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Los paseos de la ciudad de México
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Los paseos de la ciudad de México
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Los paseos de la ciudad de México

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De los seis sitios por donde han paseado para su solaz los habitantes de México, se ocupa aquí Salvador Novo, quien se deja guiar por la iconografía de Diego Rivera para detallar los tránsitos de la Alameda, se sumerge en el tráfago de la Plaza Mayor y retrata la capital novohispana en el Paseo de Bucareli. De las acalli y las trajineras nos lleva al Paseo de la Viga y al primer fruto del romance imperial: el que será el Paseo de la Reforma, para terminar su recorrido en el Bosque del cerro que los toltecas llamaron Chapulín.
LanguageEspañol
Release dateJun 4, 2012
ISBN9786071610362
Los paseos de la ciudad de México

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    ¡Es un libro fantástico! El estilo de Salvador Novo, fresco a pesar de los años que han transcurrido desde que esta obra fue escrita, permite al lector generar imágenes vívidas de lo narrado, transportándolo a épocas de antaño y permitiéndole, al menos por unos breves instantes, experimentar las mismas sensaciones que los habitantes de esa Ciudad de México de hace muchos ayeres experimentaron, disfrutando y viendo transcurrir su existencia en una ciudad tranquila, silenciosa y hermosa. Un imprescindible para los que apasionados por la CDMX.

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Los paseos de la ciudad de México - Salvador Novo

México.

De paseo y paseos

Paseo, pasear

PASEAR EN COCHE es ya un contrasentido; porque pasear es dar pasos, caminar, «andar a pie», como con redundancia decimos.

Pasear a caballo, cabalgar, es expresión que conserva el paso, aunque transferido a las herradas pezuñas del «noble bruto».

Pasear en lancha, remar, entraña el ejercicio de los brazos, como en la natación, para el objeto que normalmente cumplen las piernas y los pies: acompasadamente —esto es: como un compás— desplazarnos, hacernos avanzar.

El absurdo y la negación del paseo: la abdicación de sus placeres: la renuncia a embonar paso a paso nuestros ritmos internos —circulación, respiración— en los pausados ritmos universales que nos rodean, arrullan, mecen, uncen, sobreviene cuando a bordo de un automóvil nos lanzamos con velocidad insensata a simplemente anular distancias, mudar de sitio, «tragar leguas»; caer —como del cielo al aterrizar los aviones— en una ciudad o país cuya extrañeza, y la tardanza en avenirnos a los cuales, dimanan de nuestro súbito arribo, privado de la gradual asimilación, conquista, incorporación, entendimiento, acercamiento y final mutua entrega, que lo haría biológico y fecundo.

Nuestros antepasados supieron pasear, disfrutar de un paseo: no sólo al reunirse en las plazas (como hasta la fecha ocurre en provincia) a tomar el fresco en la tarde y saludar a los amigos: ni sólo a la salida de misa los domingos, o en el «flaneo» tradicional de Plateros inmortalizado por el Duque Job; paseo que perduró más allá de los veinte, hasta que los automóviles acabaron por darle muerte y extinción; sino muchísimo antes: desde que el buen virrey don Luis de Velasco el segundo consideró oportuno dotar a la encerrada-y-en-construcción ciudad de México Temistitán, allá por 1590, del primer paseo de su historia. Dispuso el octavo virrey, hijo del segundo, que se hiciese «una alameda adelante del tianguis de San Hipólito, en donde estaba la casa y tenería de Morcillo, para que se pusiese en ella una fuente y árboles, que sirviesen de ornato a la ciudad, y de recreación a sus vecinos». Como a todo señor todo honor; como el primero en tiempo es primero en derecho, a la muy larga historia de la Alameda nos referiremos con brevedad antes que a la de los demás «paseos» —algunos definitivamente extintos sino en el recuerdo— de la ciudad.

Los otros serán: el Paseo de la Viga; el Nuevo o de Bucareli; el de la Reforma, y el disperso, creciente sitio de recreación de los vecinos que es —constante o periódicamente ampliado— el bosque de Chapultepec.

Ciertamente: al crecer desmesuradamente la ciudad: al prolongarse en ella, o abrirse, nuevas vías, se ha solido darles el nombre de paseo que ya no merecen, en sentido estricto, ni la prolongación nororiente del de la Reforma, ni la doblez del antiguo hacia las Lomas de Chapultepec y hasta su entronque con la carretera a Toluca; ni mucho menos el Paseo de las Palmas, por donde nunca pasea nadie, sino que se lo recorre en automóvil. Pero en esta monografía sólo hablaremos de los verdaderos paseos de la ciudad.

La Alameda

La Alameda y Diego Rivera

Entre los murales pintados por Diego Rivera en la Secretaría de Educación, hay uno: piso bajo, lado sur, extremo poniente, que reproduce con alegría la atmósfera de los puestos antiguos, tradicionales, que solían instalar su colorida algarabía al costado norte de la Alameda, en fechas como Semana Santa, Navidad, y Todosantos. Si lo recuerdo bien, cuelgan grandes calacas con guitarras, circulan catrines entre los puestos; y en primer término, unas gordas, orozquianas mujeres se instalan frente a ollas de tamales. Como era su costumbre, Diego Rivera honraba —o denostaba— a sus amigos con incluirlos, más o menos reconocibles, en sus frescos. No es difícil descubrir, bajo su sombrerito de cloche, a Lupe Marín. Y al extremo izquierdo del fresco, asoma su esbeltez y luce su sombrero de carrete un mono que se parece muchísimo al Salvador Novo de aquellos años.

Poco tiempo después de concluidos los frescos de Educación y de Chapingo, Diego Rivera accedió a decorar el gran comedor del Hotel —Del Prado— en que vino a parar un edificio originalmente planeado para la Dirección de Pensiones Civiles. La ciudad comenzaba a dar el estirón, a abundar el turismo. Ya no bastaba con el envejecido Hotel Regis; y mientras el diligente don Alberto J. Pani construía el Reforma, nació y creció el Del Prado —¡oh ironía!— donde había estado el Hospicio de Pobres: cerca de donde estuvo la temida Acordada: frente, en fin, de la Alameda que insistimos en llamar «central», acaso porque olvidada, decadente, deglutida por la vieja colonia de Santa María la Ribera, aún persiste la que heredó de aquélla el nombre, y un kiosko de desecho.

Si el fresco arriba aludido le sirvió de boceto, en el mural del Prado, Diego Rivera desarrolló con libertad y alegría el tema, ahí vecino y propio, de la Alameda y su vida dominical. Se pintó a sí mismo niño, puso a Frida, llenó el espacio con tipos locales, globos, vendedores ambulantes de golosinas. Escuchamos, sin verla, a la banda municipal o a la Típica instalada en el kiosko para emitir «Poeta y campesino», lánguidos valses, vigorosas marchas. Todo lo cual lo habría conciliado con una burguesía que tardaba en aceptarlo como pintor —si no hubiera, en cambio y de acuerdo con su robusta vocación por el escándalo—, armádola gorda con plantar al hereje del Nigromante empuñando —más o menos como Moisés las tablas de la ley— el rollo en que se leía la famosa blasfemia con que ingresó en la Academia de Letrán: Dios no existe.

Recién desollado como estaba el catolicismo por la guerra cristera, las asociaciones y las damas y la prensa honesta pusieron el grito en el cielo. Los administradores del hotel, que contaban con el fresco como atractivo turístico adicional, hubieron de resignarse a ocultarlo en espera de una solución que llegó al acceder el pintor a modificar un letrerito que frente a la importancia general del fresco, no tenía realmente ninguna.

Los recuerdos personales de la Alameda que Diego decantó en su mural, eran los mismos que de ella atesoraban los supervivientes

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