ salida, señora. Mire, por el Loco,
el Moncho, por mí, ¡qué nos importa!, si no sabemos ni vivir.
Mátenos, como gritaba usted: “Que los maten, quiero que los
maten”. Yo también quiero que nos maten, que así se termina,
señora. Se termina de una vez. Esto no es vivir lo que hacemo’
nosotro’. Es morirse todo lo’ día’ un poco. Usté tiene razón: que
nos maten. Pero yo tengo mi razón, señora. Quiero que me es-
cuche: hay muchos muchos chicos que si usté’ quiere, recuérdelo,
fíjese, míreme, no van a ser como yo. Pero no es cuestión de
que usté le tire maní como a los mono’. No necesitan manís, se
lo consiguen como me lo conseguí yo, como todo lo’ mucha-
cho’. Necesitan que le’ den colegio, señora, que le den un lugar
donde vivir, no lujo, que vivan bien, que coman, que vayan a la
escuela, que los respeten, que no los violen, que les enseñen a
leer, a escribir, a trabajar. ¿Por qué no le’ enseñan a trabajar en
vez de usarlo pa’ pedir limosna, pa’ robar? Por favor, señora,
dígale usté’ a los juece’. A usté’ la van a escuchar. Ahora, ahora
dígale: “Señor juez, vamos a darle un lugar donde vivir. Vamos a
ponerle maestro. Yo voy a ser maestra de ellos. Van a ir mis
hijos. Les van a enseñar a jugar. Le’ van a enseñar a vivir. Le’
van a dar una cama donde dormir, comida. Le van a dar trabajo,
señora, tra-ba-jo”. Quieren trabajar, pero dónde van a trabajar,
señora, si ustede’ los echan salen corriendo. Hágame el favor,
señora. Usté’ está acá. Quiere decir que no tiene nada que ha-
cer en su casa.
El joven se dirige directamente a la mujer.
–¿Usté tiene auto?
–Sí.
–¿Su esposo qué es?
–Es médico.
–¿Sus hijos van a la facultá’?… Vio qué linda que es la vida

81
así eñora, vio. ¿Sabe cuánta’ vece’ he llorado solo? Porque los
he espiado. Sí, señor, los he espiado, no para robarle, pa’ envi-
diarle’ cómo viven. Yo hubiera querido vivir así, señora. Yo con
los muchachos matamo’ esa familia, señora. Pero, qué sé yo, ni
sabemo’ lo que es matar, ni nos damo’ cuenta. Será la envidia, la
droga, pero no somo’ malos. No nacemo’ malo’, señora. Hágame
el favor. Dígale a sus amiga’, dígalen al juez que por favor vayan
a ver cómo vive toda esa gente. Consígame eso: que el Loco, el
Moncho y yo los llevemos y ustedes se queden con nosotros
unos cuantos días para ver cómo vivimo’. Mándeme a sus hijos.
No le va a pasar nada, señora, no. Se lo juro por Dios, se lo
juro. Yo los voy a defender. No les va a pasar nada, no les va a
pasar nada; pero quiero que su hija y su hijo aprendan, vean
cómo vivimo’ nosotro’. Hágame el favor. Máteno’, como usté’
gritaba, como gritaba esa señora gorda, como gritaba usté’, se-
ñor. Usté gritaba “que lo maten”. ¿Cómo que no? Sí señor, yo lo
miraba. Usté’ va a venir conmigo y despué’ nos matan. Sí, usté’
va a ir a ver cómo nos matan. Sí, sí, señor. Elijan. Mátenos
como ustedes quieran. Usté’ venga a verlo, pero comprométase
conmigo a que ustede’ van a hacer algo por todo’ esos chico’
para que no haya más chico’ como yo acá. Y si no, si no lo
hacen, que Dios se apiade de ustede’, porque todos ustedes
están malditos. Van a vivir muy mal, porque esos chico’ están
viviendo muy mal. Pero acuérdese lo que yo le digo señor: co-
nozco mucho la vida. No sé leer ni escribir, o sé muy poquito,
pero sé de la calle. Al tigre no se lo acorrala, ya lo dije. Cuando
usté’ acorrala un tigre, usté está muerto, el tigre lo mata. Acuér-
dese siempre, señora.
Luego el joven encara al juez.
–Yo le propongo una cosa, señor juez: que nos mate, que nos
mande matar porque usté’ nos va a mandar a la cárcel, nos va a
dar veinticinco años. Nosotros con buena conducta dentro de
tre’ año’ estamo’ afuera. Sí, mi abogado me lo consigue. Y usté’

82
lo sabe. Tengo muchísimos amigo’que están en esa condición.
Ninguno cumple un comino adentro. Yo a estar adentro no ten-
go miedo. Ninguno de esto’ do’ muchacho’ amigos tampoco.
Sabemo’ manejar la púa, el cuchillo. Vamo’ a ser capos. Por ahí
aprenderemo’ algo cuando salga dentro de tres año’. (Mira al
público asistente y pregunta con sarcasmo): ¿A usté’ qué le pa-
rece, señora gorda? ¿Usté’ me tomaría de parquero en su casa,
o para que le haga de albañil? Usté’, señor, ¿quiere que le haga
de plomero en su casa? ¿Me va a tomar?¿Me va a dar trabajo?
Entonces señor juez, ¿qué tenemo’ que hacer? Salir a robar y a
matar de vuelta. E’ lo único que sabemo’ hacer. ’Tonces tome
una decisión. Bueno, correcto, mándeno’ matar, por favor. Y si
no, yo le propongo otra: usté se obliga a que todos lo’ pibe’ de
mi villa y de todas las villa’ tengan acceso a lugares dignos, lim-
pios, escuelas, señor, maestros que le’ enseñen a portarse bien,
a ser bueno, a trabajar, aprender un oficio, aprender una profe-
sión, una carrera, a ser buenos ciudadano’. Y a nosotro’, bueno,
sabemo’ cómo manejarlo: nos deja los grande’, nos da un lugar,
nos da material. Nosotros le proponemos que le hacemo’ un
barrio con todos nosotros. Pero nos manda gente decente, bue-
na, que nos enseñe’ porque no sabemos trabajar. Que nos ense-
ñe a trabajar, a hacer las cosas, un oficio. Nosotro hacemo’ la
escuela. Yo se los llevo. Yo me animo. ¿Qué, te parece mucho,
Loco? ¿Qué decí’, eh? Lo agarramo’ al guardia. Tenemo’ toda
la barra de Pepino. Vas a ver si los ponemo’ o no. Habrá algu-
nos que no. A esos los abrimo’ enseguida. Nosotro’ tenemo’
nuestra ley. Ahí usté’ no se mete. Yo se los hago trabajar. Al que
no cumple nosotro’ lo arreglamo’. Ésa es la condición: lo que
dirige es lo que manda. Los materiale que manda, las cosas que
manda, gente que nos enseñe, que nos eduque. No tenemo’
educación, no tenemo’ nada. Y así, usté’ despué que ve esto lo
puede hacer en toda la villa, señor. Y va a tener un flor de país,
va a tener una flor de gente, porque es gente buena. El tigre es

83
bueno, señor. El tigre no mata por matar. Mata cuando tiene
hambre, nada más. Así Dios lo puso. Dios lo hizo para que mate,
¿o nosotro’ no matamo’ las vacas pa’ comer? ’Tonce nosotro’
estamo’ acorralados, señor. Por qué no me hace caso. Piénselo,
piense lo que yo le propongo. Dígale al gobernador, al presiden-
te, a lo’ legisladore’ que nos consigan las cosa’. Mire lo que le
pido. Y eso sí, encárguese de los chico’. Pero no en un reforma-
torio de eso’ donde a mí me violaron, donde a mi hermano lo
mataron, como despué’ me enteré. Lo mataron a golpe’ los guar-
dia. Había traído poca plata y le dijeron que se la había quedado
él. Y lo mataron a golpe. A mi hermana la hacen changar, señor.
¿Usté’ sabe lo que e’ changar? Yo a la señora se lo explicaba
liviano: es una puta mi hermana; pero no es. Ella es buenísima, e’
una flor de mujer. Sería una flor de madre. Tres pibes parió. No
tiene ninguno: se los vendieron. Y usté’ sabe que se los vendie-
ron, señor. Usté’ sabe quién se los sacó. Y usté’ si no sabe lo
puede averiguar en dos patada’. Vamo’ a terminarla, señor. Y si
no, máteme. A lo’ tre’ juntos: al Loco, al Moncho y a mí. Métale.
Yo le presto la Brodwin. Me pongo contra la paré’ pa’ que no
me erre. No me voy a mover, quédese tranquilo. Pero terminemo’
con estos seudoseñorito’ que son todo’ bueno’, que son los cau-
sante’ de todo. Ustede’ tienen la lepra porque ustede’ se la han
buscado. Si me han entendido bien, y si no me han entendido les
vuelvo a decir: que Dios se apiade de ustedes, porque a nosotro’
ni nos tiene en cuenta.
Suspira el joven antes de terminar sus palabras.
–Gracias. Recuerde, señor juez: si vamo’ a hacer algo junto’
para el bien de todos, cuando a mi gente la venga a buscar la
policía y se la lleve, usté’ va a ser quien me va a acompañar para
ir a sacarlos y meter preso’ a los policías. Cuando vengan a
buscar a la mujere’ los fifiolo’ para que changuen, usté’ los va a
mandar en cana. Cuando vengan lo’ muchacho’ a vender la merca
yo se lo voy a marcar y usté’ los va a mandar en cana. Cuando

84
vengan los señore’ político’, lo’ señore’ dirigentes para que le
cuidemo’ los clube, le vayamo’ a gritar a la hinchada y digamo
que no y nos lleven de guapo’, yo voy a venir corriendo acá
para que usté’ nos defienda. Porque si no, señor, siempre vamo’
a estar en la misma. La gente no me va a seguir má’ a mí porque
va a decir que es todo igual con diferente casa, y se va abando-
nar y no va querer trabajar. Entonce, señor, si nosotro’ vamo’ a
hacer todas esas obra’ y vamo’ a poner el lomo y, perdóneme,
el culo, yo quiero que ustede’ también junto con la gente que
está acá atrás, que se dice pueblo, que dice que no quiere que
matemo’, que no quiere que robemo, que nos ayuden a salir.
Que junto con el señor fiscal vayamo’ a la policía y el que se
porta mal que sea reprimido y encanado. Y los fiscale’ que no
trabajen bien, que sean echados y encanados. Y los juece’ que
nos detengan sin causa que también sean echado’ y encanado’.
Si usté’ consigue ese respaldo se van a salvar de la lepra que
somo’ nosotro’. Si ustede’ siguen por este camino, le vuelvo a
repetir, una vez má’, señor, para ver si me entiende, porque es la
salvación de todos mis compañero’, de mis hermano’ de sangre
y de ustede’. Los do’ estamo’ en el mismo barco. A nosotro’
nos están usando. Somos pobre’ desgraciado’, señor. No sabe-
mos razonar. Ustede tiene la obligación de enseñarno’. Nosotro
somos peor que un animal, señor. Porque el animal sabe lo que
tiene que hacer. El Dios que hay allá arriba que yo ni lo conozco
ni sé si existe, pero sé que alguien nos hizo, al animal le puso una
condu’ta: sabe lo que tiene que hacer cuando nace; pero yo
cuando era chiquitito no sabía lo que tenía que hacer. Y a mí me
enseñaron todo mal, señor. Por eso estoy acá. Y al Loco y al
Moncho también les pasó lo mismo. Y a esos dos que se murie-
ron, como dijo el fiscal, que eran compañeros, hermanos míos,
también señor. Se llamaban Juancho y el Polo. No tuvieron nun-
ca nada. No supieron nunca nada. También a ello’ le dolían los
pie’ de frío como me dolían a mí. Señor, hagan algo. Es lo más

85
barato, señor: enseñen. El hombre necesita que le enseñen, se-
ñor. Mire qué poco que le pido a usté’, al gobierno, a todo el
mundo. Nos salvamo’ nosotro’; no nosotro’ tre’, nosotro’ tre’
estamos listo’, los chico’, señor, los chicos de mi barrio. Yo ten-
go veintidós año’, señor, y soy más viejo que todos estos y que
usté también. Conozco diez mil veces más la vida que usté’:
ustedes no saben nada de la vida.

86
Historias locales

87
TESTIMONIO: BIBLIOTECA BRAILLE Y PARLANTE DE
LA PLATA

Un día un señor va a ver al oculista y este le dice:


–¡Ay, muchacho! Tengo malas noticias para vos. Esta enfer-
medad avanzará y desgraciadamente llegará un momento en el
cual te quedarás ciego. He consultado tu caso con el doctor
Enrique Malbrán, uno de los mejores oftalmólogos del mundo.
En octubre estuvo en un congreso en Nueva York y fue uno de
los cinco seleccionados para exponer entre los asistentes de
muchos países. Citó, entre otros, tu caso, y le auguró un resulta-
do muy efímero. Mirá, yo te aconsejo que vayas a una institu-
ción que puede ayudarte mucho. Está situada en la calle 47 nº
512 (entre 5 y 6) de esta ciudad. Su número de teléfono es:
421–0578. Podés hablar con su director, el profesor Marcelo
Calvo. Desde la mañana temprano y hasta últimas horas de la
tarde, siempre están ahí. Trabajan mucho. Hay varios emplea-
dos que son macanudos. Te ayudarán, te guiarán hacia un cen-
tro de rehabilitación en el cual podrás aprender actividades de la
vida diaria, a transitar por la calle, entre otras cosas que te ofre-
cerán.
Debés aceptar tu nueva situación sin desesperarte porque la
vida es muy dura para una persona ciega. Hay que aprender a
comer, a manejarse en la calle, a subir una escalera; pero lo vas
a lograr con fe y mucha voluntad. Qué le vas a hacer muchacho.
Hay que tener un espíritu fuerte, mucha energía y fuerza del co-

89
razón y física.
Si te gusta la lectura podrás llevar libros grabados que se
prestan gratuitamente. Te reunirás con tus pares, compartirás
muy gratos momentos y experiencias que enriquecerán tu vida.
También si lo deseás podrás participar en talleres de lectura,
de teatro, etc. Cada uno cuenta su historia de vida. Salen de
excursión con voluntarios y familiares. ¿Sabés? Van a veranear
a Mar del Plata, a Chapadmalal. Visitan museos. Asisten a fun-
ciones teatrales.
Marcelo, su director, organiza todo y tenés que ver qué bien
lo pasan.
Por eso, muchacho ciego, no pierdas tiempo y dirigite a las
instituciones que tanto bien hacen a quienes deben superar esta
limitación.
Gracias a quien la creó. Gracias a quienes siguen el camino y
hacen tan buena obra.

90
HOSPITAL ESPAÑOL

He venido a recorrer la ciudad de La Plata y, entre las cosas


que he visto, había un hospital modernísimo que decía en su
frente:

SOCIEDAD ESPAÑOLA DE SOCORROS MUTUOS


Y BENEFICENCIA.

Una amplia y cómoda escalera me lleva al edificio.


Está bordeado de jardines muy alegres y se emplaza en una
zona privilegiada del norte de la ciudad. Desde fuera el edificio
se ve bastante bien: arquitectura moderna y funcional. Parece
ser un edificio de muy pocos años.
Se halla muy bien conservado. Vamos a ver las instalaciones.
Entro por una puerta giratoria y hay una amplia recepción en
donde están: de un lado las cajas, la atención a los socios, y del
otro lado está la administración. Buenísima y moderna disposi-
ción.
Cuando miro el frente, veo una placa con los nombres de los
fundadores y en ella leo:
De Diego, Garganta, Amos Grajales, Cieza Rodríguez.
Otra con la comisión que regía los destinos de la ASOCIA-
CIÓN ESPAÑOLA en el centenario.
Hacia un lado tiene todo lo que es administración, gerencia,
reunión para la Comisión Directiva, la oficina del gerente, sala

91
de espera.
Hacia el otro lado tiene una muy amplia y surtida farmacia, y
después los consultorios. Hay escaleras para bajar al subsuelo,
donde también hay laboratorios y consultorios. Y tiene otra en-
trada por la parte de atrás con una muy buena rampa, amplias
puertas para bajar a los enfermos, un cómodo ascensor para las
camillas, otro para el personal completamente independiente de
los consultorios externos y la demás movilidad de las personas
que van a hacer trámites.
No se mezcla una cosa con la otra. En las horas que no hay
visita, no hay cómo llegar al enfermo. Se cierran las puertas y se
evita que la gente por las suyas vaya fuera de los horarios esta-
blecidos.
Veo que en todos los pisos es lo mismo: así que los enfermos
entran y salen caminando o en camillas o en sillas de ruedas sin
que tengan que pasar delante de la gente que está haciendo trá-
mites o se está haciendo atender. Es completamente indepen-
diente.
Llego al 4º piso y encuentro algo excepcional: una cocina para
reunión de los médicos y auxiliares que hacen grandes opera-
ciones en las que tardan mucho tiempo y se reemplazan.
Después me muestran dónde se cambian, una zona preestéril,
otra zona estéril y después los hermosos y amplios salones de
cirugía, muy modernos.
Hay una terapia intensiva al lado, completamente aislada. El
4º piso está dispuesto para eso.
Pregunto por los servicios: totales. “Todo lo que hay en medi-
cina nosotros se lo podemos proveer, tanto en medicamentos
como en atención médica”. Hay una larga lista de profesionales
de primer nivel atendiendo.
Hoy, por distintas razones, y en especial porque hay pocos
socios de acuerdo con el enorme hospital, se ha hecho un hospi-
tal abierto en donde se atiende a particulares y personas con

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obras sociales.
Me he quedado maravillado por la iluminación y ventilación
que tienen todos los ambientes en los pisos.
Es extraordinaria la sala de espera para quien tiene que aguar-
dar a alguien en el piso.
Hay además una sala de enfermería en cada piso.
En fin. Veo a las enfermeras prestas al cuidado de sus pacien-
tes, las mucamas limpiando, todo prolijo.
Y bajo. Allí recorro la sala de guardia con su entrada comple-
tamente independiente desde la calle, con una rampa. No tiene
por qué mezclarse con la demás gente.
También los ascensores que conducen directamente a los
médicos son solamente para ellos y personal auxiliar.
Hay una gran cochera para los médicos. Otra para los aso-
ciados y público que concurre al hospital y un edificio, luego de
las cocheras, para el personal.
Es decir que el hospital está completo. Lo muestran una enor-
me cocina, excelente, y en un lugar del subsuelo un buen come-
dor donde van los médicos y los familiares de pacientes que se
quedan a esperar o a acompañar al enfermo.
Además tiene un ateneo para reunión de médicos y de so-
cios.
El hospital se inauguró el 15 de diciembre de 1940.
Lo hizo el ingeniero Bonilla, un sanitarista que se adelantó
muchísimos años con la ingeniería.
¿Sabe qué pasa? Si tenemos en cuenta los progresos de la
ingeniería reciente, el ingeniero se adelantó al futuro. Es, sin duda,
el hospital mejor proyectado de la ciudad de La Plata.
Como usted bien vio: una función no se mezcla con la otra.
Todo está planificado y organizado correctamente, sabiamente
y funcionalmente.
Me encuentro con un señor y me dice:
–Buenos días.

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–Buenos días, señor.
–¿Me puede explicar una cosa? ¿Usted es socio de este hos-
pital?
–Sí, desde hace muchos años.
–¿Qué significa esa placa con tantos nombres por la cual hay
gente que viene caminando y se queda un momentito mirándola
y luego sigue?
–¿Sabe qué pasa, señor? A esos hombres yo tuve la suerte
de haberlos conocido. Fueron hombres solidarios con sus com-
patriotas. Con aquel hombre que venía y no tenía recursos y
tenía que ir a atenderse en el hospital público, que en ese mo-
mento escaseaba bastante. Estas personas primero se instalaron
en calle 12 y 50, en el centro de la ciudad (no sé si usted cono-
ce).
–Sí, ahí frente a la plaza que es el punto central.
–Eso es. Frente a la Municipalidad, la Catedral. En esa es-
quina de 12 y 50, alquilando, nació el Hospital Español, del que
actualmente preside la comisión directiva Emiliano Isla Verde.
Luego los FUNDADORES junto con otras personas (Ibáñez,
Alfonso, Sáenz, Passarelli, Suárez, Azorín, Benito Rodríguez y
otros), con gran visión y la colaboración y el trabajo de muchísi-
ma gente, hicieron esta titánica obra, algo grandioso para aque-
llos días, que se inauguró en diciembre de 1940. Tuve la suerte
de correr en aquellos patios de las calles 12 y 50, de ver la
inauguración de este edificio y de concurrir a los distintos servi-
cios y de ser atendido por algunos médicos de este hospital. Por
eso yo también me detengo un momentito para pedirle a Dios
que proteja y tenga en la gloria a todas estas personas cuyos
nombres figuran en la placa, como así también a todos los anó-
nimos que han colaborado.
–¡Qué bien! No tenía idea de que este edificio tuviera tantos
años.
–¿Vio, señor, qué futuristas eran y lo que nos dejaron todas

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estas personas? Como le había comenzado a decir, ellos no lo
hicieron para ellos porque todos tenían capital, entradas sufi-
cientes para gozar de la medicina particular paga. Pero su espí-
ritu solidario con el compatriota, que venía en aquellos años a
hacerse la América y apenas tenía dónde vivir, les hizo hacer
esta gran obra.
Fueron audaces, corajudos y de una solidaridad inmensa. Por
eso gran parte de los socios que conocemos la historia nos pa-
ramos respetuosamente ante la placa un segundito. Es un pe-
queñísimo homenaje. Nunca terminaremos de darles las gracias.
Y después de ellos, a las distintas comisiones que fueron pa-
sando. Unas más acertadas, otras menos, pero el edificio sigue
bien cuidado y, como usted lo ha dicho, funcionando perfecta-
mente en estos momentos.
Por otra parte, para los socios se ha adquirido un predio de
diez hectáreas en la vecina localidad de Villa Elisa que se deno-
mina Prado Español, para solaz y recreación de los asociados al
Hospital Español (Sociedad Española de Beneficencia y Soco-
rros Mutuos). Todo se cumple a rajatabla. No se deja a nadie
sin asistencia.
También tenemos que hablar de aquellos médicos que hicie-
ron posible el desarrollo, el crecimiento y la fama que hoy tiene
el Hospital Español. Los hermanos Alustiza, los Alsina, Cieza
Rodríguez y otros tantos, de las comisiones que integraron el
señor Arroyo, Isla Verde, Umarán, el gran Benito Rodríguez y
también de aquel gerente que inauguró el hospital que ya venía
de la calle 12 y 50: el Señor Martínez y de la caba enfermera
doña Flora Ortega, instrumentadora, “dueña” del 4º piso. ¡Cómo
mandaban al personal los dos! ¡Cómo andaba ese hospital!
Quiero destacar también el laboratorio de análisis clínicos,
dirigido por el doctor Pintos –hoy ya fallecido–, que fue siempre
un emblema en el hospital, pero el laboratorio sigue siendo de
gran prestigio. Los doctores Lambre, padre e hijo, urólogos de

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gran categoría. De aquellos años, el doctor Nerí, de Tolosa,
gran médico. Palau, el doctor Larpa. Flores, Méndez Anell, que
fuera director. Y otros tantos, grandes médicos y radiólogos.
Una gran e higiénica cocina, que no es la típica de un hospital,
sino que sirve la comida según las indicaciones del médico. Todo
el personal de maestranza. Enfermería, gran enfermería la del
hospital, siempre alerta.
El hospital es dueño de un panteón en el cementerio local, y
tiene a grandes socios ya fallecidos. Los dirigentes, todos, sin
excepción, lo han llevado siempre adelante.
Pensar que estaban: la sala general que tenía cuatro camas, y
que el socio pagaba 1 peso por la internación.
También va un agradecimiento especial al diario El Día y a su
director en ese momento, el señor Raúl Kraiselburd, quienes
colaboraron desinteresadamente ante el incendio que sufrió el
edificio del hospital español, que dejó cuantiosas pérdidas.
Con la inestimable colaboración del diario El Día, los gober-
nantes de ese momento y los vecinos de la ciudad, se logró re-
parar la totalidad de los daños y mejorar algunos servicios.
¡Qué buen hospital! ¡Qué grandes personas lo condujeron y
trabajaron para ellos!
Gracias. Muchas gracias, una vez más. De parte de un socio
que apenas va a cumplir otro año más, anterior al nuevo edificio.
¡Gracias!

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MI AMIGUITO APRILP

Yo soy uno de los tantos chicos que en la década del ’50


o ya avanzado el ’60, iba con su madre a la cual le tembla-
ban las manos, pues la poliomilitis hacía estragos en la niñez
argentina. Y tú, Aprilp, cual gladiador romano, luchabas
contra ella, derrotaste a la polio con las vacunas Sabín y
Salk, que gratuitamente salían de tu mano. ¡Gracias, amigo
Aprilp! Yo vengo porque soy agradecido, como dice el Se-
ñor:
“Quién recibe nunca puede olvidarse y siempre agrade-
cerá. Quién da debe olvidarlo de inmediato”.
Estoy aquí para hacerme socio y ser parte de la gran obra,
para colaborar con otros chicos, adolescentes, adultos y
ancianos, que ya sea por enfermedad o por accidente, han
quedado inválidos. Y tú, Aprilp, haces lo imposible por brin-
darles ayuda, asistencia.
Pero tu edificio, de tanto trabajo y de tanto tiempo, está
resquebrajado. Yo vengo a apuntalarlo, vengo a hacerme
socio, como tanta gente. Fuimos a hacer cola, ¡somos agra-
decidos!
Aprilp, somos tus amigos, somos platenses, ¡Sr. Lunazzi,
desde el cielo, mírenos!, que somos muy agradecidos. Dra.
Boulet, la estamos llamando por teléfono al 421-9161, para
que nos mande alguien y nos asocie. O ya estamos en Plaza
Italia N° 66, recordamos el viejo edificio y ¡Aprilp! ¡Qué-

97
date tranquilo, te pondremos de pie con todo nuevo!
Un niño agradecido. Que hoy es un hombre, pero que
tiene siempre su corazón de niño.

98
ÍNDICE

Lugares del mundo

Los vinos / 13
Germanos / 23
Don Pascuale / 39
Zenón / 61
Enseñanzas de la miseria / 69

Historias locales

Testimonio: Biblioteca Braille y Parlante de La Plata / 89


Hospital Español / 91
Mi amiguito APRILP / 97

99
Se terminó de imprimir en Booverse,
de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
en julio de 2012

101
ISBN 978-987-1844-06-7
Otras obras publicadas por
Ediciones Hespérides

Colección
La Campana de Fuego
Voces en el agua
Néstor Mercerat
Lady Bordoni

El aleteo del colibrí


Ángeles Román

La gracia, los días


María Cecilia Font

Colección
La Puerta del Príncipe

Esperarás los jueves


Mónica Böhm y otros

Reflexiones
Néstor Mercerat

Cuentos para zentarse

Cuentos y relatos de un caminante


Mariela Migo Pizarro

Colección
La Montaña Mágica

Cuentos
La pobreza, la miseria, una de las peores enfermedades
Origen y destino endémicas del hombre. Pero para ella el gran Dios le mandó
Francisco Senegaglia
al hombre una vacuna: trabajo. Trabajar, trabajar y trabajar.
En el nombre del hijo Por eso, muchacho, cuando inicies una familia procurá
Jorge Campanaro Néstor Mercerat, platense de
que a tu señora y a tus hijos no les falte el alimento, tengan nacimiento, vivió siempre en “la
Colección
una casa que sea lo más confortable posible y que luego con más bella ciudad del mundo”, La
El Arco y la Lira el tiempo irás arreglando y arreglando. Así se mejora, de a Plata.

y relatos
Aproximaciones a la obra poco.
“Quería dejar estas expresiones
poética de Guillermo Pilía Tus hijos ya no estarán en esa miseria, en esa pobreza
P. Dómine y P. Cipolla (comp.) mías. Tal vez a alguien le sirvan
endémica, habrán salido un poquito. Ellos también deben
para algo, y ahí no habré vivido de
practicar la vacuna del gran Dios: trabajar y esforzarse. Y los
Premios Concurso Internacional
hijos de ellos, tus nietos, posiblemente irán a la facultad; gusto”.
Hespérides de Cuento y Poesía

Néstor Mercerat
cuando seas abuelo y veas eso, estarás muy satisfecho por En 2011, Hespérides publicó su
Cuento sonámbulo primer libro, Reflexiones, en el que
Alfredo Maxit haber sido el iniciador de esa familia.
Intemperie
Carmen Solís
Relatos tan breves como posibles
Ana María Pedernera
Es largo el camino, es duro, pero la recompensa es
grandiosa, hijo mío. Si querés seguir mi consejo estaré
agradecido, y al final del camino te acordarás de esto. de un caminante llevó al papel muchos de sus
pensamientos
imaginación.
y su vasta

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